Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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lunes, septiembre 29, 2008

Grandes repartos: "El gran galeoto"

NOTA PREVIA: dentro del caótico rumbo que, obediente a la deriva de la voluntad de quien lo alimenta, sigue este weblog, se distinguen en sus entradas, hasta el momeno, dos variedades. Una, la más habitual, consistente en glosar la carrera y trayectoria vital de un actor o actriz; la otra, a la que este burgo bautizó como “Galería”, se limita a comentar alguna imagen cuyo contenido represente por sí misma algún aspecto destacable dentro del tema de los actores españoles. Con la presente entrada, añado una nueva modalidad, a la que he puesto el nombre de “Grandes repartos”, en la que, como su nombre indica, se tratará de dar relación, lo más completa posible, de los integrantes de algún reparto en concreto que, por el caprichoso criterio de este burgo, parezca especialmente representativo de una época, de un estilo o de una facción determinados, dentro del cine, la televisión o el teatro españoles.

Drama decimonónico
Melodrama de época, sólido, cimentado sobre una base literaria, bendecida con el Premio Nóbel, de José de Echegaray, “El gran galeoto” (1951), cuyo estreno se verificó en el cine Callao de Madrid el 15 de octubre de 1951, forma parte del periodo más fecundo y brillante del cineasta Rafael Gil. Afortunada conjunción de los esfuerzos de un buen número de profesionales técnicos y artísticos, esta producción “Intercontinental Films”, que se rodó entre los meses de diciembre de 1950 y abril de 1951en los madrileños estudios Ballesteros y en exteriores en Madrid y Bilbao, tiene en su gran reparto una de sus más destacadas y valiosas virtudes, mas no siendo la única, ni mucho menos. Sus dos directores de fotografía, el ruso Michael Kelber para las escenas de interiores y el austríaco Enrique Guerner, para los exteriores; el músico, Manuel Parada, y el decorador, Enrique Alarcón, se cuentan entre los mejores de su profesión de todos los tiempos y en cuanto a la excelencia de los figurines diseñados por José Luis López Vázquez (sí, el inconmensurable intérprete de tantas grandes películas), los resultados en la pantalla son suficientemente elocuentes. Para elaborar el guión cinematográfico, Rafael Gil contó con la muy estimable colaboración de José Antonio Pérez Torreblanca, que se encargó de adaptar el drama en verso de Echegaray, y para auxiliarle en la dirección del film, contó con José Luis Robles y el luego autor de sus propias películas, Pedro Luis López Ramírez.
Rafael Gil, siempre proclive a edificar sus proyectos sobre bases literarias de indiscutible firmeza, que en 1951 ya había llevado al cine a Wenceslao Fernández Flórez, a Cervantes, a Jardiel Poncela, a Armando Palacio Valdés, a Vicente Blasco Ibáñez, a Jacinto Benavente o a Pedro Antonio de Alarcón, debía ver en la obra de José de Echegaray un valor comercial seguro, a tenor de que había sido ésta repetidamente adaptada para el medio radiofónico con invariable éxito. Con la perspectiva de hoy, sin embargo, “El gran galeoto”, estrenada el mismo año en que se produjeron los estrenos de “Día tras día” (de Antonio del Amo) y “Surcos” (de José Antonio Nieves Conde), dos apuestas por un cine de raíz neorrealista, que intentaba aproximarse a la realidad cotidiana, se percibe que nació ya anticuada, lo que, por otra parte, es un mal que se remedia con el paso de las décadas. En 1951, dando cuenta del estreno, Alfonso Sánchez publicó en “El Alcázar”: “Rafael Gil ha cuajado una realización importane. Es, quizá, su mayor acierto la disciplina que ha impuesto a los actores para limitar cualquier fácil exceso declamatorio, el punto justo en que frena las escenas para que sean justa expresión de la época sin caer en ridículo, el clima en general de contención que preside obra tan peligrosa”. En parecido sentido se expresaban “Donald” (Miguel Pérez Ferrero) en ABC y “Graciella”, en “Dígame”. Los tres críticos destacaban la habilidad de Rafael Gil para hacer admisible un drama tan folletinesco sin pretender trasladarlo a la época actual, sino ambientándolo escrupulosamente en la época original de la acción (hacia 1890). En pleno siglo XXI, la película “El gran galeoto” continúa siendo la misma obra intemporal, magníficamente narrada, interpretada ajustadamente y ambientada con iguales rigor y gusto. Valores que, quizá sí, es cierto, la convierten en una pura antigualla.

Lo narrado
“El gran galeoto” cuenta la historia de cómo se unieron las vidas de Ernesto Acedo (Rafael Durán), el ocioso y adinerado hijo del naviero don Ángel Acedo y de la primera actriz Teresa La Bisbal, que abandonó la escena para casarse con el banquero y parlamentario don Julio Villamil, precisamente por causa de la maledicencia que había propagado sus inexistentes amores adúlteros. La acción se inicia cuando Ernesto está asistiendo a cada función de la actriz, abandonando la localidad en el momento en que ésta hace mutis. El joven corteja a distancia a la diva mientras que ella se compromete con el prócer Villamil (José María Lado) pese a la notable diferencia de edad que los separa. Paralelamente, el padre de Ernesto le hace abandonar Madrid pretextando que le necesita a su lado por causa de los negocios, por los cuales intenta que su vástago tome algún interés, y le envía a Inglaterra y a Bilbao. Ernesto, que no se apasiona en absoluto por la construcción de barcos y sí por la composición de operetas, tiene un fuerte enfrentamiento con su padre, el cual se obstina en hacerle sentar la cabeza (“Nosotros hemos sido siempre gente de trabajo”, aduce don Ángel, despreciando a los bailarines con quien trata su hijo –“¡Esos titiriteros!”). Tras la ruptura paterno-filial, se produce un atentado anarquista como consecuencia del cual, don Ángel resulta malherido. Agonizante, hace prometer a su hijo que tomará la recta senda del trabajo honrado y que, sobre todo, se dejará aconsejar por su amigo don Julio Villamil, quien le ayudará a llevar a buen puerto su sociedad naviera. Ernesto, incapaz de negarle nada a su padre en situación tan delicada, accede a sus deseos. Cuando acude a don Julio, éste le auxilia sabiamente en el consejo de dirección de su empresa y salva la papeleta con su experiencia. Don Julio, además, al pasar a administrar los negocios de los Acedo obtiene una sólida posición que le beneficia en un momento difícil de sus propias finanzas. Ernesto debe establecerse en Madrid y don Julio le abre las puertas de su casa. Entonces se produce el inesperado encuentro del joven con su todavía amada Teresa. Muy pronto, la convivencia entre los tres produce un río de comentarios en la sociedad matritense, que se acrecienta al “perderse” los dos jóvenes durante una jornada de caza, cuando don Julio ha sufrido un accidente y se hace patente la ausencia de Ernesto y Teresa. De ese incidente surge una coplilla que los enemigos políticos de don Julio se encargan de convertir en un “Schotis” que rápidamente adquiere gran popularidad, “De campo, ¿eh?”. La situación va haciéndose tan insostenible que Ernesto termina por establecerse en otra casa, pero ello no hace sino dar más alas a la difamación, que les cuesta a los implicados sonrojos varios y hasta una bronca en el parlamento, que demuestra que ni siquiera en un ámbito presuntamente respetable, sirve de nada la argumentación seria contra la burla difamatoria. Finalmente, el propio don Julio duda de la honradez de su esposa y se interpone en el duelo que había concertado Ernesto con el más encarnizado adversario de Villamil, el bellaco vizconde de Nebreda (Fernando Sancho). Villamil muere en el lance, convencido de la culpabilidad de su esposa y del amigo que acogió en su casa. A continuación, Ernesto mata a Nebreda y, finalmente, se une irremediablemente con Teresa, viuda y arrojada de su casa por la familia Villamil, resultando así que los rumores malintencionados obtienen el resultado inesperado de unir aquello que no estaba destinado a hacerlo.

El elenco. Papeles principales
Encabezando el reparto de “El gran galeoto” hallamos a la tan bella como inteligente Ana Mariscal (Ana María Rodríguez Arroyo, Madrid, 1921-1995), que ya era una veterana (tras haber debutado, como vimos en una entrada anterior, de la mano de su hermano mayor, Luis Arroyo, en “El último húsar”-1941-) y que se encontraba en aquel entonces rivalizando con Amparo Rivelles por la supremacía en el terreno de las primeras actrices del cine español y a punto de iniciar su carrera de directora, cosa que habría de acontecer con el rodaje de “Segundo López, aventurero urbano”, un año después del estreno de “El gran galeoto”. A su lado, Rafael Durán (Rafael Durán Espayaldo, Madrid, 1911-Sevilla, 1994), el galán indiscutiblemente predilecto de Rafael Gil para sus dramas de época y de Juan de Orduña para sus comedias frívolas de principios de los cuarenta, un fenomenal actor que tras iniciarse en el teatro, educó y forjó su excelente voz como doblador a las órdenes de Gonzalo Delgrás en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer de Barcelona. Un galán que hoy puede parecer encorsetado y excesivamente rígido, pero que hacía perfectamente inteligibles todas y cada una de las sílabas que pronunciaba, y que era capaz de encarnar con convicción las más desopilantes personalidades, arrebatadas de pasiones en las que, paradójicamente, el sexo no tenía cabida; capaz de, con un golpe de ceja y sin despeinarse jamás, defender el honor y la virtud contra todas las acechanzas. Anticuado, sí, pero lleno de encanto. El tercer vértice del triángulo de “El gran galeoto” lo constituye José María Lado (José María Lado Rodríguez, La Habana, Cuba, 1895, Madrid, 1961), otro de esos actores de carácter que son como una roca a la que cualquier película puede aferrarse sin temor a naufragar. Como su compañero Rafael Durán, Lado también cultivó el doblaje y su personalidad, siempre amparada en la cobertura de una exigente amargura, resultó eficacísima para componer malvados “con fondo” y gente, en general, maltratada por la suerte y, a menudo, resentida. En la película de Rafael Gil (quien, por cierto, volvería a contar con José María Lado en el mismo año 1951, para la exitosa “La señora de Fátima”, rodada a continuación y estrenada tan sólo una semana después de “El gran Galeoto”, en el cine Avenida de Madrid) de la que nos ocupamos hoy, en forma aparentemente sorprendente, la voz de José María Lado ha sido sustituida por la del excelente doblador José María Oviés, decisión que no sabemos si obedeció a la incompatibilidad de la agenda del actor original pero que no sólo no afectó negativamente al resultado final sino que, podemos afirmar sin reticencias, resultó muy beneficiosa, pues la de Oviés es una voz mucho más adecuada al personaje del noble Julio Villamil que la agria (y agrietada) de José María Lado.
En el reparto de “El gran galeoto” nos encontramos con que, al examinarlo someramente, aparece marcado por la presencia de actores de doblaje. Llevamos citados ya tres y el cuarto no es otro que Ramón Martori, la inolvidable voz de Julio César en el clásico de Mankiewicz (que, por cierto, acaba de aparecer en DVD, con su doblaje original, por lo que sugiero que corran a comprarlo), que interpreta a don Ángel Acedo, el padre del protagonista, en una interpretación conmovedora y llena de convicción, especialmente cuando defiende los valores tradicionales del trabajo frente a la actitud vital, algo bohemia, de su vástago. A Ramón Martori (Ramón Martori Bassets, Barcelona, 1893-1971) lo mencionamos ya, con ocasión de la entrada dedicada a José Sepúlveda por su participación en la película de Juan de Orduña, “El padre Pitillo” y, como podríamos decir de los demás actores aquí citados a los que todavía no les hemos dedicado una entrada, volveremos a hablar de él, más extensamente, cuando se la dediquemos.
El villano principal del drama no es otro que el muy prolífico actor aragonés Fernando Sancho (Fernando Sancho Les, Zaragoza, 1916, Madrid, 1990), quien interpreta al pérfido vizconde de Nebreda. Tocado con una peluca que recuerda ligeramente a la de Harpo Marx, este actor eminentemente físico (que, por cierto, también hizo doblaje en sus comienzos) tiene la misión en “El gran galeoto” de encarnar la más abyecta cara del desprecio por la verdad y la razón, protagonizando en la secuencia previa al final un prolongado duelo a espada (tres minutos perfectamente coreografiados por el maestro de esgrima Ángel Monis) con el protagonista Rafael Durán, el cual duelo finaliza siendo defenestrado y expirando en un plano muy semejante al que protagonizó un año antes en “Agustina de Aragón” (1950), reventado, en el suelo, expulsando sangre por la boca. De cierta relevancia es también el papel asignado a Juan Espantaleón, como don Severo Villamil, hermano de Julio, el marido cuya honorabilidad está en entredicho en “El gran galeoto”. Juan Espantaleón (Juan Espantaleón Torres, Sevilla, 12-3-1885- Madrid, 26-11-1966), que había debutado en la escena con tan sólo doce años de edad y que se retiraría, precisamente, en el año de estreno de “El gran galeoto”, fue uno de los actores bajo contrato con Cifesa en la etapa dorada de la productora valenciana, cuyos servicios Rafael Gil requería siempre que podía (nada menos que en quince títulos en sólo diez años, entre 1942 y 1951), solía obtener roles que parecían destinados a su lucimiento, oportunidad que no desaprovechaba nunca. Su personalidad, habitualmente cargada de paternalismo y perfectamente respaldada por un físico que inspiraba confianza, que traslucía respetabilidad, en las situaciones difíciles, que rezumaba bondad, cuando convenía y campechanía, cuando era oportuno, era perfectamente utilizada en papeles de cierta responsabilidad. Sus advertencias en el film aquí comentado, sobre el bochorno que se está suscitando entre la opinión pública con motivo de la situación que se vive en el domicilio del matrimonio Villamil están dichas con admirable gracia y disimula perfectamente que es su propio beneficio el que está salvaguardando cuando recomienda a su hermano que no acuda al parlamento a defender sus proyectos, pues la ruina de don Julio representa la suya propia y la de su mujer, Mercedes, y de su hija, Castita.

El elenco. Papeles "de reparto"
Entre los distinguidos próceres, parlamentarios y señores más o menos ociosos que, como modistillas, comentan la actualidad en reuniones llenas de patillas y bigotazos, encontramos al enorme Antonio Riquelme (que contó con nuestra voluntariosa atención en su correspondiente entrada) , haciendo la pantomima del sordo, armado para el efecto con una trompetilla y auxiliado en su número por el orondo y siempre excelente Ángel Álvarez (Ángel Álvarez Fernández, Madrid, 1906-1983), un actor que había comenzado en el oficio tras haber sido miembro de la Junta del Espectáculo del Madrid asediado durante la Guerra Civil, en calidad de publicista y autor teatral . No menos entrado en carnes, y mucho más impertinente, Manuel Requena (Manuel Requena Mendoza, Alicante, 1891 – Madrid, 1969) inicia la burla más sangrante contra el diputado Villamil al entonar la coplilla injuriosa en plena sesión del Parlamento, consiguiendo el efecto deseado de boicotear su intervención. Félix Fernández, uno de nuestros más queridos cómicos, al que ya dedicamos una rendida entrada, tiene a su cargo el papel de Enciso, el autor de la coplilla difamante, y cabe decir que su recitado de la letra es digno de su genio y hasta consigue hacer parecer ingeniosa una rima absolutamente inocua. Uno de los que más celebran la ocurrencia de Enciso es el señor Alcaraz, a quien da vida el frívolo Raúl Cancio (Ceferino Cancio Amunárriz, Donostia, 1911-1961), en uno de sus habituales cometidos de aquello que podríamos catalogar como “un papel de amigote”, el cual se ocupa de que el maestro Guillén ponga música a la letra de Enciso. De la partida de “canallas con levita” es Uceda, a quien da vida Fernando Fernández de Córdoba (Madrid, 1897-1982), el tristemente célebre actor que leía los partes de guerra de la zona nacional y que, por tanto, ha quedado en la historia como la voz que pronunció el parte con el que se concluía la Guerra Civil y se iniciaba la represión y dictadura franquistas.

El elemento femenino es más bien escaso, en “El gran galeoto”. Al margen de la atractiva protagonista, éste se limita a unas pocas presencias. La más destacada, es la de Mary Delgado (María Delgado Panero, Madrid, 1916-Palma de Mallorca, 1984), una habitual de las películas de Rafael Gil, que hace el papel de Mercedes, la cuñada de la protagonista y que, como tal, siente por ella el odio cortés y cotidiano típico entre cuñadas, el cual la impele a propagar las calumnias sobre el adulterio de Teresa. La hija de Mercedes, la tontuela Castita, que “bebe los vientos” por el apuesto Ernesto, está interpretada por Conchita Fernández en un tono claramente caricaturesco, que volverá a emplear en “Novio a la vista” (Luis G. Berlanga, 1954). La gran Julia Lajos (Juliana Julia Lajo Martín, Villagarcía de Campos 1895- Madrid, 1963) es la comadre perfecta para compartir los cotilleos con Mercedes y toda una corte de grullas empingorotadas. Por último, a Nieves Patiño a quien no hemos encontrado en ninguna otra película, le atribuimos el papel de doncella de la actriz Teresa La Bisbal, con algunas líneas de diálogo al comienzo del metraje, cuando le advierte del curioso comportamiento del admirador que lleva catorce noches seguidas asistiendo a la función con la sola intención de verla a ella, dedicándose a leer el periódico mientras espera su aparición sobre el tablado.
Incorporando los roles más circunstanciales encontramos las presencias de algunas figuras de mucho interés, como la del dibujante, humorista, cartelista, colaborador de las revistas “Blanco y negro”, “Buen Humor”, “La ametralladora” y “La codorniz”, entre otras, montañero y descubridor de Sara Montiel, el genial Enrique Herreros (Enrique García-Herreros Codesido, Madrid 1903-Potes- Cantabria, 1977), que incorpora el caricaturesco papel de don Nicasio Heredia de la Escosura, el autor de “La novia plantada”, la obra que representa Teresa La Bisbal y que cosecha un sonoro fracaso. Actor en formación, Valeriano Andrés, del que algo hablamos en su correspondiente entrada en este mismo weblog, incorpora el papel del criado Pedro, al servicio de Ángel Acedo, que tiene a su cuidado la misión de advertir a su amo (premonitoriamente) de lo peligrosas que están las calles. También en los inicios de su carrera (había debutado, con catorce años, en 1946) se encontraba la hermosísima Helga Liné (nacida en Berlín un 14 de julio de 1932). Acreditada en el film como Lina Elsa Estern, hace el papel de la bailarina Adelina, la única que baila al gusto del exigente Ernesto Acedo. Helga Liné que alcanzará a ostentar el cetro de “reina del terror hispánico” veinte años más tarde conservando su físico espectacular, de evidente atractivo, intacto, cumple en “El gran galeoto” con la función de exponer su belleza ejecutando, además, unos breves pero sabrosos pasos de baile. Un rol, en verdad pintoresco y exótico es el que corre a cargo de Manuel Kayser (que ya había actuado a las órdenes de Rafael Gil en “Aventuras de Juan Lucas” y en “Noche del sábado” y que volvería a hacerlo en “Sor intrépida”, en “La guerra de Dios” y en “La otra vida del capitán Contreras”), como el faquir que actúa en una función que presencian Ernesto y Teresa La Bisbal y que modifica su actuación a petición de los también presentes Nebreda, Uceda y Alcaraz, para poner en ridículo a los presuntos amantes.
A Manuel de Juan (Manuel de Juan Guillot, 1901- ?) , otro excelente actor de doblaje con numerosas presencias como secundario a lo largo de la década de los cincuenta, le encontramos integrando el consejo de administración al que asiste el inexperto y reciente heredero de la empresa, Ernesto Acedo. Como secretario del mismo consejo, actúa Manuel Arbó (Manuel Arbó del Val, Madrid, 1898-1973), un gran actor característico que había dejado la carrera militar por el escenario y que, como su tocayo, también se dedicó al doblaje, si bien que mientras que el primero ponía su voz para producciones Paramount, el segundo hacía lo propio en los estudios de la MGM. En un papel de composición, como el amanerado modisto Marcel, se puede ver a Juan Vázquez (Madrid, 8-3-1900 -?), acreditado en el film como Juanito Vázquez , fue buen un actor característico especializado para el cine en papeles de hombre más bien débil, blando, con escasa personalidad, presa fácil para esposas dominantes. Por último, cumpliendo la misión de encarnar a sendos amigos del protagonista Ernesto, los cuales le servirán de padrinos para su decisivo duelo con Nebreda, hallamos al excelente Rafael Bardem (Rafael Bardem Solé, Barcelona 1889-Madrid, 1972), una auténtica leyenda de la escena española y padre de uno de los mejores directores de nuestro cine, y al poco dúctil Vicente Soler , encarnando a Gabriel y Tomás, respectivamente.

Dentro de los papeles de humildes servidores encontramos excelentísimos actores de carácter, habitualmente especializados en estos menesteres. Así, el encargado de repartir los puestos en la desgraciada jornada de caza en la que se desatarán las más cargadas habladurías no es otro que Francisco Bernal (Francisco Bernal Jiménez, Jumillla, 22-7-1900, 1963), un actor de físico larguirucho y flaco al que difícilmente cabe imaginar encarnando sino a un desfavorecido de la fortuna. Chóferes, porteros, peones, fueron su especialidad y desempeñando tales roles lo encontramos, entre 1938 y 1962, en bastante más de cien títulos. No le anda a la zaga Xan Das Bolas (Tomás Ares Pena, La Coruña, 30-10-1908, Madrid, 13-10-1977), quien fue todavía más prolífico que el murciano en papeles de similares características, aunque con mayor vis cómica, quien en “El gran galeoto” es uno de los cocheros que comenta cómo va la cena de gala que se celebra en casa de los Villamil, contaminada por la maledicencia. En estos comentarios de la servidumbre sobre las “desgracias” de sus señores, encontramos también, haciendo el papel de Senén, otro cochero, a Casimiro Hurtado (Casimiro Hurtado de Luna, Fuengirola, 8-8-1891, Madrid, 26-2-1967) , otro actor especializado en personajes secundarios de humilde condición, en su variante andaluza (en oposición a la especialización gallega de Das Bolas). Trayendo las noticias del interior de la mansión Villamil, está el criado Moisés, encarnado para la ocasión por Santiago Rivero, otro actor característico de prolongada carrera que, si bien suele utilizar uniforme en sus caracterizaciones, más que la librea del criado, como en el caso presente, éste suele ser de policía o de militar, pertrechado casi siempre de un recortado bigote, marchamo de respetabilidad. Por cierto, que también hizo doblaje, siendo la voz de Laurence Olivier en “Cumbres borrascosas”(William Wyler, 1944) o de Charles Boyer en “Si no amaneciera” (Mitchell Leisen;1941).
El extenso y sensacional reparto de “El gran galeoto” contiene algunas sorpresas, tales como la presencia del gran José Prada (José Prada de la Vega, Toledo, 15-11-1891, Madrid, 19-8-1983) en un papel ínfimo, sin “letra” y sin acreditar, como el encargado de curar a Julio Villamil el tiro de escopeta que le propina la atolondrada Castita en la jornada de caza en la que se desatan los rumores calumniosos, o como la de María Luisa Ponte (María Luisa Ponte Manzini, Medina de Rioseco –Valladolid-, 21-6-1918, Aranjuez, 2-5-1996) también sin acreditar y sin diálogo, como la invitada a una cena de etiqueta a quien Julio Villamil, en calidad de anfitrión, cede galantemente el brazo para pasar al comedor, en lo que, casi con toda seguridad, fue su primera aparición en pantalla de esta hija y nieta de actores, que había pisado por primera vez un escenario con siete años de edad, dando comienzo así a una larga y fructífera carrera cinematográfica. Su presencia en el film no debió ser del todo casual, pues no en vano, su primera oportunidad importante en la escena se produjo cuando, en 1945, siendo integrante de la compañía de Tina Gascó y Fernando Granada, se ofreció a sustituir a la primera actriz (que había caído enferma) en la representación de, precisamente, "El gran galeoto", obra en la que no se le había repartido ningun papel, pero que se sabía perfectamente. María Luisa superó admirablemente la prueba y es muy probable que Rafael Gil conociera la anécdota. Volviendo a la película, digamos que, tampoco acreditados, y presentes sobre el escenario, en el transcurso de la representación con que se inicia la acción del film, encontramos al actor, por aquellos años del Teatro Español, especializado en clásicos, Gabriel Llopart (Barcelona, 1920 – Madrid, 1993), que cuenta con un plano medio (que comparte con otro actor que no hemos sabido identificar) y también en escena, apenas entrevista, aunque sí escuchada, hallamos a María Cañete, quien había tenido el destacado papel de la tía Angustias en la adaptación de “Nada” que había realizado Edgar Neville en 1947. En otro papel insignificante, también sin acreditar, podemos vislumbrar a José Villasante, el cual, como José Prada (éste en un rol principal), Manuel de Juan, Francisco Bernal o Casimiro Hurtado, aquel mismo año actuaba también en “Surcos”, un film que, sin embargo, aparece hoy como la antítesis de “El gran galeoto”, no obstante compartir con él tantos elementos. Una demostración de que en 1951 cabían muy distintos modos de hacer cine y de hacerlo bien, a pesar de todos los pesares, y contando, para ello, con el decisivo concurso de excelentísimos cómicos.

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sábado, septiembre 20, 2008

Luis Arroyo, galán truncado en la mitad del camino

Hasta ahora, en este weblog habíamos dedicado nuestros tesoneros y bien intencionados esfuerzos a procurar, mal que bien, repasar la trayectoria profesional (y vital, cuando ello ha sido posible) de actores y actrices que habían completado una carrera que se había prolongado durante décadas. En algunos casos, prácticamente, desde la cuna hasta la senectud. Tal dedicación continuada, naturalmente, aunque no supone una garantía contra el olvido (desgraciadamente el público y los servidores públicos guardianes de la cultura son igualmente desmemoriados) sí que facilita perpetuar en la memoria a quienes consiguen completar sus buenos, pongamos, treinta o cuarenta años de servicios en la escena y las pantallas. Este hecho, en sentido contrario, contribuye a constituir una doble injusticia para aquellos quienes, a la desgracia de perecer en plena juventud se suma la de ser olvidados con mayor premura. Tal es el caso de nuestro protagonista de hoy, Luis Arroyo.

El retrato inserto en las páginas de la revista Cámara, en la sección “Grandes planos” de su número 41 de fecha 15 de septiembre de 1944 nos muestra a un hombre joven de agradables y regulares facciones. Su mirada, dirigida hacia lo alto, denota elevados objetivos de trascendente espiritualidad. Los redactores del pie de foto, más terrenales, destacaban por aquel entonces que el joven galán “comparte éxitos con su hermana, Ana Mariscal” y citaba las películas en las que había intervenido, concretamente los títulos “El último húsar”, “A mí no me mire usted”, “Escuadrilla”, “Raza”, “Éramos siete a la mesa”, “Idilio en Mallorca” y “La danza del fuego”. Estaba por llegar la breve etapa en la que desempeñaría las funciones de director de cine. Un cruel destino le tenía dispuesto que sólo una docena de años después, su un día prometedora carrera se había de ver truncada en fatal y prematuro desenlace. Entre el uno y otro momento, intervino como actor todavía en media docena de películas, dirigió dos largometrajes y un cortometraje. Y con todo, quizá su mayor contribución a la historia del cine continuaba siendo haber introducido a su hermana (la menor de cinco) en el séptimo arte.

La espada y la cruz

Luis Arroyo no fue un gran actor. No fueron sus interpretaciones de las que dejan huella en la memoria. Ni su presencia ni su insignificante voz conseguían imponerse al espectador. El público apenas le recuerda y su imagen en la pantalla muestra una incomodidad ante la cámara pareja a la indiferencia que ésta parecía tenerle destinada. Su paso por el cine español se corresponde, además, con la etapa más negra y bochornosa de éste. Sus intervenciones se dan frecuentemente en un género de películas vinculados al cine propagandístico del régimen franquista y sus facciones delicadas parecen reservadas a encarnar jóvenes mártires de la fe católica o gallardos soldaditos del glorioso ejército español. Luis Arroyo siempre reveló, tanto en su carrera de actor, como en su breve periplo como director, su inclinación por los temas religiosos, e hizo de la espiritualidad, la clave de su trabajo. Lo cual, dados los tiempos que corren, no contribuye en modo alguno, a recuperar la memoria de su labor. En temas trascendentes, las modas son tan tiranas del interés público como en cualquier otro ámbito y pocas cosas quedan más anticuadas que las muestras de espiritualidad de tiempos pretéritos.

Luis Rodríguez Arroyo nació en Madrid un 19 de noviembre de 1915. Era el cuarto de los cinco hijos de un matrimonio de clase media alta, propietario de una fábrica de muebles. Sus inclinaciones artísticas, que contaban con la aprobación de su madre y la oposición de su padre y de sus tres hermanos mayores, le llevaron desde muy joven a formar parte del club “Anfistora”, donde se inició en el arte interpretativo. Su debut en el cine se produce en el film “El último húsar”, realizado en coproducción con Italia, bajo la dirección del experimentado Luis Marquina, en el país transalpino. Ya en este primer film, protagonizado por la mítica Conchita Montenegro, Luis intercede ante el director para que incluya en el reparto a su hermana Ana, que cuenta entonces apenas diecisiete años. Desde el primer momento, el éxito va a sonreír a la jovencísima actriz, que va a superar en fama y reconocimiento a su mentor y hermano mayor desde los mismos inicios de su carrera.

Tras la película de Marquina, estrenada en febrero de 1941, a Luis Arroyo se le ve también en “A mí no me mire usted”, comedia de José Luis Sáez de Heredia poblada por excelentes cómicos de la escena, tales como Valeriano León, Fernando Freyre de Andrade, Manuel Arbó o la simpática Rosita Yarza, estrenada, de manera casi simultánea, en Barcelona y Madrid en septiembre del mismo año y, sólo un mes después, llega a la pantalla del cine Callao de Madrid “Escuadrilla”, el primer largometraje de Antonio Román, un título especialmente decisivo para el cineasta por haber accedido a su realización justo en el momento en el que expiraba el plazo que su padre le había dado para o bien dedicarse definitivamente al cinematógrafo o bien, caso de fracasar, estudiar farmacia, tal como era deseo del progenitor. Por suerte para el joven director, cuya verdadera vocación era el cine, el film cosechó un resonante éxito. Bajo la atenta tutela de su amigo José Luis Sáenz de Heredia, el principiante Román puso en pie una ficción de ambiente bélico, en la que dos pilotos de la aviación franquista, en acción durante la Guerra Civil, se enamoran de la misma mujer . Los rivales son el teniente Alarcón (Alfredo Mayo) y el capitán Campos (José Nieto ) y el objeto de sus atenciones, la hermosa Ana María (Luchy Soto). A Luis Arroyo le corresponde un papel secundario, como alférez Lázaro, engrosando la nómina de jóvenes “en pie de guerra”, al lado de Carlos Muñoz o Raúl Cancio, que incorporan, respectivamente al alférez Solís y al teniente Guillermo.

Sólo un par de meses después del estreno de “Escuadrilla”, en enero de 1942 se produce el de “Raza”, la famosa película basada en un argumento del dictador Francisco Franco. Un auténtico delirio digno de un profundo estudio psiquiátrico que arrojaría mucha luz sobre las tinieblas que habitaban la mente del individuo que detentó el poder en España durante casi cuarenta años, hasta hace sólo tres. La película, al margen de esta destacable peculiaridad (sin parangón en ninguna otra cinematografía del mundo), presenta una no escasa continuidad con el título comentado previamente. Una vez más, Alfredo Mayo y José Nieto son los antagonistas (esta vez encarnando a los hermanos José y Pedro Churruca, respectivamente), y además del propio director (que había colaborado decisivamente en el firmado por Antonio Román, quien colabora en el guión, a su vez, de “Raza” ), repiten otros miembros del equipo, empezando por Luis Arroyo, que se hace cargo del papel de Jaime Churruca, el hermano menor de los dos citados anteriormente y continuando con Raúl Cancio, que hace el papel de Don Luis Echevarría y Montes, cuñado de los personajes antes citados por matrimonio con su hermana, doña Isabel de Churruca y Acuña (Blanca de Silos). Asimismo, repetía Julio Rey de las Heras, que incorporaba al digno padre de los Churruca, don José. La película, que ofrece la particular visión de Franco sobre la legitimidad del ejército para “salvaguardar las Españas” de la insidia y los turbios manejos de los políticos en general y de la masonería internacional en particular, se articula en torno a una familia española, los Churruca (de alguna manera, ideación basada en la del propio dictador), formada por un matrimonio (de una nobleza espiritual sobre-humana) y sus cuatro hijos, los cuales representan las distintas opciones vitales del ser humano. El nobilísimo y leal guerrero (un temerario iluminado capaz de sobrevivir a un fusilamiento), el materialista y abyecto político (que, afortunadamente, en el último momento, se “reforma” y se vuelve contra sus correligionarios), el mártir religioso (que , como el soldado, rechaza la intervención del hermano “maculado” en su defensa, a costa de la propia vida) y la hermana hembra que, como es lógico en la particular óptica franquista no tiene más función que la de ser esposa y madre, completamente supeditada a las majaderas acciones de los hombres. La actuación de Luis Arroyo, como monje de un convento sito en Catalunya que está al cuidado de unos pobres niños enfermos, a los que adoctrina dulcemente cuando es llevado por las “hordas rojas” a ser ejecutado inmisericorde y fríamente, no pasaría de discreta si no fuera por cierta cualidad de sinceridad subterránea que parece adivinarse en la mirada iluminada del actor. De todos modos, es constatable que Luis Arroyo apenas interactúa con nadie. Su intervención más extensa la supone una conversación telefónica con su hermano Pedro, al que le pide que se ocupe de los niños que quedarán desamparados, sin aceptar su protección para sí mismo. En otro momento, aparta a José del enfrentamiento que ha iniciado con su hermano cuando éste, a la muerte del padre, ha reclamado su parte de la herencia, pero prácticamente, es ignorado. Su ejecución, con la que concluye el segmento que representa su participación en el film, es un momento plásticamente impactante, pero aislado del resto.

Tanto “Escuadrilla” como “Raza” fueron (de forma nada sorprendente) premiadas generosamente por el Sindicato Nacional del Espectáculo, con 250.000 y 400.000 pesetas respectivamente (un quinto y un primer premio). La segunda película, además, contaba con la producción de la Cancillería del Consejo de la Hispanidad, lo que sin duda debía representar toda una garantía de que el film, por encima de todo, llegaría a las pantallas sin contratiempos insalvables. En lo que a este weblog respecta, “Raza” contiene el interés de ofrecer apariciones de un infantil Francisco Camoiras (en el papel de José Churruca, niño), de un pre-adolescente Mario Berriatúa (no acreditado) y de un todavía joven Erasmo Pascual. Actores todos tres que merecerán sendas entradas en un futuro más o menos cercano.

Un registro totalmente diferente tiene “Éramos siete a la mesa”, película dirigida por Florián Rey y estrenada igualmente en 1942, concretamente, el 4 de abril, en el cine Callao. Como en otra película del mismo año y director, “Orosia” (de la que algo dijimos a propósito de la entrada dedicada a José Sepúlveda), los protagonistas eran Blanca de Silos y José Nieto (a lo que acabamos de encontrar también en “Raza”). En ella se cuenta la caída en desgracia de Elena Doval (Blanca de Silos), una de las cuatro hermanas que viven en armonía con su respetable padre, el catedrático profesor Luciano Doval (Alberto Romea) al ser relacionada con un estafador, lo que provoca que el oprobio se abata sobre toda su familia. Luis Arroyo hace el episódico papel de un vecino en este film que marca el periodo de decadencia de su artífice. En roles de escasa extensión, las siempre gratificantes presencias de Julia Lajos y Guadalupe Muñoz Sampedro.

“Idilio en Mallorca”, una nadería dirigida por Max Neufeld, contaba una tenue trama de enredo entre una jovencita (Antoñita Colomé) que ha de casarse con un joven con el que ha concertado matrimonio desde la distancia y al que decide dar plantón durante el viaje que ha de reunirle con él. En el transcurso del mismo, conoce a un hermano de su futuro marido y, naturalmente, se enamora de él, tras constante disputa previa en la mejor tradición de la comedia del género de la “guerra de sexos” (con perdón).

A pesar de estrenarse el 15 de abril de 1943, “Danza de fuego” había sido realizada entre 1940 y 1941, en co-producción con Francia. De ella dicen las crónicas de la época, en términos telegráficos y más bien demoledores (que vendrían a explicar el retraso del estreno), lo siguiente: “Mejor es no comentarla. ¿Qué se han propuesto con esta película? El olvido es su pago merecido”. Los deseos del autor de la reseña, diríase que viéronse cumplidos pues nadie recuerda hoy este título (el único que dirigió Jorge Salviche) que protagonizaron nuevamente Antoñita Colomé y Luis Arroyo.

De “Santander, la ciudad en llamas” (Luis Marquina, 1944), la siguiente película en la filmografía de Luis Arroyo, ya dijimos algo en su día con motivo de la entrada dedicada al gran Antonio Riquelme. Recordemos que esta trama dramática con el telón de fondo del histórico incendio de la ciudad cántabra no mereció, pese a estrenarse simultáneamente en dos céntricas salas de Madrid, más de siete días de permanencia en pantalla.

“El obstáculo” (Ignacio F. Iquino, 1945) no supone más que otra película disparada con la celeridad de una bala de la “Factoría Iquino”, cuando el cineasta catalán era la mitad de “Emisora Films”, antes de abandonar la empresa por desavenencias personales con su socio y cuñado, al parecer motivadas por la ruptura conyugal del director. Se narraba la vida pasada de Enrique Díaz (Adriano Rimoldi), un joven español que se encontraba en Guinea expiando sus culpas y tranquilizando su conciencia por el método de ayudar a los misioneros a cuidar apestados, de tal suerte que cae contagiado. En trance de muerte, relata los hechos que le llevaron a tan insalubre paraje al padre Elías (Rafael Bardem), que básicamente consisten en una despiadada práctica abusiva en el terreno de los negocios, en su fracaso matrimonial con Cari (Mery Martín) y en sus devaneos con Carmen (Ana Mariscal), hechos a los que sucede el fallecimiento de su esposa Cari. El sentimiento de culpabilidad le impele a romper con todo y a sacrificarse por los demás. El final, no obstante lo acostumbrado en el cine franquista, es misericordioso con el arrepentido y consigue la felicidad sin tener que irse al otro barrio, consiguiendo curarse de la peste y ganar el amor de Carmen. El reparto del film volvía a reunir a los hermanos Luis y Ana, reservando para el primero el anecdótico papel de “Alberto”.

“Cero en conducta” fue una coproducción con Portugal que dirigió el ruso Fyodor Otsep (al que hemos encontrado acreditado como. Pedro Ozup o Pedro Otzoup, y Fedor Ozep, según diversas fuentes) que adaptaba la obra de Mildos Kadar “Magdalena, cero en conducta”, que ya había sido llevada al cine en 1940 por Vittorio de Sica. A pesar de haber sido rodada en marzo de 1944 (en los barceloneses estudios Orphea, en doble versión, con actores portugueses y españoles) no se produjo su estreno en Madrid hasta el 12 de noviembre de 1951. En el film, Luis Arroyo hace el papel de Esteban, el amigo que acompaña a Alfredo Rivera (el magnífico e internacional Julio Peña) desde Buenos Aires para conocer a la autora de una carta que ha recibido. La misiva es obra de Magdalena (Irasema Dilian), una de las alumnas de la academia de Elisa Heredia (Leonor María), que dotada de una calenturienta imaginación, ha llegado a enamorarse de un personaje ficticio, el Alfredo Rivera que la profesora ha inventado como destinatario de las cartas de la correspondencia mercantil que practican en clase. Las compañeras de Magdalena, al descubrir su secreto y delirante enamoramiento le gastan la broma de enviar la carta que, como ya hemos dicho, moviliza no sólo a un auténtico señor Rivera, sino también a su amigo Esteban. Ambos terminan felizmente emparejados, el primero con Magdalena y el segundo, con Elisa.

“La próxima vez que vivamos” es una obra personal de su director, argumentista y guionista, Enrique Gómez, auxiliado en la tarea de dirección por Carlos Serrano de Osma, que supone uno de los primeros papeles protagonistas de Fernando Rey, quien representa en ella el papel de Óscar, el hijo aficionado a la ictiología del magnate Mulden, quien trata de hacer de su vástago un hombre de provecho, para lo que le concierta una boda de interés y le diseña un plan de “acceso al mundo real” dándole unos meses de desfogue en la ciudad, apartado de sus queridos peces. Fernando Rey, que, como hemos leído en el libro de Pascual Cebollada dedicado a su insigne figura, recordaba a Enrique Gómez como un director muy vehemente, muy extraño y nervioso, que hablaba constantemente a los actores desde detrás de la cámara conservaba del rodaje el valioso recuerdo de haber experimentado, por vez primera, el placer de interpretar al compartir una secuencia con Fernando Fernán Gómez, que interpretaba el rol de Pablo. El film contaba con dos estrellas femeninas, Ana Mariscal era Lina, la joven propuesta por el padre del protagonista para ser su esposa, la otra, la candidata propuesta por otro financiero (el señor Foresten, encarnado por Alberto Romea) era Diana (Margarita Andrey), que era la que finalmente se hacía con “el Óscar”. Del papel de Luis Arroyo, como Carlos, ni de su labor interpretativa hemos encontrado ninguna referencia. De la película sólo han quedado algunas reseñas, todas negativas, siendo la más misericordiosa la del crítico del diario “Pueblo”, que recomendaba a Enrique Gómez que continuara dirigiendo, pero sin llevar a la pantalla, en lo sucesivo, sus propios argumentos. Cándido, de “Ya” era más cruel y afirmaba que lo único bueno que se podía destacar del film era su brevedad.

Díptico virtuoso y últimas actuaciones

Luis Arroyo prueba fortuna con la dirección en dos películas de cargados tintes religiosos, “Dulcinea” (un guión propio que adaptaba la obra teatral de Gastón Baty que su hermana Ana Mariscal había interpretado en el escenario), y “Aquellas palabras”(1949), una historia de Enrique Llovet que narra las vicisitudes y el sacrificio del padre Carlos (José María Seoane), un cura vasco, misionero en Filipinas. Para ambos films contó Luis Arroyo con el auxilio en la dirección de quien le dirigiera en la anteriormente citada "Cero en conducta", el ruso Pedro Ozup, así como con la actuación protagónica de Ana Mariscal y con una muy destacada aportación pública en su financiación, al estar acogidas al Crédito del Sindicato Nacional del Espectáculo en la cuantía de, respectivamente, 275000 y 450000 pesetas.

“Dulcinea”, en algunos puntos coincidente con la visión de la caridad que se encuentra en “Nazarín” o en “Viridiana”, muestra la transformación que sufre Aldonza Lorenzo (Ana Mariscal) al recibir la declaración de amor del caballero don Quijote, de ignorante moza de una venta, a princesa y cómo esa transformación se acrecienta al recibir de labios de Sancho Panza (Manuel Arbó) el (falso) mensaje de Alonso Quijano, Don Quijote, desde su lecho de muerte, que le hace tomar conciencia de que debe continuar su interrumpida y elevada misión en el mundo y que la impulsa a recorrer los caminos haciendo el bien, sanando enfermos y llevando la fe a los más desfavorecidos. Como una especie de Santa Juana de Arco de la Mancha, Dulcinea termina en la hoguera, víctima de la Inquisición, en una acto de entregada admisión del martirio al conocer que sus “altos designios” no tenían fundamento real. Igualmente hagiográfica, aunque algo más terrenal, es “Aquellas palabras”, un nuevo ejemplo de “cine trascendente”, generosamente subvencionado y rotundamente rechazado por el público. Claramente deudora de “La mies es mucha” (José Luis Sáenz de Heredia, 1948) , este retablo, ideado por Enrique Llovet, de las hazañas del misionero padre Carlos en las Filipinas, tales como enfrentarse a tifones y sufrir cautiverio en un campo de concentración japonés se estrenó en el cine Palacio de la Prensa de Madrid el 5 de abril de 1949 y contaba, al menos, con las bellezas de Ana Mariscal como “Tala” y de Isabel de Pomés en el papel de Esther.

Los batacazos comerciales de sus propuestas como director y su moribunda carrera como actor no se revitalizaron precisamente con su participación como protagonista en “Barco sin rumbo”, una película ínfima que dirigió José María Elorrieta, todavía inmerso en la primera etapa de su carrera, y que se estrenó en los cines Fantasio y París de Barcelona el 16 de octubre de 1952 y, casi dos años más tarde, en agosto del 54, en el cine Salamanca de Madrid. Contaba con las prestaciones de nuestro ya tratado Gerard Tichy y de una juvenil Emma Penella.

No es “El diablo toca la flauta” una comedia redonda, pero supone el título más notable de los que cuentan con la actuación de Luis Arroyo. Producida en 1953 y estrenada el 15 de mayo de 1954 en el cine Roxy de Madrid, fue debida su existencia germinal a la imaginación de Noel Clarasó, y acusa la profunda amargura de su creador hacia la raza humana, esa que rezuma por los poros de la superficie humorística en toda su obra. El director del film, un casi principiante José María Forqué, apunta maneras de maestro artesano de la comedia (género en el que realizará sus mejores películas), pero no consigue sobreponerse a la naturaleza fragmentaria del film. Con el hilo conductor de un despistado diablillo (el siempre entrañable y genial José Luis Ozores) que se aparece a los sucesivos poseedores de una estatuilla que representa precisamente a la tradicional figura de un ángel caído, se nos cuentan las anécdotas de Momo (excelente Félix Dafauce), un megalómano personaje descubridor de un arma definitiva con la que aspira a dominar el mundo poniendo a su servicio a todos los mandatarios del planeta; de un matrimonio “moderno” (con un todavía inseguro Antonio Garisa en el rol del marido dominado y Carmen Vázquez Vigo como esposa tiránica); de Pablo, un infeliz protagonista de una heroicidad que le vale una condecoración (Ricardo Acero, uno de esos actores de difícil aceptación por parte del público, como el propio Luis Arroyo, o como Javier Armet, por poner dos ejemplos, que hace de hijo del jardinero –José Prada-), y del falazmente excéntrico pintor Bernaldino (Luis Prendes en un remedo de Salvador Dalí). Es en el sketch de “El gran Momo” en el que interviene Luis Arroyo, en un papel que le permite, a través de sus diálogos, hacer gala de su profunda religiosidad y de su escaso magnetismo para la cámara a un tiempo. Su papel del relojero, que recuerda, en prolongado flash-back (retrocediendo de la actualidad a 1908), la primera intervención en el mundo de los hombres del diablillo de la flauta, podía, en manos de un actor más dotado de carisma, haber resultado emocionante, pero en las suyas no pasa de suponer la encarnación de un testigo de los hechos que esgrime sus creencias religiosas frente al materialismo de Momo con íntima convicción, pero sin el necesario calor. A su lado, el Momo de Félix Dafauce se agiganta, tanto en sus momentos de desprecio hacia las debilidades de las almas sensibles, como en el de su caída final. La película, que se ha editado recientemente en DVD por el sello “Divisa”, es disfrutable todavía pese a sus imperfecciones y contiene una fugaz y divertida intervención de Miguel Gila (colaborador en la escena teatral, por aquel entonces, de los Ozores). También es destacable el empleo de la sátira política para la secuencia en la que el hijo del jardinero debe ser condecorado por su heroica audacia, en la que el habitualmente especializado en papeles de gente humilde, Xan Das Bolas desempeña el papel de máximo mandatario, al lado de un colosal Manolo Morán, como Don Cosme Santaclara Remolinos, fatuo prócer financiero. Por último, anotemos que el responsable de los figurines de la película no fue otro sino el inmenso José Luis López Vázquez, cuando todavía compaginaba esta tarea con la interpretación.

Con mucho retraso (en octubre de 1955, en Barcelona y en enero del año siguiente, en Madrid) se estrenó “Bella, la salvaje”, film realizado en 1953 en régimen de coproducción con Cuba, dirigido por Raúl Medina (un cineasta que no estrenó ninguna otra película en España). La película reunía algunas estrellas que se apagaban, como la de Roberto Rey, con otras que justamente comenzaban, como la de Esperanza Roy en una comedia musical de nulo impacto comercial.

La última aparición en pantalla de Luis Arroyo se produjo en un film alemán, nunca estrenado en España, titulado “Solange du lebst”, que dirigió en 1955 Harald Reinl, director célebre por su serie de películas sobre el héroe del “Far west”de Karl May, el indio Winnetou (el francés Pierre Brice), sus continuaciones de la serie del temible doctor Mabuse y sus adaptaciones de novelas de Edward Wallace. La acción, situada en un pueblecito español durante la Guerra Civil, describe la evacuación del mismo por parte de sus habitantes ante la inminente llegada de las tropas del bando republicano y cómo una enfermera (Marianne Koch, premiada por su labor interpretativa en el film), que se ha enamorado de un piloto alemán a su cuidado, decide quedarse. El papel más destacado, según las crónicas , es el de la apetecible Pepita, la hija del burgomaestre, papel que interpretó con sólo diecisiete tiernos años de edad Karin Dor, quien alcanzaría el estatus de símbolo sexual al interpretar a una “chica Bond” en 1967, en el título de la serie “Sólo se vive dos veces”.

El último trabajo de Luis Arroyo, la dirección del cortometraje “Las horas que pasan” sobre un guión propio, tal vez pueda considerarse como su propio epitafio si es que presentía o tenía consciencia de su próximo final. No conociendo nada más que su título y la cercanía a la muerte de su artífice, este burgomaestre se cree con argumentos suficientes para considerar esos once minutos de cine la despedida del mundo de Luis Rodríguez Arroyo, el hermano de Ana Mariscal, aquel prometedor galancito que había visto su cara reproducida a toda página en una revista sólo doce años antes, que había dirigido dos largometrajes de notable presupuesto, y que moriría el 4 de noviembre de 1956, quince días antes de poder cumplir cuarenta y un años, zambulléndose, casi completamente, en el olvido.

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