Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

martes, mayo 26, 2009

Ha muerto Pedro Sempson, “la voz almidonada”

Fallecido el gran Valentín Tornos, el 20 de septiembre de 1976, a Chicho Ibáñez Serrador se le planteaba el problema de mantener en marcha su exitoso programa concurso, “Un, dos, tres, responda otra vez” sin contar con la popularísima y entrañable figura de Don Cicuta. Para tratar de solventar la difícil papeleta, el padre de la Calabaza Ruperta, recurrió a diversificar la figura negativa del programa en tres personajes tan pintorescos como el del irreemplazable gruñón Don Cicuta: Don Lápiz, Don Rácano y Don Estrecho, a quienes dieron vida, respectivamente, Pedro Sempson, Paco Cecilio y el genial mago Juan Tamariz. El primero de ellos, un magnífico actor especializado en tareas de doblaje, falleció ayer, 25 de mayo de 2009, en Barcelona, a los noventa años de edad.
Que Chicho Ibáñez Serrador se inclinara por Pedro Sempson para encarnar a Don Lápiz, el personaje principal del triunviato encargado de poner en dificultades a los concursantes del más refrendado programa de la televisión española de los años setenta, se corresponde con naturalidad con la confianza que en el actor había depositado el director repetidamente en el pasado. Así, su nombre figura en muchos de los espacios dramáticos que dirigió Chicho en televisión española. Para su mítica serie, “Historias para no dormir”, Pedro Sempson significó un recurso habitual, contando con papeles destacados en algunos episodios memorables, como en el galardonado “El trasplante”, en el que desempeñaba el papel del cirujano jefe. Tanto en este como en todos los papeles de encarnó, Pedro Sempson contó con la prodigiosa herramienta de su privilegiada voz, una auténtica pieza de orfebrería sonora, impecable, precisa y preciosa que empleó rigurosa y generosamente en innumerables doblajes, especialidad en la que alcanzó la categoría de primera figura.
Recordado con admiración por Adolfo Marsillach en su libro de memorias “Tan lejos, tan cerca”, donde el director de “Silencio, vivimos”, se lamentaba de la deriva del actor hacia el exclusivo terreno del doblaje, por la pérdida que suponía para la escena, Pedro Sempson, por otra parte, completó una muy escasa filmografía en la que, no obstante, se incluyen algunos títulos destacados, como los dos dirigidos por Carlos Saura, “La prima Angélica” (1974) y “Dulces horas” (1981), amén de la inefable “El ángel” (Vicente Escrivá, 1969) uno de los más indigestos vehículos para la figura del cantante ligero Raphael. Instalado en el Olimpo de los dobladores de su generación (a similar altura que los Rafael de Penagos o Rafael Navarro), su voz percutiente reposa en la memoria de los seguidores de la serie de dibujos animados de “The Simpsons” al prestarla al personaje del jefe de Homer, Burns. Su afilado rostro, por otro lado, se hizo familiar para los espectadores en la época en que los espacios dramáticos de Televisión Española cautivaban al público, a lo largo de la segunda mitad de los años sesenta y de los primeros años de la década de los setenta. De la garganta almidonada de Pedro Sempson surgían las líneas de sus diálogos, diáfanas, aceradas, certeras, con la seguridad inflexible de un mecanismo perfectamente engrasado, permitiendo al espectador de entonces aquello que hoy puede parecer un capricho extravagante de puro inusual: entender cada una de las sílabas pronunciadas.

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martes, mayo 12, 2009

Jesús Tordesillas, un genérico de largo recorrido. (Segunda parte)

Sombra, Espronceda y viento (1945)

En octubre de 1944, mientras se estrenaban en las pantallas tres títulos de otras tantas superproducciones (en la medida en que tal término es aplicable al precario cine español de la época), “Eugenia de Montijo” (ambientada en la corte de Napoleón III, con Jesús Tordesillas como Prósper Merimée), “Lola Montes” (que transcurría entre el fasto de la monarquía de Luis II de Baviera –el propio Jesús Tordesillas-) y “ El clavo” (en la que nuestro protagonista, lucía sus mejores galas como presidente del consejo en un distinguido baile de sociedad), se rodaba en los estudios Orphea Films la producción de Emisora Films, “Una sombra en la ventana”. Estrenada en el cine Callao de Madrid el 31 de marzo de 1945 (donde se proyectó únicamente 9 días), “Una sombra en la ventana”, dirigida por Ignacio F. Iquino para su productora (fundada en asociación con su cuñado, Francisco Ariza) Emisora Films, era la adaptación al cine de la cuarta novela de Cecilio Benítez de Castro, un autor al que el cine (y, casi siempre, el propio Iquino) había recurrido ya anteriormente y con mucha frecuencia en los años inmediatamente anteriores: “Cuarenta y ocho horas” (José María Castellví, 1943), “Turbante blanco” (Ignacio F. Iquino, 1944), “Cabeza de hierro” (Ignacio F. Iquino, 1944) son películas basadas en novelas suyas, rodadas con equipos artísticos muy similares, en los que abundan las presencias de Ana Mariscal, Adriano Rimoldi, Mery Martin en los papeles principales y de Ángel de Andrés o Antonio Bofarull, en los secundarios. Circunstancia ésta consustancial con el “sello Iquino” de aquellos años, pues se trata de actores que el cineasta de Valls tenía contratados para Emisora Films. La historia de “Una sombra en la ventana”, como un par de años más tarde haría para Olivia de Havilland “A través del espejo” (Robert Siodmak, 1946), brindaba a su protagonista, Ana Mariscal, la ocasión de lucirse en un doble papel, ocasión que la célebre actriz y directora no desaprovecharía, pues le haría ganar el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos correspondiente a la mejor actriz de 1945. Así, la guapísima y juvenil Ana Mariscal incorporaba a Beatriz Ródenas y Silvia Gloria, dos mujeres de apariencia casi idéntica pero de personalidades antitéticas, víctima la primera y asesina, la segunda. Al principio de la acción, una despampanante mujer, María Luisa Goya (Mery Martin) muere asesinada en un villa de San Sebastián, propiedad de Pedro Alar (Jesús Tordesillas). Todo acusa a Rodrigo Abril (Manuel Luna), que es juzgado por el crimen y defendido por su amigo, el abogado Luis Carvajal (Adriano Rimoldi). Absuelto en el juicio, Rodrigo Abril se enamora poco después de Beatriz Ródenas (Ana Mariscal), iniciando con ella una relación amorosa. Mientras, Luis intenta resolver el crimen por el que fue juzgado su amigo, llevándole sus averiguaciones al convencimiento de que la autora no es otra que Beatriz. La rapta y la lleva a la villa donde María Luisa Goya fue asesinada. Hace exactamente un año del anterior crimen y éste se repite en similares circunstancias en la persona de Beatriz. Entonces Luis, persiguiendo al asesino consigue darle alcance y lo detiene. Se trata de Silvia Gloria (otra vez, Ana Mariscal), una mujer de extraordinario parecido con Beatriz, que también puso fin a la vida de María Luisa Goya. Luis la encierra y cuando la deja para dar parte a las autoridades, se declara un incendio. Rodrigo, que ha conseguido localizarles, tomándo a Silvia por Beatriz, muere en el siniestro al tratar de salvarla de las llamas. El film, rocambolesco y melodramático, con apuntes hitchcockianos e incendio purificador final dentro de los cánones del género, contenía, en uno de los dos papeles representados, uno de los que Ana Mariscal más satisfecha se encontraba de toda su carrera.

En el momento del estreno de “Espronceda”, 27 de abril de 1945 (en el Palacio de la Música, donde se mantuvo 17 días), habían transcurrido dieciocho meses desde el del notable éxito comercial y artístico de “El escándalo” (José Luis Sáenz de Heredia, 1943). El protagonista de ambos films fue el hoy olvidado galán Armando Calvo. Jesús Tordesillas, que incorporó el papel de “Miguel de los Santos” en el film de 1945, volverá a encontrarle en la cabecera de cartel de una película suya en “Doña Francisquita”, de Ladislao Vajda, estrenada a finales de 1952, y en “Dos hombres van a morir”, de Rafael Romero Marchent, que llegó a las pantallas en 1969. Pero no adelantemos acontecimientos. El título que glosaba la vida del poeta autor de “La canción del pirata”, fue dirigido por Fernando Casares “Fernán”, con argumento y guión propios, auxiliado en este último menester por Eduardo Marquina, quien asimismo aportó los diálogos. La trama se centraba básicamente en el amor contrariado que el poeta romántico mantuvo por Teresa Mancha (Amparo Rivelles), al que tuvo que renunciar cuando el objeto de su pasión hubo de aceptar un casamiento de conveniencia y que se vio obligado a enterrar bajo el manto de su propio matrimonio (contraído cediendo a las presiones maternas) con Bernarda (Ana María Campoy). La acción, desarrollada entre Madrid, Londres y París, permite acceder a la visión de personajes históricos tan variopintos como Lord Brummel (Julio Rey de las Heras), Óscar Wilde (Fernando Fernán Gómez) y , por ejemplo, Emilia Mancha, la hermana de Teresa, a quien daba vida María Dolores Pradera, pareja entonces de Fernán Gómez. Destacables presencias también de un jovencísimo José María Rodero, del siempre eficaz Manuel Arbó, del entrañable Nicolás Díaz Perchicot, del fascinante Enrique Herreros, o de la dama de la escena, Carmen Oliver Cobeña. Acogida al crédito Sindical con 406.000 pesetas, obtuvo, además, un premio de los del Sindicato Nacional del Espectáculo dotado con 250.000 pesetas.

Al igual que lo fue “Espronceda”, “Viento de siglos”, fue realizada bajo el sello de “Nueva Films” (la empresa de Alberto Álvarez de Cienfuegos), aunque producida por Filalicio Flaquer. Su estreno se celebró ya en 1946, concretamente el 4 de enero, en el cine Gran Vía de Madrid, y si “Espronceda” puede considerarse una película “de autor” por ser su director y guionista la misma persona, en el caso de “Viento de siglos”, su director, Enrique Gómez Bascuas, acaparaba para sí, igualmente, las funciones de argumentista y guionista en la que fue su película de debut en el largometraje. Enrique Gómez Bascuas (Barcelona, 1916 – Madrid, 1955) se inició muy tempranamente en la cinematografía, haciendo labores de ayudante de dirección desde los diecisiete años de edad en rodajes que se celebraron en París, ciudad en la que residía, a las órdenes de directores tales como Jacques Tourneur, Anatole Litvak o de Julien Duvivier, mientras completaba sus estudios de Filosofía, y se alzaba con un campeonato de lucha grecorromana. A tan variadas ocupaciones tuvo oportunidad de sumar también la corresponsalía del “Paris- Midi” en Londres. De vuelta a España y como funcionario del Ministerio de Trabajo, realizó documentales y escribió guiones, además de un “libro- referente” dentro de la escasa bibliografía cinéfila de la España de los años cuarenta, “El guión cinematográfico. Su teoría y su técnica”, publicado por Aguilar en 1944. En su primer film, como sería en lo sucesivo habitual, actuó su esposa, Margarita Andrey (como “Elena”, una de las protagonistas), cuya única experiencia previa en el cine había sido el film de Ramón Barreiro, “El sobrino de Búfalo Bill”. Enrique Gómez no dispuso de mucho tiempo para desarrollar su capacidad como director de cine. Su prematuro final, antes de cumplir los cuarenta años, truncó la que podría haber sido una muy interesante carrera, pues si bien sus films no contaron con el beneficio del favor popular, sus productos, que realizó sin desmayo durante los nueve años en los que se extendió su actividad, estaban animados por la personalidad culta e inquieta de su responsable.

En “Viento de siglos”, que se rodó en Barcelona en el verano de 1945, se cuenta una melodramática historia, según parece adaptación de una “obra dramática de los padres salesianos” (tal como consta en el expediente administrativo) titulada “El misionero”. La acción, que transcurre en un país imaginario, arranca con la muerte de un minero que deja sus ahorros al padre Lorenzo (Rafael Calvo). Pasado el tiempo, este sacerdote da su hospitalidad a dos individuos de mala catadura, dos desarrapados sin escrúpulos llamados “El Mellau” (el sevillano Manuel Luna) y “El Gambito” (Carlos Agosti). Estos dos tunantes, abusando de la confianza que se les ha dado, roban al padre Lorenzo el dinero que el minero le había dejado. Los dos aventureros recomponen mucho su situación económica con el producto del robo, pero sus malos pasos les llevan ante la justicia cuando “El Gambito” es acusado y detenido del asesinato del hermano del encargado de una mina, mientras que su compañero “El Mellau”, huye. Al “Gambito” se le encuentra culpable del delito y cuando va a ser ajusticiado, reaparece “El Mellau” para confesar que fue él el asesino. Pero la justicia humana no tiene tiempo de llevar a cabo su severa condena porque el juicio divino se ha adelantado: “El Mellau” ha bebido agua envenenada de una charca y está firmada su inapelable sentencia de muerte. Afortunadamente, el padre Lorenzo le asiste en sus últimos momentos y “El Mellau”, convertido al cristianismo, consigue salvar su alma inmortal. En el film, Jesús Tordesillas creemos que cumplía una función de escasa relevancia, como un tal “Gregor”, aunque bien podría ser la víctima del crimen o su hermano. Junto a los citados, en la cabecera de cartel figuraba una guapísima Ana Mariscal, que desempeñaba el papel de “Nadja”.El elenco del film se completaba con José María Lado (como François), Marta Santaolalla (en el rol de Belle), José Jaspe (como Raymon) y Guillermo Marín en el papel de comisario de policía. Su director, Enrique Gómez, declaró en el número 62 de “Cámara” a propósito de su “ópera prima” que la tesis del film era que “Sólo Dios tiene derecho a disponer de la vida humana”. Lo que no estaba reñido con que en la cinta se incluyeran un par de canciones, “Al pasar la barca” (bulerías) y “Mi molinero” (tanguillo), interpretadas por Mercedes Borrull, “La Gitana Blanca”. Jesús Tordesillas figuraba en el reparto de la que había de ser la siguiente película de Enrique Gómez, “Ha zarpado una goleta”, donde repetiría también su colega Manuel Luna y Marta Santaolalla (amén de la inevitable Margarita Andrey), pero el film no llegó a realizarse o no al menos con ese título, ni ese elenco. En su lugar, Enrique Gómez dirigió “La próxima vez que vivamos”, con Ana Mariscal, Margarita Andrey, Fernando Rey y Rafael Calvo como protagonistas, y con Alberto Romea, Fernando Fernán Gómez y Luis Arroyo (el hermano de Ana Mariscal) en papeles de apoyo.

Bajo el influjo de Juan de Orduña (1946)

Según asegura Eduardo García Maroto en su libro de memorias (“Aventuras y desventuras del cine español” Plaza y Janés, 1988), la versión que de “La mantilla de Beatriz” (film producido en 1946 en coproducción con la empresa lusa Lisboa Films) se vio en España en su estreno en enero de 1948 fue el producto de un desastroso montaje que convertía su película, una agradable comedia aventurera de capa y espada rodada entre España y Portugal que adaptaba una novela de Manuel Pinheiro Chagas, en algo que bien podía calificarse como de chapuza infecta. Teniendo en cuenta que la trama del film se basaba en enredos galantes y suplantaciones de personalidad ambientados en el siglo XVII, un montaje descuidado aumentaba en exceso la confusión. Para Jesús Tordesillas supuso la oportunidad de encarnar a don Pedro Calderón de la Barca en un papel episódico en la que sería una de las cuatro películas que estrenó en 1946. De las otras tres, una era la ya comentada en capítulo anterior, “El crimen de Pepe Conde” y las otras dos, “Un drama nuevo” (donde, curiosamente, reeditaba su previa caracterización de “mito de la literatura” al asumir el rol de William Shakespeare) y “Misión blanca”, estaban firmadas por el mismo director, Juan de Orduña, con quien ya había debutado en el film producido en 1945, “Leyenda de feria”.

Juan de Orduña y Fernández-Shaw (Madrid, 1902-1974), al que más tarde compararemos con Cecil B. De Mille, había sido actor, un galán de verdadero éxito, antes de dedicarse a la dirección, aspecto de su biografía coincidente con la del director de las dos versiones de “Los diez mandamientos”. Como actor teatral integró la compañía de Emilio Thullier y Eulalia Pino a partir de 1923 y debutó en el cine un año después en “La casa de la Troya” (film en el que, curiosamente, había de debutar también en el celuloide Jesús Tordesillas por petición expresa de su director, el autor Alfonso Pérez Lugín, que sí podrá contar con él, como vimos, en “Currito de la Cruz”). Pronto suma a sus oficios de actor y rapsoda el de productor, fundando “Goya Films” en 1924, sello responsable de su siguiente éxito como actor, “Boy” (Benito Perojo, 1925) y de la primera versión fílmica de “La Revoltosa” (Florián Rey, 1924). En 1941, año de su último film como actor protagonista, “Flora y Mariana” (dirigido por Julio Buchs) funda la productora Producciones Orduña Films, para la que se inicia como director con “Porque te vi llorar” (1941) y bajo cuyo sello dirigirá también “La Lola se va a los puertos” (1947), “Cañas y barro” (1954) y “El último cuplé” (1957), entre otras. Sólo un año después de la fundación de su propia empresa, firma un contrato con la poderosa “CIFESA” para quien dirige algunas de las películas más destacadas de la época, que han quedado (acertada o equivocadamente) como paradigma del cine español del franquismo (especialmente las totémicas “Locura de amor”, “Pequeñeces”, “Agustina de Aragón” y “Alba de América”, rodadas entre 1948 y 1951, todas ellas con Jesús Tordesillas en el reparto). Fiel a un estilo al que se le acusa peyorativamente de “teatral“, Orduña gusta de mostrar actores y decorados más que de intentar narrar historias con el lenguaje propiamente cinematográfico. Tras una serie de comedias tan atemporales como brillantes, en la línea “screwball” (“Deliciosamente tontos”, “La culpa la tuvo Adán” y “Ella, él y sus millones”) la temática del director se apoya repetidamente en nombres “respetables”, tales como el padre Coloma, o del autor Manuel Tamayo y Baus, para poner en pie films con aspiraciones de trascender. Para ello cuenta con presencias rotundas que el director mima como sólo un ex actor podría hacer, poniendo la cámara siempre al servicio de los intérpretes. Así sucede especialmente con Aurora Bautista, quien a sus órdenes se convierte en un mito del cine español, y con los galanes Virgilio Teixeira (con quien el director guardaba un parecido razonable), Jorge Mistral, Fernando Rey, Antonio Vilar o José Moreno (protagonista de muchas de las zarzuelas que dirigió a finales de los años sesenta). Jesús Tordesillas significó en el cine de Orduña una de sus figuras más habituales, que intervino tanto en las películas producidas por la empresa del director, como en las que financió CIFESA.

“Leyenda de feria”, el primero de los títulos que reunió profesionalmente al actor-director con nuestro protagonista de hoy, fue una producción Pegaso Films que se basaba en la comedia “La paz de Dios”, de Francisco Serrano Anguita según los textos (adaptación y guión) firmados por, precisamente, Enrique Gómez, el director de”Viento de siglos” y el propio Juan de Orduña. La película se estrenó el 20 de mayo de 1946 en el cine San Miguel de Madrid, contando en los papeles protagonistas con la italiana Paola Bárbara como Elvira, el radiofónico Enrique Guitart, como Pepe Carmona, Ricardo Acero (un habitual en el cine orduñiano), en el rol de Ángel Pinares y Jesús Tordesillas, desempeñando el rol de Juan Estepa. La trama de “Leyenda de feria” desarrolla la historia de Pepe Carmona, una figura del toreo que, ya retirado de los toros, se enamora de una mujer extranjera, Elvira, con la que contrae matrimonio. Tras las nupcias, la mujer, sintiéndose fascinada por el mundo de la fiesta taurina, insiste en que su marido la introduzca en su para ella mágico ambiente, a lo que él accede, trasladándose ambos a Sevilla y asistiendo a fiestas camperas, tentaderos y demás lugares comunes propios del universo de la tauromaquia. En este ámbito se desenvuelve el personaje de Jesús Tordesillas, el veterano Juan Estepa, y el de Ricardo Acero, el impetuoso y juvenil diestro, Ángel Pinares. Éste último, como consecuencia del ardor de sus pocos años, no puede evitar que los encantos de Elvira le enciendan la sangre, por lo que le disputa la mujer a su marido, a pesar de ser rechazado por ella. Se entabla una tremenda pelea entre los dos hombres y, finalmente, el matrimonio regresa más unido que nunca y algo decepcionado con su buceo en las esencias de la fiesta nacional.

“Un drama nuevo”, producción “POF” estrenada en el cine Avenida de Madrid el 25 de noviembre de 1946 y en Barcelona, en el cine Cristina, el 2 de diciembre del mismo año, adaptaba la obra teatral de Manuel Tamayo y Baus del mismo título. En su trama, hallamos nada menos que a William Shakespeare (Jesús Tordesillas) que accede a darle un papel dramático al caricato Yorick (Roberto Font) en un drama que le ofrece un autor joven (Ricardo Acero) para representarlo en “El Globo”. El patético Yorick se siente feliz ante la deseada perspectiva y algo aprensivo. Mientras se ilusiona con el nuevo rumbo que toma su carrera de actor, ignora que su vida personal atraviesa una crisis profunda. Su esposa, la dama joven de la compañía teatral, Alicia (Irasema Dilian, en un papel que se había ofrecido previa e informalmente a Ana Mariscal) y el galán, Edmundo (Julio Peña), hijo adoptivo de Yorick, se han enamorado irremisiblemente representando “Romeo y Julieta”. Este hecho no pasa inadvertido al envidioso Walton (Manuel Luna), primer actor dramático de la compañía, que se ofrece a ayudar a Yorick con la preparación de su papel (precisamente, el del conde Octavio, un marido engañado). Lo que Walton pretende, precisamente, es provocar que el bufón descubra la verdad para hundirle. Shakespeare, cuando descubre lo que está pasando entre los miembros de su compañía trata de poner remedio, impidiendo que sufra su amigo Yorick, pero los jóvenes amantes planean fugarse (para lo que Edmundo cuenta con la ayuda de Jorge (Antonio Casas), patrón de un barco, “El Glorioso” que hace la ruta a las Indias y que les llevaría a la soleada España) y Walton consigue que el marido burlado lo sepa. Finalmente, Shakespeare mata al actor intrigante en un duelo, mientras Yorick, representando su papel en el escenario hasta las últimas consecuencias, mata a Edmundo. La película obtuvo un Segundo Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo, dotado con 250.000 pesetas, y tres premios del Círculo de Escritores Cinematográficos (al mejor director, mejor labor musical para Juan Quintero, y premio especial de interpretación para Manuel Luna). El mexicano Roberto Font, un histrión apabullante, conseguía en la pantalla momentos de intensidad sublime, idóneos para trasladar al espectador las más agudas notas de un alma atormentada, que se debatía, a la deriva, entre su exterior ridículo que provocaba la risa del público, y su interior desgarrado por el dolor de la traición. Jesús Tordesillas, como William Shakespeare, actuaba con aplomo paternal y resultaba convincente, independientemente de lo mucho o poco que su personaje se pareciera al autor de “Macbeth”. Su sentido parlamento ante el público del teatro que ha asistido a la tragedia real que se ha desarrollado ante sus atónitos ojos cierra brillantemente el film. Por el cual han desfilado, en papeles de corta extensión, actores tan eficaces como Nicolás D. Perchicot (en el papel de traspunte), José Franco, Félix Fernández, María Cañete o Arturo Marín.

Producida también en 1946, aunque estrenada antes que “Un drama nuevo”, concretamente el 28 de marzo, “Misión blanca” fue una producción de Colonial AJE rodada en la Guinea española que, acogida al Crédito del Sindicato Nacional del Espectáculo con una dotación de 400.000 pesetas, contaba, como otros films de Orduña, una historia pasional, bajo el resguardo de una motivación religiosa (en otras ocasiones, la coartada era historicista). Premiado el film con un Segundo premio de los del Sindicato Nacional del Espectáculo (lo que representaba 250.000 pesetas), contaba con un equipo técnico artístico muy similar al del film anterior, destacando en el elenco actoral, Manuel Luna, que por su papel fue galardonado nuevamente por el Círculo de Escritores Cinematográficos con el premio al mejor actor, y Julio Peña, premio del Diario Pueblo en idéntica categoría. También la película y su director obtuvieron sendos galardones del rotativo madrileño aquel año 1946. La historia de “Misión blanca”, que iniciaba una larga serie de films “de las misiones” (entre los que destaca “La mies es mucha”, de José Luis Sáenz de Heredia, estrenado un par de años más tarde), la relataba el anciano padre Urcola (Jesús Tordesillas) al recién llegado a la misión en Guinea, joven padre Mauricio (Ricardo Acero). Contaba cómo el banquero Miguel Miranda (Manuel Luna), tras cometer un desfalco, mataba a Carlos (Fernando Rey), de quien su esposa estaba realmente enamorada (el matrimonio con Miguel había sido meramente de conveniencia). El banquero huye dejando a su mujer y un hijo de corta edad y se refugia en Guinea, donde adopta una personalidad falsa bajo el nombre de Brisco. Allí continúa con sus trapicheos y abusa de su situación de poder para beneficiarse a la nativa Souka (la exótica y bellísima Elva de Betancourt, esposa, por cierto, del dibujante y escritor, escenógrafo y finalmente director José G. Ubieta, uno de los miembros del círculo que formaban Rafael Gil, Carlos Serrano de Osma, Antonio del Amo y Antonio Román desde las páginas de “Popular Films”) a cuyos padres obliga que le sea entregada periódicamente. Para poner freno a tales desmanes está la actuación del padre Javier (Julio Peña), que pone todo de su parte para que Souka pueda casarse con su novio. El padre Javier no sólo vela por el bienestar de la joven, sino también por salvar el alma de Brisco, pues resulta que es su padre. Cuando el misionero entrega al banquero una cruz de diamantes que perteneció a su madre, éste comprende que aquel es el hijo que abandonó, Félix Miranda, y trata de salvar su vida, pues le había preparado una emboscada. Como suele suceder en estos casos, el malvado banquero muere víctima de la trampa para la que había previsto otra destinación. No obstante, su alma se salva porque el padre Javier consigue administrarle la extremaunción, en desenlace análogo al que protagonizó el mismo Manuel Luna en su anterior “Viento de siglos”. Poco tiempo después el compasivo sacerdote fallece a su vez, víctima de la fiebre amarilla. En la conclusión del film, el padre Mauricio, fortalecido en su fe por tan edificante relato, se apresta a continuar la labor del padre Javier.

Interludio con dos directores debutantes y uno veterano (1947)

La solvencia de Jesús Tordesillas le permitía encarnar con la misma convicción y acierto la tipología más enraizada con el tópico español y la de tipos anglosajones, como los que interpretó en “Las inquietudes de Shanti Andía”, donde será un marinero irlandés, y en ·Leyenda de navidad”, donde se encargará de dar vida al popular y tacaño Mr. Scrooge dickensiano. Se trata de dos títulos cuya dirección corrió a cargo de dos debutantes en tal menester, Arturo Ruiz Castillo y Manuel Tamayo Castro. Éste último será el encargado de adaptar la novela de Ricardo Baroja, “La nao capitana” y de convertirla en un guión cinematográfico para que lo dirija el aragonés Florián Rey (Antonio Martínez Castillo, La Almunia de Doña Godina, Zaragoza, 1894- Alicante, 1962) y lo lleve a las pantallas con el mismo título. A estos tres films, se sumarán en 1947 dos nuevas colaboraciones con Juan de Orduña, “Serenata española” y “La Lola se va a los puertos”, marcadas ambas por el protagonismo femenino de la estrella de la copla, Juanita Reina. La presencia de Jesús Tordesillas en estos cinco títulos estrenados en 1947 no resultó baldía, pues por su actuación en tres de ellos (“Las inquietudes de Shanti Andía”, “Serenata española” y “La Lola se va a los puertos”) le permitió cosechar el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos al mejor actor secundario.

Arturo Ruiz-Castillo y Basala (Madrid, 1910-1994) debutó en el largometraje con “Las inquietudes de Shanti Andía”, film producido por Horizonte Film y estrenado en Madrid el 3 de febrero de 1947. Con anterioridad, Arturo Ruiz-Castillo había sido actor en la mítica compañía “La Barraca”, de Federico García Lorca y había formado parte de las Misiones pedagógicas creadas por la República, como fotógrafo y cineasta; como ilustrador, fue portadista de libros, y, tras experimentar con el medio cinematográfico como documentalista de vanguardia en los primeros años treinta, dirigió films de propaganda para el bando republicano durante la Guerra Civil. Puede dar la impresión que su supervivencia en la profesión es prueba de que la incontrovertible maquinaria de represión franquista no fue absolutamente perfecta. Si bien, que terminara siendo el director de “El santuario no se rinde” (1949) parece indicar, precisamente, lo contrario. Sea como fuere, “Las inquietudes de Shanti Andía” es un film todavía hoy muy interesante, arriesgado y singular. Obra personal, como corresponde a su condición de “ópera prima”, el film “Las inquietudes de Shanti Andía” no sólo fue dirigido por Arturo Ruiz-Castillo. El mismo cineasta es responsable de la adaptación de la novela de Pío Baroja en la que se basa y, además, se ocupó de diseñar decorados y figurines. Y cabe decir que la condición de dibujante del director resulta patente en el film pues son su extraordinaria fuerza visual y la soberbia robustez del diseño de sus personajes sus dos valores más destacados, muy por encima de su pulsión narrativa, falta de fluidez.

La película “Las inquietudes de Shanti Andía” no traicionaba a la novela en que estaba basada, lo cual parecía corroborar la presencia, en su parte final, del autor de la obra, don Pío Baroja, que actúa en el film recogiendo el testimonio de su protagonista. Se contaba, en ambos casos, la vida de Shanti Andía (Jorge Mistral), narrada por él mismo cuando, ya anciano echa la vista atrás hasta el lejano día en que, siendo niño (el pequeño José Antonio Sánchez), asiste al falso entierro de su tío Juan de Aguirre, en una espectral noche en Aguirreche, en el pueblo de su abuela (Juanita Manso). Acompañado por su madre, Clemencia (Milagros Leal), el infante Santiago de Andía y Aguirre sabe por la criada Iñure (una escalofriante Irene Caba Alba), que su tío no ha muerto realmente, que el ataúd está vacío y que el funeral se celebra para ocultar el hecho de que el tío Juan se hizo pirata y luego fue preso y que está encerrado en algún lugar de Escocia. La acción avanza entonces veinte años, hasta 1877, momento en el que Shanti vuelve a Lúzaro, su pueblo natal, tras haber estado navegando un largo periodo de tiempo. Se reúne entonces con su viejo amigo don Ciriaco (José Prada), un experimentado marino y con su madre y la vieja Iñure. A lo largo de los años, Shanti ha conservado vivo en sí el misterio de su tío Juan de Aguirre. Precisamente entonces, un misterioso vecino inglés, un viejo marino llamado Sandow (Manuel Luna) que vive con su hija Mary A. (Josita Hernán) le llama a su presencia. Le revela que él es Juan de Aguirre, que está muy enfermo y que le confía a su hija Mary, que es su prima. En casa de Sandow vive su fiel criado irlandés, Patrick Allen (Jesús Tordesillas), quien, cuando llega el momento del fallecimiento de su amo pide al médico, don Hilario (Nicolás Díaz Perchicot), que expida su certificado de defunción a nombre de Tristán de Ugarte. También, el criado (que Tordesillas interpreta con un acento británico muy acertado, por cierto), cuenta al sobrino de su recientemente fallecido amigo que Juan de Aguirre y él están en posesión del paradero de un inmenso tesoro escondido en un lugar de la costa africana, pero que las indicaciones figuran anotadas en un devocionario en vasco y que él no puede entenderlas. En Lúzaro también hay un personaje crucial, un tal Machín (José María Rodero), que, tras haber cerrado tratos con el falso Sandow, se dedica a explotar unas minas. Para él Juan de Aguirre tenía un sobre cerrado, el cual entregó a Shanti Andía para que se lo hiciera llegar, con el encargo de que no lo abra hasta un año después de su muerte. Shanti presiente que el rompecabezas de la historia de su tío está incompleto e indaga en busca de nuevas piezas. Sintiendo que se está enamorando de su prima Mary, se embarca nuevamente. En su periplo, en una ocasión en que su nave toca puerto, accede al local de un comerciante llamado Itchaso (un impresionante Arturo Marín) quien le cuenta cómo Juan de Aguirre tomó el nombre de Tristán de Ugarte y de cómo se hizo pirata a bordo del “Dragón”, una urca holandesa que tenía aparejo de corbeta de mucho velamen. La película abre entonces un paréntesis para relatar la apasionante historia del citado navío, un barco negrero tripulado por una variopinta selección de tipos y gobernado por el despiadado capitán Zaldumbide (José María Lado), a quien secundan el brutal piloto Tristán de Ugarte (Fernando Sancho), el médico Doctor Cornelius (un estrafalario Félix Fernández), y el contramaestre Sam Cooper (el maquillador Francisco Puyol). Entre los marineros del “Dragón”, se encuentra el timonel holandés Franz Nyssen (Manuel Guitián), el vasco Itchasu, y los dos amigos Patrick Allen y Juan de Aguirre, quien llega a un acuerdo con Tristán de Ugarte para intercambiar sus nombres cuando el piloto abandona el buque. Asistimos a la difícil convivencia en el barco del capitán Zaldumbide y al modo en que éste administra disciplina cuando reprime al malayo Chim (José Jaspe) a base de latigazos. Cierta noche en la que la tripulación está especialmente descontenta por culpa de un prolongado periodo de calma chicha que les mantiene lejos de lugar alguno donde poder aprovisionarse, con un cargamento de negros en la bodega y de 30 barricas de oro, se produce un motín comandado por el vengativo Chim y por el original Tristán de Ugarte que había retornado al “Dragón” tras agregarse en un puerto. Tras asesinar a Zaldumbide y ejecutar al doctor Cornelius, los amotinados arrojan a los negros por la borda. Chim se bate a muerte con otro tripulante, Demóstenes el Negro, con el que mantenía un odio feroz y empecinado. Mientras, Juan de Aguirre, con Patricio Allen y otros se han hecho fuertes en el camarote del capitán y consiguen, tras negociar hábilmente, dar un golpe de mano y hacerse con el mando de la urca. De vuelta al tiempo presente, Shanti Andía regresa a Lúzaro y se encuentra con que Machín se ha enamorado también de Mary, pero ha pasado el plazo de un año fijado por el difunto Juan de Aguirre y el contenido de la carta que confió agonizante revela que Machín es su hijo y, por tanto, hermano de Mary. Machín abandona Lúzaro y Shanti y Mary se casan. El film, que rezuma por momentos la esencia de la aventura marinera, parte de felicísimos hallazgos visuales, en clave sombría muchas veces, expresionista otras tantas. Secuencias de raíz onírica se alternan con otras de gran verosimilitud y, como dijimos al comienzo de este comentario, los personajes están diseñados de un modo excelente, digno del mejor cine clásico. La pesada atmósfera fantasmal, crepuscular, de la primera secuencia (la del falso entierro), con los extraordinarios primeros planos de Irene Caba Alba y del niño José Antonio Sánchez sólo preludiado por la presentación a cargo de un Jorge Mistral envejecido por el maquillador, supone un arranque memorable para una película que, en su momento fue saludada gozosamente por “aventurarse fuera de los caminos trillados”, por salir del “estrecho marco de la comedia intrascendente o francamente frívola” y definida como “un film de altura, digno del tema escogido. Un verdadero film español, con factura y ambición universales”. En aquel lejano 1947 ya se pensaba en que al público español había que meterle en el cine a empellones si la película era de la misma nacionalidad que él, por lo que se advertía, a propósito de “Las inquietudes de Shanti Andía” que “el público no dejará de verla, por española. Irá a verla por eso: por ser española y porque sentirá el orgullo de que lo sea”. Añadamos, por último, que con ser numeroso el elenco citado, no nos resistimos a añadir que también Manuel Requena tenía un breve papel, como el vecino de Lúzaro, Urbistondo, que vive cerca del caserío del inglés Sandow con su hija Genoveva (María Teresa Campos) y que Nati Mistral tenía una pequeña intervención, de las primeras de su carrera cinematográfica.

El 12 de mayo de 1947 se estrenó en el cine Avenida de Madrid, “Serenata española”, film dirigido por Juan de Orduña que adaptaba la obra póstuma de Eduardo Marquina sobre la vida de Isaac Albéniz, esfuerzo creativo en línea con su anterior estampa biográfica (comentada en epígrafe anterior) “Espronceda”, estrenada dos años antes, escrita en colaboración con su director, Fernando Alonso Casares. En el film de Orduña sobre la vida de Isaac Albéniz (1860-1909), el protagonismo recayó en la figura del galán Julio Peña, que ya había corrido con similar responsabilidad en sus anteriores “Misión blanca” y “Un drama nuevo”. Jesús Tordesillas, igualmente presente en ellas, tenía para sí el papel de Robert Brighton, un norteamericano que ayudará, como veremos, al protagonista, a triunfar en el “país de las oportunidades”. “Serenata española”, que contó con un crédito Sindical que se cifró en 615.600 pesetas, fue una producción Colonial AJE en la que a las habilidades musicales del glosado músico catalán se sumaban su facilidad para enamorar féminas, pues hasta tres guapas mujeres caían rendidas a su paso a lo largo del metraje. De las tres, sólo una, la del personaje que interpretó Juanita Reina, la gitana Angustias, conseguía, por su parte, conmover al inspirado pianista, con la mala fortuna de que eso provocaba los celos mal resueltos de su enamorado de siempre, el calé Antonio (Manuel Luna). Las otras dos eran, de una parte, la casquivana y frívola Emma (Mery Martin) y la espiritual cantante Laura Salcedo (Maruchi Fresno). La primera, que mantiene una relación no confesada con el amigo de Isaac, Javier (un indescriptible Antonio Vico), quien vive autodestructivamente, entregado al alcohol y otros excesos pese a su frágil salud pero que no puede consentir que su devoradora amante mancille la ingenuidad del artista y amigo Albéniz, tratará de seducir al impresionable joven pianista sin éxito, pero provocando indirectamente la muerte de Javier, y retrasará que Albéniz se reuna con su amada Angustias. La segunda, Laura Salcedo, vive pretendida por su amigo y representante Robert Brighton, pero no puede evitar, dada su gran sensibilidad, sentirse atraída por el artista Albéniz. Finalmente se casa con Brighton, un buen hombre que ayudará lealmente en lo profesional a su rival, y será el matrimonio formado por Laura y Robert Brighton quien abra y cierre la película con su evocación de la figura del compositor biografiado. Otro personaje que está presente en el prólogo del film y es una constante en la vida de Albéniz es su amigo de la infancia Enrique Fernández Arbós (el inevitable Ricardo Acero), violinista y director de orquesta. Otros elementos destacados que contiene “Serenata española” los encontramos en el binomio Juanita Reina- Manuel Luna, que parece un preludio del que volverán a formar en “La Lola se va a los puertos”, o en la presencia de Carlos Larrañaga interpretando al Albéniz niño, con un aplomo impropio de su muy corta edad y que, sin duda, llevaba en los genes. Aparece acreditado como “Carlitos L. Ladrón de Guevara”, obviando todavía el apellido paterno en favor del materno. La histriónica actuación de Antonio Vico, que él mismo se encargará de parodiar en “El batallón de las sombras” (Manuel Mur Oti, 1956) supone un delicioso festín para el espectador. Su estilo interpretativo, chocante y rompedor, resulta excesivo en solitario, pero comunica una refrescante naturalidad a sus compañeros de escena cuando actúa junto a Julio Peña y Ricardo Acero. El gran Félix Fernández, aporta una desenvuelta actuación como Don Agapito, el asturiano dueño de un colmado al que el niño Albéniz acude para encargar lo necesario para una merienda a la que se ve obligado a invitar a sus compañeros del conservatorio por haber ganado el primer premio de interpretación. Este dispendio le costará una bronca monumental de su poco angelical padre, don Ángel (Antonio del Pino) y provocará que el chaval abandone su casa. Se subirá en marcha a un tren y en él encontrará el apoyo espontáneo del alcalde de El Escorial (Fernando Aguirre) que ante la declaración del niño de que es concertista de piano le presentará al organista de la parroquia de la capilla (el escenógrafo Sigfrido Burmann) y propiciará así, que con sólo diez años, inicie Albéniz su vida profesional. La acción se desplaza luego a Bruselas, donde el músico convive con sus dos amigos, el disipado Javier (Antonio Vico) y el responsable Enrique (Ricardo Acero). Allí conocerá a las tres mujeres que van a ser decisivas en su vida, y a las que nos hemos referido antes, la seductora Emma, la etérea Laura y a su bien amada, la pizpireta y graciosa gitana trianera, la tonadillera Angustias. Isaac conseguirá el amor de Angustias, que además le proporciona la mejor inspiración para su arte, pero la intervención de Antonio truncará la felicidad de la pareja definitivamente cuando, tras dar con ellos en su retiro granadino, en un enfrentamiento con Isaac apuñale accidentalmente a la “cantaora”. Tras este suceso trágico, y empujado por un arrepentido Antonio, al que Angustias ha perdonado, Isaac Albéniz se concentrará en su arte. Ayudado por Laura Salcedo y Robert Brighton alcanzará notoriedad en los Estados Unidos (donde había llegado a dar conciertos tocando el piano de espaldas, como una especie de atracción ferial) y el respeto de grandes artistas como el mismísimo Franz Litz (un idóneo Arturo Marín) que ya en Bruselas le había sugerido que concentrara sus esfuerzos en captar la esencia de España. Digamos en referencia a nuestro protagonista, que Jesús Tordesillas no dispone de muchas oportunidades para lucirse, salvo una secuencia en la que dialoga en el interior de un carruaje con Laura Salcedo y puede entonces recitar algunas frases brillantes a propósito de la naturaleza del amor, pero su personaje cae bien y no en vano fue uno de los que le permitió ganar el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos de aquel año al mejor actor secundario. Como curiosidad, destaquemos que Carmen Sevilla hace una intervención brevísima en el rol de Clementina, la guapísima hermana del protagonista, leyendo una carta que Isaac les ha enviado (a ella y a su madre) desde Bruselas.

“La nao capitana”, producción Suevia Films que se estrenó el 29 de septiembre de 1947 en el cine Gran Vía de Madrid, fue una adaptación de Manuel Tamayo de la novela homónima de Ricardo Baroja que dirigó el veterano Florián Rey. Una vez más, con protagonismo de Manuel Luna y con un papel destacado para Jorge Mistral, tenía como estrellas femeninas a Paola Bárbara, Raquel Rodrigo y Lola Valcárcel. Entre los papeles de mayor relieve, había uno reservado para José Nieto, y en papeles secundarios volvemos a encontrar a los ya reseñados en films anteriores, José María Lado, Nicolás D. Perchicot, Manuel Requena, José Prada, Fernando Aguirre o José Jaspe. El papel del que se hacía cargo Jesús Tordesillas (y que fue uno del los que le valió la distinción ya reiterada del Círculo de Escritores Cinematográficos) era el de don Antonio Fernández de Sigüenza, un noble que se embarca en La Nao Capitana en el Puerto de Sevilla, en 1640, rumbo a las Indias. Le acompaña su esposa, doña Estrella (Paola Bárbara) y sus dos hijas, Leonor (Raquel Rodrigo) y Trinidad (Lola Valcárcel). En el navío, que comanda el capitán don Diego Ruiz (José Nieto), viajan galeotes que ganarán su libertad en el Nuevo Mundo, frailes en misión evangelizadora y colonos en busca de una vida de oportunidades. También se oculta un polizón, un hombre de origen árabe que cuando es descubierto por la tripulación pide ser llamado “El Fugitivo” (Manuel Luna). Como puede ser útil, merced a sus conocimientos de navegación, el capitán es benévolo con el intruso y sólo le castiga con diez días de cepo en el calabozo, permitiéndole enrolarse a continuación. Durante su encierro es ayudado por Leonor, ignorante de que el prisionero abordó la Nao Capitana en busca de su madre, doña Estrella, que es un antiguo amor suyo. En el transcurso de la travesía, se declara una epidemia que consigue ser controlada, se desatan tormentas y también amores (entre Trinidad y don Diego, y del piloto Martín Villalba (Jorge Mistral) hacia Leonor). Cierta noche, “El Fugitivo” consigue hablar con doña Estrella, descubrimos entonces que su verdadero nombre es Abdallah y que ella se convirtió al cristianismo para casarse con don Antonio. Precisamente, el marido sorprende esta entrevista, con tan mala fortuna que muere a manos de su rival (devolviéndole,de paso, el golpe Manuel Luna a Jesús Tordesillas, que lo había despachado en “Un drama nuevo”). Doña Estrella testifica entonces que la muerte de don Antonio fue accidental, causada por un golpe de mar. Con el terreno despejado en el terreno sentimental, Abdallah espera su oportunidad para apoderarse de la Nao Capitana, la cual se presenta cuando, en el transcurso de la fiesta de paso del Ecuador, el buque es atacado por piratas, momento que aprovecha el árabe para intentar hacerse con el mando, secundado por sus secuaces. Se desarrolla un feroz combate en el transcurso del cual doña Estrella resulta herida y muere, y que termina con la sofocación del amotinamiento y la derrota de los piratas. Los amotinados se enfrentan a un juicio que los condena a muerte. Leonor trata de interceder por Abdallah, pero éste rechaza su auxilio, declarando su amor por la difunta Estrella y sus propios orígenes en la estirpe de los reyes musulmanes de Granada. Antes de ser colgado, se convierte al cristianismo con la esperanza de encontrarse con su amada Estrella en el Más Allá. Por su parte, en el Más Acá, cuando la Nao Capitana llega destino, Leonor acepta el amor de Martín Villalba y Diego y Trinidad deciden casarse, mientras que los galeotes son liberados. Para poder fletar debidamente “La Nao Capitana”, Cesáreo González contó con un crédito sindical dotado con 700.000 pesetas y el film resultante obtuvo, además de la parte alícuota que le correspondía del premio de Jesús Tordesillas, otro galardón también de los concedidos por el Círculo de Escritores Cinematográficos, al director de fotografía, Manuel Berenguer. Del numeroso reparto nos resistimos a omitir la presencia de Fernando Fernández de Córdoba, al que recordamos recientemente por la triste efemérides que protagonizó, y que incorporaba el papel de un clérigo, Fray José. En uno de sus primeros papeles en el cine, tenían una pequeña intervención Conrado San Martín y Manuel Dicenta. Ambos tendrán papel en la siguiente película que comentaremos algo extensamente, “La Lola se va a los puertos”, la última de las que estrenó Jesús Tordesillas en 1947 y segunda dirigida por Juan de Orduña aquel año.

Antes del estreno de “La Lola se va a los puertos” se produjo, el 27 de noviembre de 1947, el de “Leyenda de Navidad” (aunque sólo en Barcelona, pues en Madrid hubo de esperar casi ocho años, hasta julio de 1955). Se trató de la primera experiencia en la dirección del guionista Manuel Tamayo Castro, sobrino nieto de Manuel Tamayo y Baus, el autor de “Un drama nuevo”. Como dijimos antes, el film adaptaba el relato de Charles Dickens “Canción de Navidad” y guardaba para Jesús Tordesillas el sabroso “bombón” del papel de Mr. Scrooge, que no dudamos encarnó muy acertadamente. Compartiendo el protagonismo, el primer actor Ángel Picazo, el de la voz de terciopelo (a quien dedicamos en este weblog una entrada anterior), incorporaba a su sobrino Jack, mientras que Manuel Requena prestaba su orondo físico al personaje del “fantasma de las navidades presentes”, Fernando Aguirre, hacia lo propio con su menguada humanidad al de “las navidades pasadas” y José Jorner, cuyo físico desconocemos, al de las futuras. Por su parte, la estirada pero gentil Lina Yegros hacía el papel de Nelly, el amor de juventud de Scrooge. La película, que se rodó en Orphea Films, apenas tuvo repercusión, a pesar de haber obtenido una dotación del crédito sindical de la nada despreciable cifra de 375.000 pesetas y de reportar a sus productores 3 permisos de doblaje y uno de importación, que no estaba mal.

Como puede leerse en sus títulos de crédito, “La Lola se va a los puertos” quiso ser un “enfervorizado homenaje” a los hermanos poetas Antonio y Manuel Machado, autores de la obra adaptada, de idéntico título. Juan de Orduña, su director, volvió a contar con la estrella de la tonadilla, Juanita Reina para el papel principal y con Ricardo Acero, como galán joven. Como primeros actores, repetían también los casi inseparables Manuel Luna y nuestro protagonista de hoy, Jesús Tordesillas. El estreno de esta producción POF que distribuyó CIFESA, se produjo en la tardía fecha del 29 de diciembre de 1947, cerrando un año que tan provechoso había resultado para el actor, que con su papel de don Diego Guzmán en este film completaba el trébol de trabajos que le valdrían el codiciado premio del CEC al mejor actor secundario. Valga decir de su labor interpretativa en este título que resulta especialmente intensa, rayana en la sobreactuación, lo que le hace emplear una mueca en cada sílaba de sus apasionados diálogos. Este despliegue facial se debe sin duda a la labor directiva de Orduña quien, al estilo de, por ejemplo Charles Chaplin, interpretaba todos los papeles para sus actores para indicarles exactamente cómo quería que representaran cada escena.

Cuenta “La Lola se va a los puertos” la historia de Lola (Juanita Reina), una cantaora (que, como en “Serenata española” interpretará temas de Quintero, León y Quiroga) entregada por entero a su arte a la que su guitarrista, Heredia (Manuel Luna), ama sin esperanzas. Igualmente enamorado de manera fulminante quedará “Panza Triste” (Manuel Dicenta), un empleado de don Diego Guzmán enviado por su amo con la misión de contratar y acompañar a la pareja artística para que actúen en su cortijo. La relación entre Lola y Heredia es prácticamente idéntica a la que mantenían Angustias y Antonio en “Serenata española”, siendo la fémina el dicharachero objeto de adoración y el varón el guardián abnegado del culto a la cantaora, que se encargará de desanimar a cuantos hombres la pretendan. Aunque la acción en “La Lola se va a los puertos” transcurre en 1860 y es, por tanto, unos veinte años anterior, el tipismo en los trajes de la pareja artística les confiere un aspecto muy similar. El caso es que el trío, al que hemos descrito y que ha partido al inicio de la acción del puerto de San Fernando en Cádiz, es recibido en Sanlúcar por don Diego Guzmán (Jesús Tordesillas) quien los conducirá a su cortijo, desplegando una afectada admiración y cortesía que apenas disimula que el dueño de la finca está enamorado de la tonadillera, y a la que quiere, consecuentemente, conquistar. La excusa para contratar al dúo de artistas es que se celebra en el cortijo una fiesta en honor del compromiso matrimonial del hijo de don Diego, José Luis (Ricardo Acero) con su novia, Rosario (Nani Fernández), que ha venido de educarse en el extranjero acompañada por su tío, el afrancesado Willy (Nicolás D. Perchicot), en el transcurso de la cual, José Luis y Lola caen irremisiblemente enamorados el uno del otro. Ante tan inoportuna pasión, Rosario hace valer sus derechos adquiridos y Lola, muy trágica, renuncia a su recién nacido afecto por José Luis y huye. El joven, por su parte, se hace torero. Entre festejo y festejo, el diestro busca a su amada Lola. Cuando la encuentra, la retira de la canción y juntos se refugian en una casita en Chipiona, donde vivirán felices. Pero no es posible que esta situación dure mucho. Don Diego, cuando entra en conocimiento de ello, intenta atraer a su presencia a José Luis, para apartarlo de Lola. Recurre a Rosario, para que ponga fin a la relación de su hijo con la cantante, pero ésta se niega. Interviene entonces “Panza Triste”, que trae informes del paradero de Lola en Chipiona. Rosario, a su vez, alerta a la “cantaora” de las intenciones del despechado don Diego, lo que precipita que Lola acuda a Sevilla a parlamentar con el padre de su amado. Pero quiere la fatalidad que Lola y Don Diego se vean sorprendidos por don Diego en actitud sospechosa (debida a un arrebato del maduro caballero). “Panza Triste”, presente en el incómodo incidente, aprovecha para dar rienda suelta a su frustración y poner verde a Lola, calificando su comportamiento de la peor manera posible. José Luis abofetea al gañán y, éste en un gesto teatral (sólo al alcance de Manuel Dicenta) apuñala al joven torero. Ante la gravedad de la herida, Lola hace una promesa desesperada ante la Virgen de los Dolores, ofreciéndose a renunciar a su amor por José Luis si éste se salva. La curación milagrosa se produce y Lola cumple su promesa, marchándose a América acompañada del fiel y entregado Heredia, mientras que Rosario conseguirá casarse como tenía inicialmente previsto con José Luis. Don Diego, compungido ante las posibles consecuencias de sus impulsivos actos y muy arrepentido, ha pedido perdón a diestro y siniestro. Jesús Tordesillas, sin embargo, incurrirá en conducta muy similar años después cuando también le dispute la novia a su hijo en la ficción de “Doña Francisquita” (Ladislao Vajda, 1954) . También entonces le tocará perder, como veremos. En los papeles meramente incidentales de “La Lola se va a los puertos” destacamos la presencia de unos juveniles Conrado San Martín y José María Mompín, que forman con un tercero no identificado, un trío de jóvenes marineros en la secuencia inicial en el puerto de San Fernando que recuerdan a los tres protagonistas de “Un día en Nueva York”. El enorme Antonio Riquelme tiene también una pequeña intervención en el papel del “salao” “Calamares” que forma dúo cómico con Faustino Bretañes, como “Asaura”, y la entrañable María Isbert cuenta con un anecdótico rol de criada en la casa de Chipiona. Otras presencias reseñables son las de los muy habituales María Cañete, Fernando Aguirre, Rafael Romero Marchent, Arturo Marín y la no tan habitual de Manuel Luna (hijo).

Locura de amor (1948)

“Locura de amor” representa la culminación de la imparable progresión del otrora galán de los escenarios, Juan de Orduña, quien venía firmando consecutivamente un film tras otro, con Jesús Tordesillas formando parte de los repartos, desde 1945. Compañeros desde los tiempos en que ambos eran reconocidísimos actores de teatro (Eduardo García Maroto, en su libro de memorias, los cita entre los más populares al recordar el panorama escénico en 1925), no cabe duda de que, como director, Juan de Orduña tenía depositada toda su confianza en Jesús Tordesillas. Como comentábamos al inicio de esta entrada, tal confianza no hizo sino renovarse constantemente, a lo largo de los años, hasta su última colaboración juntos en “Teresa de Jesús”, en 1962. El drama de Manuel Tamayo y Baus sobre la figura de doña Juana “La Loca” significó el mayor éxito de público hasta el momento de su estreno para su director y representó la irrupción de una nueva estrella, Aurora Bautista, y también uno de los más grandes triunfos de la productora Cifesa. Por si le faltara poca significación, la futura gran estrella, Sara Montiel, tenía en ella su primer papel verdaderamente destacado, en una película de relevancia. Para la historia, la película ha quedado como un paradigma de un modo determinado de entender el espectáculo cinematográfico, que este burgomaestre considera, quizá audazmente, cercano al de (salvando las distancias) el pionero Cecil B. De Mille, de alguna manera, un modelo en el que Juan de Orduña parecía inspirarse. Comparten ambos cineastas, a uno y otro lado del Atlántico, parecidos planteamientos y, también, haber suscitado con su cine muy parecidas críticas, que revelan similares deficiencias. En opinión de este burgo, tanto uno como otro han legado a la posteridad un obra más que respetable, que, en ocasiones, ha alcanzado niveles de categoría mítica y en otras, en cambio, el resultado final ha sido un fiasco insoportable. Por lo que toca a “Locura de amor”, los aciertos superan claramente a las deficiencias y así lo entendió el público de la época que se emocionó honradamente con las subrayadísimas pasiones enfrentadas (sin apoyaturas carnales, se entiende) y las intrigas palaciegas de la corte del reino de España en los albores del siglo XVI. Oficialmente, el film recogió las mejores recompensas, siendo calificado como de “Interés Nacional”, lo que le valió a su productora 5 permisos de importación de producciones extranjeras. Asimismo, acogida al crédito del Sindicato Nacional del Espectáculo fue financiada con una ayuda que ascendió a un millón seiscientas mil pesetas y posteriormente premiada con el primer premio del Sindicato Nacional, que estaba dotado con medio millón más de pesetas. Pero no fue ese el único premio obtenido por la cinta, pues el Círculo de Escritores Cinematográficos la distinguió con el máximo galardón y en el Certamen Cinematográfico Hispanoamericano se le concedieron casi todos los premios importantes: mejor película, mejor director, mejor actriz, mejores decorados (Sigfrido Burmann), mejor adaptación musical (Juan Quintero) y mejor actor secundario, para Jesús Tordesillas. Estrenada en el cine Windsor de Barcelona el 8 de septiembre de 1948, conoció el estreno con categoría de Gran Gala en la sala Rialto de Madrid justo un mes más tarde, el 8 de octubre del mismo año.

La historia que narra “Locura de amor” es de sobras conocida. Basada en la obra teatral de Manuel Tamayo y Baus del mismo título, esencialmente describe la caída en el pozo de la demencia de la reina Juana (Aurora Bautista), hija de los Reyes Católicos, dando a tal desgracia la explicación romántica de su amor, desmedido y contrariado, por su esposo, el casquivano Felipe “El Hermoso” (Fernando Rey), y de cómo este hundimiento se propicia por intrigas de algunos nobles y de las consecuencias políticas que tal caída acarrea a la corona de España. En la segunda línea del drama, la conspiración de Filiberto de Veres (Jesús Tordesillas) es la impulsora de los acontecimientos que derivan en la descalificación de la reina Juana para poner el poder en manos de su esposo, Felipe, sobre quien tiene gran influencia. Mientras tanto, el pueblo sufre las consecuencias de este desgobierno, en defensa del bien común actúan el almirante de Castilla (Juan Espantaleón) y el en secreto enamorado de la reina, el capitán don Alvar de Estúñiga (Jorge Mistral). Del lado del mal, la vengativa mora, hija de Boabdil, Aldara (una joven y espléndida Sara Montiel), quien sólo alienta para procurar el daño a la reina Juana, y que se vale de que el rey consorte, Felipe, se ha encaprichado de ella, para ingresar al servicio de la reina, y así tener ocasión de vengar la humillación que sus padres hicieron sufrir al suyo al desposeerlo de Granada. Hacia el final, no obstante, la bellísima Aldara, que se ha enamorado del valiente y leal capitán Alvar, interviene para salvarle la vida cuando, en un “Juicio de Dios” éste se está batiendo con Filiberto de Veres y queda indefenso. Entonces, Aldara clava su daga en la espalda del taimado consejero y Jesús Tordesillas tiene ocasión de hacer una de sus estupendas muertes en la pantalla. En papeles secundarios, “Locura de amor” contaba con el siempre magnífico Félix Fernández como el mesonero Garcipérez (presunto padre de la joven Aldara, al principio de la película), con Ricardo Acero dando vida al joven Carlos I, hijo de la reina Juana, con Eduardo Fajardo, como marqués de Villena, compañero del fatídico juego de pelota que le costaría la vida al archiduque Felipe, con Manuel Luna en el papel de don Juan Manuel (en el bando, como no, de los conspiradores), con Manuel Arbó, como el sacerdote Marciliano, y con María Cañete, como Elvira, la dama de compañía de la reina. En el reparto de roles, tal como recordó Fernando Rey para el libro de Pascual Cebollada a él dedicado, originalmente el papel que le había correspondido era el del capitán Alvar de Estúñiga, pero como CIFESA tenía gran interés en promocionar la figura de Jorge Mistral, le propusieron cambiar con él su papel por el de “Felipe el Hermoso” cobrando un poco más. Fernando Rey aceptó porque, como dijo él mismo, “entonces le daba todo igual”. Después a Jorge Mistral CIFESA siguió mimándolo haciéndole un contrato sensacional que el galán no cumplió, marchándose a México.

En “Locura de amor”, Jesús Tordesillas emplea a fondo su perfil más oscuro y despliega todos los recursos propios del consejero manipulador que desliza en los oídos ajenos las palabras justas que convienen a sus fines. Su interpretación de la personalidad ladina de Filiberto de Veres es magnífica y sus excesos hoy resultan felizmente deliciosos. Curiosamente, la crítica del momento no sólo no fue completamente unánime, sino que incluso emitió juicios contradictorios. Mientras que para José de Juanes de “Arriba”, “Jesús Tordesillas debuta como “malo” (sic), y lo hace tan bien que mucho nos tememos verle encasillado desde ahora en esta clase de tipos”, el crítico que firmaba como “El pobre Pérez” en “La Tarde” aseguraba que “el señor Tordesillas, tan sobrio como siempre -¡ay!-, añade a su sobriedad algunos tintes de perfidia poco convincente”. El caso es que hizo de su personaje un auténtico aguafuerte, un tipo decidido y hábil al que sólo el enfrentamiento directo con el capitán Alvar de Estúñiga (“un militar y no un político”, como subraya el guión) puede hacerle perder la posición de primacía que se había procurado, y tan sólo la intervención inesperada de una mujer enamorada (la mora Aldara), la vida.

Si el éxito popular de “Locura de amor” fue de tal magnitud que ha superado el paso del tiempo, el de “Jalisco canta en Sevilla” se revela hoy algo más coyuntural. Película producida en 1948, se estrenó en Madrid en el Real Cinema el 31 de enero de 1949 y es recordada fundamentalmente por la tremenda popularidad de su protagonista masculino, el cantor mexicano Jorge Negrete, un astro de fulgor deslumbrante en México y España que provocó, con su llegada a nuestro país para el rodaje del film, una de las más conocidas anécdotas de la historia menuda de nuestro cine. Recibido por una multitud de féminas enfervorizadas que trataban de acercarse a su ídolo, y que le zarandearon y arrancaron botones del traje, el charro, algo asustado exclamó: “¿Pero qué pasa con estas mujeres, es que en España no hay bastantes hombres?”. Normalmente, el relato de la anécdota acaba ahí, aunque Pepe Isbert, en su libro de memorias recientemente reeditado añade su propia réplica con la que asumía la función de redimir el honor patrio asegurando que “Querido Negrete. En un país de treinta millones de habitantes, el que haya un centenar de “descarriadas” no es mucho…” Isbert, traslada, además, el comentario del mexicano a su llegada para interpretar un film posterior, “Teatro Apolo”, pero generalmente esta reacción se atribuye a su primera visita que sería la correspondiente al rodaje de “Jalisco canta en Sevilla”. Dejando al margen el sonado arribo de su protagonista, el film rodado en la capital del Guadalquivir bajo dirección del mexicano Fernando Fuentes (experimentado ya en lidiar con el divo Negrete) reservaba para una juvenil Carmen Sevilla el papel protagónico femenino como Araceli Vargas, y para Jesús Tordesillas el de su padre, el ex torero y ganadero don Manuel Vargas. El sencillo argumento de “Jalisco canta en Sevilla”, imbricación de la figura del cantarín charro mexicano en el entorno torero y flamenco sevillano, con su simple historia de amor, y trufado de canciones, contaba la historia de Nacho Mendoza (Jorge Negrete) a quien se le comunica el fallecimiento de un pariente español que le ha legado una gran fortuna. Acompañado de un amigo, Nacho Mendoza viaja desde su México natal a Sevilla, sólo para encontrarse con que, debido a unas inesperadas complicaciones, no podrá entrar en posesión de su herencia. Conoce entonces a don Manuel Vargas (Jesús Tordesillas), torero retirado poseedor de una finca de reses bravas que, debido a la entusiástica pasión de su dueño por todo lo mexicano, se llama “El Charro”. Don Manuel contrata a Nacho como caballista y lo acoge en su cortijo. Allí, le presentará a su guapísima y saladísima hija Araceli (Carmen Sevilla). Los dos jóvenes se gustan, pero la diferencia de su posición social se interpone entre ellos. Entonces, oportunamente, don Manuel se arruina, mientras que Nacho cobra su importante herencia. Agradecido por la ayuda que recibió del ganadero, el charro compra, por persona interpuesta, la hacienda de don Manuel, salvándole de la ruina económica. Se celebra entonces una fiesta en “El Charro” para celebrar el cumpleaños de Araceli, en el curso de la cual, Nacho conoce al prometido de la chica, lo que le lleva a despreciarla públicamente. Don Manuel afea en privado a Nacho su conducta, enterándose entonces de que es él el verdadero comprador de su propiedad y de que su intención es devolvérsela y regresar a México. No obstante, Araceli confiesa entonces su amor por él y le convence para que se quede con ellos en Sevilla. El film, que contenía una de las canciones más populares del cancionero de Jorge Negrete, “Agua del pozo”, que interpretaba en pantalla secundado por el famoso “Trío Calaveras”, suponía un mero vehículo para una estrella de la canción en pleno auge popular, una distracción intrascendente para un público mayoritario. No en vano, la escena que protagonizó Jorge Negrete a su llegada a España fue, a su modesto nivel, digna emulación de las manifestaciones del fenómeno de las “fans” que antes había vivido en EEUU Frank Sinatra, o preludio de las que luego se reproducirían con Elvis Presley o Los Beatles en un futuro que hoy no parece tan distante.

Año de transición (1949)

Entre el gran éxito de Juan de Orduña para el sello CIFESA, “Locura de amor”, estrenada en 1948, y los dos siguientes, “Pequeñeces” y “Agustina de Aragón”, estrenadas ambas en 1950, trinidad de films protagonizados por la extraordinaria Aurora Bautista, media un título igualmente dirigido por Juan de Orduña, producido en este caso por su propia empresa (POF), el cual supone la tercera actuación protagonista de Juanita Reina a las órdenes de Orduña. Hablamos de “Vendaval”, film que, atendiendo a su reparto, aparece como un híbrido entre las dos etapas diferenciadas de la filmografía de su director, marcadas por sus protagonistas femeninas, entre las que su elenco lo encabezaba la folclórica Juanita Reina y las que pasó a dominar con su excepcional presencia Aurora Bautista. Así, la irrupción del galán portugués Virgilio Teixeira en el “universo Orduña” se produce en “Vendaval” y supone el inicio de una larga serie de colaboraciones. La película, que mezclaba a Soledad, la inevitable tonadillera a la que daba vida la estrella Juanita Reina, en complejas tramas conspiratorias en el Madrid del convulso reinado de Isabel II, entre 1866 y 1868, fue un fracaso cuya magnitud resultó equiparable a la de los éxitos de los films de Orduña rodados para CIFESA. Como en la previa “La Lola se va a los puertos”, la película es fruto de la colaboración creativa de su director con el guionista Antonio Mas Guindal y la historia que se cuenta es la de las dificultades en las que se ven envueltos los amores entre la tonadillera del café “La Perla”, Soledad, y su novio el capitán Mario Mir (Virgilio Teixeira), dificultades provocadas por la lealtad con la que ambos auxilian a la reina Isabel II (Miriam Day) en diversas situaciones comprometidas en las que se ve mezclada la soberana por culpa de sus tratos con el coronel Puig Moltó (Eduardo Fajardo). En una de esas ocasiones, Soledad se ve obligada a engañar a Mario para proteger a la reina, ocasión que aprovecha el oficial para romper con ella. Y es que el mozo piensa que ella se la está dando con el coronel Puig Moltó en un palacio de la calle Sacramento, al cual le impide acceder, mientras que lo que realmente está pasando en el interior es que la reina, acompañada por la condesa de Medina (Lina Yegros) está negociando con el conspirador Juan Fernández (Jesús Tordesillas) a propósito del chantaje al que éste pretende someter a su soberana por unas cartas que la reina Isabel envió al coronel Puig Moltó. La ruptura entre Soledad y Mario dura dos años, y no se reconcilian hasta que no deben prestar otro servicio a Su Majestad cuando, triunfante la revolución de 1868, intervienen para rescatar su real joyero de la acción del populacho. El film, que se financió acogiéndose al crédito sindical por un valor que alcanzaba la notabilísima cifra de 1.300.000 pesetas, fue estrenado el 29 de octubre de 1949 en el cine Pompeya, donde se mantuvo tres semanas. Lo más perdurable de su metraje probablemente sea el fragmento que incluye la canción de los maestros Quintero, León y Quiroga, “Y sin embargo, te quiero...”

Jesús Tordesillas, que en “Vendaval” (1949) había viajado en el tiempo tres siglos desde “Locura de amor” (1948) para seguir conspirando contra la reina de España de turno, se había embarcado como pasajero en “La nao capitana” y como marino en “Las inquietudes de Shanti Andía”, producciones ambas de 1947. Pues bien, en 1949 volvía a hacerse a la mar, sólo que esta vez ya con el cargo de capitán del buque sobre el que surcaba las olas del océano, desde el puente de mando del “Magallanes”, barco mercante que era, de hecho, un protagonista más de “Neutralidad”, uno de los mejores films de Eusebio Fernández Ardavín, sobre historia y guión de su sobrino César Fernández Ardavín, quien también participó en el film en calidad de ayudante de dirección, tarea que compartió con José Luis Merino. Nos referimos a “Neutralidad”, película sobre la que algo dijimos en su día por ser ésta la película de debut (en el cine y en la profesión de actor) del alemán Gerard Tichy. A lo dicho entonces podemos añadir que Rafael Gil, en su libro “Recuerdo y presencia de Eusebio Fernández Ardavín” (33 Festival de cine de San Sebastián, 1965) decía de “Neutralidad”: “...más cerca del cine-documento que del cine-ficción, que es el que siempre había cultivado. No había gestos heroicos ni patrioteros. No había conflicto ni melodrama. Sólo sinceridad, nobleza...” Lo narrado en el film era el accidentado viaje del buque mercante “Magallanes”, bajo el mando del capitán a quien daba vida Jesús Tordesillas, auxiliado por el primer oficial, Ignacio (Jorge Mistral). Estamos en el año 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. El “Magallanes” zarpa, al inicio de la película, del puerto de Bilbao y a la altura de Finisterre recibe un SOS de una cañonera americana que ha sido torpedeada por un submarino alemán. El barco español recoge a los náufragos. Más tarde, Ignacio, que como es el galán de la película se enamora de una pasajera llamada Mónica (la italiana Adriana Benetti), que está en el barco para eso, descubre a un polizón (Manuel Luna, que vuelve a las andadas polizonas que ya le conocíamos de “La nao capitana”), un oficial francés al que Ignacio no denuncia porque resulta que ayudó en el rescate de un barco en el que viajaba su padre. Ya empieza a faltar espacio en el “Magallanes” cuando un día sus tripulantes divisan un bote con dos náufragos procedentes del submarino alemán que torpedeó a la cañonera de los americanos rescatados previamente. Muere uno de los alemanes como consecuencia de las heridas sufridas, pero el superviviente (Gerard Tichy) genera la suficiente tensión como para que la atmósfera en el “Magallanes” se haga bastante desagradable de respirar. Afortunadamente al final llega la Navidad, que no sólo no ocupa sitio, sino que además tiene el efecto de esparcir por toda la cubierta, desde la popa hasta la proa y de babor a estribor, amor fraterno y comprensión mutua (amén de villancicos) entre españoles, alemanes, americanos y franceses. Como apuntaba Rafael Gil, la ambientación es cuidadosa y convincente, lo que le valió al decorador Teddy Villalba el premio de su categoría profesional del Círculo de Escritores Cinematográficos de aquel año. El conjunto del film se vio beneficiado asimismo con uno de los premios del Sindicato Nacional del Espectáculo dotado con 150.000 pesetas y del asesoramiento del Estado Mayor de la Armada, de la colaboración de la Subsecretaría de la Marina Mercante, de la Compañía Trasatlántica, y de la Universal Pictures Company de Nueva York, además de dos asesores marítimos que contribuyeron a dar al filme la sensación de “verismo” que tanto impresionó a Rafael Gil, Juan Navarro Dagnino y Francisco Blanco Tabdade. La travesía de “Neutralidad” se inició en las pantallas el 30 de diciembre de 1949, en los cines Callao y Real Cinema de Madrid, poniendo fin a un año que, cinematográficamente había sido meramente de transición para Jesús Tordesillas, por mucho que le hubieran dado el mando de un barco en este último film. Además de “Vendaval” (una de las más flojas películas de Orduña) y “Neutralidad”, Tordesillas había obtenido un papel de protagonista en una película de Luis Marquina que no llegó a completarse, “En el nombre del padre”, que debió rodarse en los estudios CEA de Madrid y con Lina Yegros, Eduardo Fajardo, Nati Mistral, Nicolás Díaz Perchicot, Manolo Morán, José Jaspe, Ricardo Acero, Manuel Monroy, Julia Caba Alba, Casimiro Hurtado y Arturo Marín, en el reparto, sobre un guión de Antonio Guzmán Merino. La película que, producida también en 1949, en cambio y por desgracia para quienes participaron en ella, sí llegó a estrenarse (aunque ya en 1950, concretamente el 12 de enero, en el cine Coliseum de Madrid) fue una de las escasas realizaciones de Jaime de Mayora, “El sótano”. El fracaso del film fue sonoro, pues su exhibición suscitó un violento pateo del público, quien empujó a los dueños de la sala a retirar el film precipitadamente. Don Camilo aseguró a quien quisiera oírle que el boicot al estreno en el Coliseum lo organizó nuestro protagonista de hoy, Jesús Tordesillas, por aparecer en los títulos de crédito detrás del escritor, “un aficionado”. El caso es que en su escasa explotación posterior, las reacciones no fueron menos airadas. En cierto pueblo andaluz, el público protagonizó un conato de incendio de las butacas de la sala. “El sótano” nació de la creatividad de su director, argumentista y guionista, Jaime de Mayora, viejo amigo de los tiempos de la Facultad de Derecho de Camilo José Cela, quien colaborará en el film corrigiendo y afinando el estilo del guión y los diálogos, además de interpretando uno de los papeles, en una experiencia como actor a la que el literato era proclive y que su compañero de estudios no tuvo ningún reparo en satisfacer. Al lado de don Camilo (que hacía el papel del físico Loves), actores profesionales trataban de sacar adelante la película que tan mala acogida encontró en el público, y que podríamos catalogar de “drama psicológico” que estudiaba las reacciones y comportamientos de una serie de personajes que se refugian en un sótano durante un prolongado bombardeo. El film, que desarrollaba la acción en tiempo “casi” real, exploraba los grandes temas humanos que se suscitaban en una claustrofóbica situación límite. Así, Jesús Tordesillas se ocupaba de representar el elemento religioso al encarnar al padre Ramón (rol este, el de clérigo, para el que será cada vez más frecuentemente reclamado, en lo sucesivo), y Eduardo Fajardo encarnará al descreído periodista Juan Bell, hilo conductor de la historia (pues es él quien abre y cierra la acción). Encerrados con ellos, los distintos vecinos del inmueble ejemplificarán con sus comportamientos las distintas virtudes y vicios de la psicología humana, las luces del amor y las sombras del odio. Entre ellos encontramos a Elena (Paola Bárbara), a Eva (Maruja Asquerino), a un marinero (Roberto Font) al propietario de la finca (Alfonso Horna), a Enrique (José Jaspe) y a una juvenil Lola Gaos. Con la petulancia que le caracterizaba, Camilo José Cela se apresuró a aventar su fracaso personal con un estupendo artículo que publicó en “Arriba” el 17 de enero de 1950 y que tituló significativamente “Mi tercer pateo”, poniendo a salvo su abultado ego por el procedimiento de blasonar sus errores como incomprensiones de un público adocenado. De su amigo Jaime Mayora (que se formó cinematográficamente en la Alemania Nazi) aseguraba que se trataba “un director valiente, original y dueño de una técnica tan sabia como segura”. Suponemos que la “valentía” aludida por el insigne literato había sido la que le había permitido al director obsequiar al público con momentos tan inolvidables como el minuciosamente detallado vuelo de una mosca, incluido en “El sótano”. Y el ser dueño de una técnica tan segura debió ser lo que le hizo dejar el cine tras rodar sólo otra película (“Noche de tormenta”, que tardó cinco años en estrenarse) y dedicarse en lo sucesivo a la publicidad.

Grandes éxitos: Pequeñeces, Agustina de Aragón y Balarrasa (1950)

Con el final de la oscura década de los años cuarenta llegó para la carrera cinematográfica de Jesús Tordesillas el momento de máximo esplendor por lo que se refiere al éxito de las películas en las que intervino. Bajo contrato con la (en aquel momento) renacida CIFESA, que en 1950 había de estrenar sus películas más popularmente afortunadas desde los ya lejanos tiempos del binomio Florián Rey/Imperio Argentina. Así, en 1950, Tordesillas verá su nombre instalado en los repartos de tres títulos estrenados a lo largo del año: “Pequeñeces” (estrenada el 11 de marzo en el cine Rialto, donde permaneció 107 días), “De mujer a mujer” (cuyo estreno se verificó el 13 de septiembre en el cine Avenida, donde se mantuvo 14 días) y “Agustina de Aragón”, que estrenada en el cine Rialto el 9 de octubre se proyectó durante 98 días. El mismo año, además, se rodó “Balarrasa”, que había de ser una producción Aspa Films distribuída por CIFESA y cuya factura acabó siendo asumida por la empresa valenciana, en cuyo reparto el nombre de Jesús Tordesillas también figuraría en lugar destacado. De los cuatro títulos citados dejaremos para la futura tercera parte de esta entrada el de “De mujer a mujer”, por dos razones. En primer lugar, porque no casaría su inclusión en un epígrafe denominado “grandes exitos”, pues lo fue sólo mediano, y en segundo, porque lo incluiremos en un capítulo reservado a los films de Luis Lucia con presencia de Jesús Tordesillas.

Tras el rotundo éxito de “Locura de amor”, “Pequeñeces” representa un nuevo acierto que, en relación al precedente, supone un avance notable (al personal juicio de quien esto escribe) en ambición y logros. Visualmente, se beneficia de un mayor esfuerzo de producción que se hace evidente al espectador. Argumentalmente, al proceder la historia de una novela, en lugar de una obra de teatro, “Pequeñeces” dispone de una trama más compleja y variada, más rica en diversidad de registros, matices y situaciones que “Locura de amor”. La ambientación histórica en una época más reciente, muy visitada por la cinematografía norteamericana, permite al espectador encontrarse mucho más cómodo en los planos de “Pequeñeces”, en sus suntuosos decorados y escuchando su música, que en los más austeros muros de “Locura de amor”. En definitiva, un proyecto de una empresa, un director y un elenco artístico similares que, trataron de mejorar los buenos resultados anteriores.

Tal como se entendía el cine en 1950, parte decisiva del éxito de una película radicaba en las estrellas que la interpretaban. Por eso el fenómeno de Aurora Bautista (del que algo dijimos en una entrada anterior, la titulada “Aurora Bautista, heroína hispánica”) gravitaba en el mismo centro de “Pequeñeces”. Una historia ejemplarizante del padre jesuita Luis Coloma en la que se contaba el caso de Curra Albornoz (Aurora Bautista), mujer ligera casada con Fernando Luján (Juan Vázquez, en una creación sobresaliente de un tipo que sería su especialidad en el cine) el inoperante conde de Albornoz, una auténtico zoquete, glotón e irresoluto infeliz al que su mujer pone los cuernos con jovenzuelos a los que coloca de secretarios de su marido. El matrimonio tiene un hijo, Francisco Luján (Carlos Larrañaga, que desde “Serenata española” ha modificado su nombre artístico dándole al apellido de su padre la preeminencia), alumno ejemplar de un colegio jesuita que dirige el padre Cifuentes (Jesús Tordesillas). Se inicia la acción (que transcurre durante el reinado de Amadeo de Saboya, en 1872) con el solemne acto de clausura del curso en el colegio del padre Cifuentes. Francisco Luján es honrado con la distinción destinada al mejor alumno del colegio, lo que le llena de emoción, pero no puede ocultar a su compañero Alfonsito Téllez (José Luis Sanjuán) que algo le tiene apesadumbrado, y es que su madre no ha asistido, como prometió, a la ceremonia. Mientras, en los mentideros de la alta sociedad, Curra Albornoz irrumpe a tiempo para desmentir lo que en su círculo de amistades se asegura, que se ha atrevido a solicitar para ella el puesto de camarera de la reina, y para su actual amante, Juanito Velarde (Ricardo Acero), el secretario de su marido, otro puesto análogo en la corte. Los amigos de Curra, partidarios de la Casa de Borbón, están escandalizados, tanto el que lleva la voz (¡y qué voz, se trata de Ramón Martorí!) cantante, el marqués de Butrón, como la maliciosa Isabel (una muy atractiva Elena Salvador), la estirada Carmen Tagle (Rosario García Ortega), la fastidiosa Leopoldina Pastor (Maruja Asquerino), el zumbón Diógenes (Fernando Fernández de Córdoba), el pavisoso Gorito (Rafael Arcos), o el amanerado Tío Frasquito (Félix Fernández). Mientras, en el hogar de los Albornoz, el poseedor del título se enfrenta con un indignado Martínez (Juan Espantaleón), ministro de la gobernación, que no puede tolerar que Curra haya rechazado un nombramiento que había solicitado por escrito por lo que supone de menosprecio a la Corona. Curra consigue tener una entrevista con el ministro en el transcurso de la cual, consigue destruir las pruebas de su insolente petición por el sistema de arrebatar la carta al ministro de sus manos y arrojarla al fuego de la chimenea, que convenientemente había mandado encender a la fiel Miss Kate (María Cañete, otra vez al servicio de Aurora Bautista, como en “Locura de amor”). Esto provoca que el ministro se enfurezca terriblemente, hasta el punto de poner sus frondosas patillas en riesgo de prenderse fuego y que profiera amenazas inadecuadas para ser emitidas hacia una mujer. A todo eso, el pobre Paquito Luján ha llegado a casa con sus diplomas mientras se desenvolvían estas situaciones y nadie le ha hecho el menor caso, lo que le ha llevado a deshacerse en amargo llanto. El ministro Martínez recibe poco después un anónimo que le insta a registrar la mansión de los Albornoz con la seguridad de que encontrará en las habitaciones de la condesa pruebas de su deslealtad a la Corona sin sospechar que se trata de una trampa de la propia Curra. Afortunadamente, su agudo jefe de la policía (Manuel Dicenta) intuye el engaño, por lo que efectúa un cuidadoso registro, desdeñando las pruebas falsas y encontrando, en cambio, unas cartas auténticas que, sin revelar nada importante, permitirán a la prensa deslizar insidias sobre la condesa. Así sucede en las páginas del periódico “La bandera española”, firmadas por el articulista Rivero. Curra Albornoz empuja a su amante Juanito Velarde a batirse en duelo con el gacetillero, tomando la precaución de hacer que le entregue antes sus cartas. Sabe que Rivero es un buen tirador y que así se verá libre de su amante, que ya empieza a resultarle fastidioso. En un baile de sociedad, Curra Albornoz se entera del resultado del duelo. El médico (Manuel de Juan) ha certificado el fallecimiento de su amante en el enfrentamiento con el periodista y Curra no tiene ni una vacilación cuando llega a saberlo. Sólo ha transcurrido media hora de película y han pasado un montón de cosas. Pero “Pequeñeces” no ha hecho más que empezar. En la fiesta, el marqués de Butrón anuncia la caída de Amadeo, se avecina la instauración de la República y la aristocracia en pleno parte con destino a París. Allí entrará en acción el marqués consorte de Sabadell, Jacobo Téllez Ponce (Jorge Mistral), que llega a la capital del Sena procedente de Italia, tras haber desempeñado el cargo de embajador en Constantinopla, un vividor que abandonó a su mujer, Elvira, marquesa de Sabadell (Lina Yegros) y a su hijo, Alfonsito, ocho años atrás y que en el pasado (las cartas interceptadas por el jefe de policía eran suyas) tuvo una relación con su prima Curra Albornoz. Jacobo lleva consigo unos documentos en un sello lacrado destinados al duque de Aosta, su majestad Amadeo de Saboya, comprometedores para los que conspiran contra él, que le fueron confiados en Italia por unos sectarios comandados por un militar de alta graduación (Arturo Marín). Al llegar al hotel de París en el que se alojan los aristócratas españoles que forman el grupo de Curra, se entera por Diógenes de que Amadeo ya no reina en España y Jacobo opta por abrir el sobre y se entera así de que junto a las pruebas que condenan al marqués de Butrón hay también instrucciones para eliminarle a él en cuanto haya servido de correo, pues es tachado de “indeseable”. Sin dinero, ni un objetivo claro, se deja aconsejar por el volátil Tío Frasquito (quien se queda con los lacres del sobre abierto) en el sentido de que Curra Albornoz le puede ayudar dándole los cargos vacantes de secretario de su marido y amante suyo. Efectivamente, la pareja pronto retoma su antigua relación, haciéndolo de un modo cada vez más descarado en el despreocupado París. Curra hasta le regala a Jacobo la miniatura con su propio retrato que le había dado antes a Juanito Velarde (y que le hicieron llegar tras el fallecimiento de éste), una valiosa joya que Jacobo se apresura a mandar restaurar sustituyendo los brillantes buenos por unos de imitación. A esas alturas, el general Pavía ya ha hecho saltar la República en España. Los sectarios, ponen a un agente (Guillermo Marín) en la pista de Jacobo, a propósito de los documentos de los que se apropió. Jacobo, como no puede devolverlos, los utiliza para chantajear al marqués de Butrón, ahora que va a ocupar un ministerio en la Restauración. Con el dinero obtenido, Jacobo regresa a España junto con los Albornoz. En Madrid continúa sin alteraciones la vida licenciosa de la pareja de amantes, hasta que un día Paquito los sorprende juntos cuando precisamente iba a sorprender a su madre regalándole un ramo de camelias. El niño se siente muy decepcionado y escribe al padre Cifuentes para precipitar su regreso al colegio. Su madre se siente avergonzada por primera vez y, tras una entrevista con el jesuita que la deja “planchada”, accede a que su hijo se vaya con el cura. Tras el incidente, Curra Albornoz empieza a dejarse llevar. Bebe en exceso y se pone en evidencia, momento que Jacobo aprovecha para reanudar un ligue que había hecho en París, con una tal Monique (Sarita Montiel) que aparece en Madrid. Pronto se sabe en toda la ciudad que Jacobo se gasta con Monique el dinero que le saca a Curra. Una noche, en la ópera, durante la representación de “El barbero de Sevilla”, Curra sorprende las miradas que Jacobo lanza a un palco (en el que está Monique). Simultáneamente, a Jacobo le llega una nota del agente (que ha recibido orden de asesinarle) citándole. Curra cree que Jacobo ha ido a reunirse con su rival en el palco, pero realmente su amante ha ido a buscar los lacres que cedió al Tío Frasquito en un intento desesperado por salvar la vida, con la intención quizá de reconstruir el sobre lacrado. Pero los lacres han desaparecido de la colección del afeminado Tío Frasquito. Éste, que parece tener más facilidad para pensar que su guapo amigo, le sugiere, como último recurso, que trate de reconciliarse con su mujer, doña Elvira, la marquesa de Sabadell. Y le advierte que lo mejor para ello es entrevistarse con el padre Cifuentes (al que describe como “un jesuíta muy listo, al que no se le puede colar nada de matute”), que tiene un gran ascendiente sobre ella. Mientras Jacobo visita al padre Cifuentes y se entrevista con Elvira, que le pide como condición que le firme un documento según el cual no podrá administrar sus bienes, con lo que frustra las intenciones de su marido, Curra, acompañada de su amiga Isabel, busca a su amante, no hallándole en su casa (donde le recibe un criado al que da vida el entrañable Ángel Álvarez), por lo que, ni corta ni perezosa, se presenta en el domicilio de Monique con el pretexto de pedirle que participe en la tómbola benéfica y baile de disfraces que se van a organizar por la causa de la Restauración. Al despedirse, Monique, que se muestra muy segura de sí, y hasta desafiante, asegura a Curra e Isabel haberse sentido “muy honrada con su visita”, a lo que la primera replica rápida y certera: “Las honradas somos nosotras, señorita”. Jacobo, cada vez más desesperado, se presenta en el baile de disfraces tratando de recurrir una vez más a la condesa de Albornoz, la cual está que trina porque ha tenido que comprar por cinco mil pesetas en la subasta benéfica la miniatura que le había regalado a Jacobo y que, evidentemente, es lo que ha donado Monique. Jacobo es acosado por el agente enviado para matarle que está acompañado de un sicario. En su huida entra a refugiarse en una iglesia, en la que rechaza la confesión que le ofrece el cura (Fernando Aguirre). Más tarde, Curra da con él, pero por desgracia, también sus asesinos, que le matan en la calle, en presencia de su amante, la cual, al abandonar la escena del crimen, pierde en ella una estola de pieles. El suceso se comenta en todo Madrid, la prensa se hace eco y como se desconocen las causas del asesinato, las sospechas de la opinión pública recaen, sin fundamento, en Curra. Ésta trata de luchar contra el vacío que se le hace en la Alta Sociedad ofreciendo una fabulosa cena de gala, pero es un fracaso. No consigue que le acompañe ni su pobre marido (a pesar de que trata de engañarle quitándole importancia a sus dolencias) pues se encuentra enfermo. Los invitados pretextan cualquier excusa para no asistir y sólo se presentan Isabel y Leopoldina, sus “mejores amigas” que sólo acuden para cerciorase del desastre y, cínicamente, para “hacer una obra de caridad”. Curra las echa con cajas destempladas. También le dice al fiel y anciano mayordomo Germán (Nicolás Díaz Perchicot) que queme todas las cartas que están llegando, sin percatarse de que una de ellas es de Paquito (a pesar de que el fámulo trata de advertírselo). En la carta Paquito habla del nuevo colegio en el que está y de que van a ir de excursión al mar. En la desgraciada salida a la costa, una broma de uno de los compañeros de Paquito provoca que éste empuje al mar a Alfonsito Téllez (el compañero había dicho que éste había insultado a la madre de Paquito), lanzándose a continuación al agua para salvarle. Los dos mueren ahogados. Esta desgracia sacude a la hasta ese momento inconsciente madre, que se muestra muy arrepentida ante el padre Cifuentes , ante Elvira, la madre de Alfonsito y esposa de Jacobo (que la perdona, cristianamente) y, por último, ante el féretro de su hijo. Entonces, una voz celestial, la del difunto niño, le hablará manifestándole su alegría porque al fin “ha vuelto a ser buena”. Este final, con la voz de ultratumba de Carlitos Larrañaga hizo temer a la Subcomisión Reguladora de la Cinematografía, tal como expresaron en carta fechada el 11 de agosto de 1949, que “en lugar de conseguir emocionar al público no logre más que provocar la carcajada, lo cual sería lamentable desde todos los puntos de vista”. Tales aprensiones, que se concitaron ante la lectura del guión, no se vieron, increíblemente, confirmadas, pues lo cierto es que en el contexto de la película el momento funciona correctamente, lo que es un mérito extraordinario de Orduña, de Aurora Bautista, del fotógrafo Ted Pahle, del músico Juan Quintero y, en general, de lo acertado de las dos horas previas de película. Todos los aspectos formales y artísticos de “Pequeñeces” ayudan a hacer del film una obra de categoría excepcional en la que es difícil resaltar unos aspectos por encima de otros, pues si los decorados halagan al espectador con su suntuosidad, la música, siempre presente, acompaña con acierto las numerosas e intrincadas incidencias de la trama o a las características de los distintos personajes (así, por ejemplo, la música bufa que sigue las evoluciones del tontorrón conde de Albornoz). Todo el reparto actúa a un nivel extraordinario y se percibe claramente que Orduña disfruta exhibiendo a sus intérpretes, mimando sus actuaciones. Cierta tendencia suya a convertir sus películas en un mero desfile de luminarias no está presente aún en “Pequeñeces”, como tampoco lo estará en “Agustina de Aragón”, films ambos, sin embargo, en los que hasta los menores papeles parecen (y lo están en la mayoría de los casos) interpretados por primerísimos actores y actrices. La habilidad de los guionistas, Vicente Escrivá, Vicente Coello y Ángel A. Jordán se impone de modo que todo el conjunto revierte en beneficio del espectáculo por encima de la suma de las partes. En el futuro, Orduña no contará con un material tan sólido, pero ya hablaremos de ello en su momento. Por lo que toca a Jesús Tordesillas, se muestra muy seguro, muy cómodo y muy sólido en su interpretación del padre Cifuentes, una verdadera roca que, confrontada en sucesivas entrevistas, que articulan el film, con los endebles caracteres de los frívolos y díscolos Curra y Jacobo, no sufre lo más mínimo para respaldar con su superioridad moral la autoridad del clero en general, y de los jesuitas en particular, sobre los comunes (y pecadores) mortales. Parece sinceramente emocionado ante los logros de sus alumnos, en el comienzo del film, y honradamente interesado por los problemas de los irresponsables adultos que se le ponen por delante. Cuando describe ante Curra Albornoz la zozobra de su hijo, pronuncia la palabra clave, “pequeñeces”, de un modo tan significativo que hasta el espectador más adormilado tiene que prestar atención a su interpretación. Poco antes, mientras esperaba que se presentara la condesa, le hemos visto sorprender, sin querer, la portada subida de tono de un semanario. Al voltearla para evitar la pecaminosa visión, se encuentra con que la contraportada es aún más atrevida, por lo que, en un rápido gesto digno del mejor cine cómico silente, tapa la revista con su sombrero. Tal perfección en su cometido actoral probablemente sea la causa de que los papeles clericales menudeen en su carrera futura, alternándose con los del honorable anciano seglar. La incursión en la figura del villano, pese al acierto de “Locura de amor” se dará, en cambio, con mucha menor frecuencia.

“Pequeñeces” arrasó en el II Certamen Cinematográfico Hispanoamericano. Los premios Miguel de Cervantes fueron para Juan de Orduña, como mejor director, Aurora Bautista, como mejor actriz, mientras que Sigfrido Burmann obtuvo el premio a los mejores decorados. Vicente Escrivá, Vicente Coello y Ángel A. Jordán recogieron el premio honoríco por su adaptación de la novela del padre Coloma y, además, la película se alzó con el tercer premio de los del Sindicato Nacional del Espectáculo, y la sensacional Elena Salvador se llevó el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos por su brillantísima creación de Isabel, la amiga de lengua viperina de Curra Albornoz.

Por increíble que pueda parecer hoy, que nuestros más reconocidos directores tardan del orden de cuatro y cinco años en estrenar nuevo film, CIFESA puso en pantalla la siguiente epopeya de Juan de Orduña en sólo siete meses, un tiempo de gestación prematuro que dio como resultado la magnífica “Agustina de Aragón”, una producción que volvía a beneficiarse del poderío de la empresa valenciana, bien respaldada por la financiación estatal, que la calificó “de Interés Nacional” y le otorgó un premio del Sindicato del Espectáculo, y que fue refrendada por el éxito popular que antes cifrábamos en los días de permanencia en el local de estreno. Algo hablamos ya de este film (y de su protagonista) en la entrada-galería “Aurora Bautista, heroína hispánica”. A lo dicho entonces (y no olvidamos que fue mencionada también en la entrada dedicada a Valeriano Andrés), añadiremos hoy que esta espléndida película de aventuras y acción bélica (sobrecargada en exceso, eso sí, de soflamas patrioteras) funciona admirablemente a pesar de su carga ideológica, como sucedía con “Pequeñeces”. Los incidentes de tipo galante y social que constituían el entramado del film anterior eran sustituidos en “Agustina de Aragón” por trepidantes lances aventureros inscritos en un conflicto bélico, el de la Guerra de la Independencia contra el invasor francés. La majestuosidad de los salones, alcobas y suntuosas escaleras de “Pequeñeces” se veían así sustituidas por fragorosas batallas, galopadas y luchas encarnizadas. En ambos films, dominando el centro de la escena, Aurora Bautista, que ya había dejado para la historia del cine su Juana la Loca y que sumaba a tan notable logro dos personajes inolvidables más en un solo año, Curra Albornoz y Agustina Zaragoza Doménech.

“Agustina de Aragón” arranca con la recepción en palacio de una anciana Agustina, que va a recibir la solemne imposición de una condecoración de manos de Fernando VII. La recibe el general Torres (Jesús Tordesillas), ante una formación de alabarderos que le rinden honores. En los salones de palacio, ante reliquias de los Sitios de Zaragoza, la heroína inicia sus recuerdos de juventud, cuando se vio involucrada en la contienda por la Independencia de España. Se trata de un prólogo similar a los de otros films previos de Orduña, como el de “Misión blanca”, donde el anciano “Locura de Amor”, que se abre con una Juana la Loca anciana, o como el de “Serenata Española”, que también arranca con unos personajes envejecidos (los de Robert Brighton y Laura Salcedo) que dan paso a un largo flash back que constituirá el grueso de la acción. La peripecia de la joven Agustina da comienzo cuando da cobijo en su carruaje, durante el viaje que la llevará a reunirse con su futuro marido en un pueblo aragonés, al misterioso fugitivo (Fernando Nogueras) que huye de los franceses que le persiguen, poseedor de unos valiosos documentos para la causa de la Independencia. El desconocido cede los decisivos papeles a su benefactora y le pide que los entregue a Palafox (Fernando Rey) antes de morir. El coche de Agustina es detenido por los franceses, uno de los cuales, un oficial (José Bódalo) se fija en su belleza. Durante el trayecto conoce a la partida de Juan Roca (Virgilio Teixeira), que incluye a la pareja de amigos que forman el catalán “Escudella” (Fernando Sancho, curiosamente el único aragonés del reparto) y el maño Colás (Raúl Cancio), además del tío Jorge (Juan Espantaleón) y el padre Jacinto (Manuel Arbó). Agustina, tras entregar los documentos, llega a la casa de sus tíos, Francisco (Manuel Luna) y Pilar (María Cañete), a donde ha ido para reunirse con su prometido, Luis Montana (Eduardo Fajardo). Desgraciadamente, el futuro marido de la muchacha tiene un grave defecto, es un afrancesado que lee a Voltaire y no contento con eso, mantiene tratos con los que apoyan a Napoleón (Guillermo Marín) y a su hermano, José Bonaparte, a través del jefe de servicio secreto del emperador (Fernando Fernández de Córdoba). Tara semejante provoca el rechazo del tío Francisco primero y de la propia Agustina después, que pronto inclinará sus afectos hacia Juan, especialmente cuando éste la defiende del brutal intento de violación a que la someterá el oficial francés que la ha visto antes en el camino. Juan mata al oficial tras una violentísima pelea, lo que le obliga a esconderse un tiempo en los montes, cosa que hará tras despedirse de su madre (la siempre conmovedora Antonia Plana). En Zaragoza, el pueblo se ha hecho con las armas rebelándose contra las decisiones de las autoridades oficiales, atizado su fervor anti-francés por el coronel Torres y por la primera soflama de Agustina, poniéndose a disposición del general Palafox en la defensa de la ciudad contra el invasor. A partir de ese momento se suceden los asedios a la capital del Ebro. Unos generales franceses relevan a otros en la tarea de derrotar al tozudo pueblo zaragozano que, animado permanentemente por Agustina, superará todas las dificultades del sitio, sobreponiéndose a los cañonazos, el hambre y la peste. En el transcurso de los sitios, Luis Montana se redime asesinando al jefe de servicio secreto francés y Agustina se casa con Juan. Tanto Luis como Juan morirán defendiendo Zaragoza, así como otros muchos, entre cuyos decesos tendrá especial relevancia el del simpático “Escudella”, que expirará de manera monstruosa, llenando la pantalla de negra sangre en un encadenado deslumbrante. Al final, Agustina alcanza el paroxismo de la heroicidad en un climax irrepetible, de dimensión icónica, cuando, tras arengar por enésima vez a los últimos resistentes (un puñado de ancianos malheridos) dispara ella misma el cañón contra las tropas francesas. Como un bálsamo que sella la película, la heroína recibe la condecoración en el plano final, tan “elevado” como el último de “Pequeñeces”.

La labor de Jesús Tordesillas no presenta la misma relevancia que la que tenía en films anteriores de Orduña, algo perdido en la pléyade de personajes uniformados. Como lugarteniente de Palafox, el coronel Torres (al final, general) muestra un grado de heroicidad suficiente, pero el personaje no destaca demasiado en un reparto tan numeroso, en el que sumando los dos bandos, abundan los oficiales cargados de galones, botonaduras y charreteras. Así, Arturo Marín será el mariscal Lefevre, Juan Vázquez, el general Guillelmi, Miguel Pastor Mata, el general Lacoste, Adriano Domínguez, el emisario del ejército francés, Valeriano Andrés, otro oficial del ejército napoleónico, etc, etc … En papeles libres del peso del uniforme, destaca la presencia de Nicolás Díaz Perchicot, como un viejo ciego y del joven Eugenio Domingo, como su lazarillo. Con “Agustina de Aragón” y su multiestelar reparto se puso broche final a un tipo de cine. El maridaje formado por Orduña y CIFESA no conseguiría ya otro éxito semejante, ni otra película de equiparable magnitud. Asociándose, sin embargo, con el Vicente Escrivá de Aspa Films, CIFESA iba a conocer en muy poco tiempo otro gran éxito de taquilla mediante el estreno del film dirigido por José Antonio Nieves Conde, “Balarrasa”, protagonizado por uno de los talentos más inmensos que el cine español ha dado en toda su historia, Fernando Fernán-Gómez.

De “Balarrasa”, film estrenado en los primeros días de 1951, concretamente el 5 de febrero, en el cine Rialto, en el que permaneció 61 días, hablamos ya algo en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a Mario Berriatúa, que interpretaba en el film un papel, el del teniente Hernández, que con su muerte, que el protagonista , Javier Mendoza (Fernando Fernán-Gómez) interpreta que le estaba destinada a él, acciona el mecanismo de la conversión moral que lleva a “Balarrasa” a pasar de ser un juerguista vividor y tramposo a ordenarse sacerdote. En el hábil y adoctrinador argumento y guión de Vicente Escrivá, se nos presenta al protagonista como misionero, en el inicio del film, caminando en medio de la helada ventisca de una noche en Alaska, que viendo próximo su fin rememora su vida anterior. Esto da paso a un flash back, que representa la mayor parte del metraje, en el que se nos da una idea de su comportamiento durante la guerra, de cómo, por mediación del Destino, abraza la vida religiosa y de cómo el rector del seminario (Manuel de Juan, quien, curiosamente, siendo doblador, actúa con la voz prestada) le recomienda que, antes de ser ordenado, pase una temporada en su ambiente familiar normal, para asegurarse de la fortaleza de su vocación. Al reingresar en su hogar, Javier Mendoza se reencuentra con su padre, don Carlos Mendoza, y sus hermanos Fernando (Luis Prendes), Mayte (Rosa María Salgado) y Lina (Dina Stern), hallándolos instalados en una vida llena de vicio y perdición. También se reencuentra con la entrañable fámula Faustina (Julia Caba Alba, impecable como siempre) y con el veterano del frente Desiderio (Manolo Morán), que le guardará la lealtad que le tenía cuando estaba a sus órdenes, así como con sus compañeros de francachela, los del club deportivo que capitanea el personaje incorporado por José Bódalo. La influencia de Javier endereza el rumbo de sus descarriados familiares, haciendo que el padre siente cabeza y abandone sus timbas y copichuelas, que Mayte se deje de relaciones peligrosas y se prometa con el inocente y honrado Octavio (José María Rodero), y que Luis rompa con los delincuentes Mario Santos (Eduardo Fajardo) y Zanders (Gerard Tichy). En el desarrollo de tan notable labor reparadora, sólo habrá que lamentar una baja: Lina muere, hacia el final de la película, en un accidente de automóvil cuando se está fugando con su amante. Luego, con el resto de la familia cristianamente reconstituido, Javier podrá ordenarse sacerdote con toda solemnidad y, ya retomando el tiempo del inicio de la película, entregar su alma a Dios, sucumbiendo al rigor de la noche de Alaska.

El film, en el que todas las incidencias argumentales giran en torno a la figura de su omnipresente protagonista, contiene segmentos que serán revisitados en la inmediata “Séptima página”, de la que hablaremos en la siguiente entrega de esta entrada. Así repiten en gran medida sus roles respectivos de padre díscolo e hija desorientada Jesús Tordesillas y Rosa María Salgado, a los que hay que añadir que el papel de novio “bueno”, tímido y responsable en ambos films correrá a cargo de José María Rodero, que en las dos situaciones necesitará la intercesión de un tercero para conseguir el objetivo del favor de la guapa muchacha. También la presencia destacada de Luis Prendes en los dos títulos, tan cercanos, les confiere cierta resonancia. Y la siempre grata de Julia Caba Alba, que repite en ambos títulos el rol de criada uniformada. Por otra parte, una circunstancia muy particular concurre en el rodaje de “Balarrasa”, la cual aparece recogia en el espléndido libro de memorias de Fernando Fernán-Gómez “El tiempo amarillo”. Cuenta en sus páginas el gran actor y director que la película nació en principio como una producción “Aspa Films” que CIFESA se limitaría a distribuir, y que, como tal, inició su rodaje puntualmente y en unos decorados de corte realista, debidos a Antonio Labrada. En el curso de las filmaciones, el jefe de producción, Cuquerella, hombre de confianza de Vicente Casanova (presidente de CIFESA), que había asumido la producción de la película (aunque se mantuvo igualmente el rótulo de “Aspa Films” en los créditos), insistió en cambiar completamente los decorados, que se consideraban indignos del estilo suntuoso de la productora “Antorcha de los éxitos”, haciendo éstos pasaran a ser diseñados por el francés Pierre Schild. Así, con el retraso producido por la confección de los nuevos “sets”, el reparto cambió (por ejemplo, Eduardo Fajardo sustituyó a Alfredo Mayo) y hubo de emprenderse un nuevo rodaje, lo que en el caso de su protagonista, que aparecía mucho en pantalla, suponía interpretar de nuevo casi toda la película. La versión ofrecida por el director de “Balarrasa”, que se desprende de la larga conversación que constituye el cuerpo del libro “José Antonio Nieves Conde, el oficio del cineasta” (Francisco Llinás. 40 semana Internacional de cine Valladolid 1995) califica de “exagerada” la afirmación vertida por Fernán-Gómez, limitando la repetición de tomas a una semana de rodaje, la correspondiente a las escenas que se desarrollaban en el domicilio de la familia Mendoza, las cuales el decorador de Cifesa se encargó de llenar de espejos y jarrones. Otra anécdota de “Balarrasa” recogida igualmente en el libro de Fernán-Gómez hace referencia a la fuerte personalidad de la interesantísima María Rosa Salgado, quien, pese a su juventud, fue capaz de plantarse ante José Antonio Nieves Conde el primer día de rodaje, en un momento en el que el director le había pedido que “sonriera más abiertamente”, a lo que ella se negó en redondo, considerando que era ella quien decidía cómo debía interpretar a su personaje, saliéndose con la suya. Esta disciplina inusitada, máxime tratándose Nieves Conde de un director de trato más bien áspero (todo lo contrario que José Luis Sáenz de Heredia, que dispensaba en sus rodajes la cordialidad más exquisita), admiró mucho al disciplinado Fernán-Gómez, pese a no refrendarla. Nieves Conde, en el libro citado de Francisco Llinás también hace alusión al incidente, pero no entra en detalles y, de sus palabras parece desprenderse que prefirió dejar que la actriz pensara que se había impuesto en la confianza de que luego él acabaría seleccionando el plano que mejor le conviniera.

Jesús Tordesillas, el mismo año que había interpretado de forma harto convincente al heroico general Torres, y al moralizante jesuíta padre Cifuentes, componía en “Balarrasa” un papel, el de don Carlos Mendoza, de señor juerguista y amoral, sin más interés en la vida que el de inclinarse sobre el tapete con un mazo de cartas, vaciando rápidamente cuantas copas de licor se ponen a su alcance. Esta incorporación en una película que, a diferencia de las rodadas a las órdenes de Juan de Orduña, se inscribía con solvencia en la contemporaneidad, demostraba, por si quedaba alguna duda, lo que Jesús Tordesillas era entonces, un actor genérico de eficacia irreprochable y de brillantez intachable.

Epílogo a la segunda parte

En la siguiente entrega trataremos de concluir el repaso a la carrera profesional de Jesús Tordesillas. Nos detendremos entonces en sus repetidas colaboraciones con los directores Luis Lucia, Ladislao Vajda y Ramón Torrado, además de en sus incursiones en el cine de género, en los años sesenta, y repasaremos sus últimas apariciones, ya en su etapa de decadencia, en la estrecha parcela del cine español de los años setenta en la que le franquearon el acceso. En la prolongada andadura del actor Jesús Tordesillas, como hemos visto en el capítulo que se cierra aquí, algunos directores noveles contaron con sus servicios. La experiencia, en algunos casos, parece que dejó ingrato recuerdo en él, a tenor de lo que declaró a la revista Cámara en la entrevista publicada en su número 76, publicado el 1 de marzo de 1946. A la pregunta “¿Qué es lo peor del cine español?”, don Jesús contestaba sin dudar que: “Los espontáneos”. El entrevistador protestaba: “¡Que no estamos hablando de toros!” y don Jesús se explicaba: “Es que, en el cine, también hay espontáneos que saltan al plató a lidiar el toro del celuloide”. “Y los coge”, apostillaba el periodista. “¡Eso es lo malo! –remataba Tordesillas- ¡Porque si los cogiera sólo a ellos!... Pero la “cornada” viene a recibirla siempre el prestigo de nuestro séptimo arte.” (¿En quién estaría pensando don Jesús?)

En el mismo reportaje, Tordesillas aludía a lo que parecía una de sus obsesiones, la promoción y salvaguardia del “espíritu español”, una idea fija que creemos encontrar en su carrera artística y que, para el gusto de este burgomaestre, desluce los méritos de su buen oficio. Español hasta la ofuscación, embebido de esencias patrias, don Jesús contesta a la pregunta “¿Y qué es lo mejor del cine español?” con un desmelenado: “Lo mejor se produce cuando lo que se hace es eso: español”. Poco después, cuando el reportero le inquiere a propósito de qué actor le habría gustado ser en España y en el extranjero, de no ser Jesús Tordesillas, contesta que “Español, Ricardo Simó-Raso, el mejor actor que ha habido en el mundo”. Ante el silencio subsiguiente, el periodista insiste: “Ahora falta el extranjero”, a lo que nuestro protagonista replica: “No, no; perdone. Extranjero, ¡nunca! No quiero dejar de ser español ni en hipótesis.”

Un tipo de una pieza, este Tordesillas... (Continuará)

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