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domingo, enero 05, 2014

La inmotivada sonrisa de Elwood

Elwood McIntire pertenecía a esa especie de individuos, completamente odiosa, que aceptan todos los reveses de la adversidad con una perenne sonrisa prendida en los labios. Y no se trataba de una pose premeditada, sino su reacción natural a la desgracia. Cuando, por ejemplo, su mejor amigo truncó su primer amor de juventud, arrebatándole los favores de la dulce Patricia, una tarde, a la salida del Instituto, él admitió que su amigo debía ser mejor partido para el objeto de su pasión y que, en consecuencia, aquel era el orden idóneo de sus respectivas vidas sentimentales. Tampoco sintió el menor asomo de rencor cuando, años más tarde, tras fracasar en sus estudios y sin oficio ni beneficio, vio esfumarse la posibilidad de mantenerse en el negocio familiar, que prácticamente gestionaba él, en beneficio de su hermano menor, un tarambana que había dejado preñada a una atractiva demostradora de Tupperware y que era la debilidad de sus padres. Ni siquiera se disgustó cuando su familia le hizo saber que debía abandonar el domicilio común porque había que hacer sitio al bebé de sus hermanos y tuvo que abrirse camino en la vida sin amparo de ningún tipo. Elwood se encogió de hombros, hizo una pequeña maleta y se alojó en una pensión, donde se dedicó a estudiar las ofertas de empleo. No tardó mucho en ganarse unos cuartos para ir subsistiendo por el sencillo sistema de aceptar cualquier empleo modesto, ya que todos le parecían bien. Lo mismo le daba fregar platos, que barrer escaleras, que aparcar coches, que repartir folletos de propaganda, que pasear perros. Todo lo hacía sonriente y sin pagar tributo alguno a la amargura.
En los días en que Elwood desarrollaba la labor de vendedor a domicilio, llamaba a los timbres en la inocente convicción de ser siempre bien recibido. Y la expresión jovial de su rostro no se ensombrecía ni cuando le contestaban con alguna grosería, lo que sucedía, huelga decirlo, con harta frecuencia. Cuando le franqueaban la entrada, Elwood se mostraba dichoso y agradecido, tan feliz de ser aceptado en algún hogar, si quiera fuese temporalmente, que se sentía íntimamente dispuesto a regalar su mercancía y tenía que hacer un esfuerzo para recordar el coste de su alojamiento y no hacerlo.
-Señora mía, vengo a ofrecerle la versión de la Felicidad (con mayúsculas) que La Ciencia brinda por fin a la Humanidad. Fíjese bien en lo que le digo y contésteme a esta pregunta: ¿Por qué es tan difícil ser feliz?
La señora, que había hecho una pausa en la visión del magazine matutino para atender a la puerta y que tenía pendiente realizar algunas compras, contestó sin demostrar gran interés:
-¿Porque no hay bastante dinero para todo el mundo?
-Señora mía, la felicidad tiene muy poco que ver con el dinero. El dinero es indispensable para vivir, de acuerdo, pero la vida puede vivirse feliz o infelizmente… Míreme a mí, por ejemplo: soy un tipo vulgar, sin encanto ni talento, sin fortuna y sin ambición. Y soy feliz, pese a todo, porque me siento bien con lo que soy y lo que vivo. Este fenómeno llegó a oídos de un grupo de científicos que estaban reunidos en una convención en la que, casualmente, estaba yo contratado como camarero. Estudiaron mi cerebro en largas sesiones que se prolongaron durante seis meses. Y consiguieron capturar en un revolucionario sistema de circuitos integrados las conexiones neuronales que me permiten estar alegre en las peores circunstancias. Y he aquí –anunció Elwood destapando una bonita caja de baquelita- el casco en el que esas cumbres de la ciencia han conseguido sintetizar ese misterioso principio que hace feliz cada momento desagradable de la vida.
Elwood depositó en las manos de la señora un estrambótico casco dotado de un futurista visor  que, en realidad, se limitaba a friccionar las sienes y la nuca del usuario.
-¿Y cuánto cuesta esta maravilla? –preguntó la señora, deseosa de regresar frente a su televisor.
-¿Cuál es el precio de la felicidad? –repreguntó Elwood-. No me conteste. Es incalculable. Este aparatito, que le hará literalmente ver la vida de color de rosa, no le costará ni cien euros. Noventa y nueve con noventa céntimos. Una bagatela.
-Prefiero ver las cosas como son, gracias. Buenos días –repuso la reluctante señora devolviendo el asombroso casco a las manos de Elwood, al que empujó ligeramente en dirección a la puerta principal.
Elwood McIntire haciendo una demostración
Bajando las escaleras en dirección al piso inferior, donde se disponía a ofrecer de nuevo su milagroso artículo, Elwood pensaba en que su casco masajista podía no dar por sí mismo la felicidad, pero que no hacía daño (no demasiado, de hecho) y que, con un poco de sugestión por parte del usuario, bien podía ayudar a conseguir la ilusión de obtenerla. Este pensamiento bienintencionado acentuaba su expresión, por lo común ya beatífica. Así es como lo vio Elmore Albertson, que llevaba un rato apostado en el rellano de la escalera, con la expresión de desesperación pintada en el rostro y la actitud de alguien que otea el horizonte en busca de un paseante provisto de una cuerda con la que rescatar a su tierno hijito, quien pende de una ramita seca sobre un pavoroso abismo.
-Oiga, amigo –espetó Elmore al paso de Elwood-. ¿Quiere ganarse doscientos euros en diez minutos?
-¡Claro, amigo! –replicó Elwood, devolviendo el tratamiento-. ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¡¡No habrá que matar a nadie!!
-Ni mucho menos, es algo mucho más sencillo. Verá, yo soy hispanista, y necesito que se haga pasar por un colega mío delante de mi mujer. Le dije que iba a estar fuera este fin de semana porque tenía que dar unas conferencias sobre Benito Pérez Galdós y su obra. Como yo no conduzco y usted sí (o sea, mi colega ficticio), usted va a llevarme a Bristol, que es donde se celebra el “Meeting” sobre Galdós.
-Está bien, me gusta Galdós. Supongo que eso facilita las cosas –concedió Elwood, encogiéndose de hombros, sin otorgar la menor importancia al hecho de que jamás, en toda su vida, había oído un nombre tan largo ni tan raro.
-No es necesario que diga nada de Galdós, sólo recuerde que vamos a Bristol. Me llamo Elmore y usted se llama Tuttle, James Tuttle. ¿Podrá recordarlo?
-Si no dejamos que se enfríe el dato en mi mente, sí.
-Pues vamos allá. Vivo aquí mismo. Usted ha aparcado el coche en doble fila y tiene que salir a la carrera, pero, claro, le he insistido en que saludara a mi esposa, de la que nunca jamás me separo.
-Oiga, amigo Elmore, hay algo que no entiendo en esta historia… ¿Por qué no le dice la verdad a su esposa?
El hispanista miró al vendedor a domicilio con expresión de estar viendo un raro ejemplar de lémur.
-No importa -rectificó Elwood, abriendo los brazos-, usted sabrá.
Elmore abrió la puerta de su domicilio y habló hacia el interior:
-Querida, James está aquí, sal a saludarle. Apresúrate, tiene el coche en doble fila. Le van a multar.
Del interior de la vivienda surgió Patricia, el amor de juventud de Elwood. Éste, tras desempeñar como un consumado actor el papel asignado, salió del piso y regresó a los cinco minutos para enderezar su vida. Cuando el hispanista Elmore Albertson regresó a su domicilio conyugal, tras su fin de semana de adulterio en paradero desconocido, encontró una nota sobre el taquillón del vestíbulo: “Adiós, Elmore, me he ido con el amor de mi vida. Fdo: Patricia. PD: Espero que triunfaras con Galdós”.

Elwood continuó sonriendo desde entonces, convencido de que todo lo vivido le estaba,  por así decir, bien empleado.

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