Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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domingo, septiembre 01, 2013

“Dolores de cabeza al chilindrón en Líbano”

Un buen amigo mío sostiene que los dolores de cabeza serían un negocio boyante de poderse envasar y comercializar, ya que quien no los tiene se empeña en conseguir uno. Mi amigo, de desbordante imaginación, asegura que el sistema infalible para que nadie se resistiera a los encantos de un buen dolor de cabeza sería presentarlos cocinados de acuerdo con diferentes recetas. No cabe duda de que quien rechazara probar un dolor de cabeza encebollado o a la jardinera se sentiría tentado, en cambio, a degustar una buena jaqueca al chilindrón o en empanada (mental, por supuesto). A las múltiples ventajas de denegarse todo esfuerzo intelectual so pretexto de sufrir un dolor de cabeza, habría que añadir el placer gastronómico que, dada la naturaleza incorpórea del producto, nos permitiría mantenernos livianos en cualquier parte que lo tomáramos, livianos hasta en el Líbano, tierra que un día fuera de cipreses hasta que Occidente, brazo ejecutor de las ansias sionistas, y amparándose en su conocida cipresfobia interviniera devastadoramente. Livianos en Líbano, donde los ciudadanos sirios que pueden y que tienen algo que perder acuden a millares para resguardarse de la tormenta que se avecina sobre Damasco.
El nacimiento de los dolores de cabeza naturales ( o comunes, o tradicionales) suele darse en el hecho de que somos harto aficionados a transformar las cosas sencillas en cosas complicadas, alejadas de su verdadera naturaleza. Convertimos las películas (y las novelas, y las obras de teatro y los cantares de ciego, y hasta nuestro prójimo) en piezas de colección o en fragmentos de complejas corrientes de pensamiento o de carreras de autor; convertimos el azar en Destino, la fragilidad en Ley, el lugar donde naciste en algo tan estúpido como una patria, el amor en compromiso, el compromiso en contrato, la amistad en Deuda y la vida, en general, en una casi intolerable sucesión de obligaciones.
Ojos abiertos, ojos heridos
De nuestro cotidiano esfuerzo por hacer comprensible lo inaprensible nace la frustración madre de todos nuestros males. No se deben coleccionar películas (ni personas, sean estas amigos, amantes o simples convecinos) porque para ello las desnaturalizamos, las convertimos en algo clasificable (bien sea por géneros, por épocas, por autores o por el color de su carcasa)  y las moldeamos hasta deformarlas con tal de hacerlas encajar (a las películas o a las personas) en una metodología o en unos perfiles preexistentes. Y es humano que lo intentemos, pues así hacemos más aceptable lo que de otro modo sería continuo y desazonante asombro, pero es injusto (con las películas y con las personas). La complejidad de cada film (de cada persona), fruto de un sinfín de circunstancias confluyentes, no nos permite abrazarla con un simple lazo, ni enfundarlas en un estrecho sobre, ni aprisionarlas con un alfiler, ni encerrarlas en un marco de plata. Lo hacemos porque preferimos tener algo que decir y sentirnos cercanos a la sociedad  a permanecer mudos y alejados de ella. Porque al estandarizar nuestro conocimiento de las películas (y de las personas) creemos poder compartirlas, lo cual es, en realidad, imposible.

De Niro es La Motta que es Brando que es Terry Malloy
El cine, como la vida, está lleno de espejos que se multiplican: Mientras Luis Buñuel rasga el ojo del espectador en “Un perro andaluz” (1929), Lucio Fulci lo revienta en “Nueva York bajo el terror de los zombies” (1979). Un japonés, Akira Kurosawa, desencadena con su film de samuráis, “Yojimbo” (1961) , que un italiano con medios españoles (como Cristóbal Colón, 500 años antes) redescubra américa para los americanos, al reinventar el western en “Por un puñado de dólares” (1964). En 1980, Robert de Niro interpreta el papel de un exboxeador (Jake LaMotta) que, en una secuencia determinada de “Toro salvaje” (1980), ante un espejo, ensaya su interpretación de un actor (Marlon Brando) que representa el papel de un exboxeador en un film dirigido por Elia Kazan, quien, como Martin Scorsese en el caso de Robert De Niro, es precisamente el cineasta idóneo para su actor, momento mágico del cine en el que los espejos cubren cada ángulo visible e invisible, como un caleidoscopio. Y aún más: Charlton Heston en “El planeta de los simios” (1968), el mismo Robert de Niro en la antecitada “Toro salvaje”, Kirk Douglas en “Espartaco” (1960) y John Hurt en el papel de John Merrick en la dolorosa “El hombre elefante” (1980) repiten la misma frase, que resuena en cada uno de nuestros corazones: “Yo no soy un animal; soy un hombre”. Todas estas explosiones y destellos no se pueden aprisionar en los estrechos márgenes de una clasificación; las películas, igual que las personas, aunque unas y otras revelen parecidos y parentescos, se merecen permanecer en nosotros libres y sin marcar, tal como nos llegaron.