“Dolores de cabeza al chilindrón en Líbano”
Un buen
amigo mío sostiene que los dolores de cabeza serían un negocio boyante de
poderse envasar y comercializar, ya que quien no los tiene se empeña en
conseguir uno. Mi amigo, de desbordante imaginación, asegura que el sistema
infalible para que nadie se resistiera a los encantos de un buen dolor de
cabeza sería presentarlos cocinados de acuerdo con diferentes recetas. No cabe
duda de que quien rechazara probar un dolor de cabeza encebollado o a la
jardinera se sentiría tentado, en cambio, a degustar una buena jaqueca al
chilindrón o en empanada (mental, por supuesto). A las múltiples ventajas de
denegarse todo esfuerzo intelectual so pretexto de sufrir un dolor de cabeza,
habría que añadir el placer gastronómico que, dada la naturaleza incorpórea del
producto, nos permitiría mantenernos livianos en cualquier parte que lo
tomáramos, livianos hasta en el Líbano, tierra que un día fuera de cipreses
hasta que Occidente, brazo ejecutor de las ansias sionistas, y amparándose en
su conocida cipresfobia interviniera devastadoramente. Livianos en Líbano,
donde los ciudadanos sirios que pueden y que tienen algo que perder acuden a
millares para resguardarse de la tormenta que se avecina sobre Damasco.
El
nacimiento de los dolores de cabeza naturales ( o comunes, o tradicionales)
suele darse en el hecho de que somos harto aficionados a transformar las cosas
sencillas en cosas complicadas, alejadas de su verdadera naturaleza.
Convertimos las películas (y las novelas, y las obras de teatro y los cantares
de ciego, y hasta nuestro prójimo) en piezas de colección o en fragmentos de
complejas corrientes de pensamiento o de carreras de autor; convertimos el azar
en Destino, la fragilidad en Ley, el lugar donde naciste en algo tan estúpido como una patria, el amor en compromiso, el compromiso en
contrato, la amistad en Deuda y la vida, en general, en una casi intolerable
sucesión de obligaciones.
Ojos abiertos, ojos heridos |
De
nuestro cotidiano esfuerzo por hacer comprensible lo inaprensible nace la frustración
madre de todos nuestros males. No se deben coleccionar películas (ni personas,
sean estas amigos, amantes o simples convecinos) porque para ello las desnaturalizamos,
las convertimos en algo clasificable (bien sea por géneros, por épocas, por
autores o por el color de su carcasa) y
las moldeamos hasta deformarlas con tal de hacerlas encajar (a las películas o
a las personas) en una metodología o en unos perfiles preexistentes. Y es humano
que lo intentemos, pues así hacemos más aceptable lo que de otro modo sería
continuo y desazonante asombro, pero es injusto (con las películas y con las
personas). La complejidad de cada film (de cada persona), fruto de un sinfín de
circunstancias confluyentes, no nos permite abrazarla con un simple lazo, ni enfundarlas
en un estrecho sobre, ni aprisionarlas con un alfiler, ni encerrarlas en un
marco de plata. Lo hacemos porque preferimos tener algo que decir y sentirnos
cercanos a la sociedad a permanecer
mudos y alejados de ella. Porque al estandarizar nuestro conocimiento de las
películas (y de las personas) creemos poder compartirlas, lo cual es, en
realidad, imposible.
De Niro es La Motta que es Brando que es Terry Malloy |
El
cine, como la vida, está lleno de espejos que se multiplican: Mientras Luis
Buñuel rasga el ojo del espectador en “Un perro andaluz” (1929), Lucio Fulci lo
revienta en “Nueva York bajo el terror de los zombies” (1979). Un japonés, Akira
Kurosawa, desencadena con su film de samuráis, “Yojimbo” (1961) , que un
italiano con medios españoles (como Cristóbal Colón, 500 años antes) redescubra
américa para los americanos, al reinventar el western en “Por un puñado de
dólares” (1964). En 1980, Robert de Niro interpreta el papel de un exboxeador
(Jake LaMotta) que, en una secuencia determinada de “Toro salvaje” (1980), ante
un espejo, ensaya su interpretación de un actor (Marlon Brando) que representa
el papel de un exboxeador en un film dirigido por Elia Kazan, quien, como
Martin Scorsese en el caso de Robert De Niro, es precisamente el cineasta
idóneo para su actor, momento mágico del cine en el que los espejos cubren cada
ángulo visible e invisible, como un caleidoscopio. Y aún más: Charlton Heston
en “El planeta de los simios” (1968), el mismo Robert de Niro en la antecitada “Toro
salvaje”, Kirk Douglas en “Espartaco” (1960) y John Hurt en el papel de John
Merrick en la dolorosa “El hombre elefante” (1980) repiten la misma frase, que
resuena en cada uno de nuestros corazones: “Yo no soy un animal; soy un hombre”.
Todas estas explosiones y destellos no se pueden aprisionar en los estrechos
márgenes de una clasificación; las películas, igual que las personas, aunque unas
y otras revelen parecidos y parentescos, se merecen permanecer en nosotros
libres y sin marcar, tal como nos llegaron.
3 Comments:
Maravilloso Alquezar! Maravilloso. Jack
Gracias.
ninest123 12.26
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