¡¡Que viene González!!

No existe burla más eficaz que la que se vierte sobre quien pretendía infundir terror, porque supone revertir el efecto perseguido. Esto lo sabía como nadie Vázquez, el irredento caradura, el irreverente, el genial Vázquez. Nadie como él, que las había visto de todos los colores y las había pasado "morás", para hacer mofa de la autoridad, del que ejercía el poder con mano de hierro. Y no de una autoridad abstracta e inaprensible, sino de su amo y señor, el señor González, una especie de padrastro severo que le había acogido en su seno cuando, siendo un mozo casi imberbe había llegado de su Madrid natal a la Barcelona de 1948.
El humor de Vázquez fluye de la fresquísima fuente del perfecto sablista, que busca la complicidad del lector siendo más atrevido que nadie, más osado y más charlatán. Vázquez pone su cara de cemento armado en el primer plano de sus chistes y no tiene el menor recato en protagonizar en primera persona las chanzas más desahogadas. Así adopta en este caso la personalidad de Hermenegilda, para hacerle un corte de mangas con sonrisa sardónica incluida a la figura autoritaria del factotum de la editorial, Rafael González.
Imagínense ustedes el gustazo que podrían darse utilizando como diana del dardo de su humor a su propio jefe y poder publicarlo en una revista editada por él con una tirada de 200.000 ejemplares. ¡La desfachatez máxima! ¡El descaro supremo! ¡Ese es mi Vázquez!
Las viñetas están tomadas del DDT (3ª época) número 267 de 28 de agosto de 1972, de la historieta de las Hermanas Gilda "Un eco remolón". En ellas, Vázquez pone a Rafael Gonzalez a la altura del Hombre del Saco, o del Coco, o de cualquier otro espantajo, demostrando palmaria y públicamente que no sólo no le infundía ningún temor, sino que le provocaba la risa floja. Y no cree este burgomaestre que ello fuera una cuestión de falta de respeto, sino de la naturaleza intrínseca del dibujante. Del mismo modo que Ángel Síseñor era incapaz de decir a nada que no, Vázquez era incapaz de pagar una deuda o de tener miedo del amo, sencillamente, porque nadie podía ser su amo, ni pretenderlo.