Lady Filstrup (3ª época)
Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).
domingo, febrero 05, 2017
Mi relación
con el Séptimo Arte es larga y, en muy modesta medida, fructífera. Siempre, desde que tengo memoria, he sentido
una fuerte vinculación con esta manifestación artística que es, simultáneamente,
no lo olvidemos nunca, un espectáculo. No exagero si hablo de fascinación por
todo cuanto envuelve y sostiene el fenómeno del cine desde mi más tierna infancia.
Por
desgracia (o por suerte, o por mor del calendario, o por la inmisericorde
acción de la experiencia), el paso del tiempo provoca que la chispa inmortal se
encienda con cada vez menor frecuencia ante el estreno de una nueva película. La
ilusión por ver nuevas películas se convierte en experiencias excepcionales
como indeseado efecto de la acumulación de visionados. La ilusión es la madre
de la decepción, en muchos casos. Y en el caso de “La La Land” (Damien
Chazelle, 2016), la película responsable de estas líneas, es la madre y el
padre.
El
cine, desposeído de alma, es un artilugio de latón, un buñuelo lleno de viento,
una rima sin sentido, un fuego de artificio, una forma cara de perder el
tiempo. El cine que no conmueve, ni emociona, ni entretiene, es algo que te agrede, te agota, te incomoda, te
ocupa los sentidos en una actividad tan fútil como indigesta. Y eso, a mi
juicio, es lo que representa la
multi-archi-premiada “La La Land”, la película que ya ha hecho historia al ser
la que acumula más nominaciones a los premios de la Academia de las Ciencias y
Artes de Cine de Hollywood, nada menos que catorce. ¿Cómo es posible que un
musical con pésimos cantantes y bailarines, coreografía bochornosa, partitura
inane, cuyo argumento (cuyo arranque está copiado de "El único juego de la ciudad", plúmbeo film que cerró la carrera de George Stevens en 1970) carece de la menor pizca de interés, dotado de una pareja
protagonista que exhibe una ausencia total de química, arrastre a las salas a
millones de espectadores? Sólo hay una explicación plausible: el público acude
en masa a las salas porque se le ha dicho que va a ver la Octava Maravilla del
Universo. Y en lugar de encontrarse con King Kong, se encuentran con la visión
de Ryan Gosling y Emma Stone dando unos pasitos de baile como si participaran
en “Mira quien baila” y entonando unos gorgoritos sólo soportables en un tema
(que por desgracia se repite hasta la extenuación) y perfectamente insufribles
en el resto. Que el distinguido público
no sólo no sienta deseos de prender fuego a la sala sino que ni siquiera
reclame el importe de sus localidades nos demuestra hasta qué punto la
Humanidad ha perdido su capacidad reivindicativa en los últimos dos siglos.
La
responsabilidad de este atropello a la razón, de esta insensata tomadura de pelo,
recae sobre los críticos de cine, quienes, como cruzados que se arrodillan ante
el Santo Grial (con el difunto Graham Chapman a la cabeza, pongo por caso), han
certificado la excelencia de una película que, sin el fraudulento refrendo de
los premios cosechados en todos los certámenes y festivales del orbe (desde la A
hasta la Z), sólo provocaría enojo. Y es que, para un aficionado al cine medio,
alguien quien, a los largo de los años, haya disfrutado del cine de Vincent
Minnelli, Gene Kelly, Stanley Donen, Bob Fosse o Rouben Mamoulian (a quien cito
expresamente por “La bella de Moscú”), presenciar “La La Land” supone un
lastre, un incordio, una lata. Con lo cual, deduzco que los jurados que han
distinguido tan notablemente el film de Damien Chazelle (cineasta que ya dio
muestras de no estar precisamente sobrado de contenido en su anterior y
meramente efectista “Whiplash”) no han visto ninguna película musical anterior
a los horrores de Baz Luhrmann. Con la concesión de cada galardón a “La La Land”
se clava un clavo en el ataúd de la memoria del Cine. Y los críticos, empeñados
en proseguir con el sepelio (y quiero pensar que sin haber sido económicamente
incentivados para ello. Llámenme ingenuo), han invitado a unirse al funeral a
toda la población. Y para ello no han reparado en gastos de adjetivos, ni han
escatimado elogios, ni han encontrado parangón suficiente para ensalzar tamaña “Obra
Maestra”. Hasta a Schopenhauer han llegado a invocar (Luis Martínez, crítico del
diario el Mundo) en su afán de elevar insensatamente tan celebrado bodrio.
Sería triste si no resultara tan cómico.
Mi
chica y yo, como gran parte de la población cinéfila de nuestros días, vamos
cada vez menos al cine. Las dos últimas películas que hemos visto en una sala
han sido “Los odiosos ocho” (Quentin Tarantino, 2015) y “La La Land” (2016).
¿Le podría extrañar a alguien que no volvamos a poner un pie en un “local de
perdición” semejante? Afortunadamente, se reconcilia uno con el cine cuando,
como nos ha pasado recientemente, descubrimos
alguna joya de la Historia del Cine, como el film, producido en 1941, “The Devil
and Miss Jones” (dirigido por Sam Wood para la RKO). Una auténtica maravilla
protagonizada por Charles Coburn (verdaderamente inmenso), Jean Arthur
(sencillamente deliciosa) y un más que aceptable (por una vez) Robert Cummings.
En 1941, esta película, que nos ha cautivado 76 años después de su estreno,
compartió cartelera con naderías como “Qué verde era mi valle” (John Ford), “Ciudadano
Kane” (Orson Welles), “Casablanca” (Michael Curtiz), “La loba” (William Wyler),
“Bola de fuego” (Howard Hawks), “El sargento York” (Howard Hawks), “El halcón
maltés” (John Huston), ”Juan Nadie” (Frank Capra) o “Si no amaneciera”
(Mitchell Leisen) … Es comprensible que,
en cierto modo, “The Devil and Miss Jones” pasara inadvertida. Hoy, en cambio, una
perfecta nadería como “La La Land” arrasa con todo. ¿Vale como reflexión?
Superado
el disgusto de “La La Land”, este burgomaestre, que nunca ha pretendido ser nada
más que un mero aficionado (al cine, a la música, a la vida…) continúa en su
indemandada actividad canora, grabando cancioncillas que compone sin esfuerzo y
que sólo pretenden divertirle y dar testimonio de su amor por su chica. Con
permiso del respetable, adjunto el último Youtube. Disfrútenlo o súfranlo, pero
sean, en cualquier caso, benévolos en su juicio. Es la obra de un “amateur”...
jueves, septiembre 08, 2016
¿Por qué vivir en el infierno si disponemos del Paraíso?
Cada
día la vida nos brinda la oportunidad de tomar el camino del bien y de
alejarnos, en cada paso, del camino del mal. Y es tan fácil como no envidiar a
nadie, ni desearle ningún mal, tan sencillo como buscar la felicidad sin otro
propósito que procurar el bien ajeno. Esto no es un sermón, aunque lo parezca,
es sólo un recordatorio para todo quien lo quiera leer, que si se puede amar,
es preferible emplear nuestros alcances y energías en ello, en lugar de malgastar
tamaño caudal en la penosa ocupación de odiar.
Es
bueno amar y manifestar el amor. Compartir la carga de la existencia con los
demás con una sonrisa, ayudar y no herir, aprender de los errores, enseñar, sin
soberbia, lo aprendido. Hacer un mundo mejor es posible, basta con practicar la
máxima de obrar en conciencia, sin someterse a los dictados del rencor, ni de
la avaricia, ni de la crueldad, ni de la vanidad, sino atendiendo solícitos a la
llamada de nuestra conciencia. Todos tenemos una verdad particular y una
conciencia, que suelen andar en conflicto. Para que se haga la paz entre ellas,
debemos acercar nuestra verdad particular a la verdad absoluta.
Convivir
con la verdad no es fácil, pero convivir con la mentira es funesto.
Otra cancioncilla
mía, de amor, por supuesto, dedicada al amor de mi vida, María Ángeles, con
quien quiero envejecer despacio y feliz. Ojalá le guste a alguien. Está hecha con el corazón limpio y un micrófono nuevo, regalo de un buen amigo.
sábado, agosto 13, 2016
Tres años de vida...
Hoy
hace tres años que vi en persona a quien es el amor de mi vida, María Ángeles.
Ya estaba entonces enamorado de su alma y, desde aquel momento, también lo
estuve de su cuerpo. La consecuencia de aquel deseado y (en algún modo) temido
encuentro, fue empezar a vivir completamente, es decir, a alcanzar el
privilegio de aspirar a la felicidad, que no es otra cosa que vivir como un ser
humano. Entiéndanme, admito que es posible vivir sin amor, o con un sucedáneo
de él, pero eso lo deja a uno a un millón de kilómetros de la felicidad. Y la felicidad
puede estar tan cerca de uno como la persona amada, si uno está dispuesto a
hacerlo real.
Sea
como fuere, este burgomaestre que les habla (si es que hay alguien ahí con
deseos de escuchar todavía al “viejo chiflado en situación de retiro voluntario”)
empleó este medio que contiene este “mensaje en la botella” para hablar de
temas que eran importantes para él en ese momento, como mis queridos tebeos Bruguera
o mis entrañables actores españoles. Luego se permitió el lujo de obsequiar a
su menguada audiencia con relatos de su cosecha, cuya cualificación, en cuanto
a calidad literaria, dejo al compasivo criterio del amigo lector. Y desde la
publicación del último, este blog ha vivido un largo periodo de silencio en el
que nada más que amar, trabajar y, en suma, vivir ha ocupado el tiempo de quien
debía alimentarlo. Paradójicamente, ese silencio ha estado lleno de ruido,
porque este burgomaestre ha estado pergeñando canciones todo el tiempo, canciones
(hablamos de unas cincuenta), en su mayoría de amor, y en su casi totalidad
dedicadas a su adorada esposa, María Ángeles. Y como, recientemente, ha
empezado a ponerles videos caseros para ilustrarlas, aquí les puedo dejar, amigos
de Lady Filstrup, alguna muestra de ellas, abusando de su conocida e inveterada
paciencia.
·
https://youtu.be/WrWlw4ko668Wasting
time, making planes es una sencillísima balada sin estribillo, puente ni
adornos, algo autocompasiva y etérea, una mirada melancólica hacia una
trayectoria vital de medio siglo que termina felizmente a partir, de
precisamente, el encuentro que se produjo, tal día como hoy, hace tres años.
Todas las guitarras que suenan (regular o fatalmente) y todas las voces (peor
aún que regular y fatalmente) se deben a mi propio e ímprobo esfuerzo. Y esta
es una advertencia que sirve para todas las demás canciones.
· Call me
back to tell me es otra balada quizá
un poco menos etérea y con una pizca más de nervio, menos melancólica y algo
más enérgica. Es una canción de amor que se refiere a los “trabajos” que supone
mantener debidamente viva la consabida llama del amor y que incluye en su breve
y quizá extemporáneo puente una reflexión sobre las relaciones humanas.
·
I left my
home in Memphis es un tema
en clave country & western, compuesta (con el debido y reverencial respeto)
con Johnny Cash en mente. De formato standard, aporta un relato fabulado de la
vida del propio autor, trasplantado a las imágenes y localizaciones de los USA.
El video, tan casero y primitivo como los otros, contiene, además el lamentable
espectáculo de mi propia cara iluminada al estilo “coronel Kurtz”. Y déjenme
decirles que Brando lo hizo así para intentar disimular su gordura, lo que no
es mi caso…
Espero que les haya gustado algo de esta modesta galería
sonora y visual. Uno nunca ha sido, en esta vida, nada más que un “amateur”… en
todos los sentidos de la palabra. Y, francamente, no me veo, en los cincuenta
años de vida que me quedan, siendo ninguna otra cosa distinta.
martes, marzo 11, 2014
Rescatado del silencio
Algo le
estaba aplastando los nudillos. Abrió los ojos y no consiguió ver nada. La
oscuridad era absoluta. No podía percibir la menor diferencia entre tener los
párpados pegados o separados. Intentó moverse, pero tenía el torso, el abdomen
y las extremidades sujetos con correajes que le mantenían tendido sobre alguna
superficie. Cuando trató de gritar, pidiendo ayuda, encontró que tenía la boca
tapada con algún trozo de tela vasta o de cuero. Se concentró en su nuca y
espalda, tratando de discernir si estaba acostado sobre una textura blanda o
dura, si reposaba sobre un lecho o una tabla, una camilla, o un colchón, si
bajo su cuerpo habían depositado una sábana o la áspera extensión de un saco.
Tan pronto le parecía una cosa u otra. Sin ser capaz de dilucidarlo o de
decidir si le importaba o no, perdió la consciencia. Cuando la recobró, se
entretuvo en contar sus parpadeos, con la intención de intentar medir el paso
del tiempo. En tan absurda ocupación, fue sorprendido por el chillido de una
gaviota, que sonó nítido en medio de la oscuridad. Ese sonido le hizo pensar
que probablemente el sol estaba alto en el cielo, en algún lugar, fuera del
recinto oscuro en el que se hallaba inmovilizado. Entonces quiso entender por
qué estaba allí, saber quién le había reducido a tan lamentable estado y tratar
de aventurar cuánto más tendría que soportar aquella tortura. Y aunque procuró
concentrarse en estas acuciantes cuestiones, no sólo no logró resolverlas, sino
que, con creciente horror, tomó conciencia de una certeza espeluznante: no
recordaba quién era.
Desde
que había oído el grito de la gaviota, no podía precisar hacía cuánto, no había
vuelto a oír el menor sonido. A pesar de aguzar el oído tanto como era capaz,
durante lo que le pareció una eternidad, el silencio más rotundo, pesado como
el plomo, había sido la única compañía que poblaba la más espesa oscuridad.
Paulatinamente, empezó a escuchar con nitidez algunos ruidos que fueron
aumentando de volumen. En primer lugar, el sordo estruendo de su propia
respiración, a través de sus fosas nasales, al que no tardó en seguir el
torrente del curso de su saliva por su garganta, el retumbar de su corazón, el
latir de sus pulsos en muñeca y sienes y el rumor de sus órganos internos.
Cuando empezaba a distinguir claramente el aleteo de sus pestañas, un sonido
que se le antojó semejante al de un trueno estallando en un valle se superpuso
a todos los demás. Creyó que se trataba del roce de un cuerpo (o de parte de
él) que se removía contra alguna superficie cubierta de tela o paño. No parecía proceder de muy
lejos. Poco después, oyó otro roce similar, cuyo origen parecía encontrarse en
un punto algo más alejado. Pensó que no estaba solo en aquel lugar y que, con toda
probabilidad, había más personas en su misma situación encerradas allí. Otros
individuos, inmovilizados y mudos, había sido encerrados con él en aquella
oscuridad impenetrable. Quizá ellos supieran quién era él o, al menos, quienes
eran ellos. O quizá, simplemente, supieran cómo mover un ápice de su cuerpo.
Pensó que le gustaría comunicarse con ellos antes de morir.
“Yo no
quise estar aquí”, dijo una voz susurrante. “Nadie quiso”, contestó al cabo de
unos minutos otra voz. “Podéis hablar”,
pensó. “Todos necesitamos una guía en la vida”, afirmó con convicción una
tercera voz, que sonó más cerca que las otras. “Mi guía –continuó explicando la
tercera voz-, me la proporciona mi primo Eduardo. Él me sugirió que viniera a
este club”. “Me gustaría que nos conociéramos mejor”, contestó una cuarta voz,
que no especificó a quien se refería. Había oído cuatro voces de hombre que
habían sonado en la oscuridad. No podía reconocer ninguna de ellas, ni por
haberlas oído estaba un milímetro más cerca de recordar quién era él. Pero
celebraba no estar solo en aquella negra desesperación. Había perdido la
sensibilidad en los miembros inertes, pero albergaba la esperanza de que su
situación mejorara y que, quizá en poco tiempo, podría escuchar el sonido de su
propia voz, además del de los demás.
Ochenta
mil parpadeos después de haber oído “Me gustaría que nos conociéramos mejor”,
oyó una voz femenina que afirmó con extraña serenidad: “Visto por televisión,
el circo es deprimente”. “Les diré algo que muy pocos saben: los tobillos se
hinchan entre junio y marzo, los cabellos se rizan debido a las bajas presiones
y el amor llama a la puerta cuando estamos en el baño”, replicó una voz
nauseabunda, entre risitas. Sintió crecer la indignación en su pecho, como un
fuego abrasador. Dentro de aquel absurdo carrusel de declaraciones sin sentido,
aquella intervención le provocó un rechazo visceral. Estaba dispuesto a aceptar
todo tipo de intemperancias, pero hasta el disparate debía constreñirse a
alguna limitación. Deseó más que nunca poder sumarse al disperso coro de voces
inconexas, y hasta pensó en lo que constituiría su intervención: “Aquí hace
falta un buen aislante porque si no, se acabará filtrando la humedad”. Cuando hubo formulado mentalmente su
contribución al desquiciado debate de fantasmagóricas voces notó súbitamente
que le clavaban una cánula en una vena de su brazo derecho. Se durmió de
inmediato y soñó con una vasta extensión de terreno helado cubierta de
cadáveres de peces espada. Cuando despertó, notó que le habían liberado la boca
y emitió algo parecido a un graznido de triunfo. Al punto, oyó lo que le
parecieron centenares de voces airadas, un abigarrado crisol de expresiones
aleatorias, procedentes de otras tantas gargantas. Con la misma inmediatez con
la que se había iniciado, la tormenta de voces se detuvo. En medio del más
hermético silencio, sonó entonces una cálida voz femenina: “Creo que te quiero,
Bartolomé”.
Bartolomé
cerró los ojos. En el fondo de la estancia, en la que cientos de personas
respiraban en silencio, rumiando su desgracia, lamiéndose las encías entregados
a la desesperación más ácima, podía ver una pequeña luz roja, como un ascua.
Era una luz completamente aislada, que no lograba iluminar nada de su entorno y
que lo mismo podía estar situada a muchos metros, como Bartolomé suponía, o a
pocos centímetros de su nariz. Mientras la observaba con la escrutadora
atención de sus ojos velados por la oscuridad y los cerrados párpados,
Bartolomé no dejaba de escuchar, como un eco interminable, la voz femenina que
le había hablado por su nombre. Disipó de un soplido, como haría con un tenue
hilo de humo, la ridícula sospecha de que aquel nombre no fuera el suyo, de que
fuera de algún otro de los desgraciados que compartían su encierro o de que,
incluso, la mujer que lo había pronunciado ni siquiera estuviera dirigiéndose a
nadie de quienes allí se encontraban, sino que estuviera recordando a algún ser
querido del mundo exterior. Él era Bartolomé y estaba viendo, al fin, una luz,
al fondo de aquel infierno, una luz pequeña, roja y débil, como un ascua.
La
lucecita roja empezó a girar y a describir cambiantes trayectorias en el vacío
absoluto que la envolvía. Elipses sin sentido, irregulares, cambiantes y de
incierta geometría. Tan pronto se movía en frenético zig-zag, como ondulaba
majestuosa y serena. Se elevaba en elegante progresión hacia lo alto para
dejarse caer en vertiginoso picado. Bartolomé vio, en un determinado momento,
que la luz roja ampliaba su diámetro, sin perder ni ganar intensidad, hasta
invadir todo su campo visual. Abrió los ojos y se encontró, libre, en la calle.
Liberado
de sus ligaduras, con su memoria recobrada e intacta, Bartolomé caminó con paso
decidido a lo largo de una calle ajardinada. A sus oídos llegaba el sonido
familiar de los platos que se recogen después del almuerzo y la melodía de una
canción pop, procedente de una radio. Respiraba con afanoso deleite.Recordó un
día, en su juventud, en el que el frío le había invadido hasta herirle, otro
día en el que la vergüenza le estrujó el alma hasta ahogarle, una noche en que
se supo perdidamente enamorado, y una tarde interminable, de infinito
crepúsculo, en la que no tuvo ningún interés por llegar al día siguiente, ni
curiosidad por descubrir cómo sería. Estos recuerdos, que le hacían revivir
viejas sensaciones que habían permanecido aprisionadas, como él, golpeaban en
el corazón de Bartolomé con la contundencia de un mazo. Conforme llegaba al
final de la calle, donde le esperaba una encrucijada, Bartolomé caminaba con
paso cada vez más inseguro, hasta llegar a tambalearse. Recordaba todo lo que
había sido su vida, cada una de las cosas que le habían pasado, o las que él
creía haber vivido, incluso aquellas cosas que sabía indudablemente no haber
vivido jamás, pero sí soñado o imaginado. Se sintió profundamente enfermo,
incontrolado, como un alfeñique, un mequetrefe sacudido por un huracán. Se
sentó en el bordillo de la acera y se cubrió el rostro con unas manos
crispadas, de dedos largos y nudosos. Tenía los nudillos aplastados. Bartolomé pensó
que se cubría boca, oídos y ojos para no hablar, no oír y no ver, pero pronto
entendió que lo hacía para que no ser visto, ni ser oído, ahora que lo
recordaba todo. Y a continuación supo, con absoluta certeza, que nunca podría
separar las manos de su cara, que de forma indeleble, se le habían quedado
pegadas a ella. Un río de lágrimas comenzó a brotar de sus enrojecidos ojos,
discurriendo por entre sus dedos hasta desembocar, en cascada, sobre el
asfalto.
“Creo
que te quiero, Bartolomé”, dijo ella, desde detrás suyo. Y le separó sus manos del
rostro.
lunes, enero 20, 2014
Pablo y Juanita
A sus
tempranos trece años de edad, el rasgo de carácter que más definía a Pablo era
su capacidad para evitar los conflictos y su disponibilidad para complacer a
los demás. Criado por su tía Dolores en un hogar atestado de primos, había sido
obligado a aceptar un trabajo de mozo en el colmado de don Mateo con el que
sufragar su manutención. Sin el amparo de unos padres, Pablo se había
acostumbrado a convivir con sus familiares proponiendo su afabilidad y su
máxima disponibilidad como moneda de cambio para ser aceptado. La tienda de don
Mateo, conocida en todo el pueblo como “El velero” por su ventanal decorado con
una vidriera en la que lucía una imagen de un balandro que navegaba por
procelosas aguas, se ofrecía a Pablo como una posibilidad de prosperidad futura
y como un real refugio en el que pasar las horas activo y de forma provechosa.
Desde que ingresara a sus órdenes, tres meses atrás, Pablo no había dejado de
agradecer al cielo el buen corazón de su patrón, ni que le tratara de manera
humanitaria, disculpando sus torpezas y ofreciéndole siempre su ayuda y sus
sabios consejos. Don Mateo, por su parte, había tomado verdadero afecto a aquel
muchacho delgado de larguísimas extremidades y expresión inocente, dándole
enseguida la misma confianza que había escatimado siempre antes a todo el
mundo, en su solitaria existencia. Solterón empedernido, a don Mateo no se le
conocían relaciones sentimentales, ni familia cercana, por lo que la llegada
del chico a su vida, cuando ya frisaba la ancianidad, había venido revestida
del brillo de los acontecimientos trascendentes.
-Pablo,
hasta hoy nunca te había dejado solo en la tienda, pero creo que ya eres capaz
de hacerte cargo de todo y yo tengo que salir. Los miembros del club de caza
celebramos hoy nuestra reunión semestral y como debes saber ya, la mayor
distracción de un cazador consiste en intercambiar con sus compañeros el
alcance de sus proezas cinegéticas. Yo, como bien sabes, no tengo con quien
compartir mis experiencias en los vedados, por lo que esta es mi única
oportunidad para disfrutar del hecho de salir al monte a pegarle tiros a las
perdices y a las liebres. ¿Lo entiendes, verdad, mocoso? –preguntó don Mateo,
sonriendo con lo que él pensaba era una expresión de simpatía.
-Claro,
señor. Vaya tranquilo. A fin de cuentas, sólo falta una hora para cerrar.
-Sí,
pero quiero que hagas algo más. Mira, hace muchos meses que no limpiamos la
vidriera. He pensado que hoy cierres más temprano y que te dediques a
limpiarla. Nuestro velero parece gris oscuro, el sol no luce y el agua del mar
parece tinta china. Aquí te dejo dos trapos y un bote de limpiador. Asegúrate
de que las juntas de plomo quedan relucientes y el vidrio tan limpio que se
vuelvan a apreciar toda la gama de colores de nuestro reclamo. Nadie en el pueblo
tiene un escaparate tan bonito como el nuestro y eso es debido a que esta
tienda, que abrió mi bisabuelo y que ha seguido funcionando regentada por mi
abuelo y por mi padre, tiene esta vidriera que es una verdadera obra de arte.
Es una vergüenza que no la limpiemos más a menudo. Así que he decidido que de
hoy no pasa. Cierras dentro de quince o veinte minutos (dependiendo de que no
haya ningún cliente, claro) y te pones con los trapos a fregotear a fondo. No
te vayas a casa antes de que yo vuelva. Saldré un rato de la reunión para ver
qué tal te ha quedado. Si me complace el resultado quizá te aumente el sueldo.
Mientras
don Mateo hablaba, ante la absorta mirada de Pablo, había ido extrayendo los
trapos y el bote de limpiador de la trastienda y colocándolos sobre el
mostrador de nogal; también se había cubierto con su recio gabán, puesto los
guantes y tocado con su viejo sombrero de fieltro.
-Hasta
luego, Pablo.
-Hasta
luego, don Mateo.
A los
pocos minutos de la partida del patrón, el aprendiz interrumpió la tarea de
pasar el plumero por las latas de comestibles y las botellas de vino y de licor
(su ocupación habitual cuando no tenía que atender o almacenar alguna partida)
porque un ruido amortiguado le atrajo desde la trastienda. Encendió la luz
amarillenta y examinó la reducida estancia. “Seguro que es un ratón”. A Pablo
le gustaban toda clase de animales, siéndole imposible dejar pasar un perro por
delante de su tienda sin salir corriendo a acariciarlo, o terminarse su
bocadillo del almuerzo sin compartir las migas con los pájaros que revoloteaban
por el patio trasero. Pese al respeto reverencial que sentía por don Mateo, su
actividad cazadora hacía que naciera en su interior algo parecido a la censura,
tanto era su amor por los animales. El ratón, en efecto, estaba practicando un
orificio en un rincón de la trastienda y muy pronto, sin mostrar ningún signo
de preocupación, se presentó a la vista de Pablo.
“Parece
un ratón muy listo”, pensó el muchacho, examinando la expresión avispada del
roedor. “Seguro que podría amaestrarlo”. El ratón, que parecía mostrarse
enteramente de acuerdo, no exteriorizaba la menor intención de huir, por lo que
a Pablo le resultó muy sencillo capturarlo en una cajita de cartón. Entonces
sonó la campanilla de la entrada de “El velero”. Pablo salió precipitadamente a
atender al cliente. Era Juanita, la chica a la que amaba en silencio.
Juanita
era una niña unos meses mayor que Pablo, tan delgada como él, morena y de ojos
verdes, de corazón apasionado, llena de recursos y seriamente encaprichada con
el chico huérfano, al que trataba con artificial condescendencia.
-No
puedo creerlo, pequeño, ¿te han dejado solo en la tienda?
-Pues
sí, Juanita. Don Mateo confía en mí. ¿En qué puedo servirte?
-Bueno,
quería nata montada, si es fresca.
-Se ha
acabado, Juanita. La nata fresca, a estas horas, o se ha acabado o no está
fresca –añadió el muchacho, algo decepcionado por no poder complacer a su
amiga.
-Bueno,
pues me voy, es una lástima… Me apetecía mucho la nata –dijo girando la cabeza
para dar vuelo a su melena al tiempo de irse, como subrayando la gravedad de la
falta de Pablo.
-Espera,
Juanita. Tengo algo que quiero enseñarte –exclamó el chico, con cierta ansiedad
en la voz.
La
chica sonrió torciendo la boca con un mohín que ella sabía muy atractivo. Puso
los brazos en jarras para contestar, desde la puerta:
-Seguro
que es una tontería. ¿De qué se trata?
-Lo
tengo ahí, en la trastienda. ¿Entras conmigo?
Juanita
sonrió con malicia, interpretando como un desafío la propuesta de Pablo.
-¿Entrar
contigo en la trastienda? ¿Los dos solos? ¿No te da miedo?
Pablo
pensó que Juanita se estaba burlando de él, pero no era capaz de entender por qué,
tal era su inocencia.
-Vamos, entra conmigo. Verás que curioso…
La caja
de cartón que había contenido apenas unos minutos antes al ratón de expresión
vivaracha estaba ahora vacía y tenía un agujero que antes no tenía. Pablo supo
disimular a duras penas.
-Ahora
te enseño lo que te había dicho, Juanita, es que esta caja no la encontraba y
la he recogido porque don Mateo la estaba buscando.
-¿Y
para qué quiere una caja vacía con un agujero?
-Don
Mateo es muy maniático –inventó Pablo-. Su casa está llena de cosas inútiles,
cachivaches de todas clases que sólo él sabe para qué las quiere. Yo creo que
no se ha casado por eso.
-Ya,
ya… -replicó Juanita con sorna.
El caso
es que Pablo tenía que mostrar algo sorprendente a Juanita sin perder un minuto
y al alcance de su vista sólo encontraba cajas de legumbres, aceites, sacos de
arroz, de patatas, paquetes de galletas y vulgaridades semejantes. Y entonces
recordó los grandes sacos que se almacenaban en un armario empotrado en el
fondo de la trastienda.
-Esto
te sorprenderá, Juanita. Nadie lo ha visto nunca –anunció Pablo abriendo la
puerta del armario empotrado. En el interior, ocupando toda la superficie del
suelo, reposaban cuatro sacos llenos de cabello humano. La peluquería de al
lado de la tienda los recogía a diario y don Mateo se encargaba de separar los
cabellos por colores y se los vendía a un fabricante de peluquines.
-¿Qué
es esa asquerosidad, Pablo? –preguntó sin disimular su espanto la muchacha.-
¡Menuda porquería!
-Son
cabellos de ahorcados. Tienen propiedades mágicas… ¿No lo sabías?
-No
digas tonterías. ¡En este pueblo no ahorcan a nadie!
-¡Pero
es que estos pelos vienen de todo el mundo, Juanita: de Constantinopla, de
Singapur, de Pernambuco, de Sebastopol, de Nairobi, de Cincinatti…! –explicó
Pablo con vehemencia-. Don Mateo los recopila y los vende a precio de oro a
millonarios de todo el mundo que los utilizan para curarse de sus males. Son
medicinales.
-¿Y qué
se supone que hacen con ellos? ¿Una sopa? No te creo ni una palabra. Me estás
enfadando con esas bobadas, Pablo –Sin embargo, la chica no parecía enfadada,
sino divertida.
-Lo
siento, Juanita. Tienes razón –admitió enseguida el muchacho-. En realidad,
quería enseñarte un ratón, pero escapó.
-¿Un
ratón? –chilló Juanita horrorizada- . Debes estar loco. Odio los ratones
–proclamó la chica con semblante terminante-. Me voy, ya me has hecho perder
bastante el tiempo.
-Espera,
no te vayas enfadada… -suplicó Pablo, de veras apenado.
Entonces,
Juanita, con esa generosidad que da la superioridad femenina, deslizó una mano
por las mejillas de Pablo, y le apartó un mechón de pelo de la frente. Después,
sin pronunciar palabra, le besó superficialmente en los labios. Pablo, que
empleó un instante en recobrarse de la sorpresa, devolvió el beso con los ojos
cerrados. En apenas unos segundos, transcurrieron en aquella angosta trastienda
veinticinco emocionantes minutos. Al cabo de los cuales, Pablo se hallaba en lo
alto del séptimo cielo y Juanita, observándole desde arriba, magnánima. Con la
inmediatez con la que estalla un globo al ser pinchado por un alfiler, Pablo
cayó en la tierra:
-¡La
vidriera!
Más
aterrado por la posibilidad de incurrir en el desagradado de don Mateo, de
defraudar su confianza, que por el miedo a un castigo, Pablo se encontró
súbitamente transportado del más sublime goce a la más árida amargura.
-¡Es
horrible! ¡Tenía que haber limpiado la vidriera! ¡Don Mateo me matará! Era muy
importante que lo hiciera y lo he olvidado completamente.
Juanita
hizo caso omiso del sentimiento ofensivo que en el fondo le provocaba la
desesperación de su pretendiente, que tan pronto había olvidado los placeres que
le había procurado para concentrar su atención en cuestiones tan prosaicas como
la limpieza de un escaparate y cedió al impulso de piedad que le inspiraba
sinceramente la expresión angustiada del muchacho.
-No te
preocupes. Yo te ayudaré y terminaremos antes de que llegue. Pasaremos un trapo
y listos.
-¡Ya
viene don Mateo!-gritó Pablo, mirando calle abajo, por el escaparate opuesto al
que debía limpiar.
-Te he
dicho que te ayudaré, Pablo, no te preocupes. Yo siempre cuidaré de ti –añadió
Juanita con determinación.
La
muchacha salió de la tienda avanzando con zancadas firmes, tomó un adoquín
suelto del suelo y, desde el otro lado de la calle, lo lanzó contra la vidriera
que daba nombre al colmado “El velero”.
Juanita
y Pablo, por supuesto, terminaron casándose y vivieron felices juntos toda su
vida.
domingo, enero 05, 2014
La inmotivada sonrisa de Elwood
Elwood
McIntire pertenecía a esa especie de individuos, completamente odiosa, que
aceptan todos los reveses de la adversidad con una perenne sonrisa prendida en
los labios. Y no se trataba de una pose premeditada, sino su reacción natural a
la desgracia. Cuando, por ejemplo, su mejor amigo truncó su primer amor de
juventud, arrebatándole los favores de la dulce Patricia, una tarde, a la
salida del Instituto, él admitió que su amigo debía ser mejor partido para el
objeto de su pasión y que, en consecuencia, aquel era el orden idóneo de sus respectivas
vidas sentimentales. Tampoco sintió el menor asomo de rencor cuando, años más
tarde, tras fracasar en sus estudios y sin oficio ni beneficio, vio esfumarse la
posibilidad de mantenerse en el negocio familiar, que prácticamente gestionaba
él, en beneficio de su hermano menor, un tarambana que había dejado preñada a
una atractiva demostradora de Tupperware y que era la debilidad de sus padres.
Ni siquiera se disgustó cuando su familia le hizo saber que debía abandonar el
domicilio común porque había que hacer sitio al bebé de sus hermanos y tuvo que
abrirse camino en la vida sin amparo de ningún tipo. Elwood se encogió de
hombros, hizo una pequeña maleta y se alojó en una pensión, donde se dedicó a
estudiar las ofertas de empleo. No tardó mucho en ganarse unos cuartos para ir
subsistiendo por el sencillo sistema de aceptar cualquier empleo modesto, ya
que todos le parecían bien. Lo mismo le daba fregar platos, que barrer
escaleras, que aparcar coches, que repartir folletos de propaganda, que pasear
perros. Todo lo hacía sonriente y sin pagar tributo alguno a la amargura.
En los
días en que Elwood desarrollaba la labor de vendedor a domicilio, llamaba a los
timbres en la inocente convicción de ser siempre bien recibido. Y la expresión
jovial de su rostro no se ensombrecía ni cuando le contestaban con alguna
grosería, lo que sucedía, huelga decirlo, con harta frecuencia. Cuando le
franqueaban la entrada, Elwood se mostraba dichoso y agradecido, tan feliz de
ser aceptado en algún hogar, si quiera fuese temporalmente, que se sentía íntimamente
dispuesto a regalar su mercancía y tenía que hacer un esfuerzo para recordar el
coste de su alojamiento y no hacerlo.
-Señora
mía, vengo a ofrecerle la versión de la Felicidad (con mayúsculas) que La Ciencia
brinda por fin a la Humanidad. Fíjese bien en lo que le digo y contésteme a
esta pregunta: ¿Por qué es tan difícil ser feliz?
La
señora, que había hecho una pausa en la visión del magazine matutino para atender
a la puerta y que tenía pendiente realizar algunas compras, contestó sin
demostrar gran interés:
-¿Porque
no hay bastante dinero para todo el mundo?
-Señora
mía, la felicidad tiene muy poco que ver con el dinero. El dinero es indispensable
para vivir, de acuerdo, pero la vida puede vivirse feliz o infelizmente… Míreme
a mí, por ejemplo: soy un tipo vulgar, sin encanto ni talento, sin fortuna y
sin ambición. Y soy feliz, pese a todo, porque me siento bien con lo que soy y
lo que vivo. Este fenómeno llegó a oídos de un grupo de científicos que estaban
reunidos en una convención en la que, casualmente, estaba yo contratado como
camarero. Estudiaron mi cerebro en largas sesiones que se prolongaron durante
seis meses. Y consiguieron capturar en un revolucionario sistema de circuitos
integrados las conexiones neuronales que me permiten estar alegre en las peores
circunstancias. Y he aquí –anunció Elwood destapando una bonita caja de
baquelita- el casco en el que esas cumbres de la ciencia han conseguido sintetizar
ese misterioso principio que hace feliz cada momento desagradable de la vida.
Elwood
depositó en las manos de la señora un estrambótico casco dotado de un futurista
visor que, en realidad, se limitaba a
friccionar las sienes y la nuca del usuario.
-¿Y
cuánto cuesta esta maravilla? –preguntó la señora, deseosa de regresar frente a
su televisor.
-¿Cuál
es el precio de la felicidad? –repreguntó Elwood-. No me conteste. Es
incalculable. Este aparatito, que le hará literalmente ver la vida de color de rosa,
no le costará ni cien euros. Noventa y nueve con noventa céntimos. Una
bagatela.
-Prefiero
ver las cosas como son, gracias. Buenos días –repuso la reluctante señora
devolviendo el asombroso casco a las manos de Elwood, al que empujó ligeramente
en dirección a la puerta principal.
Elwood McIntire haciendo una demostración |
Bajando
las escaleras en dirección al piso inferior, donde se disponía a ofrecer de
nuevo su milagroso artículo, Elwood pensaba en que su casco masajista podía no
dar por sí mismo la felicidad, pero que no hacía daño (no demasiado, de hecho)
y que, con un poco de sugestión por parte del usuario, bien podía ayudar a
conseguir la ilusión de obtenerla. Este pensamiento bienintencionado acentuaba
su expresión, por lo común ya beatífica. Así es como lo vio Elmore Albertson,
que llevaba un rato apostado en el rellano de la escalera, con la expresión de
desesperación pintada en el rostro y la actitud de alguien que otea el
horizonte en busca de un paseante provisto de una cuerda con la que rescatar a
su tierno hijito, quien pende de una ramita seca sobre un pavoroso abismo.
-Oiga,
amigo –espetó Elmore al paso de Elwood-. ¿Quiere ganarse doscientos euros en
diez minutos?
-¡Claro,
amigo! –replicó Elwood, devolviendo el tratamiento-. ¿Qué es lo que tengo que
hacer? ¡¡No habrá que matar a nadie!!
-Ni
mucho menos, es algo mucho más sencillo. Verá, yo soy hispanista, y necesito
que se haga pasar por un colega mío delante de mi mujer. Le dije que iba a
estar fuera este fin de semana porque tenía que dar unas conferencias sobre
Benito Pérez Galdós y su obra. Como yo no conduzco y usted sí (o sea, mi colega
ficticio), usted va a llevarme a Bristol, que es donde se celebra el “Meeting”
sobre Galdós.
-Está
bien, me gusta Galdós. Supongo que eso facilita las cosas –concedió Elwood,
encogiéndose de hombros, sin otorgar la menor importancia al hecho de que jamás,
en toda su vida, había oído un nombre tan largo ni tan raro.
-No es
necesario que diga nada de Galdós, sólo recuerde que vamos a Bristol. Me llamo
Elmore y usted se llama Tuttle, James Tuttle. ¿Podrá recordarlo?
-Si no
dejamos que se enfríe el dato en mi mente, sí.
-Pues
vamos allá. Vivo aquí mismo. Usted ha aparcado el coche en doble fila y tiene
que salir a la carrera, pero, claro, le he insistido en que saludara a mi
esposa, de la que nunca jamás me separo.
-Oiga,
amigo Elmore, hay algo que no entiendo en esta historia… ¿Por qué no le dice la
verdad a su esposa?
El hispanista
miró al vendedor a domicilio con expresión de estar viendo un raro ejemplar de
lémur.
-No
importa -rectificó Elwood, abriendo los brazos-, usted sabrá.
Elmore abrió
la puerta de su domicilio y habló hacia el interior:
-Querida,
James está aquí, sal a saludarle. Apresúrate, tiene el coche en doble fila. Le
van a multar.
Del interior
de la vivienda surgió Patricia, el amor de juventud de Elwood. Éste, tras desempeñar
como un consumado actor el papel asignado, salió del piso y regresó a los cinco
minutos para enderezar su vida. Cuando el hispanista Elmore Albertson regresó a
su domicilio conyugal, tras su fin de semana de adulterio en paradero
desconocido, encontró una nota sobre el taquillón del vestíbulo: “Adiós,
Elmore, me he ido con el amor de mi vida. Fdo: Patricia. PD: Espero que
triunfaras con Galdós”.
Elwood
continuó sonriendo desde entonces, convencido de que todo lo vivido le estaba, por así decir, bien empleado.
martes, diciembre 31, 2013
Cinéfila novedad editorial para 2014
La prestigiosa
Editorial Claqueta se complace en presentar a un ávido público lector su nuevo
lanzamiento, “Novísima teoría del cine”, escrito por Juan Gorrión y Juan Carlos
Alquézar. A modo de muestrario, les ofrecemos los siguientes fragmentos
seleccionados del inmortal texto, que va a dar un nuevo y definitivo giro a
todo aquello que, hasta la fecha, cabe considerar la concepción vigente del
Séptimo Arte. Lean sin hacer muecas, por favor.
“A
menudo los productores o la censura obran benefactores prodigios. En España, la Censura oficial corrigió el
título original del primer largometraje exitoso de Carlos Saura, “La Caza del
conejo”, por considerarlo pecaminoso (e irrespetuoso con los roedores),
dejándolo reducido a su versión definitiva, tan conocida como reconocida. De
manera similar, en 1915, los productores de la obra maestra de uno de los
padres de la Cinematografía Mundial, D. W. Griffith, le convencieron de que
diera un nuevo giro a su film, recortando el título original “Intolerancia al
gluten” por el que es de todos conocido y con el que se hizo inmortal, sin
apenas alterar unas pocas líneas del guión.”
“Todo
el cine importante producido desde 1977 debería haber sido protagonizado por
Nick Nolte. Sin lugar a dudas, habría sido un protagonista mucho más creíble y
convincente en, por ejemplo, “Los puentes de Madison” (aunque, seguramente,
habría que haber dado un giro radical al desenlace de la película) y en “Blade
Runner” (Harrison Ford parece demasiado estúpido para entender una palabra del
monólogo final). Habría sido difícil que protagonizara “El color púrpura”,
pero, en resumidas cuentas, nos estamos refiriendo a películas realmente
importantes…”
“Los
hermanos Coen se quitaron la “H” como homenaje a Harpo Marx, puesto que era
muda, como él.”
“Todos
los directores realmente geniales dejan de serlo en el momento en el que toman
consciencia de ello. Pasan a ser estomagantes. ¿Ejemplos? Orson Welles, David Lynch, Federico
Fellini, Pedro Almodóvar, Wong Kar Wai, Mariano Ozores…”
“En el manuscrito original de la entrevista que Ingmar Bergman
concedió a Andrew Sarris en 1972, recientemente hallado, hemos podido rastrear
algunos párrafos tachados que nunca vieron la luz. De su lectura se deduce que
toda la carrera del colosal director sueco puede considerarse, en el fondo, un
homenaje permanente a la figura de los Hermanos Marx. Esta sorprendente
revelación fue expresada, sin dejar lugar a la sombra de una duda, por el director
de “El séptimo sello” mediante las siguientes palabras:
-Todavía vivía en Uppsala cuando vi el primer film de los Hermanos
Marx. Se trataba de “Cocoteros”. Me hizo pensar en frutas y decidí en aquel
momento que si algún día dirigía películas, una de ellas llevaría por título el
nombre de alguna fruta. Como los Marx eran tan irreverentes, hice más evidente
la referencia al añadir el adjetivo “salvajes” a mi título original: “Fresas”.
Nadie captó el guiño. Después decidí hacer mis homenajes a los Marx en forma
más individualizada, y dediqué mi film “El rostro” a Chico, del que sabía que
era un caradura consumado. Tampoco nadie advirtió la alusión. Unos años
después, dirigí “El silencio” con la única intención de que la figura de Harpo
Marx fuera debidamente admirada en los festivales de cine más prestigiosos y
por la crítica más sesuda, pero, inexplicablemente, nadie asoció a Harpo con mi
película. En un futuro, como reconocimiento al hermano Marx que considero más
gracioso, pienso rodar un film titulado “Funny y Alexander”. Veremos si
entonces alguien cae en la cuenta…. Aunque no tengo demasiadas esperanzas.
Yo creo que el cine entero debería estar al servicio de una
buena causa. Para mí, reivindicar la figura creativa de los Hermanos Marx
justifica plenamente mi carrera y le da un sentido que, de otro modo, no
tendría. Mi prima, Ingrid Berman, se puso de su parte cuando la Warner Brothers
trató de denunciarles por utilizar la palabra “Casablanca” en su film “Una
noche en Casablanca”. Ya es sabido que Groucho replicó advirtiendo a los
Hermanos Warner que ellos llevaban muchos más años siendo hermanos y que, por
lo mismo, podrían demandarles a su vez. Lo que no les recordó (y sí hizo mi
prima Ingrid en una postal que me mandó para felicitarme por mi vigésimo octavo
cumpleaños) es que la Warner había copiado a Groucho para crear a su conejo
Bugs Bunny en 1938, tomándole prestado su parloteo, su sarcasmo y el puro, que
adoptaba, a la sazón, forma de zanahoria.”
“Lawrence de Arabia iba a ser interpretada originalmente por
Marlon Brando, pero David Lean no encontró un dromedario lo bastante fuerte
para aguantarle sobre su joroba. Luego le ofreció el papel a Laurence Olivier,
pero éste rehusó alegando que el polvo del desierto le secaría el cutis. El
siguiente elegido fue Rock Hudson, quien estaba encantado de cambiar a Doris
Day y a Jane Wyman por un camello, pero era demasiado alto para pasar por la
puerta de Damasco sin agacharse, lo que le restaba prestancia. Probaron
entonces con Mickey Rooney, pero comprobaron, al hacer la prueba de vestuario,
que daba la sensación de ser un bebé envuelto en una toalla. David Lean estaba
tan desesperado que incluso le hizo pruebas a Ronald Reagan, Walter Brennan,
Lon Chaney Jr., Julián Mateos y Louis de Funés, sin terminar de ver a ninguno
de ellos adecuado para el papel. No quedó ahí la cosa: Robert Mitchum tan
siquiera llegó a ponerse el turbante, Dean Martin declinó el honor y Sammy
Davis jr. , que pasaba por allí, se ofreció, pero su propuesta no fue aceptada
por problemas de agenda. Frank Sinatra declaró a la prensa estar dispuesto a
interpretar a Lawrence siempre y cuando le dejaran cantar “Pennies from Heaven”
al cabalgar hacia Aqaba. Sólo entonces, cuando la desesperación cundía en el frágil
corazón del director de “Breve Encuentro” alguien le sugirió a Peter O’Toole
para el rol. “Se parece un poco”, alegaron, “y parece un tipo pulcro y educado”.
“Está bien, contestó Lean, ya me da todo igual. Que venga O’Toole”. Y así fue
como el protagonista de “Lord Jim” entró en la Historia del Cine”.
“El mejor director de películas musicales de la historia es
Francis Ford Coppola.”
“¿Por qué nunca sabemos qué decir de Jack Lemmon? Porque
Jack Lemmon es un recipiente en el que cabe cada uno de nosotros.”
Editorial Claqueta les desea un feliz y venturoso 2014,
lleno de amor, humor, cine, sexo y rock ‘n’ roll.
domingo, diciembre 15, 2013
“Las fatigas de Don Cunegundo” o “La casquivana Mariana”
Mediados del siglo XIX. Saloncito cursi. Don Cunegundo y su fámulo, Don Brígido parlamentan asuntos de máximo interés y trascendencia. Suena una opereta en un gramófono, hasta que Don Cunegundo le descerraja un tiro de pistola y la música cesa bruscamente.
Don Cunegundo: ¿Vienes dispuesto a explicar por extenso
lo
que mi dignidad exija,
y
en relación a mi hija,
aplacar
mi desazón inmenso?
Don Brígido: haré cuanto pueda, don Cunegundo
por
restituir tu fe en el mundo
sin
faltar por ello a la verdad
Don Cunegundo: hazlo con celeridad
Don Brígido: Pues verá, sé, pues lo vieron mis ojos,
Que
en la posada de “Los hinojos”
Su
hija doña Mariana
Ganó
fama de casquivana
Por
dar cumplimiento a sus antojos
Con
hombres de toda lana
Don Cunegundo: Habladurías son eso que relatas
¡Hechos
quiero, y no peroratas!
Cuenta,
di, lo que viste, y sin adornos
Que no están
los bollos para estos hornos.
Don Brígido: A ello voy, don Cunegundo,
Sin perder un
segundo.
Son para mí
los chismes repelentes
Que ahuyento
de mi lado iracundo
Desoigo los
rumores de las gentes
Y sigo mi
camino por el mundo.
Pero lo
tocante a su Mariana
Despertome la
curiosidad más sana
Y llevome a
investigar el fundamento
De tanta bola
y tanto cuento.
Así, pareciome
el otro día oportuno
Apostarme muy
tuno,
Campo a
traviesa,
Al paso de la
calesa
Y sin reparo
alguno.
Cuando el
carruaje ante mí pasó
Y la figura de
Mariana distinguí
A la trasera
del coche me prendí
Y de polizón
su hija me llevó.
Antes de con
mis huesos dar
En el
pavimento frontero
al mentado
lupanar
Reconocí por
entero
A Don Diego
Manchón y Piñatas,
Un galán feo y
soltero
Seductor de
niñatas,
Que se
acomodaba ufano
Junto a la
hija de vos
Fumando un
cigarro habano
Que, por
cierto, le dio tos.
Don Cunegundo:
¡Ah, pero…¿fumaba el bellaco?
Don Brígido: Sí,
mi señor, ¡…tabaco!
Don Cunegundo:
¿Y qué pasó entonces, Brígido?
¿Descendieron de la carroza?
¿Besó don Diego a la moza
o quedóse el galán rígido?
Don Brígido: Acompañole un trecho
y
albergo en mi pecho
cierta
sospecha
de
que compartieron lecho
en
compañía estrecha
Don Cunegundo (aparte):¡Mi reputación, maltrecha!
¡Mi
blasón deshecho!
Don Cunegundo
(tratando de rechazar la horrible verdad): Entonces… ¿Viste?
Don Brígido:
…………………Vi
Don
Cunegundo: ¿Y sorprendiste?
Don Brígido:
…………………Sí
Don
Cunegundo: ¿Y blasonó Mariana?
Don Brígido:
Hasta la mañana.
Don
Cunegundo: A ver como caso ahora
A esta hija
pecadora…
A esta vástaga
traidora!
A la que espera
en Zamora
Un señor de
Calahorra.
Don Brígido:
¡Atiza! ¿Tenía Mariana, acaso
Un pretendiente formal?
Don Cunegundo:
En efecto, estaba a un paso
de entregarla
a un carcamal
Don Brígido: Pues entonces, en
ese caso,
Y
aunque a usted le parezca mal
Se impone un
retraso
En el acta
matrimonial.
Don
Cunegundo se da a la desesperación y deambula por el escenario agitando los
brazos hacia el cielo. Se lamenta y se mesa las barbas. Se detiene en medio del
escenario y blande el puño contra la adversidad.
Don Cunegundo:
Adiós al enlace con el de Calahorra,
Una boda ventajosa que se va a la porra
Por culpa de
la casquivana
De mi querida
Mariana,
La muy tonta
del bote!
Don Brígido:
¿Pero llevaba Mariana dote? (Don Cunegundo asiente)
Don Brígido:
Pues piense usted en lo que se ahorra
¡y olvide al de Calahorra!
FIN
domingo, diciembre 08, 2013
El suspiro del coleccionista
Había
pasado los últimos cien años recopilando suspiros de todo tipo en pequeñas
botellitas. Los ordenaba, los clasificaba, los exponía, los compartía con
amigos y conocidos… Cien años de suspiros ocupan una gran cantidad de espacio y
en casa de Laureano apenas había lugar para nada más. “Antes de vivir otros cien
años, se dijo el día que cumplía la centuria, debería desprenderme de algunas
muestras de suspiros, o buscarme una casa más grande”. Y después de comerse su
trozo de tarta de cumpleaños y de encerrar a sus perros, salió en busca de un
lugar en el que poder almacenar más botellitas de suspiros.
Mientras
caminaba por las calles de su ciudad, una de esas ciudades en las que la gente vive
la mayor parte del tiempo bajo el asfalto o haciendo cola para pagar con tarjetas
de plástico, Laureano repasaba los innumerables meandros de su fabulosa colección.
“Mis suspiros favoritos son los que nacen de la ilusión. Contienen una sospecha
de tono rosado. En el otro extremo de mi aprecio están los suspiros de
fastidio, que son fácilmente confundidos con vulgares bufidos. Entre unos y
otros, hay suspiros de satisfacción, que certifican la dicha instantánea, y
también suspiros de ansiedad, de impaciencia, de ensoñación y de renuncia, de
pereza, de tristeza y de soledad. Hay tantos suspiros como anhelos y cada
persona produce un único e irrepetible género de suspiro. Los hay perfumados,
etéreos, cálidos y gélidos. Los hay mudos, sonoros y en blanco y negro y color,
como las películas…”
La casa,
que guardaba una impresionante semejanza con la de la familia Munster, se
recortaba aislada en un promontorio y se accedía a ella subiendo unas escaleras
muy similares a las que enfilaba frecuentemente Norman Bates para parlamentar
con su difunta madre. El cartel anunciante, con su “Se alquila” impreso, al
frente de la edificación, atrajo instantáneamente el interés de Laureano, quien observó en aquel momento que un grupo de personas salía de ella. Tras un breve
diálogo con el empleado de la inmobiliaria, Laureano accedió al interior del
caserón, destartalado y mal iluminado.
-Es una
construcción muy sólida, aunque pueda parecer lo contrario. Aquí hay muchas
posibilidades, si uno tiene imaginación y dinero. ¿Tiene usted imaginación y dinero?
–preguntó el empleado de la inmobiliaria exhibiendo una empalagosa sonrisa
comercial.
-Tengo
una colección de suspiros embotellados –replicó Laureano considerando que esta
afirmación despejaba la incógnita.
Tras
agitar levemente la cabeza, con lo que podría considerarse como un intento de
reponerse del golpe, el agente espetó a Laureano:
-Esta será
su casa, sin ninguna duda. Está llena de cachivaches, libros y revistas viejas.
Pertenecía a un viejo excéntrico y nadie la vació cuando murió, ni reclamó nada.
Usted se lo pasará en grande recorriendo sus habitaciones. Estoy seguro.
Laureano
no tuvo más remedio que convenir con el vendedor de fincas que estaba en lo
cierto. La casa y los misterios que contenía le habían atrapado irremisiblemente.
En su primera incursión en la polvorienta y bien surtida biblioteca, Laureano
halló un volumen manuscrito que contenía cuentos, probablemente, originales del
difunto anterior propietario. El primero de ellos se titulaba “Cien años de
vida (y un nuevo día)”. Y Laureano pensó que se trataba de un generoso regalo
de cumpleaños que le hacía la casa. Helo aquí:
“Érase
una vez un pequeño y valiente gorrión, dotado de un corazón tan grande y
vigoroso que su diminuto cuerpo apenas podía contenerlo. El pajarillo desafiaba
las limitaciones de su especie y volaba poniendo en juego todas sus fuerzas,
siempre en dirección al sol, sin importarle las veces que caía derrengado por
el esfuerzo. Cuantas veces quisieron retenerlo en una jaula, fuera esta dorada,
plateada o de pobres cañas, el gorrión se liberó, obstinado, firme en su
propósito de llevar su trepidante corazón lo más cerca del sol que pudiera.
Cuando, tras muchos años de esfuerzos, creía haber encontrado un lugar lo
bastante cerca del astro rey como para permanecer en él hasta el fin de los
días, tuvo una visión que le trastornó de forma inesperada. En el arroyuelo en
el que solía beber agua cada día se reflejó, de manera inexplicable, la faz de
un desconocido al que el gorrión, sin embargo, halló extrañamente familiar.
El
rostro que apareció en la superficie de las aguas del arroyuelo era el de un
hombrecillo insignificante, un burgomaestre solitario que gobernaba un
villorrio tan pequeño que no podía moverse sin salirse de él. El burgo del
burgomaestre se circunscribía a su propia exigua humanidad. Desde su
nacimiento, había sido consciente de estar condenado a respirar el aire de la
soledad, mas, fuere por caprichos del azar, del Destino o de la Divinidad, la
imagen de su rostro atravesó un buen día mágicamente la superficie de la
jofaina en la que hacía sus abluciones matutinas y se apareció, en el otro
extremo del mundo, ante los atónitos ojos del gorrión.
“Puedo
verte”, exclamó el gorrión al presentarse ante su vista la efigie del
burgomaestre, y desde aquel momento, cobraron sentido sus años de afanes y
trabajos. Del otro lado, el pequeño alcalde de sí mismo oyó la voz del gorrión
y repuso: “Puedo oírte”. Y su soledad, pesada e inerte, como de plomo, saltó en
pedazos, esparciéndose sin dejar rastro como una lluvia de chispas.
Los dos
nuevos amigos, conectados mágicamente, emprendieron un largo camino que los
llevó el uno junto al otro. Cuando al fin se unieron y sumaron sus vidas, sus
cuerpos, sus sueños y sus miedos, nada pudo ya separarles jamás. Y si no me
creen, mírennos.”
Cuando terminó de leer este cuento, Laureano
exhaló un profundo y dulcísimo suspiro. Y maldijo: “¡Nunca embotellaré otro
como este!”
domingo, diciembre 01, 2013
Final de trayecto
-Me he olvidado de hacerte la merienda. Soy un desastre – sonó la voz de Teresa a
través del móvil.
-Pero,
mi vida, por Dios, no tiene importancia… Ya comeré algo cuando llegue. En la
estación me compraré un bocadillo –respondió Pablo, tratando de despejar la
intranquilidad de su prometida.
-Debes tener
hambre. Te conozco.
En Pablo
no cabía la menor duda al respecto: Teresa le conocía. Con toda probabilidad,
mejor que él mismo. Y en aquella ocasión, la presunción de ella resultaba, como
de costumbre, acertada. Pablo hizo el viaje hambriento, sentado en su butaca,
anticipando el momento de deglutir el bocadillo de tortilla de patatas que
solía comprarse cuando cenaba en una cafetería o un bar. Para aumentar la
sensación de apetito en Pablo, parecieron conjurarse todas las circunstancias
más adversas. De una parte, su compañera de asiento, una mujer de pelo negro
oscurísimo, piel oleosa y voz grave, leía un libro de recetas profusamente
ilustrado con fotografías de ricas viandas. De otra, durante el trayecto, al
pasaje se le proyectaba el film “El festín de Babette”. Pablo llegó a su destino
medio desmayado de hambre, convencido de que, en una distracción, alguien le
había sustituido el estómago por una bolsa de papel agujereada de parte a parte.
“Siempre
viajando, siempre en tránsito… Siempre estando en dos sitios a la vez, el que
dejas y el que te acoge, el que te despide y el que te recibe. Pensando en el
lugar al que vas y el lugar del que vienes…” se decía Pablo al bajar del tren y
dar sus primeros pasos por el andén. “Yendo y viniendo parece más difícil no
confundir el presente con el porvenir, o con el pasado”. Observó que la
estación estaba invadida por una espesa e inesperada niebla, misteriosa y
sorprendente, que parecía posarse blanda y tenaz, como hacen esos tristes recuerdos
que nos acompañan toda la vida, reluctantes a nuestros inútiles deseos de higiénico
olvido. Caminando a través de aquella envolvente y húmeda miasma gris que le
ocultaba el entorno y toda posibilidad de perspectiva, Pablo pensó en el
solipsismo del que era militante ocasional desde los doce años, edad en la que
explicó esta teoría a sus compañeros de juegos, aun antes de saber que
existiera tal cosa. Los amigos de Pablo ya le tenían catalogado de chiflado
antes de escuchar de su boca que ellos eran producto de su imaginación y que
desaparecían en el momento en el que dejaba de percibirles, pero, en cualquier
caso, aquella formulación les resultó definitiva. Pablo recordaba sus caras ahora,
casi cuarenta años después, pensando en que, tal vez, en medio de aquella
niebla les hubiera resultado más convincente.
Uno podía llegar a pensar que no
existía nadie más en el mundo inmerso en una atmósfera que se comportaba como
una venda puesta ante los ojos. Pablo oía pasos, algunas voces confusas y el
traqueteo característico de las maletas provistas de ruedas. Cuando llegó a la
cafetería de la estación, al hambre que le aguijoneaba se había sumado una
melancólica sensación de desamparo.
-Un
bocadillo de tortilla de patatas y una cerveza –pidió Pablo al camarero, un cincuentón
calvo y de ojos demasiado juntos, que servía sin dejar de mirar la pantalla de
la televisión, donde se emitían los resúmenes de los partidos de fútbol de la
jornada liguera.
-Le
cobrarán en caja –explicó el camarero a Pablo mientras hacía crujir sus mandíbulas
al comprobar que su equipo, el Club Deportivo Español, había vuelto a ser
bochornosamente derrotado.
En la
caja de la cafetería, una mujer anciana, con aspecto de haber superado hacía
tiempo la edad de jubilación, esperaba a Pablo con una dulce sonrisa impresa en
los marchitos labios. A Pablo le recordó a su propia madre cuando le alargó el
tíquet y buscó su billetera para pagar.
-No,
no, hijo mío, no es necesario que me dé dinero –rechazó con un gesto la cajera-.
En lugar de eso, me pagará con una confesión y una promesa.
-No
comprendo –respondió Pablo, perplejo -.¿Qué se supone que debo confesar? ¿Qué
debo prometer? ¡Sólo quiero pagar por el bocadillo y la bebida!
-Confiesa,
al menos, que tienes hambre.
-Está
bien –concedió Pablo-, confieso que tengo hambre. Pero tengo propósito de
enmienda: voy a comerme ese bocadillo, si usted me lo permite.
-¿No
tienes nada más que confesar? ¿Has sido bueno con tu madre?
Pablo
miró al exterior. La niebla parecía haber adquirido una corporeidad ominosa,
como si fuera menester valerse de un machete para abrirse paso en ella.
-A mi
madre nunca le he escuchado. Ya sé lo que va a decir y siempre me adelanto. No
le dejo hablar – confesó Pablo.
La
cajera, que había parecido rejuvenecer súbitamente, puso sobre el mostrador una
copa colmada de un espeso licor rojo.
-Has
hecho una buena confesión y detecto tu arrepentimiento. Sólo falta que hagas
una promesa y podrás beber el contenido de este cáliz.
-Gracias,
me conformo con mi bocadillo y mi cervecita… -repuso Pablo mirando con ojos
anhelantes a su frugal cena, que le parecía ya inalcanzable, en poder de la
intrigante empleada.
-Escúchame
con atención: si me haces una promesa que lo merezca, podrás beber este rico
néctar y, debo advertirte, quien lo bebe, cumple, necesariamente, cualquier promesa
que haga. Así que piensa bien en qué promesa tendrías especial interés en cumplir.
Pablo
pensó en Teresa, en la merienda que ella había olvidado hacerle y declaró, con
voz firme y clara:
-Prometo
que amaré a Teresa toda mi vida y que haré todo lo posible por hacerla feliz. –Y,
alargando la mano, tomó la copa, que rebosaba, y la vació de un largo trago.
Fuera, la niebla se disipó y Pablo caminó entonces en la noche, hacia su
solitaria habitación, olvidando sobre el pupitre de la cajera su bocadillo y su
cerveza.
domingo, noviembre 24, 2013
"I twat I taw a puddy tat!"
El vendedor le relató una
larga historia que Juan tuvo buen cuidado en no escuchar. No le interesaba
saber quién había sido Rosario de Castro, a cuya dirección de la calle Canalejas,
número 2, de Sevilla, habían sido remitidas todas esas cartas que formaban el paquete
envuelto con un lazo que le estaba vendiendo. Prefería descubrirlo por sí mismo
cuando, en un futuro incierto, de cercanía indeterminada, decidiera leerlas.
Un paquete de viejas cartas
en el bolsillo, que acariciaba en el bolsillo de su chaqueta, fue aquel domingo
de mercadillo, su compañía en el camino de vuelta a casa. Juan vivía en una de
esas cámaras, semejantes a madrigueras, en las que viven los individuos
solitarios que habitan el subsuelo de todas las grandes ciudades. Desheredados
de la fortuna, pusilánimes melancólicos, majaderos irredentos, deficitarios
afectivos, psicópatas emocionales que entregarían su alma por una sonrisa, si
la tuvieran. En las desnudas paredes de la celda de Juan, similar a todas las
demás celdas de sus anónimos compañeros de infortunio, se podía hallar, como
única pertenencia visible, al margen del imprescindible y escaso mobiliario, un
grueso volumen, de grandes dimensiones, dotado de un cierre. En el lomo de su
único libro, el título “Mis pecados”, indicaba al inexistente visitante que en
él se recogían las causas de su reclusión, las terribles ofensas cometidas contras
las leyes humanas y divinas que le habían despojado de toda esperanza, de toda
ilusión, de toda alegría, y le habían relegado a vivir en soledad, bajo las
plantas de los pies de la gente inmisericordemente normal.
La noche de aquel domingo
de mercadillo, un sonido tenue y sordo perturbó el frágil sueño de Juan. Encendió
la desnuda bombilla que colgaba del techo de su dormitorio y, tras extender su
mirada a los cuatro rincones de la monacal habitación, encontró un pequeño
pajarillo que aleteaba en el suelo de baldosas agrietadas. Juan tomó al polluelo
entre sus manos y lo observó con detenimiento, acercándolo tanto a sus ojos que
podía distinguir hasta el último poro y la última cánula. Nunca había visto ave
alguna que se le asemejara. No era capaz de afirmar a qué especie podría
pertenecer. Lo que se le reveló evidente fue que era imposible que ningún
pájaro, y menos uno que fuera incapaz de volar como aquel, se hubiera introducido
en su recóndita guarida. Juan intentó alimentar al avecilla con pequeñas
porciones de todo lo que contenía su parca despensa, sin conseguir que aceptara
probar bocado. Se acercaba la hora del alba cuando desató el paquete de cartas
que había comprado por la mañana, tomó la que estaba encima del montón y la
desmenuzó y la empapó en agua. El pajarillo la engulló al instante con aparente
deleite.
Cada día, en las tres
siguientes semanas, Juan le entregó al pájaro una nueva carta de las que habían
alimentado el amor de una tal Rosario de Castro y cada día el pájaro crecía y
se hacía más hermoso. En un mes, las cartas se habían terminado y el pájaro había
crecido hasta alcanzar el tamaño de Juan y estaba vestido de las más brillantes
y coloridas plumas, de tacto sedoso. Juan ya amaba a su pájaro más que a su vida
por aquel entonces y en su corazón se debatía el deseo de retenerle a su lado
contra la obligación moral de concederle la libertad. A la hora en que solía
alimentar a su amado pájaro, Juan le miró con expresión interrogativa. El
extraordinario ave le devolvió la mirada con sus increíbles ojos verdes,
luminosos como dos estrellas, en lo que Juan consideró una dulcísima reclamación
de comida. Pese a que aquel habría sido un buen momento para liberarle, Juan
decidió intentar algo diferente, por ver si todavía era capaz de procurarle
alimento. Rompió el cierre de su libro y lo abrió por la primera página. En el lugar
en el que habían estado escritos sus pecados ya no había nada.
-En ese libro, Juan, no
hay nada escrito –dijo el pájaro.
Y nunca más se supo nada
de Juan ni de su pájaro, pero todos sabemos que, desde entonces, fueron felices y siguieron juntos para
siempre.