Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

jueves, noviembre 10, 2011

Un reparto de campanillas (Edición en DVD de "La Torre de los Siete Jorobados")



NOTA PREVIA: excepcionalmente, este burgomaestre abandona su letárgica actitud para reabrir “Lady Filstrup”. El motivo es celebrar la aún más excepcional edición en DVD de una de las películas más singulares e irrepetibles de la Historia del Cine Español, “LaTorre de los Siete Jorobados”, de Edgar Neville. El tesonero esfuerzo de Gonzalo del Pozo, responsable de Versus Entertainment ha hecho accesible para todos los aficionados al cine tan recóndita joya en las mejores condiciones posibles de calidad. Santiago Aguilar, cineasta valioso, estudioso riguroso del Séptimo Arte e irredento entusiasta de la obra nevilliana, ha sido el encargado de coordinar la confección del documentado, extenso y precioso libro que acompaña a la película. En un incomprensible acceso de enajenación mental Santiago Aguilar tuvo la ocurrencia de encargar a este burgomaestre el apartado dedicado al reparto del film de Neville. Su reconocida bondad natural le impidió rechazar el artículo que le presenté y a convencer, además, a Gonzalo del Pozo de que lo incluyera en su tan mimado proyecto. Lo que sigue es una aproximación al texto que este burgomaestre estaba en trance de pergeñar antes de empezar a recortar (odiosa palabra) lo escrito con la finalidad de hacerlo caber en las páginas de que disponía en la edición final prevista. Es lo que podríamos llamar “el montaje del director” del texto editado. Personalmente, considero mucho mejor la versión corta (que tiene la ventaja innegable de que se acaba antes), pero como esa ya está publicada en papel, y sería ocioso reproducirla aquí, les invito a leer esta otra, un poquito más extensa, por si están de humor.
PD a la Nota Previa: Acompañando al texto, entre otras imágenes, encontrarán capturas de la versión restaurada de “La Torre de los Siete Jorobados”, lo que permitirá al perspicaz lector apreciar la notabilísima calidad de imagen obtenida por los encargados de su restauración.


Un reparto de campanillas
La característica primordial que permite al reparto de un film acceder a la calificación de excelencia es su idoneidad. Y un sistema infalible para confirmar ésta es tratar de imaginar a otros actores encarnando a sus personajes. En tales términos, no cabe la menor duda de que es, el de “La torre de los jorobados”, un reparto excelente.

La masculina inocencia de Antonio Casal, la inquietante ajenidad de Guillermo Marín, el empaque aristocrático de Félix de Pomés, la comicidad estrambótica de Antonio Riquelme, la carnalidad risueña de Julia Lajos, la virginal fascinación de Isabelita Pomés, se imbrican primero y se funden después con el apasionante universo “bizarre” del argumento de Carrère dando lugar a un film tan deslumbrante como único e insustituible en la cinematografía española. Añadiendo a los antedichos, la eficaz colaboración de grandes actores en papeles episódicos, cual es el caso de José Franco o Julia Pachelo, la conformación del reparto se completa de manera excelsa. La afirmación precedente adquiere mayor relieve si se sitúa el antedicho elenco en el debido contexto del momento en que fue reunido. No andaba escasa de buenos actores, precisamente, la cinematografía española en 1944. La productora puntera del momento, la valenciana CIFESA, disponía de una suerte de “Star System” casero (en el que estaban incluidos, precisamente, Antonio Casal e Isabel de Pomés) y de una poblada escudería de actores característicos (en los que descollaban, entre otros, Antonio Riquelme y Julia Lajos). Y sin embargo, ni sus estelares galanes al uso, como el heroico Alfredo Mayo y el crujiente Rafael Durán, o el dramático Luis Peña, ni sus espléndidos primeros actores como el sobrio Manuel Luna, ni sus diversas estrellas femeninas, tales como la dulce Amparito Rivelles, la socarrona Luchy Soto, la “pecadora” Mercedes Vecino, la sosita Marta Santaolalla, o la adusta Lina Yegros, habrían encajado con la misma precisión en los roles del film de Neville. De talla aún más titánica son los actores secundarios que poblaban las producciones CIFESA de la época, con Pepe Isbert marchando al frente y con Alberto Romea, Juan Calvo, Juan Espantaleón, José Prada o Manuel Arbó (por citar sólo unos pocos), tan sólo un paso detrás. Y sin embargo, a ninguno de ellos podemos imaginar superando a Antonio Riquelme y su inolvidable Don Zacarías. Tampoco a Ignacio F. Iquino, otro de los pocos productores “en serie” del momento, con su “cuadra” de actores prácticamente fijos, encabezados casi siempre por Ana Mariscal, Adriano Rimoldi y Mary Martín, lo creemos capaz de haber adecuado tan a la perfección los cómicos disponibles a las exigencias de su papeles.


Cruce de destinos
El rodaje de una película puede ser considerado como un punto de confluencia de las carreras profesionales de un diverso y heterogéneo grupo de actores, al servicio de un proyecto común. Así entendido, en las próximas páginas nos proponemos contar cómo llegaron hasta el rodaje de “La torre de los siete jorobados” sus principales intérpretes. Y también, en forma más o menos sucinta, ofreceremos un esbozo de lo que fueron sus dispares trayectorias posteriores.

El mejor galán cómico y el mejor villano: Antonio Casal es Basilio Beltrán y Guillermo Marín, el doctor Sabatino

Antonio Casal Rivadulla (Santiago de Compostela, 10/06/1910 – Madrid 11/02/1974) era valiente y sencillo. Hijo de familia dedicada al agro, Antonio Casal Rivadulla (Santiago de Compostela, 10/06/1910- Madrid, 11/02/1974) sintió desde temprana edad el deseo de actuar ante el público, lo que le impulsó a unirse espontáneamente a un grupo circense, “Los Stelas”, por el expeditivo sistema de subirse al escenario en el transcurso de una función. Reintegrado al hogar por la intervención de la Guardia Civil, tras lograr el permiso paterno prorrogó su incorporación al circo, con la secreta ambición de llegar a ser payaso. Empleado fundamentalmente en labores auxiliares (situación que reviviría en la pantalla en el film que protagonizaría años más tarde, “El fantasma y doña Juanita”), consigue sin embargo especializarse en un número de escapismo. Su etapa bajo la lona del circo da paso a continuación a formaciones inconclusas en las carreras de Comercio y de maquinista de la Armada. Tras diversos traslados familiares (a El Ferrol y La Coruña), Antonio Casal accede a algunas colocaciones sin futuro y, ya en Madrid, al teatro, debutando, sin cobrar, en el Maravillas, representando una obrita titulada “Curro Trueno”. Llegaría más tarde su primera retribución, en la cuantía de diez pesetas diarias, al unirse a una compañía que recorría provincias. Ingresaría después en la compañía de Antonio Gentil y Julia Lajos (con quien, como es notorio, coincidiría reiteradamente en su esplendoroso futuro cinematográfico). Su siguiente paso profesional, tras el negro paréntesis de la Guerra Civil, lo dirigió al seno de la compañía de Társila Criado y Jesús Tordesillas, quien se encargaría de orientarle atinadamente sobre su devenir profesional, mostrándole al joven actor el camino que debía recorrer para encontrar a su público. Afianzado en sus convicciones vocacionales, Antonio Casal se enrola en la compañía de Moreno Torroba, y obtiene un gran éxito en “La del manojo de rosas”, junto a Marcos Redondo, en el Teatro Tívoli de Barcelona. Con la atención hacia sí reclamada por su reciente triunfo, recibe la propuesta de María Fernanda Ladrón de Guevara, quien le contrata para actuar en “La madre guapa”. Será un nuevo éxito que le proporcionará la popularidad que propiciará su paso al cine. Florián Rey va a verle en una función y le dé un papel en “Polizón a bordo”, film que supondrá el debut cinematográfico del cómico compostelano.
Ya tenemos al joven Antonio Casal en el cine. Es la suya toda una irrupción, porque enseguida suma a los papeles principales, los de protagonista. En sólo tres años se alza con el primer puesto de galán cómico del cine español del momento. No sólo ha prorrogado el acierto de su debut cinematográfico al intervenir en la película de José López Rubio “Pepe Conde” (1941), que constituyó un éxito rotundo, sino que ese mismo año también protagonizó “El hombre que se quiso matar”, primera de sus interpretaciones a las órdenes de Rafael Gil. Mientras rueda “La torre de los siete jorobados” cumple 34 años y para entonces ya ha protagonizado tres producciones CIFESA dirigido por Rafael Gil (la cuarta está en camino), entre las que destaca “Huella de luz”, que obtiene el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo de 1943 y a la que siguieron “Viaje sin destino” (ambas de 1942), y “El fantasma y Doña Juanita”, delicioso póker de comedias humorísticas excelentes, dotadas de grandes dosis de ternura, humanidad y lirismo, con toques de fantasía, que constituyen lo más indiscutidamente mejor valorado de la obra del director, y en las que la personalidad de Antonio Casal, algo tímida, algo torpe, algo heroica y más bien cándida, pero no exenta de coraje, encajaba a la perfección y remitía a los héroes ingenuos de la pantalla cómica más clásica, como su admirado Buster Keaton. El decir cadencioso de Antonio Casal, sus ademanes desmañados, su mirada sonámbula y su físico agradable encajan a la perfección con un tipo de cine que no conocerá continuidad, en el que la línea humorística de Wenceslao Fernández Flórez marca la pauta.
Incrustada en esta “mini-suite gilesca”, “La torre de los siete jorobados” constituye en la carrera de Antonio Casal (y, por qué no, en todo el cine español) una rara joya. Protagonizándola, el cómico gallego se reencuentra con Isabelita Pomés, su exquisita “partenaire” en dos films anteriores, en la celebrada y premiada “Huella de luz” y en “Te quiero para mí” (Ladislao Vajda, 1944), cuyo rodaje habían concluido sólo mes y medio antes de iniciar el del filme de Neville. La década de los años cuarenta la culmina Antonio Casal con una nueva cima de popularidad, la que le da ser el tercer vértice del triángulo protagónico que forma con Fernando Fernán-Gómez y Jorge Mistral en la popularísima “Botón de ancla” (1948), donde vuelve a reencontrarse con Isabel de Pomés.

Los años cincuenta, que para el humor resultan más resabiados, cínicos y crueles que los de la década precedente, son terreno menos propicio para el protagonismo de Antonio Casal ante las cámaras. Pese a permitirle ser nuevamente dirigido por Vajda en la extraordinaria “Doña Francisquita”- 1952- (en la que, por cierto, coincidirá con buena parte del reparto de “La torre de los siete jorobados”, como Julia Lajos, Antonio Riquelme y Félix de Pomés, y con su “maestro”, Jesús Tordesillas), suponen una disminución de la dimensión de Antonio Casal como estrella cinematográfica. Así, se verá inmerso en el intento de reedición de viejos éxitos, como el traslado al terreno aéreo de la fórmula de “Botón de ancla” en “La trinca del aire” (Ramón Torrado, 1951), o en el pálido reflejo de “Huella de luz” que fue “Camarote de lujo” (Rafael Gil, 1959), mientras que Edgar Neville le adjudica papel en el episodio taurino de “La ironía del dinero” (1959). También, aunque quedando diluida su personalidad en el protagonismo coral, intervendrá en comedias del llamado “desarrollismo”, tales como “Las chicas de la Cruz Roja” (Rafael J. Salvia, 1957) y “El día de los enamorados” (Fernando Palacios, 1959). Por contra, la misma década proporcionará a Antonio Casal un destacable éxito sobre los escenarios, en el terreno de la revista, formando pareja artística durante siete años con Ángel de Andrés. Juntos protagonizarán espectáculos como “Las cuatro copas” que, con vedettes tan fascinantes como Lina Canalejas, se mantendrá en cartel durante años. Rota la asociación con Ángel de Andrés (con quien, al parecer nunca existió buena sintonía personal), Antonio Casal se dedicó más a la actividad empresarial y directiva, montando espectáculos del género de revista hasta que, en su última etapa profesional, los alternó con actuaciones en televisión tan memorables como su contribución, como uno de los “Doce hombres sin piedad” en la adaptación legendaria dirigida por Gustavo Pérez Puig del teledrama de Reginald Rose, o su incorporación del policía municipal de Tomelloso, hijo de la imaginación de Francisco García Pavón, Plinio, en la serie del mismo nombre.

Si arrojado consideramos a Antonio Casal, no menos lo fue Guillermo Marín, pues si el impulso del primero lo llevó a invadir un escenario, el del segundo le impelió a cruzar el Océano Atlántico. Guillermo Marín Cayre (Madrid, 12/08/1905 – 21/05/1988) que estaba llamado a un día ser honrado con las más altas distinciones de la escena (la Orden de Alfonso X el Sabio en 1947 y del premio Nacional de Teatro en 1982) quedó huérfano de padre, un militar de carrera, cuando contaba tan sólo seis meses de edad. Su madre, la actriz Gloria Cairé, tuvo buena parte de responsabilidad en que su hijo tuviera prisa por pisar el escenario. Y así lo hizo, con tan solo quince años, debutando en el papel de “Príncipe Pálido” en “La noche del sábado” benaventiana, en una función en el teatro Rojas de Toledo representada por la compañía de Nieves Suárez y José Santiago. Conocerá Guillermo Marín los rigores de los estrenos en improvisados escenarios de provincias y de los viajes en destartalados vagones de tercera e irá consolidando su arte y su oficio pasando por diversas compañías, hasta que en 1925 recibe la oferta de Ricardo Calvo de enrolarse en una gira americana de la que se desconoce aún su duración y que le exigirá tremendamente. “¿Usted se atrevería a hacer todos los galanes del teatro clásico?”, cuenta Marín que le preguntó Ricardo Calvo. “Yo me atrevo a todo”, contestó el joven actor. Y tanto, que se atrevió. A lo largo de cinco años, el recién contratado galán, además de habérselas con un repertorio inacabable, asumió con maestría el mismo nivel en el arte declamatorio que había alcanzado su patrón; conquistó el corazón de la hija de su jefe, Pepita Calvo Velázquez, con quien se casó, y, en un rasgo inaudito de lealtad a su maestro, perdió todo el pelo de la cabeza, para ser calvo, como él.
Guillermo Marín, devoto admirador (y conquistador) de las féminas y leal amigo de los canes, desplegó su arte interpretativo con especial relevancia en los más nobles escenarios de España, con menor presencia, pero con igual altura, en el cinematógrafo, y difundió su genialidad a través de la pequeña pantalla e incluso, como rapsoda, impresionando discos microsurco en los que ofrecía al escucha su distinguida forma de “decir” el verso.
 A su regreso de la prolongada estancia en América, en 1933, Guillermo Marín alcanza la consagración profesional por su labor en “El divino impaciente”, en el Teatro Princesa (más tarde, María Guerrero), que perdurará tres años en cartel. Consagración prorrogada dos años más tarde, con su papel protagónico en “En el nombre del padre”. En el momento del rodaje de “La torre de los siete jorobados”, Guillermo Marín ya había impuesto su calidad indiscutible tanto a la crítica como al público teatrales y celebraba sus bodas de plata con el escenario. Amigo de Benavente, de José María Pemán y de los hermanos Machado, su prestigio no había hecho sino acrecentarse en las dos décadas largas que habían transcurrido de su carrera, acaparando elogios por su Segismundo de “La vida es sueño” en la versión que del clásico calderoniano dirigió Luis Escobar en 1941, así como por los protagonistas de “Hamlet”, “La tejedora de sueños” o “Círculo de tiza caucasiano”. En 1942 interpreta por primera vez al Don Juan de Zorrilla, personaje al que dará vida repetida (probablemente, más que ningún otro primer actor), y acertadamente (al decir de un experto en la materia, el estudioso Gregorio Marañón, con más tino y agudeza que nadie).  El mismo año del estreno de la película de Neville de la que aquí nos ocupamos, cosechó un nuevo triunfo en el teatro representado “Los endemoniados”, y sus sonados éxitos continuaron en años venideros con títulos tales como, “Un espíritu burlón” (1946) y “Plaza de Oriente” (1947), o el de la fundamental “Historia de una escalera”, clásico moderno de Buero en que actuó bajo la dirección de Luca de Tena. Su prestigio no deja de incrementarse en las décadas siguientes a través de interpretaciones colosales tanto en el género dramático (como serían, “Llama un inspector” (1951), “La tejedora de sueños” (1952), “El alcalde de Zalamea” (1952), “La alondra” (1954), “Edipo” (1954) y “Crimen perfecto” (1954), por citar algunas) como en la comedia ( “El gran minué” (1950), “Celos del aire” (1959), “Entre bobos anda el juego” (1951) y “Los tres etcéteras de Don Simón” (1958), por citar otras pocas). Ya sexagenario, Guillermo Marín hizo del escenario del Teatro Español su trono, y cosechó ovaciones y aplausos por sus actuaciones en “El zapato de raso” (1965), “La paz” (1969), “Proceso de un régimen” (1971), “Tal vez un prodigio” (1972), y, sobre todo, “El sí de las niñas” (1975) y “Julio César” (1976). Padeciendo serios problemas de salud (el más dañino, una neumonía que padecía desde 1985) y acuciado por una precaria situación económica (en la vejez, llegó a haber de sustentarse con una pensión de 500 pesetas mensuales), Guillermo Marín se mantuvo activo hasta, prácticamente, sus últimos días,  destacando, entre sus últimos trabajos en escena por sus intervenciones en  “El barón” (1983) y “Casandra” (1983), hasta que un infarto segó su vida el vigésimo primer día de mayo de 1988, poniendo fin a una existencia gloriosa, consagrada a la escena.

De manera análoga a como sucedió con su coetáneo colega Manuel Dicenta, el medio cinematográfico reservó para el coloso teatral Guillermo Marín un espacio insuficiente para su genio. Con contadas excepciones, podríamos considerar que tan sólo Edgar Neville y, en menor medida, Rafael Gil, fueron capaces de ofrecer al intérprete madrileño papeles de suficiente entidad digna de su capacidad. Neville le tuvo a sus órdenes por primera vez, precisamente, en “La torre de los siete jorobados”, volviendo a contar con su concurso en dos films más (“La vida en un hilo” y “Domingo de Carnaval”), al años siguiente. “El marqués de Salamanca” (1948), “El cerco del diablo” (1950), y “La ironía del dinero” (1955) completarían posteriormente la filmografía de las colaboraciones entre actor y director, en la cual, la vena cómica del segundo, basada en la afinada crítica sarcástica de lo vulgar y lo anodino, hallaba preciso acomodo en la destreza interpretativa del primero. Menos sutil, Rafael Gil también extraería poderosas actuaciones de Guillermo Marín, como en el caso del taimado politicastro de “La pródiga” (1946), el amargado ateo de “La fe” (1947), o el cruel villano de “Mare Nostrum” (1948). Presente en algunos títulos referenciales de la hitoria del cine español, como el gran éxito de José Luis Sáenz de Heredia de 1943, que marcaría una tendencia en la producción de cine patrio, “El escándalo”, o como el díptico triunfal de Juan de Orduña  “Pequeñeces” y “Agustina de Aragón” (ambas de 1950 y continuadoras del “fenómeno” Aurora Bautista en el seno de CIFESA, que había nacido con “Locura de amor”, un año antes ),  o como “Apartado de correos 1001” (1950), film de Julio Salvador que inició una nueva vía de producción, modesta en términos de presupuesto pero que a la postre resultaría, con el paso del tiempo, una de las más reconocidas y valoradas por el público y la crítica. Lamentablemente, las décadas sucesivas de la producción cinematográfica española, pese a no olvidar completamente a Guillermo Marín, no le ofrecieron oportunidades más que de intervenir, prácticamente como comparsa prestigioso, en films montados, con frecuencia, en torno a una figura popular, como la niña prodigio Marisol (“Tómbola”, 1962, “La nueva Cenicienta”,1964), las cantantes Lola Flores, Paquita Rico y Carmen Sevilla (“El balcón de la luna” 1962), o el cómico Paco Martínez Soria (“Don Erre que Erre”, 1970, film en el que actuaba acompañado por sus propios y queridos caniches). No obstante, sus participaciones en films de directores estimables, como José María Forqué (“El juego de la verdad”, de 1963; “Zarabanda bing bing”, de 1965 y “Un millón en la basura”, de 1967) o el genial Fernando Fernán Gómez (“Mi hija Hildegart”, 1977), así como sus dos últimos films, los exitosos “Las bicicletas son para el verano” (Jaime Chávarri, 1983) y “La corte del Faraón” (José Luis García Sánchez, 1985), merecen ser mencionadas.
Pese a lo hasta aquí expuesto, cabe concluir en relación a Guillermo Marín que si bien reinó sobre los prestigiosos escenarios del María Guerrero o del Teatro Español, haciéndose acreedor a los más sonados premios y lisonjas críticas, el cine, en cambio, le reservó menor grandeza. Y ello es debido a que para los papeles protagónicos, los peliculeros prefieren “presencias”, mientras que para los personajes característicos, de villanos o de antagonistas, exigen primeros actores, como Guillermo Marín. Así, no sólo Neville, que sabrá ver en la cínica inteligencia de Marín la capacidad suprema para dar vida a papeles de solemne pelmazo con la misma solvencia que para los villanos esquinados, sino también directores como José Luis Sáenz de Heredia (quien le proporcionó -apuntemos- su debut, en la influyente cinta de 1941, “El escándalo”) o Rafael Gil, le reservarán, especialmente durante los años cuarenta, en el llamado "cine de levita", de efímero predicamento, roles de tal índole. En esta línea, el doctor Sabatino de “La torre de los siete jorobados” se inscribe en la deleitable galería de untuosos anfitriones venenosos, capaces de raptar a la heroína y ligarla con cadenas de seda, o de servir al héroe (mosca en su red) combinados de vitriolo en copas talladas de fino vidrio.

Dos característicos superlativos: Julia Lajos y Antonio Riquelme, son  Magdalena, la madre de La Bella Medusa, y don Zacarías
Nacidos ambos en 1894, Julia Lajos y Antonio Riquelme personifican el paradigma de aquello que unánimemente se considera lo mejor del cine español: sus actores característicos o de reparto. Sólidamente formados en la profesión a través de larga e intensa experiencia teatral, tanto doña Julia como don Antonio, transitaron ante las cámaras de cine pisando con seguridad y oficio, logrando, aparentemente sin esfuerzo, comunicar al espectador comicidad, naturalidad e ingentes dosis de Verdad. De su indiscutible dominio del género cómico da fe el hecho de que ambos estrenaron repetidamente al supremo comediógrafo Jardiel Poncela. Así, entre 1930 y 1940, don Antonio estrenó “El cadáver del señor García”, “Margarita, Armando y su padre” y “Eloísa está debajo de un almendro” en el Teatro Comedia, mientras que doña Julia hizo lo propio con “Angelina o el honore de un brigadier”, “Carlo Monte en Montecarlo” y “Un marido de ida y vuelta” sobre el escenario del Infanta Isabel. Previamente a la obtención de este particular marchamo jardielesco, dos décadas de trabajo ante el público les contemplaban. Para cuando rodaron “La torre de los siete jorobados”, el montante de años acumulados en la escena alcanzaba ya los treinta y cinco años de experiencia profesional. Casi nada. 

Juliana Julia Lajos Martín (Villagarcía, 24/02/1894 – Madrid, 1963) abre su existencia con una incógnita, pues sus biógrafos difieren en cuál fue la localidad de su nacimiento. Unos dicen que Villagarcía de Arosa (Pontevedra) y otros, que Villagarcía del Campo (Valladolid), con lo que la actriz vendría al mundo como gallega o como castellana. Aunque quien pergeña estas líneas se inclina por la segunda opción, no encuentra inconveniente en resolver la duda afirmando que, en cualquier caso, Julia Lajos nació para ser universal, como una de las mejores actrices cómicas de España de todos los tiempos (en competencia, por lo que hace a sus coetáneas, con Isabel Garcés y Guadalupe Muñoz Sampedro). El primer paso que dio en tal sentido fue el de enrolarse en una compañía de teatro vallisoletana, contando tan solo quince años de edad. Participando del mismo impulso juvenil del que se valieron para dar carta de naturaleza a su vocación, Antonio Casal o Guillermo Marín, Julia Lajos, que no contaba con antecedentes familiares en la profesión, prosperó rápidamente y, tras pasar por la compañía de Gómez Ferrer donde debutó profesionalmente en un “tenorio”, ascendió en el escalafón hasta estrenar su propia compañía en 1920, en el teatro Eslava de Valencia. Como cabeza de cartel, Julia Lajos inauguró, a comienzos de 1925, el teatro Alcázar (entonces, Alkázar) madrileño representando “Madame Pompadour”. Al año siguiente, tomará contacto por vez primera con el cinematógrafo, en el film “La malcasada” (Fco Gómez Hidalgo), en el histriónico (y mudo) papel de una cantante rusa. No obstante participar en otro film de 1930 (“El profesor de mi mujer”, Armand Guerra), no será hasta la década de los cuarenta que doña Julia, que ya atesora una experiencia apabullante como comedianta, se enseñoree de la pantalla con su personalidad estrepitosa, que contiene algunas pizcas de Margaret Dumont y de Mae West en un continente enteramente original. Será sin duda Edgar Neville quien mejor sepa y quiera aprovechar las dotes características de la cómica haciéndola, a partir de su primer papel en un film suyo, en “Correo de Indias” (1942), una presencia familiar en su cine.

Conducto excelente del mejor humor de Neville, Julia Lajos da vida al arquetipo de la señora de mediana edad, algo entrada en carnes, vitalista, que no disimula sus apetitos (aunque, debido a la censura hubiera de limitarse a hacer explícitos los de la mesa y a sugerir el resto), que suspira aún por los hombres, que se ríe de sí misma y que nos contagia con su risa. Prosaico contrapunto a la más espiritual protagonista habitual de los films de Neville (su musa, Conchita Montes) en “Café de París” (1943), en “La vida en un hilo” y “Domingo de carnaval” (ambas de 1945), bordaba también el rol de futura suegra de Fernando Fernán-Gómez en “El último caballo” (1951), sería una carnal hada en “Cuento de hadas” (1951), y se enfrentaba con acierto a su papel más complejo y hondo en “El crimen de la calle Bordadores” (1946). Pero lo más destacable de la filmografía de Julia Lajos no se agota en las películas de Neville. Esta insustituible actriz desplegó con nítida maestría su arquetípica personalidad en títulos tan señeros como “Doña Francisquita” (Ladislao Vajda, 1952), o “Novio a la vista” (film de 1954 debido tanto al genio de Luis G. Berlanga, como del propio Neville, argumentista y co-guionista). En ambas excelentes películas, así como en la también muy estimable “El canto del gallo” (Rafael Gil, 1955), figuraba en el reparto, junto a Julia Lajos, el también excelso Antonio Riquelme.

En una película tan dramática como “El canto del gallo”, el contrapunto cómico, estrambótico y tierno que protagonizaban la oronda Julia Lajos y el escuálido Antonio Riquelme representa, no sólo un soplo de aire fresco y vivificante, sino que eleva exponencialmente el alcance y la calidad del film en su conjunto, siendo la escena de su boda, el momento más inolvidable del film.

Sintetizar en el caso de Antonio Riquelme es sencillo: Antonio Riquelme nació actor y madrileño. Y, probablemente, por ese orden. Perteneciente a una larga estirpe de actores, que él se encargó asimismo de perpetuar, Antonio Riquelme Salvador (Madrid, 9/11/1894 -  20/03/1968) no perdió ni un instante en probar otros medios de vida e, indubitablemente, se zambulló en aquel oficio que le era tan natural como el respirar. Se inició en la profesión, siendo un muchacho, en la compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, con lo que se inscribió en el teatro por la vía más ancha y noble, y ya en 1912 tuvo su primer contacto con el cine, actuando en dos cortometrajes, “Las aventuras de Pollo Palomeque” y “Los sueños de Pollo Palomeque”, dirigidos por los también cámaras Francisco Oliver y José Gaspar, respectivamente. Este primer contacto con el cine conocerá continuidad en esporádicas colaboraciones que se irán sucediendo durante las dos primeras décadas del siglo, mientras el joven Riquelme adquirirá solvencia y solidez en los escenarios actuando con continuidad en diversas compañías, de las que  debe destacarse, por ser aquellas en las que tuvo más presencia, las de Tirso Escudero y la del Teatro de la Comedia (donde fue dirigido por Jardiel). Será durante los años de la Segunda República cuando sus interpretaciones en el cine comiencen a adquirir mayor relevancia, al produciré en títulos que fueron grandes éxitos de la época, como “El rayo” (José Buchs, 1935) y “El bailarín y el trabajador” (Luis Marquina, 1936). Será a partir del periodo de la posguerra cuando la actividad de Antonio Riquelme se decante cada vez más por el cine en detrimento del teatro, actuando, a lo largo de veinticinco años, prácticamente, ante las cámaras de todos los directores del cine español, acumulando más de ciento cincuenta títulos en la suma de su filmografía. Obligado es mencionar al menos, un puñado de ellos, recordando, por ejemplo, su interpretación de “El Castelar” en la adaptación al cine de la comedia de Jardiel, “Los ladrones somos gente honrada” que realizó Iquino en 1941; o sus intervenciones en dos de las mejores películas de Juan de Orduña, “Deliciosamente tontos” (1942) y “Ella, él y sus millones” (1943); o como sus interpretaciones a las órdenes de Neville, quien, tras “La torre de los siete jorobados” volvió a confiarle encantado un papel en “El traje de luces” (1946) y en “La ironía del dinero” (1955). Los directores más prestigiosos del momento confiaban e manera bien fundada en Antonio Riquelme, y tanto José Luis Sáenz de Heredia, como Ladislao Vajda o Rafael Gil, le adjudicaron roles en sus films, como, por ejemplo, en “Las aguas bajan negras” (1946) , “Los ojos dejan huellas” (1952), o “Todo es posible en Granada” (1954, en el caso del primero, en “Barro” (1946), “Doña Francisquita” (1952), o “Aventuras del barbero de Sevilla”, en el caso del segundo, y en “Don Quijote de la Mancha” (1947), “Teatro Apolo” (1950), “La señora de Fátima” (1951), “El canto del gallo” (1955), o “Un marido de ida y vuelta” (1957), en el caso del tercero. Relevancia especial tuvo su colaboración con Luis Lucia, pues le valió el único reconocimiento público en forma de premio del Círculo de Escritores Cinematográficos por su genial incorporación del papel del tierno y arrollador fanfarrón Diego Ruiz en “Jeromín” (1953), éxito personal que le procuró probablemente uno de sus escasos papeles de protagonista en el film del mismo director rodado un par de años después, “La lupa” (1955). Presente en uno de los mejores films de Joaquín Romero Marchent, “El hombre del paraguas blanco”, hilarante como el chalado delicioso en “Bombas para la paz” (Antonio Román, 1958), Antonio Riquelme menudeó también en los films de José María Elorrieta, Ramón Torrado y, a partir de finales de los años cincuenta, Pedro Lazaga.

Antonio Riquelme puso su innato casticismo en juego en las dos versiones de “La Revoltosa” que firmó José Díaz Morales en 1949 y 1963, en el film de Ramón Comas, “Historias de Madrid”  y en el taquillazo “¿Dónde vas, Alfonso XII?”, film en el que su personaje se erigía en la voz del pueblo anónimo madrileño. Supo teñir de patetismo su vis cómica como el alcoholizado violinista Orfeo, en la popularísima “Manolo guardia urbano” (1956), tercera de las películas, por cierto, en las que trabajaba a las órdenes de Rafael J. Salvia. Si tenemos en cuenta que Riquelme tuvo un breve pero lucido papel en “El cochecito” (1960), del binomio Ferreri-Azcona, y que también actuó ante la cámara de Luis G. Berlanga (en “Novio a la vista”, como dijimos) y de Juan Antonio Bardem (en “Felices Pascuas”, de 1954), y que, a todos los directores citados habría que añadir, probablemente, a una veintena más (desde Manuel Mur Oti, hasta Edgar G. Ulmer, pasando por Francisco Rovira Beleta, Arturo Ruiz Castillo o Fernando Palacios, por citar algunos), no cabe duda que el enjuto y narigudo Antonio Riquelme logró hacer encajar con acierto su chocante humanidad en todas partes, con todo tipo de directores y en toda clase de películas, por el milagroso (y glorioso) procedimiento de ser siempre él mismo… Y es que fuera cual fuese el tono de su personaje, ya fuera jovial y relajado, fanfarrón incorregible, o jocosamente irascible, un punto patético, quizá, o fuera cuerdo y sentencioso, o un orate delirante, el timbre personal de Riquelme se mantenía siempre cálido y gozosamente cercano. Lo que, mantenido a lo largo de una filmografía tan extensa convierte a Antonio Riquelme en, probablemente, el mejor actor característico del cine español.


El inductor y la heroína son padre e hija: Félix de Pomés e Isabelita Pomés son Robinsón de Mantua e Inés
A diferencia de sus compañeros de reparto de “La torre de los siete jorobados”, Félix de Pomés Soler (Barcelona, 5/02/1893-17/07/1969) dispuso, por nacimiento, de una privilegiada posición económica que le permitió costearse una formación superior, que consistió en estudios incompletos de Medicina y Farmacia y en una licenciatura en Derecho. También a diferencia de ellos, su contacto con el escenario se produjo, no en sus años mozos, sino siendo ya un adulto. No necesitando ejercer la profesión que por sus estudios le habría correspondido, Félix de Pomés pudo permitirse atender a sus propias inquietudes personales, ejerciendo de periodista en diversas publicaciones y, especialmente, cultivando el arte pictórico, disciplina en la que obtendría notables reconocimientos, exponiendo en Barcelona y Madrid y publicando obra gráfica. No satisfecho por completo con el desarrollo de las antedichas actividades, Félix de Pomés fue un “sportman” destacado, practicante del boxeo en un primer momento, del fútbol (llegando a militar en las filas del F.C. Barcelona y del C. D. Español), con posterioridad, y de la esgrima, deporte en el que se alzó con el campeonato de Catalunya y por cuya práctica representó a España en las olimpiadas de París y Ámsterdam en 1924 y 1928, respectivamente. A lo largo de la década de los años 20 será cuando se inicie en el arte interpretativo, desarrollando su labor en escenarios barceloneses. Desenvuelto viajero, su paso por Alemania a finales de esta década le vale un contrato con la productora tedesca UFA, en calidad de asesor plástico y director artístico. Sin solución de continuidad, iniciará en films de dicha productora su carrera como actor cinematográfico, figurando en los repartos de cuatro films germanos entre 1928 y 1929. Con la irrupción del sonoro, Félix de Pomés formará parte de la selecta escuadra de actores españoles que rodarán versiones en habla hispana de films hollywoodienses. Así, se pondrá ante las cámaras de los estudios de la productora Paramount, instalados en Saint-Maurice y Joinville (París), durante el año 1930 y principios del año siguiente, para rodar cinco films del director Adelqui Millar. Cruzando el Atlántico, y bajo contrato de la productora Fox, Félix de Pomés rodará en los estudios de Hollywood “Cuerpo y alma”, y “Esclavas de la moda”, ambas firmadas por David Howard y estrenadas en 1931, y “Mamá”, film del mismo año que dirigió Benito Perojo. De regreso a España, dirigirá los primeros doblajes de los estudios Trilla-La Riva, y continuará con esporádicos trabajos ante las cámaras, llegando, al iniciarse la década de los cuarenta, a dirigir dos films (“Pilar Guerra” y “La madre guapa”) en los que contará con una belleza de pureza indescriptible como estrella: su propia hija, Isabel. Adviene al rodaje de “La torre de los siete jorobados”, donde obtiene el papel del imponente Robinsón de Mantua, como continuidad a su buen hacer en “Santander, la ciudad en llamas” (Luis Marquina, 1943), film del que su productor, Germán López, recuperará a buena parte del elenco para su nuevo proyecto (además de Pomés, Antonio Riquelme, Julia Pachelo, Luis Latorre y Antonio Zabala) pese a que, paradójicamente, el planteamiento creativo de ambas películas no puede estar más alejado..

Félix de Pomés se mantiene activo como actor, sin prodigarse en exceso, durante las tres décadas siguientes a su debut, aportando su distinguido porte a films preferentemente rodados o producidos en Barcelona. Su impresionante caracterización como el tuerto y espectral Robinsón de Mantua permanece como la más excepcional de su carrera, pero también cabe destacar su participación en la extraordinaria “Vida en sombras” (1948, Llorenç Llobet-Gràcia), en films de Luis Marquina (“Vidas cruzadas”, de 1942 y “Santander, ciudad en llamas”, de 1943), de Ignacio F. Iquino (“Culpable”, de 1945 y “Noche sin cielo”, de 1947), de Ricardo Gascón (“Don Juan de Serrallonga”, de 1948, “Ha entrado un ladrón”, y “El hijo de la noche”, ambas de 1949, o “El correo del rey”, de 1950), de un juvenil Francisco Rovira-Beleta (“Doce horas de vida”, de 1948, y “Once pares de botas”, de 1954), de Fernando Fernán-Gómez (las fundamentales “La vida por delante” y “La vida alrededor”, de 1958 y 1959, respectivamente) y de Rafael Gil, quien le dirigió en cinco ocasiones: “Murió hace quince años” (1954), “La otra vida del capitán Contreras” (1954), “El canto del gallo” (1955), “La casa de la Troya” (1959), y “Rogelia” (1962). En sus últimos años de actividad profesional, tal como hicieron otros compañeros suyos que también habían emigrado temporalmente a Hollywood en los albores del cine sonoro, trabajó en producciones norteamericanas rodadas en España, o, por decirlo de otro modo, cuando Hollywood les devolvió la visita a los actores españoles, éstos, haciendo valer su dominio del inglés, volvieron a trabajar para la Meca del Cine, en títulos como “Orgullo y pasión” (Stanley Kramer, 1957), “Salomón y la reina de Saba” (King Vidor, 1959), o “Rey de reyes” (Nicholas Ray, 1961).


La buena planta, el distinguido porte, y la elegancia natural de Félix de Pomés hallaron en su hija delicado complemento en una belleza tan franca como libre de afectación, que, animada su mirada por una inteligencia nacida de la serenidad, daba lugar a una presencia inigualable en la pantalla, de una fotogenia impecable. La niña Isabel de Pomés López (Barcelona, 10/04/1924 – 31/05/2007) nació para, desde la pantalla, estremecer un día no muy lejano el corazón de todo espectador sensible. Siendo niña todavía, inmersa naturalmente en el ambiente cinematográfico, ya jugaba en la mesa de montaje con pedacitos de films y aprendía a juntar unas escenas con otras. Con alguna experiencia sobre escenarios barceloneses, sólo cuenta dieciséis años cuando López Rubio la hace aparecer fugazmente en “La malquerida” (1940) y los tres años siguientes, poniéndose a las órdenes de su padre, de Ignacio F. Iquino, de Luis Marquina y, especialmente, de Rafael Gil, consolida su figura, pura, virginal y atrayente, para el público. Cuando rueda “La torre de los siete jorobados”, pese a su juventud, ya ha triunfado en el cine. Ha contribuido con su suave accionar a dotar de magia la espléndida “Huella de luz” (1942) y tiene no poca culpa en el éxito final del film. Con su partenaire, Antonio Casal, forma una pareja de las más inolvidables del cine español y que, como dijimos en su momento refiriéndonos al actor compostelano, y desgraciadamente (añadimos ahora), no conoció continuidad. Idónea inspiradora de los mejores propósitos y voluntades de un protagonista como el que encarnaba Antonio Casal en “Te quiero para mí” (Ladislao Vajda, 1944) y en “La torre de los siete jorobados”, Isabel de Pomés, siempre adorable, prolongó su deslumbrante brillo de aquel tiempo de esplendor en forma de fugaces fogonazos en grandes éxitos del cine español (pensamos en su participación en “Marcelino, pan y vino” (1955), de Vajda o en la aclamada “Amanecer en Puerta Oscura” (1957), de Forqué), aunque, como también dijimos en el caso de Antonio Casal, ya no volvió a ser la misma.

En el resto del elenco hallamos que, por ejemplo, Franco es Napoleón.
El Destino tenía previsto para José Franco llegar a ser un gordo familiar en todos los hogares españoles a través de sus numerosas apariciones en la pequeña pantalla, actuando frecuentemente en papeles de tabernero o de cura. Veinte años antes de cumplirse el hado, José Franco Pumarega (Madrid, 25/04/1908-30/01/1980) protagoniza el momento más abiertamente cómico de “La torre de los siete jorobados” al dar vida ultraterrena al espectro de Napoleón y entablar un diálogo con Robinsón de Mantua. Este actor , director y maestro de actores, de oronda y más bien breve figura, sintió la afición por la escena desde la infancia, y dio finalmente salida a su vocación cuando abandonó los estudios de Medicina en su segundo año (en el primero según algunas fuentes) para matricularse en el Conservatorio de Música y Declamación. Ya en aquel entonces, mientras realizaba el meritoriaje en la ilustre compañía de Margarita Xirgú y Enrique Borrás, estrenó la opereta “En las orillas del Neva”, con libreto de Antonio Ángel Gascón. Discípulo de Rivas Cherif, integró el TEA (Teatro Escuela del Arte) en la década de los años 30.  Comprometido con la causa republicana, formó durante la Guerra Civil parte del “Teatro del Arte y Propaganda” que dirigía en el Teatro de la Zarzuela María Teresa León, siguiendo a continuación sus directrices en el Cine-Teatro-Club de la Alianza de Intelectuales Antifascistas en Valencia. Con el fin de la cruel contienda, José Franco se integra, aparentemente sin dificultad, en el seno del sistema teatral del Régimen recién instaurado, dirigiendo y actuando en el Teatro Español, en obras tan afines al clima político imperante como “La primera legión” o “Garcilaso de la Vega”. En las décadas siguientes y tanto a través del cine, como de antes citado medio catódico, pero, sobre todo, sobre los escenarios, José Franco cimentó un sólido prestigio no sólo para el público sino también entre sus propios compañeros de profesión.

Y para terminar…
Para terminar esta aproximación al reparto de “La torre de los siete jorobados” sólo nos queda dar paso al “Quién es quién” del resto de actuantes. Cabe señalar que, con motivo de la presente edición en DVD del film se ha procurado identificar al máximo de nombres que figuran en el elenco, e, incluso, algún nombre que ni siquiera figuraba en los títulos de crédito de la película. Hasta donde hemos podido saber, los intérpretes de “La torre de los siete jorobados” no citados hasta ahora y desempeñando los papeles de menor extensión, son: Manolita Morán, como la frescachona y vulgarcilla cupletista “La Bella Medusa”; Julia Pachelo (de origen italiano, su apellido real era Paccello), como Braulia, la criada de Inés de Mantua; Antonio J. Estrada (que ya había interpretado similar rol en “La Parrala”, un cortometraje anterior de Neville), como el valiente agente de policía Martínez;  Rosario Royo, en el papel de la portera de la casa de los Mantua; José María Rodríguez, un misterioso secundario que frecuentemente no era acreditado, como Faustino, el marido de la portera; Manuel Miranda, en el papel del sacrificado jorobado Malato; Luis Latorre incorpora al crupier de la escena del casino; Luis Ballester, destacado actor radiofónico, interpreta al comisario de policía; Carmen García da vida a la camarera del Salón Moderno; Francisco Zabala se pone en la piel de un jugador de ruleta; Antonio Zaballos se ocupa del rol de don Alfonso, el archivero; el imprescindible para Neville, Luciano Díaz, el hombre sin nariz, encarna a un jorobado asustado ante el previsible desenlace fatal; Antonio Bayón lucirá un uniforme de policía, sin pronunciar palabra y, en el resto de papeles, meramente incidentales, actúan Emilio Barta, Julia García Navas, Natalia Daina, José Arias e Inocencio Barbán.

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