Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

lunes, agosto 24, 2009

De mil amores: ¡¡Felicidades, Antonio Ozores!!

La estirpe de actores en la que se inscribe Antonio Ozores -“Pirulo”, para los amigos-, del que hoy nos alegra decir que cumple 81 años, arrancó con sus tatarabuelos y continuó ininterrumpidamente, perpetuándose en su hija Emma. Antonio Ozores Puchol nació en Burjasot, provincia de Valencia, un 24 de agosto del año 1928. Seis años antes lo había hecho su hermano José Luis, a quien él se encargó de rebautizar como “Peliche” con su lengua infantil, y cuatro años más tarde, su hermano Mariano, que también se le adelantó, viniendo al mundo en un par de años antes que él. Así, Antonio, el más joven de los Ozores, se inició con toda naturalidad en un mundo fascinante, participando en las giras de la compañía familiar desde la década de los años cuarenta, no siéndole ajeno ningún género del arte escénico popular. Practicante de la comedia, de la revista (figurando, por cierto, como eficacísimo secuaz de Lina Canalejas, Tony Leblanc, de “Peliche” y del también autor del libreto, Miguel Gila, en la mítica, genial y efímera “Tengo momia formal”, estrenada en 1952 en el teatro Fontalba), y hasta del humor gráfico en las páginas de “La Codorniz”, en fraterno triunvirato, Antonio ha hecho reír de todas las maneras posibles al público, no sólo como actor, sino también como autor teatral, escritor de libros y guionista.

De la mano de sus padres, Luisa Puchol y Mariano Ozores, y de sus hermanos mayores, Antonio ingresó en el mundo artístico sin tener ocasión de descubrir que existía otro diferente. Un mundo al que pronto aportó su interpretación humorística de la realidad, una personalidad propia e inconfundible que se enfrentaba a las situaciones cotidianas, atravesándolas de parte a parte con el punzante filo del absurdo. A menudo atropellado, balbuceante, farfullante, nervioso, el personaje de Antonio Ozores resulta especialmente cómico cuando cree dominar la situación y sonríe con suficiencia, preludiando un “planchazo” que desatará un torrente de frases entrecortadas dichas por lo bajo, mientras trata de aflojarse el cuello de la camisa con un dedo que desliza por él para hacer sitio a su nuez, que sube y baja penosamente.

El espectador ha ido reconociendo a Antonio Ozores a lo largo de más de cinco décadas de trabajo continuado en todos los medios. Para el cine español de los cincuenta, el juvenil Antonio, un muchacho delgadísimo que debutó como taxista en “El último caballo” de Edgar Neville (1950), era el reflejo del hambriento españolito que se desligaba de la realidad por vía de su pintoresca apariencia. Con el desarrollismo, años después, además de suspirar por los bocadillos de chorizo, al rol de Antonio le era dado aspirar a los favores de alguna guapa y rozagante muchacha. Periclitado el franquismo, en el cine hispánico entra en juego el “sarampión erótico-político”, las aspiraciones de su rol suben de tono y bajan de nivel, dando paso la comedia popular a la populachera. Aliado con otros humoristas poseedores de innegable tirón comercial, tales como Andrés Pajares y Fernando Esteso y habitualmente dirigido por su hermano Mariano, Antonio Ozores alcanza la mayor difusión taquillera, coincidente con sus éxitos televisivos de millonaria audiencia (fundamentalmente a través de sus intervenciones en el concurso “Un, dos, tres, responda otra vez” de Narciso Ibáñez Serrador) e incluso radiofónicos (integrando con otros humoristas como Luis Sánchez Polack “Tip”, Mingote, Alfonso Ussía y Chumy Chúmez, la exitosa tertulia del programa de Luis del Olmo “Protagonistas”, “El estado de la nación”).

El entrañable “Pirulo”, un trabajador inagotable que hasta para sus ratos de ocio ejerce de humorista realizando improvisaciones cómicas con talentos afines, como cuando grababa cintas magnetofónicas con su hermano José Luis y Miguel Gila, o cuando “doblaba” películas con su esposa de entonces, Elisa Montés y las parejas formadas por Pedro Lazaga y Maruja Bustos, José Luis Sáenz de Heredia y Concha Velasco, y su hermano Mariano y su mujer, Teresa, cumple hoy 81 años y este burgomaestre, que ya tuvo el atrevimiento de traerlo a este weblog en la primera entrada de esta etapa, en una foto que lo mostraba en compañía de su hermano José Luis, de Luis Escobar y de Luis Prendes, y que luego lo ha mencionado repetidamente a propósito de su participación en films tales como –cito de memoria- “Aeropuerto” (Luis Lucia, 1953), “El diablo toca la flauta” (José María Forqué, 1953), “Los ases buscan la paz” (Arturo Ruiz-Castillo, 1954), “El hombre del paraguas blanco” (Joaquín Romero Marchent, 1957), “Las muchachas de azul” (Pedro Lazaga, 1957), “Las dos y media y veneno” (Mariano Ozores, 1959), o “Trampa para Catalina” (Pedro Lazaga, 1961), quiere hoy felicitarle y desearle que cumpla muchos más, con buena salud y en compañía de su gente. O, como diría el propio Antonio, responsable de haber convertido la práctica de hablar en camelo en un arte: “Gurgubante trigoblás, gorgondolo burbiglufo, berbeglero glasbanglefo fusbimpún trolororoilo... ¡Y Muchas Felicidades!”

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jueves, agosto 13, 2009

¡Felicidades mil, a José Sazatornil!

Tal día como hoy, 13 de agosto, pero de 1926, en la ciudad de Barcelona vino al mundo José Sazatornil Buendía, lo que quiere decir que hoy celebra su octogésimo tercer aniversario. Y con tal motivo, este burgomaestre se apresta a felicitar convenientemente a tan querido actor cómico, que se inició profesionalmente en los escenarios allá por 1946, en la compañía de María Vila y Pío Daví y que pronto se incorporó a la del popularísimo Paco Martínez Soria. Es la nuestra una felicitación sincera, que se congratula en poder desear al inolvidable intérprete de tantas comedias que cumpla muchos años más, gozando de buena salud y en compañía de sus seres queridos.

A José Sazatornil “Saza” le conoce todo el mundo. El público ha podido disfrutar durante seis décadas de su vis cómica y de su extraordinaria dicción, que le ha permitido pronunciar sonoramente hasta la última de las consonantes. Vinculado su caminar por el Séptimo Arte a nombres como el del productor-director Iquino (en sus primeros años en el medio, actuando en títulos como “Los gamberros” o “El difunto es un vivo”), el del productor Dibildos (con títulos como “Las que tienen que servir” o “Los que tocan el piano”), o el insigne director Luis García Berlanga (“El verdugo”, “La escopeta nacional”, llevan su firma), por citar sólo algunos ejemplos, José Sazatornil ha deleitado igualmente al público teatral, con su constante quehacer en el género cómico y en la revista, poniendo con acierto su oficio en obras de clásicos del género como Muñoz Seca y su “La venganza de Don Mendo” o Arniches (de quien estrenó un montaje de su “Es mi hombre”).

A este señor con bigote al que adivinamos cordial, locuaz y afable, y del que nos han contado que se despide con un “Suerte y éxitos mil, te desea tu amigo, José Sazatornil”, queremos desearle hoy un muy feliz, feliz cumpleaños.

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sábado, agosto 08, 2009

Último adiós a Lola Lemos

La muerte sólo toma vacaciones en las películas. En la vida real no respeta ni el más inmisericorde calor agosteño y este año parece estar especialmente interesada en cebarse en los actores. Ayer nos enteramos del fallecimiento, el pasado jueves 6 de agosto de 2009, de la actriz Lola Lemos. Nacida en Brea de Aragón (Zaragoza) -porque por allí pasaba, por así decir, “el carro de los cómicos”- el 5 de mayo de 1913 en el seno de una familia de larga tradición en el terreno de la interpretación, Dolores García Lemos, hermana menor del gran Carlos Lemos, fue una presencia cotidiana en los programas dramáticos de la época dorada de Televisión Española, cuando en los años sesenta y setenta se emitían numerosas producciones de género dramático, dirigidas por grandes profesionales como Pedro Amalio López, Alberto González Vergel, Gustavo Pérez Puig o Chicho Ibáñez Serrador, y los repartos los formaban actores ya consagrados en el teatro, como la recientemente fallecida Mary Carrillo o Guillermo Marín, o nuevos valores muy cualificados como el también recientemente desaparecido Fernando Delgado, o Pablo Sanz, por citar sólo algún ejemplo.

Compartiendo espacio con, curiosamente, otra hermana de primer actor, Mercedes Prendes (Cándida Losada, a primera vista, candidata a ocupar similar posición escénica, tenía un perfil de aristas más duras) era la de Lola Lemos una presencia por lo general bondadosa y dulce, dada a la mansedumbre, que solía encarnar personajes secundarios, más bien propensos a ser sujetos pasivos (y con frecuencia abnegados) de alguna desgracia. Ideal para dar vida a la madre del héroe, como sucedía en la popularísima serie “Curro Jiménez” (1977), o de la mujer de éste, tal como podía verse en “Cañas y barro” (1978), adaptación de la novela de Blasco Ibáñez que dirigió Rafael Romero Marchent en la que incorporaba el rol de “La tía Hueso”, la madre de “Rosa” (Ana Marzoa), Lola Lemos llevaba ya a sus espaldas, a la hora de acometer tales roles, una larga experiencia en el medio, frecuentando con especial asiduidad los repartos del espacio “Novela”, pero no siendo vista mucho menos en “Teatro de siempre” o la mítica serie “Historias para no dormir”, dando vida a una largas sucesión de madres y criadas. Como tal fue vista, por ejemplo en la adaptación de “Crimen y castigo” que protagonizó Julián Mateos dirigido por Alberto González Vergel, o en el capítulo “El cuervo”, junto a Rafael Navarro, de “Historias para no dormir”.
Una actriz de la generación de Lola Lemos lo era desde el teatro. En su caso, además, como en el de otros hijos de actores, desde su mismísima llegada al mundo. De su paso por los escenarios de los Teatros Nacionales, podemos citar las siguientes obras: de las estrenadas en el Teatro Español: ”¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita”, de José Martín Recuerda (dirección de Adolfo Marsillach, 1965, con, entre otros, Mari Carrillo, Jacinto Martín, José Vivó, Charo Soriano, Terele Pávez, Tina Sáinz o Fernando Chinarro), “David Copperfield“ (bajo dirección de Antonio Guirao, con Encarna Paso, Ramón Corroto, José Luis Coll, y Pedro del Río, entre otros), en el “El condenado por desconfiado”, de Tirso de Molina (según dirección de Miguel Narros, 1970, teniendo como compañeros de reparto a, por citar a los más conocidos, Francisco Piquer, Javier Loyola, Charo López, José Luis Pellicena, Guillermo Marín y Luchy Soto); el mismo año, en el mismo escenario y contando con el mismo director, actuó también en “La marquesa Rosalinda” (montaje en el que intervinieron también Guillermo Marín, Luchy Soto, Amparo Soler Leal, Charo López, Javier Loyola, José Luis Pellicena, María José Román y Paloma Hurtado), en 1971 fue el turno de “Proceso de un régimen”, de Luis Emilio Calvo Sotelo (con dirección de José María Loperena, y con actuaciones estelares de Guillermo Marín, Lola Cardona, Cándida Losada, Estanis González, Antonio Medina, y José Luis Pellicena). Pisando el escenario del Teatro María Guerrero, encontramos en la carrera de Lola Lemos intervenciones en “El último Robinsón”, de Luisa Simón (con la dirección de Antonio Guirao, obra estrenada en 1976, con un reparto formado por Josefina Calatayud, Cándida Tena, Alfonso Vallejo y Fernando Tejada, entre otros), y, dando un salto atrás en el tiempo, formando parte de la compañía “Los títeres”, de teatro para la infancia, en las obras “La feria del come y calla”, de Alfredo Mañas y con dirección de Ángel Fernández Montesinos (1964), “El pequeño príncipe”, de Antoine de Saint-Exupery (1965) y “El pájaro azul”, de Maeterlinck (dirección de Ángel Fernández Montesinos, 1967, con Manuel Galiana, Venancio Muro, Conchita Goyanes, José Luis Lespe, Pedro Valentín, Conchita de Leza, Margarita Calahorra, Nicolás Dueñas y un largo etcétera formando el reparto).
Los casi cien años de vida que le cupo vivir a Lola Lemos no le permitieron ser debidamente aprovechada por el cine, medio en el que disfrutó de pocas oportunidades de lucimiento. En su filmografía podemos citar algunas películas tremendamente populares, como “Sor Citroen” y “¿Qué hacemos con los hijos?” (ambas de Pedro Lazaga y estrenadas en 1967), y otras de distinto tono, como las policíacas “De espaldas a la puerta” (José María Forqué, 1959) y “Autopsia de un criminal” (Ricardo Blasco, 1963), o las colaboraciones en films de Fernando Fernán Gómez, tales como “Cinco tenedores” (1979) y “Fuera de juego” (1991).
Y esto es, a la hora del adiós, lo que este burgomaestre dice hoy sobre la trayectoria de Lola Lemos. Actriz que nos deja una carrera profesional merecedora sin duda de un repaso más detallado y sosegado el cual queda para una futura entrada.

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jueves, agosto 06, 2009

Historia de un profesional: Fernando Delgado (segunda parte)



En la primera parte de esta entrada, este burgomaestre trató de esbozar un retrato del actor Fernando Delgado, de sus comienzos en la profesión, que fueron los mismos que los de su propia vida y de su desarrollo como profesional en la escena teatral y en el medio cinematográfico. Es hora ya de ocuparnos de su labor desarrollada en un medio que frecuentó, prácticamente, desde sus mismos inicios en España, la televisión. Desde el tubo catódico le llegó a Fernando Delgado la popularidad, pero como la compensación retributiva era escasa, hubo de compaginar sus intervenciones en programas dramáticos para la pequeña pantalla con el teatro y también con esporádicas actuaciones en el cine. De todo ello nos ocuparemos un tanto en los siguientes epígrafes.
Del uno al otro confín... de la tele (1957-1977)
La sólida formación y desarrollo del actor Fernando Delgado en el teatro y sus, por lo común, breves intervenciones cinematográficas cristalizaron en el medio televisivo que resultó a la postre el más fecundo para la consolidación de la figura del actor y la popularización de su nombre y su efigie. Su presencia en la pantalla televisiva fue constante desde prácticamente los primeros pasos, es decir, desde las primeras emisiones regulares en España.
José Luis Colina Jiménez nació en Madrid en 1922, aunque se crió en Valencia, ciudad en la que permaneció hasta su regreso a su ciudad natal en 1941. Es en la ciudad del Turia donde compartirá con Luis García Berlanga (con quien colaborará en la confección de los guiones de algunas de sus mejores películas: “Novio a la vista”, “Los jueves, milagro” y, como hemos visto en la primera parte de esta entrada, “Plácido”) el entusiasmo por el cine. Entre 1951 y 1953 cursó estudios en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, cuando llevaba ya varios años colaborando como periodista en prensa y en Radio Nacional de España. Durante ese periodo recibe el encargo por parte del ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, de dirigir la programación de la naciente Televisión Española, que todavía no emitía y que no lo haría con regularidad hasta octubre de 1956. En el momento de iniciarse la andadura continuada del nuevo medio, con José Ramón Alonso como titular de la Dirección de Programas y el propio Colina como efectivo “factotum”, se toma la decisión de ofrecer a Juan Guerrero Zamora (Melilla, 22 de enero de 1927, Madrid, 28 de marzo de 2002) la realización de espacios dramáticos, siguiendo los modelos establecidos por las televisiones de los países del resto del mundo, que tanta delantera llevaban al nuestro en todos los terrenos. Al nombre del pionero Guerrero Zamora, que empieza a dirigir en los míticos estudios del Paseo de la Habana las primeras emisiones en directo (no existía el video-tape) de obras teatrales, se sumarán en los siguientes meses Pedro Amalio López, Fernando García de la Vega, Enrique de las Casas, Alfredo Castellón, Domingo Almendros y Gustavo Perez Puig. Es a las órdenes de estos nombres míticos de la televisión española que Fernando Delgado, en 1957, comienza su trayectoria ante las cámaras de la pequeña pantalla.
Está comúnmente aceptado que Fernando Delgado actuó en más de dos mil espacios dramáticos de televisión. A la hora de glosar tal proeza, tratar de hacer otra cosa distinta de citar unos cuantos de ellos y de comentar unos pocos sería desafiar a la razón. Así que nos limitaremos a detenernos lo posible en aquellos títulos de los que dispongamos de alguna información o alguna imagen. El listado más completo del que tiene conocimiento este burgomaestre es, cómo no, el que figura en la correspondiente página de la base de datos internáutica IMDB, el cual, como es lógico, no consigue abarcar la totalidad de la carrera de Fernando Delgado en el medio. Por ejemplo, entre los listados en el apartado del programa “Primera fila”, no figura la adaptación que de la comedia de Pedro Calderón de la Barca “La dama duende” realizó Pedro Amalio López, que fue emitido el miércoles 20 de noviembre de 1963, a las 23:00 horas, la cual protagonizó Irene Daina, en el papel de Doña Ángela y el propio Fernando Delgado, como Don Manuel. El resto del reparto lo formaban José María Prada, como Cosme, Paco Morán, como Don Luis, Mercedes Barranco, como Doña Beatriz y José Luis Lespe, como Don Juan. Teniendo en cuenta que, para el mismo espacio “Primera Fila” y en el mismo año, Fernando Delgado ya había intervenido en “Esta noche es la víspera”, de Víctor Ruiz Iriarte, en “La pradera de San Isidro”, de Ramón de la Cruz, en “Malvaloca”, de los hermanos Álvarez Quintero, en “Me casé con un ángel”, una de las obras que el húngaro János Vazsary escribió para su esposa, la actriz Lili Murati; en “La señorita de Trévelez”, de Carlos Arniches, en “Tío Vania”, de Antón Chéjov, en “Sublime decisión”, de Miguel Mihura”, en “El árbol de los Linden”, de J. B. Priestley y en “Las flores”, de, otra vez, los hermanos Álvarez Quintero, es disculpable que, ante tan insistente presencia, haya escapado alguna actuación a los compiladores. En cambio, la misma base de datos sí recoge en su filmografía una participación en la serie de 1983, original de Ana Diosdado y dirigida por Pedro Masó, “Anillos de Oro”, en su episodio tercero, el titulado “A corazón abierto” en el que, sin embargo, no aparece, sino que quien tiene una minúscula intervención es su hijo Fernando.
De las intervenciones de Fernando Delgado en el primer lustro de vida de Televisión Española, apenas podemos dar cuenta. Nos consta que, efectivamente, se iniciaron en 1957, pero no tenemos constancia de en qué programas se sustanciaron. Se trataba, eso sí, de representaciones que se realizaban en riguroso directo desde los míticos estudios del Paseo de La Habana. La primera realización en la que encontramos a Fernando Delgado es en la novela seriada “Los últimos de Filipinas”, que dirigió, dentro de la temporada 1962/63, Domingo Almendros, un especialista en esta variante que ya había inaugurado tal modalidad con títulos como “El viudo Ríus” o “La paz empieza nunca” En esos años, la “Novela” se emitía todavía semanalmente y no sería hasta la temporada siguiente, que las emisiones pasarían a ser diarias, en el horario de sobremesa, a las 15:30 horas. A partir de la temporada 1964/65, se duplicaría la ración de “Novela”, ofreciéndose dos títulos diariamente, uno que mantenía el horario previo de sobremesa y otro, a última hora de la tarde. En “Los últimos de Filipinas”, junto a Fernando Delgado actuaban, en un reparto de signo, lógicamente, masculino, Jesús Puente, Arturo López, Alfonso Gallardo, Ignacio de Paúl y Ángel de la Fuente (quien pasaría a ser, posteriormente, locutor del Telediario). Otras realizaciones datadas en 1962 que contaron con Fernando Delgado en su reparto (y no recogidas en la base de datos IMDB) fueron “Anastasia”, “El villano en su rincón”, de Lope de Vega (que como vimos en la primera parte de esta entrada, ya había representado en el Teatro Español en 1950), la policíaca “Brigada 21”, de Sydney Kingsley, y “El sombrero de paja de Italia”, de Eugène Labiche y Marc Michel. De la primera obra, escrita por Marcelle Maurette y Guy Bolton, que narra la historia de Anna Anderson, la presunta superviviente de los Romanov, podemos decir que fue adaptada para televisión y dirigida y realizada por Juan Guerrero Zamora, que fue emitida dentro del espacio “Gran Teatro” y que contó con el siguiente reparto, encabezado por dos grandes damas de la escena: María Dolores Pradera, que fue Anna Anderson, y Tina Gascó, a quien correspondió el papel de la emperatriz. El gran José Bódalo fue “Bounine”, Enrique Closas, “Chernov”, Antonio Moreno, “Un ciego”, Valeriano Andrés, “Pablo”, Claudio Rodríguez hizo de “Sergio” y a Fernando Delgado le repartieron el rol de “Oblensky”. Su emisión se produjo el viernes 11 de mayo de 1962. Ya en 1963 (y tampoco recogidas por IMDB), encontramos “El bosque petrificado”, de Robert E. Sherwood, como otra de las obras en las que actuó Fernando Delgado y, emitida el primero de mayo, a las 7:45 de la tarde, antes de la retransmisión de la “Demostración Sindical” correspondiente a la señalada fecha, dentro del programa “Teatro de familia”, la obra, con guión original de Hermógenes Sáinz, “El muro”. Se trataba de la historia de un hombre aislado, que se mantenía al margen de sus semejantes, protegido por un muro que él mismo se había construido para protegerse de los demás, hasta que una situación extrema le obliga a adoptar una decisión heroica, lo que le sitúa en el centro de la atención. El protagonista era Paco Morán, que hacía el papel de “Paolo” y el antagonista, Fernando Delgado, como “Pedro”. La primera actriz era la guapa Ángela María Torres, en el rol de “Ana”, y el resto del reparto lo formaban Manuel Torremocha, como “Nino”, Roberto Llamas, en el papel de “Atilio”, y Joaquín Dicenta como “Centinela”. La dirección de esta realización fue de Juan Guerrero Zamora, quien fue auxiliado por Manuel Aguado.
En 1964 y a instancias de la dirección, que vio en él cualidades para ejercer la realización, Fernando Delgado completa un cursillo que le permite obtener el puesto de realizador, el cual ejercerá de inmediato en numerosas ocasiones. Suma así tal actividad a la más habitual de la interpretación, hasta que a mediados de los años setenta, la reglamentación laboral echa por tierra su probada experiencia y le impide continuar desempeñando tal función. Entre sus realizaciones, casi tan abundantes (aunque no tan innumerables) como sus actuaciones, podemos citar “¿De acuerdo, Susana?”, “Niebla en el bigote”, o la pieza la serie dramática del género policial “Tras la puerta cerrada”, que llevaba a la pequeña pantalla relatos de suspense como el de Wiliam Irish “Veinte escalones”, que se emitió el 4 de junio de 1965 según adaptación de Héctor Quiroga, con Paco Morán, Pablo Sanz e Irene Daina como protagonistas y con papeles para Fernando Sánchez Polack, Valeriano Andrés, Alberto Fernández y Jesús Enguita. En el espacio Estudio Uno dirige, emitida también en 1965 (el 3 de noviembre, concretamente), “El jardín de las horas perdidas”, un drama especialmente escrito para televisión por Rodolfo Hernández S. Payaruelo, un autor que se inició en Televisión Española mediante la presentación a concurso de sus originales. En el reparto, en los papeles de la joven pareja protagonista, Emilio Gutiérrez Caba y María José Goyanes, a quienes secundaban Nuria Carresi, Gaby Álvarez, Blanca Sendino y Fernando Sánchez Polack. Igualmente para Estudio Uno, Fernando Delgado dirigió una versión de la tan relevante obra de Miguel Mihura “Tres sombreros de copa” que fue emitida en 1966, con un impresionante reparto encabezado por Luis Varela como el protagonista, Dionisio, y con Guillermo Marín, como don Sacramento, José María Prada, como don Rosario, María José Goyanes, como Paula, Antonio Iranzo en el papel de Buby y un largo etcétera que incluía nada menos que a José Bódalo, Amparo Baró, Tota Alba, Agustín González, Laly Soldevila y Florinda Chico, como Madame Olga. En abril de 1966, también para “Estudio Uno”, Fernando Delgado dirigió y realizó la muy exitosa comedia de Alfonso Paso “Cosas de papá y mamá”, que se emitió un miércoles 13 de abril, pocos días después de que nuestro protagonista sufriera un accidente de tráfico el cual le mantuvo apartado de su incesante labor durante una temporada. Según informó puntualmente la revista “Tele Radio”, Fernando Delgado, al volante de su modesto seiscientos, se empotró contra un autobús del servicio público que estaba aparcado, distraído, según declaró, por la cartelera del cine Gayarre, muy cercano al punto del Paseo de la Castellana (entonces, Avenida del Generalísimo, claro) donde se produjo la colisión. Como secuela del siniestro, a nuestro protagonista le quedó una pequeña cicatriz visible junto a su ojo derecho. Volviendo a la emisión de “Cosas de papá y mamá”, versión televisiva de las muchas que Alfonso Paso estrenó con éxito en 1960 (concretamente, en el Infanta Isabel, un 8 de abril, con Isabel Garcés y Manuel Dicenta de protagonistas), los papeles principales corrieron a cargo de Luisa Sala, como “Elena” y de Valeriano Andrés, que hizo de “Leandro”, con Ana María Vidal en el rol de “Luisa” y Ricardo Garrido en el de “Julio”, correspondiendo a los magníficos José María Escuer y Terele Pávez, los papeles menores del “Doctor Gelit” y de “Justina” (la criada de don Leandro), respectivamente. Para el popular programa “Novela”, digamos, por citar unos últimos ejemplos, Fernando Delgado se encargó de la dirección del relato seriado de “Anna Karenina”, de Leon Tólstoi, emitido en 1975 (con María Silva como protagonista) y de realizar, ya más que mediados los años setenta, una “Antígona” según la versión de Anouihl, con Teresa Rabal y Luisa Sala en los papeles principales.
La mítica serie creada por Narciso Ibáñez Serrador, “Historias para no dormir” se cruzó en el camino de un buen número de excelentes actores. La hemos recordado en este weblog repetidamente, pues tanto Rafael Navarro, como Estanis González, vistos por aquí en el pasado, participaron en diversos episodios. También Fernando Delgado tuvo su oportunidad de trabajar a las órdenes de Chicho, en el episodio emitido el 1 de abril de 1966, que se pasó en dos capítulos de veinticinco minutos, el cual adaptaba un cuento de Henry James y se titulaba “El muñeco”. Con evidentes puntos de contacto con la novela más conocida de su autor (“Otra vuelta de tuerca”), “El muñeco”, relato situado en su versión televisiva en el Londres de 1924, contaba el espeluznante descenso al abismo de la brujería de una niña, Alicia (Teresa Hurtado) ante los horrorizados ojos de su padre, Hugo Wilbur (Narciso Ibáñez Menta). El episodio comenzaba cuando Ana, la nueva institutriz de Alicia, (Nélida Quiroga) visitaba a Ricardo Wilbur (Fernando Delgado), el hombre que la había contratado para que se ocupara de la educación de su sobrina Alicia, para advertirle de que iba a dejar su puesto porque no podía soportar que el padre de la muchacha la tratara de la horrible manera en que lo hacía, especialmente, desde la muerte de su esposa. Ricardo, preocupado, iba a ver a su hermano y éste le refería que tenía miedo de su propia hija, la cual mantenía una extraña relación con la difunta Elena, su primera institutriz, enterrada en el panteón familiar, con quien se mantenía unida merced a sus conocimientos de las artes de hechicería. A Fernando Delgado le correspondía el papel de testigo incómodo y horrorizado, que no podía dar crédito a las revelaciones de su hermano Hugo, y que tenía una entrevista con la extraña jovencita en su lúgubre ambiente, circunscrito al desván de la casa y que, finalmente, desencadenaba la tragedia final cuando, al presionar a su sobrina sobre la naturaleza del muñeco de cera que posee (una figura vudú con la que martiriza a su padre), hace que ésta reaccione inesperadamente con una desesperada declaración de inocencia: “¡Es de caramelo!”, alega. Y uniendo acción a la palabra, le propina un profundo mordisco en la cabeza. Tras escuchar un desgarrador gemido, el espectador asiste, en el último plano del episodio, a la visión del cadáver de Hugo Wilbur acostado en su lecho, con los ojos desorbitados y una profunda y sangrante brecha en la frente.
Reflexionaba Fernando Delgado, a propósito del trabajo realizado por el departamento de dramáticos de TVE que “desde Casona, hasta Esquilo, hemos arrasado con todo, sin piedad…¡y con una falta de respeto increíble!” Es la suya una mirada crítica (hecha ya desde una cierta distancia, en plena década de los ochenta) hacia una etapa de la televisión española recordada con la dorada pátina de la nostalgia por varias generaciones de espectadores. En contadas ocasiones se permite Fernando Delgado la complacencia para la labor realizada. Una de ellas es para recordar “Requiem por una mujer”, un texto de Albert Camus escrito sobre una novela de William Faulkner. Otra, la versión que de “Los acreedores”, de August Strindberg, realizó el malogrado Claudio Guerín, con José María Rodero y Elvira Quintillá como compañeros de reparto. También la versión de “La decente”, de Miguel Mihura, emitida dentro del espacio “Estudio Uno” el 29 de marzo de 1976, que le reunió con Julia Martínez y Manolo Gómez Bur, en la que asumió el rol del inspector Miranda, mereció ser rescatada por la memoria. Digamos que para aquel entonces, por cierto, nuestro protagonista de hoy había representado ya un buen número de papeles en comedias del maestro Mihura, en títulos tales como “Sublime decisión” (emitida el 9 de octubre de 1963, dentro del espacio “Primera fila”), “El caso de la mujer asesinadita” (escrita por don Miguel en colaboración con Álvaro de la Iglesia y vista el 22 de septiembre de 1965, también en “Primera fila”), “El caso el señor vestido de violeta” (como un “Estudio Uno” lanzado al aire el 8 de abril de 1969), o “El chalet de Madame Renard” (otro “Estudio Uno”, emitido el 2 de marzo de 1972, en el que compartía protagonismo con Irene Gutiérrez Caba, con la que en aquel momento actuaba, precisamente, en un teatro madrileño en la obra “Los viernes…amor”). Igualmente un “Estudio Uno” fue “El que recibe las bofetadas”, del autor ruso Leonidas Andreyev, quizá la creación personal más inolvidable de todas las de Fernando Delgado, emitida el 26 de febrero de 1971, donde seguía los pasos de, nada menos que el mítico Lon Chaney, que había hecho la versión fílmica en 1924 dirigido por el sueco Sjöström, en esta historia ambientada en el mundo del circo, cargada de patetismo. Otro “Estudio Uno”, el emitido el 5 de mayo de 1972, “Felicidad conyugal”, sobre una obra de León Tolstoi, en la que representaba al protagonista Serguei, el hombre que se casaba con María (María José Goyanes) y que experimentaba el demonio de los celos al trasladarse el matrimonio del campo a la gran urbe, a San Petersburgo, se cuenta también entre los destacables, con Nélida Quiroga, en el papel de su madre, y con Mayrata Owisiedo, en el de su suegra. El 3 de noviembre del mismo año, Fernando Delgado protagonizará junto a su muy habitual compañera de reparto Luisa Sala, “Juego de niños”, de Víctor Ruiz Iriarte, comedia casualmente centrada en el tema de los celos conyugales, aunque a años luz del tratamiento de Tolstoi. Dirigida por Pedro Amalio López, contaba en el reparto con los buenos oficios de Andrés Mejuto y Tina Sáinz, junto a los que comparecieron los ignotos Juan Antonio Macía, Julia Montero, Sagrario Sala y Florentino Alonso. Una obra tan conocida y llevada al cine en repetidas ocasiones, “El proceso de Mary Dugan”, de Bayard Veiller, emitida en versión televisiva dentro del espacio “El teatro” el 21 de octubre de 1974, le reservó a Fernando Delgado el lucido papel de fiscal. También encontramos, en la interminable lista de títulos de la trayectoria de Fernando Delgado en televisión, “El precio”, una obra emitida el 1 de febrero de 1974, que le permitió encarnar a un protagonista obsesionado con parecer mejor persona de lo que es. Como oponentes tuvo al siempre brillante Gabriel Llopart y al extraordinario Andrés Mejuto, y a Encarna Paso como primera actriz.
Si antes repasábamos, si quiera a vuela-pluma, las obras de Miguel Mihura que le tocó representar a Fernando Delgado, no deberíamos dejar sin listar, si quiera someramente, las comedias de Jardiel Poncela (su precursor y maestro “malgré lui”) que forman parte de su repertorio televisivo. La primera de la que tenemos noticia fue “Una noche de primavera sin sueño”, emitida el 5 de agosto de 1964, en “Primera Fila”, a la que siguió, tres años más tarde, “Las siete vidas del gato”, que se incluyó en el espacio “Estudio Uno”, un par de años después, fue “Un marido de ida y vuelta” en el espacio de la segunda cadena “Teatro de Siempre” y, poco antes de terminar 1969, “Angelina o el honor de un brigadier”, en “Estudio Uno”.
Un repaso al trabajo de Fernando Delgado en televisión española nos da una medida más que aproximada de la enorme versatilidad de la abundante producción dramática del Ente. A las obras de los comediógrafos españoles más populares, tales como los citados hermanos Álvarez Quintero, Carlos Arniches, Muñoz Seca, Jardiel o Mihura, se sumaban obras seleccionadas del panorama internacional, ya fueran de procedencia escénica o narrativa. Los autores rusos decimonónicos se alternaban sin dificultad con las piezas de origen norteamericano que, en muchos casos, habían conocido adaptaciones cinematográficas de éxito, tales como “Arsénico y encaje antiguo”, “Ninotchka”, “El motín del Caine” o “Mesas separadas”. También, naturalmente, había lugar para las obras clásicas del Siglo de Oro Español, como lo fue “El perro del hortelano”, de Lope de Vega, que se emitió en “Estudio Uno” el 2 de febrero de 1966, o “El alcalde de Zalamea”, de Pedro Calderón de la Barca, en la que nuestro protagonista de hoy daba vida a uno de los personajes eternos de la historia del teatro Español, el muy honorable villano (en el sentido original de la palabra) Pedro Crespo.
Por si no fuera bastante conocido el argumento de “El alcalde de Zalamea”, lo que excusaría relatarlo aquí, este burgomaestre lo explicó ya en la entrada dedicada a Mario Berriatúa, a propósito del comentario de la película que dirigió sobre dicha obra José Gutiérrez Maesso. Digamos en pocas líneas, que se expone un caso en el que se produce un conflicto entre la defensa de la honra y el deber de obediencia a la autoridad cuando un villano, que se ha visto obligado a acoger en su casa a las tropas del rey, trata de restituir su honra cobrándose la vida del capitán de los Tercios que ha mancillado su honor, atropellando a su hija Isabel. Finalmente, el mismo Felipe II en persona, tendrá que reconocer que le asiste la razón a Pedro Crespo, que ha empleado su recién adquirida dignidad de la alcaldía de Zalamea en castigar al bellaco capitán. La obra de Calderón fue programada dentro del espacio “Teatro de siempre” en 1967, adaptada y realizada por Federico Ruiz, con decorados del habitual Jaime Queralt y con un reparto magnífico que incluía a buena parte de los mejores actores disponibles en Televisión Española. Detrás de Fernando Delgado, un Pedro Crespo al que imprimió su impronta de serenidad y aplomo característica, encontramos el nombre de Pablo Sanz, el noble don Lope de Figueroa, almirante al mando de los Tercios, con el que Pedro Crespo mantendrá más de un duelo dialéctico y con el que iniciará una muy respetuosa amistad, pese a que las circunstancias los enfrenten. En el papel de la mancillada Isabel, encontramos a la muy hermosa y adorable Lola Cardona, y en el de su ingenuo hermano Juan, que quiere unirse a las tropas del emperador, al juvenil Nicolás Dueñas, que por aquellos años se multiplicaba en la pequeña pantalla. Desempeñando el desagradable rol del capitán don Álvaro, hallamos a otro veterano del medio (como el propio Delgado o como Pablo Sanz), Paco Morán. Sirviéndole de alcahuete, actúa Joaquín Pamplona en el papel del soldado Rebolledo, en cuya compañía va la pizpireta y cascabelera “Chispa” (Alicia Hermida), quienes aspiran a medrar en la milicia haciéndose con el juego del boliche para la soldadesca. En intervención imperial, aparece Roberto Llamas (quien debutó en el cine, justamente en “Plácido”, junto a Fernando Delgado), como Felipe II, al final de la obra. En papeles menores, actúan también Julia Peña como Inés, la prima de Isabel, Carlos Villafranca, como el sargento secuaz del indigno capitán don Álvaro, y Miguel Armario como escribano al servicio del consistorio de Zalamea.
“Los verdes campos del Edén”, obra de Antonio Gala, fue también uno de los triunfos personales indiscutibles de Fernando Delgado, el cual, curiosamente, no figura en su filmografía de la base de datos IMDB. Detengámonos un tanto a propósito de ella.
Estrenada en el teatro María Guerrero el 20 de diciembre de 1963, con dirección de José Luis Alonso y con José Bódalo, José Vivó, Rafaela Aparicio, Rosario García Ortega, Margarita Díaz, en papeles destacados, y con los cinematográficos Antonio Ferrandis y Alfredo Landa en el reparto, “Los verdes campos del Edén” le valió a su autor, Antonio Gala (Antonio Ángel Custodio Gala y Velasco, Brazatortas, 1936) los premios Calderón de la Barca y Ciudad de Barcelona, lo que ratificó esta, su obra de debut en la escena, como inmejorable inicio de su carrera de dramaturgo. De su éxito da fe que fuera repuesta un año después en el mismo escenario y nuevamente, en los Festivales de España, en la temporada 1968/1969. Más recientemente, volvió a representarse, en el cercano 2004, bajo dirección de Antonio Mercero y con Joan Crosas, Lola Cardona y Rubén Ochandiano. Televisión Española emitió una primera versión en 1967, con el protagonista del estreno teatral, el gran José Bódalo encabezando el cartel, dentro del espacio “Estudio Uno”. La versión que protagonizó Fernando Delgado es de 1969, se programó dentro del espacio “Teatro de siempre”, de la segunda cadena de Televisión Española, lo que era popularmente conocido como el “UHF”, y la dirigió Jaime Azpilicueta. Muestra “Los verdes campos del Edén” la llegada de un hombre, ya entrado en años, llamado Juan (Fernando Delgado, caracterizado con una peluca gris y con un postizo en la nariz, que la hace más afilada) a una ciudad imaginaria de la que procede su familia y donde su abuelo compró un panteón, con la intención de terminar en ella sus días. En el primer acto de la obra, el protagonista de “Los verdes campos del Edén”, tras descubrir que su casa natal fue destruida en el segundo año de “la Guerra”, aparece parado a la vera del camino, siendo, en primer lugar, abordado por el alcalde de la ciudad, personificación de una autoridad dictatorial, ridícula y absurda, a quien daba vida José Vivó, que ya había participado en el estreno teatral de 1963. Tras un primer diálogo “imposible” con el alcalde, Juan deambula, y busca donde alojarse, sólo para ser rechazado por una patrona de pensión (Josefina de la Torre) por no disponer de más dinero que unas pocas monedas. El personaje de Juan se presenta en todo momento ingenuo y desorientado, virginalmente cándido en un mundo materialista y rudo. Dos comadres (Mary Delgado y Magda Rotger) se burlan de él y le aturden con comentarios chuscos y despectivos. Conocemos después a una serie de personajes marginales, tales como Eleuterio (Ramón Corroto), un pobre que se autodenomina “lector” , que se refugia en las bibliotecas, los seis meses que éstas permanecen abiertas. También a un par de prostitutas, Nina (Charo Soriano) y Monique (Silvia Roussín), que comparten una cama en la que ejercer su oficio -la primera hace punto para pasar las horas-, y a otros indigentes, entre los que distinguimos a Francisco Vidal (todavía acreditado como José Vidal), que se refugian en un “Asilo para incurables”. Juan encuentra al fin acomodo en el cementerio local, en el panteón de su abuelo, tras sobornar modestamente (y con ayuda de Eleuterio) al guarda (Enrique Navarro). En su nuevo hogar conocerá a la anciana Ana González (Mercedes Prendes), que le contará su triste historia de amor con Antonio, un difunto de los enterrados allí, al que lleva flores diariamente. También hará amistad con una pareja de recién casados, María (Enriqueta Carballeira) y su flamante marido (Fernando Baeza) que, como deben vivir en casa de los padres de ella, no disponen de ninguna intimidad. Juan les ofrece su panteón para que puedan estar juntos. La noche de fin de año, esta colección de desheredados se reúnen para tratar de celebrar la fiesta, sin conseguirlo. Eleuterio, que lleva años sin poder cantar, fracasa en su intento. A través de la radio, llega la voz del alcalde, que desgrana un pomposo discurso en el que propugna la erradicación de la mendicidad por el procedimiento de expulsar a los pobres de la ciudad. Finalmente, Juan y Ana, que han quedado solos en el panteón, son detenidos por la policía. “Aquí está prohibido vivir”, se les espeta. En esta versión televisiva de la “tragedia que hace sonreír” (como la definió su autor), junto a los citados podía verse a Ramón Reparaz y Conchita Hidalgo, que daban vida a un matrimonio que vivía en la pensión que regentaba el personaje de Josefina de la Torre. Julia Lorente, por su parte, se encargaba de interpretar el papel de la esposa del grotesco alcalde en esta simbólica farsa melancólica que, con un tono marcadamente expresionista, ofrecía una interpretación lírica y nada complaciente de la negra realidad de la sociedad franquista.
El autor sueco August Strindberg (1849-1912) envió a Seligmann, su editor, “Los acreedores” (Fordingsagäre), un drama psicológico que el autor calificó como un "combate de cerebros", el 29 de septiembre de 1888. Televisión Española, casi cien años después, en 1970, mediante adaptación dirigida por el malogrado Claudio Guerín Hill (que falleció víctima de una caída accidental durante el rodaje de su film “La campana del infierno”, de 1973) puso en antena esta muestra de relato de un vampirismo psíquico entre los tres miembros de un triángulo formado por Adolfo (José María Rodero), un pintor-escultor, su esposa, la escritora Tecla (Neckla en la versión que de la obra original realizaría Alfonso Sastre en 1963), representada por Elvira Quintillá, y Gustavo (Fernando Delgado), el tercer lado, un viudo profesor de lenguas clásicas que se encargará de destruir la relación del matrimonio, subvirtiéndola, dinamitándola. La obra se desarrolla en un único escenario, en el salón de un departamento de un balneario, y a través de los sucesivos diálogos entre Adolfo y Gustavo, primero, entre Adolfo y Tecla, después, y, finalmente, entre Tecla y Gustavo. La consecuencia final de estos demoledores diálogos es la muerte de Adolfo, fuera de escena, por un ataque epiléptico que le sobreviene al constatar la traición y el desprecio de su esposa. El drama, escrito por Strindberg cuando ya pesaban diagnósticos firmes contra su salud mental, los cuales no mejorarían hasta su ya no muy lejano su final, fue dotado, en su adaptación televisiva, de una realización audaz, en la que destacaba, junto a las magníficas interpretaciones de su trío protagonista, la inquieta pericia del operador de cámara, Javier García Lorente.
En la consideración popular es la emisión de “Doce hombres sin piedad” el paradigma de lo que el programa “Estudio Uno” significó para la audiencia televisiva española. La versión que del drama escrito para televisión por Reginald Rose, destinado a ser emitido en el programa “Studio one”, el original de la cadena norteamericana CBS el 20 de septiembre de 1954, realizó para TVE Gustavo Pérez Puig, con un reparto que ha adquirido la dimensión de mito colectivo, representativo de una generación (o dos ) de actores, ocupa hoy, en la memoria del público teleespectador con memoria, lugar de privilegio no alcanzable por ninguna otra producción dramática en la historia de nuestra televisión. Emitida el 16 de marzo 1973, en una época en la que las audiencias siempre eran masivas, su relevancia vino señalada por el hecho (completamente inusual) de que fuera reemitida como consecuencia de las insistentes peticiones populares, lo que, en un país de prácticas tan radicalmente anti-democráticas como era entonces el nuestro, no deja de conferirle al hecho un innegable carácter de excepcionalidad. Otra prueba de tal excepcionalidad quedó patente por la especial atención que José María Iñigo le dedicó en su mítico programa, “Estudio Abierto”. Unos días después de la emisión de la obra, en torno a su mesa de entrevistas, Iñigo colocó a los “Doce hombres sin piedad”, caracterizados tal y como aparecían en la representación y les sometió a un interrogatorio en el que los actores desentrañaban la psicología de sus personajes. Tanta atención y éxito estaban más que justificados. Una trama tan bien urdida como bien calibrada, perfectamente adaptada al medio televisivo, por haber nacido expresamente para él, que ya había triunfado en su estreno original norteamericano, con dirección de Franklin J. Shaffner y con Robert Cummings en el papel protagónico del jurado número ocho (generando, por cierto, tal suceso que Sidney Lumet dirigiría una versión para el cine en 1957, con Henry Fonda como protagonista), consiguió hechizar al espectador español también, gracias, en gran parte, a ser servida con mano diestra por el realizador, Gustavo Pérez Puig y por su increíble elenco actoral. Primeras figuras del escenario, como José María Rodero, José Bódalo, Luis Prendes, Ismael Merlo o Carlos Lemos, se complementaban admirablemente con sus sucesores inmediatos, veteranos ya, del medio televisivo, como Jesús Puente o el propio Fernando Delgado. A estas verdaderas luminarias, se suma el experimentado Antonio Casal, antigua estrella de la revista y del cine, dos actores característicos de solidez contrastada, como Manuel Alexandre y Rafael Alonso, y , por último, dos todavía jóvenes pero solventes Sancho Gracia y el ex cantante navarro, Pedro Osinaga. La anécdota de “Doce hombre sin piedad”, una de las más conocidas de todas las ficciones creadas el siglo pasado, relata la deliberación de un jurado en un caso de homicidio en primer grado, lo que su veredicto lleva implícita la decisión sobre la vida o la muerte del acusado, quien es, a la vez, el hijo de la víctima. Respetando las unidades de tiempo, acción y de lugar, “Doce hombres sin piedad” recurre al suspense de la incerteza del resultado de la deliberación y a la disección psicológica de los doce personajes confinados en el escenario. El detonante de la tensión establecida entre los personajes será la voz discordante de un jurado, que rompe la unánime visión del caso que tiene el resto. Mientras todos encuentran culpable al reo del crimen, el jurado número ocho (José María Rodero), encuentra indicios suficientes para discutir tal extremo, alegando tener una duda razonable. El proceso de demolición de las pruebas de convicción presentadas en la causa y la exposición de los prejuicios latentes en todos los miembros del jurado, irán configurando el devenir de la obra, modificando paulatinamente, por el camino, la posición inicial hasta que se logra un veredicto de inocencia.
“Doce hombres sin piedad” no resultó una “joya de la corona” por casualidad. Además de poner los mejores medios humanos en el empeño, se dispuso (circunstancia de capital importancia) de mucho más tiempo para ensayar de lo habitual, lo que redundó en beneficio de unas interpretaciones medidas y seguras, con momentos de lucimiento deslumbrante para José Bódalo e Ismael Merlo, que contaban con los dos papeles más “pirotécnicos”, y de sólo un poco más baja intensidad para el resto del reparto.
Fernando Delgado es el segundo de los integrantes del reparto de “Doce hombres sin piedad” que comparece en este humilde weblog (o lo que sea). El primero, hace ya algún tiempo, fue Carlos Lemos (Manuel Alexandre contó con una entrada, pero no era un monografía, sino un mero “suelto” de actualidad y Luis Prendes con otra, de tipo “galería” a propósito de un “Don Juan” decimonónico que protagonizó), y es casi seguro que, andando el tiempo, todos ellos contarán con el dudoso honor de ser objeto de la atención de este burgomaestre. Procuraremos centrarnos, en cada caso, en la contribución de cada actor al conjunto, por no repetir doce veces (trece, contando, como es de justicia, a José Luis Lespe, el actor que hace el papel del alguacil que reparte los bolígrafos y los folios por la mesa de deliberación, al principio de la obra) el argumento pormenorizado de “Doce hombres sin piedad”. Así, diremos que Fernando Delgado da vida al jurado número once, situado entre el diez (un maravillosamente detestable Ismael Merlo, aquejado de prejuicios odiosos y de una alergia molestísima), y el doce, a quien da vida Rafael Alonso, un afable ejecutivo aficionado a las “brain storms” no muy despierto. El personaje de Fernando Delgado, como él mismo, habla con suavidad y corrección. Expone sus argumentos con educación exquisita, pausadamente, y ni siquiera las puyas más groseras del jurado número diez consiguen hacerle perder los estribos. La primera vez que es interrumpido por el un tosco empresario, propietario de tres garajes, que tiene a su izquierda, el jurado número once estaba tomando el uso de la palabra precisamente para expresar su satisfacción por poder hacerlo: “¿Puedo decir una cosa? Siempre he admirado que en este país los hombres puedan tener una opinión propia. Por eso me vine a vivir aquí. En mi país, me da vergüenza decirlo… -¡Ya está bien!”- le corta el jurado número diez, con muy malos modales, como contradiciendo, inadvertidamente, la libertad de expresión propia de los Estados Unidos. El jurado número once, que es relojero, ha venido de un país en el que el libre pensamiento está reprimido. Cuando vuelve a hablar, para plantear su punto de vista sobre el caso que se debate, empieza también su intervención nuevamente con gran corrección y respeto: “Me perdonan un momento. Quisiera decir algunas cosas. He tomado unas notas. He escuchado atentamente toda la discusión y creo que este señor ha señalado algunos puntos muy importantes. Tal como presentaron el asunto ante el tribunal, el chico parecía culpable, pero eso es superficial. Si profundizásemos más, cuando se piensa más a fondo… -¡Ya está bien! Sólo nos faltaba eso!”- le espeta el jurado número diez. “Estoy hablando, señor –alega con dulzura exquisita, el jurado número once. Y prosigue: “Admitamos que el chico cometió el asesinato. Apuñaló a su padre y se marchó. Eran las doce y diez. Ahora veamos cómo le cogieron. Volvió a su casa a las 3 de la madrugada y encontró a dos policías que le estaban esperando en el vestíbulo. Y ahora viene mi pregunta: Si realmente mató a su padre ¿por qué volvió?” Su argumentación es rápidamente contrarrestada por el jurado número cuatro (Luis Prendes), que explica que el chico volvió para recoger el arma del crimen. Es el único argumento de la defensa que no prospera en la obra, lo que representa para el personaje un pequeño fracaso, pero confiere mayor credibilidad al conjunto. El otro momento álgido de la actuación de Fernando Delgado se produce cuando se enfrenta con el jurado número siete (Sancho Gracia), cuando detecta que éste ha cambiado el sentido de su voto (de culpable a inocente) no por convicción, sino sólo porque ve peligrar su asistencia al partido de béisbol al que tenía previsto acudir, de prolongarse la deliberación. Al jurado número siete, un vendedor de caramelos que alardea de que el año anterior ganó 27000 dólares con sus ventas, le habla entonces en un tono durísimo, que no ha empleado antes, verdaderamente indignado: “Simplemente porque tiene dos entradas para el partido que le pesan en el bolsillo!!...Es indigno jugar así con la vida de un hombre. ¡Es usted un miserable!” Le obliga entonces a votar en conciencia y el jurado número siete, incómodo, debe admitir que vota inocente porque le han convencido las argumentaciones del jurado número ocho (Rodero).
La emisión de “Requiem para una mujer” tuvo lugar el jueves 1 de diciembre de 1977, en el espacio “Teatro” de la primera cadena de Televisión Española. La obra, un texto dramático de Albert Camus, escrito según una novela de William Faulkner, fue realizada por Pedro Amalio López siguiendo la versión que del texto original hizo José López Rubio. El universo faulkneriano, anclado al profundo Sur estadounidense, tamizado por el existencialista Albert Camus y finalmente versionado por López Rubio, llegó a las pantallas de los hogares españoles con las expresiones y los gestos de Marisa de Leza y Fernando Delgado, que daban vida, respectivamente, a Temple y Gowan Stevens, un matrimonio que acusaba a su criada negra, Nancy Mannigoe (la bellísima María Silva) de cometer infanticidio en la persona de su pequeña hija. En el juicio subsiguiente, actuaba como defensor de la acusada, Gavin Stevens (José María Caffarel), pariente del matrimonio denunciante. El restante papel relevante de la función le fue repartido a Pedro del Río, que desempeñaba el rol del gobernador.
Retorno al cine, con un nombre hecho en televisión (1970 – 1981)
La incesante labor desarrollada para la pequeña pantalla había apartado a Fernando Delgado del cine, medio en el que apenas había obtenido algún papel relevante pese a haber figurado en un buen número de repartos en la década mediante entre 1952 y 1962. Hasta 1974, año de estreno de “La prima Angélica”, de Carlos Saura, Fernando Delgado sólo estrenó un film, bastante inocuo e irrelevante, titulado “Dele color al difunto”, que fue dirigido por Luis María Delgado, un cineasta de filmografía tan variopinta como maldita, que incluye títulos tan peculiares como el alegato homófilo “Diferente” (1962) que se le coló a la Censura, o los extraños vehículos bien para estrellitas de la canción infantil como “Mónica Stop” (1967), “Loca por el circo” (1982), “Chispita y sus gorilas” (1982), o bien para cómicos en horas bajísimas como “Pepito Piscina” (1978), o inclasificables films malditos como el que supuso el debut en la dirección de Fernando Fernán Gómez, “Manicomio” (1954), que co-dirigió, o “La garbanza negra, que en paz descanse”, con los inefables Tip y Coll en los roles protagónicos.
“Dele color al difunto” contaba con un guión escrito por Juan José Alonso Millán sobre un argumento propio que se basaba en una idea de Manuel Ruiz Castillo. En el film se nos relata la historia de Pedro Pérez (José Luis López Vázquez, que luce barba para la ocasión), un maquillador que trabaja en un Instituto de belleza regentado por Madame Venancia (Margott Cottens). Dos amigos, excompañeros del servicio militar, Ramón y Gustavo (Ricardo Merino y Fernando Delgado) con los que tiene costumbre de reunirse anualmente, se encuentran en serios apuros económicos. Gustavo, que es agente de seguros, urde un sistema para conseguir dinero que explica a Pedro. Consiste en buscar dos personas que se hagan mutuos beneficiarios de una póliza de un seguro de vida por un valor de cinco millones de pesetas, eliminando después a uno de los dos y repartiéndose los millones a partes iguales. Pedro convence a Ramón y firma la póliza convencido de estar ayudando a Gustavo, sin sospechar que es él la víctima indicada. Para que la compañía de seguros no desconfíe, se acuerda hacer pasar a Pedro por un rico hombre de negocios, costeándose la simulación con caudales de Sole (Rosanna Yanni), la novia de Ramón. Este dinero se acaba antes de lo previsto y urge “dar el pasaporte” a Pedro, pero todos los intentos de Ramón y Gustavo se saldan con otros tantos fracasos. El último, cifrado al poder destructor de la dinamita, termina, al estilo de un “cartoon” de la Warner Brothers, con las vidas de los agresores. Con lo que Pedro cobra el seguro y, tras acompañar a sus difuntos amigos al cementerio, vuelve al Instituto de Madame Venancia, del cual, a raíz de su súbito enriquecimiento, pasará a ser co-propietario, por lo que cambiará el nombre a “Instituto Monsieur et Madame Venancia”. No deja de resultar curioso que, en una filmografía no precisamente extensa, como la de Fernando Delgado, se dé esta bastante evidente coincidencia (tanto argumental como del rol encomendado) con una película anterior, la “ozoriana” “Las dos y media... y veneno”, en la que también Fernando Delgado era la mitad de un dúo que se proponía hacer primero pasar por muerto a alguien, para tratar de asesinarlo sin éxito después, con idéntico propósito: hacerse con un montón de dinero.
Carlos Saura (Huesca, 4 de enero de 1932) demostró con sus tres primeras películas que era un cineasta de altura. Especialmente su tercer film, “La caza”, estrenado en noviembre de 1966, puso de relieve su capacidad para dirigir a los actores de manera que estos dieran lo mejor de sí mismos. Logrando de Ismael Merlo, Alfredo Mayo y José María Prada las memorables interpretaciones que “La caza” contiene, Carlos Saura desveló al espectador la hondura de la psicología humana que podían transmitir actores como los dos primeros, a cuyas carreras cinematográficas, de largo recorrido, en los últimos años no les habían sido reservados papeles dignos de ellos, sino, muy al contrario, verdaderas bagatelas, naderías irrelevantes. También es mérito de Carlos Saura haber demostrado, a partir de “Peppermint frappé” (1967), que José Luis López Vázquez era un prodigioso actor, en toda la extensión de la palabra, poseedor de capacidades que le llevaban más allá de la mueca y la pirueta cómicas, por más geniales que estas fueran. De la cara sosegada, de la pausa, de la contención interiorizada de López Vázquez cabe hacer igualmente responsable al director oscense. También a Fernando Delgado le cupo disfrutar de una oportunidad para desarrollar su oficio a las órdenes de Saura. Tal sucedió en el film “La prima Angélica”, que, estrenado el 29 de abril de 1974 en el cine Amaya de Madrid, permitió a un Fernando Delgado de popularidad cimentada en trabajos televisivos, de naturaleza más bien estereotipada, ofrecer una actuación de rango superior, más cercana a la naturalidad, impregnada de la privilegiada visión de Saura y de la naturaleza de su guión, escrito a medias con el gran Rafael Azcona, de una construcción sencillamente magistral, digna del mejor orfebre.
Las bochornosas circunstancias sociopolíticas de la reciente historia de España hacen de la trayectoria del film de Saura una pequeña odisea, atravesada de esperpento, que se añade a su calidad intrínseca. En el momento de su estreno, la película despegaba en un país que se debatía entre el aperturismo del gabinete de Arias Navarro y el inmovilismo del resto del Régimen Franquista. Así las cosas, el guión sólo fue aprobado por el departamento ministerial de Pío Cabanillas tras haber sido prohibido dos veces por el ministro anterior, Fernando de Liñán, y habiendo sido necesario, para su definitivo permiso de exhibición, que el film fuera visto en sesión privada por seis ministros (dos de los cuales eran vicepresidentes del gobierno). La escasa sutileza de los guardianes de las esencias del Movimiento, debió ser la que les impulsó a arrojar bombas fétidas en los locales madrileños en los que se estrenó una obra tan delicada como “La prima Angélica”, mientras que en Barcelona, el tratamiento administrado por parte de los energúmenos sicarios de la Derecha más carpetovetónica fue aún más violento, pues consistió en quemar la fachada y el vestíbulo del cine Balmes, donde se exhibía el film, obligando a que el prudente dueño de la sala lo retirara. En Valencia y Málaga, entre otras capitales, la cinta fue prohibida directamente por los Gobernadores Civiles, erigiéndose de tal suerte éstos en “ultras” más o menos descontrolados.
Cuenta “La prima Angélica”, el reencuentro de Luis Hernández Fuentes (José Luis López Vázquez), un editor afincado en Barcelona, con el paisaje, los personajes y los hechos de su niñez en Segovia, que le marcaron especialmente, con una significación especial para el de su prima, la Angélica del título, por la que sintió un primer amor infantil. Con motivo del traslado de restos de su madre, Luis regresa a Segovia, a casa de la hermana de su madre, su tía Pilar (Josefina Díaz), la casa de la familia materna, a donde sus padres lo llevaban a pasar los veranos cuando era niño. Luis revive todas las situaciones de aquel entonces, y el espectador le acompaña en estas revisiones de su pasado, en julio de 1936. Vemos cómo se mareaba en el viaje en automóvil que lo llevaba de Madrid a Segovia y cómo les pedía a sus padres (el recientemente fallecido Pedro Sempson y Encarna Paso) que no le apartaran de su lado. En casa de la abuela (María de la Riva) el pequeño Luis convive con la tía Pilar (Lola Cardona, que hace el papel en el tiempo pasado) y también con la otra tía, Angélica (Lina Canalejas) y su hija (María Clara Fernández de Loaysa), del mismo nombre, y con Miguel (Fernando Delgado), el marido de Angélica. El estallido de la Guerra Civil le sorprende allí y vemos cómo Miguel se alegra cuando comprende, escuchando la radio acompañado de un camarada (José Villasante) que son “los suyos” los que se han alzado en armas. Al asustado Luis, Miguel le hace saber que su padre, que por ideología pertenece al otro bando, le pueden fusilar. El Luis adulto se reencuentra con una adulta prima Angélica (Lina Canalejas) que tiene ahora una hija idéntica a como era ella de niña y que se ha casado con un hombre, Anselmo (nuevamente Fernando Delgado) al que Luis identifica exactamente con el padre de su prima. Los reencuentros no dejan de devolver al presente de Luis momentos pretéritos de los meses que pasó durante su infancia en aquella casa. Lo que había de ser una estancia veraniega hubo de prolongarse por causa de la guerra y el pequeño Luis fue a la escuela en Segovia, y celebró los ritos religiosos de la Semana Santa, participando en procesiones, entre otras vivencias. Como adulto, es acogido cariñosamente por su tía Pilar, que lo mima del mismo modo a como lo hacía cuando era un niño, y también por su prima Angélica que está casada con un hombre egoísta e insensible que ya no la hace feliz. Mezclando con delicada y experta mano momentos del presente y del pasado reconocemos las dos situaciones como dos caras de la misma moneda, impresión magistralmente plasmada por la inserción del Luis adulto en las secuencias del Luis niño, encarnando José Luis López Vázquez, a la perfección, al niño tímido de ocho años que descubre el amor, el miedo, la aventura, el castigo... Fernando Delgado se ocupa de la ingrata tarea de encarnar dos facetas del hombre rudo, materialista, por un lado, al fascista Miguel, que azotará al pequeño Luis, al final de la película, como castigo por haberse fugado con su hija, Angélica, por otro, a la versión algo más ligera del mismo hombre, el especulador Anselmo, un tipo afable pero grosero, que asegura, con total desparpajo, no leer nunca, que desatiende despreocupado a su mujer y que sólo muestra algún interés por sus negocios. En su recorrido por los lugares y las gentes de un pasado que prefería enterrado bajo llave, Luis se reencuentra con su condiscípulo Felipe Sahagún (José Luis Heredia), que ahora es sacerdote y que le recuerda el miedo que pasaron en el cine del colegio viendo “Los ojos misteriosos de Londres”, con Bela Lugosi de protagonista. En una visita al centro docente (guiado por el conserje a quien encarna Pedrín Fernández), Luis rememora aquellos terrores fílmicos y otros, más palpables, como el de los bombardeos y, especialmente, las homilías del padre espiritual (un impecable Luis Peña, sencillamente genial), como la que, cercano el final del film, sirve para relatar, en forma escalofriante, el final del niño José Ángel Cerneda, de once años, muerto en un bombardeo mientras jugaba a la pelota. Además de estas fuentes de angustia, Luis recuerda el pánico que le hizo sentir un cuadro de una monja martirizada que, cobrando vida (con la apariencia de Julieta Serrano) se adueña de su sueño infantil y habita sus peores pesadillas. A estas acechanzas, afortunadamente, el pequeño Luis opone el amparo de su tierna tía Pilar (¡cómo nos gusta, Lola Cardona!) y la compañía, gratificante, de su prima Angélica, que baila para él y que le atrae de manera irresistible. En el tiempo presente, tras una primera intentona por abandonar aquella experiencia peligrosamente evocadora, Luis cede al impulso de quedarse más tiempo en Segovia. Angélica, que no es feliz, ve en él una oportunidad a la que asirse. Luis, incapaz de aprovechar la oportunidad de enmendar el pasado, cuando ha conseguido aislarse a solas con su amada Angélica, oye a Anselmo que los llama y revive la paliza que, cuarenta años atrás y cinturón en mano, sufrió a manos de Miguel, el padre de su prima.
“La prima angélica” es una película de las que cabe considerar una obra de arte. Posee la cualidad de explicar con sus imágenes y con su ritmo, sugiriendo, dando a entender más de lo que las meras palabras pueden expresar. Todos los personajes se revelan complejos y humanos sin necesidad de recurrir a largas peroratas, pues son debidamente observados y cuidadosamente mostrados. Los actores aparecen todos ellos magníficos, convincentes y brillantes, beneficiándose su trabajo, entre otros detalles, del uso del sonido directo, y destacando, a modo de joya refulgente, el “bombón” de intervención de que dispone Luis Peña, a quien se le ve gustándose en su actuación de sacerdote que aterra al alumnado con su dramático discurso. Naturalmente, José Luis López Vázquez se luce también, y a lo largo de todo el film, además, dando vida al omnipresente protagonista, un ser delicado e introvertido que, con el paso de los años ha perdido el miedo, pero no lo ha cambiado por la valentía. “La prima Angélica” obtuvo un buen puñado de premios, como el de Mejor Película en el Festival de Cine de Chicago de 1973 y el Premio Especial del Jurado en Cannes en 1974, o los premios, concedidos en 1975, de Radio España y el Sant Jordi a la Mejor Película.
El justamente reconocido humorista gráfico Antonio Fraguas “Forges” fue uno de los pioneros de Televisión Española, permaneciendo vinculado al Ente desde sus inicios hasta 1973. Sin duda, fue en aquel entonces cuando trabó conocimiento (y probablemente, amistad) con Fernando Delgado, a quien recurrió doblemente para su díptico fílmico “País S.A” (1975) y “El bengador gusticiero y su pastelera madre” (1977). La faceta de cineasta de “Forges” no conoció continuidad, tras el estreno del segundo film, a pesar de que su propuesta mejoraba notablemente los resultados de su primer empeño, al sumar, a su particular humorismo moderadamente crítico con la coyuntura sociopolítica, elementos paródicos del melodrama de aventuras. Probablemente la mejoría se debió a que al guionista en solitario del primer film, Ramón de Diego, sumaron sus talentos Jaime de Armiñán y el propio Antonio Fraguas para la redacción del segundo. La contribución de nuestro protagonista de hoy, pese a no poder evitar la tibia acogida comercial, no se saldó del todo negativamente. Su papel de villano “Trifonio” en “El bengador gusticiero y su pastelera madre” le valió a Fernando Delgado el premio al Mejor Actor en el Festival de Cine de La Coruña en su edición de 1977. En el reparto del primer film de “Forges”, una farsa en la que un perito agrónomo, aficionado a los films de gángsters, secuestra a don Luis (Fernando Delgado), un rico industrial que no sólo no se inquieta por el secuestro, sino que lo celebra porque así se libra de una temida inspección, acompañaban a Fernando Delgado el veterano Roberto Font, el sensacional Manolo Zarzo (en el rol de Robert, el protagonista) , y un trío de estupendos actores característicos de aquel momento concreto del cine español: la guapa María Luisa Sanjosé (que ganó por su interpretación del papel de “La Loren” el premio a la mejor actriz en el Festival de la Coruña de 1975) y los feos (pero simpáticos) Francisco Algora y Antonio Gamero. Para el segundo film del dibujante, además de Fernando Delgado repitió María Luisa Sanjosé y también el protagonista, José Ruiz Lifante (que había hecho un pequeño papel en el anterior título, el muy adecuado de “Forgiano”), Chus Lampreave (en el papel de la hermana de “La Chica”), el entrañable Luis Barbero y los (muy habituales, por aquel entonces) característicos Félix Rotaeta, que hace de pastor y “Blaki”, en el rol de pandillero. Apuntemos, anecdóticamente, que, en un papel incidental, aparecía la actual ministra de cultura, Ángeles González Sinde, al lado de las hijas del director, Berta e Irene.
Con tan sólo un largometraje estrenado en su haber, pero contando con una larga experiencia como realizadora de televisión, Pilar Miró (Madrid, 20 de abril de 1940 – 19 de octubre de 1997) efectuó un triple esfuerzo personal poniendo en pie el film “Gary Cooper, que estás en los cielos…” en calidad de directora, argumentista y guionista, y co-productora del film. Utilizando como base argumental su propia aterradora experiencia, la que tuvo lugar en 1975, cuando hubo de afrontar una intervención quirúrgica que comprometió muy seriamente su existencia, lo que la llevó a grabar una serie de cintas magnetofónicas en las que dejó pruebas sonoras de sus reflexiones y su balance vital. Ese testimonio no se atrevió a escucharlo hasta 1978, que fue cuando, para su sorpresa, encontró en él, no las atrocidades nacidas de la angustia que esperaba, sino una escalofriante y serena exposición de sí misma y de sus circunstancias. Pocas veces en la historia del cine le ha sido dado al espectador asistir a un proyecto tan inequívocamente personal, ni de tan directa implicación en su concepción y desarrollo, como en el caso del film que nos ocupa. Con admirable valentía y temple, Pilar Miró escribe (con la colaboración de Antonio Larreta en la redacción final del guión cinematográfico) y dirige la historia de su trasunto, Andrea Soriano, a la que da vida Mercedes Sampietro en un elogiable “tour de force” pues es su personaje quien sostiene toda la película. Enlazadas por el hilo invisible que une realidad y ficción, los espectadores presenciamos el fascinante juego de espejos en los que Pilar Miró se mira y se muestra como el personaje Andrea, a través de la actriz Mercedes, haciendo un repaso indisimulado de sus fantasmas particulares, de sus comprensibles miedos y de su entereza. También de la aspereza de su carácter y de su integridad tanto profesional como humana.
El comienzo de “Gary Cooper, que estás en los cielos” nos muestra a la realizadora de programas de televisión Andrea Soriano en un momento profesional en el que acaba de ser distinguida con un premio internacional por uno de sus trabajos. Andrea posee una “status” respetable en televisión, pero lleva diez años esperando poder hacer su primera película (el proyecto de adaptar “Los Pazos de Ulloa”, de Emilia Pardo Bazán, que había sido, asimismo, objeto del interés de la propia Pilar Miró). En lo personal, mantiene una relación sentimental con Mario Pérez, un destacado periodista, redactor del semanario “Cambio 16” (Jon Finch, el británico protagonista del film de Hitchcock “Frenesí”, o del shakespeare polanskiano “Macbeth”). Como consecuencia de esta relación cree estar embarazada, pero su médico (Pedro del Río, que actúa con la voz prestada por Pedro Sempson) le descubre que no está embarazada, sino que en su matriz se aloja un mola, una tumoración que produce los mismos síntomas que un mal embarazo y que debe ser extirpado urgentemente. Las posibilidades de que la operación no sea suficiente para salvar su vida son grandes y de que no sobreviva a la intervención, también. El mazazo golpea duramente a Andrea, pero, al mismo tiempo, le da fuerza para enfrentarse a las realidades que convergen en su existencia. La angustia de saber que su tiempo puede estar a punto de agotarse le mueve a revisar todos los aspectos importantes que conforman su vida, empezando por Mario, al que las circunstancias le permiten relevar con más claridad que nunca su profundo egoísmo. Andrea trata de explicar el problema que la anonada, pero es incapaz de hacerlo ante la batería de reproches que su pareja le dedica. Mario no quería el embarazo y, cuando, amargamente, Andrea le asegura que ya no tendrá que preocuparse por ello, cree que se refiere a que ha decidido abortar, lo que hace que redoble su actitud admonitoria, pues considera que ni contó con él para llevar adelante el embarazo ni lo hace ahora, para detenerlo. No pasa mucho tiempo hasta que Andrea descubre que, además, Mario le está siendo infiel con Marisa (Isabel Mestres), una fotógrafa, compañera de la redacción. Entretanto, Andrea no descuida su trabajo, dispone de poco tiempo (la operación se llevará a cabo en 48 horas), pero tiene que completar la grabación de un espacio dramático (especialidad, como es de sobras conocido, de la propia Pilar Miró). Secundada por sus ayudantes (a los que dan vida Nicolás Dueñas y Francisco Merino), Andrea dirige a tres actores en los ensayos previos y en la posterior grabación. Se trata de Alvaro (Agustin González), María (Alicia Hermida) y Carmen (Amparo Soler Leal). Las secuencias de una y otra situación tienen un apasionante valor documental, por satisfacer la curiosidad del espectador al mostrar el sistema de trabajo de los programas dramáticos de televisión española y por hacerlo, además, empleando a tantos actores habituales a lo largo de las décadas de estos espacios. Los problemas artísticos en los ensayos, se ven especialmente reflejados en la tensa relación de Andrea con la menos disciplinada Carmen. La complicidad con Álvaro (con el que parece que pudo tener algo que ver en el pasado) le permite a Andrea confiarle su inquietante e inmediato futuro, a lo que el actor responde con amargura nacida de su resentimiento con la profesión en general pero deseándole, finalmente, suerte en su próxima y decisiva operación (esta secuencia, según recordaba Pilar Miró la escribió íntegramente Antonio Larreta). En el ambiente de los platós televisivos pulula Begoña (Carmen Maura), una compañera de Andrea desde los tiempos del Instituto que no disimula la animadversión que siente hacia ella, hasta el punto que ésta, respaldado su ánimo por la temeridad que da ver cercano el final, se atreve a poner las cosas en claro. También clarificadora es la conversación que mantiene con su madre (Mary Carrillo), a la que visita tratando de comunicarse con ella, pero con la que, como en el caso de su amante, Mario, no consigue establecer el necesario vínculo afectivo. Igual que Mario, la madre de Andrea es egoísta. Sólo atiende a sus propios pequeños problemas, no guarda para su hija más que reproches e impertinencias y Andrea termina por hacerle creer que ha ido sólo a pedirle dinero. Sin embargo, antes de despedirse, ha conseguido hacerle una pregunta directa, en un intento desesperado por sacar a su madre unas palabras sinceras: “Si te fueras a morir mañana ¿qué me dirías? ¿No tendrías nada que decirme?”. Es ante las evasivas de la anciana que Andrea aduce haber acudido únicamente en busca de dinero (“ciento veinte mil pesetas”). Tras esta frustrante experiencia, Andrea vuelve a reunirse con Mario, esta vez en el Ayuntamiento, donde está cubriendo una información (lo que nos permite, por cierto, vislumbrar a Ramón Tamames en un “cameo”). La conversación resultante es aún más desabrida que la anterior y Mario manifiesta aún con más crudeza su descontento con la relación de ambos. Andrea sigue querer aclarar el malentendido del aborto y le dice a Mario, ante sus exigencias, que “tiempo es justo lo que no puedo darte”.
De vuelta en los estudios de televisión, tras una noche amarga y solitaria, se produce la grabación del dramático cuyos ensayos vimos antes. Es entonces cuando Diego (Víctor Valverde), un directivo del Ente (el jefe del departamento, probablemente) le anuncia a Andrea que al fin hay producción para su proyecto cinematográfico. Pero, de manera desconcertante, no se aprecia ningún tipo de euforia en la reacción de Andrea. Diego no puede apreciar la ironía de la situación: precisamente entonces, después de tanta espera, se presenta la oportunidad, cuando tal vez sea demasiado tarde. Todavía en las instalaciones de Televisión Española, impaciente y exasperada por la situación que está viviendo, Andrea tiene una conversación en privado con Begoña en la que le expone sus sospechas sobre la causa del odio que siente hacia ella (“Llegué a pensar que estabas enamorada de mí y que no me perdonabas que me gustaran los hombres”, dice) .
El tiempo de Andrea se agota y la persona que ella ha elegido para que esté a su lado en el crucial momento de la operación es Bernardo Ortega (Fernando Delgado), a quien envió una cinta magnetofónica por correo urgente la primera noche posterior a conocer la noticia de su enfermedad. Bernardo es un arquitecto especializado en la restauración de obras de la antigüedad que Andrea amó en el pasado. Tras conseguir una información sobre su paradero, trata de localizarle en la iglesia románica de Sotosalbos (Segovia), donde debe estar trabajando, pero un operario (Félix Rotaeta) le informa de que no se encuentra allí.
Después del trabajo, cuando ya está enterada de la infidelidad de Mario, Andrea va a ver a Julio (José Manuel Cervino, con la inconfundible voz de Luis Varela, lo que motivó, por cierto, el enfado del primero con la directora), un amigo, compañero de Mario en la revista, al que su pareja, Pilar, que le hace la vida imposible por no anular el matrimonio con su anterior mujer, ha echado de casa. Andrea, prácticamente, se abalanza sobre él para, de un golpe, devolverle la moneda a Mario y sacudirse la soledad y la angustia por la vía del sexo. Más tarde, mientras Andrea y Julio se desplazan en el coche de aquella, se produce un atentado terrorista al que Julio debe acudir. En el lugar de los hechos vuelven a encontrarse Andrea y Mario. Esta vez, la conversación entre ambos es sutilmente diferente. El hombre sigue instalado en su discurso, pero Andrea parece que desiste conscientemente de explicarle al que era su amante lo que le pasa. Le confirma que abortará y que no deberá preocuparse más por el niño. Mientras, Marisa está por allí, haciendo fotos a las víctimas del atentado.
Andrea es ingresada y finalmente, llega Bernardo, al que hemos visto escuchar la cinta de Andrea en su coche. Se trata de un hombre completamente distinto a Mario, que transmite serenidad. Él recuerda cómo terminaron su relación, por decisión de ella, cuando prácticamente le impulsó a un proyecto profesional en Praga, cuando él lo que quería realmente era quedarse a su lado. Como le dice Andrea: “Creo que no habría podido vivir contigo, pero podría morir en paz a tu lado”. Tras rechazar el auxilio de un sacerdote (Francisco Casares), Andrea entra en el quirófano y la operación da comienzo al tiempo que llega el final del film.
“Gary Cooper, que estás en los cielos… “ (advocación entresacada, directamente, de los labios del personaje de Andrea, que pronuncia ante una imagen del ídolo hollywoodiense) le valió a Mercedes Sampietro una bien merecida distinción en forma de galardones. Fue elegida Mejor Actriz de 1980 por la Guía del Ocio y obtuvo el Premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cine de Moscú, en su edición de 1981. Por su parte, Pilar Miró se alzó con el premio a la Mejor Dirección en Festival de Cartagena de Indias. “Gary Cooper, que estás en los cielos...” contó, además de con las de los citados, con las actuaciones del omnipresente, en la década de los ochenta, Guillermo Montesinos en el papel de regidor, del gran actor y doblador Eduardo Calvo, en el rol de un vecino de Andrea, de Mayte Blasco, otra habitual de la “Era Dorada” de la televisión española, en un papel de presentadora, y también con un “cameo” del crítico Antonio Gasset, quien aparece acarreando latas de video-tape en la sala de edición de los estudios de televisión. La interpretación de Fernando Delgado (que, como las de Agustín González y Mary Carrillo, consta con la categoría de colaboración –mientras que la de Amparo Soler Leal está considerada una “participación amistosa”), es convincente y profunda en su sencillez. Gran parte de su actuación consiste en poner una voz en “off” sobre las imágenes de un diálogo con Mercedes Sampietro que, parece ser, una vez rodado, se prefirió silenciar a favor del nuevo diálogo. Sea como fuere, este remiendo, que si bien provoca cierta extrañeza en el espectador, resultó definitivo, y no mengua, su condición de tal, ni el interés ni la eficacia de la secuencia.
En los ochenta, una televisión “diferente”
Tras una vorágine laboral incesante que mantuvo a Fernando Delgado en constante ocupación durante los once años que van de 1964 a 1975, la Transición y la década de los ochenta marcan un cambio de ritmo en la ejecutoria del actor en televisión. En 1987, el medio ha cambiado radicalmente en relación al que conociera Fernando Delgado en sus inicios, treinta años atrás. Así participa en un episodio de la serie “La huella del crimen”, producción de Pedro Costa para TVE, el titulado “El crimen de Don Benito”, dirigido por Antonio Drove. Ciertamente, representa un modo de hacer radicalmente distinto al habitual en “La Casa” décadas atrás, si bien, como comprobaremos, algunos compañeros del reparto del episodio son viejos camaradas de Fernando Delgado. Además de que la factura y el formato poco tienen que ver con las un tanto heroicas y artesanales realizaciones de los espacios dramáticos de la edad de oro de Televisión Española, la supresión de la censura permitía ya, como era el caso de “La huella del crimen”, servir a la audiencia generosas dosis de morbosidad de contenido sexual o violento. Se cuenta en “El crimen de Don Benito” el asesinato ocurrido en la localidad citada en 1902 en la persona de la joven Inés María Calderón de la que la mala fortuna quiso que se encaprichara un demonio hecho hombre, don Carlos García Paredes, cacique de Don Benito (Francisco Vidal). Asistimos en el episodio al género de vida de don Carlos, a sus borracheras y orgías en casas de lenocinio en las que le sirve de acompañante don Ramón Martín de Castejón (Walter Vidarte), un viudo arruinado gorrón y dicharachero, padre de un hijo y cuatro hijas que dilapidó la fortuna de su difunta esposa y que le sirve a don Carlos de escudero y alcahuete. Utiliza los restos de su respetabilidad para conseguirle jóvenes de buena familia al cacique, la última de las cuales, Inés María, se muestra más reticente. A don Carlos y a sus fechorías les protege y ampara su tío y padrino, el cacique de todo Badajoz, don Enrique Donoso Cortés (Fernando Delgado), apodado “El Sultán”, cuya influencia alcanza incluso al poder central de Madrid. Más cercana en su protección, la madre de don Carlos, doña Caridad (Mayrata Owisiedo) es el regazo en el que el cacique encuentra el refugio cotidiano. El caprichoso señorito, cierta noche, más rabioso y borracho que de costumbre, entra en la casa de Inés María y la asesina a ella, y a la mujer que la acompaña, de manera cruel y despiadada. Tras la detención del abusivo criminal, ante el clamor de las gentes de Don Benito y de manera casi accidental, en el transcurso de una tertulia entre el boticario don Atúlfo (Pedro del Río) y don Prudencio (José Ruiz Lifante) se constituye una “acción popular”, lo que supondrá la intervención de un juez venido de Madrid que será quien instruirá el caso y dictará sentencia de la vista celebrada ante un jurado formado por ciudadanos de Don Benito. Don Enrique no permanecerá inactivo, sino que empleando su influencia pondrá sobre el caso al gobernador de la provincia, Oyarzábal (Germán Cobos) quien tratará de imponer al juez Tamarón (Miguel Picazo) el criterio de que el asesino es en realidad el médico Carlos Suárez, sustentando tal teoría sobre la base de que su instrumental ha aparecido desparramado por la escena del crimen. Tamarón no se deja intimidar ni influir y las pesquisas siguen su curso. El testimonio del sereno Cidoncha (Luis Marin) quien franqueó la entrada aquella noche a don Carlos es decisivo y el de el joven Camacho (Gabino Diego), un modesto proletario a quien don Carlos conoce de alguna noche de francachela, definitivo. El episodio, al margen del habitual efectismo propio del tema, recreado con las inevitables dosis de morbosidad, resulta memorable por la exhibición de Francisco Vidal en su creación del vicioso cacique. Fernando Delgado, como don Enrique, tiene pocas oportunidades de lucimiento y su figura permanece entre las sombras, en un segundo plano.
De la serie “La voz humana”, Fernando Delgado protagonizó “El canto del cisne”, realización de Manuel Aguado sobre un texto de Anton Chéjov, como el viejo y venerable actor Vasil Vasilich quien, tras quedar dormido en su camerino, abotargado por el vodka, se despierta en el teatro oscuro y vacío que horas antes ha sido testigo de su éxito, solo y desamparado. Se enzarza entonces en un largo soliloquio en el que engarza diversos monólogos shakespeareanos, como por ejemplo, el célebre que pronuncia Marco Antonio en las exequias de César ante el pueblo romano. Únicamente el viejo apuntador, Nikita Ivanich (Eduardo Calvo) comparte la escena con el desorientado actor, que vive con angustia su vejez y su soledad. Vasilich, tiene ya más pasado que futuro, afirma que lleva “45 años trabajando en el teatro” y esta declaración adquiere en boca de Fernando Delgado una dimensión especial, toda vez que, prácticamente, coincide con la duración de su propia trayectoria profesional que, en el momento de la emisión (21 de enero de 1987) totaliza ya un número similar de años de permanencia sobre el escenario. Patéticamente, Vasilich certifica su soledad. Llama a sus criados, Petrushka y Begorka, sin obtener respuesta y asegura, en tono sombrío, desde el proscenio: “Estoy tan solo como el viento en el campo”.
Fernando Delgado, “en serie”
El papel de Obdulio en casi cuarenta capítulos de la popularísima serie “Hostal Royal Manzanares”, protagonizada por la idolatrada cómica Lina Morgan, le devolvió a Fernando Delgado el contacto con un público millonario, que décadas atrás tan familiar le había sido. Entre febrero de 1996 y enero de 1998, a lo largo de cuatro temporadas, encarnando al más que maduro Obdulio, el enamorado de Menchu (la también veterana actriz televisiva María José Alfonso) Fernando Delgado participó de uno de los éxitos populares más notables de la historia reciente de la televisión, que le procuró a su estrella, Lina Morgan (en el papel de “Reme”) nada menos que dos TP de Oro consecutivos (los de 1996 y 1997) y una nominación (la de 1998). La audiencia obtenida por la serie, la cual, a diferencia de lo acostumbrado en décadas pretéritas, tenía que enfrentarse a la competencia, alcanzó momentos álgidos, como el de la emisión, el 15 de mayo de 1996, de su capítulo titulado “¿Sin saber dónde?”, que alcanzó la cifra de 8.675.000 espectadores. Serie predilecta de un público más bien entrado en años, que apreciaba y reconocía en pantalla a sus entrañables actores “de toda la vida”, “Hostal Royal Manzanares”, producida por el experimentado Valerio Lazarov y dirigida por Sebastián Junyent, contaba con las presencias de (además de los hasta aquí citados) Rafael Alonso, Mary Begoña, Julia Martínez, Ana Obregón, Joaquín Kremel, Marisol Ayuso en papeles fijos, a quienes se sumaron esporádicamente una larga lista de intérpretes famosos. No fue, por supuesto, “Hostal Royal Manzanares” la primera incursión que Fernando Delgado realizaba en el terreno del serial televisivo. Además de las distintas “Novelas” a las que aludimos antes, también dio vida a un personaje en una serie emitida en 1964, “Historias de mi barrio”, que dirigió Gustavo Pérez Puig, sobre textos de Manuel Pombo Angulo. La serie, cuya temática queda bastante explícita en su título, se emitía los miércoles en horario de noche (a las 21:00 horas) y sus capítulos tenían una duración de media hora. Los roles fijos que conformaban la galería de personajes eran Luzbelito (Félix Navarro), Doña Isabel (Luchy Soto), Don Fabián (Valeriano Andrés) la doncella (Mer Casas), a los que se sumaban el propio Fernando Delgado, Joaquín Pamplona o Gemma Cuervo, entre otros, cuando la historia requería del concurso de los personajes que tenían asignados. Algo más de veinte años más tarde, en 1985, Fernando Delgado se hace cargo del personaje de Julián de la comedia de Edgar Neville “El baile” en versión televisiva y formato seriado, con Juanjo Menéndez en el papel de su amigo y rival Pedro, en una modalidad de serie semejante a la de la anterior “Ninette y un señor de Murcia”, también protagonizada por Menéndez y a la que también se le dio forma de serial, una temporada antes, en 1984. En la adaptación de la obra de Neville, Marisa Paredes se veía en la responsabilidad de representar el papel de Adela, que tan indisolublemente estaba unido a la personalidad de Conchita Montes, saliendo bastante airosa, de modo análogo a como Fernando Delgado trataba de dar con eficacia el tipo que había aquilatado (en teatro y en cine) Rafael Alonso, o como Juanjo Menéndez sucedía a sus predecesores Pedro Porcel (en la escena) y Alberto Closas (en la gran pantalla). La dirección de la serie, que se prolongó seis episodios, correspondió a Mara Recatero, responsable asimismo de la adaptación.
Y siempre, siempre, en el teatro
Únicamente cuando su actividad era constante en los platós televisivos en su doble faceta de actor y realizador, entre 1964 y 1966, Fernando Delgado se apartó completamente del teatro. El resto de su existencia, desde la cuna hasta los más agudos momentos de la enfermedad que provocó su reciente final, nuestro protagonista se mantuvo sobre el escenario. La relación de títulos representados por Fernando Delgado en los escenarios es extensa y marcada por la indiscutible calidad de las obras que la forman. Así, podemos enumerar que, en el año 1958, actuó en una de las versiones de“Ifigenia”, y en “El alcalde de Zalamea”, de Calderón de la Barca, además de en “La venganza de don Mendo” de Pedro Muñoz Seca. Al año siguiente, intervendrá en la nueva versión, escrita por Gómez Picazo, de “La tía de Carlos”, de Brandon Thomas, que se estrenó en el teatro Maravillas bajo dirección de Gustavo Pérez Puig y con José Luis Ozores de protagonista, primera figura de la compañía “Teatro de humor”, en la que, además de con la de Fernando Delgado, se podía contar con las interpretaciones de un gran reparto formado por Rosita Yarza, Mariano Ozores, Valeriano Andrés, Maite Blasco, Mercedes Barranco y Alfonso Gallardo. En el mismo año 1959, Fernando Delgado también actuará en “Melisa”, de Nickos Kazantzakis, el autor de “Zorba el griego”. En octubre de 1959, participará del éxito de Alfonso Paso, “Cena de matrimonios”, al estrenarla en el madrileño Teatro de la Comedia integrando la compañía de Alberto Closas, junto a José Luis López Vázquez; Montserrat Salvador, Susana Campos (la única del reparto teatral que repetirá en la versión fílmica que dirigirá en 1962, Alfonso Balcázar), Jorge Rigaud y Teresa del Río. Del éxito de la obra da fe el hecho de que permanecerá en cartel un largo periodo de tiempo, llegando a alcanzar los tres años en el teatro Alexis de Barcelona. En el año 1961, Fernando Delgado actuará en “El laberinto” y en “Doble imagen”; y en la reposición de “Angelina o el honor de un brigadier”, en 1962. Al año siguiente, serán “¿Por qué te casaste conmigo?” y el nuevo éxito de Alfonso Paso, “Una tal Dulcinea”, las obras en las que intervenga Fernando Delgado. Otra dupla de títulos nos sitúan en 1967, “Los Papillón” y “La decente”, obra cómico-policíaca de Miguel Mihura en la que su protagonista es demasiado decente para cometer adulterio por lo que pide a un amigo que asesine a su marido. En el reparto del estreno, en el Infanta Isabel, encontramos a Elena María Tejeiro, como “Núria”, la protagonista, a Manolo Gómez Bur, que era “Roberto”, el bobo elegido para cometer el crimen, a Rafaela Aparicio como la fámula que realmente cometía el asesinato que le endosaban al señorito, y a Fernando Delgado que era el “Inspector Miranda”, encargado de resolver el misterioso homicidio. Curiosamente, en la versión de “Estudio Uno” que se emitirá por televisión diez años después del estreno de la obra original, tanto Fernando Delgado como Manolo Gómez Bur recuperarán los roles que desempeñaron en el estreno, mientras que la protagonista pasará a ser Julia Martínez, quien había hecho el papel cuando la obra pasó a representarse “por provincias”, con Rafael Alonso en el papel de “Roberto” y Jesús Puente, en el de “Miranda”. En 1968, de vuelta a los Teatros Nacionales, Fernando Delgado interviene en “Mañana te lo diré”, de James Sannders, estrenada el 24 de abril de 1968 en el Teatro María Guerrero, en versión de Claudio de la Torre y con dirección de José Osuna, junto a Verónica Luján, Manuel Díaz, Julio Núñez, Sancho Gracia y el viejo conocido de este weblog, Manuel Díaz González. Transcurrido un año largo, el 14 de mayo de 1969, en el Teatro Español se estrenaba “Un delicado equilibrio”, de Edward Albee, según versión de Antonio Gala y con dirección de Claudio Guerín (un binomio que por aquel entonces funcionaba asiduamente en televisión española), obra en cuyo reparto, encabezado por Luisa Sala, encontrábamos a Charo Soriano, José Vivó, Pilar Muñoz y Amparo Valle junto a Fernando Delgado.
En la década de los setenta, hallamos a Fernando Delgado en la representación de “Los Comuneros”, de Ana Diosdado, encabezando un magnífico cartel, el cual completaban Enrique Diosdado, Irene Gutiérrez Caba, Pepe Lara y Gemma Cuervo. El estreno, que se produjo en el escenario del Teatro María Guerrero, está datado el 12 de marzo de 1974. Justo dos años después, se daría al público del María Guerrero la obra de Francisco Nieva “Sombra y quimera de Larra”, que dirigida por José María Morera, tuvo en su reparto a Fernando Marín (hijo de Guillermo Marín, quien, precisamente, hubo de abandonar la obra por un problema de salud cuando se iba a preestrenar en Zaragoza), Antonio Medina, Margarita García Ortega, y a Ana María Barbany, entre otros, al lado de Fernando Delgado, en esta que era, según su autor, Nieva, una “representación alucinada” de una obra de Larra, “No más mostrador”.
El repaso de los trabajos teatrales de Fernando Delgado en la década de los años ochenta podemos abrirlo con “La velada en Benicarló”, obra escrita por Manuel Azaña, que se estrenó en el Teatro Bellas Artes de Madrid el 5 de noviembre de 1980, dirigida por José Luis Gómez, y con un elenco espectacular que formaban, junto al propio Fernando Delgado, nada menos que José Bódalo, Juan José Otegui, Agustín González y Eduardo Calvo. “El caimán”, por otra parte, fue una de las obras que menos entusiasmo despertó de las estrenadas por Antonio Buero Vallejo. Presentada al público en el Teatro Reina Victoria de Madrid el 10 de septiembre de 1981, provocó confusos juicios críticos y no obtuvo un éxito especialmente reseñable. Con dirección de Manuel Collado, Fernando Delgado apechugó con la responsabilidad de protagonizarla, contando con María del Puy y Lola Cardona junto a él a cargo de los papeles principales, y con Francisco Hernández, Sara Gil, Carmen Rossi, Gemma Amorós, Carlos Lucini y Víctor Barreiro, desempeñando el resto de los roles. También de estos años fueron las actuaciones en montajes de “El oso” y “El jardín de los cerezos”, ambas de Chéjov, y de la obra “Materia reservada”. “El álbum familiar”, obra de José Luis Alonso de Santos que él mismo dirigió, se puso en escena el 26 de octubre de 1982 en el Teatro María Guerrero de Madrid, con Lola Cardona, Margarita García Ortega, Concha Hidalgo y la joven Núria Gallardo, entre otras actrices, y con Manuel Galiana, José Vivo, Eduardo Calvo y Manuel Andrade, entre otros, formando el elenco masculino del que Fernando Delgado era miembro destacado. Algo más de un año después, en el mismo escenario, participará en la lectura dramatizada de “La gallina ciega”, sobre textos de Max Aub, con dirección de José Carlos Plaza y al lado de José Luis López Vázquez, Ana Belén, Juan Ribó, Enriqueta Carballeria, José Luis Pellicena, José Sacristán, Núria Esperte, Julia Gutiérrez Caba y (tal como señalamos en su día) Ángel Picazo. También dirigido por José Carlos Plaza, Fernando Delgado obtendrá un éxito notable al lado de Esperanza Roy en “Una jornada particular”, de Ettore Scola, que se estrenó en 1986.
“La de San Quintín”, obra original de don Benito Pérez Galdós, fue estrenada por la Compañía de Acción Teatral, con Fernando Delgado como primer actor, en el Teatro María Guerrero, el 5 de abril de 1983, en montaje dirigido por Juan Antonio Hormigón que fue difundido, posteriormente, por Televisión Española. Ilustrada con música del maestro Isaac Albéniz que interpretaba al piano Santiago Herranz, la pieza se ambientaba en el Norte de España, en una localidad de la costa cantábrica llamada Cindóbriga en el momento preciso en el que se celebra el octogésimo cumpleaños del patriarca don José Buendía (Manuel Andrade), potentado, amo y señor de las riquezas de la zona. En su compañía están su nieta Rufinita (Aurora Pastor) y su único hijo, don César (Fernando Delgado), el heredero de su fortuna y propiedades y actual “factótum” que se ocupa de gestionar la fábrica de clavos, las dos minas de hierro, la fábrica de conservas y salazones, los dos vaporcitos, los tres buques de vela y las demás propiedades de los Buendía. Adulando esforzadamente tanto a don José como a don César, el notario Canseco (Raúl Fraire) hace las veces de oficiante de la celebración familiar. Las despóticas maneras de don César, un hombre de actitudes caciquiles y áspero trato, perseguidor de faldas, acostumbrado a imponer su voluntad sin sutilezas, le ha ganado no pocos enemigos. Uno de ellos, un moroso marqués (Andrés Resino), se presenta para saldar su deuda monetaria con don César, pero también para anunciarle que se resarcirá de la pasada humillación sufrida. En parecidas circunstancias, es decir, guardando antiguos rencores hacia don César, que la pretendió en el pasado, aparece por sus dominios una duquesa arruinada, Rosario (Rosa Vicente). En el hogar de los Buendía, entretanto, nos enteramos de que lleva cuatro meses recogido un hijo bastardo de don César, Víctor (Fidel Almansa), un joven al que el magnate piensa reconocer una vez pase un plazo estipulado trabajando de firme en las industrias de su padre. El joven, contaminado de ideas socialistas, de las cuales su progenitor pretende desinfectarle, no tarda en enamorarse de la duquesa, que se aloja en la hacienda de los Buendía. Pasan los días y mientras se desarrolla el acoso de don César hacia Rosario y el enamoramiento de Víctor comienza a ser correspondido por la duquesa, ésta termina por revelar, mediante la presentación de pruebas irrefutables, que el joven no es realmente hijo del ricachón. Víctor es repudiado y expulsado de la propiedad de los Buendía, pasando a refugiarse en la casa rectoral. Con él fuera de escena, don César insiste en procurarse los favores de Rosario. Se encuentra gravemente enfermo y en el marco desolador de una España abocada al desastre (que sostiene guerras en Cuba y Filipinas y padece agitación constante en su interior), él ve pasar su última oportunidad de hacer de su vida algo más agradable, menos duro, sentando al fin la cabeza con la duquesa. Su talante queda bien patente cuando se autoproclama liberal “…¡pero del general Wyler!” y se pregunta: ”¿Qué tendrá que ver ser liberal con la libertad?” Finalmente, Víctor regresa a casa de los Buendía para llevarse a Rosario a América, renunciando a cualquier compensación que de don César pudiera esperar. Aparentemente ingenua en la trama sentimental, “La de San Quintín” contiene un discurso que se ha revelado aún más ingenuo en lo sociológico y en lo político, como retrato del final de una época, en la que supuestamente los ricos propietarios entraban en decadencia. Con una aristocracia empobrecida y un capital decadente, las nuevas generaciones, emprendedoras y socialmente justas, iban a hacer de América una tierra de libertad. Haciendo salvedad de esta bienintencionada pretensión el autor, y centrándonos en el protagonista de esta monografía, el montaje de “La de San Quintín” le permitió a Fernando Delgado encarnar otro personaje representante de la oligarquía (sus influencias le proporcionan a don César acta de diputado, durante la acción), otro cacique de voz tonante, como el Enrique Donoso de “El crimen de Don Benito”, otro personaje autoritario y reaccionario, como el Anselmo/Miguel de “La prima Angélica”.
En las postrimerías de los años ochenta, Fernando Delgado ha actuado en “Lutero” y en “Usted tiene ojos de mujer fatal”, nuevo montaje del clásico de Jardiel. También ha formado parte del reparto de otro clásico del teatro español, “La zapatera prodigiosa”, de Lorca. En los inicios de la década de los noventa, a nuestro protagonista de hoy le tocó la amarga experiencia de compartir con su muy querido colega José María Rodero los que habían de ser sus últimos esfuerzos profesionales. Juntos ensayaron en 1991 la función “Hazme de la noche un cuento”, de Jorge Márquez (Sevilla, 1954), que el genial Rodero no podría estrenar, víctima de un fulminante cáncer que acabó con su vida sólo un mes y medio después de ser diagnosticado. En la comedia, que finalmente se estrenó en el Teatro Bellas Artes de Madrid, bajo dirección de Manuel Collado, Fernando Delgado y José María Rodero habían de representar una pareja (en la que Rodero, pertrechado con tacones y peluca, hacía el papel de mujer) ya anciana. Al estreno de la obra de Jorge Márquez seguirán nuevos trabajos de Fernando Delgado, como su participación en un nuevo montaje de “Tres sombreros de copa”, o en los estrenos de las comedias “Los viejos no deben enamorarse” (2002) y “Copenhague” (2003), o en el reestreno de “Los verdes campos del Edén” (2004) que, como vimos, ya había representado en televisión. Su última salida a escena, ya en condiciones de salud muy precarias, se produjo en “La vida de Juan Ramón Jiménez”, obra dirigida por Salvador Collado y con María Jesús Valdés como compañera de reparto, en la que Fernando Delgado se veía obligado a auxiliarse con una bombona de oxígeno para poder respirar en el escenario.
Últimas incursiones en la gran pantalla (1982-2005)
La última etapa de la carrera cinematográfica de Fernando Delgado, no cuenta en su seno con títulos ni por asomo tan relevantes como el “Plácido” berlanguiano (cosa a la que, por otra, sería quimérico aspirar), ni tampoco a la de films tan interesantes como “La prima Angélica” o “Gary Cooper, que estás en los cielos”. Pese a haber cimentado su fama en la televisión y su prestigio en el teatro, Fernando Delgado, de manera similar a como le sucedió a su colega José María Rodero, fue insistentemente desaprovechado en el cine, especialmente en los últimos años. Pese a todo, contó con una colaboración en un film multi-premiado, la ópera prima de Agustín Díaz Yanes “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”, y también, como colofón a su carrera fílmica, con una papel de relieve en “Ninette”, de José Luis Garci, una película destinada a obtener un gran éxito popular (que no acabó de llegar).
“De camisa vieja a chaqueta nueva” es una de las adaptaciones de novelas de Fernando Vizcaíno Casas a las que Rafael Gil se entregó en los últimos años de su carrera. Con guión del propio novelista, el film ofrecía su particular visión (muy celebrada por un amplio sector del público, que compraba sus libros por millares) de la coyuntura política española. Así, el humorismo de Vizcaíno Casas, de sesgado cariz político afecto al extinto régimen franquista, coincidente con el del director de la película, se ofrecía al espectador servido a través de las actuaciones de un magnífico reparto encabezado por José Luis López Vázquez, que daba vida al protagonista, Manuel Vivar, un chaquetero indecoroso que, tras lucrarse bajo el régimen anterior, buscaba el modo de continuar con sus prerrogativas en el nuevo decorado “democrático”. El elenco actoral lo completaba una extensa lista de profesionales entre los que destacamos la presencia de algún ilustre veterano, como Félix Dafauce, de los experimentados cómicos Antonio Garisa y Manolo Codeso, del no menos experimentado y muy “rafaelgiliano” Fernando Sancho; los solventes, habituales de televisión, Emilio Gutiérrez Caba, Agustín González, Emiliano Redondo, Charo López o el propio Fernando Delgado, el siempre fiable Manolo Zarzo o la por entonces de moda (habitual del cine de Garci) María Casanova. El estreno se produjo el 12 de noviembre de 1982 en los cines Roxy B, Narváez, Canciller y Lido de Madrid.
“Caso cerrado” es una de esas películas que constituyen el debut y la despedida de su director, en este caso, Juan Caño Arecha. Con cinco cortos en su haber, estrenados entre 1979 y 1980, Juan Caño, acometió la empresa de dirigir su primer largo con la responsabilidad de contar con una estrella como Pepa Flores “Marisol” en la cabecera del cartel, para la cual dispuso un guión escrito por él mismo en colaboración con Gonzalo Goicoechea en el que la actriz daba vida a “Isabel”, una librera que, en los inicios del film, se casa con “César” (Patxi Bisquert) por el rito sefardí. Más tarde, el joven, que trabaja en un banco, debe enfrentarse con una acusación de desfalco. El film deriva entonces hacia el terreno del drama carcelario morrocotudo. Su nula comercialidad hace difícil que la película sea recordada por el público en general, por lo para muchos pasaría desapercibida la presencia de un Antonio Banderas en el despegue su luego exitosa carrera, en el rol de un preso; de la gran Lola Gaos, como funcionaria de la prisión o del gran José Vivó como director de la misma. En papeles de más entidad encontramos a Encarna Paso, como madre de “César”, aún reciente su éxito personal en “Volver a empezar” (José Luis Garci, 1982), a Santiago Ramos, en el rol de “Javier” y a Isabel Mestres, una actriz de belleza cercana y paso efímero pero memorable por las pantallas, como “Teresa”. El estreno simultáneo en los cines Palafox, Arlequín, Cristal, La Vaguada, de Madrid, y Fantasio de Barcelona no hizo sino hacer más evidente la escasa respuesta que encontró en sus taquillas.
Si cabe hablar de escaso éxito para referirse a la repercusión de “Caso cerrado”, la siguiente película en la que intervino Fernando Delgado requeriría una expresión más contundente, toda vez que este burgomaestre tiene serias sospechas de que no fue siquiera estrenada. “La fuente de la edad”, que dirigió Julio Sánchez Valdés sobre el argumento de una novela de Luis Mateo Díez, fue producida por Televisión Española en 1991 y si se estrenó en algún cine este burgomaestre no tiene noticia de ello. Según consta en el detallado y amplio reparto que figura en IMDB, Fernando Delgado tenía a su cargo el papel de “Pacho Robia” en esta historia, adscribible al género de la comedia y ambientada en los años cincuenta, en la que “tres cofrades juerguistas olvidan por una noche el ambiente depresivo que les rodea en su pueblo y se lanzan a la búsqueda de una mítica fuente” (según sinopsis publicada en “Un siglo de cine español”, de Luis Gasca. Enciclopedias Planeta,1998). El reparto lo encabezaban Santiago Ramos, Antonio Resines y Agustín González, y en él figuraban también un extenso elenco trufado de luminarias tales como el gran Manuel Alexandre, José Ruiz Lifante, Walter Vidarte, o Quique San Francisco.
La colaboración de Fernando Delgado, en el papel de un sacerdote, como asimismo la de Maruja Asquerino en el papel de “Esperanza” constituyen los dos aislados remansos de paz en una película, “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”, histérica muchas veces, tremendista siempre. Su responsable prácticamente total, el director y guionista, Agustín Díaz Yanes (Madrid, 1950), hijo del banderillero Agustín Díaz “Michelín” ( combatiente republicano que estuvo exiliado en Francia), tras formarse brillantemente y ganar una beca que le permitió viajar a Estados Unidos en 1968, país en el que impartió cursos sobre cultura española, se inició en el mundo cinematográfico como ayudante de dirección y guionista, disciplina en la que, curiosamente, pareció especializarse en escribir para la actriz Victoria Abril. Sus cuatro primeros guiones fueron llevados al cine en otras tantas películas protagonizadas por ella: “Barrios altos” (1987), “Baton rouge” (1988), “A solas contigo” (1990) y “Demasiado corazón” (1992). Cuando Díaz Yanes debutó como director, obviamente, la protagonista no podía ser otra que Victoria Abril, con la que reincidiría después en “Sin noticias de Dios” (2001) y en “Sólo quiero caminar” (2008), films en los que el binomio no lograría alcanzar el mismo nivel de éxito crítico ni popular que había obtenido “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” que fue una verdadera revelación rápidamente cubierta de premios. Hasta ocho Goyas (incluyendo entre ellos algunos de los más importantes, como los de Mejor Película, Mejor Actriz, Mejor Actriz de Reparto para Pilar Bardem, Mejor Director Novel y Mejor Guión), dos premios en el Festival de San Sebastián, uno Especial del Jurado para Díaz Yanes y otro para Victoria Abril; dos más del Círculo de Escritores Cinematográficos y otros dos, de la Unión de Actores, para (una vez más) Victoria Abril y Pilar Bardem, Fotogramas de Plata, premios Ondas, de la Asociación de Cronistas de Espectáculos... y así hasta sumar 24 galardones que pueden consultarse pormenorizadamente en IMDB. El film, una coproducción con México, contó, además, con una distribución internacional inusual en un film español, sin duda favorecida por la lluvia de reconocimientos, con lo que se puede considerar, con toda justicia, a “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” un verdadero hito en la historia reciente del cine español. Lo cual no convierte al film en un producto apto para todos los paladares. Sin ir más lejos, este obtuso burgomaestre se reserva el derecho de discrepar con la veneración imperante.
En opinión de este burgomaestre, “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” complugo a la crítica por su discurso pesimista, por su empleo brutal de la violencia (como si fuera un espectáculo novedoso), por su apología del perdedor sin esperanza, por el retrato social virado al “negro oscuro”, por el exhibicionismo chillón de su protagonista, por la explotación de cierta mitología hispánica (la incorporación de la fiesta de los toros), y por la (sin duda honorable) reivindicación del bando perdedor en la Guerra Civil, por hacer del masoquismo una obra de arte y, sobre todo, por no parecerse a una “típica película española” (sea esto último lo que quiera que sea). Dicho todo lo anterior, como mero espectador, este burgomaestre se limita a considerar, en relación al film que, dicho de modo sencillo y nada ofensivo, “preferiría no haberlo visto”. La historia de “Nadie hablará...” es la de Gloria Duque, una mujer cuyo marido, Juan (Ángel Alcázar), un banderillero (como el padre, sí, del director del film), sufre una cogida en la plaza de resultas de la cual queda en coma irreversible. Gloria, pobrecita, encontrando sin duda poco estimulante la compañía de su marido, se da a la bebida y se marcha a México, a hacer las américas esas. La acción pasa al momento presente (1995) y nos encontramos con que Gloria se dedica a la prostitución. Concretamente, la hallamos practicando una felación en una alegre reunión entre delincuentes. Resulta que en el encuentro hay gato encerrado, pues los dos visitantes son en realidad dos policías norteamericanos (encarnados por los hermanos Bruno y Demian Bichir). Al ser descubiertos por los criminales, el traficante de drogas Evaristo (Guillermo Gil) y el asesino profesional Eduardo Guzmán (Federico Lippi), se entabla una sangrienta lucha como consecuencia de la cual perecen los dos policías y el “vitalista” Evaristo. Gloria, en cuyos brazos muere Mani, uno de los polis, recibe de este un portafolios con los lugares donde la red de traficantes blanquean su dinero, negocios legales que los dos policías pensaban atracar impunemente. Eduardo, por su parte, recibe el encargo de doña Amelia (la jefa del cártel) de dar con la prostituta. Gloria, detenida por la policía, es expatriada y devuelta a Madrid. De vuelta en la capital de España, Gloria se reencontrará con su postrado marido y con la madre de éste, su suegra doña Julia (Pilar Bardem), una mujer abnegada, que ha estado cuidando a su hijo y pagando la hipoteca en ausencia de Gloria. La recién llegada tratará de encontrar un trabajo honrado, pero como es bien sabido, en España se obliga a practicar sexo a todas las telefonistas y empleadas en general, por lo que Gloria recae en la bebida y se emborracha lamentablemente. Luego se propone robar a los maleantes mexicanos, probando primero el sistema del “butrón” y, al fallarle éste, el del atraco a mano armada. Eduardo, por su parte, tiene sus propios problemas, en forma de una hija que enferma súbitamente y que, cada vez que mata a alguien, parece empeorar su estado. Esto le crea comprensibles problemas de conciencia y le lleva a decidir no matar más, por lo que, cuando encuentra a Gloria y le obliga a devolver el dinero robado en el atraco a una tienda de los del clan de doña Amelia, decide no matarla. Eso le cuesta la vida a Eduardo, que es fulminado de un tiro por Oswaldo, otro sicario del clan. Gloria es torturada brutalmente por Oswaldo (el cual le barrena la rodilla con un sacacorchos), pero consigue escapar (le clava un bolígrafo en la yugular). Mientras, Julia ha dado un sablazo espectacular a su amiga Esperanza (Maruja Asquerino) con el importe del cual consigue reunir el dinero suficiente para liquidar la hipoteca de sus hijos. Entonces se suicida con gas poniendo fin también a la vida de su hijo Juan. Julia ha estado instruyendo a Gloria (Julia era maestra durante la República) con lo que ésta podrá optar a un trabajo honrado y empezar una nueva vida. Finalmente, la película permite al espectador aspirar un cierto perfume de esperanza para Gloria. Han tenido que morir horriblemente un montón de personas por ello, pero...¡qué más da! Lo que cuenta es que la chica “salga adelante”. Muchas personas de buena fe compararon este film con la obra de Quentin Tarantino. Sería por la sangre, que también era roja y también fluía a borbotones.
Fernando Delgado protagoniza el mejor momento de “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”. Es un sacerdote que se dirige a un automovilista que está aparcado para preguntarle una dirección. Ve que el conductor lleva pistola y, prudentemente, se retira. Pero ese pistolero es Eduardo Guzmán, el asesino profesional con problemas de conciencia que le llama y le pide hablar con él unos momentos porque quiere pedirle consejo. No quiere confesar, sólo consejo. Le explica lo que le pasa, a qué se dedica y que lo suyo es un trabajo, que mata por motivos estrictamente profesionales. Le cuenta al cura lo de su hija enferma y también que Dios le habló un día, que le pidió que dejara de matar. En ese momento, le explica, tiene que matar a una mujer. Y le enseña al sacerdote la foto que lleva de Gloria. “Pues no la mates”, dice sencillamente el clérigo. “Eso no puede ser”, contesta el matón. “Si no la mato, me matan a mí”. Entonces, Fernando Delgado toma la palabra y durante poco más de un minuto se adueña de la película y del espectador. Cuenta la historia de un amigo suyo que, como Eduardo, se dedicaba a matar gente (“por otros motivos –asegura-, no mejores que los tuyos. Motivos políticos”) antes de la Guerra Civil. Entonces, cuando estalló la contienda, unos milicianos fueron a buscarle, pero en lugar de a él, encontraron a su hermano (“un santo”). Aquella misma noche lo fusilaron. “¿Y qué hizo su amigo?”, pregunta Eduardo. “Se metió a cura”, replica el sacerdote. Y concluye “Desde entonces siempre ha vivido con la conciencia de que se llevaron a su hermano por él”. Entonces le pregunta su nombre al pistolero. Cuando se lo declara, le dice: “Dios te está pidiendo un sacrificio”. Y añade: “Ten fe. Él te escucha” y la pausa que pone Fernando Delgado en su voz convence hasta al agnóstico más escéptico.
El hecho de que la brillantísima colaboración de nuestro protagonista de hoy en el laureadísimo film de Díaz Yanes, si tenemos en cuenta que dura algo menos de tres minutos y que constituye su única presencia en la gran pantalla desde su breve intervención en la ignota “La fuente de la edad”, en 1991, y hasta la tampoco demasiado conocida “Clara y Elena”, estrenada en el año 2001, debería hacer avergonzar a alguien si es que pudiera hacerse responsable a alguien de tanto desperdicio de talento: ¡Tres minutos en diez años! Sea como fuere, “Clara y Elena”, film escrito y dirigido por Manuel Iborra, constituyó un interesante duelo interpretativo entre dos grandes actrices, Verónica Forqué (esposa del director del film) y Carmen Maura, que encarnan a las dos hermanas cuyos nombres componen su título. Representantes de dos estilos opuestos de vida, Clara (Verónica Forqué) es un ama de casa mansa y tímida, sometida por su marido, que le es infiel, mientras que Elena (Carmen Maura) da vida a un espíritu libre que no establece relaciones duraderas. Las dos hermanas, marcadas por el abandono del hogar de su madre (una cantante de canción sudamericana) cuando aún eran niñas, se reencuentran tras una larga separación. Sus diferentes modos de entender la existencia y también la relación con su padre (Fernando Delgado), un pediatra masón, no serán un obstáculo para que se comprendan. Entonces a Clara se le diagnostica un cáncer. La película, que se ha movido en su mayor parte en un registro ligero y despreocupado, cambia consecuentemente. Nuestro protagonista de hoy corre con un momento especialmente memorable y de responsabilidad cuando, pese a su agnosticismo, ante el dolor de sus hijas ruega a Dios por ellas. El estreno de esta sensible y hábil adaptación de varios relatos de Ángeles Mastreta se produjo el 25 de octubre de 2001 y se saldó, lamentablemente, con la indiferencia de la audiencia.
“Muertos comunes” llegó a las pantallas el 28 de mayo de 2004. Dirigida por Norberto Ramos sobre un guión de Javier Félix Echaniz, se trata de un “thriller” del género negro ambientado en la Pamplona de 1973 que no descuida en su composición ninguno de los elementos tópicos del género, sin más novedad que la citada ambientación y el “Mc Guffin” (la excusa argumental, según Hitchcock) de un proyecto de arma nuclear del ejército del tardo-franquismo. Como en toda investigación criminal del género negro, la investigación de un simple asesinato de una víctima insignificante (la empleada de la limpieza Blanca Huete, que trabaja en un cuartel del 5ª Regimiento de Zapadores, emplazado en Pamplona), lleva a los policías asignados, el inspector Eusebio Luquín (Javier Albalá) y el subinspector Fermín Goyoaga (Ernesto Alterio) a descubrir una complicada trama oculta de descomunales proporciones. Cuando se revelan las implicaciones del más alto nivel, empezando por el comandante Toledo (Adolfo Fernández), se desvelan traiciones (la típica del compañero del protagonista, en este caso, Fermín Goyoaga), connivencias (la del comisario Javier, encarnado por Fernando Delgado) y crímenes en cascada (tres suboficiales a los que se ha provocado su inculpación, su retención en calabozo y su muerte a manos del padre vengador de Blanca Huete, además de un presunto suicidio, el del capitán médico Gayubas, papel a cargo de Juan Carlos Martín). Cuando el caso se ha cerrado en falso, Eusebio Luquín, como es tradición, resuelve el misterio por su cuenta, metiéndose en la boca del lobo y teniendo que ser rescatado “in extremis” por un arrepentido comisario de las manos de los villanos que ya se disponían a liquidarlo. La verosimilitud brilla por su ausencia en esta historia que, a diferencia de los clásicos que sus artífices sin duda adoran, no cuenta con un protagonista atractivo. Javier Albalá (que fue, en cualquier caso, premiado en el III Festival de cine de Ponferrada, como Mejor Actor, así como el film, en su conjunto) consigue dar el papel en lo que tiene de detestable (machista, brutal, grosero, impertinente, maleducado, zafio), pero no consigue (quizá nadie habría podido) hacerlo atractivo. El argumento, intrincado como corresponde al género, no se sostiene. La impermeable cerrazón del mundo castrense en el franquismo no requeriría de tan alambicadas estratagemas para mantenerse al margen de una investigación policial que a nadie interesaba. Y el desenlace, en el que se revela el asombroso “secreto tras el crimen”, se produce en un modo digno de una película de Fu-Manchú de las del inefable Jesús Franco, con el maligno comandante Toledo soltando su discursito de cierre de función en lugar de hacer desaparecer eficazmente al molesto inspector Luquín. Esa tonta complacencia en la verborrea del villano es la que permite al comisario Javier intervenir. Una aparición, por cierto, nada airosa, toda vez que se muestra, en consonancia con toda la secuencia, totalmente inverosímil. El comisario aparece, escopeta en ristre (en actitud similar a la de un labriego expulsando a un grupo de pilluelos de su sembrado), en el interior del cuartel, encañonando a dos soldados (que a su vez están apuntando con sus armas reglamentarias a un detenido) y al comandante Toledo, que también va armado. El aspecto de Fernando Delgado, que parece que le han vestido con una bata oscura, no es muy dinámico que digamos, además. No se comprende cómo ha podido entrar allí, burlando la presumible vigilancia. Para colmo de despropósitos, al final del film, en una especie de epílogo, al inspector Luquín le libran de toda complicación dos individuos que actúan de milagrosas “hadas madrinas”, un individuo dotado de un acento digno de Stan Laurel que representa al gobierno de los Estados Unidos y un general del Estado Mayor español. Todavía queda una guinda, no obstante, en el pastel en que se ha convertido finalmente la película, unos rótulos en los que se insinúa que tras el atentado que costó la vida a Carrero Blanco estaba la necesidad de poner fin a su fijación con que España tuviera la bomba atómica, patente por su negativa a firmar el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. Con todo, la película contiene elementos de interés, especialmente en la parte de la más convencional investigación, que se correspondería con los dos primeros tercios del metraje y que incluye, como no podía ser de otro modo, el ligue del protagonista con una mujer, Elvira (Luchy Soto), camarera en la cantina del cuartel, mal casada y muy apetecible.
Cerrando la filmografía de Fernando Delgado se hallan dos films dirigidos por el insigne José Luis Garci, un cineasta controvertido donde los haya, que, tras muchos años de, pese a sus éxitos indiscutibles, despertar odios más o menos soterrados en gran parte de la prensa especializada y la profesión, parece finalmente haber encontrado su lugar en el mundo, un lugar privilegiado, pero en gran medida, marginal. De “Tiovivo c. 1950”, que fue estrenada el 16 de septiembre de 2004, cabe decir que tiene vocación de álbum de estampas, o de fotografías captadas al vuelo, de unos (por Garci) añorados años cincuenta, sólo que en Garci, cualquier intento de naturalismo cruje estrepitosamente y cada fresco que intenta pintar con su cámara, le queda seco, rígido y hasta un poquito rancio. En la presente ocasión, una galería casi interminable de excelentes actores reconstruyen con minuciosidad las distintas situaciones que José Luis Garci y Horacio Valcárcel han seleccionado para dar con ellas su visión de una época, de una sociedad. En el mosaico, Fernando Delgado tuvo la responsabilidad de encargarse de dar vida a don Porfirio, un hombre que tiene un amor de juventud en la lejanía, una tal Rosalía Fraga a la que envía dinero por Navidad al Banco Pastor de Mondoñedo (Lugo). Su charla con el cajero que le hace la transferencia (el siempre grato Luis Varela) constituye su primera aportación al film. En otro momento le vemos escribiendo una carta a su amada, en un café. De la interminable lista de sensacionales actores de cuya visión puede disfrutar el espectador en el film, este burgomaestre se permite seleccionar a sus preferidos, tales como Aurora Bautista, que hace una creación extraordinaria, el coloso Fernando Fernán Gómez, la adorable María Elena Flores, el vivaz Alfredo Landa, el vibrante Manuel Galiana, el señorial Rafael de Penagos, el eléctrico Agustín González, la intensa María Asquerino, el imposible Paco Algora, el incombustible Frank Braña, y también Miguel Rellán, Santiago Ramos, Beatriz Rico, Carlos Hipólito, Tina Sáinz, Manuel Tejada, Luis Varela, Manolo Zarzo, Rafael Romero Marchent y media docena más que tendrán que perdonarme por no mencionarlos.
En 1964, con “Ninette y un señor de Murcia”, Miguel Mihura cosechó un triunfo más que remarcable (que le impulsó a escribir una continuación, a los dos años de su estreno, “Ninette, modas de París”) y los premios Nacional de Literatura “Calderón de la Barca” y el Premio de la Crítica de Barcelona. Tan exitosa obra conoció una versión fílmica a cargo del genial Fernando Fernán-Gómez que llegó a las pantallas en enero de 1966 (dirigida y protagonizada por él mismo) y una versión seriada para televisión (que incluía la comedia que la continuaba) que se emitió en 1984, con Juanjo Menéndez, Victoria Vera y Alfredo Landa en los papeles principales. El 12 de agosto de 2005 se estrenó la versión de José Luis Garci de la comedia de Mihura, que llegó al siglo XXI con su título recortado, quedando escuetamente en “Ninette”, cargando todo el peso del protagonismo en la figura de su actriz principal, la escultural Elsa Pataky. Para Fernando Delgado supuso su última actuación en el cine, afortunadamente, en un papel de cierta relevancia, como “Monsieur Pierre”, el padre de Ninette.
El argumento de “Ninette”, de sobras conocido, desarrolla la historia de Andrés (Carlos Hipólito), un hombre de vida anodina y provinciana en su Murcia natal, que hace una escapada a París donde espera encontrar la diversión y “el despendole” que se le supone a una mítica ciudad cosmopolita, llena de encanto y picardía, distinguida por ello de entre todas las del orbe. Contrariando sus expectativas, un amigo que vive en la capital del Sena, Armando (Enrique Villén), le busca acomodo en una modesta pensión regentada por un matrimonio de maduros exiliados españoles, formado por Madame Bernarda (Beatriz Carvajal, representando un papel que Miguel Mihura aseguraba haber “copiado del natural”, de una camarera de hotel que había conocido en San Juan de Luz a la que le puso “Bernarda” en recuerdo de una expresión que usaba Ángel de Andrés para denominar las tetas) y Monsieur Pierre (Fernando Delgado). Con el matrimonio vive su hija, Ninette (Elsa Pataky) una jovencita muy apetecible que pronto abduce al desprevenido Andrés. Éste se entrega totalmente a la muchacha, hasta tal punto que pasan los días y las semanas sin ver ni un ápice de París más allá de lo que vislumbra desde su ventana. Vive inmerso en los amorosos brazos de Ninette y en las constantes referencias a España (concierto de gaita gallega incluido) de Monsieur Pierre y Madame Bernarda, situación que llega a desconcertar tanto a Armando como a los exiliados cuya casa habita. Finalmente, su relación con Ninette queda al descubierto cuando la chica anuncia que está embarazada. Se concierta una boda que se celebrará en Murcia. Se produce un penúltimo intento de Andrés por conocer París, pero cuando todos están de acuerdo, una huelga del transporte les quita de la cabeza la idea. Todavía, la última noche antes de que todos viajen a Murcia, Andrés trata de salir a conocer la “Ciudad Luz” pero Ninette, una vez más, con sus zalameras artes, lo retiene en el reducido confín de la pensión de Madame Bernarda.
La comicidad de “Ninette” depende en gran medida de un ritmo y una interpretación muy bien afinadas, pues su fondo, en realidad, la función está cargada de melancolía. Fernando Fernán Gómez, pese a conservar en buena medida el reparto y el ritmo originales (del estreno teatral conservó a los actores de los personajes más cómicos, es decir, a Alfredo Landa, como Armando y a Rafael López Somoza y a Aurora Redondo, como Monsieur Pierre y Madame Bernarda), y a contar con Rosa Monteros, una mexicana llena del necesario encanto, para “Ninette”, no acabó de rubricar una película redonda. La primera adaptación televisiva (un “Estudio Uno” emitido en 1970) mantenía a los mismos actores para la pareja de exiliados, y como protagonista tuvo a José María Mompín, que había estrenado la continuación de la obra, “Ninette, modas de París”, mientras que Tomás Zori defendía un aceptable “Armando” y Paula Martel una Ninette presentable. La versión seriada para la pequeña pantalla recuperaba a la protagonista original, el Andrés de Juanjo Menéndez, y contaba con una adorable Victoria Vera para hacer creíble a la engatusadora Ninette, y con los experimentados Ismael Merlo como Monsier Pierre y Florinda Chico, como Madame Bernarda, además del original Alfredo Landa, que a esas alturas (1984) hacía su personaje con una autoridad y un dominio escalofriantes. El reparto de la versión de Garci, pese a tratarse de buenos profesionales no “daba” en pantalla el tono cómico requerido. Con toda probabilidad la responsabilidad máxima recaiga en Garci, que nunca ha logrado encajar más de algún “gag” aislado en sus películas y que, a la hora de dirigir una comedia como el texto de Mihura, fue capaz de desposeerlo de cualquier atisbo de humor. La “Ninette” de Garci es tristona, casi fúnebre. La atmósfera, opresiva, oscura, que se apodera de la película le quita las ganas de divertirse a cualquier espectador y se hace difícil entender, de no haber visto ninguna versión anterior, cómo Miguel Mihura obtuvo un éxito tan resonante con el estreno de la comedia original, que llevó la obra por todos los escenarios de España, simultaneándose representaciones en teatros de Madrid, Barcelona y provincias. Las comparaciones serán odiosas, pero nos sirven para medir y, en este caso, Garci se quedó muy corto. Como consecuencia de ello, buenos profesionales, como el mismo Carlos Hipólito o Enrique Villén, parecen desplazados, inadecuados para el papel (y probablemente lo sean). Fernando Delgado y Beatriz Carvajal, salen algo mejor parados, dada su mayor adecuación a sus roles, pero tampoco su labor resiste la comparación con los cómicos que les precedieron en la empresa. Por centrarnos en el protagonista de esta entrada, su sutileza, habitualmente bien recibida, contrasta con el tonante estilo de López Somoza, que se había hecho el dueño de “Monsier Pierre”, a lo largo de los años, en el subconsciente del espectador. Con todo, a pesar de que aparece (como el resto de la película), aligerado de toda carga cómica, el momento en que Monsier Pierre tiene una conversación “de mesa camilla” con Andrés, en la que pone al descubierto su desconfianza sobre la identidad sexual de su huésped, es de los mejores del film, simplemente porque se apoya en la manifiesta facilidad de Fernando Delgado para apoderarse de una escena con el simple empleo de su bien calibrada voz.

Y para terminar, una anécdota:
No fue el encontronazo con un autobús, al volante de su seiscientos, el único tropiezo que sufrió Fernando Delgado en 1966. Sufrió otro, de consecuencias también notorias, con la censura. La anécdota la cuenta Alfredo Landa en su libro de memorias dictadas a Márcos Ordóñez (“Alfredo el Grande. Vida de un cómico. Landa lo cuenta todo”, Aguilar, 2008). Gustavo Pérez Puig dirigió una versión para “Estudio Uno” de “A media luz los tres”, una comedia que Miguel Mihura había estrenado en el Teatro de la Comedia el 25 de noviembre de 1953 con Conchita Montes, Pedro Porcel y Rafael Alonso formando el triangular reparto. En la versión para Estudio Uno, Alfredo Landa hacía el papel de Rafael Alonso, mientras que Pedro Porcel conservaba el suyo. Pues bien, una vez grabado el programa, una orden fulminante de la “superioridad” prohibió que se emitiera por tratarse de una obra que “frivolizaba el adulterio”. Fernando Delgado, que nos da la sensación de que, con su voz calma y profunda, podía conmover a una piedra, se prestó a hablar con los jefazos del Ente y consiguió, al menos, que sus compañeros cómicos cobraran por el trabajo realizado.
Fernando Delgado fue un trabajador, un artista, un hombre. De su trabajo, en los escenarios, sólo queda el recuerdo del esplendor de la llama. En celuloide, su transparente mirada y su desgarbada figura han quedado prendidas en apenas unos miles de metros de película, por desgracia, demasiado pocos. De su incesante laborar televisivo, sólo nos han quedado un puñado de muestras. Pero de la grandeza de Fernando Delgado nadie que lo viera actuar podrá dudar nunca.

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