Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

Mi foto
Nombre:
Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

domingo, febrero 05, 2017

“La La ¿qué?” o “Cuando te dan gato por liebre y el gato canta como una almeja”

Mi relación con el Séptimo Arte es larga y, en muy modesta medida, fructífera.  Siempre, desde que tengo memoria, he sentido una fuerte vinculación con esta manifestación artística que es, simultáneamente, no lo olvidemos nunca, un espectáculo. No exagero si hablo de fascinación por todo cuanto envuelve y sostiene el fenómeno del cine desde mi más tierna infancia.
Por desgracia (o por suerte, o por mor del calendario, o por la inmisericorde acción de la experiencia), el paso del tiempo provoca que la chispa inmortal se encienda con cada vez menor frecuencia ante el estreno de una nueva película. La ilusión por ver nuevas películas se convierte en experiencias excepcionales como indeseado efecto de la acumulación de visionados. La ilusión es la madre de la decepción, en muchos casos. Y en el caso de “La La Land” (Damien Chazelle, 2016), la película responsable de estas líneas, es la madre y el padre.
El cine, desposeído de alma, es un artilugio de latón, un buñuelo lleno de viento, una rima sin sentido, un fuego de artificio, una forma cara de perder el tiempo. El cine que no conmueve, ni emociona, ni entretiene,  es algo que te agrede, te agota, te incomoda, te ocupa los sentidos en una actividad tan fútil como indigesta. Y eso, a mi juicio, es lo que  representa la multi-archi-premiada “La La Land”, la película que ya ha hecho historia al ser la que acumula más nominaciones a los premios de la Academia de las Ciencias y Artes de Cine de Hollywood, nada menos que catorce. ¿Cómo es posible que un musical con pésimos cantantes y bailarines, coreografía bochornosa, partitura inane, cuyo argumento (cuyo arranque está copiado de "El único juego de la ciudad", plúmbeo film que cerró la carrera de George Stevens en 1970) carece de la menor pizca de interés, dotado de una pareja protagonista que exhibe una ausencia total de química, arrastre a las salas a millones de espectadores? Sólo hay una explicación plausible: el público acude en masa a las salas porque se le ha dicho que va a ver la Octava Maravilla del Universo. Y en lugar de encontrarse con King Kong, se encuentran con la visión de Ryan Gosling y Emma Stone dando unos pasitos de baile como si participaran en “Mira quien baila” y entonando unos gorgoritos sólo soportables en un tema (que por desgracia se repite hasta la extenuación) y perfectamente insufribles en el resto. Que el  distinguido público no sólo no sienta deseos de prender fuego a la sala sino que ni siquiera reclame el importe de sus localidades nos demuestra hasta qué punto la Humanidad ha perdido su capacidad reivindicativa en los últimos dos siglos.
La responsabilidad de este atropello a la razón, de esta insensata tomadura de pelo, recae sobre los críticos de cine, quienes, como cruzados que se arrodillan ante el Santo Grial (con el difunto Graham Chapman a la cabeza, pongo por caso), han certificado la excelencia de una película que, sin el fraudulento refrendo de los premios cosechados en todos los certámenes y festivales del orbe (desde la A hasta la Z), sólo provocaría enojo. Y es que, para un aficionado al cine medio, alguien quien, a los largo de los años, haya disfrutado del cine de Vincent Minnelli, Gene Kelly, Stanley Donen, Bob Fosse o Rouben Mamoulian (a quien cito expresamente por “La bella de Moscú”), presenciar “La La Land” supone un lastre, un incordio, una lata. Con lo cual, deduzco que los jurados que han distinguido tan notablemente el film de Damien Chazelle (cineasta que ya dio muestras de no estar precisamente sobrado de contenido en su anterior y meramente efectista “Whiplash”) no han visto ninguna película musical anterior a los horrores de Baz Luhrmann. Con la concesión de cada galardón a “La La Land” se clava un clavo en el ataúd de la memoria del Cine. Y los críticos, empeñados en proseguir con el sepelio (y quiero pensar que sin haber sido económicamente incentivados para ello. Llámenme ingenuo), han invitado a unirse al funeral a toda la población. Y para ello no han reparado en gastos de adjetivos, ni han escatimado elogios, ni han encontrado parangón suficiente para ensalzar tamaña “Obra Maestra”. Hasta a Schopenhauer han llegado a invocar (Luis Martínez, crítico del diario el Mundo) en su afán de elevar insensatamente tan celebrado bodrio. Sería triste si no resultara tan cómico.
Mi chica y yo, como gran parte de la población cinéfila de nuestros días, vamos cada vez menos al cine. Las dos últimas películas que hemos visto en una sala han sido “Los odiosos ocho” (Quentin Tarantino, 2015) y “La La Land” (2016). ¿Le podría extrañar a alguien que no volvamos a poner un pie en un “local de perdición” semejante? Afortunadamente, se reconcilia uno con el cine cuando, como nos ha pasado recientemente,  descubrimos alguna joya de la Historia del Cine, como el film, producido en 1941, “The Devil and Miss Jones” (dirigido por Sam Wood para la RKO). Una auténtica maravilla protagonizada por Charles Coburn (verdaderamente inmenso), Jean Arthur (sencillamente deliciosa) y un más que aceptable (por una vez) Robert Cummings. En 1941, esta película, que nos ha cautivado 76 años después de su estreno, compartió cartelera con naderías como “Qué verde era mi valle” (John Ford), “Ciudadano Kane” (Orson Welles), “Casablanca” (Michael Curtiz), “La loba” (William Wyler), “Bola de fuego” (Howard Hawks), “El sargento York” (Howard Hawks), “El halcón maltés” (John Huston), ”Juan Nadie” (Frank Capra) o “Si no amaneciera” (Mitchell Leisen) …  Es comprensible que, en cierto modo, “The Devil and Miss Jones” pasara inadvertida. Hoy, en cambio, una perfecta nadería como “La La Land” arrasa con todo.  ¿Vale como reflexión?

Superado el disgusto de “La La Land”, este burgomaestre, que nunca ha pretendido ser nada más que un mero aficionado (al cine, a la música, a la vida…) continúa en su indemandada actividad canora, grabando cancioncillas que compone sin esfuerzo y que sólo pretenden divertirle y dar testimonio de su amor por su chica. Con permiso del respetable, adjunto el último Youtube. Disfrútenlo o súfranlo, pero sean, en cualquier caso, benévolos en su juicio. Es la obra de un “amateur”...

jueves, septiembre 08, 2016

¿Por qué vivir en el infierno si disponemos del Paraíso?

Cada día la vida nos brinda la oportunidad de tomar el camino del bien y de alejarnos, en cada paso, del camino del mal. Y es tan fácil como no envidiar a nadie, ni desearle ningún mal, tan sencillo como buscar la felicidad sin otro propósito que procurar el bien ajeno. Esto no es un sermón, aunque lo parezca, es sólo un recordatorio para todo quien lo quiera leer, que si se puede amar, es preferible emplear nuestros alcances y energías en ello, en lugar de malgastar tamaño caudal en la penosa ocupación de odiar.
Es bueno amar y manifestar el amor. Compartir la carga de la existencia con los demás con una sonrisa, ayudar y no herir, aprender de los errores, enseñar, sin soberbia, lo aprendido. Hacer un mundo mejor es posible, basta con practicar la máxima de obrar en conciencia, sin someterse a los dictados del rencor, ni de la avaricia, ni de la crueldad, ni de la vanidad, sino atendiendo solícitos a la llamada de nuestra conciencia. Todos tenemos una verdad particular y una conciencia, que suelen andar en conflicto. Para que se haga la paz entre ellas, debemos acercar nuestra verdad particular a la verdad absoluta.
Convivir con la verdad no es fácil, pero convivir con la mentira es funesto.

Otra cancioncilla mía, de amor, por supuesto, dedicada al amor de mi vida, María Ángeles, con quien quiero envejecer despacio y feliz. Ojalá le guste a alguien. Está hecha con el corazón limpio y un micrófono nuevo, regalo de un buen amigo.

sábado, agosto 13, 2016

Tres años de vida...

Hoy hace tres años que vi en persona a quien es el amor de mi vida, María Ángeles. Ya estaba entonces enamorado de su alma y, desde aquel momento, también lo estuve de su cuerpo. La consecuencia de aquel deseado y (en algún modo) temido encuentro, fue empezar a vivir completamente, es decir, a alcanzar el privilegio de aspirar a la felicidad, que no es otra cosa que vivir como un ser humano. Entiéndanme, admito que es posible vivir sin amor, o con un sucedáneo de él, pero eso lo deja a uno a un millón de kilómetros de la felicidad. Y la felicidad puede estar tan cerca de uno como la persona amada, si uno está dispuesto a hacerlo real.

Sea como fuere, este burgomaestre que les habla (si es que hay alguien ahí con deseos de escuchar todavía al “viejo chiflado en situación de retiro voluntario”) empleó este medio que contiene este “mensaje en la botella” para hablar de temas que eran importantes para él en ese momento, como mis queridos tebeos Bruguera o mis entrañables actores españoles. Luego se permitió el lujo de obsequiar a su menguada audiencia con relatos de su cosecha, cuya cualificación, en cuanto a calidad literaria, dejo al compasivo criterio del amigo lector. Y desde la publicación del último, este blog ha vivido un largo periodo de silencio en el que nada más que amar, trabajar y, en suma, vivir ha ocupado el tiempo de quien debía alimentarlo. Paradójicamente, ese silencio ha estado lleno de ruido, porque este burgomaestre ha estado pergeñando canciones todo el tiempo, canciones (hablamos de unas cincuenta), en su mayoría de amor, y en su casi totalidad dedicadas a su adorada esposa, María Ángeles. Y como, recientemente, ha empezado a ponerles videos caseros para ilustrarlas, aquí les puedo dejar, amigos de Lady Filstrup, alguna muestra de ellas, abusando de su conocida e inveterada paciencia.
·         https://youtu.be/WrWlw4ko668Wasting time, making planes es una sencillísima balada sin estribillo, puente ni adornos, algo autocompasiva y etérea, una mirada melancólica hacia una trayectoria vital de medio siglo que termina felizmente a partir, de precisamente, el encuentro que se produjo, tal día como hoy, hace tres años. Todas las guitarras que suenan (regular o fatalmente) y todas las voces (peor aún que regular y fatalmente) se deben a mi propio e ímprobo esfuerzo. Y esta es una advertencia que sirve para todas las demás canciones.
·      Call me back to tell me  es otra balada quizá un poco menos etérea y con una pizca más de nervio, menos melancólica y algo más enérgica. Es una canción de amor que se refiere a los “trabajos” que supone mantener debidamente viva la consabida llama del amor y que incluye en su breve y quizá extemporáneo puente una reflexión sobre las relaciones humanas.
·         I left my home in Memphis  es un  tema en clave country & western, compuesta (con el debido y reverencial respeto) con Johnny Cash en mente. De formato standard, aporta un relato fabulado de la vida del propio autor, trasplantado a las imágenes y localizaciones de los USA. El video, tan casero y primitivo como los otros, contiene, además el lamentable espectáculo de mi propia cara iluminada al estilo “coronel Kurtz”. Y déjenme decirles que Brando lo hizo así para intentar disimular su gordura, lo que no es mi caso…

Espero que les haya gustado algo de esta modesta galería sonora y visual. Uno nunca ha sido, en esta vida, nada más que un “amateur”… en todos los sentidos de la palabra. Y, francamente, no me veo, en los cincuenta años de vida que me quedan, siendo ninguna otra cosa distinta.

martes, marzo 11, 2014

Rescatado del silencio

Algo le estaba aplastando los nudillos. Abrió los ojos y no consiguió ver nada. La oscuridad era absoluta. No podía percibir la menor diferencia entre tener los párpados pegados o separados. Intentó moverse, pero tenía el torso, el abdomen y las extremidades sujetos con correajes que le mantenían tendido sobre alguna superficie. Cuando trató de gritar, pidiendo ayuda, encontró que tenía la boca tapada con algún trozo de tela vasta o de cuero. Se concentró en su nuca y espalda, tratando de discernir si estaba acostado sobre una textura blanda o dura, si reposaba sobre un lecho o una tabla, una camilla, o un colchón, si bajo su cuerpo habían depositado una sábana o la áspera extensión de un saco. Tan pronto le parecía una cosa u otra. Sin ser capaz de dilucidarlo o de decidir si le importaba o no, perdió la consciencia. Cuando la recobró, se entretuvo en contar sus parpadeos, con la intención de intentar medir el paso del tiempo. En tan absurda ocupación, fue sorprendido por el chillido de una gaviota, que sonó nítido en medio de la oscuridad. Ese sonido le hizo pensar que probablemente el sol estaba alto en el cielo, en algún lugar, fuera del recinto oscuro en el que se hallaba inmovilizado. Entonces quiso entender por qué estaba allí, saber quién le había reducido a tan lamentable estado y tratar de aventurar cuánto más tendría que soportar aquella tortura. Y aunque procuró concentrarse en estas acuciantes cuestiones, no sólo no logró resolverlas, sino que, con creciente horror, tomó conciencia de una certeza espeluznante: no recordaba quién era.
Desde que había oído el grito de la gaviota, no podía precisar hacía cuánto, no había vuelto a oír el menor sonido. A pesar de aguzar el oído tanto como era capaz, durante lo que le pareció una eternidad, el silencio más rotundo, pesado como el plomo, había sido la única compañía que poblaba la más espesa oscuridad. Paulatinamente, empezó a escuchar con nitidez algunos ruidos que fueron aumentando de volumen. En primer lugar, el sordo estruendo de su propia respiración, a través de sus fosas nasales, al que no tardó en seguir el torrente del curso de su saliva por su garganta, el retumbar de su corazón, el latir de sus pulsos en muñeca y sienes y el rumor de sus órganos internos. Cuando empezaba a distinguir claramente el aleteo de sus pestañas, un sonido que se le antojó semejante al de un trueno estallando en un valle se superpuso a todos los demás. Creyó que se trataba del roce de un cuerpo (o de parte de él) que se removía contra alguna superficie cubierta  de tela o paño. No parecía proceder de muy lejos. Poco después, oyó otro roce similar, cuyo origen parecía encontrarse en un punto algo más alejado. Pensó que no estaba solo en aquel lugar y que, con toda probabilidad, había más personas en su misma situación encerradas allí. Otros individuos, inmovilizados y mudos, había sido encerrados con él en aquella oscuridad impenetrable. Quizá ellos supieran quién era él o, al menos, quienes eran ellos. O quizá, simplemente, supieran cómo mover un ápice de su cuerpo. Pensó que le gustaría comunicarse con ellos antes de morir.
“Yo no quise estar aquí”, dijo una voz susurrante. “Nadie quiso”, contestó al cabo de unos minutos otra voz.  “Podéis hablar”, pensó. “Todos necesitamos una guía en la vida”, afirmó con convicción una tercera voz, que sonó más cerca que las otras. “Mi guía –continuó explicando la tercera voz-, me la proporciona mi primo Eduardo. Él me sugirió que viniera a este club”. “Me gustaría que nos conociéramos mejor”, contestó una cuarta voz, que no especificó a quien se refería. Había oído cuatro voces de hombre que habían sonado en la oscuridad. No podía reconocer ninguna de ellas, ni por haberlas oído estaba un milímetro más cerca de recordar quién era él. Pero celebraba no estar solo en aquella negra desesperación. Había perdido la sensibilidad en los miembros inertes, pero albergaba la esperanza de que su situación mejorara y que, quizá en poco tiempo, podría escuchar el sonido de su propia voz, además del de los demás.
Ochenta mil parpadeos después de haber oído “Me gustaría que nos conociéramos mejor”, oyó una voz femenina que afirmó con extraña serenidad: “Visto por televisión, el circo es deprimente”. “Les diré algo que muy pocos saben: los tobillos se hinchan entre junio y marzo, los cabellos se rizan debido a las bajas presiones y el amor llama a la puerta cuando estamos en el baño”, replicó una voz nauseabunda, entre risitas. Sintió crecer la indignación en su pecho, como un fuego abrasador. Dentro de aquel absurdo carrusel de declaraciones sin sentido, aquella intervención le provocó un rechazo visceral. Estaba dispuesto a aceptar todo tipo de intemperancias, pero hasta el disparate debía constreñirse a alguna limitación. Deseó más que nunca poder sumarse al disperso coro de voces inconexas, y hasta pensó en lo que constituiría su intervención: “Aquí hace falta un buen aislante porque si no, se acabará filtrando la humedad”.  Cuando hubo formulado mentalmente su contribución al desquiciado debate de fantasmagóricas voces notó súbitamente que le clavaban una cánula en una vena de su brazo derecho. Se durmió de inmediato y soñó con una vasta extensión de terreno helado cubierta de cadáveres de peces espada. Cuando despertó, notó que le habían liberado la boca y emitió algo parecido a un graznido de triunfo. Al punto, oyó lo que le parecieron centenares de voces airadas, un abigarrado crisol de expresiones aleatorias, procedentes de otras tantas gargantas. Con la misma inmediatez con la que se había iniciado, la tormenta de voces se detuvo. En medio del más hermético silencio, sonó entonces una cálida voz femenina: “Creo que te quiero, Bartolomé”.
Bartolomé cerró los ojos. En el fondo de la estancia, en la que cientos de personas respiraban en silencio, rumiando su desgracia, lamiéndose las encías entregados a la desesperación más ácima, podía ver una pequeña luz roja, como un ascua. Era una luz completamente aislada, que no lograba iluminar nada de su entorno y que lo mismo podía estar situada a muchos metros, como Bartolomé suponía, o a pocos centímetros de su nariz. Mientras la observaba con la escrutadora atención de sus ojos velados por la oscuridad y los cerrados párpados, Bartolomé no dejaba de escuchar, como un eco interminable, la voz femenina que le había hablado por su nombre. Disipó de un soplido, como haría con un tenue hilo de humo, la ridícula sospecha de que aquel nombre no fuera el suyo, de que fuera de algún otro de los desgraciados que compartían su encierro o de que, incluso, la mujer que lo había pronunciado ni siquiera estuviera dirigiéndose a nadie de quienes allí se encontraban, sino que estuviera recordando a algún ser querido del mundo exterior. Él era Bartolomé y estaba viendo, al fin, una luz, al fondo de aquel infierno, una luz pequeña, roja y débil, como un ascua.
La lucecita roja empezó a girar y a describir cambiantes trayectorias en el vacío absoluto que la envolvía. Elipses sin sentido, irregulares, cambiantes y de incierta geometría. Tan pronto se movía en frenético zig-zag, como ondulaba majestuosa y serena. Se elevaba en elegante progresión hacia lo alto para dejarse caer en vertiginoso picado. Bartolomé vio, en un determinado momento, que la luz roja ampliaba su diámetro, sin perder ni ganar intensidad, hasta invadir todo su campo visual. Abrió los ojos y se encontró, libre, en la calle.
Liberado de sus ligaduras, con su memoria recobrada e intacta, Bartolomé caminó con paso decidido a lo largo de una calle ajardinada. A sus oídos llegaba el sonido familiar de los platos que se recogen después del almuerzo y la melodía de una canción pop, procedente de una radio. Respiraba con afanoso deleite.Recordó un día, en su juventud, en el que el frío le había invadido hasta herirle, otro día en el que la vergüenza le estrujó el alma hasta ahogarle, una noche en que se supo perdidamente enamorado, y una tarde interminable, de infinito crepúsculo, en la que no tuvo ningún interés por llegar al día siguiente, ni curiosidad por descubrir cómo sería. Estos recuerdos, que le hacían revivir viejas sensaciones que habían permanecido aprisionadas, como él, golpeaban en el corazón de Bartolomé con la contundencia de un mazo. Conforme llegaba al final de la calle, donde le esperaba una encrucijada, Bartolomé caminaba con paso cada vez más inseguro, hasta llegar a tambalearse. Recordaba todo lo que había sido su vida, cada una de las cosas que le habían pasado, o las que él creía haber vivido, incluso aquellas cosas que sabía indudablemente no haber vivido jamás, pero sí soñado o imaginado. Se sintió profundamente enfermo, incontrolado, como un alfeñique, un mequetrefe sacudido por un huracán. Se sentó en el bordillo de la acera y se cubrió el rostro con unas manos crispadas, de dedos largos y nudosos. Tenía los nudillos aplastados. Bartolomé pensó que se cubría boca, oídos y ojos para no hablar, no oír y no ver, pero pronto entendió que lo hacía para que no ser visto, ni ser oído, ahora que lo recordaba todo. Y a continuación supo, con absoluta certeza, que nunca podría separar las manos de su cara, que de forma indeleble, se le habían quedado pegadas a ella. Un río de lágrimas comenzó a brotar de sus enrojecidos ojos, discurriendo por entre sus dedos hasta desembocar, en cascada, sobre el asfalto.

“Creo que te quiero, Bartolomé”, dijo ella, desde detrás suyo. Y le separó sus manos del rostro.

lunes, enero 20, 2014

Pablo y Juanita

A sus tempranos trece años de edad, el rasgo de carácter que más definía a Pablo era su capacidad para evitar los conflictos y su disponibilidad para complacer a los demás. Criado por su tía Dolores en un hogar atestado de primos, había sido obligado a aceptar un trabajo de mozo en el colmado de don Mateo con el que sufragar su manutención. Sin el amparo de unos padres, Pablo se había acostumbrado a convivir con sus familiares proponiendo su afabilidad y su máxima disponibilidad como moneda de cambio para ser aceptado. La tienda de don Mateo, conocida en todo el pueblo como “El velero” por su ventanal decorado con una vidriera en la que lucía una imagen de un balandro que navegaba por procelosas aguas, se ofrecía a Pablo como una posibilidad de prosperidad futura y como un real refugio en el que pasar las horas activo y de forma provechosa. Desde que ingresara a sus órdenes, tres meses atrás, Pablo no había dejado de agradecer al cielo el buen corazón de su patrón, ni que le tratara de manera humanitaria, disculpando sus torpezas y ofreciéndole siempre su ayuda y sus sabios consejos. Don Mateo, por su parte, había tomado verdadero afecto a aquel muchacho delgado de larguísimas extremidades y expresión inocente, dándole enseguida la misma confianza que había escatimado siempre antes a todo el mundo, en su solitaria existencia. Solterón empedernido, a don Mateo no se le conocían relaciones sentimentales, ni familia cercana, por lo que la llegada del chico a su vida, cuando ya frisaba la ancianidad, había venido revestida del brillo de los acontecimientos trascendentes.
-Pablo, hasta hoy nunca te había dejado solo en la tienda, pero creo que ya eres capaz de hacerte cargo de todo y yo tengo que salir. Los miembros del club de caza celebramos hoy nuestra reunión semestral y como debes saber ya, la mayor distracción de un cazador consiste en intercambiar con sus compañeros el alcance de sus proezas cinegéticas. Yo, como bien sabes, no tengo con quien compartir mis experiencias en los vedados, por lo que esta es mi única oportunidad para disfrutar del hecho de salir al monte a pegarle tiros a las perdices y a las liebres. ¿Lo entiendes, verdad, mocoso? –preguntó don Mateo, sonriendo con lo que él pensaba era una expresión de simpatía.
-Claro, señor. Vaya tranquilo. A fin de cuentas, sólo falta una hora para cerrar.
-Sí, pero quiero que hagas algo más. Mira, hace muchos meses que no limpiamos la vidriera. He pensado que hoy cierres más temprano y que te dediques a limpiarla. Nuestro velero parece gris oscuro, el sol no luce y el agua del mar parece tinta china. Aquí te dejo dos trapos y un bote de limpiador. Asegúrate de que las juntas de plomo quedan relucientes y el vidrio tan limpio que se vuelvan a apreciar toda la gama de colores de nuestro reclamo. Nadie en el pueblo tiene un escaparate tan bonito como el nuestro y eso es debido a que esta tienda, que abrió mi bisabuelo y que ha seguido funcionando regentada por mi abuelo y por mi padre, tiene esta vidriera que es una verdadera obra de arte. Es una vergüenza que no la limpiemos más a menudo. Así que he decidido que de hoy no pasa. Cierras dentro de quince o veinte minutos (dependiendo de que no haya ningún cliente, claro) y te pones con los trapos a fregotear a fondo. No te vayas a casa antes de que yo vuelva. Saldré un rato de la reunión para ver qué tal te ha quedado. Si me complace el resultado quizá te aumente el sueldo.
Mientras don Mateo hablaba, ante la absorta mirada de Pablo, había ido extrayendo los trapos y el bote de limpiador de la trastienda y colocándolos sobre el mostrador de nogal; también se había cubierto con su recio gabán, puesto los guantes y tocado con su viejo sombrero de fieltro.
-Hasta luego, Pablo.
-Hasta luego, don Mateo.
A los pocos minutos de la partida del patrón, el aprendiz interrumpió la tarea de pasar el plumero por las latas de comestibles y las botellas de vino y de licor (su ocupación habitual cuando no tenía que atender o almacenar alguna partida) porque un ruido amortiguado le atrajo desde la trastienda. Encendió la luz amarillenta y examinó la reducida estancia. “Seguro que es un ratón”. A Pablo le gustaban toda clase de animales, siéndole imposible dejar pasar un perro por delante de su tienda sin salir corriendo a acariciarlo, o terminarse su bocadillo del almuerzo sin compartir las migas con los pájaros que revoloteaban por el patio trasero. Pese al respeto reverencial que sentía por don Mateo, su actividad cazadora hacía que naciera en su interior algo parecido a la censura, tanto era su amor por los animales. El ratón, en efecto, estaba practicando un orificio en un rincón de la trastienda y muy pronto, sin mostrar ningún signo de preocupación, se presentó a la vista de Pablo.
“Parece un ratón muy listo”, pensó el muchacho, examinando la expresión avispada del roedor. “Seguro que podría amaestrarlo”. El ratón, que parecía mostrarse enteramente de acuerdo, no exteriorizaba la menor intención de huir, por lo que a Pablo le resultó muy sencillo capturarlo en una cajita de cartón. Entonces sonó la campanilla de la entrada de “El velero”. Pablo salió precipitadamente a atender al cliente. Era Juanita, la chica a la que amaba en silencio.
Juanita era una niña unos meses mayor que Pablo, tan delgada como él, morena y de ojos verdes, de corazón apasionado, llena de recursos y seriamente encaprichada con el chico huérfano, al que trataba con artificial condescendencia.
-No puedo creerlo, pequeño, ¿te han dejado solo en la tienda?
-Pues sí, Juanita. Don Mateo confía en mí. ¿En qué puedo servirte?
-Bueno, quería nata montada, si es fresca.
-Se ha acabado, Juanita. La nata fresca, a estas horas, o se ha acabado o no está fresca –añadió el muchacho, algo decepcionado por no poder complacer a su amiga.
-Bueno, pues me voy, es una lástima… Me apetecía mucho la nata –dijo girando la cabeza para dar vuelo a su melena al tiempo de irse, como subrayando la gravedad de la falta de Pablo.
-Espera, Juanita. Tengo algo que quiero enseñarte –exclamó el chico, con cierta ansiedad en la voz.
La chica sonrió torciendo la boca con un mohín que ella sabía muy atractivo. Puso los brazos en jarras para contestar, desde la puerta:
-Seguro que es una tontería. ¿De qué se trata?
-Lo tengo ahí, en la trastienda. ¿Entras conmigo?
Juanita sonrió con malicia, interpretando como un desafío la propuesta de Pablo.
-¿Entrar contigo en la trastienda? ¿Los dos solos? ¿No te da miedo?
Pablo pensó que Juanita se estaba burlando de él, pero no era capaz de entender por qué, tal era su inocencia.
-Vamos,  entra conmigo. Verás que curioso…
La caja de cartón que había contenido apenas unos minutos antes al ratón de expresión vivaracha estaba ahora vacía y tenía un agujero que antes no tenía. Pablo supo disimular a duras penas.
-Ahora te enseño lo que te había dicho, Juanita, es que esta caja no la encontraba y la he recogido porque don Mateo la estaba buscando.
-¿Y para qué quiere una caja vacía con un agujero?
-Don Mateo es muy maniático –inventó Pablo-. Su casa está llena de cosas inútiles, cachivaches de todas clases que sólo él sabe para qué las quiere. Yo creo que no se ha casado por eso.
-Ya, ya… -replicó Juanita con sorna.
El caso es que Pablo tenía que mostrar algo sorprendente a Juanita sin perder un minuto y al alcance de su vista sólo encontraba cajas de legumbres, aceites, sacos de arroz, de patatas, paquetes de galletas y vulgaridades semejantes. Y entonces recordó los grandes sacos que se almacenaban en un armario empotrado en el fondo de la trastienda.
-Esto te sorprenderá, Juanita. Nadie lo ha visto nunca –anunció Pablo abriendo la puerta del armario empotrado. En el interior, ocupando toda la superficie del suelo, reposaban cuatro sacos llenos de cabello humano. La peluquería de al lado de la tienda los recogía a diario y don Mateo se encargaba de separar los cabellos por colores y se los vendía a un fabricante de peluquines.
-¿Qué es esa asquerosidad, Pablo? –preguntó sin disimular su espanto la muchacha.- ¡Menuda porquería!
-Son cabellos de ahorcados. Tienen propiedades mágicas… ¿No lo sabías?
-No digas tonterías. ¡En este pueblo no ahorcan a nadie!
-¡Pero es que estos pelos vienen de todo el mundo, Juanita: de Constantinopla, de Singapur, de Pernambuco, de Sebastopol, de Nairobi, de Cincinatti…! –explicó Pablo con vehemencia-. Don Mateo los recopila y los vende a precio de oro a millonarios de todo el mundo que los utilizan para curarse de sus males. Son medicinales.
-¿Y qué se supone que hacen con ellos? ¿Una sopa? No te creo ni una palabra. Me estás enfadando con esas bobadas, Pablo –Sin embargo, la chica no parecía enfadada, sino divertida.
-Lo siento, Juanita. Tienes razón –admitió enseguida el muchacho-. En realidad, quería enseñarte un ratón, pero escapó.
-¿Un ratón? –chilló Juanita horrorizada- . Debes estar loco. Odio los ratones –proclamó la chica con semblante terminante-. Me voy, ya me has hecho perder bastante el tiempo.
-Espera, no te vayas enfadada… -suplicó Pablo, de veras apenado.
Entonces, Juanita, con esa generosidad que da la superioridad femenina, deslizó una mano por las mejillas de Pablo, y le apartó un mechón de pelo de la frente. Después, sin pronunciar palabra, le besó superficialmente en los labios. Pablo, que empleó un instante en recobrarse de la sorpresa, devolvió el beso con los ojos cerrados. En apenas unos segundos, transcurrieron en aquella angosta trastienda veinticinco emocionantes minutos. Al cabo de los cuales, Pablo se hallaba en lo alto del séptimo cielo y Juanita, observándole desde arriba, magnánima. Con la inmediatez con la que estalla un globo al ser pinchado por un alfiler, Pablo cayó en la tierra:
-¡La vidriera!
Más aterrado por la posibilidad de incurrir en el desagradado de don Mateo, de defraudar su confianza, que por el miedo a un castigo, Pablo se encontró súbitamente transportado del más sublime goce a la más árida amargura.
-¡Es horrible! ¡Tenía que haber limpiado la vidriera! ¡Don Mateo me matará! Era muy importante que lo hiciera y lo he olvidado completamente.
Juanita hizo caso omiso del sentimiento ofensivo que en el fondo le provocaba la desesperación de su pretendiente, que tan pronto había olvidado los placeres que le había procurado para concentrar su atención en cuestiones tan prosaicas como la limpieza de un escaparate y cedió al impulso de piedad que le inspiraba sinceramente la expresión angustiada del muchacho.
-No te preocupes. Yo te ayudaré y terminaremos antes de que llegue. Pasaremos un trapo y listos.
-¡Ya viene don Mateo!-gritó Pablo, mirando calle abajo, por el escaparate opuesto al que debía limpiar.
-Te he dicho que te ayudaré, Pablo, no te preocupes. Yo siempre cuidaré de ti –añadió Juanita con determinación.
La muchacha salió de la tienda avanzando con zancadas firmes, tomó un adoquín suelto del suelo y, desde el otro lado de la calle, lo lanzó contra la vidriera que daba nombre al colmado “El velero”.

Juanita y Pablo, por supuesto, terminaron casándose y vivieron felices juntos toda su vida.

domingo, enero 05, 2014

La inmotivada sonrisa de Elwood

Elwood McIntire pertenecía a esa especie de individuos, completamente odiosa, que aceptan todos los reveses de la adversidad con una perenne sonrisa prendida en los labios. Y no se trataba de una pose premeditada, sino su reacción natural a la desgracia. Cuando, por ejemplo, su mejor amigo truncó su primer amor de juventud, arrebatándole los favores de la dulce Patricia, una tarde, a la salida del Instituto, él admitió que su amigo debía ser mejor partido para el objeto de su pasión y que, en consecuencia, aquel era el orden idóneo de sus respectivas vidas sentimentales. Tampoco sintió el menor asomo de rencor cuando, años más tarde, tras fracasar en sus estudios y sin oficio ni beneficio, vio esfumarse la posibilidad de mantenerse en el negocio familiar, que prácticamente gestionaba él, en beneficio de su hermano menor, un tarambana que había dejado preñada a una atractiva demostradora de Tupperware y que era la debilidad de sus padres. Ni siquiera se disgustó cuando su familia le hizo saber que debía abandonar el domicilio común porque había que hacer sitio al bebé de sus hermanos y tuvo que abrirse camino en la vida sin amparo de ningún tipo. Elwood se encogió de hombros, hizo una pequeña maleta y se alojó en una pensión, donde se dedicó a estudiar las ofertas de empleo. No tardó mucho en ganarse unos cuartos para ir subsistiendo por el sencillo sistema de aceptar cualquier empleo modesto, ya que todos le parecían bien. Lo mismo le daba fregar platos, que barrer escaleras, que aparcar coches, que repartir folletos de propaganda, que pasear perros. Todo lo hacía sonriente y sin pagar tributo alguno a la amargura.
En los días en que Elwood desarrollaba la labor de vendedor a domicilio, llamaba a los timbres en la inocente convicción de ser siempre bien recibido. Y la expresión jovial de su rostro no se ensombrecía ni cuando le contestaban con alguna grosería, lo que sucedía, huelga decirlo, con harta frecuencia. Cuando le franqueaban la entrada, Elwood se mostraba dichoso y agradecido, tan feliz de ser aceptado en algún hogar, si quiera fuese temporalmente, que se sentía íntimamente dispuesto a regalar su mercancía y tenía que hacer un esfuerzo para recordar el coste de su alojamiento y no hacerlo.
-Señora mía, vengo a ofrecerle la versión de la Felicidad (con mayúsculas) que La Ciencia brinda por fin a la Humanidad. Fíjese bien en lo que le digo y contésteme a esta pregunta: ¿Por qué es tan difícil ser feliz?
La señora, que había hecho una pausa en la visión del magazine matutino para atender a la puerta y que tenía pendiente realizar algunas compras, contestó sin demostrar gran interés:
-¿Porque no hay bastante dinero para todo el mundo?
-Señora mía, la felicidad tiene muy poco que ver con el dinero. El dinero es indispensable para vivir, de acuerdo, pero la vida puede vivirse feliz o infelizmente… Míreme a mí, por ejemplo: soy un tipo vulgar, sin encanto ni talento, sin fortuna y sin ambición. Y soy feliz, pese a todo, porque me siento bien con lo que soy y lo que vivo. Este fenómeno llegó a oídos de un grupo de científicos que estaban reunidos en una convención en la que, casualmente, estaba yo contratado como camarero. Estudiaron mi cerebro en largas sesiones que se prolongaron durante seis meses. Y consiguieron capturar en un revolucionario sistema de circuitos integrados las conexiones neuronales que me permiten estar alegre en las peores circunstancias. Y he aquí –anunció Elwood destapando una bonita caja de baquelita- el casco en el que esas cumbres de la ciencia han conseguido sintetizar ese misterioso principio que hace feliz cada momento desagradable de la vida.
Elwood depositó en las manos de la señora un estrambótico casco dotado de un futurista visor  que, en realidad, se limitaba a friccionar las sienes y la nuca del usuario.
-¿Y cuánto cuesta esta maravilla? –preguntó la señora, deseosa de regresar frente a su televisor.
-¿Cuál es el precio de la felicidad? –repreguntó Elwood-. No me conteste. Es incalculable. Este aparatito, que le hará literalmente ver la vida de color de rosa, no le costará ni cien euros. Noventa y nueve con noventa céntimos. Una bagatela.
-Prefiero ver las cosas como son, gracias. Buenos días –repuso la reluctante señora devolviendo el asombroso casco a las manos de Elwood, al que empujó ligeramente en dirección a la puerta principal.
Elwood McIntire haciendo una demostración
Bajando las escaleras en dirección al piso inferior, donde se disponía a ofrecer de nuevo su milagroso artículo, Elwood pensaba en que su casco masajista podía no dar por sí mismo la felicidad, pero que no hacía daño (no demasiado, de hecho) y que, con un poco de sugestión por parte del usuario, bien podía ayudar a conseguir la ilusión de obtenerla. Este pensamiento bienintencionado acentuaba su expresión, por lo común ya beatífica. Así es como lo vio Elmore Albertson, que llevaba un rato apostado en el rellano de la escalera, con la expresión de desesperación pintada en el rostro y la actitud de alguien que otea el horizonte en busca de un paseante provisto de una cuerda con la que rescatar a su tierno hijito, quien pende de una ramita seca sobre un pavoroso abismo.
-Oiga, amigo –espetó Elmore al paso de Elwood-. ¿Quiere ganarse doscientos euros en diez minutos?
-¡Claro, amigo! –replicó Elwood, devolviendo el tratamiento-. ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¡¡No habrá que matar a nadie!!
-Ni mucho menos, es algo mucho más sencillo. Verá, yo soy hispanista, y necesito que se haga pasar por un colega mío delante de mi mujer. Le dije que iba a estar fuera este fin de semana porque tenía que dar unas conferencias sobre Benito Pérez Galdós y su obra. Como yo no conduzco y usted sí (o sea, mi colega ficticio), usted va a llevarme a Bristol, que es donde se celebra el “Meeting” sobre Galdós.
-Está bien, me gusta Galdós. Supongo que eso facilita las cosas –concedió Elwood, encogiéndose de hombros, sin otorgar la menor importancia al hecho de que jamás, en toda su vida, había oído un nombre tan largo ni tan raro.
-No es necesario que diga nada de Galdós, sólo recuerde que vamos a Bristol. Me llamo Elmore y usted se llama Tuttle, James Tuttle. ¿Podrá recordarlo?
-Si no dejamos que se enfríe el dato en mi mente, sí.
-Pues vamos allá. Vivo aquí mismo. Usted ha aparcado el coche en doble fila y tiene que salir a la carrera, pero, claro, le he insistido en que saludara a mi esposa, de la que nunca jamás me separo.
-Oiga, amigo Elmore, hay algo que no entiendo en esta historia… ¿Por qué no le dice la verdad a su esposa?
El hispanista miró al vendedor a domicilio con expresión de estar viendo un raro ejemplar de lémur.
-No importa -rectificó Elwood, abriendo los brazos-, usted sabrá.
Elmore abrió la puerta de su domicilio y habló hacia el interior:
-Querida, James está aquí, sal a saludarle. Apresúrate, tiene el coche en doble fila. Le van a multar.
Del interior de la vivienda surgió Patricia, el amor de juventud de Elwood. Éste, tras desempeñar como un consumado actor el papel asignado, salió del piso y regresó a los cinco minutos para enderezar su vida. Cuando el hispanista Elmore Albertson regresó a su domicilio conyugal, tras su fin de semana de adulterio en paradero desconocido, encontró una nota sobre el taquillón del vestíbulo: “Adiós, Elmore, me he ido con el amor de mi vida. Fdo: Patricia. PD: Espero que triunfaras con Galdós”.

Elwood continuó sonriendo desde entonces, convencido de que todo lo vivido le estaba,  por así decir, bien empleado.

martes, diciembre 31, 2013

Cinéfila novedad editorial para 2014

La prestigiosa Editorial Claqueta se complace en presentar a un ávido público lector su nuevo lanzamiento, “Novísima teoría del cine”, escrito por Juan Gorrión y Juan Carlos Alquézar. A modo de muestrario, les ofrecemos los siguientes fragmentos seleccionados del inmortal texto, que va a dar un nuevo y definitivo giro a todo aquello que, hasta la fecha, cabe considerar la concepción vigente del Séptimo Arte. Lean sin hacer muecas, por favor.
“A menudo los productores o la censura obran benefactores prodigios.  En España, la Censura oficial corrigió el título original del primer largometraje exitoso de Carlos Saura, “La Caza del conejo”, por considerarlo pecaminoso (e irrespetuoso con los roedores), dejándolo reducido a su versión definitiva, tan conocida como reconocida. De manera similar, en 1915, los productores de la obra maestra de uno de los padres de la Cinematografía Mundial, D. W. Griffith, le convencieron de que diera un nuevo giro a su film, recortando el título original “Intolerancia al gluten” por el que es de todos conocido y con el que se hizo inmortal, sin apenas alterar unas pocas líneas del guión.”
“Todo el cine importante producido desde 1977 debería haber sido protagonizado por Nick Nolte. Sin lugar a dudas, habría sido un protagonista mucho más creíble y convincente en, por ejemplo, “Los puentes de Madison” (aunque, seguramente, habría que haber dado un giro radical al desenlace de la película) y en “Blade Runner” (Harrison Ford parece demasiado estúpido para entender una palabra del monólogo final). Habría sido difícil que protagonizara “El color púrpura”, pero, en resumidas cuentas, nos estamos refiriendo a películas realmente importantes…”
“Los hermanos Coen se quitaron la “H” como homenaje a Harpo Marx, puesto que era muda, como él.”
“Todos los directores realmente geniales dejan de serlo en el momento en el que toman consciencia de ello. Pasan a ser estomagantes. ¿Ejemplos? Orson Welles, David Lynch, Federico Fellini, Pedro Almodóvar, Wong Kar Wai, Mariano Ozores…”
“En el manuscrito original de la entrevista que Ingmar Bergman concedió a Andrew Sarris en 1972, recientemente hallado, hemos podido rastrear algunos párrafos tachados que nunca vieron la luz. De su lectura se deduce que toda la carrera del colosal director sueco puede considerarse, en el fondo, un homenaje permanente a la figura de los Hermanos Marx. Esta sorprendente revelación fue expresada, sin dejar lugar a la sombra de una duda, por el director de “El séptimo sello” mediante las siguientes palabras:
-Todavía vivía en Uppsala cuando vi el primer film de los Hermanos Marx. Se trataba de “Cocoteros”. Me hizo pensar en frutas y decidí en aquel momento que si algún día dirigía películas, una de ellas llevaría por título el nombre de alguna fruta. Como los Marx eran tan irreverentes, hice más evidente la referencia al añadir el adjetivo “salvajes” a mi título original: “Fresas”. Nadie captó el guiño. Después decidí hacer mis homenajes a los Marx en forma más individualizada, y dediqué mi film “El rostro” a Chico, del que sabía que era un caradura consumado. Tampoco nadie advirtió la alusión. Unos años después, dirigí “El silencio” con la única intención de que la figura de Harpo Marx fuera debidamente admirada en los festivales de cine más prestigiosos y por la crítica más sesuda, pero, inexplicablemente, nadie asoció a Harpo con mi película. En un futuro, como reconocimiento al hermano Marx que considero más gracioso, pienso rodar un film titulado “Funny y Alexander”. Veremos si entonces alguien cae en la cuenta…. Aunque no tengo demasiadas esperanzas.
Yo creo que el cine entero debería estar al servicio de una buena causa. Para mí, reivindicar la figura creativa de los Hermanos Marx justifica plenamente mi carrera y le da un sentido que, de otro modo, no tendría. Mi prima, Ingrid Berman, se puso de su parte cuando la Warner Brothers trató de denunciarles por utilizar la palabra “Casablanca” en su film “Una noche en Casablanca”. Ya es sabido que Groucho replicó advirtiendo a los Hermanos Warner que ellos llevaban muchos más años siendo hermanos y que, por lo mismo, podrían demandarles a su vez. Lo que no les recordó (y sí hizo mi prima Ingrid en una postal que me mandó para felicitarme por mi vigésimo octavo cumpleaños) es que la Warner había copiado a Groucho para crear a su conejo Bugs Bunny en 1938, tomándole prestado su parloteo, su sarcasmo y el puro, que adoptaba, a la sazón, forma de zanahoria.”
“Lawrence de Arabia iba a ser interpretada originalmente por Marlon Brando, pero David Lean no encontró un dromedario lo bastante fuerte para aguantarle sobre su joroba. Luego le ofreció el papel a Laurence Olivier, pero éste rehusó alegando que el polvo del desierto le secaría el cutis. El siguiente elegido fue Rock Hudson, quien estaba encantado de cambiar a Doris Day y a Jane Wyman por un camello, pero era demasiado alto para pasar por la puerta de Damasco sin agacharse, lo que le restaba prestancia. Probaron entonces con Mickey Rooney, pero comprobaron, al hacer la prueba de vestuario, que daba la sensación de ser un bebé envuelto en una toalla. David Lean estaba tan desesperado que incluso le hizo pruebas a Ronald Reagan, Walter Brennan, Lon Chaney Jr., Julián Mateos y Louis de Funés, sin terminar de ver a ninguno de ellos adecuado para el papel. No quedó ahí la cosa: Robert Mitchum tan siquiera llegó a ponerse el turbante, Dean Martin declinó el honor y Sammy Davis jr. , que pasaba por allí, se ofreció, pero su propuesta no fue aceptada por problemas de agenda. Frank Sinatra declaró a la prensa estar dispuesto a interpretar a Lawrence siempre y cuando le dejaran cantar “Pennies from Heaven” al cabalgar hacia Aqaba. Sólo entonces, cuando la desesperación cundía en el frágil corazón del director de “Breve Encuentro” alguien le sugirió a Peter O’Toole para el rol. “Se parece un poco”, alegaron, “y parece un tipo pulcro y educado”. “Está bien, contestó Lean, ya me da todo igual. Que venga O’Toole”. Y así fue como el protagonista de “Lord Jim” entró en la Historia del Cine”.
“El mejor director de películas musicales de la historia es Francis Ford Coppola.”
“¿Por qué nunca sabemos qué decir de Jack Lemmon? Porque Jack Lemmon es un recipiente en el que cabe cada uno de nosotros.”

Editorial Claqueta les desea un feliz y venturoso 2014, lleno de amor, humor, cine, sexo y rock ‘n’ roll.

domingo, diciembre 15, 2013

“Las fatigas de Don Cunegundo” o “La casquivana Mariana”


Mediados del siglo XIX. Saloncito cursi. Don Cunegundo y su fámulo, Don Brígido parlamentan asuntos de máximo interés y trascendencia. Suena una opereta en un gramófono, hasta que Don Cunegundo le descerraja un tiro de pistola y la música cesa bruscamente.

Don Cunegundo: ¿Vienes dispuesto a explicar por extenso
                                   lo que mi dignidad exija,
                                   y en relación a mi hija,
                                   aplacar mi desazón inmenso?
Don Brígido: haré cuanto pueda, don Cunegundo
                        por restituir tu fe en el mundo
                        sin faltar por ello a la verdad
Don Cunegundo: hazlo con celeridad
Don Brígido: Pues verá, sé, pues lo vieron mis ojos,
                        Que en la posada de “Los hinojos”
                        Su hija doña Mariana
                        Ganó fama de casquivana
                        Por dar cumplimiento a sus antojos
                        Con hombres de toda lana    
Don Cunegundo: Habladurías son eso que relatas
                                   ¡Hechos quiero, y no peroratas!
                                   Cuenta, di, lo que viste, y sin adornos
Que no están los bollos para estos hornos.

Don Brígido: A ello voy, don Cunegundo,
Sin perder un segundo.
Son para mí los chismes repelentes
Que ahuyento de mi lado iracundo
Desoigo los rumores de las gentes
Y sigo mi camino por el mundo.
Pero lo tocante a su Mariana
Despertome la curiosidad más sana
Y llevome a investigar el fundamento
De tanta bola y tanto cuento.
Así, pareciome el otro día oportuno
Apostarme muy tuno,
Campo a traviesa,
Al paso de la calesa
Y sin reparo alguno.
Cuando el carruaje ante mí pasó
Y la figura de Mariana distinguí
A la trasera del coche me prendí
Y de polizón su hija me llevó.
Antes de con mis huesos dar
En el pavimento frontero
al mentado lupanar
Reconocí por entero
A Don Diego Manchón y Piñatas,
Un galán feo y soltero
Seductor de niñatas,
Que se acomodaba ufano
Junto a la hija de vos
Fumando un cigarro habano
Que, por cierto, le dio tos.
Don Cunegundo: ¡Ah, pero…¿fumaba el bellaco?
Don Brígido: Sí, mi señor, ¡…tabaco!
Don Cunegundo: ¿Y qué pasó entonces, Brígido?
                             ¿Descendieron de la carroza?      
                             ¿Besó don Diego a la moza
      o quedóse el galán rígido?
Don Brígido: Acompañole un trecho
                        y albergo en mi pecho
                        cierta sospecha
                        de que compartieron lecho
                        en compañía estrecha
Don Cunegundo (aparte):¡Mi reputación, maltrecha!
                                   ¡Mi blasón deshecho!
Don Cunegundo (tratando de rechazar la horrible verdad): Entonces… ¿Viste?
Don Brígido: …………………Vi
Don Cunegundo: ¿Y sorprendiste?
Don Brígido: …………………Sí
Don Cunegundo: ¿Y blasonó Mariana?
Don Brígido: Hasta la mañana.

Don Cunegundo: A ver como caso ahora
                               A esta hija pecadora…
                               A esta vástaga traidora!
                               A la que espera en Zamora
                               Un señor de Calahorra.
Don Brígido: ¡Atiza! ¿Tenía Mariana, acaso
                      Un pretendiente formal?
Don Cunegundo: En efecto, estaba a un paso
de entregarla a un carcamal
Don Brígido: Pues entonces, en ese caso,
                               Y aunque a usted le parezca mal
Se impone un retraso
En el acta matrimonial.
Don Cunegundo se da a la desesperación y deambula por el escenario agitando los brazos hacia el cielo. Se lamenta y se mesa las barbas. Se detiene en medio del escenario y blande el puño contra la adversidad.
Don Cunegundo: Adiós al enlace con el de Calahorra,
 Una boda ventajosa que se va a la porra
Por culpa de la casquivana
De mi querida Mariana,
La muy tonta del bote!
Don Brígido: ¿Pero llevaba Mariana dote? (Don Cunegundo asiente)
Don Brígido: Pues piense usted en lo que se ahorra
¡y olvide al de Calahorra!

FIN

domingo, diciembre 08, 2013

El suspiro del coleccionista

Había pasado los últimos cien años recopilando suspiros de todo tipo en pequeñas botellitas. Los ordenaba, los clasificaba, los exponía, los compartía con amigos y conocidos… Cien años de suspiros ocupan una gran cantidad de espacio y en casa de Laureano apenas había lugar para nada más. “Antes de vivir otros cien años, se dijo el día que cumplía la centuria, debería desprenderme de algunas muestras de suspiros, o buscarme una casa más grande”. Y después de comerse su trozo de tarta de cumpleaños y de encerrar a sus perros, salió en busca de un lugar en el que poder almacenar más botellitas de suspiros.
Mientras caminaba por las calles de su ciudad, una de esas ciudades en las que la gente vive la mayor parte del tiempo bajo el asfalto o haciendo cola para pagar con tarjetas de plástico, Laureano repasaba los innumerables meandros de su fabulosa colección. “Mis suspiros favoritos son los que nacen de la ilusión. Contienen una sospecha de tono rosado. En el otro extremo de mi aprecio están los suspiros de fastidio, que son fácilmente confundidos con vulgares bufidos. Entre unos y otros, hay suspiros de satisfacción, que certifican la dicha instantánea, y también suspiros de ansiedad, de impaciencia, de ensoñación y de renuncia, de pereza, de tristeza y de soledad. Hay tantos suspiros como anhelos y cada persona produce un único e irrepetible género de suspiro. Los hay perfumados, etéreos, cálidos y gélidos. Los hay mudos, sonoros y en blanco y negro y color, como las películas…”
La casa, que guardaba una impresionante semejanza con la de la familia Munster, se recortaba aislada en un promontorio y se accedía a ella subiendo unas escaleras muy similares a las que enfilaba frecuentemente Norman Bates para parlamentar con su difunta madre. El cartel anunciante, con su “Se alquila” impreso, al frente de la edificación, atrajo instantáneamente el interés de Laureano, quien observó en aquel momento que un grupo de personas salía de ella. Tras un breve diálogo con el empleado de la inmobiliaria, Laureano accedió al interior del caserón, destartalado y mal iluminado.
-Es una construcción muy sólida, aunque pueda parecer lo contrario. Aquí hay muchas posibilidades, si uno tiene imaginación y dinero. ¿Tiene usted imaginación y dinero? –preguntó el empleado de la inmobiliaria exhibiendo una empalagosa sonrisa comercial.
-Tengo una colección de suspiros embotellados –replicó Laureano considerando que esta afirmación despejaba la incógnita.
Tras agitar levemente la cabeza, con lo que podría considerarse como un intento de reponerse del golpe, el agente espetó a Laureano:
-Esta será su casa, sin ninguna duda. Está llena de cachivaches, libros y revistas viejas. Pertenecía a un viejo excéntrico y nadie la vació cuando murió, ni reclamó nada. Usted se lo pasará en grande recorriendo sus habitaciones. Estoy seguro.
Laureano no tuvo más remedio que convenir con el vendedor de fincas que estaba en lo cierto. La casa y los misterios que contenía le habían atrapado irremisiblemente. En su primera incursión en la polvorienta y bien surtida biblioteca, Laureano halló un volumen manuscrito que contenía cuentos, probablemente, originales del difunto anterior propietario. El primero de ellos se titulaba “Cien años de vida (y un nuevo día)”. Y Laureano pensó que se trataba de un generoso regalo de cumpleaños que le hacía la casa. Helo aquí:
“Érase una vez un pequeño y valiente gorrión, dotado de un corazón tan grande y vigoroso que su diminuto cuerpo apenas podía contenerlo. El pajarillo desafiaba las limitaciones de su especie y volaba poniendo en juego todas sus fuerzas, siempre en dirección al sol, sin importarle las veces que caía derrengado por el esfuerzo. Cuantas veces quisieron retenerlo en una jaula, fuera esta dorada, plateada o de pobres cañas, el gorrión se liberó, obstinado, firme en su propósito de llevar su trepidante corazón lo más cerca del sol que pudiera. Cuando, tras muchos años de esfuerzos, creía haber encontrado un lugar lo bastante cerca del astro rey como para permanecer en él hasta el fin de los días, tuvo una visión que le trastornó de forma inesperada. En el arroyuelo en el que solía beber agua cada día se reflejó, de manera inexplicable, la faz de un desconocido al que el gorrión, sin embargo, halló extrañamente familiar.
El rostro que apareció en la superficie de las aguas del arroyuelo era el de un hombrecillo insignificante, un burgomaestre solitario que gobernaba un villorrio tan pequeño que no podía moverse sin salirse de él. El burgo del burgomaestre se circunscribía a su propia exigua humanidad. Desde su nacimiento, había sido consciente de estar condenado a respirar el aire de la soledad, mas, fuere por caprichos del azar, del Destino o de la Divinidad, la imagen de su rostro atravesó un buen día mágicamente la superficie de la jofaina en la que hacía sus abluciones matutinas y se apareció, en el otro extremo del mundo, ante los atónitos ojos del gorrión.
“Puedo verte”, exclamó el gorrión al presentarse ante su vista la efigie del burgomaestre, y desde aquel momento, cobraron sentido sus años de afanes y trabajos. Del otro lado, el pequeño alcalde de sí mismo oyó la voz del gorrión y repuso: “Puedo oírte”. Y su soledad, pesada e inerte, como de plomo, saltó en pedazos, esparciéndose sin dejar rastro como una lluvia de chispas.
Los dos nuevos amigos, conectados mágicamente, emprendieron un largo camino que los llevó el uno junto al otro. Cuando al fin se unieron y sumaron sus vidas, sus cuerpos, sus sueños y sus miedos, nada pudo ya separarles jamás. Y si no me creen, mírennos.”

Cuando terminó de leer este cuento, Laureano exhaló un profundo y dulcísimo suspiro. Y maldijo: “¡Nunca embotellaré otro como este!”

domingo, diciembre 01, 2013

Final de trayecto

-Me he olvidado de hacerte la merienda. Soy un desastre – sonó la voz de Teresa a través del móvil.
-Pero, mi vida, por Dios, no tiene importancia… Ya comeré algo cuando llegue. En la estación me compraré un bocadillo –respondió Pablo, tratando de despejar la intranquilidad de su prometida.
-Debes tener hambre. Te conozco.
En Pablo no cabía la menor duda al respecto: Teresa le conocía. Con toda probabilidad, mejor que él mismo. Y en aquella ocasión, la presunción de ella resultaba, como de costumbre, acertada. Pablo hizo el viaje hambriento, sentado en su butaca, anticipando el momento de deglutir el bocadillo de tortilla de patatas que solía comprarse cuando cenaba en una cafetería o un bar. Para aumentar la sensación de apetito en Pablo, parecieron conjurarse todas las circunstancias más adversas. De una parte, su compañera de asiento, una mujer de pelo negro oscurísimo, piel oleosa y voz grave, leía un libro de recetas profusamente ilustrado con fotografías de ricas viandas. De otra, durante el trayecto, al pasaje se le proyectaba el film “El festín de Babette”. Pablo llegó a su destino medio desmayado de hambre, convencido de que, en una distracción, alguien le había sustituido el estómago por una bolsa de papel agujereada de parte a parte.
“Siempre viajando, siempre en tránsito… Siempre estando en dos sitios a la vez, el que dejas y el que te acoge, el que te despide y el que te recibe. Pensando en el lugar al que vas y el lugar del que vienes…” se decía Pablo al bajar del tren y dar sus primeros pasos por el andén. “Yendo y viniendo parece más difícil no confundir el presente con el porvenir, o con el pasado”. Observó que la estación estaba invadida por una espesa e inesperada niebla, misteriosa y sorprendente, que parecía posarse blanda y tenaz, como hacen esos tristes recuerdos que nos acompañan toda la vida, reluctantes a nuestros inútiles deseos de higiénico olvido. Caminando a través de aquella envolvente y húmeda miasma gris que le ocultaba el entorno y toda posibilidad de perspectiva, Pablo pensó en el solipsismo del que era militante ocasional desde los doce años, edad en la que explicó esta teoría a sus compañeros de juegos, aun antes de saber que existiera tal cosa. Los amigos de Pablo ya le tenían catalogado de chiflado antes de escuchar de su boca que ellos eran producto de su imaginación y que desaparecían en el momento en el que dejaba de percibirles, pero, en cualquier caso, aquella formulación les resultó definitiva. Pablo recordaba sus caras ahora, casi cuarenta años después, pensando en que, tal vez, en medio de aquella niebla les hubiera resultado más convincente.
Uno podía llegar a pensar que no existía nadie más en el mundo inmerso en una atmósfera que se comportaba como una venda puesta ante los ojos. Pablo oía pasos, algunas voces confusas y el traqueteo característico de las maletas provistas de ruedas. Cuando llegó a la cafetería de la estación, al hambre que le aguijoneaba se había sumado una melancólica sensación de desamparo.
-Un bocadillo de tortilla de patatas y una cerveza –pidió Pablo al camarero, un cincuentón calvo y de ojos demasiado juntos, que servía sin dejar de mirar la pantalla de la televisión, donde se emitían los resúmenes de los partidos de fútbol de la jornada liguera.
-Le cobrarán en caja –explicó el camarero a Pablo mientras hacía crujir sus mandíbulas al comprobar que su equipo, el Club Deportivo Español, había vuelto a ser bochornosamente derrotado.
En la caja de la cafetería, una mujer anciana, con aspecto de haber superado hacía tiempo la edad de jubilación, esperaba a Pablo con una dulce sonrisa impresa en los marchitos labios. A Pablo le recordó a su propia madre cuando le alargó el tíquet y buscó su billetera para pagar.
-No, no, hijo mío, no es necesario que me dé dinero –rechazó con un gesto la cajera-. En lugar de eso, me pagará con una confesión y una promesa.
-No comprendo –respondió Pablo, perplejo -.¿Qué se supone que debo confesar? ¿Qué debo prometer? ¡Sólo quiero pagar por el bocadillo y la bebida!
-Confiesa, al menos, que tienes hambre.
-Está bien –concedió Pablo-, confieso que tengo hambre. Pero tengo propósito de enmienda: voy a comerme ese bocadillo, si usted me lo permite.
-¿No tienes nada más que confesar? ¿Has sido bueno con tu madre?
Pablo miró al exterior. La niebla parecía haber adquirido una corporeidad ominosa, como si fuera menester valerse de un machete para abrirse paso en ella.
-A mi madre nunca le he escuchado. Ya sé lo que va a decir y siempre me adelanto. No le dejo hablar – confesó Pablo.
La cajera, que había parecido rejuvenecer súbitamente, puso sobre el mostrador una copa colmada de un espeso licor rojo.
-Has hecho una buena confesión y detecto tu arrepentimiento. Sólo falta que hagas una promesa y podrás beber el contenido de este cáliz.
-Gracias, me conformo con mi bocadillo y mi cervecita… -repuso Pablo mirando con ojos anhelantes a su frugal cena, que le parecía ya inalcanzable, en poder de la intrigante empleada.
-Escúchame con atención: si me haces una promesa que lo merezca, podrás beber este rico néctar y, debo advertirte, quien lo bebe, cumple, necesariamente, cualquier promesa que haga. Así que piensa bien en qué promesa tendrías especial interés en cumplir.
Pablo pensó en Teresa, en la merienda que ella había olvidado hacerle y declaró, con voz firme y clara:

-Prometo que amaré a Teresa toda mi vida y que haré todo lo posible por hacerla feliz. –Y, alargando la mano, tomó la copa, que rebosaba, y la vació de un largo trago. Fuera, la niebla se disipó y Pablo caminó entonces en la noche, hacia su solitaria habitación, olvidando sobre el pupitre de la cajera su bocadillo y su cerveza.

domingo, noviembre 24, 2013

"I twat I taw a puddy tat!"

El vendedor le relató una larga historia que Juan tuvo buen cuidado en no escuchar. No le interesaba saber quién había sido Rosario de Castro, a cuya dirección de la calle Canalejas, número 2, de Sevilla, habían sido remitidas todas esas cartas que formaban el paquete envuelto con un lazo que le estaba vendiendo. Prefería descubrirlo por sí mismo cuando, en un futuro incierto, de cercanía indeterminada, decidiera leerlas.
Un paquete de viejas cartas en el bolsillo, que acariciaba en el bolsillo de su chaqueta, fue aquel domingo de mercadillo, su compañía en el camino de vuelta a casa. Juan vivía en una de esas cámaras, semejantes a madrigueras, en las que viven los individuos solitarios que habitan el subsuelo de todas las grandes ciudades. Desheredados de la fortuna, pusilánimes melancólicos, majaderos irredentos, deficitarios afectivos, psicópatas emocionales que entregarían su alma por una sonrisa, si la tuvieran. En las desnudas paredes de la celda de Juan, similar a todas las demás celdas de sus anónimos compañeros de infortunio, se podía hallar, como única pertenencia visible, al margen del imprescindible y escaso mobiliario, un grueso volumen, de grandes dimensiones, dotado de un cierre. En el lomo de su único libro, el título “Mis pecados”, indicaba al inexistente visitante que en él se recogían las causas de su reclusión, las terribles ofensas cometidas contras las leyes humanas y divinas que le habían despojado de toda esperanza, de toda ilusión, de toda alegría, y le habían relegado a vivir en soledad, bajo las plantas de los pies de la gente inmisericordemente normal.
La noche de aquel domingo de mercadillo, un sonido tenue y sordo perturbó el frágil sueño de Juan. Encendió la desnuda bombilla que colgaba del techo de su dormitorio y, tras extender su mirada a los cuatro rincones de la monacal habitación, encontró un pequeño pajarillo que aleteaba en el suelo de baldosas agrietadas. Juan tomó al polluelo entre sus manos y lo observó con detenimiento, acercándolo tanto a sus ojos que podía distinguir hasta el último poro y la última cánula. Nunca había visto ave alguna que se le asemejara. No era capaz de afirmar a qué especie podría pertenecer. Lo que se le reveló evidente fue que era imposible que ningún pájaro, y menos uno que fuera incapaz de volar como aquel, se hubiera introducido en su recóndita guarida. Juan intentó alimentar al avecilla con pequeñas porciones de todo lo que contenía su parca despensa, sin conseguir que aceptara probar bocado. Se acercaba la hora del alba cuando desató el paquete de cartas que había comprado por la mañana, tomó la que estaba encima del montón y la desmenuzó y la empapó en agua. El pajarillo la engulló al instante con aparente deleite.
Cada día, en las tres siguientes semanas, Juan le entregó al pájaro una nueva carta de las que habían alimentado el amor de una tal Rosario de Castro y cada día el pájaro crecía y se hacía más hermoso. En un mes, las cartas se habían terminado y el pájaro había crecido hasta alcanzar el tamaño de Juan y estaba vestido de las más brillantes y coloridas plumas, de tacto sedoso.  Juan ya amaba a su pájaro más que a su vida por aquel entonces y en su corazón se debatía el deseo de retenerle a su lado contra la obligación moral de concederle la libertad. A la hora en que solía alimentar a su amado pájaro, Juan le miró con expresión interrogativa. El extraordinario ave le devolvió la mirada con sus increíbles ojos verdes, luminosos como dos estrellas, en lo que Juan consideró una dulcísima reclamación de comida. Pese a que aquel habría sido un buen momento para liberarle, Juan decidió intentar algo diferente, por ver si todavía era capaz de procurarle alimento. Rompió el cierre de su libro y lo abrió por la primera página. En el lugar en el que habían estado escritos sus pecados ya no había nada.
-En ese libro, Juan, no hay nada escrito –dijo el pájaro.

Y nunca más se supo nada de Juan ni de su pájaro, pero todos sabemos que, desde entonces,  fueron felices y siguieron juntos para siempre.