Grandes repartos: El hombre que viajaba despacito
--> Esta entrada está dedicada al erudito cinéfilo y sensible cineasta Santiago Aguilar, que honra con sus asiduas visitas este weblog y que, por cierto, estrena el próximo día 18 su magnífico film, dedicado al actor Carlos Lucas, “De reparto” en el Pequeño Cine Estudio de Madrid.
Nota previa: Retomo aquí un formato de entrada que únicamente he utilizado previamente en una ocasión,
cuando repasé el reparto de “El gran galeoto” (Rafael Gil, 1951). Un tanto obcecado en perseguir en mis monografías el máximo detalle posible en el relato de la trayectoria profesional y vital de nuestros cómicos, tenía abandonado este otro formato, más ligero, pero quizá más útil, que pretende (intenta) brindar una visión panorámica pero lo más personalizada posible, del elenco actoral de un film determinado. En el caso presente, el reto es superior a la capacidad de este burgomaestre, que se declara derrotado de antemano. No le va a ser posible dar razón de todos los actores que intervienen en “El hombre que viajaba despacito”, aunque intentará llegar en la nómina de intérpretes del film de Joaquín Luis Romero Marchent tan lejos como sea capaz. Trataremos de dar nombre a los rostros que pueblan un film singular e irrepetible, marcado por la genuina genialidad de uno del los más grandes humoristas de la historia de España, el inconmensurable cómico, actor de radio, cine, televisión y revista, dibujante, escritor y gimnasta, Miguel Gila (Miguel Gila Cuesta, Madrid, 12/03/1919 – Barcelona, 13/07/2001), triunfador a ambos lados del Atlántico y (lo que es más difícil) durante y después del franquismo.

Una película interesante
Estrenada en el Palacio de la Música madrileño el 21 de abril de 1957, “El hombre que viajaba despacito” forma con la previa “Fulano y Mengano” y la posterior “El hombre del paraguas blanco” el tríptico humanista y poético-cómico que determina un interludio en la carrera del sólido director Joaquín Luis Romero Marchent, inserto en su muy notoria y loable especialización en el género western. Pese a que en su día la película constituyó un fracaso (se mantuvo escasos siete días en cartel) y provocó críticas poco entusiastas (como la del ABC, que consideraba al film capaz de un logro dificilísimo: el de convertir en aburrido a Gila), su protagonista y coautor del guión (basado en un argumento de Fernando Sánchez Cobos), el genio indiscutible e indiscutido del humorismo español, Miguel Gila, escribió en su libro autobiográfico “Y entonces nací yo” a propósito de la cinta:

Vale la pena hablar de Joaquín Romero Marchent, “Tato” o “Tatín” para los amigos. Era algo especial, tanto en el trabajo como en la amistad. Tenía y supongo que lo seguirá teniendo, un carácter muy particular. (…) Con “Tato” Romero Marchent, además del trabajo, compartí una gran amistad y creo que más allá del trabajo y la amistad, el haber hecho la única película importante de todo mi quehacer cinematográfico.”
Así, según su propio criterio, “El hombre que viajaba despacito” debe ser considerada, como mínimo, como corresponde a la única obra fílmica que, de manera si quiera aproximada, consiguió reflejar el particular mundo creativo de un coloso del humor como fue Miguel Gila. Para ello contó, además, como valor añadido, con un reparto extensísimo, en el que tuvieron cabida los miembros de un abultado elenco. Película itinerante, se estructura a lo largo de un periplo que lleva a su protagonista de uno a otro escenario, con cambiantes circunstantes, medio de ofrecer oportunidades sucesivas a un sinnúmero de breves intervenciones de variopintos intérpretes de toda condición, incluyendo entre ellos a ilustres veteranos, prometedores novatos, completos
desconocidos, espontáneos llegados de otras disciplinas, y perfectos desconocidos. De una de esas intervenciones, la que llevó a cabo José Sepúlveda, dimos cuenta, en la entrada correspondiente, en su día, siendo en esa ocasión la única en la que en este weblog nos ocupamos un tanto del film. Pasemos ya, a través de su argumento, a dar nombre y noticia de los rostros que van poblando la acción de “El hombre que viajaba despacito” , una de las obras esenciales de la carrera de su director, Joaquín Luis Romero Hernández Marchent (Madrid, 1921), hijo de Joaquín Romero Marchent Gómez de Avellaneda (el director de la revista “Radio Cinema” y de la productora Intercontinental Films) y hermano de los también cineastas Rafael y Carlos. Perteneciente a su primera etapa como director (tras un periodo de aprendizaje que se inició en la película “El crimen de Pepe Conde” (José López Rubio, 1946) y que se prolongó durante los siete años siguientes, siendo auxiliar, segundo ayudante y ayudante de dirección de Luis Lucia, Rovira Beleta y Díaz Morales), nos proponemos revisar hoy un film de Joaquín Luis Romero Marchent, “El hombre que viajaba despacito” , como una abigarrada galería de personajes y tipos.
Ante “El hombre que viajaba despacito” nos hallamos ante una “road movie” (en la terminología papanatas que se empeña en dignificar las cosas poniéndoles etiquetas en inglés) o, por mejor decir, ante una película itinerante. La particularidad del film radica en la premisa argumental que consiste en que su protagonista desea fervientemente llegar a su destino, pero haciéndolo, por seguridad, lo más despacio posible. Dotada, pues, de un ritmo pausado y hasta parsimonioso, “El hombre que viajaba despacito” alberga el encanto de la peculiar mirada de Miguel Gila, comentarista flemático de las incongruencias cotidianas que aplica su propia lógica delirante a cuantas maravillas se le van presentando en su peregrinaje. Resolviendo con aparente despreocupación cuantas incidencias se le presentan, Gila asiste a una especie de desfile de modestos prodigios, de ínfimas distorsiones a los que opone una devastadora mezcla de ingenuidad, arrogancia y picardía. La España que recorre tan despacio como puede, está enmarcada por un omnipresente ejército, y la pueblan camioneros que liban vino “a granel” y sin frenos, turistas que no se enteran de nada, hombres ligados a un mazo de cartas, niños avispados, titiriteros míseros, paletos brutales e insensibles. Mezclados con ellos, la gente “normal”, la más cercana al protagonista, se comporta convencionalmente, hasta con vulgaridad. Quizá no por casualidad, el calificativo que más se repite en la película es el de “pesado”, aplicado, indistintamente, a hombres, mujeres y niños. Dando vida a esos individuos que lo mismo arrojan al río a un árbitro, que simulan secuestrar a un bebé para gastar un bromazo, que se dejan romper una mano por un amigo, o que convidan a jamón en un trayecto por ferrocarril, una pléyade de actores (casi anónimos, unos, experimentados y consagrados profesionales, otros, improvisados, otros tantos) en intervenciones fugacísimas, transmiten la más acendrada verosimilitud al film. Trataremos de dar cuenta de (casi) todos ellos conforme desfilan a lo largo de la acción.
Se enciende el proyector
Cuando principia la acción de “El hombre que viajaba despacito”, Gila, que está cumpliendo con el servicio militar obligatorio, está encaramado en el cañón de un tanque. Llama a su camarada Basilio (Julio Riscal) para que le ayude a sacar una naranja que se le ha metido dentro del cañón, más que nada porque teme que el día de
las maniobras, al dispararlo, le puedan dar un naranjazo a alguien. Asegura Gila que él no va a estar presente cuando se desarrollen las maniobras, puesto que ese día estará disfrutando de un permiso concedido para casarse. Basilio le asegura que es imposible que le concedan tal permiso y, ante la contrariedad de su amigo, le propone un método para ser rebajado de servicio y poder acudir a su propia boda. Consiste en lesionarle una mano dejando caer sobre ella la tapa de una caja de herramientas. Ante los titubeos de Gila, Basilio le explica lo que tiene que hacer: simplemente, poner la mano en la caja abierta y mirar para otro lado para no marearse. Entonces él dejará caer pesada tapa de la caja y se lastimará la mano. Cuando está haciendo la demostración, anuncia a gila que le han dado el permiso, con lo que es él quien hace polvo la mano de Basilio. Así Gila puede casarse con su novia Marta Hinojosa (Licia Calderón). Se traslada entonces la acción a la ceremonia de la boda, donde el oficiante es un cura a quien da vida José Prada (el inolvidable patriarca de la familia de “Surcos”, haciendo un papelito casi “sin letra”). La madre de la novia la encarna una llorosa Josefina Serratosa, y al padre de Gila, le da vida Mariano Ozores (padre). Asisten un par de amigotes de Gila que parecen aburrirse (Luis Rivera y Antonio Padilla). Tras la ceremonia, el banquete, reiteradamente interrumpido por un señor calvo muy pesado (José Santamaría) que repite insistentemente vivas a los novios, hasta que su vecina de mesa (Amalia Sánchez Ariño) le reprende con una pregunta retórica: “¿Pero es que no nos vas a dejar comer?”, nos brinda una actuación del combo “Los Toledanos”, que ofrece la oportunidad a los recién casados de abrir el baile. Mientras los enamorados evolucionan por la pista, tienen que aguantar la lata del amigote (el interpretado por Antonio Padilla) que se hace el interesante con un destino ideal para su viaje de novios que, enigmáticamente, se resiste a revelar, limitándose a decir que es un sitio “mucho mejor” que el que Gila ha elegido. Durante el baile, escuchamos conversaciones entre los invitados cómicamente enlazadas, empleando las últimas palabras de un diálogo para
abrir el siguiente: en un rincón, dos señores muy serios (Teófilo “Totó” Palou, y un señor que figura en el reparto como Manuel Rodríguez Luna, pero que en realidad se trata de Manuel Domínguez Luna) discuten amistosamente sobre la situación en Egipto y Abisinia, en otro, dos señoras, Doña Anita (Tina G. Vidal) y otra (Margarita Espinosa) hablan de la crianza del hijo de la segunda y del jarabe que desacertadamente le ha recetado el médico al peque; el señor calvo de antes (José Santamaría), disecciona el último partido de fútbol de su equipo con el amigo que se aburría en la ceremonia (Luis Rivera); una viuda (Ena Sedeño) le da la lata al padre de Gila con la carestía de la vida. Siempre, las últimas palabras del retazo de conversación atrapado por la cámara parecen estar destinadas a tener continuidad en el diálogo siguiente, en un ocurrente juego del guión. Finalmente, Gila le habla a Marta, sin revelárselo, del sitio en el que ha proyectado que pasen la luna de miel. Pese a la insistencia de un amigo que asegura haber pensado en otro mejor, Gila se mantiene firme. La siguiente secuencia nos muestra a los recién casados en Segovia, junto al acueducto. Allí son abordados por una gitana (Tota Alba), quien le dice la buenaventura a Marta, prediciéndole que tendrá muchos hijos. Gila está incómodo con la presencia de la gitana y no deja de insistir en que se marche. Cuando Marta le pregunta por su actitud tan áspera, Gila explica que una vez una gitana le predijo que no vería a su hijo y, aunque asegura ser escéptico en relación a las dotes de adivinación, semejante mal agüero no deja de producirle, al recordarlo, cierta inquietud. Tras el permiso, Gila debe volver al cuartel, donde se reúne con su amigo Basilio que tiene la mano lesionada. Pasan tres meses, en los que Gila aprende a tocar “Los sitios de Zaragoza” con una armónica, y se produce en anuncio, vía correspondencia, de que Marta está esperando un hijo. Gila se pone muy contento y, para atender la petición de su joven esposa, se propone obtener un permiso por méritos obtenidos en una prueba de “teórica militar”. Se examina ante el sargento instructor (Jesús Puente) y Gila ofrece una hilarante actuación como examinando francamente bestia, explicando a su inefable manera las partes y el funcionamiento del motor de explosión, el sistema de luces de un vehículo militar y, por último, detallando un supuesto práctico en el que explica cómo reaccionaria si, conduciendo un camión se viera obligado a atropellar alternativamente a una anciana o un perro, una anciana o un niño, o entre un señor de marrón y cualquier otra cosa. Las explicaciones de Gila sólo consiguen exasperar al sargento instructor (Jesús Puente) quien, consecuentemente, le deniega el permiso. Gila tiene que conformarse con escribir a Marta y prometerle que para cuando nazca el niño, él irá a
verla donde esté. En esas, una noche, su amigo Basilio le dice que le tiene concertada una cita con un aviador que podrá llevarle en su aeroplano. Gila se presenta en un aeródromo, donde le espera el piloto con su aeroplano acompañado de un mecánico (Rafael Hernández), pertrechado con una voluminosa maleta de cartón y con un turrón empaquetado. El apurado futuro padre tiene muy presente (se lo ha dicho antes a su amigo Basilio) la nefasta predicción que le hizo una gitana por lo que, pese a subir al avión en un primer momento, pone una excusa (dice que el avión no vuela, que se limita a correr por el suelo) para bajarse. Poco después de que Gila se apee, el avión, que se había elevado al fin y había desplegado varias acrobacias aéreas, cae en picado y se estrella contra el suelo. Gila entiende que ha eludido su fatal destino y se decide a buscar un sistema de viaje que sea seguro y lento. Le encontramos a continuación en una estación de tren, haciendo cola ante la taquilla para sacar un billete de tren que, preferentemente, se mueva despacio. Aconsejado por otro viajero, también timorato (Luis Barbero), compra un billete para el tren mixto, que para en todas las estaciones y apeaderos. A consecuencia del cambio de planes, que retrasará su llegada, Gila decide poner un telegrama anunciando su llegada a su esposa.
En el despacho de telégrafos le atiende la empleada a quien da vida Carmen Porcel (la hermana de Pedro Porcel y tía, por tanto, de Marisa Porcel) y que se ve obligada (con irritación creciente) a ir tachando, por ahorrar, palabras del texto que Gila le dicta en principio. Del inicial: “Llegaré tren mixto. Besos y abrazos”, el mensaje pierde primero el “mixto”, luego, también “tren” y, finalmente, como “ya saben que soy cariñoso”, Gila suprime también los “besos y abrazos”, quedando por tanto el telegrama en un sucinto “Llegaré”. Ya en el interior del vagón del tren en marcha, encontramos a Gila agradeciendo a su compañero de viaje, don Tomás (Félix Briones) unas lonchas de un jamón el cual alaba con entusiasmo. Y añade “yo podría invitarle a probar el turrón...”. A lo que su compañero contesta rápido “Se acepta”. Pero Gila se explica, completando la frase inconclusa: “...pero no puedo, porque es de Basilio. Se lo manda a su madre, y también cincuenta duros”. Y enseña un sobre que contiene el dinero. “Esto es sagrado. Ya me puede pasar lo que sea, que esto no lo toco”, explica con toda seriedad. Cerca de allí, un camionero (Roberto Camardiel) que lleva en su vehículo una carga de toneles de vino, está parado empinando el codo. El camión, entonces, se desliza por una cuesta abajo. Su conductor, se pone al volante y comprueba, divertido, que los frenos no funcionan. Volvemos al vagón donde están Gila y don Tomás. Beben vino de la bota del segundo. Gila le dedica un admirativo “¡Vaya vino!” y añade:
“Yo podría invitarle a una gaseosa en la próxima estación...”, a lo que don Tomás contesta enseguida: “¡Se acepta!”, pero Gila, como hizo antes, completa su intervención con una excusa: “...pero este tren no para en la próxima estación”. Se detiene entonces el convoy. Un revisor les explica que estarán parados un rato porque están reparando la vía. Cuando Gila va a apearse, bajando por una ventanilla, se produce una sacudida. Es el camionero, que ha detenido su vehículo chocándolo contra el tren parado. Nuestro atribulado protagonista toma este nuevo incidente como otro aviso del Destino, por lo que decide dejar allí el tren y continuar a pie. Se despide de don Tomás a quien, por lo que dice, también le ha contado sus temores motivados por la antigua maldición gitana. Emprende su caminar por los andurriales y pasa la noche en una guarida. Mientras, en casa de Marta, su padre empieza a inquietarse porque allí no va nadie: “Ni viene el niño, ni viene el médico, ni viene Gila”. Ante el comentario de su mujer de que este último debe estar en camino, su marido replica que ya debería estar allí, que hay muchos medios para trasladarse y que “¡¡No va a venir andando!!” A la mañana siguiente, Gila se levanta y hace un poco de gimnasia para entrar en calor y desentumecerse (el humorista era un buen deportista y destacado gimnasta, por cierto). Junto a él hay un campo donde pacen unas reses bravas. Se va aproximando a
un toro al que va lidiando “de salón”, hasta que, al llegar a su altura, rectifica y confiesa que, en realidad, los festejos taurinos no le gustan y sale corriendo. Caminando por la cuneta, se encuentra con el camionero de antes, que detiene su camión e invita a Gila a subir. Gila se resiste un poco y sólo accede cuando el conductor le promete que no le gusta correr y que conducirá a poca velocidad. Al subir a la cabina, el camionero, que se llama Luciano, ofrece a Gila beber de una goma que tiene conectada directamente al vino de los toneles que transporta, pero el pasajero declina la invitación alegando que “le da hipo”. Conductor y acompañante confraternizan por la vía musical. Luciano canta (el vino le aclara la voz) y Gila toca la armónica. Cuanto todavía no ha tenido tiempo de poner el camión en marcha, Luciano oye voces pidiendo socorro, procedentes del río cercano. Insta a Gila a bajar del camión y juntos se acercan a la orilla del río. Allí ven a un hombre (Enrique Ferpi) que pide auxilio debatiéndose en las fluviales aguas. Gila no parece muy convencido de que el individuo se esté ahogando. “Primero hay que saber si se está bañando o se está ahogando”. “Va vestido”, alega Luciano. “Sí, repone Gila, pero eso no quiere decir nada. Puede llevar la ropa por muchas razones. Hay gente con manías muy raras. A lo mejor es extranjero” Luciano insiste en que Gila se tire a salvar al accidentado. Éste le pide que le guarde el dinero de Basilio y le alarga el sobre con los cincuenta duros, pero Luciano pide que antes de que los deje a su cuidado los cuente, no vaya a ser que luego haya algún problema. Los dos se hacen un lío tremendo contando los billetes y no pasan de contabilizar 65 pesetas. Para entonces, el ahogado ya ha conseguido salir del agua por
sus propios medios. Cuando Gila repara en ello exclama” Tanto gritar, tanto gritar, y al final, se salva solo”. El hombre salido del agua va vestido de árbitro. “¿Por qué va vestido de árbitro?”, le preguntan. “porque lo soy”, contesta el individuo. Según parece ha acabado en remojo como consecuencia de la victoria del equipo forastero por un gol a cero, tanto marcado de penalti. El árbitro les pide a Gila y a Luciano que vayan a la fonda del pueblo a buscar su ropa y que se la traigan, pero Luciano le contesta que él le lleva allí para que la recoja él mismo, que estando ellos no le pasará nada. No acierta en su pronóstico, porque en cuanto se presentan ante la puerta de la fonda del pueblo, un grupo de lugareños (entre los que distinguimos a Juan García Delgado y Luis Barbán, que son los que toman la iniciativa), considerando la presencia del árbitro en su municipio, una provocación, se acerca a los recién llegados con ánimo belicoso. El más pendenciero (Luis Barbán) pregunta al árbitro: ”A ti ¿quién te ha sacao del río?” “Yo”, contesta rápido Gila. “Yo lo he visto. Éste”, añade al punto señalando a Luciano. Instantáneamente se forma una pelea tumultuosa en la que Gila pierde momentáneamente el turrón de Basilio y un pueblerino (el interpretado por Luis Barbán que es, precisamente quien lanzó el primer golpe), un diente. Como saldo de la pelea, Luciano queda recluido en el calabozo municipal. Gila le transmite desde la reja del ventanuco sus ánimos y sus absurdos consejos jurídicos, en los que emplea una verborrea leguleya muy cómica, pero cuando Luciano le pide una ayuda más concreta, en forma de dinero con el que pagar la multa, Gila se evapora y reemprende su camino. Ya en la carretera, llegan a sus oídos las voces de unos actores de un serial radiofónico. Cuando se aproxima, buscando al malvado que ha oído amenazar a una indefensa niña, se encuentra con un coche detenido en el que una joven mulata (Terri Taylor) está oyendo la radio. Examinando el motor del coche, halla a dos jóvenes extranjeras más (María Piazzai, que es la que conduce y parece la líder del trío, y
Margot Prieto), que le piden a Gila que las ayude si es que entiende de motores. Como hace siempre que se le plantea cualquier cuestión, Gila asegura ser un experto en la materia y se apresta a reparar la avería. Habla a las extranjeras con infinitivos, al estilo piel roja y terminando los sustantivos “a la francesa”. Cuando relaciona las herramientas que necesita reclama “el destornilladoré, el martillé, la llavé...” Al tocar el motor, retira la mano dolorido y exclama “quemé… la mané”. Su método de trabajo revela su completa ignorancia. Examina las distintas piezas como si estuviera revisándolas y va diciendo: “De tapón, bien; de cordones, bien; el tornillo, apretao, bien; de cazuela, bien, los dos canutos, muy bien ... O sea que, en realidad, ni merece la pena...” Pide que arranquen el motor sin haber hecho nada en él y se pone a rezarle a San Cristóbal. Milagrosamente, el coche arranca. Las tres extranjeras le invitan a viajar con ellas. Gila monta en el coche y se asusta de lo rápido que conducen. Sentado en el asiento de atrás, ve pasar el paisaje demasiado deprisa para su gusto. Echa de menos a Luciano, “tan lento, con su camionetita”, y se maravilla de haber reparado tan bien el motor. Luciano, por su parte, ya ha sido liberado y le vemos con su camión continuando viaje, cantando y bebiendo, según su costumbre. Las tres turistas detienen su coche para comer y entran en un parador. Gila las acompaña. Las dos chicas blancas le piden a su nuevo acompañante que las retrate con la cámara de fotos que llevan, mientras que la mulata se distrae con la radio, poniéndose a bailar lo que ella llama un “rock and roll”. Cuando el camarero (Juan Estelrich) ya ha tomado los pedidos, a una consulta disimulada de Gila, le informa a éste de que la cuenta
subirá unos cincuenta duros, lo que hace que el peregrino, simulando estar acompañando el baile del rock, despeje el campo y tome las de Villadiego. No tarda mucho en encontrarse con Luciano, al que pide que le recoja en su camión. Luciano se resiste un poco, al principio, pero finalmente asegura que le llevará, siempre y cuando Gila beba del vino que transporta en el remolque. Tras hacerse de rogar, el futuro papá empieza a tomarle el gusto a la goma de la que mana el vino sin límite, hasta que el motor del camión se detiene inopinadamente. Luciano, que no consigue arreglar la “panne” echa a andar en dirección a un pueblo cercano para buscar quien les remolque, mientras que Gila permanece en la cabina del camión, cada vez más achispado y más enganchado al vino. En tal estado, lanza una exclamación en contra de los gitanos, teniendo como tiene siempre presente la fatal predicción que le hiciera una mujer de dicha raza. Quiere la casualidad que justamente le oiga el conductor de un carro de feriantes zíngaros, que protesta airadamente. Gila, para hacerse disculpar, le convida a beber vino, y el conductor del carromato avisa al momento a toda la trouppe, a la que lidera. Dos chicos jóvenes (Manolo Zarzo y Rafael Albaicín), una señora mayor (Josefina Bejarano), una niña (Pilarín Sanclemente), una jovencita, una cabra y un mono llamado Andresín completan el elenco. Gila traba amistad con la niña, a la que defiende cuando el patriarca del grupo parece amenazarla con pegarle. Todos, menos la niña y el mono, beben en cantidad. Gila se ofrece para actuar en el espectáculo con ellos alegando que sabe tocar “El sitio de Zaragoza” con su armónica y que, como le exige el jefe del grupo, además “sabe de títeres”. La actuación de esa noche en la plaza del pueblo resulta patética y se resuelve con un fracaso estrepitoso sin paliativos. No da la sensación de que serenos
hubieran podido ofrecer un espectáculo mucho mejor, pero lo cierto es que las acrobacias de Gila, la música de su armónica y el chiste que cuenta finalmente, pintado de payaso, caracterizado como “El Gran Arturini”, desagradan profundamente al público, que expresa críticas poco comprensivas. Así, un voluminoso aldeano (Jerónimo Montoro), califica de “Mamarrachada” la actuación, negándose a aportar ningún donativo cuando la niña pasa el platillo; otro conciudadano (Luciano Díaz), asegura, indignado que “eso también lo sé hacer yo”, cuando ve cómo obligan a la cabra a subir a lo alto de una escalera. Hasta un tercer asistente, sordísimo (José María Rodríguez), expresa su irritación con la categoría del espectáculo, tras asegurarse, preguntándole previamente a un compañero si “son malos los cómicos”, a lo que le responden que “malísimos”. Cuando el público abandona la plaza, entre abucheos, Gila, todavía con la cara embadurnada con el maquillaje de payaso, se acerca al carromato, donde encuentra a la niña que está llorando porque, encargada de pasar el platillo, ha recaudado tan solo unas pocas perras. Gila trata de animarla haciéndola reír, pero la niña no puede eludir que, al obtener tan escasa recaudación, sin duda le pegarán. Gila entonces le miente y le dice que si le han echado tan poco dinero es porque lo había pedido él antes, y le da los cincuenta duros de Basilio. La niña sonríe feliz y le abraza, agradecida, mientras Gila (hablando en voz alta pese a que no puede oírle) promete a su amigo que le devolverá el dinero. Se ha puesto a llover copiosamente y el agua le está borrando del rostro la máscara de payaso. Entonces, el hombre le dice a la niña que tiene que irse para ver a un niño mucho más pequeño que ella. Le da un beso a la niña y los dos se despiden. Gila se pierde en la noche.














En el tren, de camino a Madrid, se produce un episodio extraordinario. Un viajante de hebillas, lleno de tics (Rafael Cervera), hace un solitario de imposible solución. El juego consiste en ir sacando aleatoriamente una carta tras otra y conseguir que éstas vayan saliendo por orden, empezando por el as de oros y continuando, por el dos, el tres, hasta completar los cuatro palos de la baraja completa consecutivamente y por orden. Como atentos espectadores del experimento, una auténtica proeza de la ley de probabilidades, al propio Gila acompañan Cosme (que finalmente viaja junto a él), la vieja turista excéntrica (desconocida), un matrimonio (formado por Emilio Rodríguez y Amelia Ortas), un señor con gafas que dice ser médico (Juan Hernández Petit), y el revisor del tren (Francisco Bernal). A Gila se le ocurre probar suerte con el extraño solitario, alegando que tiene muy buena mano con los naipes y que Cosme, allí presente, lo puede certificar. Todos le insisten al señor de la baraja para que la ceda al espontáneo. “Aquí el joven, tiene aspecto de hombre de suerte. Lo digo como médico, por su cráneo” La mujer extranjera va haciendo preguntas sin comprender porqué dicen que el hombre de los tics hace solitarios si no los hace solo. Gila le contesta que porque es viajante de hebillas. Cuando ya se dispone a realizar la prueba, la vieja de acento inglés pregunta:“¿Por qué el de las hebillas hace solitarios?” Gila no se inmuta para replicar al punto:“Porque es viudo y
se congratula”. Saca una carta y, ante el pasmo general, esta es el as de oros. “La cuarta vez en diez años”, exclama el hombre de los tics, emocionadísimo. Gila, le reclama calma, “¡Usted no se preocupe, si tiene el médico al lao!”, y saca el dos de oros con parsimonia. “¡El dos de oros, por primera vez! ¡Dos de febrero de 1957! ¡Este día pasará a la historia”, prorrumpe el viajante de hebillas al verlo, a punto de desmayarse. “¿Por qué es viudo?”, pregunta la extranjera. “¡Porque hace lo que le da la gana! ¡Qué pesada!”, es la réplica de Gila antes de sacar, ante la conmoción general, el tres de oros. Justo en ese momento, Gila ve que el tren ha llegado a su pueblo y, tirando la baraja, se apea del tren. En el andén se desarrolla una sorprendente acción. Un hombre corpulento, de pavoroso aspecto (Juan Olaguíbel), corre portando en brazos lo que parece un bebé envuelto en mantillas. Le sigue una turbamulta de gente. Gila pregunta al jefe de estación lo que pasa y éste le contesta que le han robado su hijo recién nacido. Mientras habla con el jefe de estación, un hombre con el rostro cubierto por un antifaz, pone en manos de Gila un papel diciendo: “Un anónimo”. “¿De parte de quién?”, pregunta Gila. Sin obtener respuesta, el atribulado padre da lectura al mensaje, firmado por “El enmascarado”, en el que se le reclaman cien pesetas en concepto de rescate de su hijo, las cuales deberán ser depositadas en el “poco” de la Tía Cascajo. “En el poco ...” lee Gila, sin comprender. “Será el pozo”, sugiere el jefe de estación. “Es que falta la “zo”, dice Gila. Haciéndose cargo de la situación prestamente, nuestro héroe le pide los veinte duros al jefe de estación, “Ves lo que pasa, por darle mi dinero a la niña de los títeres, ahora no tengo pa mi”. El ferroviario no está dispuesto a darle el dinero y asegura que los padres “como debe ser”, rescatan a sus hijos con la violencia, pero que, claro “el miedo es libre”. “¿Miedo, yo?”, se enfurece Gila. “Además, por la letra se ve que es bajito. Yo a ese le machaco”, añade. Y termina: “Si yo, a las buenas, me quito el pan de la boca, pero a las malas soy una hiena”. Se interna en las vías muertas buscando al fugitivo que llevaba a su hijo, lanzando algunas advertencias al viento nocturno. Luego llama a su hijo por su nombre, “Gerardito”, y sorprendentemente, obtiene
respuesta. Una vocecita le contesta. Gila tarde un poco en comprender que su hijo no puede es capaz de hablar, todavía. Poco después, da con la procedencia de la voz y descubre que ha sido víctima de una broma pesada de sus vecinos y amigos, a los que encuentra escondidos en un vagón. A continuación asistimos a la llegada de Gila al domicilio en el que le esperan su esposa Marta y los padres de ésta. Irrumpe en el tranquilo hogar hecho un huracán. Reparte besos y abrazos y asegura haber hecho de payaso y haber estado muy bien antes de entrar en el dormitorio en el que reposa Marta con un bebé en brazos. Al tomar a la criatura en los suyos, a la que llama “Gerardín”, es informado de que aquel bebé es una niña a la que llaman “Martita”. Esto asusta a Gila, que cree ver en ello la confirmación de la predicción nefasta de la gitana, pues, en efecto, no ha visto a “su hijo”, sino a “su hija”. Enseguida le tranquilizan, Gerardín está también ahí, arropado bajo las sábanas. Gila toma en brazos también al pequeño, ya convencido de que se ha deshecho la maldición. Entonces se le informa de que hay un tercer bebé, acostado al lado de la cama. Gila y Marta han sido padres de trillizos. FIN.


Apuntes a “vuela pluma”, pero despacito. Gila autor y Gila actor
Joven combatiente republicano en la Guerra Civil, conflicto bélico que le deparó el estremecedor trance de ser fusilado (para su suerte, de manera chapucera), Miguel Gila aportó a la historia del humor una particular y lúcida
versión de la vida castrense, reveladora del profundo absurdo en que se sustentan no sólo las guerras, sino también el fundamento, la estructura y la praxis de lo militar. No es extraño que el film comience en el ambiente del campamento de instrucción en el que el protagonista está prestando el servicio militar obligatorio, deber patriótico que se imponía a los españoles varones bajo el régimen franquista en España y que Miguel Gila sabe mostrar en toda su rotunda estupidez. Con la misma penetración, el humorista supo a lo largo de su carrera, poner ante los ojos y oídos de su público la ingenua crueldad, la estulticia maliciosa, no exenta de incongruencia ni de rasgos surrealistas, que anidaba en el corazón del mundo rural. Brutos gamberros paletos que rebuznan cuando ríen y dan risa cuando se indignan son materia en manos de Gila que desvela una cierta cualidad del alma humana difícil de explicar con palabras pero que el artista supo retratar con sus monólogos. También esta temática encuentra reflejo en la película de Joaquín Romero Marchent, apareciendo a lo largo de la excusa argumental que aportó Fernando Sánchez Cobos . En cuanto a su labor ante las cámaras, digamos que el fuerte del humor de Gila se encuentra en la palabra, en lo verbal. Y ello no sólo por lo que dice, sino también por cómo lo dice. Su experiencia en Radio Zamora, con toda probabilidad, contribuyó a hacer de la suya una de las mejores voces del terreno del humor. No obstante, se encuentran en “El hombre que viajaba despacito” varios momentos en los que el humorista explota la comicidad más física, demostrando que dominaba la gestualidad y el lenguaje corporal de los cómicos del cine mudo, como se hace patente en el episodio en que hace de fotógrafo, que recuerda en algunos instantes al mismísimo Chaplin, o en su pantomima del toreo.

Y si hablando del buen hacer de Gila nos hemos acordado de Chaplin, quizá parezca igualmente osado atrevernos a evocar al mítico Federico Fellini para referirnos a algunos destellos de la labor de Joaquín Luis Romero Marchent y del excelente operador Godofredo Pacheco, concretamente estamos pensando en la parte final del episodio que pone a Gila en situación de emular a un clown y de fracasar en el empeño, en una actuación no exenta de patetismo, escena que parece transitar por las cercanías de un film clave del idolatrado director italiano, entonces reciente, como “La strada” (1954).
“El hombre que viajaba despacito” sorprende por su ritmo y por su deliberada omisión de efectos cómicos
estruendosos. De tratarse de un concierto llevaría la anotación de “piano” y los instrumentos sonarían con sordina. Tanto las situaciones planteadas, como la forma de resolverlas (o, incluso, de no resolverlas) recuerdan un tanto el estilo de Jacques Tati en “Las vacaciones de Mr. Hulot”, pues Gila, muchas veces, se limita a “pasar a través” de los acontecimientos, sin modificar apenas las diferentes situaciones, más descritas que afrontadas. En más de una secuencia, el espectador puede sentirse legítimamente defraudado (lo que explicaría en parte el fracaso comercial del film) al no concluirse con una decidida apuesta por la carcajada, en forma de pirueta o explosión. Gila emplea la palabra para comentar lo que está viviendo y su particular mirada para seguir adelante. Los problemas, como el turrón de Basilio, sólo van deteriorándose, erosionándose, en el devenir, sin plantearse soluciones drásticas. Cuando las complicaciones llegan a un nivel de exigencia, Gila desaparece y (como en el caso del encarcelamiento de Luciano) terminan por resolverse solas. El suspense por el filete que podrá o no comerse Gila en función de su fortuna con los naipes está apenas esbozado, otro mucho mayor, el que sobreviene como consecuencia del experimento del solitario tampoco se prolonga excesivamente y termina abruptamente con la “dimisión” del protagonista.

Reparto de notas o notas del reparto
“El hombre que viajaba despacito” fue, como decía el mismo Gila al principio de este texto, en fragmento extraído de su libro de memorias “Y entonces nací yo”, una película de muy bajo presupuesto. Sin embargo, su
reparto, visto hoy, puede parecer de mayor categoría que la que tuvo entonces, debido a que algunos de sus intérpretes alcanzaron, con posterioridad al film, gran notoriedad. Tal es el caso de Jesús Puente (Jesús Puente Alzaga, Madrid, 18/12/1931 – 26/10/2000), que llegaría, en pocos años, a ser uno de los actores más reconocidos y queridos por el público español, debido espacialmente a su desembarco en la incipiente televisión, pero que en 1957, a sus veinticinco años mal contados, todavía era un recién salido del TEU, cuyo nombre estaba muy lejos de ser popular. Casualmente, en el reparto de “El hombre que viajaba despacito” se hallaba la que, andando el tiempo, sería su pareja y esposa, Licia Calderón (reemplazando en tal cometido a la actriz especializada en doblaje, María Luisa Rubio). En el rodaje del film de Joaquín Romero Marchent no coincidieron todavía, cosa que tampoco sucedía en un film de Pedro Lazaga del año anterior, “Muchachas de azul” (del cual hemos hablado aquí repetidamente), pese a que también figuraron ambos en su reparto. Jesús Puente, actor de trayectoria reconocidísima (felizmente), de cuya figura el público en general dispone de información abundante, no requiere de este burgomaestre mayor comentario en este punto y sí, probablemente, en un futuro, una entrada monográfica.

El actor encargado de dar vida al importante papel de Basilio, el amigo más próximo a Gila mientras éste se
encuentra en el trance de prestar el Servicio Militar, fue Julio Riscal (José Antonio Nieto Martín, Madrid, 12/07/1928), alguien quien, por aquellos años, menudeaba su presencia por muchos repartos colectivos, siendo un miembro habitual de cualquier grupo masculino que se formara para la pantalla, ya fuera de estudiantes, como en “La casa de la Troya” (Rafael Gil, 1959), ya fuera de militares, como en “La patrulla” (Pedro Lazaga, 1954). Su imagen pizpireta y sandunguera funcionaba como un necesario condimento en protagonismos colectivos. Su acceso al mundo cinematográfico se produce siendo todavía un niño en la película “Mi fantástica esposa”, donde representa un mínimo papel. Después de este “test”, se matricula en el Conservatorio para formarse seriamente. Cuando le faltan unos pocos días para completar la carrera, recibe una oferta de trabajo y se enrola en la compañía teatral de Ana Adamuz, debutando en el escenario interpretando, a los veintipocos años en el papel de Don Poquitín, de la obra “La infanzona”, un personaje que le dobla la edad. Su incipiente y ascendente carrera se ve interrumpida por el Servicio Militar. A continuación, accede a la interpretación radiofónica en Radio Madrid y también al doblaje. Su retorno al cine se produce en 1948, a través de su interpretación del Generoso del film “Aventuras de Eduardini”, a quien sucederían los personajes de un paje en “El capitán de Loyola” y de Felipe en “Alas de juventud”. A los veintidós años ya ha encarrilado su devenir cinematográfico y será en la década de los cincuenta cuando se afiance en los tipos de rol a los que unas líneas más arriba hacíamos referencia. En términos individuales, alcanzó su máxima popularidad cuando en 1979 encarnó, dentro del programa televisivo de José María Iñigo para la tarde de los domingos, “Fantástico”, al pintoresco personaje del “Conseguidor”, una especie de Santa Claus laico y “full time” de andar por casa.








El caso de José Prada (José Prada de la Vega, Toledo, 15-11-1891 – Madrid, 19/8/1983) es paradigmático de la precariedad del cine español. En cualquier cinematografía debidamente dotada de medios y dignidad, un actor que había demostrado sobradamente su capacidad, como él lo hizo en “Surcos” (José Antonio Nieves Conde, 1951), dando vida magistralmente al patriarca, don José, de la familia protagonista, difícilmente se habría visto obligado a aceptar papeles tan ínfimos como el que le correspondió en “El hombre que viajaba despacito”. Y, sin embargo, demostrando con su filmografía tal extremo, José Prada aceptaba cualquier oferta de trabajo sin conceder, al parecer, la menor importancia a la repercusión que en su carrera pudiera tener una sucesión de roles infinitesimales. Reclamado insistentemente por cineastas que, por los años cincuenta, especialmente, mimaban el
aspecto de la interpretación, como Rafael Gil, Nieves Conde o Ladislao Vajda, José Prada se mantuvo profesionalmente fiel a su descubridor, Florián Rey, quien le hizo debutar en el film “Carmen, la de Triana” (1938) y fue igualmente muy bien valorado por cineastas aparentemente tan divergentes como Juan Antonio Bardem, Arturo Ruiz Castillo, Edgar Neville o el propio Joaquín Romero Marchent. Para este burgomaestre, en particular, constituye un misterio inescrutable que a lo largo de su dilatada carrera fílmica no fuera distinguido con ningún premio importante y, quizá por eso mismo, es serio candidato a protagonizar una futura entrada en “Lady Filstrup”.

Carmen Porcel Bares, como José Prada, dispone de un papel ínfimo en “El hombre que viajaba despacito”, sin apenas texto, si bien, cuando menos, su rol de empleada de telégrafos le permite hacer gala de su expresividad, un don que podríamos considerar genético pues, como su hermano Pedro, era descendiente de una familia de actores, la cual conoció sucesión en la persona de su sobrina Marisa (hija de su hermano Pedro). Carmen Porcel se dedicó preferentemente al teatro, pero contribuyó con su oficio a un par de docenas de películas en las que obtuvo papel entre 1953 y 1970, siendo especialmente requerida por Jesús Franco y Pedro Lazaga.





En “Gayarre”, biopic del mítico tenor navarro que dirigió Domingo Viladomat, estrenado en 1959, y del que hablamos algo en la entrada dedicada a la memoria de Fernando Cebrián, se daban cita unos cuantos de los intérpretes del film del que nos ocupamos hoy. Además de Francisco Bernal, Teófilo Palou y Luis Domínguez Luna, encontramos a Luis Rivera, en el papel de Ramón, hermano del tenor. Por cierto, que Francisco Bernal no tuvo que quitarse el uniforme de revisor para actuar en “Historia de una noche” (Luis Saslavsky, 1963), film en el que volvió a encontrarse, además de con la misma indumentaria, con otros compañeros de “El hombre que viajaba despacito”, como el mismo Luis Rivera, que hace otro empleado ferroviario, y a Ena Sedeño, que hace su acostumbrado papel de señora, como debe ser.
Juan Hernández Petit, escritor y conferenciante, colaborador durante muchos años del diario ABC, compuso en
los años cuarenta una serie de “Vidas Ilustres” para la radio a las que se encargó de poner voz el tristemente célebre actor, locutor y profesor de interpretación, Fernando Fernández De Córdoba, a quien recordamos aquí cuando se cumplieron los setenta años de que su “speech” radiado pusiera fin a la infame Guerra Civil española. Su cometido en “El hombre que viajaba despacito”, de mero comparsa, pudo tener su origen en la buena relación que, presumiblemente, debía unirle con el productor del film, el aragonés Santos Alcocer, un franquista entusiasta que, en reportaje que el propio Hernández Petit publicó en ABC recordaba el asesinato de Calvo Sotelo el cual, según la versión de los hechos del régimen de Franco, desencadenó el inicio de la Guerra Civil. De la fotografía que el mismo diario ABC publicó, tomada durante un acto de la Peña Chicote en homenaje al periodista, en la que puede vérsele recibiendo el abrazo y la felicitación de Fernando Fernández de Córdoba, ha podido obtener la identificación (en un porcentaje de certeza que cifraría en el 80%) de Juan Hernández Petit.

Hombres rústicos y chicas guapas
El paisaje humano de “El hombre que viajaba despacito” remite a una España poblada por personas más toscas, más rudas, más naturales, más pegadas al terreno y mucho menos sofisticadas, cínicas y problemáticas que las que la habitan hoy. Esos españoles de manos curtidas en el arado, que conducían camiones desvencijados por carreteras impracticables, o que llevaban su modestísimo negocio hostelero con un trozo de lápiz reposando en la oreja derecha son los españoles que Gila veía con su mirada penetrante y afilada, seres hechos de un barro tan primigenio y, sin embargo, atravesados de absurdo desde su raíz. La mirada del genio del humor era la encargada de extraer esa veta oculta al exterior y los rostros idóneos que reflejaban esta aparente contradicción fueron para el cine los de Félix Briones, Luciano Díaz o Ángel Álvarez para papeles de escasa extensión, o el de Roberto Camardiel, para aquellos roles de cierta relevancia.




Ángel Álvarez Fernández (Madrid, 1906-1983) es uno de nuestros actores de reparto que, por encima del carácter episódico de los personajes que interpretara, más reconocimiento popular ha cosechado. Su trabajo en films destacadísimos de la cinematografía española, como los dirigidos por Luis García Berlanga: “Bienvenido, Mr. Marshall” (1952), “El verdugo” (1963), “Tamaño natural” (1973), o “La escopeta nacional” (1978), o por Marco Ferreri: “El pisito” (1958), “Los chicos” (1959), o “El cochecito” (1960) serían suficientes para garantizarle un puesto honorabilísimo en el olimpo del cine español, pero es que con la misma naturalidad, este antiguo miembro de la Junta del Espectáculo creada por el general Miaja en el Madrid cercado de la Guerra Civil, incorporó inolvidables papeles en films tan apreciables como diversos, entre los que querría destacar “Los clarines del miedo” (Antonio Román, 1958), “La vida alrededor” (Fernando Fernán-Gómez, 1959), o “091, policía al habla” (José María Forqué, 1960), donde daba vida a un sufrido vendedor de melones al que Tony Leblanc, volvía medio loco tratando de comprarle frutos que dieran el peso exacto. Ángel Álvarez, que ofreció su oronda y confortable fisonomía al espectador como un seguro refugio de humanidad, debutó ante las cámaras en un film hoy olvidado de Ladislao Vajda, “Cinco lobitos” (1945) cuando llevaba ejerciendo, desde ocho años
antes, diversas funciones en torno a la creación y confección de películas, siendo exhibidor ocasional, guionista, ayudante de producción, script y ayudante de dirección en colaboración con directores como Ricardo Núñez, Ernesto González y A. Guzmán Merino.

Amelia Ortas y Margarita Espinosa habían coincidido en el accidentado rodaje de “Calle Mayor”, donde también participó Josefina Serratosa y del que algo hablamos con motivo de la entrada dedicada a Luis Peña. La primera, mujer entrada en años de expresión poco penetrante, presentaba en el film de Bardem a Juan (José Suarez) y a su futura víctima, Isabel Castro (Betsy Blair), en calidad de esposa de su jefe en el banco en el que trabajaba el primero. Por su parte, Margarita Espinosa contaba con un reducido papel, como fulana en el café de Doña Pepita, que le permitía decir tan sólo una frase.


La comedia fáustica de José Luis Sáenz de Heredia, “Faustina”, del mismo año de producción que el film del que nos ocupamos hoy, reunió en la misma secuencia a tres integrantes de ambos repartos: Francisco Bernal , Juan García Delgado y Margot Prieto. El primero participaba al segundo (en el papel de un camarero) del amaño de un concurso de ”misses” (el jurado del cual lo constituían Santiago Ontañón, José Ramón Giner y Rafael
Bardem) consistente en que la participante Nieves Tello (Margot Prieto), novia del personaje de Tony Leblanc (presente durante la confidencia), debía ganar por ser la mantenida de un alto cargo. El celoso novio montaba en cólera y boicoteaba el certamen de belleza. Luego el espectador sabe que todo ha sido una estratagema de Faustina (la divina María Félix) que arruina los planes del frustrado demonio a quien daba vida Fernando Fernán-Gómez para provocar su derrota. Sea como fuere, Margot Prieto, pese a su figura juncal y notable estatura, cerraba con “Faustina” su meteórica carrera en el cine, constituída por tres títulos, todos ellos de 1957. A las citadas, hay que sumar “Muchachas de azul”, film de Pedro Lazaga del que algo se ha hablado aquí con ocasión de las entradas monográficas dedicadas a Mario Berriatúa, Fernando Delgado y José María Tasso, en el que, del elenco de “El hombre que viajaba despacito”, además de Margot, encontramos intervenciones de Ena Sedeño, Francisco Bernal, Amalia Sánchez Ariño, Antonio Padilla, Jerónimo Montoro, Ángel Álvarez y Jesús Puente. Unos años antes, concretamente, en 1954, Antonio Padilla, que con tanta gracia interpreta al enigmático y fatuo amigo de Gila en su boda, había incorporado al “Saltamaontes” uno de los miembros de la partida del bandolero “El Cortijano” en “Aventuras del barbero de Sevilla”, que, protagonizada por Carmen Sevilla y Luis Mariano, dirigió el gran Ladislao Vajda. Eso le había permitido coincidir en el cartel con sus futuros compañeros Gila, Luis Rivera y Ángel Álvarez.



Al árbitro objeto de un acuático atentado en “El hombre que viajaba despacito”, Enrique Ferpi (o Ferpí, o Felpi, que también así se le acreditó), se le puede ver en el papel de John Vanning, el marido de Velda Manning (la incomparable Julia Caba Alba), reluctante pareja de fámulos de la protagonista (papel a cargo de Ana Mariscal) de “Carlota”, adaptación de la obra homónima de Miguel Mihura que en 1958 llevó al cine Enrique Cahen Salaberry. En “El hombre que viajaba despacito”, la avinagrada efigie de Enrique Ferpi, coronada por un cráneo algo siniestro, que invitaba al descalabro, su enjuta figura ungida de las negras vestimentas de un árbitro de fútbol, conferían un punto de fatalidad frente al cabestrismo rural, muy adecuado.




En una película como “El hombre que viajaba despacito”, de bajísimo presupuesto, la estructura episódica en la que los actores intervienen fugazmente y en papeles siempre supeditados a una sola estrella conductora de la trama, facilita mucho la economía del proyecto. El numerosísimo reparto del film, compuesto por actores y actrices, en su mayoría, de muy limitado “caché”, resuelve sus intervenciones en muy escasas sesiones de rodaje, requiriéndose su concurso en contadas tomas. Es seguro que actores como Félix Briones, Rufino Inglés, o Xan das Bolas, no debieron destinar más de una jornada (o, con toda probabilidad, menos), a rodar su parte. Luciano Díaz, que sólo dice un par de frases, desde un mismo ángulo de cámara, es posible que no necesitara actuar en el film más del mínimo computable. Así las cosas, los integrantes del elenco sólo coinciden con Gila, y no entre ellos. Pocos intervienen en más de una secuencia (pongamos Licia Calderón, Roberto Camardiel, Julio Riscal, Josefina Serratosa y Luis Domínguez Luna, serían los más activos), mientras que la inmensa mayoría atraviesan fugazmente la pantalla, para luego desaparecer. Por eso, aunque resulta curioso señalar la coincidencia en el film de quienes serían tres populares actores de la mítica serie “Crónicas de un pueblo”, de Antonio Mercero, es imprescindible señalar al punto que no debieron coincidir en el rodaje, pues intervienen en tres momentos distintos del film, sin más conexión entre ellos que la presencia del itinerante Gila. Los tres actores a quienes me refiero son: el increíble Jesús Guzmán, que encarnaría en la referida serie al popularísimo cartero Braulio; Rafael Hernández, quien correría a cargo en el mismo telefilm del personaje del conductor de autobús Dionisio, y el expolicía Emilio Rodríguez, que daría vida al flemático maestro de escuela de Puebla Nueva del Rey Sancho, don Antonio.

Rafael Hernández (Esteban Rafael Hernández Herrero, Madrid, 3/8/1928 – 7/11/1997) dio sus primeros pasos en el cine interpretándose a sí mismo, pues sus primeras y
breves apariciones (debutó en “Manolo, guardia urbano” –Rafael J. Salvia, 1956-) consistían en hacer de motorista de tráfico, la cual era su ocupación por aquel entonces. Sumando infinidad de papelitos, fue aumentando la importancia de sus aportaciones en los films sucesivos, hasta alcanzar la popularidad máxima de la mano de Antonio Mercero y su célebre serie propagandística del “Fuero de los españoles”. En su haber consta una participación en la colosal “Lawrence de Arabia” y, al menos, una película (terriblemente mala) como protagonista, “Terror en el tren de medianoche” (Manuel Iglesias, 1980). En su prolongada y extensa carrera, que le llevó a trabajar en más de doscientos títulos, destaca la fidelidad con la que fue requerido por directores como Antonio Mercero, Mariano Ozores, Paul Naschy, Eloy de la Iglesia (especialmente durante su periodo de colaboración con el guionista Antonio Fos) o Joaquín Luis Romero Marchent. Habitualmente identificado con una imagen que incluía un frondoso mostacho, en “El hombre que viajaba despacito” realizaba su segunda intervención ante las cámaras y todavía no disponía del citado adminículo piloso.

Emilio Rodríguez Guiar ejerció reiteradamente ante las cámaras la que había sido su profesión anterior, policía, lo que le llevó a cierto encasillamiento. Como defensor de la ley fue visto en “Fulano y Mengano” (Joaquín L.
Romero Marchent, 1959), “Los tramposos” (Pedro Lazaga, 1959), “Rueda de sospechosos” (Ramón Fernández, 1964), “Compadece al delincuente” (Eusebio Fernández Ardavín, 1960), o“El salario del crimen” (Julio Buchs, 1964). Transmisor de una gran dosis de flema que se reflejaba en su escasísima gestualidad y en su mirada adormilada, Emilio Rodríguez fue reclamado de manera contumaz por Joaquín Luis Romero Marchent, especialmente para interpretar diversos caracteres en sus westerns, aunque no exclusivamente para sus films de este género. Así, le tuvo a sus órdenes desde sus inicios en la profesión de actor, pues le repartió papel en “El Coyote”, película rodada en 1955, año del debut ante las cámaras del maestro de “Crónicas de un pueblo”, y con posterioridad contó con él para “El hombre que viajaba despacito” (1957), “Fulano y Mengano” (1959), “La venganza del Zorro”(1962), “El sabor de la venganza”(1963), “Tres hombres buenos” (1963), “Antes llega la muerte”(1964), “La muerte cumple condena” (1966), y la tardía “Condenados a vivir” (1972). Sin embargo, tantos films policíacos y western no alcanzaron tanta repercusión popular ocmo su encarnaciónd e “Don Antonio”, el maestro de la serie “Crónicas de un pueblo”, papel que le valió ser distinguido con la Medalla de la Juventud de 1972, otorgada por la Delegación Nacional de la Juventud. En sus últimos años profesionales, como tantos otros excelentes actores, encontró un hueco en la serie de atropellados y sonrojantes films que filmó Rafael Gil adaptando las populares novelas de Fernando Vizcaíno Casas, obteniendo papel en “La boda del señor cura” (1979), “Al tercer año, resucitó” e “Hijos de papá” (ambas de 1980).

Así como Jerónimo Montoro o Vicente Martín cambiaron sus fugaces pases ante las cámaras por tareas menos expuestas, tras ellas, en “El hombre que viajaba despacito” se dieron cita dos profesionales que alcanzarían su máximo desarrollo creativo trabajando tras las cámaras y cuyas apariciones ante el objetivo del tomavistas podrían considerarse meros “cameos”. Por desgracia, este burgo sólo ha sido capaz de identificar a uno de ellos, y tal logro ha sido posible gracias a la desinteresada colaboración del estudioso y crítico Carlos Aguilar, quien pudo identificar para este burgo la imagen que le envió de un personaje que consideraba “candidato” a ser Juan Estelrich. Porque sí, nos estamos refiriendo al cineasta cuyo mediometraje, supervisado por Luis García Berlanga, “Se vende un tranvía”, fue objeto de comentario en este weblog cuando dedicamos una entrada a José María Tasso, y a José Luis Navarro Bassó (prolífico guionista), que es el primer nombre destacado al que no hemos sido capaces de asignar un rostro de los que surcan la pantalla al visionarse “El hombre que viajaba despacito”.





En los simpáticos genéricos de “El hombre que viajaba despacito” figuran 56 nombres. Este burgomaestre ha sido incapaz de identificar a cuatro de ellos, de los cuales, dos no tiene la menor idea de quien puedan ser o a qué pudieron dedicar sus vidas. La entrada termina aquí, pero la investigación sigue abierta. Ha quedado, para quien pueda encontrarle algún interés, el cuerpo diseccionado de una película determinada, el cual ha dejado al descubierto sus órganos y vísceras en forma de actores y actrices, cuya participación en tal proyecto fílmico, en las circunstancias precisas, ofrece un panorama de la situación de una parcela de la profesión actoral en aquel cada vez más lejano año 1957.
PD: Como ya estamos a 15 de junio, aprovechamos para felicitar su cumpleaños al gran Jesús Guzmán: ¡Felicidades y que su película pendiente de estreno, "El Gran Vázquez", sea todo un éxito!
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