La edad de la inocencia, veinte años despúes (y un epidelirio del 2013)
Este burgomaestre atolondrado no vio el film de Martin Scorsese, "La edad de la inocencia" a su debido tiempo, es decir, hace veinte años, cuando se estrenó. Han tenido que pasar dos largas décadas para que, gracias a María, la mujer que se parapeta tras el avatar de Juan Gorrión en las procelosas aguas de internet, este burgomaestre haya saldado tan bochornosa cuenta pendiente con el cine. En gratitud a ella y en obsequio a los amigos de Lady Filstrup, le cedo la palabra para que nos traslade las virtudes de tan excelente film a través de un escrito tan riguroso como emocionante (NOTA: El ruborizante "Epidelirio" es cosa mía). Les dejo con Juan Gorrión:
La sombra de Wharton la hallamos expresa en la escena del faro, en el
extremo de un muelle, bajo una puesta de sol de color rojo sangre; un barco
navegando por un mar resplandeciente; es una escena inundada de luz y de
esperanza y anhelo. “Si ella mira a su alrededor antes de que el barco pase el
faro, iré con ella, estaré con ella a cualquier precio”. La sombra de Wharton,
por cierto, se proyecta en Cortázar (a quien recordábamos antes), en su relato “El
Manuscrito hallado en un bolsillo: ”"Mi regla era
maniáticamente simple. Si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada
frente a mí, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla,
si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo en la
ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla turbaba o complacía o
repelía el reflejo de la mujer en la ventanilla, entonces había juego. La regla
de juego era esa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el derecho de
seguir a una mujer y esperar desesperadamente que su combinación coincidiera
con la decidida por mí antes de cada viaje. Entonces, el derecho de acercarme y
decir la primer palabra."
La edad de la inocencia
“...quiero decir que siempre es como el primer día…Cada vez, me
envuelves” Newland Archer
“Que no se engañe nadie; los temas de LA EDAD DE LA INOCENCIA son los que
me atraen desde hace veinte años; la culpabilidad; el deseo; no poderlo
cumplir; estar obsesionado por alguien y no poder satisfacer esta obsesión.
Llevada hasta convertirse en peligrosa, esta obsesión, es la de Travis Bickle
en Taxi Driver, acabando por explotar, destruyéndolo todo, en un baño de
sangre. Aquí, la destrucción se hace más educada, más elegante. Hay mucha
sangre derramada, pero se trata de otra sangre, de la sangre de las emociones.
La Edad de la Inocencia puede que sea el más violento de mis films" (Martin Scorsese, 1993).
Cuando Scorsese anunció que llevaría a cabo la adaptación de la novela de
Edith Warthon, ‘La edad de la inocencia’, con la que la escritora neoyorkina
ganaría en 1921 el premio Pulitzer, muchos pensaron hallarse ante lo que sería en
un alejamiento decepcionante de su estilo característico, pero si Scorsese es
un gran cineasta, lo es porque su universo personal no está limitado por
etiquetas, ni por meras acotaciones genéricas, sino que es ampliado y
enriquecido por una insaciable curiosidad cultural e intelectual, que presiona
constantemente contra los límites artísticos, haciéndolos añicos. Scorsese
estudia en “La Edad de la Inocencia”, nuevamente, las actitudes que restringen
la libertad, y ataca con virulencia a los practicantes, ésta vez en la sociedad
neoyorquina de 1870, de una doble moral, no muy distinta a la de hoy, recreando
la inocencia que caracteriza a sus personajes, enredados y sin escapatoria
posible de un mundo de podredumbre, que les convierte en víctimas antes que en
verdugos. Scorsese explora una telaraña de ambiciones y falsedades, que no es
tan diferente de sus más habituales microcosmos de gángsters. La secuencia del
baile en el salón de los Beaufort, con la presentación de los distintos
personajes que tendrán relevancia en la historia, recuerda poderosamente a sus
planos subjetivos de ‘Malas calles’ (‘Mean Streets’, 1973) o ‘Uno de los
nuestros’ (‘Goodfellas’, 1990), en los que la cámara se encarga de similar
función en secuencias análogas. A fin de cuentas, Archer, como Henry Hill,
Travis Bickle o Jake LaMotta, es un hombre condicionado por una obsesión casi
neurótica, que le ata a un amor inevitable en medio de un universo hostil, que
acabará por despedazarle.
Scorsese construye un drama no sólo sentimental, sino también social,
incluso existencial, alejado del melodrama clásico; un universo de emociones
contenidas al milímetro, que construye un relato frío de la pasión, donde la
imagen y la palabra siempre son contradictorias y ya no parecen tener relación
con el mundo. Alejándose de la subjetividad y la demostración lacrimógena del
cliché romántico, parece evitar cualquier pasión exaltada, y se dirige
hacia la contención y la interiorización por la vía de una puesta en escena
nada enfática, a diferencia de tantos films anteriores, asistiendo la muerte
inexorable del amor, tras una única escena apasionada, reducida a la del
trayecto desde la estación de Nueva York, primorosamente construida, que introduce
ocho fundidos encadenados entre los nueve planos montados en un crescendo
dramático, acorde con este último y casi único momento de exaltación amorosa.
Esta escena muda, culmina con un beso ralentizado que consigue crear una imagen
cargada de rabia, con la que parece querer significar la lucha encarnizada de
Newland, por detener un presente que se le escapa. En la escena del encuentro
en la cabaña, el anhelo provoca una falsa realidad, que es resuelta con
sutileza, con la vibración de ese breve instante en el que contemplamos lo que
imaginariamente Newland dará por vivido, aunque jamás llegue a ocurrir. Una
puesta en escena que subraya con elegancia, alternando el ritmo rápido y
maquiavélico de la vida en sociedad y la suspensión del tiempo, el intento de conservar
el presente, sustrayéndose de él, como Johnny Carter, “El Perseguidor” de
Cortázar, en un vagón de metro o en una sesión de Jazz, cuando afirma “¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora, en un minuto y medio?"
La prosa luminosa de Wharton es narrada, lánguidamente, con la ironía
que introduce la visión subjetiva de una narradora independiente de los propios
personajes, por Joanne Woodward: " Todos ellos vivían en una especie de
mundo jeroglífico. La realidad nunca fue dicha o hecha o pensada, sólo
representada por un conjunto de signos arbitrarios “. Un barroquismo formal, y
una voz en off introductoria, que también encontraríamos en el Welles de “El
cuarto mandamiento”, con el añadido de que el universo descrito por la novela
de Tarkington, no está muy alejado de “La Edad de la Inocencia”. Citemos
en este punto otras referencias cinematográficas de trasfondo literario
que acuden a nuestra mente con oportunidad, tales como son La heredera
(The Heiress, 1949), a partir del “Washington Square” de Henry James, y Carrie
(1952), de Theodor Dreisser, ambas dirigidas por William Wyler
La escenografía y el minucioso detallismo (Un Turner marino, un suntuoso
Sargent, un desnudo colosal de Bouguereau, “El arte o la esfinge” de Fernand
Khnopff, o un Manet traído a la vida en la escena ralentizada de los hombres
con sombrero caminando por Manhattan), van encaminados a representar una
sublimación de lo superficialmente lujoso, frente a la urgencia y la angustia
de la pasión irrefrenable. Los tránsitos de la cámara entre los recargados
decorados de las mansiones neoyorquinas, ofrecen claros ecos de la precisa y
preciosa caligrafía ophulsiana: los travellings de seguimiento y las
panorámicas escrutando los decorados como en “Carta de una desconocida” (Letter
from a Unknown Woman, 1948), o los planos saturados de color como en Lola
Montes (1955), son otros puntos de referencia para la puesta en escena de
Scorsese. Colaborando por primera vez en el guión con su antiguo amigo Jay
Cocks, contó, también por vez primera, con el diseño de producción de Dante
Ferreti, que desde entonces sería un colaborador fijo y esencial en sus
proyectos. Para la complejísima elaboración del vestuario, contrató a la
legendaria Gabriella Pescucci, que con esta película ganaría su único Oscar (y
el único Oscar para la película).
La perfección estilística y narrativa de esta película mantiene al
espectador sin aliento. No solamente por su hechicería visual, sino ,
especialmente, por la exuberancia de sus
múltiples niveles narrativos de los cuales están compuestas sus secuencias
memorables, por la sutilidad con la que elementos como los cuadros o la
ornamentación cuentan algo de los personajes, aquello que oculta su contención,
y por las dinámicas invisibles que se establecen entre ellos. No hay un solo
gesto o conducta que no tenga una utilidad dramática de gran fuerza emocional,
como fantasmas ocultos que hacen avanzar el relato hacia un certero e
implacable retrato de un universo cerrado en sí mismo, cuyas leyes impiden la
natural expresión de los sentimientos, y cuyos miserables partícipes encuentran
placer en todo tipo de mutilación de la verdad, contenida la pasión hasta
desdibujarse en máscaras, como los actores del majestuoso Fausto de Gounod, el
aria del “M'ama non m'ama” con el que se abre la cinta, de forma parecida a
como lo hiciera Visconti en “Senso” en 1954. La segunda escena viscontiniana en
su superficie, el gran baile de los Beaufort, que equivaldría al de los Salina
en El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), reincide en ese carácter de escaparate
del grupo social protagonista, definido mediante un sistema de convenciones
ritualizadas que lo rigen férreamente.
El sentimiento central que anima la película, no es el amoroso, sino el
sentimiento de pérdida, de agridulce constatación de lo que pudo y debió ser y
nunca fue. Hacer visible ese sentimiento de pérdida que convierte al presente,
simultáneamente con su propio transcurso, en un intento de conservar para la
memoria lo que se siente y anhela. La intensidad de las emociones que los
personajes viven en su interior, y la incapacidad de éstos para hacerlas
emerger a la superficie, genera la necesidad de capturar y fijar el presente
antes de que se convierta en pasado y se apague la luz desde la que fue
contemplado, antes de que la intensidad del dolor descienda con la luz del
atardecer.
El trío protagonista es insuperable. El siempre brillante Daniel Day-Lewis
es el héroe trágicamente pasivo que se sabe (equivocadamente, quizá) incapaz de
dar el paso que le libere de una sociedad que secretamente desprecia, con la
que no comulga y que le ahoga hasta casi literalmente encorsetarlo y diluirle
en un Newland, que acaba por despreciarse a sí mismo, condenándose al dolor
eterno como único medio de permanecer al lado del ser amado, de retenerlo para
siempre en su corazón. Pero son las mujeres las que manejan todos los grandes
eventos de la trama. Mientras los hombres flotan entre el aire viciado del humo
de sus cigarros, el contenido y elegante retrato de Ellen Olenska Pfeiffer, en
la mejor interpretación de su irregular pero honorable carrera, encarna
la testaruda inocencia de quienes se creen libres sin serlo, y se pregunta:
" Ustedes, ¿existen en su entorno?” Abocada a su destino de mera
comparsa, en una farsa donde las mujeres no pueden aspirar a tener la vida
propia que ella anhela más allá de existir como elemento decorativo de ese
escenario suntuoso, se va apagando, hasta dejar de creer en sus sueños y se
condena a sí misma a la soledad, sometiéndose a los designios de su casta
y renunciando a la esencia de su belleza de paso firme y sonrisa abierta.
Muertos ambos, el glorioso final de una era puede continuar su camino y
languidecer plácido e indemne. El personaje central, el despiadado
traidor de esta historia, es el magistralmente encarnado por la dulce May,
Winona Ryder, un año después del ‘Drácula de Bram Stoker’ (Coppola, 1992),
perfecta como la tímida manipuladora, tan incapaz de matar una mosca como de
fraguar el destino adverso de sus semejantes. La certera arquera orquesta,
invisiblemente, la traición silenciosa de una sociedad consciente de su
artificiosa fragilidad y del peligro de un amor que descubren abrasador, mucho
antes de que Ellen y Newland sean conscientes de él, y que se cierne amenazador
sobre sus cimientos, como una sombra de la modernidad, igualdad y libertad, que
daría paso al derecho al deseo, para ella tan incomprensible como desconocido,
por representar el fin de ese destino cierto e inamovible, ese derecho
adquirido por nacimiento en aristocrática cuna. May, hace de su ignorancia y
falta de amor, un horizonte distinto del que conoce, eso es lo que le permite
revolverse contra cualquier elemento que haga peligrar su posición, saber
utilizar las mentiras y ardides que su microcosmos le permite. Por eso, Wharton
y Scorsese le rinden cumplido homenaje a May en la que el propio Scorsese
considera como escena clave de la película, cuando Newland está dispuesto a
tomar la iniciativa de una separación, y ella le comunica su embarazo, que será
la señal social que sancionará, a la postre, el fin de su vida.
La sombra de Scorsese, por su parte, se define nítida en la escena final
de París, cuando Newland es un anciano y su hijo, consciente del secreto de su padre, se compadece de él y le anima a
retomar una vida con Ellen, una vida que ya no existe. Antes de caminar
lentamente, se inclina hacia delante, vencido por el peso de su corazón, y
levanta la cara hacia la luz , y está de vuelta en ese muelle al atardecer, y
Ellen se dirige hacia él, con el rostro lleno de luz y de esperanza y de
anhelo. Esta escena es el gran regalo de Scorsese a Wharton, una escritora que
castiga a sus personajes por no seguir su corazón, dejando que el color se
desangre de sus vidas. Y es también un regalo a su propio padre, Luciano
Charles Scorsese, a quien dedica el film en su emotivo final.
Epidelirio
"Ajeno al dolor, ajeno
a la soledad, a la ira, al estridente berreo del vecindario vocinglero, a las
turbulencias de la superficie y a las profundas corrientes subterráneas, vivía
su vida ajeno a sí mismo. Pisaba en medio de la multitud con paso discontinuo y
distinguía, sin esfuerzo ni alarma, el olor a putrefacción oculto en medio de
los más ricos perfumes. Reconocía la maldad bajo la más seductora de las
sonrisas y se preguntaba, cuál era el lugar que le estaba reservado en aquella
destructiva jungla de seda, y si tendría la posibilidad de ocuparlo y qué
tendría que hacer para quedarse en él.
De no haberla visto a ella, nunca se
habría preguntado nada, desde el día en que nació. Y, ni siquiera entonces supo
que estaba naciendo en él una interrogación, una leve consciencia de estar
dolorosamente desajustado con el mundo. Pero conforme la presencia de ella fue
introduciéndose y creciendo en su alma, en la misma medida fueron agrietándose
las paredes construidas en torno suyo, las que había levantado él, con sus
manos, y las que los demás habían elevado desde el suelo al inalcanzable
firmamento. Por esas hendiduras podía sentir que se escapaba el orden
establecido y penetraba al tiempo un aire extraño que le embriagaba. Ya sólo
quería vivir para respirar ese aire.
Un día tras otro, sentía
crecer la angustia, con la caída de cada hoja del calendario, y empleaba
las manos para señalar, la voz para denunciar, los pies para correr. Corría
hacia ella y no llegaba sino al punto de partida, extraviado por sutiles
indicaciones trágicamente erróneas, que le llegaban desde amables y ponzoñosas
cercanías. El azar podría, tal vez salvarle, se decía, allí donde ni el corazón
ni la voluntad se revelaban suficientes para impulsarle. El peso de la
consciencia le aplastaba y le empujaba al mudo holocausto.
Y al final, envuelto en
algodonosas brumas de intangible y letal conveniencia paralizante, él
sintió sus manos helarse, helarse sus piernas y su pobre corazón. El recuerdo
de ella quedó alojado en su garganta y le hizo perder el habla. La memoria de su amor y su amor mismo,
sin embargo, se mantuvieron siempre vivos."
Coda
¡Levanta tu cara a la luz!
"La edad de la inocencia" implora poder ver, tan siquiera una vez en la vida, a la persona que amas, girando hacia ti su rostro.