Pablo y Juanita
A sus
tempranos trece años de edad, el rasgo de carácter que más definía a Pablo era
su capacidad para evitar los conflictos y su disponibilidad para complacer a
los demás. Criado por su tía Dolores en un hogar atestado de primos, había sido
obligado a aceptar un trabajo de mozo en el colmado de don Mateo con el que
sufragar su manutención. Sin el amparo de unos padres, Pablo se había
acostumbrado a convivir con sus familiares proponiendo su afabilidad y su
máxima disponibilidad como moneda de cambio para ser aceptado. La tienda de don
Mateo, conocida en todo el pueblo como “El velero” por su ventanal decorado con
una vidriera en la que lucía una imagen de un balandro que navegaba por
procelosas aguas, se ofrecía a Pablo como una posibilidad de prosperidad futura
y como un real refugio en el que pasar las horas activo y de forma provechosa.
Desde que ingresara a sus órdenes, tres meses atrás, Pablo no había dejado de
agradecer al cielo el buen corazón de su patrón, ni que le tratara de manera
humanitaria, disculpando sus torpezas y ofreciéndole siempre su ayuda y sus
sabios consejos. Don Mateo, por su parte, había tomado verdadero afecto a aquel
muchacho delgado de larguísimas extremidades y expresión inocente, dándole
enseguida la misma confianza que había escatimado siempre antes a todo el
mundo, en su solitaria existencia. Solterón empedernido, a don Mateo no se le
conocían relaciones sentimentales, ni familia cercana, por lo que la llegada
del chico a su vida, cuando ya frisaba la ancianidad, había venido revestida
del brillo de los acontecimientos trascendentes.
-Pablo,
hasta hoy nunca te había dejado solo en la tienda, pero creo que ya eres capaz
de hacerte cargo de todo y yo tengo que salir. Los miembros del club de caza
celebramos hoy nuestra reunión semestral y como debes saber ya, la mayor
distracción de un cazador consiste en intercambiar con sus compañeros el
alcance de sus proezas cinegéticas. Yo, como bien sabes, no tengo con quien
compartir mis experiencias en los vedados, por lo que esta es mi única
oportunidad para disfrutar del hecho de salir al monte a pegarle tiros a las
perdices y a las liebres. ¿Lo entiendes, verdad, mocoso? –preguntó don Mateo,
sonriendo con lo que él pensaba era una expresión de simpatía.
-Claro,
señor. Vaya tranquilo. A fin de cuentas, sólo falta una hora para cerrar.
-Sí,
pero quiero que hagas algo más. Mira, hace muchos meses que no limpiamos la
vidriera. He pensado que hoy cierres más temprano y que te dediques a
limpiarla. Nuestro velero parece gris oscuro, el sol no luce y el agua del mar
parece tinta china. Aquí te dejo dos trapos y un bote de limpiador. Asegúrate
de que las juntas de plomo quedan relucientes y el vidrio tan limpio que se
vuelvan a apreciar toda la gama de colores de nuestro reclamo. Nadie en el pueblo
tiene un escaparate tan bonito como el nuestro y eso es debido a que esta
tienda, que abrió mi bisabuelo y que ha seguido funcionando regentada por mi
abuelo y por mi padre, tiene esta vidriera que es una verdadera obra de arte.
Es una vergüenza que no la limpiemos más a menudo. Así que he decidido que de
hoy no pasa. Cierras dentro de quince o veinte minutos (dependiendo de que no
haya ningún cliente, claro) y te pones con los trapos a fregotear a fondo. No
te vayas a casa antes de que yo vuelva. Saldré un rato de la reunión para ver
qué tal te ha quedado. Si me complace el resultado quizá te aumente el sueldo.
Mientras
don Mateo hablaba, ante la absorta mirada de Pablo, había ido extrayendo los
trapos y el bote de limpiador de la trastienda y colocándolos sobre el
mostrador de nogal; también se había cubierto con su recio gabán, puesto los
guantes y tocado con su viejo sombrero de fieltro.
-Hasta
luego, Pablo.
-Hasta
luego, don Mateo.
A los
pocos minutos de la partida del patrón, el aprendiz interrumpió la tarea de
pasar el plumero por las latas de comestibles y las botellas de vino y de licor
(su ocupación habitual cuando no tenía que atender o almacenar alguna partida)
porque un ruido amortiguado le atrajo desde la trastienda. Encendió la luz
amarillenta y examinó la reducida estancia. “Seguro que es un ratón”. A Pablo
le gustaban toda clase de animales, siéndole imposible dejar pasar un perro por
delante de su tienda sin salir corriendo a acariciarlo, o terminarse su
bocadillo del almuerzo sin compartir las migas con los pájaros que revoloteaban
por el patio trasero. Pese al respeto reverencial que sentía por don Mateo, su
actividad cazadora hacía que naciera en su interior algo parecido a la censura,
tanto era su amor por los animales. El ratón, en efecto, estaba practicando un
orificio en un rincón de la trastienda y muy pronto, sin mostrar ningún signo
de preocupación, se presentó a la vista de Pablo.
“Parece
un ratón muy listo”, pensó el muchacho, examinando la expresión avispada del
roedor. “Seguro que podría amaestrarlo”. El ratón, que parecía mostrarse
enteramente de acuerdo, no exteriorizaba la menor intención de huir, por lo que
a Pablo le resultó muy sencillo capturarlo en una cajita de cartón. Entonces
sonó la campanilla de la entrada de “El velero”. Pablo salió precipitadamente a
atender al cliente. Era Juanita, la chica a la que amaba en silencio.
Juanita
era una niña unos meses mayor que Pablo, tan delgada como él, morena y de ojos
verdes, de corazón apasionado, llena de recursos y seriamente encaprichada con
el chico huérfano, al que trataba con artificial condescendencia.
-No
puedo creerlo, pequeño, ¿te han dejado solo en la tienda?
-Pues
sí, Juanita. Don Mateo confía en mí. ¿En qué puedo servirte?
-Bueno,
quería nata montada, si es fresca.
-Se ha
acabado, Juanita. La nata fresca, a estas horas, o se ha acabado o no está
fresca –añadió el muchacho, algo decepcionado por no poder complacer a su
amiga.
-Bueno,
pues me voy, es una lástima… Me apetecía mucho la nata –dijo girando la cabeza
para dar vuelo a su melena al tiempo de irse, como subrayando la gravedad de la
falta de Pablo.
-Espera,
Juanita. Tengo algo que quiero enseñarte –exclamó el chico, con cierta ansiedad
en la voz.
La
chica sonrió torciendo la boca con un mohín que ella sabía muy atractivo. Puso
los brazos en jarras para contestar, desde la puerta:
-Seguro
que es una tontería. ¿De qué se trata?
-Lo
tengo ahí, en la trastienda. ¿Entras conmigo?
Juanita
sonrió con malicia, interpretando como un desafío la propuesta de Pablo.
-¿Entrar
contigo en la trastienda? ¿Los dos solos? ¿No te da miedo?
Pablo
pensó que Juanita se estaba burlando de él, pero no era capaz de entender por qué,
tal era su inocencia.
-Vamos, entra conmigo. Verás que curioso…
La caja
de cartón que había contenido apenas unos minutos antes al ratón de expresión
vivaracha estaba ahora vacía y tenía un agujero que antes no tenía. Pablo supo
disimular a duras penas.
-Ahora
te enseño lo que te había dicho, Juanita, es que esta caja no la encontraba y
la he recogido porque don Mateo la estaba buscando.
-¿Y
para qué quiere una caja vacía con un agujero?
-Don
Mateo es muy maniático –inventó Pablo-. Su casa está llena de cosas inútiles,
cachivaches de todas clases que sólo él sabe para qué las quiere. Yo creo que
no se ha casado por eso.
-Ya,
ya… -replicó Juanita con sorna.
El caso
es que Pablo tenía que mostrar algo sorprendente a Juanita sin perder un minuto
y al alcance de su vista sólo encontraba cajas de legumbres, aceites, sacos de
arroz, de patatas, paquetes de galletas y vulgaridades semejantes. Y entonces
recordó los grandes sacos que se almacenaban en un armario empotrado en el
fondo de la trastienda.
-Esto
te sorprenderá, Juanita. Nadie lo ha visto nunca –anunció Pablo abriendo la
puerta del armario empotrado. En el interior, ocupando toda la superficie del
suelo, reposaban cuatro sacos llenos de cabello humano. La peluquería de al
lado de la tienda los recogía a diario y don Mateo se encargaba de separar los
cabellos por colores y se los vendía a un fabricante de peluquines.
-¿Qué
es esa asquerosidad, Pablo? –preguntó sin disimular su espanto la muchacha.-
¡Menuda porquería!
-Son
cabellos de ahorcados. Tienen propiedades mágicas… ¿No lo sabías?
-No
digas tonterías. ¡En este pueblo no ahorcan a nadie!
-¡Pero
es que estos pelos vienen de todo el mundo, Juanita: de Constantinopla, de
Singapur, de Pernambuco, de Sebastopol, de Nairobi, de Cincinatti…! –explicó
Pablo con vehemencia-. Don Mateo los recopila y los vende a precio de oro a
millonarios de todo el mundo que los utilizan para curarse de sus males. Son
medicinales.
-¿Y qué
se supone que hacen con ellos? ¿Una sopa? No te creo ni una palabra. Me estás
enfadando con esas bobadas, Pablo –Sin embargo, la chica no parecía enfadada,
sino divertida.
-Lo
siento, Juanita. Tienes razón –admitió enseguida el muchacho-. En realidad,
quería enseñarte un ratón, pero escapó.
-¿Un
ratón? –chilló Juanita horrorizada- . Debes estar loco. Odio los ratones
–proclamó la chica con semblante terminante-. Me voy, ya me has hecho perder
bastante el tiempo.
-Espera,
no te vayas enfadada… -suplicó Pablo, de veras apenado.
Entonces,
Juanita, con esa generosidad que da la superioridad femenina, deslizó una mano
por las mejillas de Pablo, y le apartó un mechón de pelo de la frente. Después,
sin pronunciar palabra, le besó superficialmente en los labios. Pablo, que
empleó un instante en recobrarse de la sorpresa, devolvió el beso con los ojos
cerrados. En apenas unos segundos, transcurrieron en aquella angosta trastienda
veinticinco emocionantes minutos. Al cabo de los cuales, Pablo se hallaba en lo
alto del séptimo cielo y Juanita, observándole desde arriba, magnánima. Con la
inmediatez con la que estalla un globo al ser pinchado por un alfiler, Pablo
cayó en la tierra:
-¡La
vidriera!
Más
aterrado por la posibilidad de incurrir en el desagradado de don Mateo, de
defraudar su confianza, que por el miedo a un castigo, Pablo se encontró
súbitamente transportado del más sublime goce a la más árida amargura.
-¡Es
horrible! ¡Tenía que haber limpiado la vidriera! ¡Don Mateo me matará! Era muy
importante que lo hiciera y lo he olvidado completamente.
Juanita
hizo caso omiso del sentimiento ofensivo que en el fondo le provocaba la
desesperación de su pretendiente, que tan pronto había olvidado los placeres que
le había procurado para concentrar su atención en cuestiones tan prosaicas como
la limpieza de un escaparate y cedió al impulso de piedad que le inspiraba
sinceramente la expresión angustiada del muchacho.
-No te
preocupes. Yo te ayudaré y terminaremos antes de que llegue. Pasaremos un trapo
y listos.
-¡Ya
viene don Mateo!-gritó Pablo, mirando calle abajo, por el escaparate opuesto al
que debía limpiar.
-Te he
dicho que te ayudaré, Pablo, no te preocupes. Yo siempre cuidaré de ti –añadió
Juanita con determinación.
La
muchacha salió de la tienda avanzando con zancadas firmes, tomó un adoquín
suelto del suelo y, desde el otro lado de la calle, lo lanzó contra la vidriera
que daba nombre al colmado “El velero”.
Juanita
y Pablo, por supuesto, terminaron casándose y vivieron felices juntos toda su
vida.