Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

lunes, enero 20, 2014

Pablo y Juanita

A sus tempranos trece años de edad, el rasgo de carácter que más definía a Pablo era su capacidad para evitar los conflictos y su disponibilidad para complacer a los demás. Criado por su tía Dolores en un hogar atestado de primos, había sido obligado a aceptar un trabajo de mozo en el colmado de don Mateo con el que sufragar su manutención. Sin el amparo de unos padres, Pablo se había acostumbrado a convivir con sus familiares proponiendo su afabilidad y su máxima disponibilidad como moneda de cambio para ser aceptado. La tienda de don Mateo, conocida en todo el pueblo como “El velero” por su ventanal decorado con una vidriera en la que lucía una imagen de un balandro que navegaba por procelosas aguas, se ofrecía a Pablo como una posibilidad de prosperidad futura y como un real refugio en el que pasar las horas activo y de forma provechosa. Desde que ingresara a sus órdenes, tres meses atrás, Pablo no había dejado de agradecer al cielo el buen corazón de su patrón, ni que le tratara de manera humanitaria, disculpando sus torpezas y ofreciéndole siempre su ayuda y sus sabios consejos. Don Mateo, por su parte, había tomado verdadero afecto a aquel muchacho delgado de larguísimas extremidades y expresión inocente, dándole enseguida la misma confianza que había escatimado siempre antes a todo el mundo, en su solitaria existencia. Solterón empedernido, a don Mateo no se le conocían relaciones sentimentales, ni familia cercana, por lo que la llegada del chico a su vida, cuando ya frisaba la ancianidad, había venido revestida del brillo de los acontecimientos trascendentes.
-Pablo, hasta hoy nunca te había dejado solo en la tienda, pero creo que ya eres capaz de hacerte cargo de todo y yo tengo que salir. Los miembros del club de caza celebramos hoy nuestra reunión semestral y como debes saber ya, la mayor distracción de un cazador consiste en intercambiar con sus compañeros el alcance de sus proezas cinegéticas. Yo, como bien sabes, no tengo con quien compartir mis experiencias en los vedados, por lo que esta es mi única oportunidad para disfrutar del hecho de salir al monte a pegarle tiros a las perdices y a las liebres. ¿Lo entiendes, verdad, mocoso? –preguntó don Mateo, sonriendo con lo que él pensaba era una expresión de simpatía.
-Claro, señor. Vaya tranquilo. A fin de cuentas, sólo falta una hora para cerrar.
-Sí, pero quiero que hagas algo más. Mira, hace muchos meses que no limpiamos la vidriera. He pensado que hoy cierres más temprano y que te dediques a limpiarla. Nuestro velero parece gris oscuro, el sol no luce y el agua del mar parece tinta china. Aquí te dejo dos trapos y un bote de limpiador. Asegúrate de que las juntas de plomo quedan relucientes y el vidrio tan limpio que se vuelvan a apreciar toda la gama de colores de nuestro reclamo. Nadie en el pueblo tiene un escaparate tan bonito como el nuestro y eso es debido a que esta tienda, que abrió mi bisabuelo y que ha seguido funcionando regentada por mi abuelo y por mi padre, tiene esta vidriera que es una verdadera obra de arte. Es una vergüenza que no la limpiemos más a menudo. Así que he decidido que de hoy no pasa. Cierras dentro de quince o veinte minutos (dependiendo de que no haya ningún cliente, claro) y te pones con los trapos a fregotear a fondo. No te vayas a casa antes de que yo vuelva. Saldré un rato de la reunión para ver qué tal te ha quedado. Si me complace el resultado quizá te aumente el sueldo.
Mientras don Mateo hablaba, ante la absorta mirada de Pablo, había ido extrayendo los trapos y el bote de limpiador de la trastienda y colocándolos sobre el mostrador de nogal; también se había cubierto con su recio gabán, puesto los guantes y tocado con su viejo sombrero de fieltro.
-Hasta luego, Pablo.
-Hasta luego, don Mateo.
A los pocos minutos de la partida del patrón, el aprendiz interrumpió la tarea de pasar el plumero por las latas de comestibles y las botellas de vino y de licor (su ocupación habitual cuando no tenía que atender o almacenar alguna partida) porque un ruido amortiguado le atrajo desde la trastienda. Encendió la luz amarillenta y examinó la reducida estancia. “Seguro que es un ratón”. A Pablo le gustaban toda clase de animales, siéndole imposible dejar pasar un perro por delante de su tienda sin salir corriendo a acariciarlo, o terminarse su bocadillo del almuerzo sin compartir las migas con los pájaros que revoloteaban por el patio trasero. Pese al respeto reverencial que sentía por don Mateo, su actividad cazadora hacía que naciera en su interior algo parecido a la censura, tanto era su amor por los animales. El ratón, en efecto, estaba practicando un orificio en un rincón de la trastienda y muy pronto, sin mostrar ningún signo de preocupación, se presentó a la vista de Pablo.
“Parece un ratón muy listo”, pensó el muchacho, examinando la expresión avispada del roedor. “Seguro que podría amaestrarlo”. El ratón, que parecía mostrarse enteramente de acuerdo, no exteriorizaba la menor intención de huir, por lo que a Pablo le resultó muy sencillo capturarlo en una cajita de cartón. Entonces sonó la campanilla de la entrada de “El velero”. Pablo salió precipitadamente a atender al cliente. Era Juanita, la chica a la que amaba en silencio.
Juanita era una niña unos meses mayor que Pablo, tan delgada como él, morena y de ojos verdes, de corazón apasionado, llena de recursos y seriamente encaprichada con el chico huérfano, al que trataba con artificial condescendencia.
-No puedo creerlo, pequeño, ¿te han dejado solo en la tienda?
-Pues sí, Juanita. Don Mateo confía en mí. ¿En qué puedo servirte?
-Bueno, quería nata montada, si es fresca.
-Se ha acabado, Juanita. La nata fresca, a estas horas, o se ha acabado o no está fresca –añadió el muchacho, algo decepcionado por no poder complacer a su amiga.
-Bueno, pues me voy, es una lástima… Me apetecía mucho la nata –dijo girando la cabeza para dar vuelo a su melena al tiempo de irse, como subrayando la gravedad de la falta de Pablo.
-Espera, Juanita. Tengo algo que quiero enseñarte –exclamó el chico, con cierta ansiedad en la voz.
La chica sonrió torciendo la boca con un mohín que ella sabía muy atractivo. Puso los brazos en jarras para contestar, desde la puerta:
-Seguro que es una tontería. ¿De qué se trata?
-Lo tengo ahí, en la trastienda. ¿Entras conmigo?
Juanita sonrió con malicia, interpretando como un desafío la propuesta de Pablo.
-¿Entrar contigo en la trastienda? ¿Los dos solos? ¿No te da miedo?
Pablo pensó que Juanita se estaba burlando de él, pero no era capaz de entender por qué, tal era su inocencia.
-Vamos,  entra conmigo. Verás que curioso…
La caja de cartón que había contenido apenas unos minutos antes al ratón de expresión vivaracha estaba ahora vacía y tenía un agujero que antes no tenía. Pablo supo disimular a duras penas.
-Ahora te enseño lo que te había dicho, Juanita, es que esta caja no la encontraba y la he recogido porque don Mateo la estaba buscando.
-¿Y para qué quiere una caja vacía con un agujero?
-Don Mateo es muy maniático –inventó Pablo-. Su casa está llena de cosas inútiles, cachivaches de todas clases que sólo él sabe para qué las quiere. Yo creo que no se ha casado por eso.
-Ya, ya… -replicó Juanita con sorna.
El caso es que Pablo tenía que mostrar algo sorprendente a Juanita sin perder un minuto y al alcance de su vista sólo encontraba cajas de legumbres, aceites, sacos de arroz, de patatas, paquetes de galletas y vulgaridades semejantes. Y entonces recordó los grandes sacos que se almacenaban en un armario empotrado en el fondo de la trastienda.
-Esto te sorprenderá, Juanita. Nadie lo ha visto nunca –anunció Pablo abriendo la puerta del armario empotrado. En el interior, ocupando toda la superficie del suelo, reposaban cuatro sacos llenos de cabello humano. La peluquería de al lado de la tienda los recogía a diario y don Mateo se encargaba de separar los cabellos por colores y se los vendía a un fabricante de peluquines.
-¿Qué es esa asquerosidad, Pablo? –preguntó sin disimular su espanto la muchacha.- ¡Menuda porquería!
-Son cabellos de ahorcados. Tienen propiedades mágicas… ¿No lo sabías?
-No digas tonterías. ¡En este pueblo no ahorcan a nadie!
-¡Pero es que estos pelos vienen de todo el mundo, Juanita: de Constantinopla, de Singapur, de Pernambuco, de Sebastopol, de Nairobi, de Cincinatti…! –explicó Pablo con vehemencia-. Don Mateo los recopila y los vende a precio de oro a millonarios de todo el mundo que los utilizan para curarse de sus males. Son medicinales.
-¿Y qué se supone que hacen con ellos? ¿Una sopa? No te creo ni una palabra. Me estás enfadando con esas bobadas, Pablo –Sin embargo, la chica no parecía enfadada, sino divertida.
-Lo siento, Juanita. Tienes razón –admitió enseguida el muchacho-. En realidad, quería enseñarte un ratón, pero escapó.
-¿Un ratón? –chilló Juanita horrorizada- . Debes estar loco. Odio los ratones –proclamó la chica con semblante terminante-. Me voy, ya me has hecho perder bastante el tiempo.
-Espera, no te vayas enfadada… -suplicó Pablo, de veras apenado.
Entonces, Juanita, con esa generosidad que da la superioridad femenina, deslizó una mano por las mejillas de Pablo, y le apartó un mechón de pelo de la frente. Después, sin pronunciar palabra, le besó superficialmente en los labios. Pablo, que empleó un instante en recobrarse de la sorpresa, devolvió el beso con los ojos cerrados. En apenas unos segundos, transcurrieron en aquella angosta trastienda veinticinco emocionantes minutos. Al cabo de los cuales, Pablo se hallaba en lo alto del séptimo cielo y Juanita, observándole desde arriba, magnánima. Con la inmediatez con la que estalla un globo al ser pinchado por un alfiler, Pablo cayó en la tierra:
-¡La vidriera!
Más aterrado por la posibilidad de incurrir en el desagradado de don Mateo, de defraudar su confianza, que por el miedo a un castigo, Pablo se encontró súbitamente transportado del más sublime goce a la más árida amargura.
-¡Es horrible! ¡Tenía que haber limpiado la vidriera! ¡Don Mateo me matará! Era muy importante que lo hiciera y lo he olvidado completamente.
Juanita hizo caso omiso del sentimiento ofensivo que en el fondo le provocaba la desesperación de su pretendiente, que tan pronto había olvidado los placeres que le había procurado para concentrar su atención en cuestiones tan prosaicas como la limpieza de un escaparate y cedió al impulso de piedad que le inspiraba sinceramente la expresión angustiada del muchacho.
-No te preocupes. Yo te ayudaré y terminaremos antes de que llegue. Pasaremos un trapo y listos.
-¡Ya viene don Mateo!-gritó Pablo, mirando calle abajo, por el escaparate opuesto al que debía limpiar.
-Te he dicho que te ayudaré, Pablo, no te preocupes. Yo siempre cuidaré de ti –añadió Juanita con determinación.
La muchacha salió de la tienda avanzando con zancadas firmes, tomó un adoquín suelto del suelo y, desde el otro lado de la calle, lo lanzó contra la vidriera que daba nombre al colmado “El velero”.

Juanita y Pablo, por supuesto, terminaron casándose y vivieron felices juntos toda su vida.

domingo, enero 05, 2014

La inmotivada sonrisa de Elwood

Elwood McIntire pertenecía a esa especie de individuos, completamente odiosa, que aceptan todos los reveses de la adversidad con una perenne sonrisa prendida en los labios. Y no se trataba de una pose premeditada, sino su reacción natural a la desgracia. Cuando, por ejemplo, su mejor amigo truncó su primer amor de juventud, arrebatándole los favores de la dulce Patricia, una tarde, a la salida del Instituto, él admitió que su amigo debía ser mejor partido para el objeto de su pasión y que, en consecuencia, aquel era el orden idóneo de sus respectivas vidas sentimentales. Tampoco sintió el menor asomo de rencor cuando, años más tarde, tras fracasar en sus estudios y sin oficio ni beneficio, vio esfumarse la posibilidad de mantenerse en el negocio familiar, que prácticamente gestionaba él, en beneficio de su hermano menor, un tarambana que había dejado preñada a una atractiva demostradora de Tupperware y que era la debilidad de sus padres. Ni siquiera se disgustó cuando su familia le hizo saber que debía abandonar el domicilio común porque había que hacer sitio al bebé de sus hermanos y tuvo que abrirse camino en la vida sin amparo de ningún tipo. Elwood se encogió de hombros, hizo una pequeña maleta y se alojó en una pensión, donde se dedicó a estudiar las ofertas de empleo. No tardó mucho en ganarse unos cuartos para ir subsistiendo por el sencillo sistema de aceptar cualquier empleo modesto, ya que todos le parecían bien. Lo mismo le daba fregar platos, que barrer escaleras, que aparcar coches, que repartir folletos de propaganda, que pasear perros. Todo lo hacía sonriente y sin pagar tributo alguno a la amargura.
En los días en que Elwood desarrollaba la labor de vendedor a domicilio, llamaba a los timbres en la inocente convicción de ser siempre bien recibido. Y la expresión jovial de su rostro no se ensombrecía ni cuando le contestaban con alguna grosería, lo que sucedía, huelga decirlo, con harta frecuencia. Cuando le franqueaban la entrada, Elwood se mostraba dichoso y agradecido, tan feliz de ser aceptado en algún hogar, si quiera fuese temporalmente, que se sentía íntimamente dispuesto a regalar su mercancía y tenía que hacer un esfuerzo para recordar el coste de su alojamiento y no hacerlo.
-Señora mía, vengo a ofrecerle la versión de la Felicidad (con mayúsculas) que La Ciencia brinda por fin a la Humanidad. Fíjese bien en lo que le digo y contésteme a esta pregunta: ¿Por qué es tan difícil ser feliz?
La señora, que había hecho una pausa en la visión del magazine matutino para atender a la puerta y que tenía pendiente realizar algunas compras, contestó sin demostrar gran interés:
-¿Porque no hay bastante dinero para todo el mundo?
-Señora mía, la felicidad tiene muy poco que ver con el dinero. El dinero es indispensable para vivir, de acuerdo, pero la vida puede vivirse feliz o infelizmente… Míreme a mí, por ejemplo: soy un tipo vulgar, sin encanto ni talento, sin fortuna y sin ambición. Y soy feliz, pese a todo, porque me siento bien con lo que soy y lo que vivo. Este fenómeno llegó a oídos de un grupo de científicos que estaban reunidos en una convención en la que, casualmente, estaba yo contratado como camarero. Estudiaron mi cerebro en largas sesiones que se prolongaron durante seis meses. Y consiguieron capturar en un revolucionario sistema de circuitos integrados las conexiones neuronales que me permiten estar alegre en las peores circunstancias. Y he aquí –anunció Elwood destapando una bonita caja de baquelita- el casco en el que esas cumbres de la ciencia han conseguido sintetizar ese misterioso principio que hace feliz cada momento desagradable de la vida.
Elwood depositó en las manos de la señora un estrambótico casco dotado de un futurista visor  que, en realidad, se limitaba a friccionar las sienes y la nuca del usuario.
-¿Y cuánto cuesta esta maravilla? –preguntó la señora, deseosa de regresar frente a su televisor.
-¿Cuál es el precio de la felicidad? –repreguntó Elwood-. No me conteste. Es incalculable. Este aparatito, que le hará literalmente ver la vida de color de rosa, no le costará ni cien euros. Noventa y nueve con noventa céntimos. Una bagatela.
-Prefiero ver las cosas como son, gracias. Buenos días –repuso la reluctante señora devolviendo el asombroso casco a las manos de Elwood, al que empujó ligeramente en dirección a la puerta principal.
Elwood McIntire haciendo una demostración
Bajando las escaleras en dirección al piso inferior, donde se disponía a ofrecer de nuevo su milagroso artículo, Elwood pensaba en que su casco masajista podía no dar por sí mismo la felicidad, pero que no hacía daño (no demasiado, de hecho) y que, con un poco de sugestión por parte del usuario, bien podía ayudar a conseguir la ilusión de obtenerla. Este pensamiento bienintencionado acentuaba su expresión, por lo común ya beatífica. Así es como lo vio Elmore Albertson, que llevaba un rato apostado en el rellano de la escalera, con la expresión de desesperación pintada en el rostro y la actitud de alguien que otea el horizonte en busca de un paseante provisto de una cuerda con la que rescatar a su tierno hijito, quien pende de una ramita seca sobre un pavoroso abismo.
-Oiga, amigo –espetó Elmore al paso de Elwood-. ¿Quiere ganarse doscientos euros en diez minutos?
-¡Claro, amigo! –replicó Elwood, devolviendo el tratamiento-. ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¡¡No habrá que matar a nadie!!
-Ni mucho menos, es algo mucho más sencillo. Verá, yo soy hispanista, y necesito que se haga pasar por un colega mío delante de mi mujer. Le dije que iba a estar fuera este fin de semana porque tenía que dar unas conferencias sobre Benito Pérez Galdós y su obra. Como yo no conduzco y usted sí (o sea, mi colega ficticio), usted va a llevarme a Bristol, que es donde se celebra el “Meeting” sobre Galdós.
-Está bien, me gusta Galdós. Supongo que eso facilita las cosas –concedió Elwood, encogiéndose de hombros, sin otorgar la menor importancia al hecho de que jamás, en toda su vida, había oído un nombre tan largo ni tan raro.
-No es necesario que diga nada de Galdós, sólo recuerde que vamos a Bristol. Me llamo Elmore y usted se llama Tuttle, James Tuttle. ¿Podrá recordarlo?
-Si no dejamos que se enfríe el dato en mi mente, sí.
-Pues vamos allá. Vivo aquí mismo. Usted ha aparcado el coche en doble fila y tiene que salir a la carrera, pero, claro, le he insistido en que saludara a mi esposa, de la que nunca jamás me separo.
-Oiga, amigo Elmore, hay algo que no entiendo en esta historia… ¿Por qué no le dice la verdad a su esposa?
El hispanista miró al vendedor a domicilio con expresión de estar viendo un raro ejemplar de lémur.
-No importa -rectificó Elwood, abriendo los brazos-, usted sabrá.
Elmore abrió la puerta de su domicilio y habló hacia el interior:
-Querida, James está aquí, sal a saludarle. Apresúrate, tiene el coche en doble fila. Le van a multar.
Del interior de la vivienda surgió Patricia, el amor de juventud de Elwood. Éste, tras desempeñar como un consumado actor el papel asignado, salió del piso y regresó a los cinco minutos para enderezar su vida. Cuando el hispanista Elmore Albertson regresó a su domicilio conyugal, tras su fin de semana de adulterio en paradero desconocido, encontró una nota sobre el taquillón del vestíbulo: “Adiós, Elmore, me he ido con el amor de mi vida. Fdo: Patricia. PD: Espero que triunfaras con Galdós”.

Elwood continuó sonriendo desde entonces, convencido de que todo lo vivido le estaba,  por así decir, bien empleado.