“La La ¿qué?” o “Cuando te dan gato por liebre y el gato canta como una almeja”
Mi relación
con el Séptimo Arte es larga y, en muy modesta medida, fructífera. Siempre, desde que tengo memoria, he sentido
una fuerte vinculación con esta manifestación artística que es, simultáneamente,
no lo olvidemos nunca, un espectáculo. No exagero si hablo de fascinación por
todo cuanto envuelve y sostiene el fenómeno del cine desde mi más tierna infancia.
Por
desgracia (o por suerte, o por mor del calendario, o por la inmisericorde
acción de la experiencia), el paso del tiempo provoca que la chispa inmortal se
encienda con cada vez menor frecuencia ante el estreno de una nueva película. La
ilusión por ver nuevas películas se convierte en experiencias excepcionales
como indeseado efecto de la acumulación de visionados. La ilusión es la madre
de la decepción, en muchos casos. Y en el caso de “La La Land” (Damien
Chazelle, 2016), la película responsable de estas líneas, es la madre y el
padre.
El
cine, desposeído de alma, es un artilugio de latón, un buñuelo lleno de viento,
una rima sin sentido, un fuego de artificio, una forma cara de perder el
tiempo. El cine que no conmueve, ni emociona, ni entretiene, es algo que te agrede, te agota, te incomoda, te
ocupa los sentidos en una actividad tan fútil como indigesta. Y eso, a mi
juicio, es lo que representa la
multi-archi-premiada “La La Land”, la película que ya ha hecho historia al ser
la que acumula más nominaciones a los premios de la Academia de las Ciencias y
Artes de Cine de Hollywood, nada menos que catorce. ¿Cómo es posible que un
musical con pésimos cantantes y bailarines, coreografía bochornosa, partitura
inane, cuyo argumento (cuyo arranque está copiado de "El único juego de la ciudad", plúmbeo film que cerró la carrera de George Stevens en 1970) carece de la menor pizca de interés, dotado de una pareja
protagonista que exhibe una ausencia total de química, arrastre a las salas a
millones de espectadores? Sólo hay una explicación plausible: el público acude
en masa a las salas porque se le ha dicho que va a ver la Octava Maravilla del
Universo. Y en lugar de encontrarse con King Kong, se encuentran con la visión
de Ryan Gosling y Emma Stone dando unos pasitos de baile como si participaran
en “Mira quien baila” y entonando unos gorgoritos sólo soportables en un tema
(que por desgracia se repite hasta la extenuación) y perfectamente insufribles
en el resto. Que el distinguido público
no sólo no sienta deseos de prender fuego a la sala sino que ni siquiera
reclame el importe de sus localidades nos demuestra hasta qué punto la
Humanidad ha perdido su capacidad reivindicativa en los últimos dos siglos.
La
responsabilidad de este atropello a la razón, de esta insensata tomadura de pelo,
recae sobre los críticos de cine, quienes, como cruzados que se arrodillan ante
el Santo Grial (con el difunto Graham Chapman a la cabeza, pongo por caso), han
certificado la excelencia de una película que, sin el fraudulento refrendo de
los premios cosechados en todos los certámenes y festivales del orbe (desde la A
hasta la Z), sólo provocaría enojo. Y es que, para un aficionado al cine medio,
alguien quien, a los largo de los años, haya disfrutado del cine de Vincent
Minnelli, Gene Kelly, Stanley Donen, Bob Fosse o Rouben Mamoulian (a quien cito
expresamente por “La bella de Moscú”), presenciar “La La Land” supone un
lastre, un incordio, una lata. Con lo cual, deduzco que los jurados que han
distinguido tan notablemente el film de Damien Chazelle (cineasta que ya dio
muestras de no estar precisamente sobrado de contenido en su anterior y
meramente efectista “Whiplash”) no han visto ninguna película musical anterior
a los horrores de Baz Luhrmann. Con la concesión de cada galardón a “La La Land”
se clava un clavo en el ataúd de la memoria del Cine. Y los críticos, empeñados
en proseguir con el sepelio (y quiero pensar que sin haber sido económicamente
incentivados para ello. Llámenme ingenuo), han invitado a unirse al funeral a
toda la población. Y para ello no han reparado en gastos de adjetivos, ni han
escatimado elogios, ni han encontrado parangón suficiente para ensalzar tamaña “Obra
Maestra”. Hasta a Schopenhauer han llegado a invocar (Luis Martínez, crítico del
diario el Mundo) en su afán de elevar insensatamente tan celebrado bodrio.
Sería triste si no resultara tan cómico.
Mi
chica y yo, como gran parte de la población cinéfila de nuestros días, vamos
cada vez menos al cine. Las dos últimas películas que hemos visto en una sala
han sido “Los odiosos ocho” (Quentin Tarantino, 2015) y “La La Land” (2016).
¿Le podría extrañar a alguien que no volvamos a poner un pie en un “local de
perdición” semejante? Afortunadamente, se reconcilia uno con el cine cuando,
como nos ha pasado recientemente, descubrimos
alguna joya de la Historia del Cine, como el film, producido en 1941, “The Devil
and Miss Jones” (dirigido por Sam Wood para la RKO). Una auténtica maravilla
protagonizada por Charles Coburn (verdaderamente inmenso), Jean Arthur
(sencillamente deliciosa) y un más que aceptable (por una vez) Robert Cummings.
En 1941, esta película, que nos ha cautivado 76 años después de su estreno,
compartió cartelera con naderías como “Qué verde era mi valle” (John Ford), “Ciudadano
Kane” (Orson Welles), “Casablanca” (Michael Curtiz), “La loba” (William Wyler),
“Bola de fuego” (Howard Hawks), “El sargento York” (Howard Hawks), “El halcón
maltés” (John Huston), ”Juan Nadie” (Frank Capra) o “Si no amaneciera”
(Mitchell Leisen) … Es comprensible que,
en cierto modo, “The Devil and Miss Jones” pasara inadvertida. Hoy, en cambio, una
perfecta nadería como “La La Land” arrasa con todo. ¿Vale como reflexión?
Superado
el disgusto de “La La Land”, este burgomaestre, que nunca ha pretendido ser nada
más que un mero aficionado (al cine, a la música, a la vida…) continúa en su
indemandada actividad canora, grabando cancioncillas que compone sin esfuerzo y
que sólo pretenden divertirle y dar testimonio de su amor por su chica. Con
permiso del respetable, adjunto el último Youtube. Disfrútenlo o súfranlo, pero
sean, en cualquier caso, benévolos en su juicio. Es la obra de un “amateur”...