Mi
compañero burgomaestre y yo nos conocemos personalmente desde septiembre del
año 2002. Desde aquel entonces no ha dejado de enseñarme multitud de cosas
interesantísimas, de excitar mi curiosidad por otras muchas más y de plantearme
cuestiones acuciantes e insoslayables, como la que me espetó recientemente:
“¿Sabes si se ha escrito algo sobre el parecido entre los nombres de Peter
Parker y Peter Pan? No parece que pueda ser completamente casual”. Al instante
(procuro ser diligente cuando se me trasladan incógnitas de candente interés y
no como nuestros gobernantes) elaboré una teoría (en unos seis segundos,
aproximadamente). La similitud no era casual, era producto de la “causalidad
necesaria” (o algo parecido). Peter Parker y Peter Pan son dos caras del mismo concepto. Sus parónimos
nombres obedecen a una similitud cierta de sus características básicas como
personajes.
Tanto
Peter Parker como Peter Pan son los “eternos adolescentes”. Y si el segundo hasta
ha dado nombre a un síndrome psicológico, el primero alcanzó el éxito original
encarnando la problemática existencia de un joven que no consigue
independizarse ni económica ni emocional ni socialmente. Si Peter Pan
representa la descarada despreocupación de la primera juventud, Peter Parker
sufre todas las angustias de no alcanzar nunca la madurez. Dos formas de
mostrar la misma etapa vital.
Tanto
Peter Parker, disfrazado de Spiderman, como Peter Pan son incansables merodeadores
nocturnos. Disfrutan sobrevolando los tejados de la ciudad y espían, en
inverosímiles posturas, el interior de las viviendas. Ambos surcan el cielo
ayudados por artificios; en el caso de la criatura de James Matthew Barrie,
auxiliado por los mágicos polvos del hada Campanilla, en el caso de Peter
Parker, mediante el fluido arácnido de su invención (la ciencia, como sabemos,
sustituyó a la magia en algún momento del siglo XX). Pero es a la hora de
enfrentarse a sus adversarios cuando más evidente se hace el paralelismo entre
los dos personajes, tanto Peter Parker (enfundado en su traje de hombre araña)
como Peter Pan, juegan con sus oponentes, se burlan de ellos y emplean el
afilado tajo de su ingenio con la misma habilidad que las usuales armas de
combate ofensivas. A una agilidad pasmosa que les permite brincar y
desconcertar a sus

contrincantes, tanto Spiderman, como el líder de los Niños
Perdidos, unen un innato talento para la mofa y la befa. Tanto Garfio como Octopus
sufren la doble derrota de ser superados en el terreno de la lucha y
apabullados en el campo de la dialéctica. Cuanto más se ofuscan en sus
acometidas, más ridículos resultan quienes se atreven a enfrentarse a los
despreocupados mozalbetes llamados Peter. Por si algún detalle fuera necesario
añadir, John Jonah Jameson recuerda visualmente a un Capitán Garfio (o un capitán
Ahab, si me apuran) por su negro bigote (aunque concedo que, con el aditamento
de su puro barato, más parece un Groucho avinagrado), pero le recuerda mucho
más por su obsesivo odio hacia el héroe “Cabeza de Red”, similar al rencor
enfermizo que Garfio profesa a Pan. La mutilación del enemigo de Peter Pan, por
otro lado, parece encontrar correlato en el doctor Connors, manco de un brazo
y, casualmente, propenso a transformarse en una especie de cocodrilo humano,
como el que deglutió con deleite la mano de Garfio.
Surcar los
cielos nocturnos de la ciudad a impulsos de la telaraña de Spiderman, o
rociados con los polvos mágicos de Campanilla, aplastar a Garfio o a Electro o
al Buitre bajo el peso de nuestra agilidad, casi etérea y de nuestro ingenio,
casi grávido, son los privilegios de los que crecimos con Peter Parker y Peter
Pan… y nunca maduramos.