Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

domingo, agosto 25, 2013

La irrealizable tarea de reflotar el Seaview

Cuando se cumplen cincuenta años de su producción, aparece ahora en el mercado nacional del DVD la serie norteamericana de televisión “Viaje al fondo del mar” (Voyage to the bottom of the Sea), una de las más recordadas producciones de Irwin Allen, que narraba las fantásticas aventuras de la tripulación del submarino Seaview. Este burgomaestre, cuyos recuerdos infantiles más felices y remotos están íntimamente ligados a la contemplación de esta (entre otras de la misma época) ficción catódica se había hecho a sí mismo la firme promesa de adquirirla tan pronto como le fuera posible, en su vano afán de recuperar (y atesorar) para el futuro la dicha pasada. Como si tal cosa fuera posible…
A la dicha del reencuentro con las amadas series televisivas de nuestra infancia sucede la congoja de constatar que nada es como fue y que la fascinación se ha evaporado de nuestros ojos, secándonos la retina. En el lugar en el que distinguíamos maravillas, encontramos ahora nombres, filmografías, movimientos de cámara, ajustados presupuestos y un montón de fórmulas trilladas, archisabidas hasta el hartazgo. Al almirante Nelson, Richard Basehart, no tenemos más remedio que colgarle la etiqueta de actor “felliniano y berlanguiano”, a su lugarteniente, el capitán Crane, David Hedison, le reconocemos como el genuino “hombre-mosca” del cine (con permiso de Harold Lloyd y de su sucesor, el imposible Jeff Goldblum), al artífice de la serie, el productor Irving Allen, le reconocemos por su larga trayectoria, emparentado siempre con las fugas a la fantasía más doméstica. Donde veíamos aventuras y personajes, distinguimos ahora argumentos y asalariados. Nos hemos vuelto, no sabios, sino resabiados, y no somos capaces de disfrutar de lo que nos deleitó cuarenta años atrás.
Arrebatadas a la ávida mirada infantil y entregadas a la escrutadora y fatigada contemplación del adulto, las viejas ficciones televisivas quedan despojadas de su original naturaleza mágica y revelan su cálculo, su artificio y su utilitarismo. La decepción es tan previsible como gratuita y fatal.

Con ocho o diez años la ilusión nos permite cabalgar hasta el rancho Shiloh, ponernos a las órdenes de Eliott Ness para acabar con el crimen organizado de la ciudad de Chicago, aliarnos con los hermanos Cartwright en una pelea a puñetazos, perdernos en el espacio con la familia Robinson, confundir a los Jackson Five con los Globbe Trotters, afrontar una misión impoble, enrolarnos en el Seaview y desgañitarnos cantando que “todo lo que necesitas es amor”, porque con esa edad todo es posible y todo está por descubrir. No pasa mucho tiempo hasta que la ilusión se desvanece y llega el conocimiento, la incomprensión y la renuncia.

domingo, agosto 18, 2013

De Happy endings y otras desgracias

Dice el Burgomaestre: “No existen los finales felices, sólo los comienzos son felices”. El caso es que a los espectadores de cine nos gustan los finales felices. Esta es una realidad incontrovertible que cualquier productor cinematográfico podrá certificar hasta por escrito. Es así. Nos gusta pensar que cuando Charlot nos da la espalda y se aleja (acompañado o en soledad) dejándonos tirados en el patio de butacas de vuelta en el mundo real, lo hace para afrontar nuevas peripecias con buen ánimo y que saldrá bien librado de ellas y hasta que encontrará la felicidad. No son los finales del Pequeño Vagabundo los paradigmáticos de lo que se conoce como “happy endings”, pero me sirven para ilustrar la idea de que cuando acaba la película, algo distinto comienza. Y es eso lo que puede ser feliz o queremos creer que así será. Por lo común, en las películas, dos amantes vencen los obstáculos que impedían su amor justo antes de que alguien coloque el rótulo con el “The End” delante de su apasionado (y largamente postergado) beso. Entonces nos levantamos de nuestra butaca y confiamos en que se apañen con sus vidas de la mejor manera posible. La película ha terminado, pero no ha sido el final lo que ha sido feliz, la felicidad se encuentra más allá del comienzo que acabamos de presenciar. Lo mismo daría (por poner un ejemplo temáticamente bien alejado) hablar de un grupo de paracaidistas que consiguen destruir una fortaleza enemiga infiltrándose por los pasadizos del castillo. Es posible que los últimos fotogramas muestren a los héroes recogiendo una medalla y eso nos permita considerar que aquel ha sido un final feliz, sin atender a que seguramente los héroes sufran de vuelta a casa las devastadoras consecuencias de la traumática experiencia bélica.

Dice el Burgomaestre: “Los protagonistas de una película tienen una cita ineludible con el final del film. Raramente llegan demasiado tarde o demasiado pronto”. Sin embargo, en ocasiones, algunos cineastas han vislumbrado la posibilidad de explicar este curioso fenómeno forzando alguna asincronía. Joseph Cotten, al final de “El tercer hombre”, sufre el plantón más glorioso de la Historia del Cine, probablemente, por intempestivo. Es el del film de Carol Reed un final fatalista, cuyo romanticismo radica en la ingenua esperanza de Cotten, sostenida por muy etéreas fibras emocionales, todas suyas. Quizá no ha sido oportuno. Quizá ha llegado a destiempo. Más claro aún es el ejemplo de “El graduado” (1967). Mike Nichols podría haber terminado su película apenas unos instantes antes y habría dado al público el final feliz que esperaba obtener por el precio de la entrada, pero, permitiéndonos seguir a los protagonistas unos pocos minutos más, el final de la película queda convertido en un comienzo incierto. No se han encendido las luces de la sala aún, y ya se empieza a apagar el brillo del triunfo ensombrecido por la duda. El pequeño Dustin ha llegado a tiempo, pero la película aún no se ha acabado y ni él ni su reconquistada pareja parecen saber ya qué será de ellos.

Grandes finales del cine, que están en la mente de todos los aficionados y que valoramos como sublimes por su capacidad para emocionarnos, como los de “Las noches de Cabiria” (Fellini, 1957) o “Los 400 golpes” (Truffaut, 1959), podrían haber sido finales mucho más convencionales y placenteros de haberse interrumpido apenas unos pocos minutos antes y Antoine Doinel no hubiera congelado su mirada dando la espalda al muro infranqueable de un mar gris e inhóspito, ni Maria “Cabiria” nos hubiera mirado a los espectadores recordándonos que las películas se acaban, pero la vida sigue.

lunes, agosto 12, 2013

Quejumbroso John

Habiendo transitado por él tan sólo cuarenta de los años que formaron la centuria, no cabe duda que fue John Lennon uno de los personajes más valiosos e influyentes del siglo XX. Como artista, como líder y como inspirador de las masas, fue el de Liverpool uno de las seres humanos más dignos de trascender a la leyenda de los que vinieron al mundo entre las dos guerras mundiales, y también, una de las personas, de entre las elegidas para perdurar, de las más vulnerables, contradictorias y expuestas.
Algo había en John de disconformidad, de insatisfacción, de autocompasión que, pese a su privilegiada posición, alcanzada a la prematura edad de 23 años, le impulsaba a manifestarse en constante queja. No puede ser casual que el tema con el que se abría (en algunas ediciones, no en todas) el primer álbum de los Beatles presentaba a un plañidero John exclamando, tras un desgarrado acorde introductorio: “The world is treating me bad, misery”. Y la voz de John, más allá de su calidad intrínseca, siempre tuvo la cualidad de sonar arrebatadoramente sincera. En medio del jolgorio que sacudió el mundo al compás de aquellos cuatro chicos melenudos, una corriente de melancólica desesperanza se deslizaba garganta arriba de su miembro más genialmente creativo. Desde el “I’m a looser”, del “Beatles for sale” (1964), hasta el “Nobody loves you (when you’re down and out)”, del “Walls & Bridges” (1974), Lennon recorrió el camino de la amargura en todos sus grados. Cuando echaba mano del humor parecía hacerlo para cauterizar heridas.


La que con toda probabilidad sea la frase de John más citada, que está contenida en la letra de “Beautiful Boy” (el tema que le dedicó a su hijo menor, publicado en el “Double Fantasy”,1980), el famoso: “La vida es lo que te pasa mientras tú estás ocupado haciendo otros planes” cosecha por lo común adhesiones generalizadas. Es cómodo creer que, puesto que nada depende de nuestras decisiones, previsiones y planes, no tenemos otra cosa que hacer que aceptar los hechos como se presentan. Pero Lennon hace trampas y omite su decisiva intervención en los sucesos que jalonaron su existencia. Fue él quien se casó joven y quien tuvo un hijo del que no se ocupó debidamente, quien bebió más de la cuenta, quien se enganchó a sucesivos tóxicos, quien aceptó publicar caras A con los Beatles que deploraba, quien siguió al Maharishi, quien se apuntó a practicar el Grito Primal, quien se rapó al cero al dejar el famoso grupo que fundó, quien se encamó una semana con su nueva mujer ante la atónita mirada del mundo, quien publicó un disco panfletario (“Sometimes in New York City”) y, arrepentido (visto el rotundo fracaso comercial), lo hizo suceder por otro que volvía a cauces dulces y utopistas (“Mind Games”), quien se pasó un año arrojado del hogar y frecuentando amigotes (con los que colaboró, por cierto, más fecundamente de lo que había hecho en mucho tiempo) de curda en curda, sólo para volver al redil al primer toque de Yoko. A Lennon le pasaban toda clase de cosas, pero difícilmente puede sostenerse que él no tuviera que ver en ellas. Al fin, en sus últimos años, pareció hallar la paz, el equilibrio, incluso eso tan obsceno a lo que llamamos felicidad, cuando se acomodó a su naturaleza contemplativa (“Watching the wheels”). Y cuando John cayó abatido por los tiros de Michael Chapman hacía tiempo que había dejado de quejarse.

lunes, agosto 05, 2013

Peter Pan..ker

Mi compañero burgomaestre y yo nos conocemos personalmente desde septiembre del año 2002. Desde aquel entonces no ha dejado de enseñarme multitud de cosas interesantísimas, de excitar mi curiosidad por otras muchas más y de plantearme cuestiones acuciantes e insoslayables, como la que me espetó recientemente: “¿Sabes si se ha escrito algo sobre el parecido entre los nombres de Peter Parker y Peter Pan? No parece que pueda ser completamente casual”. Al instante (procuro ser diligente cuando se me trasladan incógnitas de candente interés y no como nuestros gobernantes) elaboré una teoría (en unos seis segundos, aproximadamente). La similitud no era casual, era producto de la “causalidad necesaria” (o algo parecido). Peter Parker y Peter Pan son dos caras del mismo concepto. Sus parónimos nombres obedecen a una similitud cierta de sus características básicas como personajes.
Tanto Peter Parker como Peter Pan son los “eternos adolescentes”. Y si el segundo hasta ha dado nombre a un síndrome psicológico, el primero alcanzó el éxito original encarnando la problemática existencia de un joven que no consigue independizarse ni económica ni emocional ni socialmente. Si Peter Pan representa la descarada despreocupación de la primera juventud, Peter Parker sufre todas las angustias de no alcanzar nunca la madurez. Dos formas de mostrar la misma etapa vital.
Tanto Peter Parker, disfrazado de Spiderman, como Peter Pan son incansables merodeadores nocturnos. Disfrutan sobrevolando los tejados de la ciudad y espían, en inverosímiles posturas, el interior de las viviendas. Ambos surcan el cielo ayudados por artificios; en el caso de la criatura de James Matthew Barrie, auxiliado por los mágicos polvos del hada Campanilla, en el caso de Peter Parker, mediante el fluido arácnido de su invención (la ciencia, como sabemos, sustituyó a la magia en algún momento del siglo XX). Pero es a la hora de enfrentarse a sus adversarios cuando más evidente se hace el paralelismo entre los dos personajes, tanto Peter Parker (enfundado en su traje de hombre araña) como Peter Pan, juegan con sus oponentes, se burlan de ellos y emplean el afilado tajo de su ingenio con la misma habilidad que las usuales armas de combate ofensivas. A una agilidad pasmosa que les permite brincar y desconcertar a sus
contrincantes, tanto Spiderman, como el líder de los Niños Perdidos, unen un innato talento para la mofa y la befa. Tanto Garfio como Octopus sufren la doble derrota de ser superados en el terreno de la lucha y apabullados en el campo de la dialéctica. Cuanto más se ofuscan en sus acometidas, más ridículos resultan quienes se atreven a enfrentarse a los despreocupados mozalbetes llamados Peter. Por si algún detalle fuera necesario añadir, John Jonah Jameson recuerda visualmente a un Capitán Garfio (o un capitán Ahab, si me apuran) por su negro bigote (aunque concedo que, con el aditamento de su puro barato, más parece un Groucho avinagrado), pero le recuerda mucho más por su obsesivo odio hacia el héroe “Cabeza de Red”, similar al rencor enfermizo que Garfio profesa a Pan. La mutilación del enemigo de Peter Pan, por otro lado, parece encontrar correlato en el doctor Connors, manco de un brazo y, casualmente, propenso a transformarse en una especie de cocodrilo humano, como el que deglutió con deleite la mano de Garfio.


Surcar los cielos nocturnos de la ciudad a impulsos de la telaraña de Spiderman, o rociados con los polvos mágicos de Campanilla, aplastar a Garfio o a Electro o al Buitre bajo el peso de nuestra agilidad, casi etérea y de nuestro ingenio, casi grávido, son los privilegios de los que crecimos con Peter Parker y Peter Pan… y nunca maduramos.