Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

lunes, diciembre 15, 2008

Fernando Rubio (Anexo)

Así son las cosas. Tras un mes de estar recopilando información sobre el actor Fernando Rubio, ha bastado una conversación de media hora para alcanzar un mayor conocimiento sobre su vida que el obtenido con todo el trabajo previo. Este burgomaestre hacía ese tiempo que no hablaba con Juan Gallardo Muñoz, el escritor conocido popularmente como Curtis Garland, y en cuanto se ha presentado la ocasión (hace unas pocas horas), le ha enseñado las fotos que tenía de Fernando Rubio. La reacción del autor de tantos bolsilibros (más de dos mil títulos) ha sido la esperada: “¡Hombre, Fernando Rubio!”.

Así, este burgo ha podido constatar cosas que ya sabía y que relató en la entrada anterior, pero ha sabido otras que vendrán a completarla y a darle la dimensión humana de la que carecía.

Hemos sabido que el bueno de Fernando era un habitual de la tertulia del restaurante Casa Corbera, más conocido por el sobrenombre de “Can Pencas”, situado en el barcelonés barrio del Poble Sec. Allí se reunía con el propio Juan Gallardo Muñoz, un excelente conocedor del mundo de la farándula, actor a su vez e hijo de actores, y con su esposa Tere. Hemos sabido que nuestro protagonista de estas últimas entradas se dedicaba, al tiempo que a cultivar las amistades, a venderles todo lo que podía, pues solía acudir con su inseparable bolsa repleta de los más variados artículos de bisutería y lencería fina, amén de pequeños aparatos electrodomésticos o relojes. “Tengo que hacer lo que sea para mantener a mi familia”, aseguraba, de muy buen talante, el habitual bandido mexicano de tantos westerns de Esplugas City. En aquel singular local, regentado por los hermanos Ramón y Miguel Fisas (dos sensacionales hosteleros, tan grandes en lo suyo, como menguados de estatura), frecuentado por gentes del espectáculo, como los acróbatas “Hermanos Frediani”, o por Antonio Casal, o Armando Calvo, o las hermanas Gutiérrez Caba, o tantos otros actores que por Barcelona pasaban en el ejercicio de su profesión, Fernando Rubio discutía de fútbol, como buen culé, con los circunstantes madridistas, y con su acento catalán se enganchaba al discurso de la persecución de la que los blaugranas eran objeto por parte del centralismo de la Casa Blanca. Allí, Fernando Rubio se frotaba las manos cuando recalaba Lola Flores, con su marido Antonio González “El Pescaílla”, porque sabía que era una clienta que no se le podía resistir. “Mira, Fernando –le decía “La Faraona”-, esto me lo enseñas luego en el camerino, más tranquilos”.

También hemos sabido hoy que Fernando Rubio, trabajador entregado, aparecía a veces con algún morado, después de haberse peleado con el Richard Harrison de turno, y que solía comentar, con resignación de duro fajador: “Son gajes del oficio”. Y también, por último, hemos sabido (¡ay!) que Fernando Rubio falleció, hace ya unas dos décadas,dejando atrás una familia para la que entregó su variopinta vida de labor, y un grato recuerdo en sus amigos.

PD: Aprovecho esta entradilla de circunstancias para despedirme de los amigos de Lady Filstrup hasta después de Reyes. Lo crean o no, este burgo es humano y necesita unas vacaciones. Mientras descansa en el fondo de su covacha, irá recopilando información e imágenes para volver con nuevas entradas el próximo 2009. Hasta entonces, amigos de Lady Filstrup, reciban de este viejo burgomaestre sus felicitaciones para las inminentes Pascuas y los mejores deseos para el Año Nuevo. Que disfruten.

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sábado, diciembre 13, 2008

Fernando Rubio, del tapiz al plató

Somero inventario
Por este weblog (o lo que sea), en lo que llevamos de este 2008 que enfila el final de su recorrido, han desfilado ya primeros actores dramáticos, como Carlos Lemos y Ángel Picazo o Rafael Navarro, ejemplos todos ellos de hondura, elegancia y empaque interpretativos. Igualmente primer actor, pero en el género cómico, Manolo Gómez Bur ocupó recientemente el centro del escenario de “Lady Filstrup”. También han comparecido enormes característicos de la comedia, como el genial Antonio Riquelme o los singulares Goyo Lebrero y Valeriano Andrés, o el inmenso Félix Fernández, extraordinario en todos los géneros. Por este espacio virtual, asimismo, han sido vistos galanes con inquietudes creativas y truncadas carreras por su prematuro fallecimiento, cuales fueron Luis Arroyo y Mario Berriatúa. Pocas féminas, todavía, han pasado por aquí: una tierna y adorable Camino Garrigó, una comediante de larguísima trayectoria, como Mari Carmen Prendes, una despampanante Rosanna Yanni y la efímera estrella juvenil, nuestra querida Mayra Rey. Otros sensacionales actores, sólidos como rocas, cuales fueron, el recio Francisco Sánchez, el sobrio Estanis González, el inquietante Gerard Tichy, el afilado Tomás Blanco, el masivo Juan de Landa o el áspero José Sepúlveda, dotaron, con su presencia, de dignidad y aplomo a este rincón de la red internáutica. En apariciones más breves, a modo de colaboraciones de duración inferior a su innegable categoría, contamos con el concurso de un elenco espectacular formado por nada menos que Luis Prendes, Emma Penella, José Marco Davó, Rafael López Somoza, José Bódalo, Aurora Bautista, María Isbert, Miguel Ligero, Sara Montiel, Manuel Galiana y el reparto entero de “El gran galeoto” (Rafael Gil, 1951). A los nombres precedentes, este burgomaestre quiere añadir muchos más, tantos como las fuerzas y las ganas le alcancen, y no quisiera olvidarse de aquellos quienes, sin poseer quizá los méritos interpretativos de los antedichos, pusieron su esfuerzo y voluntad en la fenomenal tarea de divertir a la gente, actores de modesta ambición artística, pero generosos en el ejercicio de su tarea al servicio de papeles de escasa categoría intelectual, tales como el vigoroso y rotundo Fernando Rubio, a quien dedicamos nuestra entrada de hoy.
Un luchador de categoría
Fernando Rubio era moreno, bajito y fuerte. Aunque está aquí por su condición de actor, lo cierto es que, antes que eso fue luchador y que alcanzó en su categoría la distinción de alzarse con el campeonato de España, status que difícilmente tuvo parangón en su faceta interpretativa, en la que figuró muchas veces como actor de reparto y no de los destacados . Testimonio de esos tiempos de llaves y volandas en los cuadriláteros son las dos fotografías que acompañan estas líneas. Fue esta actividad, muy probablemente, la que le dio a conocer a la gente del espectáculo y su relevancia en el mundo de la lucha y su necesaria preparación física las claves de su desembarco en el mundo de la farándula. La lucha, como ya comentamos en su día, en este mismo weblog, cuando todavía hablábamos de los tebeos Bruguera, en la entrada titulada “¡A la lucha!”,era un espectáculo popularísimo, allá por los años cincuenta. De no menor atractivo para el público era el género de la revista y las variedades. Fernando Rubio, quien a juzgar por las fotografías adjuntas, debía ser una estrella en la disciplina de la lucha libre, tuvo la oportunidad de ingresar en el seductor mundo de la farándula. Su participación en el espectáculo de revista “Noches de cabaret”, junto al cómico Luis Cuenca y a las otras figuras de su elenco (Gracia Imperio, Lucía Santamaría y Pedrito Peña) queda acreditada por medio de la fotografía adyacente en la que podemos verle posando junto al cartel anunciante que le muestra a él en actitud desafiante frente al escuchimizado retador, Luis Cuenca.
Admirador de don José
Al joven Fernando Rubio podemos verle aquí en actitud formal y más bien reverente al lado del eminente cómico José Isbert y de su “partenaire” ocasional, Lolita Sevilla, en una fotografía tomada en un descanso del rodaje de “Es mi hombre” (1957), una de las películas en las que Ricardo Núñez dirigió a la citada pareja protagonista. Este burgomaestre ha podido constatar tal extremo cotejando la instantánea con la propia película, en la cual la cantante luce el modelito de la foto, en un momento, cercano al final, de la acción, en el que igualmente participa el joven de la izquierda, en un rol de periodista, atavidado con la misma vestimenta y esgrimiendo el mismo bloc de notas, así como el actor Francisco Tuset (el segundo hombre, contando desde la derecha), otro de los miembros del reparto . Presumiblemente, el discreto joven que posa detrás de sus ídolos, ardía en deseos de formar parte de su mismo universo. Fernando Rubio, que no nos consta que participara en el rodaje, que se efectuó en los barceloneses estudios Orphea, mostraba aquí su respetuosa admiración por el astro de la escena, toda una institución por entonces, cuando estaba a punto de irrumpir en ella, manteniendose, eso sí, en el mismo discreto segundo plano en el que se sitúa en la foto. Fernando Rubio se desenvolvió ante las cámaras con el mismo entusiasmo con el que se empleó sobre el tapiz de la lucha y consiguió trazar, desde los minúsculos papeles de sus inicios en las postrimerías de la década de los años cincuenta, hasta los protagónicos de finales de los setenta, una honrosa trayectoria profesional que rara vez alcanzó resonancia popular alguna ni tampoco reconocimiento crítico destacable. Muy mediatizado por su físico macizo y breve como el de un bull-dog, Fernando Rubio aportó su labor a un buen número de películas, mayoritariamente producidas en Barcelona o por empresas catalanas, inscritas en géneros diversos, desde la comedia hasta el western europeo (lo que se conoce, extensivamente, como Spaghetti Western), pasando por el cine negro y criminal, a las órdenes de directores como Antonio Santillán, Juan Bosch,Francisco Rovira-Beleta, Julio Salvador o Mario Camús y, muy especialmente, por ser su influencia la que corresponde al periodo más prolífico en títulos, bajo la férula de dos productores de muchos de los films de aquellos y otros directores, los también realizadores a su vez, y guionistas, Ignacio Farrés Iquino y Alfonso Balcázar Granda.
Primeros pasos en el cine
La primera aparición de Fernando Rubio en pantalla no pudo ser más estrambótica. Se produjo en el film dirigido por Antonio Santillán “Cita imposible”, película y director de los que algo dijimos ya en la entrada dedicada a Estanis González. El estreno del film tuvo efecto en la ciudad de Barcelona, donde se rodó entre marzo y junio de 1958 en los estudios Orphea y en localizaciones de la Ciudad Condal, el 16 de septiembre del mismo año de rodaje en el cine Windsor. El estreno en Madrid hubo de esperar hasta febrero de 1961. Antonio Santillán, un experimentado director de doblaje que se especializó en el género negro cuando pasó a realizar sus películas (de entre las que destaca la producción de Iquino de 1956 “El ojo de cristal”), en esta producción “Vértice” narraba la historia de una mujer, Rosario (encarnada por una actriz muy popular en los escenarios barceloneses, Josefina Güell, nacida en la propia capital catalana, en 1930) que había sido injustamente condenada por robo, al iniciarse la acción salía del presidio, y era posteriormente acusada del asesinato de su jefe, el propietario del Teatro Variedades, Gastón Lecouq (Luis Induni). El abogado que no había sabido defenderla, Raimundo Castillo (Philippe Lemaire), auxiliado por Pilar (Luz Márquez) y en amistosa competencia con su primo, Fermín, inspector de policía, investigaban tratando el primero de demostrar su inocencia y el segundo, de esclarecer los hechos. Los verdaderos culpables resultan ser Mercedes, la esposa del asesinado, y su amante, el payaso empleado en el teatro, Juanón (Francisco Piquer). Estanis González daba vida a un detective que, encargado de vigilar a Rosario, descubría el juego de Mercedes y pagaba con su vida el atrevimiento de intentar chantajearla en una secuencia muy bien montada rodada en la Estación de Francia de Barcelona. En la resolución del caso tiene una crucial importancia el testimonio de un simpático ladrón de guante blanco, Máximo, a quien incorpora Gustavo Re, uno de los miembros de la entonces tan popular compañía de “Los vieneses”, de cuyo espectáculo, por cierto, puede verse un número en el tramo final de la película. Máximo, un “caco” lenguaraz y ocurrente, se hace acompañar por la figura de una anciana enlutada que se cubre el rostro con un espeso velo, con el fin de no despertar sospechas en sus movimientos y para que vigile mientras lleva a cabo sus hurtos (en el transcurso de uno de los cuales se convierte en testigo del crimen de Gastón). Pues bien, la persona que se encuentra oculta bajo el disfraz de ancianita misteriosa no es otra que un juvenil Fernando Rubio, que no dice una sola palabra y que, con su masculina presencia produce un poderoso efecto de sorpresa en el espectador cuando se revela su rostro al levantarse el velo y dar unas chupadas a un grouchesco puro. Es el suyo, sin duda, uno de los “debuts” más insólitos (y gratuitos) de la historia de nuestro cine.
“Cita imposible” sufrió los efectos de la censura franquista, de los que, adjunto a la copia del film que se conserva en la Filmoteca Española, existe un testimonio directo en forma de informe detallado de todos los cortes que se le habían de practicar, con lo que la película quedaba “aligerada” de varios fragmentos de los números de variedades que se insertaban en los que la presencia de la vicetiples era demasiado perturbadora e incluso de un número íntegro. Por lo demás, se trata de un film con algunos buenos momentos, como el del final, en el que se explota bien el efectismo dramático de la figura del payaso en un situación de tintes sombríos, y en el que el dúo de protagonistas masculinos, el nacional Arturo Fernández y el francés Philippe Lemaire actuaban doblados por grandes especialistas, cuales fueron Juan Manuel Soriano (la voz habitual de Kirk Douglas o Rock Hudson) y Manuel Cano (el de Yul Brynner, o Robert Redford, entre muchos otros), respectivamente. El truco argumental de que el culpable sea capaz de imitar voces (con lo que crea una “coartada trampa” para la infeliz protagonista, Rosario), tal como se encargaron de subrayar las críticas en el momento de su estreno, había sido utilizado recientemente en otro film del género, el norteamericano “Crimen SA” (Sidney Salkow, 1957).
Estrenada sólo dos meses después de “Cita imposible”, concretamente el 24 de noviembre de 1958, en el cine Palacio de la Música de Madrid, “Ya tenemos coche” supone la segunda incursión de Fernando Rubio en el medio cinematográfico. Se trata de una comedia dirigida por Julio Salvador, realizador ligado a la productora Emisora Films, creada en su día por Iquino pero de la que se había desvinculado a partir de 1948. “Ya tenemos coche” fue, no obstante, producida por una empresa distinta, la de Jesús María López Patiño, y se rodó en Madrid (donde se desarrolla la parte principal de la acción) y Barcelona. La anécdota narrada ilustra los comienzos de la popularización del automóvil entre los ciudadanos españoles, cuando tener coche propio empezaba a dejar de ser completamente imposible para pasar a ser, simplemente, dificilísimo. El protagonista, un cabeza de familia encarnado por el italiano Umberto Spadaro, harto de las incomodidades del atestado transporte público (especialmente intolerables los domingos de partido en la línea “Cibeles-Al fútbol- Precio: 4 pesetas”) consigue el permiso de compra de un utilitario Seat 600, para gozo y algazara de su familia, constituída por su esposa (a la que da vida Olvido Rodríguez), su monísima hija Lucy (Teresa del Río), su matriarcal suegra a la que presta su rostro de ave rapaz Julia Delgado Caro y el niño Pepito, que se pasa toda la película leyendo el TBO. Las complicaciones de la trama incluyen el auxilio de una compañera de trabajo, Luisa (Mary Martin), la típica secretaria enamorada del jefe (Jaime Avellán, que hace el papel del patrón, Carlos Larramendi), y de Federico (un Juanjo Menéndez todavía con algo de pelo), el novio de Lucy, que debe ganarse todavía la aprobación del futuro suegro. Pero estas peripecias no logran elevarse demasiado de un tono medio, tirando a tibio. La película, obigado es decirlo, concluye sin arrancar una sola carcajada y muy pocas sonrisas. Eso sí, siempre gusta encontrarse con Félix Fernández, que hace el papel de don Balomero, un amigo del protagonista, veterano automovilista, aunque actúe con la voz doblada, lo mismo que Rafaela Aparicio, que tiene una breve intervención al principio del film, igualmente con la voz prestada. Entre las apariciones casi anecdóticas de actores (ocasionales, en algunos casos) cercanos al director, como Luis Parellada o José Luis Barcelona, está la de Fernando Rubio, que hasta dispone de unas breves líneas de diálogo y disfruta de que la cámara le acompañe en su mutis cuando sale de la película. Es el suyo el papel de un fotógrafo que ha tomado una instantánea de don José y Federico, los brillantes ganadores de un estúpido concurso en una estúpida fiesta de trajes celebrada en el hotel barcelonés en el que se hospedan durante su estancia en la Ciudad Condal a la que han acudido en pos del deseado utilitario, en la cual ha oficiado como maestro de ceremonias el citado locutor José Luis Barcelona. El fotógrafo aparece a la cabecera de la cama de don José a la mañana siguiente para venderle la foto. La ofrece, la vende y se va. Ciertamente, era difícil dejar huella alguna en espectadores o críticos con tan magra aportación. Añadamos, a título anecdótico, que interpretando el papel del señor Gálvez, el directivo de la Seat que aparece en la película, hallamos a Francisco Tuset, el actor al que hemos podido ver en la foto inserta más arriba que reunía a Fernando Rubio con el enorme José Isbert, concretamente, el hombre que aparece en segundo lugar contando desde la derecha. Volveremos a encontrarlo en otros títulos, compartiendo reparto con nuestro protagonista de hoy.
Con los Balcázar y con otros, antes de llegar al Oeste
La familia de los Balcázar basaba su fortuna personal en el negocio de la peletería. El patriarca, Enrique Balcázar Sevilla (Valladolid, 1882, Barcelona 1970) como uno de los diecinueve hermanos que formaban la prole de su familia, comenzó a trabajar muy joven y así afianzó las bases de una sólida fortuna en el ámbito del comercio peletero, negocio en el que empezó muy modestamente comprando pieles de conejo en las estaciones de la línea férrea y en el que alcanzó las más altas cotas a nivel internacional. Posteriormente, diversificó sus intereses comerciales entrando con fuerza en diversas empresas de la industria láctea. De su matrimonio con Ángeles Grande nacerían sus hijos Francisco, Alfonso, Jaime Jesús y Luis. Fue iniciativa de Alfonso que la familia invirtiera en la finalización del rodaje de “Catalina de Inglaterra”, en 1950, film dirigido por Arturo Ruiz Castillo. Era el comienzo de un modesto imperio, “Producciones Balcázar”, de titubeante andadura en los cincuenta, firme y procelosa en los sesenta y largamente agonizante desde mitad de los setenta hasta su fenecimiento definitivo en 1986.
Las primeras experiencias de Fernando Rubio en películas Balcázar fueron dos coproducciones con México protagonizadas ambas por Silvia Pinal y dirigidas las dos por Tulio Demicheli, “Las locuras de Bárbara”, estrenada en el cine Callao de Madrid el 2 de febrero de 1959, y “Charleston”, estrenada el 1 de junio de 1960 en los cines Roxy y Carlos III de la capital española. Acompañando a la estrella azteca hallamos, en el primer título, a Antonio Casal y Rubén Rojo, en una historia que relata la arribada a España de una mexicana que quiere reunirse con su padre y de cómo llega a ser vedette de revista. El segundo film presenta en la cabecera de cartel a Alberto Closas y Lina Canalejas al lado de Silvia Pinal y narra una historia basada en el sainete de Carlos Arniches “No te ofendas Beatriz” sobre los fingidos romances de Javier y Beatriz que tratan de enmascarar ante sus familias otros reales, no aprobados por ellas, y terminando por enamorarse entre sí. La aportación de Fernando Rubio en ambos títulos no parece pasar de anecdótica, a juzgar por el lugar que ocupa su nombre en el reparto, aunque, a decir verdad, no ha podido ser constatada por este burgomaestre.

Entre los estrenos de las dos películas coproducidas con México se produjo el de “Altas variedades”, film que no figura en la filmografía de Fernando Rubio de IMDB y de cuya participación en él este burgomaestre fue advertido amablemente por el buen amigo de este weblog, el infalible señor Felíu. Así, en mayo de 1960, en los cines Astoria y Cristina de Barcelona tuvo lugar el citado estreno de uno de los muchos films que dirigiera Rovira-Beleta sobre guiones de Manuel Saló, este ambientado en el mundo espectacular y vistoso de las variedades, un entorno lo bastante pintoresco como para excitar el interés de sus productores, Enrique Esteban y Germán Lorente, los animosos titulares de “Este Films”. La historia que cuenta “Altas variedades” es la de Ilona (Agnes Laurent), una joven que llega a Barcelona procedente de Hungría que tiene que reunirse con Rudolph (Ángel Aranda), un amigo de un hermano suyo, del que había sido camarada en el frente, artista de variedades especializado en el tiro al blanco. No consigue dar con él, pero sí en cambio con Walter (Christian Marquand), otro artista, amigo suyo, de la misma especialidad que la acoge, le busca hospedaje y le enseña su oficio para hacerla su pareja profesional. Pronto Walter se enamora de la chica y ambos jóvenes inician un noviazgo que se verá frustrado con la irrupción de Rudolph, quien tras unirse al espectáculo, seduce a Ilona. Mientras el éxito del número de tiro aumenta, las habladurías de la compañía y las advertencias de Lita, dan paso a la certeza de la infidelidad y en el corazón de Walter anida el amargo despecho. El resto de la película consiste en las maquinaciones de Walter para vengar su corazón herido, a las cuales favorece mucho la intervención de una antigua amante de Rudolph, Rosita (la escultural Vicky Lagos), que reaparece dispuesta a recuperarlo. La tensión creciente, alimentada por Walter, alcanza su punto máximo cuando Ilona y Rudolph, en el transcurso de su número, se enfrentarán en un duelo que, en el caso de la mujer, supone una invitación a cometer un asesinato, enloquecida por los celos. En el último momento, Walter se arrepiente e impide que Ilona mate a Rudolph, encendiendo las luces de la pista. Este giro postrero en los sentimientos de Walter hará, precisamente, que Ilona reaccione y corra en pos suyo al tiempo que llega el final del film. Un final abierto, en el que no se puede asegurar que el torvo Walter estará dispuesto a reavivar su amor por Ilona. Semejante propuesta, tan melodramática, estaba magníficamente servida por Rovira Beleta, quien no por cualquier cosa se alzó con el premio Sant Jordi al Mejor Director Español aquel año. La opresiva y algo delirante atmósfera lograda reflejaba una visión muy atrayente del peculiar mundo de las variedades. Rodada en los estudios barceloneses “Ifisa”, el film estaba perjudicado por una banda sonora de José Solà basada en un piano de abusiva omnipresencia, y recordaba por momentos a la genial “El demonio de las armas” (Joseph H. Lewis, 1950) y, todavía más a “El gran Flamarion” ( Anthony Mann, 1945). En el reparto, se encontraban contribuciones tan interesantes como las de José María Cafarell (en un papel del empresario de circo Valera, que contrata el número de los tiradores), Marisa de Leza (como Lita, la casquivana amiga de Walter y su anterior ayudante), y la insigne María Fernanda Ladrón de Guevara (en una colaboración especial en el papel de Mercedes, la madre de Walter, que vive sola en una roulotte, ligada a una botella de coñac “Soberano”), además de Luis Induni, en el breve papel de representante del Gran Circo Austríaco, un rol similar al que había hecho, casualmente, en “Cita imposible”. Como en este film, previamente comentado, un personaje con la cara pintada de payaso, anda a tiros por la pantalla. La idea de que su personaje se maquillara de aquel modo, según cuenta Rovira Beleta en la entrevista que conforma el libro de Carles Benpar “Rovira-Beleta. El cine y el cineasta”, fue idea del propio Christian Marquand, ocurrencia que provocó la ira del guionista Manuel Saló, pero que, a la luz de los resultados, fue toda una inspiración. Por su parte, quien provocó la irritación del director fue la protagonista femenina, la guapa Agnes Laurent, por negarse a mostrar el pecho, lo que obligó a Rovira-Beleta a buscar una doble para poder filmar los pocos planos precisos para vender la versión para el extranjero. En el capítulo de las fricciones y tropiezos, como siempre, la censura franquista puso sus objeciones dificultando la realización del film, especialmente, el censor eclesiástico, conocido del propio director. Ello a pesar de que Saló y Rovira-Beleta ya había tomado la precaución de no “casar” a Ilona y Walter para evitar que el desliz de la primera supusiera un pecaminoso adulterio. La contribución de Fernando Rubio, como solía ser habitual en este momento de su carrera, se limitaba a formar parte de la “troupe” circense de la que eran miembros los protagonistas del film. Dispone de unas pocas frases que, por cierto, no le oímos pronunciar a él, sino al magnífico doblador (habitual voz de John Wayne) Felipe Peña. La primera, para interrumpir el incipiente idilio entre Rudolph e Ilona, pidiéndoles que apaguen un tocadiscos en el que escuchan música húngara que suena mientras Walter hace su número en escena. Luego se le ve varias veces en los cafés en los que se reúne la compañía y chismorrea sobre el triángulo amoroso que se ha formado entre los artistas del revólver.
Fernando Rubio figura en el reparto de “Los castigadores”, que es el título del remake que escribió Miguel Cussó y que dirigió Alfonso Balcázar para su propia productora del film de Dino Risi, “Poveri ma belli” (1957), que no se había podido estrenar en España al no poder pasar la criba de la censura. Resultó, por tanto, una versión que rebajaba el erotismo del original, pero que conservaba la anécdota en lo fundamental (de hecho, los guionistas que figuraban en los créditos eran los mismos del film de Risi, los italianos Campanile y Franciosa), la rivalidad de dos “pollos” de barrio (José Campos y Julián Mateos) por hacerse con los favores de una nueva y explosiva vecinita (Tere Velázquez). La película, que se estrenó tanto en Madrid como en Barcelona en julio de 1962, contaba en su reparto con algunas estrellas de los escenarios barceloneses, como los muy populares Joan Capri y Gustavo Ré.
Rodada el mismo año que “Los castigadores”, pero estrenada bastante después, concretamente, en mayo de 1963, en el cine Roxy de Madrid, “La cuarta ventana”, producida, dirigida y escrita (en colaboración con José Germán Huici), supuso la tercera producción de “Juro films” y constituye una rareza por el hecho de reunir, en un protagonismo casi equilátero, a tres hermanas, Emma Penella, Elisa Montés y Terele Pávez. Efectivamente, si bien, el papel de Dora García (Emma Penella) se erige un poco más que las otras (Luisa Pau, en la delicada piel de Elisa Montés, y Linda Barcala magramente encarnada por Terele Pávez) en portavoz del trío, las andanzas de estas tres chicas de vida alegre, pendencieras, tiernas y cotillas están planificadas de tal manera que su presencia es prácticamente constante y trilateral, compartiendo las tres actrices el primer plano con una ecuanimidad inusitada. Tras una fenomenal pelea en el club “la Pachanga”, con la que se inicia el metraje del film (en la que ya nos percatamos del fuerte carácter de las tres mujeres. Se ve, por ejemplo, a Terele Pávez mordiéndole la nariz a un individuo), Dora, Luisa y Linda son detenidas bajo acusación de altercado público por el inspector de policía al que da vida Luis Induni. La cosa se complica con presunto tráfico de cocaína, al aparecer dicha sustancia en un tarro de crema propiedad de Dora. Las pesquisas de la policía llevan al comisario a vigilar a las tres mujeres, que comparten piso. Es entonces cuando recogen a la descarriada María Rodrigo, una chica de pueblo que se dejó engatusar por un sinvergüenza profesional, un músico llamado Carlos, que con falsas promesas (el muy tunante está casado y tiene una hija) ha provocado que la muchacha sea repudiada por su padre y se encuentre al borde de la desesperación y el suicidio. Dora, Luisa y Linda ponen manos a la obra y, además de hacer lo posible para encauzar a la joven hacia el buen partido que representa un estudiante de medicina llamado David (Ángel Aranda), inician por su cuenta una investigación que las llevará a través de un variopinto muestrario de situaciones humanas hasta conseguir deshacer la fachada del falsario Carlos y ajusticiar al embaucador seductor propinándole una paliza que, por cierto, preludiaba con cuarenta años de antelación, la que ponía fin a la reciente “Deathproof” de Tarantino. La sucinta contribución de Fernando Rubio al metraje de ”La cuarta ventana” consistía en un par de planos en los que actuaba como operario que restablecía el orden en el devastado local de diversión nocturna “La Pachanga”. Añadamos a lo dicho que la película contenía un momento muy brugueriano cuando las tres amigas, buscando al músico Carlos, abrían sucesivamente todas las puertas de un inmueble por cuyas escaleras iban ascendiendo, para encontrar en cada piso un panorama, una viñeta completamente distintos, a cual más pintoresco (al estilo de “13 Rue del Percebe”). Por otra parte, de manera bastante evidente, el film homenajeaba “La ventana indiscreta”, de sir Alfred Hitchcock, extremo que se pone de relieve en la afición de las tres protagonistas a espiar a los vecinos del edificio frontero con unos prismáticos, observando los distintos momentos de las relaciones humanas, e interviniendo decisivamente en sus vidas. Digamos, para concluir, que el placer de contemplar la interactuación de las tres hermanas compensaba razonablemente la indefinición del tono, entre la comedia y el drama, de la cinta. Esta dicotomía podría resumirse en un momento muy breve, en una sola frase que pronuncia Dora, cuando va a empezar a subir unas escaleras y, cruzado en uno de los primeros escalones, ve a un tipo tumbado, presumiblemente, durmiendo la mona. Dirigiéndose a sus compañeras, Luisa y Linda, les dice: “Cuidado, no lo piséis, que (eso) es un hombre”.

Partiéndose la cara por Ignacio F. Iquino (y por otros)
Hablar de Ignacio Farrés Iquino (Valls, Tarragona, 1910, Barcelona, 1994) es hablar de Cine más allá de sus distintas dimensiones artísticas, industriales o comerciales. Con Iquino, el cine es la vida misma, tal es el grado de entrega absoluta que practicó el cineasta al medio fílmico. Como productor, escritor y director, Iquino trabajó denodadamente, hasta la extenuación, a lo largo de las décadas, impulsando, fabricando, creando una película tras otra con la fe del iluminado. Así lo testimonia Mary Santpere, cuyos comienzos en el cine están ligados a Iquino (aunque su primera relación profesional fue montando una sombrerería, pero eso es otra historia) en su libro de memorias, en su semblanza del cineasta: “No he visto mayor generosidad, más total entrega a un trabajo, a una idea, a un proyecto. Absorbe su personalidad, ante él no queda más remedio que dejarse llevar por la corriente, pues pretender luchar contra ella resulta inútil.” En esta vorágine laboral, así descrita, que era como Iquino entendía el cine, se vio inmerso Fernando Rubio, quien intervino en una buen puñado de títulos debidos al esfuerzo productor del primero, muchos de ellos dirigidos y escritos por el mismo cineasta, verdadero artífice de gran parte de los films que portaban su divisa.
La primera película producida por Iquino en la que interviene Fernando Rubio es una vieja conocida de este weblog, el film dirigido por Miguel Lluch, “Las estrellas” que, rodada en 1960, se estrenó en Madrid el 15 de enero de 1962 en los cines Apolo, Chamberí, Niza, Pez, Río y Sol. Hablamos de ella con motivo de la entrada dedicada a la fugaz actriz y querida amiga de “Lady Filstrup”, Mayra Rey. A lo dicho entonces hemos de añadir que la misión de nuestro protagonista de hoy era la de reventar la desastrosa actuación de la pobre muchacha en una función de artistas amateurs, mofándose de ella, lo que provoca una pelea con Julián Mateos, que se erige en defensor de la dignidad de la joven abucheada. Esta encomienda, la de sostener una pelea con el protagonista, fue una de las tareas más habituales para Fernando Rubio, y ello de manera especial tratándose de producciones Iquino, pues su titular era plenamente consciente de cuánto distrae al público “ver a la gente darse golpes”. Ni que decir tiene que el propio Fernando Rubio, exluchador, era plenamente consciente de esta predilección del respetable por la violencia.
También en “Han matado a un cadáver” (Julio Salvador, 1962), película de la que hablamos aquí con motivo de la entrada dedicada a Ángel Picazo, le tocaba a Fernando Rubio recibir algunos golpes de su protagonista, el distinguido actor antedicho, quien, en su papel del inspector Rivera, se veía obligado a quitarse de en medio al personaje que le salía al paso cuando se disponía a detener a los malhechores, unos falsificadores de moneda, hacia el final del film. El ineficaz sicario que se interponía en el cumplimiento de la misión del policía no era otro que nuestro Fernando Rubio, al que encontrábamos manejando una prensa en “Casa Furbanks”, una tienda-taller de grabados situada en el Pueblo Español de Barcelona, tapadera ideal para el negocio delictivo con el que se lucraba la banda a la que pertenecía. Ya comentamos en su día, lo relativo a esta producción de Alejandro Martí Gelabert, segunda en la que Julio Salvador tenía a sus órdenes a Fernando Rubio y en cuyo reparto menudean los nombres que eran compañeros habituales de rodaje del actor: José María Cafarell, Luis Parellada, Jesús Puche, José Luis Barcelona, Mario Beut, Gaspar González, Ramón Quadreny, etc… Muchos de ellos, a las órdenes del mismo director, se reunieron nuevamente formando el reparto de “La boda era a las doce”, producción protagonizada por una incipientemente estelar Conchita Velasco, rodada en Barcelona en junio de 1962 y estrenada en la misma ciudad en febrero de 1965.
De vuelta a la disciplina de las producciones Iquino, reseñemos un claro antecedente de la producción “en serie” de westerns que se avecinaba. Nos referimos a un film sobre el tema del bandolerismo de Sierra Morena, “José María”, que dirigió Josep Maria Forn en 1963, con Raf Baldasarre en el rol protagonista de José María Hinojosa, bandido apodado “El Tempranillo” por su precocidad delictiva. La película, tan llena de galopadas, asaltos a diligencias y peleas como el más trepidante western, se apuntaba a un género que había dado recientemente algún éxito sonado, como el de “Amanecer en Puerta Oscura” (José María Forqué, 1957) y narraba el amor imposible del bandido generoso por Isabel (Ángela Bravo), una joven de alta cuna, el cual avivará sus deseos de regenerarse y de abandonar el mundo de la delincuencia. Simultáneamente, tendrá que habérselas con las malas artes de “El Rayo”, un traidor en las filas de su partida, con la persecución por parte de las tropas de Fernando VII y, por si todo esto fuera poco, con la rivalidad enconada y hostil de la banda del feroz “Bocanegra”. Tantos contratiempos, como no podía ser de otro modo, terminarán trágicamente, con la muerte de José María en brazos de su amada. Al italiano escogido para el papel principal, le acompañaron estrellas españolas como los jóvenes Víctor Valverde, y Fernando León, además de los habituales Ángel Lombarte, Barta Barri, los italianos Luis Induni y Gustavo Re y el propio Fernando Rubio en un papel ínfimo, entre otros. Sobre el mismo tema del bandolerismo, pero esta vez tomando como protagonista a un representante cualificado del lado de la ley y el orden, Ignacio F. Iquino emprende, en marzo de 1966, el rodaje de una de sus obras que cabe considerar más personales por cuanto su implicación en su realización fue total. Nos referimos a “El primer cuartel” (1966), una película producida, dirigida, escrita (en colaboración con José Antonio de la Loma) y distribuida por el propio Iquino. En ella se contaba la fundación del cuerpo de la Guardia Civil, propósito que le valió la distinción de ser declarada “de interés especial”. En el film, cuya acción se desarrolla en 1844, encontramos a Fernando Rubio interpretando el papel del bandolero Zamarra, cuya partida, junto con las de “El Encrucijao” y “El Chato” queda integrada bajo el mando de un capitán único, Gregorio (Miguel Palenzuela) impuesto por un político corrupto, Juan Ramos (César Ojinaga) que a su vez vela por los intereses del prócer don Tomás (el doblador Joaquín Díaz). Gregorio es, precisamente, el hermano de Fernando (José Suarez), el oficial que recibe la orden de parte del segundo duque de Ahumada (Gerard Landry, con la voz prestada por Estanis González) de comandar el primer cuartel de la recién formada Guardia Civil, que se establecerá en Córdoba. La rivalidad entre ambos hermanos, enconada por la disputa de los favores de Asunción (Marta May), que ha contraído matrimonio con Gregorio mientras Fernando era dado por desaparecido en la campaña de la primera de las Guerras Carlistas, termina, al regreso de éste, con su asesinato a manos de su marido, cuando Gregorio es ya jefe de todos los bandidos de la sierra. En su papel de Zamarra, Fernando Rubio es abatido por los disparos de los representantes de la ley en el transcurso de una escaramuza. Ante su cadáver, el público puede oír una pregunta que bien podría hacer suya. El capitán al mando inquiere a uno de sus subordinados: “¿Conoces a ese?”. “No señor, no sé quién es”, contesta el interpelado. “Poco importa que fuera “El Encrucijao”, “El Chato” o “Zamarra”. Tarde o temprano todos acabarán igual”. Ese era, en cierto modo, el destino de actores como Fernando Rubio en aquel momento, el de hacer papeles intercambiables, los cuales disponían de un nombre y de muy poco más. Con un papel mucho más agradecido, destacaba en el film Manuel Gas, como el sargento Pablo Vellido, que deshonra el uniforme, cediendo a las debilidades humanas, y sufre el castigo por ello. Anotemos que Francisco Tuset, el hombre de la foto con José Isbert, tenía aquí el papel de don Enrique, el padre de Asunción, la mujer de la discordia fratricida. En el extenso reparto, la presencia de Tunet Vila (al que hemos visto en otras incursiones cinematográficas) interesará al aficionado a los tebeos. El doblaje de la película (la sincronización, que era como se denominaba entonces), con el sello de “La Voz de España”, fue dirigido por Juan Xiol, que, en septiembre de 1965 había concluido el rodaje de “Río maldito”, otra producción de Iquino que se estrenó en Barcelona el mismo año que “El primer cuartel”. Fernando Rubio actuaba en este film, que reproducía en el Pirineo Catalán los parajes del lejano Canadá, en un papel destacado. A este western siguió “Cinco pistolas de Texas”, nuevamente producido por Iquino y con el mismo Juan Xiol a la dirección. Los dos westerns dirigidos por Juan Xiol no serían las únicas producciones de ese género producidas por Iquino que en cuyo rodaje participaría Fernando Rubio en 1965, también se incluía su nombre en el reparto de “Un dólar de fuego”, firmada por Nick Nostro. Pero de los westerns que rodó Fernando Rubio, que fueron muchos, hablaremos en epígrafe aparte…

A las órdenes de Mario Camus
A Julián Mateos ya le hemos encontrado en “Los castigadores” y en “Las estrellas”, dos películas con producciones de los muy relevantes Balcázar (la primera) e Iquino (la segunda). Es, empero, con el tarragonés de Valls, con quien Julián Mateos forjó los inicios de su carrera cinematográfica. El mérito de haberle “descubierto” para el teatro se lo apuntaba Adolfo Marsillach, de lo que daba cuenta en sus memorias (reiteradamente citadas en este weblog). En ellas, el autor de “Yo me bajo en la próxima ¿Y usted?” recordaba que en 1957 dirigía e interpretaba obras en Barcelona, en el Teatro Windsor (el mismo local donde se estrenaría, por cierto, la película de debut de Fernando Rubio), del que era gerente Alfredo Matas. Cuando estrenó “El pan de todos”, de Alfonso Sastre, planificando la dramática escena final, como necesitaba escoger unos figurantes (que debían rodear el cuerpo sin vida del caído protagonista), hizo que “le llevaran” unos cuantos chicos y chicas estudiantes del Instituto del Teatro. De entre ellos, le impresionó uno especialmente, poseedor de una cara y una mirada intensísimas. Tanta impresión le causó que montó el climático final en función de su presencia. Aquel joven era Julián Mateos.
En 1964, además de las previamente citadas, Julián Mateos había intervenido decisivamente en “Los desamparados” (Antonio Santillán, 1960), “No dispares contra mí” (José María Nunes, 1961), “El precio de un asesino” (Miguel Lluch, 1963) y, sobre todo, en “Juventud a la intemperie” (Ignacio F. Iquino, 1961) y “Los atracadores” (Francisco Rovira Beleta, 1961), películas que le fueron creando una aureola casi mítica, de actor joven genialoide en la estela de los James Dean o Marlon Brando de un lustro atrás. Su consagración definitiva, certificada con el premio de aquel año del Círculo de Escritores Cinematográficos al mejor actor le llegó con “Young Sánchez”, la adaptación fílmica de un relato de Ignacio Aldecoa que llevó a cabo Mario Camús. En ella se cuenta, con un tono que quiere ser descriptivo de la realidad social, la lucha por salir de la desesperanza de un joven y prometedor boxeador, el “Young Sánchez” del título, lo que le lleva a despojarse de todo escrúpulo y a ponerse en manos de un promotor fullero, don Rafael (Sergio Doré), aun a sabiendas de que sus aspiraciones le ponen en contacto con la corrupción, desoyendo las recomendaciones de su preparador de siempre (el italiano Ermano Boneti) y del experimentado y desencantado amigo, Conca (el portugués Carlos Otero). Fernando Rubio corre a cargo del desagradable papel del asistente personal (o “gorila”) del turbio don Rafael, encendéndoles los cigarros, conduciendo su coche o llevando a su presencia a la gente con quien don Rafael quiere hablar. Prácticamente sin diálogo que decir, Fernando Rubio cumple razonablemente con su subalterna función. En el papel de padre de “Young” Sánchez, encontramos a Luis Ciges, que frecuentará los repartos de las coproducciones Iquino. Ángel Lombarte, que había tenido el lucido papel de “Avilés” en la inmediatamente anterior producción de Iquino con dirección de Mario Camús, “Los farsantes”, cuenta en este film con una intervención de menor relieve. El film, uno de los destacados del cine español de la década de los sesenta obtuvo muy pronto un prestigio que se ha mantenido incólume con el paso de los años.

Fernando Rubio cumple una función auxiliar en “Muere un mujer” un intento del todavía inexperto Mario Camus de apuntarse a la corriente, entonces explorada por cineastas jóvenes como François Truffaut, de hacer cine “a lo Hitchcock”. El resultado, un film meramente distraído, que se estrenó en el Coliseo de Bilbao en julio de 1965, y posteriormente en Madrid, en los cines Gayarre, Palace, Pompeya y Rosales, y en el Capitolio de Barcelona a los dos años cumplidos de su estreno original, despierta alguna simpatía por su singularidad. La trama, un argumento original del propio director escrito en colaboración con Carlos Saura que fue pergeñado para atender el interés de un grupo zaragozano (en el que estaba integrado el director de fotografía, Víctor Monreal) de producir un film, cuenta la peripecia de Javier Masana, un marido infiel, aficionado al ligoteo fino en los cabarets que enviuda bruscamente cuando su esposa, Marisa (Mabel Karr), de corazón algo delicado, sufre una fatal impresión al encontrarse con un cadáver en el maletero del coche familiar en una hasta ese momento tranquila jornada playera. Para cuando Javier descubre el cuerpo desencadenante del fallecimiento de Marisa, han transcurrido siete días. El inerte ocupante del maletero de su Chevrolet era un joven vecino al que había visto algunas veces en buena armonía con su difunta esposa y que vivía con otro hombre, un arquitecto llamado De la Peña (Tomás Blanco). La policía entra en sospechas en relación a Javier quien, auxiliado por su cuñada, Helena (Gisia Paradís) pone todo su esfuerzo en demostrar su inocencia y en averiguar el responsable indirecto de la muerte de su mujer. Sus pesquisas le llevan al apartamento de Manuela (Miki, para las amigas, encarnada por María José Goyanes), una joven “ligera” a la que había conocido, casualmente, la noche anterior al deceso de su esposa. A la chica la protege un tal Jorge Puig, que pone a dos sicarios sobre los pasos de Javier, para amedrentarlo (Ángel Lombarte y nuestro protagonista de hoy, Fernando Rubio). La investigación se complica hasta el punto que Javier sufre un atentado en la estación del ferrocarril urbano de Bonanova (la acción transcurre en Barcelona), cuando el personaje anónimo que interpreta Fernando Rubio le propina un empujón al paso del tren, con la intención, esta vez, de tan sólo asustarlo. El sicario, que huye modestamente en el “tranvía azul” del Tibidabo, pronto es acorralado y detenido por la policía. Finalmente, Javier consigue desmontar la coartada de De la Peña, que es quien asesinó al joven con quien colaboraba profesionalmente y al que había acogido en su casa “como un padre” impulsado por unos irreprimibles y envenenados celos profesionals. La idea original, como fácilmente cabe suponer, hablaba de un crimen pasional entre homosexuales, pero tal concepto quedó enterrado por la acción de la censura. Finalmente, Javier queda contentísimo, libre de una mujer a la que no quería y prometido a su cuñada Helena, hasta tal punto que se permite un pícaro guiño al espectador en el plano final. La efectividad del suspense varía a lo largo del transcurso del metraje, pero nunca alcanza alta intensidad, ni siquiera en sus puntos álgidos. El aspecto de la película pretende reforzar la filiación hichcockiana y el aire norteamericano, apoyado en signos externos, como el automóvil del protagonista o el sombrero que luce, o la banda sonora, adscrita al género jazzístico, debida a Antonio Pérez Olea, la cual, lamentablemente, lejos de operar en beneficio de la película (cual sucedía en las magníficas contribuciones de Bernard Hermann o de Franz Waxman en los films del Maestro del Suspense), perjudica, en ocasiones, gravemente, a la acción, como cuando el protagonista debe recoger el cuerpo de su mujer y a su hijo, el niño Ricardito, el fatal día de playa, acción que, acompañada de un animado ritmo de un grupo de jazz, recuerda al tonto trajín de una comedieta de Lazaga (por ejemplo), moviendo al espectador más al terreno de la hilaridad que al de la desazón angustiante. Iquino se encargó de distribuir el producto, tal como había hecho con el film anterior de Camus, el comentado“Young Sánchez”.

¡Ve al Oeste, Fernando! ¡Al galope!
Si en la primera etapa de su carrera, que podríamos datar entre 1958 y 1964, los títulos en los que intervino Fernando Rubio se inscribían prioritariamente en el género policíaco y en el de la comedia de costumbres, como los preferidos por la paupérrima industria cinematográfica española para producir films rentables económicamente y atractivos, al tiempo, para el público, a partir de 1965, con el sonado estreno de “Por un puñado de dólares”, el hoy clásico de Sergio Leone, el western europeo, lo que genéricamente se dio en denominar “spaghetti western” vino a ocupar un lugar destacado en las preferencias del público de extracción popular. Las coproducciones con Italia y Alemania, fomentadas desde la administración del estado español encontraron en este subgénero el terreno idóneo para proliferar, situación de prosperidad que cristalizó en la construcción de estudios cinematográficos que incluían construcciones estables de ambiente western, como el poblado que se construyó por cuenta de la barcelonesa productora Balcázar en la localidad de Esplugues de Llobregat. Un poblado que, prácticamente, llegó a convertirse en un segundo domicilio para Fernando Rubio.
En mayo de 1964 se concede la licencia para construir en el término municipal de Esplugues de Llobregat los estudios cinematográficos que contenían un decorado que representaba un poblado del Oeste Americano, lo que se conocería popularmente como “Esplugas City”, propiedad de la productora “Balcázar PC”. Era el segundo poblado del oeste que se construía en territorio español, tras el de Hoyo de Manzanares y abrió el camino de otros que seguirían, como los tres que se edificaron en la provincia de Almería y otro más, el último que se erigió con finalidades estrictamente cinematográficas en Daganzo (Madrid). En el poblado de los Balcázar, edificado por Enrique Bronchalo, según el proyecto de Juan Alberto Soler, se rodaría un gran número de westerns, no sólo la empresa titular, sino muchas otras productoras, incluyendo la más laboriosa de todas, la IFISA de Iquino. Fernando Rubio participó en el rodaje de un buen número de ellos, empezando por el primero de todos, “Pistoleros de Arizona” que, protagonizado por Robert Woods, se rodó en septiembre de 1964. Coproducido con Italia y Alemania, contenía imágenes tomadas en exteriores localizados en Fraga (Huesca), Colmenar Viejo y en el Cabo de Gata, y supuso, también, el debut de Fernando Sancho en su “tipo” de mexicano. A “Pistoleros de Arizona”(dirigida por el mismo Alfonso Balcázar y estrenada en 1965) siguieron, también producidos por Balcázar: “Oklahoma John” (1965) y “Sangre sobre Texas” (Alberto de Martino, 1965) y, curiosamente, también intervino Fernando Rubio en el último de los westerns rodados en “Esplugas City”, el paródico “Les llamaban Calamidad” (Alfonso Balcázar, rodado en 1972 y estrenado en Barcelona en mayo de 1974), para cuyo guión, según relato directo del propio autor, Alfonso Balcázar se apropió de una historia de Juan Gallardo (más conocido como Curtis Garland). También filmados en los estudios levantados en 1964, fueron las siguientes producciones IFI, todas ellas con actuación de Fernando Rubio: “Un dólar de fuego” (Nick Nostro) y “Cinco pistolas de Texas (Juan Xiol), rodadas en 1965, tres títulos rodados consecutivamente en 1970, “La diligencia de los condenados” y “Abre tu fosa, amigo… llega Sábata”, dirigidas por Juan Bosch, y “Veinte pasos para la muerte” con Manuel Esteba a la dirección, y, rodada en 1971, “Un colt por cuatro cirios”, western dirigido personalmente por su productor, Ignacio F. Iquino, lo mismo que “Los fabulosos de Trinidad”, que ejemplificaba la manera en que Iquino, como habíamos dicho de Balcázar en relación a “Les llamaban Calamidad”, trataba de explotar la fiebre popular por los westerns paródicos y zarrapastrosos. A estos títulos del género rodados en los estudios barceloneses cabría añadir otros de similares características pese a cuyo rodaje se había producido en parajes distantes, como “Río Maldito” (Juan Xiol, 1966) y “El Puro se sienta, espera y dispara” (Eduardo Mulargía, 1969). De entre todas ellas nos limitaremos a comentar unas cuantas.
En tránsito por el género western, en su versión europea, que tuvo una duración de unos siete u ocho años, Fernando Rubio tuvo oportunidad de encontrarse inmerso en tres modalidades bien diferenciadas. En un primer momento, actuando en los producidos por Balcázar, se encontró con westerns que seguían el modelo tradicional norteamericano, donde el protagonista defendía valores éticos que se correspondían con los del orden establecido. La figura del héroe era exaltada y no mancillaba su pureza ninguna sombra de ambigüedad moral. Los paisajes en los que se desarrollaba la acción, no eran necesariamente áridos o desérticos, sino que, por el contrario, cabía hallar en ellos localizaciones de parajes naturales de belleza idílica. La violencia, en estos primeros westerns, se mantiene en niveles de contención. No existe el regodeo sádico en la práctica de la violencia, que siempre aparece como consecuencia de una gran tensión y no alcanza el paroxismo ni en el climax final. En un segundo momento, los protagonistas dejan de ser modélicos moralmente hablando, suelen moverse por venganza o por afán de lucro y son tan sanguinarios como sus enemigos. El paisaje que contienen la acción será siempre tan seco y duro como los personajes que en él se mueve, que pasan a hacer uso de la violencia de manera continuada y a menudo sádica. Al espectador no se le priva de la contemplación de la sangre, que es vertida con verdadera profusión. A estos dos momentos suceden los años de la parodia del género, propiciada por el avasallador éxito de la saga de Trinidad, hasta tal punto que el tono de farsa contamina incluso films hechos, en principio, “en serio”. La proporción de suciedad, polvo y mugre va aumentando, progresivamente, a través de los tres periodos.

Inscrito en el primero de los tres periodos descritos, “Oklahoma John” (1965) fue dirigido nominalmente por Jaime Jesús Balcázar, aunque su autoría real parece ser que es más bien atribuible al italiano Roberto Bianchi Montero (acreditado en las versiones italiana y alemana como Robert M. White y desaparecido de los títulos de crédito de la versión española). Esta práctica, la de tener profesionales españoles de “figurones”, era habitual en las coproducciones, hecha con la finalidad de cumplir con las exigencias de la normativa aplicable a las películas producidas en régimen de coproducción. Fuera quien fuese su director efectivo, el resultado final de esta coproducción hispano- italo- alemana, es un agradable western al estilo clásico norteamericano, con sus toques de humor, de melodrama, y sus buenas dosis de acción. Cuenta la historia del dominio abusivo del cacique, “hecho a sí mismo”, el ranchero Rod Edwards (José Calvo), que se vale de un ejército de pistoleros ( en el film se habla de 50 hombres, aunque nunca se ven más de unos ocho o diez caballistas) para imponerse por encima de la ley en el pueblo Río Rojo. La llegada de un nuevo Sheriff (el ignoto Rick Horn) reintegrará el imperio de la ley y esclarecerá viejos delitos. Al comienzo de la acción vemos a los matones de Edwards apalizando a Mike (Remo de Angelis, con la voz de Dionisio Macías), el anterior sheriff (una suerte de papel similar al de Dean Martin en el clásico hawksiano “Río Bravo” (1958), aunque sin cantar), que pone de manifiesto hasta qué punto son los hombres de Edwards, encabezados por Hondo (Karl Otto Alberty, a quien dobla el sensacional Joaquín Díaz) y Jim, el hijo del terrateniente, los que gobiernan la ciudad. Después de los títulos de crédito (acompañados de una balada en inglés al estilo de las de Dimitri Tiomkin -otro rasgo pre-spaghetti, por cierto), asistimos a la arribada de un nuevo sheriff, muy celoso de su pasado, que se hace llamar Oklahoma John (más adelante se revelará que se trata del “famoso” Thomas Hunter) y que no se dejará intimidar por las coacciones de Hondo ni de su patrón. Es recibido por un tal Benjamin Franklyn Everett, conocido como “Chuck” (el excelente doblador Jesús Puche), un parlanchín vejestorio, personaje en la línea del inmortal Walter Brennan, que le sirve de ayudante y le pone en antecedentes de todo lo relativo a la vida en Río Rojo, lo que incluye la decisiva influencia del dueño del salón, Watson (Tom Felleghy, con la voz de José María Angelat), y a su novia, Georgina White (Sabine Bethmann), que está resentida con los sheriffs desde que su padre fue asesinado y de que nadie hubiera movido un dedo para resolver el crimen. Ni que decir tiene que Oklahoma John pondrá remedio a ambas cuestiones relativas a la rubia Georgina y resolverá el asesinato del señor White al tiempo que conquista el corazón de su hija. Tanto Hondo como James Edwards, manejados por el ladino Watson, fueron los responsables de la muerte de Mr. White y, sumado a este horrible delito, pende sobre sus conciencias el de Ken Hogg, un molesto testigo del primer crimen. El brazo ejecutor, no obstante, de Watson, no será el héroe del film, demasiado atado por legalismos, sino Rod Edwards, que ha asistido a la violenta muerte de su descarriado hijo Jim, de lo que hace directamente responsable al intrigante hostelero. De su internacional reparto, sobresalen los veteranos Jesús Puche y José Calvo, que hacen muy logradas creaciones de sus prototípicos papeles. Si el primero, como hemos dicho, tiene una referencia clara en Walter Brennan, el segundo no desmerece la comparación con el Spencer Tracy de “Lanza rota”(Edward Dmytryk,1954) o “Mar de hierba” (Elia Kazan, 1947), o el Anthony Quinn de “El último tren de Gun Hill” (John Sturges, 1957), afectado como él por la decepción que un hijo débil y problemático al que no ha sabido criar. El protagonista, el poco expresivo Rick Horn, se beneficia de la magnífica y ductilísima voz de Manuel Cano, que consigue, en algunos momentos, hacerle parecer un buen actor. En cuanto a nuestro Fernando Rubio, tiene a su cargo un papel incidental como José, el mexicano padre de una muchacha con la que el sheriff Mike se había comprometido a casarse estando borracho, previo cobro de una prima de cien dólares. José visita varias veces a Mike en la celda donde el nuevo sheriff lo tiene retenido, para reclamarle la resolución del acuerdo, sin obtener ningún éxito. En este breve rol dispone de poco diálogo, pero consigue, con un par de gestos de resignación, subrayar la comicidad de la situación.
“La diligencia de los condenados”, largometraje dirigido por Juan Bosch, cuyo rodaje de interiores fue el último que se efectuó en los estudios IFI situados en el Paralelo barcelonés, adapta una novela de Lou Corrigan (Antonio Vera Ramírez). Su trama argumental, inscrita en los cánones más tradicionales del western, nos relata el regreso a la actividad de Wayne Sonnier (Richard Harrison, con el que Fernando Rubio ya había coincidido en “Sangre sobre Texas”) un antiguo pistolero que quiso dejar atrás su pasado estableciéndose, con su mujer e hijo, como encargado de una estación de postas, adoptando incluso, un nombre supuesto, el de Robert Waldon , tras un enfrentamiento con otro pistolero, el delincuente Anthony Stevens (el italiano Bruno Corazzari). La casualidad quiere que su rival de entonces, tras cometer un múltiple homicidio en el rancho de la familia Cricker, esté prisionero en el calabozo del sheriff de Marfa, John Meredith, pendiente de la llegada de un testigo presencial de su crimen el cual llegará en la diligencia que debe repostar en el establecimiento de Wayne. El bandido mexicano Ramón Sartana (el inevitable e imprescindible Fernando Sancho), que está en deuda con Stevens, intercepta con sus secuaces la diligencia y toma como rehenes a todo su pasaje en el local de Wayne, el viejo pistolero John McCandy (Gustavo Re), el tahúr Dan Oliver, el predicador Herbert Green y un vendedor de relojes llamado Jeremy Foster. En la banda de Sartana encontramos al también mexicano Pedro, a quien da vida Fernando Rubio, un tipo bullicioso y tragón (“Yo como más que cuatro hombres juntos”, afirma), además de maloliente (“hueles como un caballo”, le dice McCandy) que es el primero en enfrentarse a puñetazos con el héroe Wayne, enfrentamiento que interrumpirá la llegada de Sartana, cuando llevaba las de perder, y que se repite en la negrura de la noche, con muy mal final para él. Tampoco tiene mejor suerte Patterson (Ángel Lombarte), otro miembro de la partida que también sostiene una pelea con el invencible Wayne en el tradicional marco de los establos. Finalmente, Antony Stevens consigue escapar de la cárcel de Marfa, donde estaba preso con sus compinches John Wiseman y Brett Hudson, pero tan sólo para acabar enfrentándose en un duelo con Wayne Sonnier, que será la revancha del que años antes había apartado al héroe del ejercicio de las armas. La película, como obligaba la política de la casa Iquino, estaba repleta de peleas. A las señaladas en este comentario habría que añadir una de carácter multitudinario en el Saloon de Marfa, a raíz de la cual se produce la detención de los forajidos. La película, una coproducción de IFI con la empresa “Devon Films” italiana, se rodó en los estudios Balcázar de Esplugues de Llobregat (Barcelona) entre marzo y mayo de 1970 y se estrenó en Valencia en agosto del mismo año, mientras que hizo lo propio en Barcelona en enero del año siguiente, en el cine Capitol, y en Madrid no se estrenó hasta octubre de 1972, en el cine Madrid.
Idéntico dúo protagonista tenía “Abre tu fosa, amigo…llega Sábata” e idéntico director. Se rodó integramente en los estudios Balcázar de Esplugas entre agosto y septiembre del mismo año que la película anterior. Como “La diligencia de los condenados”, esta era una nueva coproducción entre las empresas citadas, la catalana IFI y la italiana “Devon Films”. Nuevamente, Fernando Rubio se hacía cargo de un rol de mexicano, aunque en esta ocasión, su personaje, en lugar de ser un peligroso bandido, no era más que Miguel, un manso trabajador del rancho del viejo McGowan (Gustavo Re, que también repetía), el cual asistía impotente al asesinato de su patrón por parte de Morgan (Gaspar “Indio” González) , uno de los sicarios del voraz terrateniente James Miller (Alejandro Ulloa). Steve McGowan, oficial sudista que regresa del frente de la Guerra de Secesión, se encuentra con tan cruel panorama. Trata de tomarse la justicia por su mano y consigue liquidar a Morgan, pero Miller reclama protección del sheriff de Tombstone (Luis Induni) y éste detiene al joven McGowan y lo encadena a otro preso, el asaltador mexicano León Pompero (Fernando Sancho). El sudista y el mexicano consiguen evadirse mediante una treta del sheriff. Entonces Miller, intranquilo, contrata al infalible pistolero Sábata (Raf Baldassarre) y a su banda, para asegurarse de que ningún McGowan perturbará su próxima boda con su prometida, Helen Kendall (Tania Alvarado). Mientras, los fugados se detienen en casa del mexicano, lo que nos permite conocer a su mujer, Lupe, y a su numerosa prole, hasta que nuevamente han de huir. Sábata les sigue los pasos y, tras tener la certeza de que han estado allí (descubre en el pecho de uno de los niños una medalla del ejército sudista, procedente, sin duda, del oficial McGowan), presiona cruelmente a Lupe para que le informe del paradero de los dos hombre que busca. En su camino a México, Steve y León se refugian en una hospedería-burdel que regenta una tal Josefa, amiga de Pompero, pero cuando, precisamente, el héroe, Steve, está a punto de demostrar que no es de piedra con una rubia pechugona, llega la banda de Sábata y tienen que volver a poner pies en polvorosa. Tras una pelea multitudinaria (muy bien coreografiada, por cierto) Steve y León continúan su escapada hasta robar una diligencia, precisamente de la compañía Miller, la cual transportaba justamente, a la prometida del malvado empresario. Entre Steve y Helen (que había accedido a su proyectada boda sólo por interés, para ayudar a su arruinado padre) surge, inevitable y lógicamente, la chispa del amor, pero antes de que éste se manifieste plenamente, la joven es rescatada por Sábata, y Steve y León son hechos prisioneros. En “La Paloma”, la hacienda de Miller, los dos compañeros son torturados, hasta que, una vez más, consiguen huir ayudados por Helen. Por último, en un algo precipitado final, llega el postergado enfrentamiento singular entre Steve McGowan y Sábata, con la victoria del primero por un balazo a cero. La película, que contaba con un guión muy distraído, no exento de sanos toques de humor, basado en un argumento del dúo creativo que formaban el propio Iquino y su pareja de entonces (quien, cosas de la vida, había sido su cuñada) Juliana San José de la Fuente (que firmaba con el seudónimo de Jackie Kelly), a los que se sumaba el italiano Luciano Martino, se beneficiaba de una espectacular fotografía de Luciano Trasatti, de un ritmo sostenido, y de la presencia, siempre notable, del veterano Alejandro Ulloa, todo un primer actor que dotaba al villano Miller de una entidad que sobre el papel no tenía. Del mismo modo, cabe decir que Raf Baldasarre, un viejo conocido de Iquino, fracasa en su intento de resultar amenazante en su papel de Sábata. En ningún momento da la sensación de peligro que el personaje requería. Fernando Sancho, en cambio, está a sus anchas en su estereotipo de bandido mexicano, mostrado en este título en su matiz más cómico que sanguinario.
En “Un colt por cuatro cirios”, la pareja (artística, profesional y sentimental) que formaban Ignacio Farrès Iquino y Juliana San José de la Fuente, volvían a tomar como base literaria, una novela de Lou Corrigan, aunque en esta ocasión, como apunta el responsable del estupendo weblog westernfilo “Territorio Ranown”, la obra adaptada es de género negro, por lo que su trasvase al terreno western hace de la película resultante un producto híbrido. Efectivamente, la trama de “Un colt por cuatro cirios” transcurre, fundamentalmente, entre codiciosos delincuentes y son sus luchas internas el verdadero motor de la acción. Ésta comienza con el asalto (que, por cierto, parece montado a base de retales de diversas escenas de cabalgadas) del carro que transporta el oro de las contribuciones del pueblo de Tancona (Texas). La banda responsable del robo es la del orondo Oswald (Cris Huerta) a la que vemos divirtiéndose la misma noche del atraco en un el salón local. Entonces vemos a Fernando Rubio, en el papel de Mulligan, uno de los integrantes de la banda, divirtiéndose con una chica. Viendo que está a punto de desenfrenarse, le grita a su jefe: “No me pague hoy, jefe. Me lo gastaría todo con esta morena”, lo cual, dicho sea de paso, demuestra una gran sensatez para tratarse de un salteador de carros. Farley (Molino Rojo), otro de los bandidos, descontento con su situación en la banda (es el hazmerreír porque su mujer le es infiel con Rogers, otro miembro del gang a quien da vida Vidal Molina) y con el reparto que hace Oswald del botín, roba audazmente el oro. Cuando es descubierta la jugada del traidor, Oswald envía a Mulligan en su persecución, pero cae muerto bajo los disparos de Farley y nuestro protagonista de hoy sale del film a los quince minutos de su inicio. Posteriormente, Rogers y los otros malhechores (Ángel Lombarte y César Ojinaga) dan caza a Farley y convierten a su mujer, Berta (Mary Martin), en su viuda y a su hija (Olga Omar) en huérfana. En cuanto al oro, no obstante, no consiguen dar con él. El sheriff de Tancona, Frank (interpretado por Robert Woods, al que llevamos viendo en estos menesteres desde la pionera “Pistoleros de Arizona”), auxiliado por un ayudante que acaba mordiendo el polvo (Gaspar “Indio” González) y por el cochambroso Jim (Luis Ciges, en su versión de la “vieja atrocidad” original de Walter Brennan y luego potenciada por diversos “tipos” del spaghetti western) pondrá manos (y puños) a la obra y terminará resolviendo el caso poniendo en juego un poco de ingenio y gran cantidad de nudillos despellejados. De los westerns aquí comentados, es “Un colt por cuatro cirios” el peor. Iquino lleva su convicción por el atractivo de las peleas a puñetazos a un extremo tal que se interna en lo tedioso. Las peleas se suceden sin descanso y se prolongan en exceso. Especialmente la última, entre el héroe y Rogers, un bandido con tendencias psicópatas que gusta de estrangular mujeres, que habían sido,en tiempos, medio colegas, parece que no fuera a tener fin. Para cubrir todas las posibilidades, Iquino incluye también una pelea a mamporro limpio entre Berta, la viuda de Farly y su hijastra, en la que, desde luego, no se muestran nada remilgadas, especialmente la ya veterana Mary Martin, la cual, todavía de muy buen ver, sacude algunos directos muy interesantes. La dirección de Iquino, apenas funcional, resulta bastante áspera y el conjunto queda lejos del espectáculo ameno que pretendía ser.

Interludio cómico con Cassen y otros espías
Ignacio F. Iquino, siempre pendiente de satisfacer las apetencias del público, como medio más seguro de obtener la máxima rentabilidad a sus inversiones cinematográficas, empleaba diversos recursos, tantos como se le venían a las mientes. Uno de ellos consistía en confiar en el talento de los actores cómicos como reclamo comercial seguro. Del mismo modo que había producido títulos basados en el gancho de Paco Martínez Soria y Mary Santpere y, posteriormente, en el de Miguel Gila, en 1967 Iquino estrenó dos películas con el cómico Cassen (Casto Sendra Barufet, Tarragona 1928- Barcelona 1991) como protagonista, una dirigida por Juan Bosch, “El terrible de Chicago”, que parodiaba el ambiente gangsteril de la ciudad del título, de moda por aquel entonces debido a la emisión de la serie “Los intocables” en TVE y otra, dirigida por él mismo, “07, con el 2 delante. Agente Jaime Bonet”, parodia chusca de los films de James Bond. En ambas el guión venía firmado por el polifacético productor, en colaboración, la primera con Francisco F. Prada y la segunda, con el inmenso, inacabable y brugueriano Armando Matías Guiu, alguien que en Bruguera lo escribía casi todo. En ambas, participó Fernando Rubio.
De las dos, “07, con el 2 delante. Agente Jaime Bonet” se revela netamente brugueriana, recordando poderosamente el espíritu y la letra de una historieta cualquiera del vazquiano Anacleto, agente secreto. La historia nos muestra a la consabida organización de espionaje del “mundo libre”, comandada por míster Murray (Gustavo Re, que actúa seguido con toda naturalidad por uno de sus caniches), a la que le roban un balón de fútbol repleto de microfilms secretísimos. A su último agente especial, el 06, lo han liquidado accidentalmente de un “tiestazo” y le buscan sustituto, el cual, por decisión de Mr. Murray debe ser alguien que se aparte del estereotipo de agente secreto guapo y apuesto, para que pase inadvertido. El elegido será un camarero de hotel, Jaime Bonet, al que da vida Cassen. Ayudado por la festiva cantante Encarnita Polo, el candidato a agente secreto recibe la correspondiente formación (básicamente le enseñan judo), tras lo cual recupera el balón perdido en el transcurso de un partido de fútbol, haciéndose pasar por portero. Antes de lograr culminar su misión habrá tenido que enfrentarse a los agentes rivales, representantes de las fuerzas del mal, uno de los cuales, el más recalcitrante, será el personaje de Fernando Rubio (que asegura, en su primera aparición, ser un comerciante textil que compra tejidos en Sabadell, se los lleva a Manchester y los vuelve a vender con el correspondiente marchamo, al doble de su precio), con el que mantiene una serie de enfrentamientos, de los que sale vencedor, para oprobio del exluchador. El último de ellos y definitivo se produce en un ascensor, situación típica de las películas de James Bond, sólo que a diferencia del modelo parodiado, en esta ocasión el elevador lleva pasaje en forma de señoras en todo semejantes a un coro de cacatúas. El humor que recorre la película, veteado de las chispas típicas de Armando Matías Guiu, contiene algunos hallazgos como la máquina detectora de espías, que funciona con monedas, o los chistecitos, que pasan ligeros, como zumbido de mosquitos, como cuando una azafata le recrimina a Jaime Bonet que llega seis minutos tarde a coger su vuelo, a lo que éste le replica: “Es que ponen ustedes los aviones tan lejos…” El final del film es prototípico de una historieta de Anacleto. En el momento de entregar el balón codiciado, con sus valiosos microfilms dentro, y tras recibir felicitaciones en medio de regocijo y jolgorio, Jaime Bonet no puede reprimirse y pretende cederlo a Mr. Murray por el sistema de chutarlo, con el resultado de que el balón sale despedido por una ventana y se pierde por ella.
No por casualidad, el mismo año 1967, Fernando Rubio tiene otro papel similar (aunque de mucha menor extensión) en “Nido de espías”, película presuntamente seria que, filmada en régimen de coproducción con Italia, dirigió Gianfranco Baldanello. Estrenada en España a lo largo de 1968 (en marzo en Sevilla, en mayo, en Madrid y en octubre en Barcelona), el film contenía todos los tópicos del género al que aspiraba a adscribirse. Como protagonista, en el papel del casi sobrehumano agente Bart Fargo, actuaba el forzudo Gordon Scott, al que, a pesar que la acción le lleva también a Barcelona, es muy difícil confundirlo con Cassen. La trama, originalísima, incluía un rayo desintegrador creado por el ingenio de un científico al que secuestran “los malos”, que contaban, para la consecución de sus fines, con el auxilio de un científico traidor a la causa del bien, el profesor Carver, encarnado por el especialista en villanos, Alberto Dalbes. El papel de Fernando Rubio, como ha quedado dicho, era el de uno de los sicarios de la organización enemiga, y no de los más hábiles, por cierto. Como ya iba pareciendo que había de ser su sino, el personaje de Fernando Rubio moría violentamente, en este caso, alcanzado por las balas de las fuerzas del bien.

Participando de la mejor TVE
Si una serie mítica dio a la posteridad el espacio dramático "Novela" de Televisión Española, esa fue "El conde de Montecristo", dirigida por pedro Amalio López en 1969, que confirió a su protagonista, el actor barcelonés Pepe Martín la incómoda celebridad de ser para siempre Edmundo Dantés, el protagonista de la obra de Alejandro Dumas. Inmerso en un elenco magnífico que incluía a José María Escuer, Pablo Sanz, Emma Cohen, Fiorella Faltoiano, Estanis González o Serio Doré, "El conde de Montecristo" permitió a Fernando Rubio incorporar un personaje "de levita" que hablaba con prosopopeya y elegante distinción, alejándose una larga distancia de sus habituales esbirros del spaghetti western. Así, como comisionado del gobernador para inspeccionar las prisiones, tiene Fernando Rubio que visitar a Edmundo Dantés en su confinamiento en la mazmorra de la fortaleza de la isla de If. Su actuación no desentona y nos permite aventurar que nuestro fornido protagonista era muy capaz de desenvolverse en papeles que no parecían, en principio, ajustarse a su físico.

Un toque de fantasía y terror
En medio de sus trabajos para películas producidas por profesionales de intereses tan mercantilizados como eran las de Iquino y Balcázar, Fernando Rubio tuvo ocasión de participar de forma relevante en un film casi amateur que fue estrenado en junio de 1972 y que, dicho sea de paso, no figura en su filmografía de IMDB. Hablamos de “Pastel de sangre”, una película formada por cuatro sketches escritos y dirigidos por unos principiantes Josep Maria Vallès, Emilio Martínez Lázaro, Francesc Bellmunt y Jaime Chávarri. Los cuatro jóvenes directores se habían conocido en 1970, en Benalmádena, en la Semana de Cine de Autor, certamen al que habían acudido con el bagaje de haber realizado únicamente films documentales. Fue entonces cuando se fraguó su amistad y la posibilidad de emprender un proyecto juntos. La producción, constituida en régimen de cooperativa, contó con la coordinación y el impulso del cineasta Josep Maria Forn y el rodaje se llevó a cabo en el escaso lapso de tiempo de dos semanas y media, para los cuatro sketches. Como equipo técnico, los debutantes directores contaron con los magníficos Luis Cuadrado como director de fotografía y Teo Escamilla como operador de cámara. Los distintos episodios que componían la película (cuyo título, por cierto, fue ocurrencia de Francesc Bellmunt) tenían una duración que oscilaba entre los 20 minutos del primero, el más breve,“Tarota” (el escrito y dirigido por Josep Maria Vallès, con Julián Ugarte y Gloria Martí en los papeles principales) y los 27 del segundo, el más extenso,“Víctor Frankenstein” (el que escribió y dirigió Emilio Martínez-Lázaro, que contó con Charo López, Marisa Paredes, Ángel Carmona y Jaime Chávarri como intérpretes). Los dos restantes, llevaban por título “La danza” (el que cerraba el film, que dirigió y escribió Jaime Chávarri, con Carmen Romero “Romy”, José Luis Lifante y Luis Ciges como intérpretes) y “Terror entre cristianos”, el tercer sketch, que fue dirigido y escrito por Francesc Bellmunt y en el que centraremos nuestro comentario por ser en el que aparecía Fernando Rubio. Francesc Bellmunt, que volvería a contar con nuestro protagonista de hoy para su exitosa “La quinta del porro”, contaba en “Terror entre cristianos” una historia ambientada en el tiempo del Imperio Romano, en la que el senador Cándido (Carlos Otero, con quien, por cierto, ya había trabajado Fernando Rubio en “Young Sánchez”) y el centurión Marco (Fernando Rubio) se ven sorprendidos por la noche en el camino que les ha llevado a un sombrío bosque plagado de peligros en forma de temibles y sanguinarios celtas. Los acechantes resultan ser vampiros comandados por su reina, Diadolán (Marta May, con la que, a propósito, Fernando Rubio había rodado recientemente “El primer cuartel”). El centurión Marco resulta muerto por los temibles seres del Más Allá mientras que el senador Cándido termina siendo vampirizado. El episodio fue considerado el mejor de los cuatro que componían el film por la añorada revista, especializada en el género fantástico, “Terror Fantástic”, en el momento de su estreno (llegando, incluso, a reconocer en él resabios del maestro Mario Bava), y como uno de los mejores (junto con el de Chávarri) por la más reciente publicación “Quatermass”, en su número especial de otoño del 2002.

Aunque más encuadrable en el género de aventuras que en el fantástico, “El mariscal del infierno”, la producción Profilmes (en coproducción con la argentina Orbe PC) protagonizada por el entonces todavía infatigable Paul Naschy (Jacinto Molina), contiene suficientes elementos de brujería y esoterismo como para permitir su adscripción al género al que su autor era más afín. Dirigida por el veterano Leon Klimovsky, “El mariscal del infierno” presentaba a su protagonista como el maligno Gilles de Rais, un sanguinario señor feudal al que se le rebelaba una partida de valientes muy semejantes a la pandilla de Robin Hood, el famoso arquero de Sherwood. Comandados por el capitán Gastón de Malebranche (Guillermo Bredeston) un grupo de rebeldes (entre los que destacaba la presencia de Luis Induni, tan hiperactivo en el 74 como veinte años antes) conseguía finalmente despachar al maligno mariscal. Por el camino, el pobre posadero al que daba vida Fernando Rubio, un tal Estebanov, compañero de fatigas de los levantiscos, moría en el potro de tortura del villano del título. Si Fernando Rubio disponía de la excelente voz de Claudio Rodríguez para que éste dijera sus frases, el protagonista, Jacinto Molina, no se quedaba corto, y no sólo era doblado por José Guardiola, sino que, además, un especialista veinte quilos menos pesado que él le sustituía en los vibrantes duelos a espada.Del resto del reparto, destacaba el siempre solvente Eduardo Calvo, uno de los pocos que, en su papel de alquimista Simón de Braqueville, se ponía voz a sí mismo. También Vidal Molina, como lugarteniente de Gilles de Rais, tenía un papel destacado en cuyo desempeño hasta recordaba vagamente a Basil Rathbone.
Si “El mariscal del infierno” recuerda en algunos momentos a las películas de la saga de Robin Hood, no tardará Fernando Rubio a actuar en un genuino representante de ella, “Robin Hood nunca muere”, primer largometraje enteramente dirigido por Francesc Bellmunt (que, recordemos, ya había contado con Fernando Rubio para su debut directoral, su porción del “Pastel de Sangre”), que volvía a reunir a nuestro protagonista de hoy con Luis Induni y con un viejo compañero de cabalgadas, Gaspar “Indio” González y que se estrenó el 6 de octubre de 1975.
El tirón popular de Joe Rígoli, cómico argentino que se convirtió en un auténtico fenómeno televisivo cuya eclosión se produjo en otoño de 1972, dentro del programa omnibús dominical “Tarde para todos” donde dio a conocer a su personaje “Tancredo Tardón”, ya había expirado casi por completo en septiembre de 1977, por lo que es la proximidad del estreno del “Jovencito Frankenstein” de Mel Brooks lo que debe explicar el no desdeñable éxito en taquilla de “El pobrecito Draculín”, film estrenado en la fecha citada dirigido por Juan Fortuny, que consiguió ser uno de los pocos films del género fantástico que en aquel año consiguió algún respaldo del público, por delante de títulos tan malditos como “Espectro” (dirigida por Manuel Esteba), o “El hombre perseguido por un OVNI” (firmada por Juan Carlos Olaria), recaudando más de veinticuatro millones de pesetas, los cuales pagaron unos trescientos mil espectadores por el privilegio de verla. Con guión del propio director, escrito en colaboración con Luis Gossé De Blain y Juan Mariné, la película contaba, al lado de Joe Rígoli en la piel de un nieto de Drácula, con la sensacional actriz cómica Josele Román, como Ludgarda, nuestro Fernando Rubio, como Petronio, el ya más que otoñal Ricardo Palmerola (vinculado artísticamente al guionista Luis G. de Blain desde los gloriosos tiempos del radiofónico “Taxi Key”), en el papel de Laurenz, y los eficaces Lita Claver (como Ágata), Carlos Otero (otra vez incluido en el tema vampírico, como en “Pastel de sangre”, como Bibinsky) y Victor Israel (emulando a Marty Feldman en el papel de Vladimir) conformando un reparto idóneo para la farsa paródica.
Ya iniciada la década de los ochenta, Fernando Rubio hace una última incursión en el género, al intervenir en el breve papel de padre de María, la protagonista estigmatizada de “Renacer”, el film de 1981 que rodó en parte en los EEUU el inquieto director Bigas Luna.

Las tragicomedias sexuales del tardo-franquismo, la Transición y los ochenta

Con el barrunto del final del franquismo, la pulsión sexual comienza a dominar las apetencias del público de las salas de cine y esta propensión se desborda en cuanto el dictador va a reunirse con sus víctimas, en el otro barrio. Así, Fernando Rubio, que siempre había trabajado en películas cuya única pretensión era procurar distracción al público poco exigente (en cuanto a menudencias tales como el acabado del producto, su pulimento) pasa, de la noche a la mañana, del porrazo y tentetieso de las pelis policíacas, de bandoleros de la sierra y de pistoleros del lejano oeste a intervenir en films cuya principal motivación argumental es la práctica (satisfecha o frustrada) del sexo. Por fortuna, en este género de películas, Fernando Rubio estará a las órdenes de algunas personalidades de talento tan contrastado como Fernando Fernán Gómez, Manuel Summers o Chumy Chúmez. Los tres creadores (más Arturo Ruibal, que se suma al triunvirato en la escritura del guión) harán fructificar sus esfuerzos en forma del film estrenado el 18 de junio de 1974, “Yo la vi primero”, que narra la historia de Ricardito un niño que, a los siete años, en el transcurso de un rato de recreo con la niña Paloma, con la que quiere jugar a los médicos, sufre un accidente y queda en estado de coma. Esta situación se prolonga hasta que, veintiocho años después, Ricardito, convertido ya en Manuel Summers, recibe un golpe que le propina su madre (Irene Gutiérrez Caba) con un cuadro de San Gabriel, con el que quería espantarle una mosca. El porrazo hace que Ricardito vuelva a la vida, pero es un niño atrapado en el cuerpo de un adulto. La familia trata de integrar, a marchas forzadas, al anómalo ser en la vida corriente y en esas están cuando aparece Paloma, ya crecida (con el aspecto y las formas de María del Puy) y no sola, sino acompañada por su marido, Vicente, que no es otro que nuestro protagonista de hoy, Fernando Rubio. Es el suyo un papel ingrato, pues se gana la antipatía del protagonista y del público, que haciendo causa común con el niño-hombre, entiende que él “le tenga manía” (como explica Ricardito al cura que interpreta Joaquín Roa) y que “quiere que se muera” porque él la vio primero. Se celebra entonces la primera comunión del crecido infante y en el banquete, se produce un acercamiento hacia su amada Paloma, que le enseña a bailar. El comulgante confiesa su amor a la mujer. Luego asistimos a las fantasías de Ricardito, que incluyen una escena en la que Vicente devora a Paloma bárbaramente. Finalmente, Ricardito, cuyo estado mental no hace sino empeorar, es ingresado en un centro psiquiátrico en el que su único consuelo se lo proporciona criar palomas en la azotea. Precisamente desde allí amenaza con arrojarse al vacío si no acude Paloma a verle. Se arma el lío correspondiente, bomberos y locos alterados incluídos, hasta que aparece Paloma. Ésta se altera tanto con la situación que pierde también el juicio y termina reuniéndose con Ricardito en la misma institución sanitaria. Entrando donde él está, en la jaula de las palomas le dice: “Ricardo, ¿jugamos a los médicos?”.
Datada en 1975, “El precio del aborto” era un film escrito y dirigido por Juan Xiol, que trataba de explotar el éxito de “Aborto criminal”, estrenada en 1973. No en vano Juan Xiol había desarrollado su carrera al amparo del artífice de este segundo título, Ignacio F. Iquino. De hecho, en el reparto de su película encontramos actores que también eran habituales de la “factoría Iquino”, tales como el propio Fernando Rubio y César Ojinaga. Contaba una sórdida y áspera historia, de atractivo morboso, en la que Lyn (Lyn Enderson) está casada con Arturo , el cual es impotente. El matrimonio vive en el ambiente cerrado de una isla. La mujer conoce a un joven (Dan Muni) con el que mantiene relaciones y queda embarazada. Trata de ocultar el embarazo a su marido, por lo que acude al médico del lugar, que le propone practicarle un aborto a cambio de que se preste a tener sexo con él. Ella se niega y trata de solucionar las cosas de otro modo. El papel de Fernando Rubio, he de admitirlo, desconozco si era el poco airoso del marido o el antipático del sinvergüenza del médico. Sin duda, ambos roles se los repartían él y su colega de tantas películas Iquino, César Ojinaga. En todo caso, la película nunca ha merecido la menor atención hasta ahora y es dudoso que esa circunstancia cambie en el futuro. Al año siguiente, se estrena “Amor casi...libre”, un film de Fernando Merino sobre un guión de Manuel Summers y Francisco Lara Polop, en la que Fernando Rubio tenía un pequeño papel. La película trataba sobre el efecto que las impresiones que recogía un provinciano español sobre el amor libre durante una estancia en París producía en sus convencionales convecinos celtíberos.
Si los papeles en “Yo la vi primero” y en “El precio del aborto” eran más bien desagradables, valga decir, a renglón seguido, que por extensión y relevancia, eran de los más importantes que a Fernando Rubio le habían caído en suerte. En 1978 se estrenaría el segundo largometraje dirigido por el humorista Chumy Chúmez, en lo cinematográfico, un discípulo de Summers, y es en ese título, “¿Pero no vas a cambiar nunca, Margarita?” donde Fernando Rubio va a obtener un papel casi protagónico, como hermano incestuoso de la Margarita titular. La película, que según cuentan las crónicas, se reveló al público menos humorística de lo que se esperaba de ella, relata los avatares de una muchacha terriblemente espontánea y propensa a quedarse en cueros (Silvia Aguilar) a la que persigue su hermano Jorge (Fernando Rubio) insistentemente para consumar un incesto sin conseguirlo, y a la que protege Fermín (Antonio Garisa), un ricachón casado e impotente que empezó a “beneficiársela”cuando la chica era menor de edad. La acción se inicia la tarde de una Nochebuena en el hogar de una familia formada por una anciana (Concha Martínez Sierra) y un matrimonio formado por su hijo Jorge (Fernando Rubio) y Pepa (Josefina Calatayud). Reciben una postal de Margarita, la otra hija de la anciana, que está viviendo en Madrid. La postal consiste en una foto de la joven sin más vestimenta que un gorro de Papá Noel. Este hecho desencadena una serie de amargos improperios por parte de la abuela, que califica a su hija de “puta”. En Madrid, la joven está con el acaudalado viejo Fermín, emborrachándose, hasta que el viejo se despide porque tiene que irse a su casa, cons u mujer, a celebrar la Nochebuena. La familia de Margarita, que reside en Ávila, hace un primer intento de llevarla de vuelta a la capital de provincias desde la pecaminosa Madrid (donde Margarita actúa, en el colmo de la depravación, en un espectáculo con destape, “Madrid, pecado mortal”). Jorge, al que se le encomienda la misión, la encuentra completamente borracha y desvanecida, por lo que intenta aprovecharse de ella, pero aparece Fermín y se queda con las ganas. Jorge vuelve a su hogar, pero dejándose la puerta abierta para volver a menudo a Madrid, pues asegura que su hermana requiere ser atendida y vigilada de cerca. En una de sus visitaas a Madrid, durante el desarrollo del espectáculo en que actúa Margarita, Fermín le pide a Jorge que interceda por él en el sentido de que quiere que ella acepte su ayuda económica y deje ese trabajo. Jorge accede a hablar con su hermana, pero esta prefiere su independencia, se burla de los dos hombre y, cuando Jorge trata de violarla, lo rechaza juguetona. Interviene entonces Pepa, la mujer de Jorge, que ha econtrado el teléfono de su cuñada y que amenaza con presentarse en Madrid. Viendo que el dinero de Fermín está disponible, se le ocurre proponerle un negocio (la venta de la farmacia familiar) con la fuerza del chantaje por haber mancillado el honor del apellido en la persona de Margarita. Ésta sigue haciendo la vida imposible al viejo, al que ridiculiza constantemente reprochándole su impotencia. Le prepara una broma macabra para que la encuentre aparentemente muerta, víctima de un suicidio, con las venas cortadas, en la bañera, pero en lugar de Fermín, llega Jorge quien, una vez más, al ver que está con vida, trata de acostarse con ella nuevamente, pero, le interrumpe otra vez Fermín.

En la comida de domingo en la que se reunen Margarita, Fermín, Jorge y Pepa, que se celebra para cerrar la venta de la farmacia, la tensión va en aumento hasta que Margarita estalla y reprocha a todos que son unos hipócritas y unos indecentes codiciosos. A Pepa le asegura que se ha acostado con su marido y es entonces, en plena “catarsis”, cuando se presenta la mujer de Fermín. Se produce un caos fenomenal y una discusión de todos los demonios. En el momento que llega la calma, Jorge, muy excitado, trata de violar por enésima vez a su hermana, momento en el que, naturalmente, vuelven a llamar a la puerta. Esta vez el que se presenta es el primo cura, Manolo (Francisco Vidal), que también intenta aleccionar a su prima, para que se reforme. Es esta la gota que colma el vaso de la paciencia de Margarita, que parece comprender que su reino “no es de este mundo” y termina por suicidarse. Con su cadáver de cuerpo presente, Pepa se dedica a sacarle los cuartos a Fermín, a cambio de hacerse cargo de todo para evitarle el escándalo. Jorge, a la primera ocasión, trata de penetrar el cuerpo inerte de su hermana. Chumy Chúmez no dirigió más películas y Fernando Rubio no volvió a estar nunca tan cerca de ser el protagonista de ninguna otra. No obstante, todavía intervino en una película de mucho éxito en taquilla, “La quinta del porro”(1980), comedia completamente coyuntural que difícilmente resiste una visión en la actualidad sobre un grupo de “quintos” que hacen el viaje en tren que les llevará a incorporarse a filas en el Servicio Militar Obligatorio . Una visión pretendidamente transgresora, pero en el fondo amable y complaciente, de los actos de rebeldía, de las inquietudes de los jóvenes, que se ven en tal situación, tiñe todo el metraje del film de cierta intolerable falacia, esa que nace de simular autenticidad. No obstante, “La quinta del porro” resultó lo bastante desenfadada y simpática como para convencer a un amplio sector del público joven, que se sintió feliz de encontrar referencias con las que poder identificarse en aquel momento determinado de la sociedad española. En un reparto lleno de actores jóvenes, de los que la mayoría no llegaría a descollar especialmente (con alguna salvedad relativa, como Juan Luis Bozzo, Pep Munné o Arnau Vilardebó), las aportaciones de los más veteranos, con Álvaro de Luna a la cabeza y el catalán Joan Borràs ayudaban a dar alguna consistencia al endeble conjunto. Nuestro protagonista de hoy, Fernando Rubio, ofrecía una contribución circunstancial en el papel del revisor del tren en el que se desarrollaba el grueso de la acción, obsesionado con que el convoy debía continuar viaje cuando las protestas del rebelde pasaje producían contratiempos que se traducían en retrasos. También destaquemos, por ser un compinche de los tiempos de los westerns de Iquino (en los que le vimos haciendo de pianista de salón o de conductor de diligencia) la presencia de Francisco Jarque-Zurbano, en el papel de padre precavido que, al principio de la película, da mil tópicas recomendaciones a su hijo que se incorpora a la disciplina castrense. La exitosa propuesta de Francesc Bellmunt, que, recordemos, ya había contado con Fernando Rubio para su episodio de “Pastel de sangre” y para su versión de las aventuras de Robin Hood, conoció continuidad en otro título, “La batalla del porro” con guión igualmente suyo, que dirigió el debutante Joan Minguell y que se acabó de rodar en agosto de 1981 y que se estrenó al año siguiente, el primero de marzo de 1982. En su reparto, repetían Joan Borrás y José María Cañete, además del propio Fernando Rubio y a ellos se sumaban luminarias como Victoria Abril o Paul Naschy (que se reencontraba con Fernando Rubio ocho años después de “El mariscal del infierno”), además de un juvenil Pepe Rubianes. Rodada el mismo año del estreno de “La batalla del porro” y estrenada en enero de 1983, “El fascista, doña Pura y el follón de la escultura” reunía en el reparto a Fernando Rubio con José Luis López Vázquez y José Sazatornil “Saza”, como cabeceras de cartel, a los que secundaban 0vidi Montllor y Nieves Navarro. Se trataba de una especie de secuela de otro film del mismo director, Joaquín Coll, también protagonizado por José Luis López Vázquez en el papel protagónico-titular, a cuenta de los líos que generaba el levantamiento de una estatua del dictador Francisco Franco.

Epílogo
Después de veintidós folios sabemos muy poco, todavía, de Fernando Rubio. No sabemos dónde nació, aunque suponemos que se crió en Barcelona, ciudad en la que, literalmente, luchó, y donde también se hizo un hueco en su reducida industria cinematográfica. Sabemos que prestó su físico rotundo a un sinfín de papelitos con la determinación del que pisa fuerte, del que entra en acción sin pensar demasiado, resuelto, sin afectación, ni dudas. Sabemos que entró en el cine y que el cine entró en él en algún momento, en medio un tiroteo, de una pelea a puñetazos, o de la persecución de un par de tetas. No sabemos -¡ay!- si Fernando Rubio sigue vivo o si ya nos habrá dejado. El hecho de que este burgo haya accedido a algunas fotos personales del actor (había alguna más, como por ejemplo una con Tony Leblanc, recogiendo una diploma tras la disputa de un partido de fútbol amistoso), comprándolas en una tienda de coleccionismo de papeles viejos no convida al optimismo. Por otro lado, las últimas películas que figuran en su filmografía en IMDB son, en realidad, de un actor mexicano del mismo nombre, con una posible salvedad, el film hecho para televisión, filmado en el 2006, “Electroshock”, de Juan Carlos Claver , con Carme Elías y Julieta Serrano en sus papeles principales. Ojalá sea él, el Fernando Rubio que figura en el reparto. Ojalá siga en la brecha, aunque sólo sea de vez en cuando, y por “matar el gusanillo”.

PD: aparte de lo citado en el texto y de los libros reseñados en otras entradas cabe añadir, porque se han consultado puntualmente para esta entrada, los siguientes: el titulado “Guionistas en el cine español. Quimeras, picaresca y pluriempleo” (Esteve Riambau y Casimiro Torreiro.Cátedra/Filmoteca Española. 1998), también “Memorias de un hombre lobo” (Paul Naschy. Alberto Santos, editor.1997) y los dos tomos del “Diccionari de llargmetratges. El cinema a Catalunya” de ediciones Cossetània. Asimismo, ha sido fundamental la colaboración del buen amigo de este weblog, el infalible Señor Felíu, a quien este burgo agradece encarecidamente su apoyo, su compañía y su generosidad.
PD2: en entrada anexa se revela el final del que esta entrada no disponía todavía, en el momento de su confección.

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