Manuel Díaz González, el despreciable admirable
El afecto que los espectadores les cobramos a los actores, a esos seres que viven intensamente vidas para nosotros, que apenas vivimos la nuestra, nace, las más de las veces, de la corriente de simpatía que despiertan. Es el caso de los entrañables Antonio Riquelme o Joaquín Roa, entre los caballeros, y Julia Caba Alba o Julia Lajos, entre las damas. En otras ocasiones, es su magnetismo subyugante el que se nos impone a la mirada, que, obediente, sigue todos sus gestos y acciones con tesón hipnótico. También los actores de carácter pueden resultar atractivos desde su encarnación de la maldad, fascinante por definición, y todo espectador tiene su galería particular de villanos elevada a sus particulares altares. Más difícil resulta que un característico especializado en papeles de personajes débiles, mezquinos y venenosos, llegue a cautivar al espectador. Es preciso para ello, que el profesional de la interpretación ponga en juego una pericia tan depurada que la admiración nazca hasta del estercolero moral que describe con su arte. Así sucede con Manuel Díaz González, un magistral actor al que el cine, esa masa devoradora de personalidades, utilizó para que encarnara al “tipo” despreciable del cobarde, del traidorzuelo, del repelente. Y como tantas veces, el cine fue injusto con el actor, quien habría demostrado sobradamente en los escenarios teatrales, estar capacitado para una mucho más variada y extensa gama de roles. Trataremos de describir, en la medida de los escasos alcances de este burgo, la grandeza de un actor menudo, de físico desagradable y hasta repulsivo, que desarrolló su carrera fundamentalmente en el teatro, sin dejar por ello de contribuir con un puñado de papeles relevantes, al medio cinematográfico y, más puntualmente, también al televisivo.
Probablemente, el papel por el que Manuel Díaz González es más conocido sea el que le repartió José María Forqué en “Atraco a las tres” (1962), el de don Prudencio Delgado, el tiralevitas que deviene en despótico tiranuelo de la sucursal bancaria en la que se desenvuelve la acción principal de la película. El film, una de las comedias más reconocidas y difundidas de la historia del Cine Español, es lo bastante popular como para formar parte del imaginario colectivo. El público en general, a través de la televisión, ha accedido durante décadas a la comedia y la ha celebrado reiteradamente. En opinión de este modesto burgomaestre, no poco del mérito del excelente rendimiento cómico del film recae en las sensacionales prestaciones de Manuel Díaz González, quien, rodeado de luminarias del género, establece con su personalidad el necesario contrapunto ácimo y permite al público “querer” más a los héroes, en la misma medida que logra que lo detestemos a él. Para cuando se estrenó este film de Forqué, ni que decir tiene, Manuel Díaz González contaba con una experiencia acumulada de más de veinte años en la escena, circunstancia decisiva para alcanzar tal grado de perfección en su técnica, sencillamente deslumbrante.
La vida profesional de Manuel Díaz González se prolongó a lo largo de cinco décadas de intensa labor en los escenarios teatrales de España y Argentina. Hijo y nieto de actores, sus comienzos a la luz de las candilejas se produjeron bajo la protección y tutela de su hermana mayor, la actriz, titular de su propia compañía, Josefina Díaz. Este hombre delgado de boca reticente y ojos y labios abultados, cuyo físico recuerda al de Vincente Minnelli o al del Fred Astaire de los cincuenta o a un Miguel Ligero avinagrado, desarrolló su arte interpretativo llevándolo hasta el nivel de la excelencia cuando, en cine, trabajó a las órdenes de Benito Perojo o del aragonés José María Forqué (su director más frecuente), o cuando en teatro, representó a Alejandro Casona, a Buero Vallejo, a Agatha Cristie o a Samuel Beckett.
Nacido actor
Manuel Díaz González nació en la ciudad de Madrid, en 1901, fruto de la unión de la actriz Concepción González con el actor Manuel Díaz de la Haza, matrimonio que ya había traído al mundo a su hermana Josefina, en 1894, la cual le precedería en el camino de la actuación. El joven Manuel se incorporará a la compañía que su hermana mayor formó con su esposo, el actor Santiago Artigas, compañía que, a lo largo de los años veinte estrenó comedias y dramas muy populares, tales como “Rosa de Madrid”, “Fruto bendito” o “El monje blanco”(pieza en la que Manuel obtuvo un resonante éxito personal en el papel de “Fray Can”), programación que supo combinar con un teatro más arriesgado y exigente, debido a firmas tales como la de Rafael Alberti, gran amigo del matrimonio Artigas-Díaz. Un actor que estaba empezando también por aquel entonces y que trabajó en la compañía durante las temporadas 26-27, 27-28 y 28-29, fue el luego admiradísimo y respetadísimo maestro de actores Manuel Dicenta, hijo del dramaturgo Joaquín Dicenta y padre y abuelo de actores. Al lado de Manuel Díaz González, el otro Manuel, también veinteañero, velaba sus primeras armas en el escenario y obtuvo su primer éxito sonado haciendo el fantástico papel de “Ladrón de sueños”, en la obra de Jacinto Benavente, “Vidas cruzadas”. Entre el resto de actores que formaban la nómina de la compañía en aquel estreno, se hallaba un hermano de Santiago Artigas, Juanito, Rosita Díaz Jimeno, Isabel Ortega, un jovencísimo Fernando Nogueras, Fernando Fernández de Córdoba, Manuel Kaiser, Rafel Ragel y Octavio Castellanos. En 1930, tras una brillante gira por Hispanoamérica que incluía obras de Somerset Maugham y una adaptación de la novela de Dostoeivsky “Los hermanos Karamazov”, a Santiago Artigas se le diagnostica una grave enfermedad y su esposa se retira con él de la escena. Tras el fallecimiento de su marido, se produce el regreso de Josefina a los escenarios, en 1932, y entonces forma nueva compañía con Manuel Collado, que será, también, su nuevo marido. El cambio personal y profesional no podía ser más radical, toda vez que las personalidades de Santiago Artigas (serio, formal, convencional) y Manuel Collado (jaranero, chispeante, risueño) no podían estar más alejadas tanto en la vida privada como en la imagen que transmitían al público.
Manuel Díaz González integra parte del elenco, representando el divertido papel de un entomólogo, cuando la compañía estrena “Nuestra Natacha”, la comedia de su amigo Alejandro Casona, la cual llevarán al cine, con dirección de Benito Perojo, el mismo año de su estreno, 1936. Alejandro Casona, cuyo auténtico nombre era Alejandro Rodríguez Álvarez y había nacido en Besullo, pueblo de Asturias, en 1903, era hijo de maestros de escuela y había estudiado Magisterio y ejercido la docencia, simultaneándola con sus primeras experiencias en el terreno teatral, por lo que en esta comedia, que se fundamentaba en los ideales de la tolerancia y de la educación progresista, reunía sus dos vocaciones, la pedagogía y la dramaturgia y contaba la historia de Natacha, la primera mujer doctorada en Educación. El rodaje del film, que contó con la pareja protagonista formada por Ana María Custodio y Rafael Rivelles, incluía a Manuel Díaz González, Pastora Peña y Blanca Negrí, se inició antes del estallido de la Guerra Civil y pudo concluírse en el transcurso de la contienda, pero nunca llegó a estrenarse. Una vez se impuso en España la rebelión franquista por la fuerza, el Departamento Nacional de Cinematografía, que no sólo veía peligroso el “fondo” de la película, sino que consideraba a su autor, que había sido nombrado por el gobierno de la 2ª República director del “Teatro del Pueblo” (labor que le llevó a montar representaciones populares por toda la geografía española), claramente vinculado al enemigo. Para nada tuvo en consideración su posible valía, refrendada por premios importantes, como el Nacional de Literatura en 1933 por “Flor de leyendas”, y el “Lope de Vega”, en 1934, por “La sirena varada”, obra que estrenó la compañía de Margarida Xirgú y Enrique Borrás (que también estrenaría, al año siguiente, una nueva obra de Casona, “Otra vez el diablo”), y obligó a CIFESA, la productora del film, a entregar el negativo, que fue destruído para siempre. A esas alturas, tanto Manuel Díaz González, como su hermana Josefina, como Manuel Collado, como Alejandro Casona y su mujer, Rosalía Martín Bravo (por cierto, profesional de la enseñanza, como su marido) ya habían abandonado España rumbo a México. En aquel viaje, se encontraban una jovencísima Mary Carrillo (que había actuado en un primer momento en “Nuestra Natacha”, sustituyendo a Pastora Peña) y el que había de ser su inminente marido, Diego Hurtado. Tras un inicial periplo en el que la compañía Díaz Collado trabajó en diversos destinos (Ciudad de México, Caracas, Bogotá) se produjo una disolución parcial de la empresa, que tuvo como consecuencia que el reciente matrimonio Hurtado Carrillo regresara a España, mientras que el resto del grupo se instalara en Buenos Aires.
Baturros en Argentina (y con Imperio)
El equipo formado por la compañía de Josefina Díaz y Manuel Collado y Alejandro Casona despliega una actividad fructífera en la ciudad porteña, donde en 1937 estrenan con gran éxito la comedia “Prohibido suicidarse en primavera”. A lo largo de la década de los años cuarenta, Alejandro Casona estrenará una serie de obras que obtienen gran éxito, “La dama del alba “ (1944), “La barca sin pescador” (1945) y “Los árboles mueren de pie” (1949). De la segunda, se hace una versión cinematográfica (dirigida por Mario Soffici y estrenada en 1950) en la que actúa también, como hiciera sobre el escenario, Manuel Díaz González, en el papel de Diablo. No es esta la única película en la que interviene durante su exilio. La primera, que le reunió con una larga lista de actores españoles en las mismas condiciones que él, será dirigida por Luis Saslavsky en 1945, “La dama duende”. A este título seguirán dos dirigidos por Benito Perojo, “La novia de la Marina”, de 1948, y, estrenado un año antes, el film que le reuniría con uno de los mitos más grandes del cine español de la década inmediatamente anterior, Imperio Argentina, “La copla de la Dolores”.
Aquel año 1947, ni Benito Perojo (Madrid, 1894 – 1974) ni Imperio Argentina (Magdalena Nile del Río, Buenos Aires, 1906, Benalmádena, 2003) eran los mismos que habían conquistado el favor del público de las pantallas de cine diez años atrás. Trasplantado a la Pampa, el espíritu baturro resultaba extrañamente lúgubre y “La copla de la Dolores – Lo que fue de la Dolores” (1947) es un film con resonancias punto menos que de película de terror. Perdida buena parte de su frescura, la estrella brillaba con sus destellos amortiguados y el director, capaz otrora de logros tan brillantes como el de su mítica versión de “La verbena de la Paloma”(1934), parecía aquejado de un sombrío estado de ánimo cuando filmó esta secuela de la historia de la Dolores de la famosa copla. Prescindiendo de las inevitables canciones (a las que este burgo prefiere evitar), principia el film de Perojo por mostrarnos la huída en medio de la noche de la mujer protagonista, Dolores, que trata de dejar atrás un pasado marcado por el asesinato del malvado Melchor (Enrique Diosdado), el cual le costó pena de prisión al bondadoso Lázaro (Manolito Díaz) y la deshonra para ella. Su periplo por ominosos parajes (que en nada recuerdan la tierra aragonesa, dicho sea de paso) termina cuando una noche, en medio de un violento aguacero, es recogida por el compasivo Mariano (Ricardo Canales), el propietario de un parador, un viudo que vive con su hija Damiana y la cocinera del establecimiento, Petra. Dolores pronto se encuentra con la hostilidad franca de la hija de su benefactor, que la ve como una competidora, y con las habladurías de todo el pueblo, a lo que se suman los requerimientos de Don Tomás, un alcalde caciquil, prestamista, verdadero “factotum” de la localidad, que cuenta con los favores del matón del lugar, “Flaco” (Enrique Diosdado en un doble papel), un verdadero monstruo, cuyo ojo izquierdo cruza una espantosa cicatriz. Pronto “El Flaco” comprende que aquella mujer es la responsable de que perdiera la vida su hermano gemelo Melchor (el “otro” Diosdado), por lo que deben sumarse sus deseos de venganza a las muchas fuentes de tensión que debe padecer la desdichada protagonista. Mariano, un hombre buenísimo, pide a Dolores en matrimonio y ella, más agradecida que enamorada, accede, lo que no parece sentarle muy bien al fondista, ya que cae enfermo prontamente. La presión sobre la mujer aumenta al combinarse los sucios manejos de Don Tomás, con las amenazas de “Flaco”, las insidias de Damiana y las habladurías del pueblo. En este clima tan enrarecido, las actividades lúdicas de los lugareños se limitan a salir a rondar, para lo que los mozos constituyen cuadrillas de tañedores. Una la comanda un buen muchacho, el Cirilo (Amadeo Novoa) y en sus filas milita nuestro protagonista de hoy, Manuel Díaz González, en el papel de Romo; la otra cuadrilla la encabeza el abyecto “Flaco”, el cual humillará por dos veces al cobarde y débil Romo, haciéndole recoger la petaca que él mismo ha tirado al suelo, la primera vez, y rompiéndole la guitarra y llamándole, incluso “sapo”, la segunda. El caso es que la noche de rondas acaba con una multitudinaria pelea a guitarrazos tan aparatosa como desagradable. Al final de la película, podríamos decir que “Lázaro resucita” o que, por lo menos, reaparece. Su duelo final con “Flaco”, no obstante, lo frustra inesperadamente Romo que ha tomado dosis de alcohol suficientes para dotarse de la apariencia de valor necesaria para disparar a traición contra el malvado, cobrándose así con creces, las humillaciones sufridas. Fue “La copla de la Dolores” un film que comprensiblemente no contó con el respaldo de la taquilla al que habían aspirado sus artífices, aunque sí satisfizo a su estrella, tal como recogió en sus memorias y, en justicia, no carece de buenos momentos. En gran parte del metraje, empero, se impone el tono sombrío y desesperanzado. Los personajes desagradables parecen multiplicarse y ni siquiera la liquidación del “monstruo” compensa tantos sinsabores. La contribución de Manuel Díaz González raya a gran altura dramática y su personaje resulta patético en grado sumo, disponiendo de muchas oportunidades para apurar la amarga copa del dolor y la frustración. Las dos veces que el villano le humilla públicamente, Romo contrae su poco agraciado rostro componiendo máscaras conmovedoras. Con posterioridad a estos momentos, Manuel Díaz González dispone de otros dos “solos” para desarrollar su histrionismo. El primero, cuando, borracho tras la rotura de su guitarra, discute desgarradamente con su propia sombra, en la que personifica su propia cobardía, hasta que tropieza con un muro y la sangre le nubla la visión y el entendimiento; el segundo, cuando, al instante de haber disparado contra su torturante enemigo, todavía beodo, grita que “no quiere verlo” y se pierde en la noche, corriendo hacia el fondo del plano, con el rostro oculto tras los brazos, completamente superado por el horror de su crimen, a un tiempo liberador y testimonio de su impotencia.
De vuelta a España (1953-1957)
Alejandro Casona no regresó hasta 1962 a España, donde fallecería sólo tres años después, pero sus amigos Manuel Díaz González y su hermana Josefina ya estaban de vuelta en 1953 para desarrollar una intensa y prestigiosa actividad en los escenarios y bastante menos frecuente (sobre todo en el caso de Josefina), en las pantallas cinematográficas.
La labor de Manuel Díaz Gonzalez en el medio teatral, como veremos, combinó distintas vertientes temáticas y estilísticas. Alternando comedias comerciales de tipo vodevilesco con dramas intensísimos y hasta con teatro arriesgado o experimental. Sin ánimo de relacionar exhaustivamente todos sus trabajos, este burgomaestre se limitará a dar cuenta de aquellos de los que ha podido obtener noticia, destacando de entre ellos los que le parecen más notables.
El 9 de diciembre de 1953, en el teatro Alcázar de Madrid, se estrena la obra de Antonio Buero Vallejo, “Madrugada”. Representada por la compañía “La Máscara” y dirigida por Cayetano Luca de Tena, la pieza obtiene un gran éxito crítico y popular, el cual propició su traslado al cine en un film que firmaría Antonio Román y que se estrenaría en 1957. “Madrugada” contaba, en tiempo real, el transcurso de una noche en la que la protagonista de la obra, Amalia (María Asquerino) trataba de mantener en secreto que su pareja sentimental, el adinerado artista Mauricio, ha fallecido ya, porque quiere saber de los familiares del difunto, que acuden a su casa ante la inminencia del desenlace, quién de ellos pudo haberla calumniado contándole falsos amores con Leandro (Gabriel Llopart) , sobrino de Mauricio. Las tensiones entre la familia se suceden, por distintas causas. En el caso de Dámaso (Manuel Díaz González), hermano de Mauricio y su esposa, Leonor (María Isabel Pallarés), es la acuciante necesidad del dinero de la herencia lo que les convierte en alimañas. Lorenzo (Antonio Prieto), el otro hermano, es un cínico con menos escrúpulos todavía, que hasta plantea a Dámaso que deben adelantar el desenlace de Mauricio para evitar que teste a favor de Amalia. Leandro, el hijo de Lorenzo, sentía envidia del pintor por el cariño de Amalia. El desenlace imparte justicia entre todos los personajes y condena a los más innobles y es compasivo con los que la miseria les ha impulsado a obrar mal. Según las crónicas, María Asquerino realizó una interpretación de mucho mérito y muy exigente, manteniendo la obra en vilo casi todo el tiempo. Cuando ella se ausentaba de la escena, Antonio Prieto, Manuel Díaz González y María Isabel Pallarés ponían en juego sus mejores artes. En papeles menores, una jovencísima María Luisa Romero hacía el rol de Mónica, la hija de Dámaso y Leonor, la veterana Margarita Robles incorporaba a Sabina, la criada de toda la vida de Mauricio, y Pilar Muñoz se ocupaba de interpretar a la enfermera.
El personaje de Manuel Díaz González, ese Dámaso que es un patético pobre diablo que alude con frecuencia a una medalla que le concedieron en la guerra y que realmente compró en un chamarilero, le permitió lucirse al actor y ganarse menciones entusiastas por parte de la crítica, tales como las frases que le dedicó Nicolás González Ruiz en su crítica en “Ya”: “La interpretación, muy buena en su conjunto. Merecen mención todos y, especialmente, María Asquerino y el señor Díaz González, acaso porque sus papeles respectivos se prestan a mayores extremos y también ... por el acierto de quien los ha repartido.” Adolfo Prego, de “Informaciones”, publicó: “Manuel Díaz hizo su papel a la perfección. Incorporaba al pobre hombre cuya indigencia para la acción puede empujarle al crimen en un momento dado. Su salida de la habitación en que se supone hay un cadáver merece un subrayado especial”. La versión cinematográfica del episodio dramático en dos actos que era “Madrugada” a la que aludíamos antes, datada en 1957, no funcionó con la misma eficacia en la taquilla y sólo conservaba en el reparto, del que había sido el de su estreno teatral, a Manuel Díaz González, a María Isabel Pallarés y a Antonio Prieto, en sus respectivos papeles originales. Antonio Román dio en ella su papel protagonista a la argentina Zully Moreno y a Luis Peña el del envidioso Leandro, mientras que repartió el que sería el de su debut cinematográfico a Mara Cruz y también una pequeña colaboración para el gran José Luis López Vázquez. El guionista del film era Luis Marquina, que ya había escrito y dirigido la primera película de Manuel Díaz González desde su regreso a España, “Alta costura” (1954) y que volvería a participar en la escritura del guión de una nueva película en la que intervenía el actor y que dirigió Luis César Amadori, “Una gran señora” (1959).
Reciente todavía el éxito teatral de “Madrugada”, el estreno de la comedia “La hora de la fantasía”, de Anna Bonacci, se produjo el 26 de abril de 1954 en sesión especial del Teatro de Cámara que dirigían Carmen Troitiño y José Luis Alonso, con un reparto en el que a Manuel Díaz González se sumaban María Jesús Valdés, Olga Peiró y Jacinto San Emeterio. Sólo un par de semanas después, el 6 de mayo de 1954, se estrenaba en el cine Palacio de la Prensa, de Madrid, “Alta costura”, el film de Luis Marquina del que hemos hablado ya en dos ocasiones, en este weblog (o lo que sea), con motivo de las entradas dedicadas a José Sepúlveda y a Mario Berriatúa. Añadamos a lo dicho entonces que Manuel Díaz González hace una perfecta creación de su personaje de Amaro López, el modisto titular de su casa de modas, donde transcurre la mayor parte de la acción del film. Amanerado, afectado, elegante, distinguido, obsequioso, algo afeminado en contacto con las bellas modelos (a las que llama “mannequins”, con acento francés), Amaro López se muestra tan trastornado por la presencia de la policía en su establecimiento como impecable en el desarrollo de su decisivo pase de modelos. Con suma facilidad, en opinión de este burgomaestre, se apodera del mando de la película cada vez que aparece en pantalla y son sus diálogos, zalameros y efervescentes, con los distintos clientes que han acudido a su casa de modas y exigentes y premiosos, con sus empleados, lo mejor, con diferencia, del film.
Estrenada en el Teatro Barcelona, de la ciudad condal, en abril de 1956, “Los maridos engañan después del fútbol”, de Luis Maté, una producción de Fernando Granada, con Margott Cottens, Ángeles Capilla, Alicia Hermida, Francisco Piquer, Rafael Navarro y el propio Manuel Díaz González, contaba una historia “vodevilesca” animada por la circunstancia de que los personajes masculinos son aficionados del F.C. Barcelona y las mujeres, seguidoras del equipo rival de la ciudad, el C.D. Español. La misma compañía estrena a continuación, en idéntico escenario, otro vodevil, esta vez sin balompié y con algo de sentimentalismo rosa en su final, “Amor en septiembre”, en el que Manuel Díaz González destaca sobre el resto del elenco con un papel cómico que resuelve brillantemente.
En septiembre del mismo año y en la misma capital mediterránea, Manuel Díaz González interviene en la obra que inauguraba la temporada del teatro Windsor, escenario que, por cierto, sería testigo del relevo del director escénico (Adolfo Marsillach) por el empresario del local (Alfredo Matas) en los favores de la primera actriz (Amparo Soler Leal). Manuel Díaz González tiene un papel en “Harvey”,la comedia de Mary Chase que relata la mágica amistad entre un borrachín de buen corazón y su amigo invisible, un conejo de dos metros de altura y que Henry Koster había dirigido en Hollywood con James Stewart de protagonista. Con la dirección de Marsillach, que hacía sólo un año que se había iniciado en tal disciplina, en el mismo escenario, el reparto de la obra lo completaban José María Caffarel, Francisco Melgares, Amparo Soler Leal, su madre (y suegra de Marsillach), Milagros Leal, Consuelo de Nieva, Carmen Martín, María Montesinos y Carlos Ibarzabal.
En enero de 1957, con la prestigiosa compañía “Lope de Vega” que dirige José Tamayo, Manuel Díaz González tiene una destacada colaboración en “Las brujas de Salem”, de Arthur Miller, junto a Núria Espert y Luis Prendes.
“Las cartas boca abajo” y “Mañana”
Manuel Díaz González tuvo un papel relevante en el primer largometraje dirigido por el cinesta José María Nunes, “Mañana”, uno de los contados de su filmografía realizados con destino a tener una carrera comercial dentro de los circuitos habituales. La película, que se estrenó en los cines Alcázar y Borrás de Barcelona en octubre de 1957, estaba dividida en cuatro episodios unidos por un personaje que hacía las veces de “maestro de ceremonias” y nexo de unión de las diversas historias (José María Rodero, en el papel del “Chico de la noche”), y no contó, comprensiblemente, con un respaldo taquillero digno de consideración, pero alumbró, en cambio, sonoras adhesiones entre la crítica, como la muy distinguida de Sebastià Gasch en las páginas del semanario “Destino”, en la que se refería al film de Nunes en términos excepcionalmente elogiosos, llamándolo “poesía”. En “Mañana”, Manuel Díaz González interpretaba el papel del protagonista del primer segmento, Don Felipito, un hombrecillo inseguro que tenía por lema “Dejemos para mañana lo que podamos hacer hoy”, que tenía escrita una obra pero que nunca se animaba a entregarla al empresario que pudiera comprarla. En la segunda historia, asistimos a la ronda de Silvestre (James Hayter), un vigilante de una fábrica de galletas que toca el clarinete y que sorprende a un ladrón (Arturo Fernández) pero que decide no denunciarlo. En la tercera historia hallamos a una pareja de jóvenes (“Chico y Chica”) a los que dan vida Carlos Otero y Anna Amendola, que deambulan a lo largo de la noche, incapaces de expresar el amor que mutuamente se tienen. En la única historia que transcurre a la luz del día, la de cierre, (que, sin embargo, se filmó en primer lugar y antes de tener las otras tres historias) José Sazatornil encarnaba a un patético payaso que no conseguía hacer reír a nadie, ni siquiera a un niño que se prestaba, voluntariamente, a ello.
El mismo año en que se estrenaba en las pantallas cinematográficas la versión fílmica de “Madrugada”, Antonio Buero Vallejo estrenaba una nueva obra que, entre otros elementos de diversa índole, mantenía con la precedente a Manuel Díaz González en su reparto, en lugar preeminente. “Las cartas boca abajo” tenía, como “Madrugada” un personaje principal invisible, cuya influencia gravitaba sobre todos los personajes y sus respectivos destinos. Presentada como una “tragedia española en dos partes y cuatro cuadros”, y estrenada en el teatro Reina Victoria de Madrid la noche del 5 de noviembre de 1957 por la compañía de Tina Gascó y Fernando Granada, “Las cartas boca abajo” describía las frustradas vidas de Juan (José Bódalo) y Adela (Tina Gascó), matrimonio ensombrecido por la arrasadora presencia de un tercer personaje, el influyente Carlos Ferrer Díaz, triunfador cuyo paso por la vida marca las tristes existencias de Juan y Adela. Con el matrimonio convive la hermana de la mujer, Anita (Pilar Muñoz), muda por causas psicológicas en las que algo tuvo que ver Adela. Frecuente visitante de la casa es Mauro, el hermano mayor de Adela, un pobre diablo sablista, bohemio, soñador y pícaro que presume de sus contactos con el todopoderoso Carlos Ferrer Díaz. Completando la lista de personajes en escena, el de Juanito, el hijo veinteañero del matrimonio, a quien incorporó José Vilar. La obra es una reflexión sobre la vida en los términos de la contraposición del éxito y el fracaso y de cómo las relaciones humanas pueden envenenarse y deteriorarse sustentándose sobre una base tan quebradiza. Juan y Adela son víctimas de la frustración, como lo son también Anita y Mauro. Cada uno la vive a su modo. El personaje joven, Juanito, como lo era la Mónica de “Madrugada” representa la brizna de esperanza en el futuro. El éxito de “Las cartas boca abajo” no fue tan sonado como el de “Madrugada”, pero sí que cabe calificarlo de notable y las críticas fueron muy elogiosas, especialmente con las interpretaciones. En este capítulo, recogemos, por lo que toca a nuestro protagonista de hoy, los elogios que sobre su actuación vertieron distintos críticos del momento. Así, pudieron leerse en las páginas de crítica teatral consideraciones del tenor de las siguientes: “Manuel Díaz González está extraordinario en su encarnación de Mauro. No puede hacerse mejor. Difícilmente cabe pedir más precisos detalles, más cínica realidad en sus gestos y en sus frases.” (Felipe Bernardos en “Amanecer”, de Zaragoza). “Manolo Díaz González (aplaudido calurosa y sostenidamente en un mutis)... ... el magistralismo de Manolo Díaz (en su pintoresco y humanísimo personaje antológico)... se revistió, además, de una estupenda elocuencia corporal.” (Sergio Nerva en “España”, de Tánger). “Manuel Díaz González compuso de manera magistral el tipo de Mauro, el pigre entre simpático y repulsivo, a veces bufo, a veces emocionante y patético, pero consecuente y agudamente estudiado.” (Enrique Sordo, de “Revista”, de Barcelona).
Empieza la relación profesional con José María Forqué
José María Forqué Galindo, nacido en Zaragoza en 1923 y fallecido en Madrid en 1995, se interesa muy pronto por el dibujo y el teatro en su ciudad natal y cuando viaja a Madrid para estudiar arquitectura se pone en contacto con creadores a los que admira, como sus compañeros de generación, Bardem, Berlanga, Alfonso Paso y Alfonso Sastre y con los grandes humoristas de la generación precedente, tales como Tono, Mihura, Noel Clarasó o Jardiel Poncela. De su amistad con uno de los citados, Alfonso Sastre, que pese a su juventud, es un autor ya consagrado con títulos estrenados en el Teatro María Guerrero como “Escuadra al amanecer” o “El cuervo”, nacerá la colaboración profesional que dará los frutos de los guiones de algunos de sus films más importantes, como el premiado y exitoso “Amanecer en Puerta Oscura”(1957) (del que algo dijimos, cuando nos ocupamos de José Sepúlveda, en su entrada correspondiente), “La noche y el alba” (1958) y el que comentaremos a continuación, “Un hecho violento”, estrenado ese mismo año 1958, film en el que Manuel Díaz González obtenía por vez primera un papel en una película del cineasta zaragozano. Lo haría, con posterioridad, tres veces más, en “Atraco a las tres” (1962), “El monumento” (1970) y en “Una pareja ... distinta” (1974).
“Un hecho violento” es una película singular en el cine español. Con arrojo y solvencia, con talento, con un presupuesto raquítico, y con un grupo de excelentes actores, la propuesta revela un atrevimiento insólito: hacer una película norteamericana tal y como la habrían hecho los americanos. Una película de género, con el nervio narrativo y la dureza del típico “thriller de serie B” yanqui, que hunde sus raíces en clásicos tan honorables como la mítica “I am a fugitive from a chain gang” (Melvyn Le Roy, 1932). La acción de “Un hecho violento”, que según se nos informa traslada al espectador un suceso real, se inicia en un paraje estadounidense llamado Swift Water (los exteriores se rodaron en Málaga, Marbella, Villaviciosa de Odón y en la Colonia Mirasierra) al que llegan Clint Holt (Richard Morse) y su esposa Kathy (Mabel Karr), una pareja de recién casados procedentes de Chicago. A su arribada, despiertan los recelos de los habitantes del pueblo, con el sheriff a la cabeza, que están alertados por las acciones de unos delincuentes juveniles capitaneados por otra pareja joven. El reciente matrimonio se instala en un bungalow cercano a la playa dispuestos a vivir felizmente su romance, pero Kathy bebe agua en mal estado y cae enferma. Clint se desplaza al pueblo en busca de un médico dejando a su mujer al cuidado del anciano propietario de los bungalows, con tal mala fortuna que es asaltado por el camino por el grupo de delincuentes juveniles (un trío en el que distinguimos a unos bisoños Carlos Ballesteros y Mara Goyanes) que le roban el dinero y el coche. Cuando llega al pueblo ya ha anochecido y se ve obligado a llevarse los medicamentos que precisa para su esposa robándolos de la farmacia local a su propietario, el señor Quincade (Manuel Díaz González). Clint es denunciado y detenido. Tras un juicio en el que los testigos (el señor Quincade y la señora Hodson, una clienta suya) confunden los hechos con su imaginación (convirtiendo un simple hurto con intimidación en un atraco a mano armada) Clint es condenado a nueve años de trabajos forzados en el campo de prisioneros “White Cloud Camp”, gobernado por el sádico capitán Clarke (Adolfo Marsillach). Las durísimas condiciones de vida de los prisioneros, sus intentos de rebelión, cruelmente sofocados, y las tentativas de evasión, implacablemente truncados, constituyen la mayor parte del metraje restante. Paralelamente, Kathy, auxiliada por un sacerdote al que da vida Carlos Mendy, trata de conseguir que se revise el caso de su marido. Finalmente, cuando peor están las cosas para Clint, que ha intentado fugarse atravesando de una zona pantanosa y que ha sido atrapado, arrastrado por el lodo y encerrado con argollas en pies y cuello, se impone la justicia, gracias al retractamiento de Quincade, hábilmente provocado por la amable persuasión de Kathy y el sacerdote. El inspector de prisiones, además, consigue echarle el guante al demente capitán Clarke.
“Un hecho violento” contiene elementos que ya había explorado José María Forqué en “Embajadores en el infierno”, al describir en ambas a un grupo de prisioneros y a las terribles exigencias a las que son sometidos. Incluso algún actor repite un rol muy similar, como en el caso de Jacinto Martín, que en “Un hecho violento” encarna al díscolo O’Connor, que trata de denunciar al pervertido capitán Clarke y llega incluso a autolesionarse para conseguir atraer la atención de los medios sobre la extrema crueldad con la que son sometidos él y sus compañeros. Otros prisioneros ilustres de “White Cloud Camp” son el extravagante Anastasio Alemán, que se prodigó poco en cine, en el papel del inseguro John; el brillante Luis Morris, en el papel de fanático religioso que consiente en asumir el castigo colectivo por lo que se gana veinticinco latigazos; el masivo Rafael Luis Calvo, en el papel de Harris, el pendenciero matón del grupo que se encarga de provocar una pelea con el recién llegado Clint y de dejarlo hecho fosfatina, para, más adelante, compartir con él su primer intento de fuga y caer abatido bajo los disparos de los guardianes del campo; el bullicioso Enrique Ávila, que se ocupa del papel de “cabeza de chorlito” del pabellón. En el conjunto del film, el papel de Manuel Díaz González es episódico, pero decisivo, y el actor no pierde la ocasión para lucirse en las tres escenas en que participa, la del juicio, donde presta testimonio, y las dos que transcurren en la tienda de Quincade, cuando es objeto del robo (en la que se muestra cuidadosamente desagradable: “No me haga perder el tiempo. Son tres dólares con cincuenta”, le insta al angustiado Clint) y cuando, posteriormente, recibe la visita de los valedores del reo. Entonces se muestra reflexivo y agradecido porque su conciencia le había mortificado desde que prestó el falso testimonio. En todo caso, es necesario precisar que, al menos en la versión que está disponible en internet, Manuel Díaz González actúa con la voz prestada, del mismo modo que la banda sonora original (a cargo, por un lado de Jesús Franco y un quinteto jazzístico de “All Stars”, y por otro, de M. Asins Arbó) ha desaparecido, sustituída por un inaceptable mescolanza de sonidos ochenteros. Con la salvedad de esta desagradable imperfección (y quizá la no muy convincente actuación de Marsillach, que aquellos años parecía disfrutar interpretando papeles en el cine de gente violenta y armada –cosa que silenció en sus memorias-) ajena a los buenos oficios de sus artífices originales, “Un hecho violento” debe considerarse hoy una película valiente en su planteamiento y eficacísima en su resolución que debería reivindicarse para su disfrute por el público cinéfilo y que reivindico en este momento.
Manuel Díaz González en los teatros nacionales
Con una carrera en los escenarios más que consolidada, después de treinta años trabajando sobre ellos, Manuel Díaz González accede a la compañía del Teatro Español para representar “El diario de Ana Frank” junto a la protagonista, Berta Riaza, Luis Prendes, Ana María Noé, José Rubio y Antonio Ferrandis. La versión de la obra original de Frances Goodrich y Albert Hackett y la dirección escénica corrieron a cargo de José Luis Alonso y el estreno se produjo el 21 de abril de 1957. Casi exactamente dos años después, Manuel Díaz González, recién terminado el rodaje de “¡Buen viaje, Pablo!”, se pone a las órdenes de José Tamayo para protagonizar la obra de José Martín Recuerda, “El teatrito de don Ramón”. Le acompañan en el escenario Irene López Herdia, José Bruguera, Pilar Muñoz, María Bassó, Antonio Queipo, Erasmo Pascual, Adela Carboné, Rafael Aparicio, Mara Goyanes y Atonio Luna, entre otros. La obra, que obtuvo el premio “Lope de Vega” 1958, no obtuvo un éxito destacable, sin embargo. Según Federico Carlos Sáinz de Robles, era “pieza delicada, ingeniosa, poética”, pero carente de fuerza escénica. A continuación, en el mismo Teatro Español, Manuel Díaz González vuelve a completar el reparto de la reposición de “El diario de Ana Frank”, con un elenco muy semejante al del estreno (con la inclusión de Carlos Ballesteros, en lugar de Antonio Ferrandis). A esta reposición siguió, en febrero de 1960, el estreno de “El baile de los ladrones”, de Anouilh, en versión de José Luis Alonso y con dirección de José Tamayo. A la compañía estable del Español se sumaba entonces el matrimonio formado por Elisa Montés y Antonio Ozores, además de la simpar Guadalupe Muñoz Sampedro y Javier Loyola, entre otros. El 12 de marzo de ese mismo año, se da en el Teatro Español una función, en beneficio de la construcción de un monumento a su memoria, de “Los intereses creados”, de Jacinto Benavente. Los principales papeles los desempeñan Luis Prendes, Irene López Heredia, Berta Riaza, María Teresa Padilla y José Guijarro, al lado de Manuel Díaz González. La función la completan varias actuaciones que conforman un “fin de fiesta”. Así, por ejemplo, Ricardo Calvo pronuncia unas palabras, alocución a la que siguen intervenciones dramáticas de grandes figuras de la historia del teatro, como Lola Membrives o Rafael Rivelles y de aquel presente, como Nati Mistral y Alberto Closas. La siguiente actuación de Manuel Díaz González en un Teatro Nacional se produjo en el María Guerrero, en diciembre de 1962, en representación, con dirección de José Luis Alonso y figurines y escenografía de Antonio Mingote, de “Los caciques”, de Carlos Arniches. Junto a Manuel Díaz González, Alfredo Landa, que acaba de filmar con él “Atraco a las tres”, donde han hecho muy buenas migas, como puede comprobarse leyendo el capítulo correspondiente de las recientemente publicadas memorias del protagonista de “El crack”, y también Carmen Carbonell, Lola Cardona, Margarita García Ortega, Rosario García Ortega, Rafaela Aparicio, José Vivó, Antonio Ferrandis, Erasmo Pascual, José Bódalo, y Joaquín Molina, entre otros. En el montaje dirigido por José Luis Alonso de la obra de Jena Giraudoux, “La loca de Chaillot”, que protagonizó brillantemente Amelia de la Torre y a la que secundaron Julieta Serrano, Antonio Ferrandis, Rosario García Ortega, José Vivó, Rafaela Aparicio y un largo etcétera, estrenado en el Teatro María Guerrero, en enero de 1962 y en el teatro Romea de Barcelona en octubre de 1963, Manuel Díaz González tuvo una “colaboración extraordinaria” Calificada igualmente será su intervención en el montaje que la compañía del María Guerrero llevará “por provincias” en 1963 de “El rinoceronte”, de Ionesco, protagonizada por José Bódalo. Todavía, ya anciano, intervendrá en dos obras más, “Mañana te lo diré”, de James Sannders, en versión de Claudio de la Torre y dirección de José Osuna, con Verónica Luján, Julio Núñez, Fernando Delgado y Sancho Gracia como compañeros, estrenada el 24 de abril de 1968 en el María Guerrero, por el grupo Teatro 68, (una curiosa historia de una representación dentro de una representación), en la que hace el papel de un actor de carácter al que le cuesta “entrar en situación”, y “La Jaula”, obra de José Fernando Dicenta (nieto del dramaturgo Joaquín, sobrino del actor Manuel y primo de Daniel, todos Dicentas) que fue premiada con el Premio Nacional de Teatro de 1972, año de su estreno en el Teatro María Guerrero. El elenco lo formaban, junto con Manuel Díaz González, Gaby Álvarez, María Luisa Armenteros, Manuel Dicenta, José Antonio Correa, Eugenio Navarro y un largo etcétera.
El periplo de Manuel Díaz González por los teatros nacionales nos ha llevado muy lejos en el tiempo. Debemos volver sobre nuestros pasos y retomar la carrera del actor en el punto en que acaba de ganar un Premio Nacional de Interpretación, dotado con 10.000 suculentas pesetas, de los concedidos por la labor realizada en 1958. Entonces rueda dos películas que se estrenarán en 1959, “¡Buen viaje Pablo!” y “Una gran señora”.
Dos películas del 59
En los barceloneses estudios IFI comenzó el rodaje de “¡Buen viaje, Pablo!” en diciembre de 1958 y el proceso de realización de la película se prolongó hasta marzo del año siguiente. Distribuído por CIFESA, el estreno del film no se produjo hasta el 1 de febrero de 1960 en los cines Capitol, Metropol y Bosque de la ciudad en que se rodó, mientras que en la capital de España se había estrenado antes, en los cines Gayarre y Rialto, concretamente el 23 de noviembre de 1959. Dirigida por el propio productor, Ignacio Ferrès Iquino, se trataba de la adaptación que un habitual colaborador suyo, el actor italiano Adriano Rimoldi, había hecho de una pieza teatral de Gaspare Cataldo, “Boun viaggio, Paolo”. El film, una muestra del género policíaco que podría considerarse insólita por lo inusual de su argumento, narraba la peripecia del Pablo del título, un viajante de comercio a quien las malas pasadas del Destino terminan por hacer enloquecer y matar a un semejante. En el arranque de la acción, Pablo Losada (el galán italiano Ettore Manni a quien presta su aterciopelada voz Juan Manuel Soriano) se dispone a tomar un tren en la estación de Francia que le ha de llevar a Alicante, localidad en la que conoce a María Carvajal (la oscense Gisia Paradís), una joven a la que ha ido tratando asiduamente y de la que se ha enamorado. Este viaje va a llevarle junto a ella para declararse, pero dos jóvenes, Inés (María del Valle) y Luchy (Maruja Bustos), le distraen un momento en la cafetería de la estación (en realidad, la cafetería Liceo, del barrio de Sants de Barcelona) y le hacen perder el tren. Inés se encapricha del joven y le propone salir esa noche (juegan a los bolos y bailan en el “Club Boliche” de la capital catalana) y terminan en el piso de ella. En el transcurso de la noche, el espectador se entera de que Inés y Luchy viven del “trato con hombres”. Se produce una elipsis narrativa y asistimos a la partida de Pablo, en dirección a Irún, pues es a aquella zona donde le ha destinado su empresa para hacer realizar sus viajes comerciales. Entonces vemos que se despide de Inés, que ya es su esposa. Tan buen punto Inés queda sola, llama a su amiga Luchy para continuar con su animado ritmo de vida previo al matrimonio. Cuando Pablo regresa a Barcelona es Navidad. Pasa por la Fira de Santa Llúcia, frente a la catedral, y compra un adorno navideño. Al entrar en el hogar conyugal encuentra un caos que le hace pensar en que han entrado ladrones en la casa. Los vecinos le sacan del error. El saqueo debe haberlo hecho su propia esposa que, en su ausencia se ha guardado mucho de permanecer en casa. Le aseguran de que cada vez que salía de viaje, su mujer hacía lo propio. Pablo sufre una profunda decepción que lo anonada primero y lo impulsa después. Coge el disco que iba a llevarle a María cuando iba a declarársele dos años antes y una pistola y acude al piso que compartían Luchy e Inés para arrancarle a la primera el paradero de la segunda. Inés debe estar en Sitges, confiesa Luchy y allá se encamina decidido, Pablo. Pero, antes de tomar el tren, se detiene en la misma cafetería donde dos años atrás había intentado escuchar el disco que le llevaba a su amada y que unas “malas mujeres” le habían impedido poner en la gramola (las mismas que finalmente le harían imposible realizar su proyecto vital junto a María) para, esta vez sí, poner el disco. La música lo trastorna completamente. Pierde nuevamente el tren, el que esta vez había de llevarle a Sitges. A la mañana siguiente le vemos esperar a un tal Antonio Fábregas (Miguel Fleta) ante el Banco Español de Crédito. Cuando el hombre llega, Pablo le mata a tiros. La película pasa a centrarse entonces en el juicio por homicidio contra el protagonista, en el que actúa José María Caffarel como el abogado Fuentes y Joaquín Molina como juez. A Manuel Díaz González le corresponde el papel de fiscal, interpretación que lleva a cabo con la sobriedad y el rigor requeridos, sin desdeñar buenas dosis de sarcasmo, cuando la oportunidad lo demanda, como en el interrogatorio a Inés y a Enrique Miranda (Alfonso Goda en el papel del jefe de Pablo y amante de Inés, que le había “puesto el piso” en Sitges y dado el destino lejano a su marido). Así, ante las lágrimas de la casquivana Inés, por ejemplo, afirma sarcástico: “Señora, sus lágrimas me han emocionado profundamente. No puedo seguir interrogándola porque yo también estoy a punto de llorar. A sus pies.” Desechada la teoría del crimen pasional, los motivos para el asesinato de Fábregas debe exponerlos el sorprendente doctor Velasco (Carlos Casaravilla), nada menos que el compañero de celda de Pablo en la prisión Modelo, quien resulta ser toda una eminencia, repetidamente laureado, en el campo de la psiquiatría, y que expone que el criminal actuó bajo los efectos de la locura. La declaración en el juicio de María, la honesta muchacha de Alicante, hace reaccionar al enajenado. Pablo había reconstruido en su mente una realidad falsa, según la cual nunca había perdido el primer tren y había podido ser feliz junto a María. Recuerda entonces, sin embargo, que fue Fábregas quien le hizo perder el tren de Sitges, al pedirle dinero, y en el estado en que se encontraba entonces, cruzó por su mente la idea de que él debía pagar con su vida por la que él había perdido. Pablo sufre un colapso y muere en el hospital ante María y su amigo Velasco. Una historia que se emparenta con los dramas criminales de tintes psicológicos del tipo de la hitchcockiana “Recuerda” (cercana en el tiempo a la fecha de estreno de la obra de teatro original) y que permanece inscrita en la corriente de cine policíaco-criminal de producción y ambientación barcelonesas. Iquino la rueda con gusto (mención especial merece la fotografía de Ricardo Albiñana) y con audacia, llegando su osadía a mostrar algún momento “escabroso”, como cuando Pablo toca los pechos de Inés en una cabina (sólo con dos dedos y por la parte del escote, nada más, todo hay que decirlo) o cuando Luchy se desplaza a cuatro patas por encima de una cama vistiendo un escueto camisón que deja adivinar dos sueltecillas y gratas tetas. En contraposición, el durísimo fiscal que interpreta Manuel Díaz González condena con frialdad el adulterio que ha descubierto en el transcurso de la vista. La película se ganó la calificación de la censura administrativa de “Para Mayores” y un “3” en la eclesiástica, lo que la dejaba a un paso del “3R”, que habría supuesto, prácticamente, su condena.
La posible trascendencia de un título tan insignificante como “Una gran señora” radicaría en que el film supuso la presentación cinematográfica de una reina del escenario (en su vertiente cómico-popular) como fue Isabel Garcés (Madrid, 1901-1981), quien un cuarto de siglo atrás había sido la protagonista de “Angelina, o el honor de un brigadier”, de Jardiel Poncela, estrenándola en el teatro Infanta Isabel el 2 de marzo de 1934 al lado de (nada menos) Pepe Isbert, Rafael López Somoza, Julia Lajos y Mercedes Muñoz Sampedro. Isabel Garcés continuó siendo la protagonista de sucesivas obras del genial humorista en años sucesivos, las cuales estrenaría en el Teatro de la Comedia o en el Infanta Isabel, como fueron “Un adulterio decente” (1935), “Cuatro corazones con freno y marcha atrás” (1936), “Carlo Monte en Monte Carlo” y “Un marido de ida y vuelta” (ambas de 1939). El debut en el cine de tan experimentada actriz cómica se produjo el 10 de septiembre de 1959, en la pantalla del cine Coliseum de Madrid, con la proyección de “Una gran señora”, título que la categoría artística de su protagonista merecía sobradamente, pero que desgraciadamente no se correspondía a la altura del film, dirigido sin demasiado salero por Luis César Amadori, un director nacido en Italia y formado en Argentina que , tras haber firmado una larga trayectoria en Argentina y México, consiguió un éxito resonante con su film de debut en España, “¿Dónde vas, Alfonso XII?”, el cual le permitió trabajar muy asiduamente en los últimos años de la década de los cincuenta y en los primeros de los sesenta. El film que hoy nos ocupa, una comedia con trama sentimental, lo protagonizaban Zully Moreno, esposa del director y Alberto Closas, que llevaba no más de cuatro años de regreso en España, tras su marcha del país con su familia a Argentina con motivo del estallido de la Guerra Civil. Alberto Closas (Barcelona, 1921, Madrid, 1994), el galán de trato más áspero de la escena española (nadie insulta como él, nadie llama “imbécil” al prójimo con tanta contundencia), interpretaba un doble papel en “Una gran señora”, el de los hermanos William y Adolfo Chrysler, los hijos de Lady Greta Chrysler (Isabel Garcés) que, desde sus personalidades contrapuestas compiten por el amor de Charo, una modesta modelo de la casa de Modas de Madame Racie (Ivette Lébon) de maneras aristocráticas (por las que sus compañeras la llaman “La Condesa”). A la casa de modas llega un día la acaudalada Lady Chrysler que, con su despiste a cuestas, adopta a Charo espontáneamente, tomándola por una auténtica condesa (“Condesa Myrskaya”), amistad que Madame Racie y su director-gerente, don Ramón (Manuel Díaz González) tratan de fomentar pues confían en la capacidad económica de la millonaria señora para sacar adelante el negocio, que está atravesando graves dificultades. Auxiliando (con poco acierto) al hermano bohemio e irresponsable, el romántico Adolfo, está su chófer y amigo Tobías Práxedes (José Luis López Vázquez) que con sus intervenciones provoca alguan confusión de identidad entre los dos hermanos. En el capítulo del reparto, Jesús Tordesillas aparece simpático aunque no muy creíble en su papel de Richard Chrysler, el mujeriego galán otoñal amigo de francachelas; cuñado de la viuda señora Chrysler; José María Tasso presta su inefable presencia al rol de Carlitos, un botones empleado en la casa de modas de madamme Racie; Mercedes Barranco “hace” una criadita con cofia y delantal; José Calvo tiene un pequeño papel como el jefe de policía, al que llaman don Manuel y otro aún más breve le corresponde a Manuel Arbó, como efímero tabernero. Por último, el exótico (y habitualmente villano) Barta Barry incorpora a un vistoso “duque de Rípoli” y Joaquín Molino Rojo, a otro invitado a la fiesta de alto copete a la que también asiste Rosario García Ortega, como baronesa pesadísima perseguidora de galán. Como encantadora propina, la película contiene una de las primeras apariciones en pantalla de la bellísima María Silva en un papel prácticamente de figurante, como modelo de la casa de modas de Madame Racie, luciendo, precisamente, los vestidos de Pedro Rodríguez quien resulta que era, además del figurinista de la película (con excepción de los modelos de Isabel Garcés), el empleador de María Silva en aquel entonces, pues era su ocupación real la misma que representaba en la película.
Manuel Díaz González repite, poco más o menos, el mismo rol que tenía en “Alta costura”, su primera película en España tras su regreso de Hispanoamérica. Como en el guión encontramos a Luis Marquina, responsable máximo de aquel título, no es descabellado suponer que el hijo del dramaturgo Eduardo Marquina era quien estaba detrás del personaje de don Ramón y de, en general, las escenas que se desarrollan en el ambiente de la alta costura. Dentro de un film que, como comedia romántica, se desliza entre el tedio de las escenas “de amor” y el humor “desinflado” de las secuencias “de risa”, cabe destacar que son las secuencias en las que interaccionan Manuel Díaz González e Isabel Garcés las de mayor eficacia cómica, resultando delicioso el contraste entre el remilgado y convencional comerciante en vestidos y la disparatada señora Chrysler, reina del despiste, que consigue desconcertarle completamente. La película termina con satisfacción para todos los personajes. El papel de nuestro protagonista de hoy, don Ramón, que había sido despedido por Madame Racie y sustituido en su cargo por Richard Chrysler (que había conquistado a la titular del negocio), obtiene el puesto de secretario de Lady Greta Chrysler, Willy se hace con la propiedad del negocio y, naturalmente, Adolfo y Charo se casan por todo lo alto, para felicidad completa de la mamá de los gemelos.
En torno a "Atraco a las tres"
Unos meses antes del estreno de “Atraco a las tres”, concretamente el 4 de junio de 1962, se produjo el del film del autoproclamado “genio del cine” Manuel Mur Oti, “Milagro a los cobardes”. Se trata de una claustrofóbica película, rodada en los madrileños estudios Ballesteros, de nula repercusión comercial que, como la mayor parte de la obra de su director, estaba henchida de grave trascendencia y asfixiante teatralidad. Características estas que Mur Oti no sólo no veía como defectos, sino que alardeaba abiertamente de ellas como si fueran virtudes. La historia, debida al ingenio de Manuel Pilares, pertenecía en principio al productor Eduardo Manzanos, pero éste se la vendió a José Luis Renedo que fue para quien la dirigió Mur Oti, y partía de unas preguntas cuya respuesta sólo podía intrigar a personas creyentes con inquietudes: ¿Por qué los que se habían beneficiado de los milagros que Jesús les había hecho no salieron en su defensa?¿Por qué los ciegos a los que les hizo recobrar la vista, o los leprosos que curó no pidieron su salvación? Este burgomaestre, como no ha visto la película, desconoce la respuesta, así como el papel que Manuel Díaz González interpretaba en ella. La norteamericana Ruth Roman fue la protagonista y supuso algún foco de tensión su participación en un principio hasta que (según relata él mismo en entrevista concedida a Augusto M. Torres), Mur Oti le hizo comprender que estaba en inmejorables manos, con lo que podía deponer su divismo.
“Atraco a las tres” supuso la segunda oportunidad en que Manuel Díaz González se ponía a las órdenes de José María Forqué. El director zaragozano, de manera análoga a como otros colegas habían orientado su cine desde unas primeras inquietudes creativas a otras decididamente comerciales (pensemos en Pedro Lazaga), se había arrimado al buen árbol del productor y guionista Pedro Masó y de su colaborador habitual en la escritura, Vicente Coello (más el no tan habitual Rafael J. Salvia), para firmar un título que debía su existencia a las previas de “Rififí” (Jules Dassin, 1954) y “Rufufú” (Mario Monicelli, 1958), y que se apoyaba en un tipo de humor muy popular, cercanísimo al de los amados tebeos Bruguera, de empleados de oficina tontorrones y jefes tiránicos y ridículos. Así, los personajes tienen algo de monigotes y sus andanzas caben perfectamente en las viñetas del “DDT” o “Pulgarcito”. Valga como detalle revelador que la sucursal en la que laboran sus protagonistas es la número 13 (número brugueriano por excelencia) del Banco “Los previsores del mañana”. La trama de “Atraco a las tres” es sencilla (condición indispensable para que una película tenga verdadero éxito popular): los empleados de una agencia de una entidad bancaria se proponen atracar su propia oficina aprovechando que van a sustituir a su bondadoso jefe por otro de infecta catadura. Una banda de atracadores profesionales se les adelanta por unos minutos y, al impedir que lleven a cabo su propósito, los empleados quedan como héroes y el jefe comprensivo conserva su puesto. La gran baza del film es su espléndida galería de tipos dibujados con trazo seguro (cual si fueran personajes bruguerianos, sí). Entre todos ellos, el personaje encomendado a Manuel Díaz González tiene una importancia decisiva, pues representa al Mal, al Enemigo, y hay que decir que el actor compone un arquetipo inolvidable y brillantísimo. Servil con sus superiores y despótico con sus subordinados, Prudencio Delgado es un individuo afectado (al que se le levanta el meñique, gesto que los empleados imitan para referise a él sin usar la voz) que sólo halla satisfacción en apretarle las tuercas a sus empleados y en pasarle el cepillo a su director general. Manuel Díaz González emplea todos los resortes de que dispone merced a su larga experiencia y tanto sus gestos como el tono de su voz impresionan al espectador, dejando en él una huella imborrable en cada una de sus intervenciones. Sus lamentables zalamerías para con el director general han quedado inscritas en la memoria de todo aquel que haya visto “Atraco a las tres”. En actitud reverencial, inclinado el tronco, siguiendo al líder como un acólito, va desgranando su letanía a tanto a modo de saludo “¿Y su augusta madre? ¿Y su bella y distinguida esposa?” como de despedida: “Póngame a los pies de su distinguida esposa, y mis respetuosos saludos para sus señores hijos y cuídese mucho, señor director general” percutiendo cada sílaba como si de un cántico salmódico se tratara. Restallantes como latigazos, sus admoniciones a sus subordinados suenan precisas y contundentes: “¡Seré inexorable con los rebeldes!”, afirma en un momento dado. “Mientras esté yo aquí, al banco no le roba nadie ni un céntimo!”, sentencia en otro. Estrenada el 10 de diciembre de 1962 en los cines Callao y Richmond de Madrid, “Atraco a las tres” ha ido creciendo en reconocimiento público y permanece entre los títulos más queridos por la gente. Decisivo en esta apreciación popular es su extraordinario elenco, tan abundante como bien equilibrado. José Luis López Vázquez, cuya dimensión como actor no ha dejado de crecer desde su protagonismo en “El pisito” (Marco Ferreri, 1959), interpreta al señor Galindo, el “cerebro” e impulsor del atraco, que, seducido por los encantos de una clienta despampanante, la vedette Katia Durán (Katia Loritz) pronunciará una frase que, como las que referíamos antes de don Prudencio, quedará grabada en la memoria del espectador: “Fernando Galindo, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo”. José Orjas es don Felipe, el jefe de la sucursal, al que la dirección del banco acusa de conceder créditos con excesiva ligereza, motivo por el cual van a destituirle de su cargo, forzándole a adelantar su jubilación; Manuel Alexandre encarna al empleado Benítez, cuya exclamación “¡Y un cortijo! ¡con toros!”, en la secuencia en la que la banda hace la previsión de lo que va a adquirir con el botín logrado, permanece como una línea feliz expresiva del disparate en que están cayendo; Alfredo Landa es el oficinista Castrillo, al que otorgan el papel de conductor del coche que les ha de servir como elemento de fuga, pasando por alto que Castrillo no sabe conducir; Gracita Morales es la secretaria Enriqueta, que no desperdicia una sola de sus frases, consiguiendo hacer reír al público con cada una de ellas; a Casto Sendra Barufet (“Cassen”) le toca el papel del conserje Martínez, al que dota de su personalidad descacharrante y ruidosa; por último, Agustín González es el empleado señor Cordero, que tiene una novia muy guapa, Lolita (Paula Martel), a la que quiere proporcionar rápidamente la fortuna que merecen sus encantos para que deje de “timarse” con todo quisque. Como “vamp”escultural, que se permite incluso interpretar un número musical de “vedette” (coreografiado por la atractiva norteamericana Sandra Lebrockc), Katia Loritz, como Katia Durán, que es la encargada de obtener información del obnubilado Galindo para franquear el atraco de la banda de delincuentes “profesionales”capitaneada por el gángster que interpreta Alberto Berco. En roles episódicos, Rafaela Aparicio, como la dueña de una lechería, clienta del banco a la que no permiten sacar su dinero el día del atracolaaos posibles da la que ólacblro. ante los asombrados ojos No sólo se elige bien a los actores, sino que se cuidan detalles aparentemente inocuos pero que favorecen la eficacia del producto. Así, por ejemplo, Forqué obliga a Alfredo Landa a teñirse el pelo para evitar la sensación de que su personaje y el de Cassen están repetidos.
En contraposición a “Atraco a las tres”, “Las hijas de Helena” (1963) es un título que está completamente olvidado. Ni siquiera Antonio Ozores en sus memorias sabe decir si funcionó en taquilla, a pesar de que ese sea el dato que constantemente maneja para referirse a todos sus films. Recuerda, eso sí, que supuso un “balón de oxígeno” para él tras el tremendo batacazo de “La hora incógnita”, un fracaso sin paliativos que le había hecho pensar que estaba acabado para el cine. Arturo González, hijo del productor del mismo nombre y sobrino de Cesáreo González le ofreció realizar el film y puso a su disposición un reparto de ensueño que incluía nada menos que a Isabel Garcés como protagonista, a José Luis López vázquez, Manolo Gómez Bur, Laura Valenzuela, Antonio Ozores y muchos más, incluyendo, en una pequeña intervención, a nuestro protagonista de hoy. Por lo que toca a la trayectoria de Manuel Díaz González, cabe hablar de la nula relevancia que significa “Las hijas de Helena” en ella. Todo lo más, apuntar que volvía a reunir su nombre con el de Isabel Garcés tras haber compartido cartel (y planos) en “Una gran señora”. Como indicativo de la desmañada (por no decir chapucera) manera de trabajar de Ozores, comentemos la anécdota que él mismo recoge en su libro de memorias, “Respetable público. Cómo hice casi cien películas” (Ed. Planeta, 2002). Cuando, a petición del productor, pasados varios meses desde el estreno en España del film, tuvo que hacer algunos retoques en determinadas escenas para su explotación internacional (pueden ustedes suponer el tipo de retoques que serían), descubrieron con sorpresa que, en un plano, podían verse cuatro o cinco metros de vía de grúa. Nadie del equipo técnico lo había visto antes. Y si alguien lo vio, no le importó lo más mínimo.
Incursión en el cine negro:“El salario del crimen”
A Manuel Díaz González le zarandean con frecuencia. Lo hizo Enrique Diosdado en “La copla de la Dolores” y volvería a hacerlo Antonio Prieto en “Madrugada”, tanto en el escenario, como en la pantalla. Arturo Fernández en “El salario del crimen” no se quedaba atrás, sino que, por el contrario, le zurraba aún con mayor violencia, y si el exiliado Diosdado le había llamado “sapo” en el film de Benito Perojo, el galán gijonés le trataba de “cerdo”. “El salario del crimen”, estrenada en 1964, es un sensacional film del género negro, uno de los mejores jamás rodados en España, que ya compareció en este mismo weblog hace cosa de un año, cuando hablábamos de Tomás Blanco en su correspondiente entrada. Podría haber vuelto a comparecer con posterioridad, porque también intervienen en ella nuestros ya tratados José Sepúlveda y Antonio Riquelme en sendas apariciones breves, meros “cameos”, como participantes circunstanciales en las pesquisas policíacas. Dirigido por Julio Buchs (a quien Manuel Díaz González debía recordar de los rodajes de “Alta costura” y “Milagro a los cobardes”, en los cuales había ejercido como ayudante de dirección), el film cuenta la historia de un policía joven, Mario (Arturo Fernández), hijo de un policía que murió en acto de servicio, que se siente culpable por haber permitido que un criminal acosado liquidara a un compañero suyo en una operación policial en la que participaban ambos. Su experimentado jefe, el comisario Chaves (José Bódalo), que era amigo del padre de Mario y que vivió una experiencia semejante por haber asistido, de manera similar, a su final, trata de hacerle recapacitar para que se sobreponga y haga prevalecer la profesionalidad sobre los sentimientos personales. En la búsqueda del asesino de su compañero, Mario topa con la atractiva Elsa, la dueña de una casa de modas, de la que se enamora. Tratando de ser merecedor de su atención, el joven policía va descendiendo hacia las simas del crimen, hasta el punto de efectuar un osado atraco en una entidad bancaria, con el resultado de la obtención cuantioso botín y la muerte del director (José María Caffarel), al que golpea en la cabeza y provoca la muerte de un ataque al corazón, causado por la impresión. El cerco de las sospechas va cayendo sobre él al tiempo que sufre el acoso de un incómodo testigo del atraco que perpetró. Ruiz, el secretario del banco (Manuel Díaz González), ha logrado identificarle y le está haciendo objeto de chantaje. La tercera vez que Mario acude a la convocatoria del chantajista, lo encuentra muerto y como éste le había advertido de que tenía un documento con el que protegerse, se sabe perdido. Todavía, sin embargo, le queda a Mario por sufrir todavía un poco más en su ordalía particular. Sufre un tremendo desengaño al descubrir que el dinero que tanto le ha costado conseguir y que ha entregado a Elsa, ésta lo cede a su hermano Daniel, precisamente, el criminal al que Mario está buscando, el que mató a su compañero. Finalmente, en el enfrentamiento que supone el clímax de la cinta, acosado por sus propios compañeros, consigue con su último hálito de vida, entregar al comisario Chaves a los dos malhechores que le habían ordenado detener, al asesino Daniel y a él mismo. La actuación de Manuel Díaz González en el papel del secretario Ruiz es brillantísima, y aprovecha cada escena para lucirse. El doblaje de Eduardo Calvo, impecable, captura con precisión los matices del actor cuando éste se muestra, en primer lugar, como el empleado “con mando” en la secuencia del atraco, que mira con desprecio los deteriorados zapatos del visitante (detalle que le permitirá después identificarlo) y que trata despóticamente a los empleados (en la línea del don Prudencio de “Atraco a las tres”). Después, Manuel Díaz González exprime con solemnidad las posibilidades que le ofrece la llamada telefónica en la que anuncia, con insinuaciones, que tiene en sus manos el destino del policía y se cita con él en un cabaret, donde prosigue la exhibición de sus dotes para mostrarse untuoso, calculador y frío como un pez. Expone la situación relamiendo cada sílaba, subrayando cada concepto con gestos precisos y jugando, prácticamente, con las dos dimensiones de su oponente, es decir, con el actor Arturo Fernández y con el personaje, Mario. Cuando el policía, acorralado, es obligado a visitarle en su propio domicilio y cede al impulso de agredirle, la reacción de Manuel Díaz González, en su especialidad de “hombre débil y cobarde que se revuelve contra su destino” consigue parar el empuje del joven impetuoso y lo aplaca haciéndole saber que existe un documento que será puesto en manos de la policía si le pasa algo malo. Por desgracia para el personaje del secretario Ruiz, que aspiraba a conseguir dinero para gastarlo en los cabarets con “chicas muy bonitas y amables”, el brutal Daniel le tortura desmesuradamente y le causa la muerte, haciendo inútil esa precaución.
Al servicio de un clásico: “Fortunata y Jacinta”
Angelino Fons había debutado en la dirección de largometrajes con “La busca”(1967), una sólida adaptación de una obra literaria prestigiosa, la novela de Pío Baroja del mismo título. Parecía una elección más que razonable para llevar a término el primer proyecto cinematográfico conjunto de la pareja que formaban el productor Emiliano Piedra y la actriz Emma Penella, casados desde 1967. Emiliano Piedra (Madrid, 1931-1991) había sido proyeccionista, montador y distribuidor antes de producir su primer film en 1961 (“Canción de cuna”, que dirigió José María Elorrieta). Su relación con las películas había sido, por tanto, desde sus comienzos profesionales, tan estrecha como física, manejando los rollos de celuloide y las latas contenedoras de fotogramas con sus propias manos, dedicándose, algún tiempo, a proyectar películas de manera ambulante, por diversos pueblos castellanos. Partiendo de tan primordiales orígenes, Emiliano Piedra había llegado a producir al mismísimo Orson Welles y sus inolvidables “Campanadas a medianoche” (1966). El proyecto para el que contó con la dirección de Angelino Fons y con el papel protagónico para su esposa, Emma Penella, fue el que trasladaría a la pantalla “Fortunata y Jacinta”, la novela de Pérez Galdos, un vehículo idóneo para el lucimiento de su protagonista. El film vería efectivo su estreno en el cine Conde Duque de Madrid el 6 de abril de 1970 y en la sala Novedades, de Barcelona, el 2 de noviembre del mismo año. El director insistiría con el gran novelista decimonónico al firmar la versión fílmica de “Marianela” un par de años después, mientras que el productor, que en los años 80 sostendría una prolongada y exitosa relación profesional con el cineasta Carlos Saura, tambien cultivó el terreno seguro de las adaptaciones literarias de relevancia, haciendo protagonista de “La Regenta”, nuevamente a Emma Penella protagonista del film estrenado en 1974, esta vez, bajo la dirección de Gonzalo Suárez.
La película “Fortunata y Jacinta”, realizada en régimen de coproducción con Italia, contó con la participación en el reparto de algunos actores transalpinos, empezando por la algo desvaída Jacinta, personaje fundamental, cuya interpretación corrió a cargo de Liana Orfei, y siguiendo con el decisivo papel de Maximiliano Rubín, a quien encarnó magramente Bruno Corazzari, un habitual de las coproducciones que se rodaban aquellos años en España, inscritas, frecuentemente, en el género western. Por la parte española, además del “festín Emma Penella” que supone el film (y que le valió a la actriz ganar el premio de 1969 a la “Mejor interpretación estelar femenina” del Sindicato Nacional del Espectáculo, Máximo Valverde aportó su apostura algo canalla como el consentido y mujeriego Juan Santacruz, quien, además de casarse con Jacinta y beneficiarse a Fortunata, culminaba la faena acostándose con Aurora (Rosanna Yanni). También las enormes María Luisa Ponte, Nélida Quiroga y Julia Gutiérrez Caba, que se ocupaban de representar los roles de Doña Lupe, la tía de Maximiliano, Doña Bárbara, madre de Juan Santacruz y Guillermina “La Santa”, respectivamente, con la eficacia habitual, y, por encima de todos, en el deslumbrante papel de “Mauricia la dura”, Terele Pávez, asumiendo magistralmente el mando del film en el segmento que protagoniza, exhibición que le valió, como a su hermana Emma, el premio de 1969 del Sindicato Nacional del Espectáculo, en su caso a la mejor actriz de reparto. El papel de Manuel Díaz González, el del “ayo” Plácido Estupiñá, culpable, en gran medida, de la malcrianza del señorito Juan Santacruz, se revela idóneo para las mejores prestaciones del actor y le corresponde, además, la responsabilidad de abrir y cerrar la acción de la cinta. La suya es la primera imagen viva de la película, cuando, expectante ante el inminente nacimiento del heredero de la casa de los Santacruz (al que él llamará siempre “Delfín”), toma de un belén la figura del niño Jesús a manera de inconsciente, silenciosa y supersticiosa invocación. Igualmente, suya es la última intervención en la acción, pronunciando la frase que la cierra, la cual sirve de despedida. Fallecida Fortunata en completa soledad, el abnegado servidor del egoísta Juan Santacruz es el único que dedica un cierto (y equivocado) homenaje póstumo a la infortunada mujer: “Que Dios te perdone, Fortunata”, dice como portavoz de la sociedad “de bien”, de los favorecidos de la prosperidad. Las intervenciones de Manuel Díaz González como Estupiñá, personaje que transmite siempre una sostenida dedicación a la tarea de satisfacer los caprichos de su joven señorito y a protegerle de sus pasos en falso, habrían muy probablemente resultado más brillantes si se hubiera doblado él mismo, pero Joaquín Escola, el profesional que le presta la voz, hace un buen trabajo, se echa de menos el característico tono e inflexiones de Manuel Díaz González, que en la presente ocasión habrían encajado a la perfección con la psicología del personaje. Añadamos, por último, que cabe mencionar las breves pero ajustadas intervenciones del enjuto José Manuel Martín, en el papel de tío de Fortunata, de Fernando Hilbeck, como el pintor Villalonga, la colaboración de Antonio Gades, en un papel episódico de “bailaor” y del adaptador de la novela y uno de los guionistas de la película, Alfredo Mañas, en el rol del hermano cura de Maximiliano Rubín, Nicolás.
De juez cuando los gallos picaron a Concha
El ambiente judicial, que no le era ajeno a Manuel Díaz González desde, por lo menos “¡Buen viaje, Pablo!”, volvía a encontrarse en el fondo de la construcción de su papel para la película de José Luis Sáenz de Heredia sobre argumento y guión de un habitual colaborador suyo, Carlos Blanco, “Los gallos de la madrugada”(1971), película que, desde los lejanos tiempos de “Bambú” (1945) volvía a poner a Fernando Fernán Gómez a las órdenes del director de “Raza”. El filme, que reservaba para Manuel Díaz González un papel menor, como juez de instrucción, arrancaba con el planteamiento del misterioso asesinato de una hermosa mujer que aparece flotando en el mar con las piernas separadas y con unas medias negras puestas, que no eran suyas. Unos meses atrás, esa mujer, Lola (Concha Velasco) había llegado al pueblo costero procedente, al parecer, de ninguna parte. Al poco se “acomoda” con un hombre viudo (Alfredo Mayo) y con su hijo, Paco (Tony Isbert), que , al regresar del servicio militar, se encuentra con la turbadora sorpresa de una apetecible mujer acompañando a su padre. El joven se debate entre el respeto que debe a su progenitor y las ganas de echarle el guante (por decirlo finamente) a su “casi madrastra”. Simultáneamente, el pueblo se divide entre los hombres que suspiran por la provocativa Lola y las mujeres que la odian. Un tercer aspirante a sus favores, un extraño afilador que acampa en la playa del lugar, al que da vida Fernando Fernán Gómez, consigue atraer el interés de la mujer. La película, cuyo rodaje en un pueblecito de Almería, su director recordaba como relajado y muy agradable, casi como unas felices vacaciones, revelaba en su fondo una profunda misoginia al incurrir en el envenenado discurso que considera a la mujer una fuente de conflictos trágicos. Afortunadamente para el espectador, el encanto de Concha Velasco era capaz de superar tal “handicap”. También las presencias de José María Escuer (como cabo de la guardia civil), Adrián Ortega, como chófer del autocar, Enrique Vivó, como médico, Pilar Gómez Ferrer, como tabernera, Rafael Hernández, como contrabandista, ayudaban a sostener el film.
Mucho teatro y algo de televisión (1958-1972)
Tratar de glosar exhaustivamente toda la actividad teatral de Manuel Díaz González supera con creces la capacidad de este atolondrado burgomaestre y, probablemente, conseguiría agotar definitivamente, la paciencia de sus amables lectores. Me limitaré, por tanto, a dar cuenta de aquellas obras en las que actuó de las cuales he podido obtener noticia sin haber tenido necesidad de bucear demasiado en fondos de documentación. Considerando que sus participaciones en espectáculos de los Teatros Nacionales ya se han repasado en epígrafe aparte, creo que el compendio puede calificarse de aceptable.
Manuel Díaz González trató de compaginar el teatro más comercial con propuestas más arriesgadas, como la que le llevó, en el seno del “Dido, pequeño Teatro” a interpretar el papel de Clov en “Final de partida”, de Samuel Beckett, en representación única que tuvo lugar en junio de 1958 con dirección de Alberto González Vergel y con Luis Prendes en el papel del ciego Hamm y con Adela Carbone interpretando el rol de Nell y Antonio Gandía, como Nagg. El prestigioso grupo de teatro independiente liderado por Josefina Sánchez Pedreño y Trino Martínez Trives, que había traído a España el primer montaje de “Esperando a Godot”en 1955, en un ejercicio de valentía, y con Ramón Corroto y Antonio Colina (a quien sustituyó Alfonso Gallardo posteriormente) en la piel de los Vladimir y Estragón de la obra, insistía así en Beckett al montar “Final de partida” y continuaría promoviendo el gusto por un teatro innovador con atrevidos montajes y convocando anualmente el premio “Valle Inclán” de teatro para autores noveles.
En contraste con la propuesta anterior, Manuel Díaz González representaba, al año siguiente, una obra tan intrascendente como la divertida “La mujer, el marido y la muerte”, de André Roussin, en versión del humorista Tono y compartiendo la cabecera de cartel con su compañera de los tiempos de “Nuestra Natacha”, Mary Carrillo, dirigidos por el marido de ésta, Diego Hurtado, en el verano de 1959, recalando en el mes de agosto en el Teatro Comedia de Barcelona.
Insistiendo en las adaptaciones de Tono de las comedias francesas, Manuel Díaz González protagoniza en el Teatro Recoletos de Madrid, “Minouche”, cuyo estreno se produce el 17 de mayo de 1960: En esta comedia satírica su pareja será Amparo Soler Leal.
Cambiando el humor por el misterio, en el Teatro Maravillas de Madrid, Manuel Díaz González estrenó el 14 de septiembre de 1960 “Muerte en el Nilo”, montaje del productor especializado en obras policíacas, Arturo Serrano, adaptación de José Luis Alonso de una obra de Agatha Christie, en la que nuestro protagonista de hoy corrió a cargo del papel protagonista del metódico y deductivo clérigo-detective que resuelve los dos enigmáticos asesinatos que se producen a bordo del barco “Hoto”. Tanto Manuel Pombo Angulo, desde las páginas de “La Vanguardia”, como José Monleón, en “Primer Acto”, coinciden en destacar el brillante nivel de la interpretación, con especial mención a Manuel Díaz González. El sentir general de la crítica, entre los que encontramos a Alfredo Marqueríe, Nicolás González Ruiz, o Adolfo Prego, por citar algunos, fue que la labor de los intérpretes estuvo por encima del libreto, empleando para ello calificativos tan espléndidos como “impecable” o “excepcional”. Los cronistas hablan del éxito al término de la función al referirse a los “entusiastas aplausos de un público complacido”. En idéntico escenario, la misma empresa monta una nueva obra de corte policíaco, “El reloj se paró a las cuatro”, de Michael Gilbert, que se estrenó el 3 de noviembre nuevamente con Manuel Díaz González de protagonista y con Julieta Serrano a su lado en la cabecera del cartel. Al mes siguiente, estrena el vodevil de Feyneau “El sistema Ribadier” en el Teatro Beatriz de la capital, con Juanjo Menéndez y Carmen Bernardos en los papeles principales, dirigidos por Fernandez Montesinos en un montaje que respetaba la ambientación de la época original, de principios de siglo. Las crónicas hablan de que Díaz González vio recompensada su actuación con aplausos.
De vuelta a la disciplina del empresario Arturo Serrano y sus funciones policíacas, Manuel Díaz González tuvo un papel destacado en “La noche del 5 de marzo”, comedia de J. Roffey y G. Harbord, en versión española de José Luis Alonso, estrenada en España en 1961, y con José María Seoane y su mujer, Rosita Yarza, Jacinto San Emeterio y Ana María Méndez en el reparto. La obra relataba un caso criminal de desdoblamiento de personalidad, al estilo de “Psicosis”(Alfred Hitchcock, 1960), cuyo éxito estaba de plena actualidad en aquel momento. Manuel Díaz González obtuvo el premio de interpretación de Valladolid por su papel del psiquiatra que debe tratar al protagonista de personalidad escindida a quien daba vida José María Seoane.
En la inauguración del Teatro Valle Inclán de Madrid, Manuel Díaz González actuó en la obra “La historia de los Tarantos”, de Alfredo Mañas, estrenada en enero de 1962, al lado de Julián Mateos y Mary Carrillo.
Estrenada en octubre de 1968, “El inocente” es una obra de Joaquín Calvo Sotelo que guardaba para Manolo Gómez Bur su papel protagonista, el de el brigada Loredo, el “inocente” del título, en un papel de enjundia dramática que se apartaba de su línea habitual (la cual tratamos de describir, por cierto, en la entrada a él dedicada en este weblog). Manuel Díaz González tenía un papel en ella no muy destacado como “hombre de negocios”, formando dúo con José María Caffarel. La obra, que tuvo buenas críticas, representaba un intento por parte de su autor de actualizar su teatro (de lo cual, por cierto, estaba muy necesitado). De la lectura de la crítica de Manuel Pombo Angulo publicada en “La vanguardia” correspondiente al estreno entendemos que la “actualización” se basaba, fundamentalmente en el empleo de un coro (¿?).
En enero de 1969, Manuel Díaz González debía haber sido el tercer integrante del montaje de Adolfo Marsillach de “Biografía”, de Max Frisch, en el Teatro Moratínpero, por causas que desconozco, fue sustituido por Luis Morris en el papel de “El Narrador”, el personaje que posee el libro sobre la vida del protagonista, “Kurman”, a quien encarnaba José María Rodero. Dándole la réplica, la exquisita Marisa de Leza completaba el reparto de uno más de los éxitos que Marsillach encadenaba por aquel entonces, mientras, por ejemplo, seguía interpretando “Marat-Sade” en el Teatro Poliorama de Barcelona. Donde sí estuvo Manuel Díaz González fue en la reposición de “El diario de Ana Frank” en montaje de 1972, representada en la misma versión y con el mismo diseño de los decorados de Sigfrido Burman que en 1957, cuando se estrenó en España, en el Teatro Español. Si entonces, el papel principal lo habían hecho Berta Riaza y Alicia Hermida (consecutivamente), quince años más tarde, esa responsabilidad recaía en Victoria Vera. Nuestro protagonista de hoy corría a cargo de la interpretación del rol del malencarado doctor Dussel, el dentista con mal genio con quien Ana Frank compartía habitación. En el reparto destacaba Carlos Mendy, en el papel del padre de la protagonista, y junto a él, Lola Cordón, Emilio Menéndez, Cándida Tena y un jovencísimo Quique Sanfrancisco.
No se prodigó especialmente Manuel Díaz González en el medio televisivo. Su presencia en el medio quedó muy lejos de otros compañeros suyos de generación, como el mismo Manuel Dicenta, con quien había coincidido en sus comienzos, mediada la década de los años veinte, en la compañía de su hermana Josefina Díaz. Así, le encontramos engrosando la lista de los integrantes del reparto de la serie “Novela” en la adaptación de “Crimen y castigo” que dirigió Gonzalo López Vergel y que contó con José Luis Pellicena en el papel del homicida Raskolnikov, quien asesta el mortal hachazo a una escalofriante Lola Gaos. El espacio se emitió en 1970. Volvemos a encontrar a Manuel Díaz González en el elenco de la pieza del espacio “Teatro breve” de Ricardo López Aranda “Volver a nacer”,que se emitió por la 1ª cadena de TVE el sábado 16 de noviembre de 1971. Sus compañeros de reparto fueron Mercedes Prendes y Manuel Gallardo. Casi un año después, en “Teatro de siempre”, tuvo una intervención en la adaptación de “La humillación de Northmore”, de Henry James, que fue emitida por el UHF el lunes 25 de septiembre de 1972, con Mary Delgado, Ramiro Oliveros, Pilar Muñoz, Enriqueta Carballeira y Enrique Vivó, conformando el elenco, entre otros.
Últimas colaboraciones para Forqué
A pesar de contar con el indiscutible talento de Rafael Azcona para su guión (basado en un argumento de Jaime Picas), poco o nada bueno ha encontrado este burgomaestre referido a “El monumento”(1970), la penúltima película que rodó Manuel Díaz González a las órdenes de José María Forqué. La increíblemente hermosa Analía Gadé (María Ester Gorestiza Rodríguez, Córdoba-Argentina, 1931) ya había actuado en anteriores film del director zaragozano. Ambos se basaban en textos de Juan José Alonso Millan, siendo el primero, en el que actuaba junto a Fernando Fernán Gómez, “La vil seducción”, y el segundo, “Pecados conyugales” un film de episodios que le emparejaba con Arturo Fernández, ambos producidos en 1968. “El monumento”(como las anteriores, una producción de la empresa del director, “Orfeo”, aunque la segunda en asociación con Incine) contaba la historia de María, una pastelera de una ciudad de provincias que vive una tranquila vida de casada pero a quien su espectacular belleza, además de ganarle el apelativo de “El Monumento”, hace que un marqués que, tras enviudar, ha regresado a la población de la que es medio propietario para liquidar sus bienes y vivir desenfrenadamente sus últimos años, se encapriche tenazmente de ella. Tanto el marido de María como los muy respetables y más destacados ciudadanos de la localidad urden un plan para que el marqués permanezca en el pueblo y así beneficiarse de su fortuna. Para ello comprometen el buen nombre de María, de lo que se resiente su edulcorado y honrado negocio. Muere el marqués y desaparece el problema. María, que ha sido utilizada, es marginada y paralelamente se decide erigir un monumento a la memoria del marqués. La bella María consigue finalmente tomarse el desquite de sus taimados e hipócritas convecinos. La estatua en honor del desaparecido marqués resultará ser un retrato de María, desnuda. El papel de Manuel Díaz González es, casi con toda probabilidad, el del marqués, mientras que a Pastor Serrador se le repartió, seguramente, el del marido de María. El resto del reparto lo formaban Valeriano Andrés, Ramón Corroto, Adriano Domínguez, Álvaro de Luna y Joaquín Roa. Todavía más inclasificable y errada resultó “Una pareja ...distinta” (1974), film fundado en la idea (original de Hermógenes Sáinz y el propio Forqué) de mostrar la convivencia de Zoraida, una mujer barbuda (nada menos que Lina Morgan) y Charlie, un payaso transformista (José Luis López Vázquez parodiando, en cierto modo, su éxito personal en “Mi querida señorita”) que deciden casarse y desafiar las convenciones y la marginalidad que los acecha. A su lado, el gran Manuel Díaz González y el no menos grande Ismael Merlo hacían lo que podían con sus respectivos papeles. La hija del director, Verónica, intervenía en esta película, la segunda en la que participaba después de haber hecho un “cameo” en, curiosamente, “Mi querida señorita”. A pesar de que su estreno, el 16 de diciembre de 1974 se produjo en nada menos que once salas (Canciller, Alvi, Extremadura, Juan de Austria, Infante, Florida, Royal, Lido, Los Ángels, Universal y Savoy) el público no quiso saber nada de este film, que supuso el último en la carrera cinematográfica de Manuel Díaz González y, por tanto, lo que podríamos considerar, por desgracia, un colofón barato.
El final
Manuel Díaz González no sobrevivió mucho tiempo a la persona que había guiado sus primeros pasos en lo que había de ser su vida entera, su profesión de actor. El fallecimiento de su hermana mayor, Josefina Díaz, se produjo en 1976 y el de Manuel Díaz González, en 1978.
PD: Incomprensiblemente, nuestro protagonista de hoy no mereció entrada propia en el libro “Teatro Español (de la A a la Z), de Javier Huerta Calvo, Emilio Peral Vega y Héctor Urzáiz Tortajada)
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