Un reparto de campanillas (Edición en DVD de "La Torre de los Siete Jorobados")
NOTA PREVIA: excepcionalmente,
este burgomaestre abandona su letárgica actitud para reabrir “Lady Filstrup”.
El motivo es celebrar la aún más excepcional edición en DVD de una de las
películas más singulares e irrepetibles de la Historia del Cine Español, “LaTorre de los Siete Jorobados”, de Edgar Neville. El tesonero esfuerzo de
Gonzalo del Pozo, responsable de Versus Entertainment ha hecho accesible para
todos los aficionados al cine tan recóndita joya en las mejores condiciones posibles
de calidad. Santiago Aguilar, cineasta valioso, estudioso riguroso del Séptimo
Arte e irredento entusiasta de la obra nevilliana, ha sido el encargado de coordinar
la confección del documentado, extenso y precioso libro que acompaña a la
película. En un incomprensible acceso de enajenación mental Santiago Aguilar tuvo
la ocurrencia de encargar a este burgomaestre el apartado dedicado al reparto
del film de Neville. Su reconocida bondad natural le impidió rechazar el artículo
que le presenté y a convencer, además, a Gonzalo del Pozo de que lo incluyera
en su tan mimado proyecto. Lo que sigue es una aproximación al texto que este
burgomaestre estaba en trance de pergeñar antes de empezar a recortar (odiosa
palabra) lo escrito con la finalidad de hacerlo caber en las páginas de que disponía en la
edición final prevista. Es lo que podríamos llamar “el montaje del director” del texto editado. Personalmente,
considero mucho mejor la versión corta (que tiene la ventaja innegable de que se
acaba antes), pero como esa ya está publicada en papel, y sería ocioso
reproducirla aquí, les invito a leer esta otra, un poquito más extensa, por si
están de humor.
PD a la Nota Previa: Acompañando
al texto, entre otras imágenes, encontrarán capturas de la versión restaurada
de “La Torre de los Siete Jorobados”, lo que permitirá al perspicaz lector apreciar
la notabilísima calidad de imagen obtenida por los encargados de su
restauración.
Un reparto de
campanillas
La característica primordial que permite al reparto de un film acceder a la
calificación de excelencia es su idoneidad. Y un sistema infalible para
confirmar ésta es tratar de imaginar a otros actores encarnando a sus
personajes. En tales términos, no cabe la menor duda de que es, el de “La torre
de los jorobados”, un reparto excelente. La masculina inocencia de Antonio Casal, la inquietante ajenidad de Guillermo Marín, el empaque aristocrático de Félix de Pomés, la comicidad estrambótica de Antonio Riquelme, la carnalidad risueña de Julia Lajos, la virginal fascinación de Isabelita Pomés, se imbrican primero y se funden después con el apasionante universo “bizarre” del argumento de Carrère dando lugar a un film tan deslumbrante como único e insustituible en la cinematografía española. Añadiendo a los antedichos, la eficaz colaboración de grandes actores en papeles episódicos, cual es el caso de José Franco o Julia Pachelo, la conformación del reparto se completa de manera excelsa. La afirmación precedente adquiere mayor relieve si se sitúa el antedicho elenco en el debido contexto del momento en que fue reunido. No andaba escasa de buenos actores, precisamente, la cinematografía española en 1944. La productora puntera del momento, la valenciana CIFESA, disponía de una suerte de “Star System” casero (en el que estaban incluidos, precisamente, Antonio Casal e Isabel de Pomés) y de una poblada escudería de actores característicos (en los que descollaban, entre otros, Antonio Riquelme y Julia Lajos). Y sin embargo, ni sus estelares galanes al uso, como el heroico Alfredo Mayo y el crujiente Rafael Durán, o el dramático Luis Peña, ni sus espléndidos primeros actores como el sobrio Manuel Luna, ni sus diversas estrellas femeninas, tales como la dulce Amparito Rivelles, la socarrona Luchy Soto, la “pecadora” Mercedes Vecino, la sosita Marta Santaolalla, o la adusta Lina Yegros, habrían encajado con la misma precisión en los roles del film de Neville. De talla aún más titánica son los actores secundarios que poblaban las producciones CIFESA de la época, con Pepe Isbert marchando al frente y con Alberto Romea, Juan Calvo, Juan Espantaleón, José Prada o Manuel Arbó (por citar sólo unos pocos), tan sólo un paso detrás. Y sin embargo, a ninguno de ellos podemos imaginar superando a Antonio Riquelme y su inolvidable Don Zacarías. Tampoco a Ignacio F. Iquino, otro de los pocos productores “en serie” del momento, con su “cuadra” de actores prácticamente fijos, encabezados casi siempre por Ana Mariscal, Adriano Rimoldi y Mary Martín, lo creemos capaz de haber adecuado tan a la perfección los cómicos disponibles a las exigencias de su papeles.
Cruce de destinos
El rodaje de una película puede ser considerado como un punto de confluencia de las carreras profesionales de un diverso y heterogéneo grupo de actores, al servicio de un proyecto común. Así entendido, en las próximas páginas nos proponemos contar cómo llegaron hasta el rodaje de “La torre de los siete jorobados” sus principales intérpretes. Y también, en forma más o menos sucinta, ofreceremos un esbozo de lo que fueron sus dispares trayectorias posteriores.
El mejor galán cómico
y el mejor villano: Antonio Casal es Basilio Beltrán y Guillermo Marín, el
doctor Sabatino
Antonio Casal Rivadulla (Santiago de Compostela, 10/06/1910
– Madrid 11/02/1974) era valiente y sencillo. Hijo de familia dedicada al agro,
Antonio Casal Rivadulla (Santiago de Compostela, 10/06/1910- Madrid,
11/02/1974) sintió desde temprana edad el deseo de actuar ante el público, lo
que le impulsó a unirse espontáneamente a un grupo circense, “Los Stelas”, por
el expeditivo sistema de subirse al escenario en el transcurso de una función.
Reintegrado al hogar por la intervención de la Guardia Civil, tras lograr el
permiso paterno prorrogó su incorporación al circo, con la secreta ambición de
llegar a ser payaso. Empleado fundamentalmente en labores auxiliares (situación
que reviviría en la pantalla en el film que protagonizaría años más tarde, “El
fantasma y doña Juanita”), consigue sin embargo especializarse en un número de
escapismo. Su etapa bajo la lona del circo da paso a continuación a formaciones
inconclusas en las carreras de Comercio y de maquinista de la Armada. Tras
diversos traslados familiares (a El Ferrol y La Coruña), Antonio Casal accede a
algunas colocaciones sin futuro y, ya en Madrid, al teatro, debutando, sin
cobrar, en el Maravillas, representando una obrita titulada “Curro Trueno”.
Llegaría más tarde su primera retribución, en la cuantía de diez pesetas diarias,
al unirse a una compañía que recorría provincias. Ingresaría después en la
compañía de Antonio Gentil y Julia Lajos (con quien, como es notorio,
coincidiría reiteradamente en su esplendoroso futuro cinematográfico). Su
siguiente paso profesional, tras el negro paréntesis de la Guerra Civil, lo
dirigió al seno de la compañía de Társila Criado y Jesús Tordesillas, quien se
encargaría de orientarle atinadamente sobre su devenir profesional, mostrándole
al joven actor el camino que debía recorrer para encontrar a su público.
Afianzado en sus convicciones vocacionales, Antonio Casal se enrola en la
compañía de Moreno Torroba, y obtiene un gran éxito en “La del manojo de
rosas”, junto a Marcos Redondo, en el Teatro Tívoli de Barcelona. Con la
atención hacia sí reclamada por su reciente triunfo, recibe la propuesta de
María Fernanda Ladrón de Guevara, quien le contrata para actuar en “La madre
guapa”. Será un nuevo éxito que le proporcionará la popularidad que propiciará
su paso al cine. Florián Rey va a verle en una función y le dé un papel en
“Polizón a bordo”, film que supondrá el debut cinematográfico del cómico
compostelano.
Ya tenemos al joven Antonio Casal en el cine. Es la suya
toda una irrupción, porque enseguida suma a los papeles principales, los de protagonista.
En sólo tres años se alza con el primer puesto de galán cómico del cine español
del momento. No sólo ha prorrogado el acierto de su debut cinematográfico al
intervenir en la película de José López Rubio “Pepe Conde” (1941), que
constituyó un éxito rotundo, sino que ese mismo año también protagonizó “El
hombre que se quiso matar”, primera de sus interpretaciones a las órdenes de
Rafael Gil. Mientras rueda “La torre de los siete jorobados” cumple 34 años y para
entonces ya ha protagonizado tres producciones CIFESA dirigido por Rafael Gil
(la cuarta está en camino), entre las que destaca “Huella de luz”, que obtiene
el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo de 1943 y a la que
siguieron “Viaje sin destino” (ambas de 1942), y “El fantasma y Doña Juanita”,
delicioso póker de comedias humorísticas excelentes, dotadas de grandes dosis
de ternura, humanidad y lirismo, con toques de fantasía, que constituyen lo más
indiscutidamente mejor valorado de la obra del director, y en las que la
personalidad de Antonio Casal, algo tímida, algo torpe, algo heroica y más bien
cándida, pero no exenta de coraje, encajaba a la perfección y remitía a los
héroes ingenuos de la pantalla cómica más clásica, como su admirado Buster
Keaton. El decir cadencioso de Antonio Casal, sus ademanes desmañados, su
mirada sonámbula y su físico agradable encajan a la perfección con un tipo de
cine que no conocerá continuidad, en el que la línea humorística de Wenceslao
Fernández Flórez marca la pauta.
Incrustada en esta “mini-suite gilesca”, “La torre de los
siete jorobados” constituye en la carrera de Antonio Casal (y, por qué no, en
todo el cine español) una rara joya. Protagonizándola, el cómico gallego se
reencuentra con Isabelita Pomés, su exquisita “partenaire” en dos films
anteriores, en la celebrada y premiada “Huella de luz” y en “Te quiero para mí”
(Ladislao Vajda, 1944), cuyo rodaje habían concluido sólo mes y medio antes de
iniciar el del filme de Neville. La década de los años cuarenta la culmina
Antonio Casal con una nueva cima de popularidad, la que le da ser el tercer
vértice del triángulo protagónico que forma con Fernando Fernán-Gómez y Jorge
Mistral en la popularísima “Botón de ancla” (1948), donde vuelve a
reencontrarse con Isabel de Pomés.
Los años cincuenta, que para el humor resultan más
resabiados, cínicos y crueles que los de la década precedente, son terreno
menos propicio para el protagonismo de Antonio Casal ante las cámaras. Pese a
permitirle ser nuevamente dirigido por Vajda en la extraordinaria “Doña
Francisquita”- 1952- (en la que, por cierto, coincidirá con buena parte del
reparto de “La torre de los siete jorobados”, como Julia Lajos, Antonio
Riquelme y Félix de Pomés, y con su “maestro”, Jesús Tordesillas), suponen una
disminución de la dimensión de Antonio Casal como estrella cinematográfica.
Así, se verá inmerso en el intento de reedición de viejos éxitos, como el
traslado al terreno aéreo de la fórmula de “Botón de ancla” en “La trinca del
aire” (Ramón Torrado, 1951), o en el pálido reflejo de “Huella de luz” que fue
“Camarote de lujo” (Rafael Gil, 1959), mientras que Edgar Neville le adjudica
papel en el episodio taurino de “La ironía del dinero” (1959). También, aunque
quedando diluida su personalidad en el protagonismo coral, intervendrá en
comedias del llamado “desarrollismo”, tales como “Las chicas de la Cruz Roja”
(Rafael J. Salvia, 1957) y “El día de los enamorados” (Fernando Palacios,
1959). Por contra, la misma década proporcionará a Antonio Casal un destacable
éxito sobre los escenarios, en el terreno de la revista, formando pareja
artística durante siete años con Ángel de Andrés. Juntos protagonizarán
espectáculos como “Las cuatro copas” que, con vedettes tan fascinantes como
Lina Canalejas, se mantendrá en cartel durante años. Rota la asociación con
Ángel de Andrés (con quien, al parecer nunca existió buena sintonía personal),
Antonio Casal se dedicó más a la actividad empresarial y directiva, montando
espectáculos del género de revista hasta que, en su última etapa profesional,
los alternó con actuaciones en televisión tan memorables como su contribución,
como uno de los “Doce hombres sin piedad” en la adaptación legendaria dirigida
por Gustavo Pérez Puig del teledrama de Reginald Rose, o su incorporación del
policía municipal de Tomelloso, hijo de la imaginación de Francisco García
Pavón, Plinio, en la serie del mismo nombre.
Si arrojado consideramos a Antonio Casal, no menos lo fue
Guillermo Marín, pues si el impulso del primero lo llevó a invadir un
escenario, el del segundo le impelió a cruzar el Océano Atlántico. Guillermo
Marín Cayre (Madrid, 12/08/1905 – 21/05/1988) que estaba llamado a un día ser
honrado con las más altas distinciones de la escena (la Orden de Alfonso X el
Sabio en 1947 y del premio Nacional de Teatro en 1982) quedó huérfano de padre,
un militar de carrera, cuando contaba tan sólo seis meses de edad. Su madre, la
actriz Gloria Cairé, tuvo buena parte de responsabilidad en que su hijo tuviera
prisa por pisar el escenario. Y así lo hizo, con tan solo quince años,
debutando en el papel de “Príncipe Pálido” en “La noche del sábado”
benaventiana, en una función en el teatro Rojas de Toledo representada por la
compañía de Nieves Suárez y José Santiago. Conocerá Guillermo Marín los rigores
de los estrenos en improvisados escenarios de provincias y de los viajes en
destartalados vagones de tercera e irá consolidando su arte y su oficio pasando
por diversas compañías, hasta que en 1925 recibe la oferta de Ricardo Calvo de
enrolarse en una gira americana de la que se desconoce aún su duración y que le
exigirá tremendamente. “¿Usted se atrevería a hacer todos los galanes del
teatro clásico?”, cuenta Marín que le preguntó Ricardo Calvo. “Yo me atrevo a
todo”, contestó el joven actor. Y tanto, que se atrevió. A lo largo de cinco
años, el recién contratado galán, además de habérselas con un repertorio
inacabable, asumió con maestría el mismo nivel en el arte declamatorio que
había alcanzado su patrón; conquistó el corazón de la hija de su jefe, Pepita
Calvo Velázquez, con quien se casó, y, en un rasgo inaudito de lealtad a su
maestro, perdió todo el pelo de la cabeza, para ser calvo, como él.
Guillermo Marín, devoto admirador (y conquistador) de las
féminas y leal amigo de los canes, desplegó su arte interpretativo con especial
relevancia en los más nobles escenarios de España, con menor presencia, pero
con igual altura, en el cinematógrafo, y difundió su genialidad a través de la
pequeña pantalla e incluso, como rapsoda, impresionando discos microsurco en
los que ofrecía al escucha su distinguida forma de “decir” el verso.
A su regreso de la prolongada estancia en América, en
1933, Guillermo Marín alcanza la consagración profesional por su labor en “El
divino impaciente”, en el Teatro Princesa (más tarde, María Guerrero), que
perdurará tres años en cartel. Consagración prorrogada dos años más tarde, con
su papel protagónico en “En el nombre del padre”. En el momento del rodaje de
“La torre de los siete jorobados”, Guillermo Marín ya había impuesto su calidad
indiscutible tanto a la crítica como al público teatrales y celebraba sus bodas
de plata con el escenario. Amigo de Benavente, de José María Pemán y de los
hermanos Machado, su prestigio no había hecho sino acrecentarse en las dos décadas
largas que habían transcurrido de su carrera, acaparando elogios por su
Segismundo de “La vida es sueño” en la versión que del clásico calderoniano
dirigió Luis Escobar en 1941, así como por los protagonistas de “Hamlet”, “La
tejedora de sueños” o “Círculo de tiza caucasiano”. En 1942 interpreta por
primera vez al Don Juan de Zorrilla, personaje al que dará vida repetida
(probablemente, más que ningún otro primer actor), y acertadamente (al decir de
un experto en la materia, el estudioso Gregorio Marañón, con más tino y agudeza
que nadie). El mismo año del estreno de
la película de Neville de la que aquí nos ocupamos, cosechó un nuevo triunfo en
el teatro representado “Los endemoniados”, y sus sonados éxitos continuaron en
años venideros con títulos tales como, “Un espíritu burlón” (1946) y “Plaza de
Oriente” (1947), o el de la fundamental “Historia de una escalera”, clásico
moderno de Buero en que actuó bajo la dirección de Luca de Tena. Su prestigio
no deja de incrementarse en las décadas siguientes a través de interpretaciones
colosales tanto en el género dramático (como serían, “Llama un inspector”
(1951), “La tejedora de sueños” (1952), “El alcalde de Zalamea” (1952), “La
alondra” (1954), “Edipo” (1954) y “Crimen perfecto” (1954), por citar algunas)
como en la comedia ( “El gran minué” (1950), “Celos del aire” (1959), “Entre
bobos anda el juego” (1951) y “Los tres etcéteras de Don Simón” (1958), por
citar otras pocas). Ya sexagenario, Guillermo Marín hizo del escenario del
Teatro Español su trono, y cosechó ovaciones y aplausos por sus actuaciones en
“El zapato de raso” (1965), “La paz” (1969), “Proceso de un régimen” (1971),
“Tal vez un prodigio” (1972), y, sobre todo, “El sí de las niñas” (1975) y
“Julio César” (1976). Padeciendo serios problemas de salud (el más dañino, una
neumonía que padecía desde 1985) y acuciado por una precaria situación
económica (en la vejez, llegó a haber de sustentarse con una pensión de 500
pesetas mensuales), Guillermo Marín se mantuvo activo hasta, prácticamente, sus
últimos días, destacando, entre sus
últimos trabajos en escena por sus intervenciones en “El barón” (1983) y “Casandra” (1983), hasta
que un infarto segó su vida el vigésimo primer día de mayo de 1988, poniendo
fin a una existencia gloriosa, consagrada a la escena.
De manera análoga a como sucedió con su coetáneo colega
Manuel Dicenta, el medio cinematográfico reservó para el coloso teatral
Guillermo Marín un espacio insuficiente para su genio. Con contadas
excepciones, podríamos considerar que tan sólo Edgar Neville y, en menor
medida, Rafael Gil, fueron capaces de ofrecer al intérprete madrileño papeles
de suficiente entidad digna de su capacidad. Neville le tuvo a sus órdenes por
primera vez, precisamente, en “La torre de los siete jorobados”, volviendo a
contar con su concurso en dos films más (“La vida en un hilo” y “Domingo de
Carnaval”), al años siguiente. “El marqués de Salamanca” (1948), “El cerco del
diablo” (1950), y “La ironía del dinero” (1955) completarían posteriormente la
filmografía de las colaboraciones entre actor y director, en la cual, la vena
cómica del segundo, basada en la afinada crítica sarcástica de lo vulgar y lo
anodino, hallaba preciso acomodo en la destreza interpretativa del primero.
Menos sutil, Rafael Gil también extraería poderosas actuaciones de Guillermo
Marín, como en el caso del taimado politicastro de “La pródiga” (1946), el
amargado ateo de “La fe” (1947), o el cruel villano de “Mare Nostrum” (1948).
Presente en algunos títulos referenciales de la hitoria del cine español, como
el gran éxito de José Luis Sáenz de Heredia de 1943, que marcaría una tendencia
en la producción de cine patrio, “El escándalo”, o como el díptico triunfal de
Juan de Orduña “Pequeñeces” y “Agustina
de Aragón” (ambas de 1950 y continuadoras del “fenómeno” Aurora Bautista en el
seno de CIFESA, que había nacido con “Locura de amor”, un año antes ), o como “Apartado de correos 1001” (1950),
film de Julio Salvador que inició una nueva vía de producción, modesta en
términos de presupuesto pero que a la postre resultaría, con el paso del
tiempo, una de las más reconocidas y valoradas por el público y la crítica.
Lamentablemente, las décadas sucesivas de la producción cinematográfica
española, pese a no olvidar completamente a Guillermo Marín, no le ofrecieron
oportunidades más que de intervenir, prácticamente como comparsa prestigioso,
en films montados, con frecuencia, en torno a una figura popular, como la niña
prodigio Marisol (“Tómbola”, 1962, “La nueva Cenicienta”,1964), las cantantes
Lola Flores, Paquita Rico y Carmen Sevilla (“El balcón de la luna” 1962), o el
cómico Paco Martínez Soria (“Don Erre que Erre”, 1970, film en el que actuaba
acompañado por sus propios y queridos caniches). No obstante, sus
participaciones en films de directores estimables, como José María Forqué (“El
juego de la verdad”, de 1963; “Zarabanda bing bing”, de 1965 y “Un millón en la
basura”, de 1967) o el genial Fernando Fernán Gómez (“Mi hija Hildegart”,
1977), así como sus dos últimos films, los exitosos “Las bicicletas son para el
verano” (Jaime Chávarri, 1983) y “La corte del Faraón” (José Luis García
Sánchez, 1985), merecen ser mencionadas.
Pese a lo hasta aquí expuesto, cabe concluir en relación a Guillermo Marín que si bien reinó sobre los prestigiosos escenarios
del María Guerrero o del Teatro Español, haciéndose acreedor a los más sonados
premios y lisonjas críticas, el cine, en cambio, le reservó menor grandeza. Y ello es debido a que para
los papeles protagónicos, los peliculeros prefieren “presencias”, mientras que
para los personajes característicos, de villanos o de antagonistas, exigen
primeros actores, como Guillermo Marín. Así, no sólo Neville, que sabrá ver en
la cínica inteligencia de Marín la capacidad suprema para dar vida a papeles de
solemne pelmazo con la misma solvencia que para los villanos esquinados, sino
también directores como José Luis Sáenz de Heredia (quien le proporcionó -apuntemos- su
debut, en la influyente cinta de 1941, “El escándalo”) o Rafael Gil, le
reservarán, especialmente durante los años cuarenta, en el llamado "cine de levita", de efímero predicamento, roles de tal índole. En
esta línea, el doctor Sabatino de “La torre de los siete jorobados” se inscribe
en la deleitable galería de untuosos anfitriones venenosos, capaces de raptar a
la heroína y ligarla con cadenas de seda, o de servir al héroe (mosca en su
red) combinados de vitriolo en copas talladas de fino vidrio.
Dos característicos
superlativos: Julia Lajos y Antonio Riquelme, son Magdalena, la madre de La Bella Medusa, y don
Zacarías
Nacidos ambos en 1894, Julia Lajos y Antonio Riquelme
personifican el paradigma de aquello que unánimemente se considera lo mejor del
cine español: sus actores característicos o de reparto. Sólidamente formados en
la profesión a través de larga e intensa experiencia teatral, tanto doña Julia
como don Antonio, transitaron ante las cámaras de cine pisando con seguridad y
oficio, logrando, aparentemente sin esfuerzo, comunicar al espectador
comicidad, naturalidad e ingentes dosis de Verdad. De su indiscutible dominio
del género cómico da fe el hecho de que ambos estrenaron repetidamente al
supremo comediógrafo Jardiel Poncela. Así, entre 1930 y 1940, don Antonio
estrenó “El cadáver del señor García”, “Margarita, Armando y su padre” y “Eloísa
está debajo de un almendro” en el Teatro Comedia, mientras que doña Julia hizo
lo propio con “Angelina o el honore de un brigadier”, “Carlo Monte en
Montecarlo” y “Un marido de ida y vuelta” sobre el escenario del Infanta
Isabel. Previamente a la obtención de este particular marchamo jardielesco, dos
décadas de trabajo ante el público les contemplaban. Para cuando rodaron “La
torre de los siete jorobados”, el montante de años acumulados en la escena
alcanzaba ya los treinta y cinco años de experiencia profesional. Casi
nada.
Juliana Julia Lajos Martín (Villagarcía, 24/02/1894 –
Madrid, 1963) abre su existencia con una incógnita, pues sus biógrafos difieren
en cuál fue la localidad de su nacimiento. Unos dicen que Villagarcía de Arosa
(Pontevedra) y otros, que Villagarcía del Campo (Valladolid), con lo que la
actriz vendría al mundo como gallega o como castellana. Aunque quien pergeña
estas líneas se inclina por la segunda opción, no encuentra inconveniente en
resolver la duda afirmando que, en cualquier caso, Julia Lajos nació para ser
universal, como una de las mejores actrices cómicas de España de todos los
tiempos (en competencia, por lo que hace a sus coetáneas, con Isabel Garcés y
Guadalupe Muñoz Sampedro). El primer paso que dio en tal sentido fue el de
enrolarse en una compañía de teatro vallisoletana, contando tan solo quince
años de edad. Participando del mismo impulso juvenil del que se valieron para
dar carta de naturaleza a su vocación, Antonio Casal o Guillermo Marín, Julia
Lajos, que no contaba con antecedentes familiares en la profesión, prosperó
rápidamente y, tras pasar por la compañía de Gómez Ferrer donde debutó
profesionalmente en un “tenorio”, ascendió en el escalafón hasta estrenar su
propia compañía en 1920, en el teatro Eslava de Valencia. Como cabeza de
cartel, Julia Lajos inauguró, a comienzos de 1925, el teatro Alcázar (entonces,
Alkázar) madrileño representando “Madame Pompadour”. Al año siguiente, tomará
contacto por vez primera con el cinematógrafo, en el film “La malcasada” (Fco
Gómez Hidalgo), en el histriónico (y mudo) papel de una cantante rusa. No
obstante participar en otro film de 1930 (“El profesor de mi mujer”, Armand
Guerra), no será hasta la década de los cuarenta que doña Julia, que ya atesora
una experiencia apabullante como comedianta, se enseñoree de la pantalla con su
personalidad estrepitosa, que contiene algunas pizcas de Margaret Dumont y de
Mae West en un continente enteramente original. Será sin duda Edgar Neville
quien mejor sepa y quiera aprovechar las dotes características de la cómica
haciéndola, a partir de su primer papel en un film suyo, en “Correo de Indias”
(1942), una presencia familiar en su cine.
Conducto excelente del mejor humor de Neville, Julia Lajos da vida al arquetipo de la señora de mediana edad, algo entrada en carnes, vitalista, que no disimula sus apetitos (aunque, debido a la censura hubiera de limitarse a hacer explícitos los de la mesa y a sugerir el resto), que suspira aún por los hombres, que se ríe de sí misma y que nos contagia con su risa. Prosaico contrapunto a la más espiritual protagonista habitual de los films de Neville (su musa, Conchita Montes) en “Café de París” (1943), en “La vida en un hilo” y “Domingo de carnaval” (ambas de 1945), bordaba también el rol de futura suegra de Fernando Fernán-Gómez en “El último caballo” (1951), sería una carnal hada en “Cuento de hadas” (1951), y se enfrentaba con acierto a su papel más complejo y hondo en “El crimen de la calle Bordadores” (1946). Pero lo más destacable de la filmografía de Julia Lajos no se agota en las películas de Neville. Esta insustituible actriz desplegó con nítida maestría su arquetípica personalidad en títulos tan señeros como “Doña Francisquita” (Ladislao Vajda, 1952), o “Novio a la vista” (film de 1954 debido tanto al genio de Luis G. Berlanga, como del propio Neville, argumentista y co-guionista). En ambas excelentes películas, así como en la también muy estimable “El canto del gallo” (Rafael Gil, 1955), figuraba en el reparto, junto a Julia Lajos, el también excelso Antonio Riquelme.
Conducto excelente del mejor humor de Neville, Julia Lajos da vida al arquetipo de la señora de mediana edad, algo entrada en carnes, vitalista, que no disimula sus apetitos (aunque, debido a la censura hubiera de limitarse a hacer explícitos los de la mesa y a sugerir el resto), que suspira aún por los hombres, que se ríe de sí misma y que nos contagia con su risa. Prosaico contrapunto a la más espiritual protagonista habitual de los films de Neville (su musa, Conchita Montes) en “Café de París” (1943), en “La vida en un hilo” y “Domingo de carnaval” (ambas de 1945), bordaba también el rol de futura suegra de Fernando Fernán-Gómez en “El último caballo” (1951), sería una carnal hada en “Cuento de hadas” (1951), y se enfrentaba con acierto a su papel más complejo y hondo en “El crimen de la calle Bordadores” (1946). Pero lo más destacable de la filmografía de Julia Lajos no se agota en las películas de Neville. Esta insustituible actriz desplegó con nítida maestría su arquetípica personalidad en títulos tan señeros como “Doña Francisquita” (Ladislao Vajda, 1952), o “Novio a la vista” (film de 1954 debido tanto al genio de Luis G. Berlanga, como del propio Neville, argumentista y co-guionista). En ambas excelentes películas, así como en la también muy estimable “El canto del gallo” (Rafael Gil, 1955), figuraba en el reparto, junto a Julia Lajos, el también excelso Antonio Riquelme.
En una película tan dramática como “El canto del gallo”, el
contrapunto cómico, estrambótico y tierno que protagonizaban la oronda Julia
Lajos y el escuálido Antonio Riquelme representa, no sólo un soplo de aire
fresco y vivificante, sino que eleva exponencialmente el alcance y la calidad
del film en su conjunto, siendo la escena de su boda, el momento más
inolvidable del film.
Antonio Riquelme puso su innato casticismo en juego en las dos versiones de “La Revoltosa” que firmó José Díaz Morales en 1949 y 1963, en el film de Ramón Comas, “Historias de Madrid” y en el taquillazo “¿Dónde vas, Alfonso XII?”, film en el que su personaje se erigía en la voz del pueblo anónimo madrileño. Supo teñir de patetismo su vis cómica como el alcoholizado violinista Orfeo, en la popularísima “Manolo guardia urbano” (1956), tercera de las películas, por cierto, en las que trabajaba a las órdenes de Rafael J. Salvia. Si tenemos en cuenta que Riquelme tuvo un breve pero lucido papel en “El cochecito” (1960), del binomio Ferreri-Azcona, y que también actuó ante la cámara de Luis G. Berlanga (en “Novio a la vista”, como dijimos) y de Juan Antonio Bardem (en “Felices Pascuas”, de 1954), y que, a todos los directores citados habría que añadir, probablemente, a una veintena más (desde Manuel Mur Oti, hasta Edgar G. Ulmer, pasando por Francisco Rovira Beleta, Arturo Ruiz Castillo o Fernando Palacios, por citar algunos), no cabe duda que el enjuto y narigudo Antonio Riquelme logró hacer encajar con acierto su chocante humanidad en todas partes, con todo tipo de directores y en toda clase de películas, por el milagroso (y glorioso) procedimiento de ser siempre él mismo… Y es que fuera cual fuese el tono de su personaje, ya fuera jovial y relajado, fanfarrón incorregible, o jocosamente irascible, un punto patético, quizá, o fuera cuerdo y sentencioso, o un orate delirante, el timbre personal de Riquelme se mantenía siempre cálido y gozosamente cercano. Lo que, mantenido a lo largo de una filmografía tan extensa convierte a Antonio Riquelme en, probablemente, el mejor actor característico del cine español.
El inductor y la
heroína son padre e hija: Félix de Pomés e Isabelita Pomés son Robinsón de
Mantua e Inés
A diferencia de sus
compañeros de reparto de “La torre de los siete jorobados”, Félix de Pomés
Soler (Barcelona, 5/02/1893-17/07/1969) dispuso, por nacimiento, de una
privilegiada posición económica que le permitió costearse una formación
superior, que consistió en estudios incompletos de Medicina y Farmacia y en una
licenciatura en Derecho. También a diferencia de ellos, su contacto con el
escenario se produjo, no en sus años mozos, sino siendo ya un adulto. No
necesitando ejercer la profesión que por sus estudios le habría correspondido,
Félix de Pomés pudo permitirse atender a sus propias inquietudes personales,
ejerciendo de periodista en diversas publicaciones y, especialmente, cultivando
el arte pictórico, disciplina en la que obtendría notables reconocimientos,
exponiendo en Barcelona y Madrid y publicando obra gráfica. No satisfecho por
completo con el desarrollo de las antedichas actividades, Félix de Pomés fue un
“sportman” destacado, practicante del boxeo en un primer momento, del fútbol
(llegando a militar en las filas del F.C. Barcelona y del C. D. Español), con
posterioridad, y de la esgrima, deporte en el que se alzó con el campeonato de
Catalunya y por cuya práctica representó a España en las olimpiadas de París y
Ámsterdam en 1924 y 1928, respectivamente. A lo largo de la década de los años
20 será cuando se inicie en el arte interpretativo, desarrollando su labor en
escenarios barceloneses. Desenvuelto viajero, su paso por Alemania a finales de
esta década le vale un contrato con la productora tedesca UFA, en calidad de
asesor plástico y director artístico. Sin solución de continuidad, iniciará en
films de dicha productora su carrera como actor cinematográfico, figurando en
los repartos de cuatro films germanos entre 1928 y 1929. Con la irrupción del
sonoro, Félix de Pomés formará parte de la selecta escuadra de actores españoles
que rodarán versiones en habla hispana de films hollywoodienses. Así, se pondrá
ante las cámaras de los estudios de la productora Paramount, instalados en
Saint-Maurice y Joinville (París), durante el año 1930 y principios del año
siguiente, para rodar cinco films del director Adelqui Millar. Cruzando el
Atlántico, y bajo contrato de la productora Fox, Félix de Pomés rodará en los
estudios de Hollywood “Cuerpo y alma”, y “Esclavas de la moda”, ambas firmadas
por David Howard y estrenadas en 1931, y “Mamá”, film del mismo año que dirigió
Benito Perojo. De regreso a España, dirigirá los primeros doblajes de los
estudios Trilla-La Riva, y continuará con esporádicos trabajos ante las
cámaras, llegando, al iniciarse la década de los cuarenta, a dirigir dos films
(“Pilar Guerra” y “La madre guapa”) en los que contará con una belleza de
pureza indescriptible como estrella: su propia hija, Isabel. Adviene al rodaje
de “La torre de los siete jorobados”, donde obtiene el papel del imponente
Robinsón de Mantua, como continuidad a su buen hacer en “Santander, la ciudad
en llamas” (Luis Marquina, 1943), film del que su productor, Germán
López, recuperará a buena parte del elenco para su nuevo proyecto (además de
Pomés, Antonio Riquelme, Julia Pachelo, Luis Latorre y Antonio Zabala) pese a
que, paradójicamente, el planteamiento creativo de ambas películas no puede
estar más alejado..
Félix de Pomés se
mantiene activo como actor, sin prodigarse en exceso, durante las tres décadas
siguientes a su debut, aportando su distinguido porte a films preferentemente
rodados o producidos en Barcelona. Su impresionante caracterización como el
tuerto y espectral Robinsón de Mantua permanece como la más excepcional de su
carrera, pero también cabe destacar su participación en la extraordinaria “Vida
en sombras” (1948, Llorenç Llobet-Gràcia), en films de Luis Marquina (“Vidas
cruzadas”, de 1942 y “Santander, ciudad en llamas”, de 1943), de Ignacio F.
Iquino (“Culpable”, de 1945 y “Noche sin cielo”, de 1947), de Ricardo Gascón
(“Don Juan de Serrallonga”, de 1948, “Ha entrado un ladrón”, y “El hijo de la
noche”, ambas de 1949, o “El correo del rey”, de 1950), de un juvenil Francisco
Rovira-Beleta (“Doce horas de vida”, de 1948, y “Once pares de botas”, de
1954), de Fernando Fernán-Gómez (las fundamentales “La vida por delante” y “La
vida alrededor”, de 1958 y 1959, respectivamente) y de Rafael Gil, quien le
dirigió en cinco ocasiones: “Murió hace quince años” (1954), “La otra vida del
capitán Contreras” (1954), “El canto del gallo” (1955), “La casa de la Troya”
(1959), y “Rogelia” (1962). En sus últimos años de actividad profesional, tal
como hicieron otros compañeros suyos que también habían emigrado temporalmente
a Hollywood en los albores del cine sonoro, trabajó en producciones
norteamericanas rodadas en España, o, por decirlo de otro modo, cuando
Hollywood les devolvió la visita a los actores españoles, éstos, haciendo valer
su dominio del inglés, volvieron a trabajar para la Meca del Cine, en títulos
como “Orgullo y pasión” (Stanley Kramer, 1957), “Salomón y la reina de Saba”
(King Vidor, 1959), o “Rey de reyes” (Nicholas Ray, 1961).
El Destino tenía previsto para José Franco llegar a ser un
gordo familiar en todos los hogares españoles a través de sus numerosas
apariciones en la pequeña pantalla, actuando frecuentemente en papeles de
tabernero o de cura. Veinte años antes de cumplirse el hado, José Franco
Pumarega (Madrid, 25/04/1908-30/01/1980) protagoniza el momento más
abiertamente cómico de “La torre de los siete jorobados” al dar vida
ultraterrena al espectro de Napoleón y entablar un diálogo con Robinsón de
Mantua. Este actor , director y maestro de actores, de oronda y más bien breve
figura, sintió la afición por la escena desde la infancia, y dio finalmente
salida a su vocación cuando abandonó los estudios de Medicina en su segundo año
(en el primero según algunas fuentes) para matricularse en el Conservatorio de
Música y Declamación. Ya en aquel entonces, mientras realizaba el meritoriaje
en la ilustre compañía de Margarita Xirgú y Enrique Borrás, estrenó la opereta
“En las orillas del Neva”, con libreto de Antonio Ángel Gascón. Discípulo de
Rivas Cherif, integró el TEA (Teatro Escuela del Arte) en la década de los años
30. Comprometido con la causa republicana,
formó durante la Guerra Civil parte del “Teatro del Arte y Propaganda” que
dirigía en el Teatro de la Zarzuela María Teresa León, siguiendo a continuación
sus directrices en el Cine-Teatro-Club de la Alianza de Intelectuales
Antifascistas en Valencia. Con el fin de la cruel contienda, José Franco se
integra, aparentemente sin dificultad, en el seno del sistema teatral del
Régimen recién instaurado, dirigiendo y actuando en el Teatro Español, en obras
tan afines al clima político imperante como “La primera legión” o “Garcilaso de
la Vega”. En las décadas siguientes y tanto a través del cine, como de antes
citado medio catódico, pero, sobre todo, sobre los escenarios, José Franco
cimentó un sólido prestigio no sólo para el público sino también entre sus
propios compañeros de profesión.
Y para terminar…
Para terminar esta aproximación al reparto de “La torre de
los siete jorobados” sólo nos queda dar paso al “Quién es quién” del resto de
actuantes. Cabe señalar que, con motivo de la presente edición en DVD del film
se ha procurado identificar al máximo de nombres que figuran en el elenco, e,
incluso, algún nombre que ni siquiera figuraba en los títulos de crédito de la
película. Hasta donde hemos podido saber, los intérpretes de “La torre de los
siete jorobados” no citados hasta ahora y desempeñando los papeles de menor
extensión, son: Manolita Morán, como la frescachona y vulgarcilla cupletista
“La Bella Medusa”; Julia Pachelo (de origen italiano, su apellido real era
Paccello), como Braulia, la criada de Inés de Mantua; Antonio J. Estrada (que
ya había interpretado similar rol en “La Parrala”, un cortometraje anterior de
Neville), como el valiente agente de policía Martínez; Rosario Royo, en el papel de la portera de la
casa de los Mantua; José María Rodríguez, un misterioso secundario que
frecuentemente no era acreditado, como Faustino, el marido de la portera;
Manuel Miranda, en el papel del sacrificado jorobado Malato; Luis Latorre
incorpora al crupier de la escena del casino; Luis Ballester, destacado actor
radiofónico, interpreta al comisario de policía; Carmen García da vida a la
camarera del Salón Moderno; Francisco Zabala se pone en la piel de un jugador
de ruleta; Antonio Zaballos se ocupa del rol de don Alfonso, el archivero; el
imprescindible para Neville, Luciano Díaz, el hombre sin nariz, encarna a un
jorobado asustado ante el previsible desenlace fatal; Antonio Bayón lucirá un
uniforme de policía, sin pronunciar palabra y, en el resto de papeles,
meramente incidentales, actúan Emilio Barta, Julia García Navas, Natalia Daina,
José Arias e Inocencio Barbán.
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