A la cumbre por el flequillo: José María Tasso, "Tachuela" (1ª parte)
Esta entrada está dedicada al estudioso del cine Carlos Aguilar, quien
Un tipo singular
Pocos actores, como José María Tasso, han impreso carácter a las películas en las que actuaba con intervenciones más breves. Sus apariciones, a menudo poco más que “cameos”, suponían una irrupción de la verosimilitud que otorga el toque de lo insólito, de lo peculiar, hasta diríamos, de lo estrambótico. Como salido de la pluma de un dibujante de tebeos (Francisco Ibáñez lo habría incluído con profusión en sus viñetas corales), José María Tasso (a quien llamaremos así en lo sucesivo, por ser su denominación conocida, pero cuyo nombre no era compuesto, sino "José" a secas) disponía de un flequillo que rivalizaba con el de Carioco y que preludiaba al de Anacleto. Su imagen discordante, festiva, dislocada, alargada, producto de una figura escurrida que terminaba en una explosiva cabeza, puebla el subconsciente del público español desde sus insistentes comparecencias en películas de rango popular y está especialmente asociada a la de las grandes estrellas juveniles, tales como las míticas Marisol y Rocío Dúrcal. La singularidad de Tasso le hacía idóneo para figurar inmerso en cualquier grupo y darle así el necesario toque de extravagancia que se requiere para hacerlo creíble. Demostrando con su mera presencia que todos somos diferentes, Tasso aportó a un gran número de títulos de desbordante éxito popular, un abrazo cordial a la cercanía de lo insólito, un guiño festivo a la bizarría cotidiana.
Según testimonio de personas que lo trataron, Tasso era de personalidad jovial y extrovertida, dotado de un sentido del humor irónico natural, que se mostraba siempre dispuesto a compartir con los amigos. Por desgracia, su afable naturaleza se vio sumida en reiterados encuentros con el alcohol, que le conllevaron problemas económicos y personales que le acompañaron siempre, extendiendo sombras sobre las luces de su buen ánimo.
Dividida su carrera artística en dos etapas separadas por un período en el que Tasso se dedicó a la hostelería (entre 1970 y 1981), precedido este periodo por otro de actividad cinematográfica intermitente, cuando estaba confinado en una oficina comercial, con puntuales actuaciones entre 1968 y 1970, prestó sus servicios actorales con especial dedicación a finales de los años cincuenta y principio de los sesenta, siendo requerido frecuentemente en esta etapa por José María Elorrieta (su descubridor), Luis Lucia, Rafael Gil, Pedro Lazaga, Antonio Román, José Luis Sáenz de Heredia y Jesús Franco. Tras el paréntesis que supuso su alejamiento de los rodajes, una llamada de Alfonso Ungría para “La conquista de Albania” (1983) le pone nuevamente en circulación, lo que le lleva a participar en films de directores tan reconocidos como Luis García Berlanga o Pedro Almodóvar y en diversas series de televisión, recogiendo así los frutos de una popularidad que laboriosamente había cultivado en su primera etapa, cuando su imagen figuró al lado de las de los ídolos del público, tales como Marisol, Rocío Dúrcal, Manolo Escobar, Fernando Fernán-Gómez, Concha Velasco o Tony Leblanc.
Primeros pasos de “Tachuela”
José María Tasso Tena nació en Madrid el 7 de febrero de 1934. Siendo todavía muy niño, sufre, durante la contienda civil, la desgracia de perder a su padre, aviador del bando franquista que fallece en acción de guerra abatido por el ejército leal a la República. Este revés del destino no le impedirá, sin embargo, tras completar su educación primaria y el bachillerato, iniciar los estudios de una carrera universitaria, la de medicina, los cuales interrumpirá en el segundo curso, decidiéndose entonces a instruirse en una materia que encuentra más afín, en el Instituto de Nuevas Profesiones cursa Técnico Publicitario y Relaciones Públicas. Para entonces se ha iniciado en el grupo de teatro Universitario (T.E.U.), dando salida a su vocación de actor, y su apellido ha derivado en el sobrenombre de “Tachuela”, apodo con el que comenzaron a llamarle en los tiempos escolares, por ser muy delgado y de cabeza grande, como una tachuela. El famoso flequillo con el que corona su testa procede igualmente de su infancia, rebelde a cualquier intento materno por domeñarlo con peines y cepillos. Esta especie de toldo natural que le cubre el ojo derecho, Tasso tiene costumbre de apartarlo con un soplido ascendente que constituirá un gesto característico y un sello de identidad que le acompañará siempre a lo largo de su dilatada carrera y que ya llamará la atención al director José María Elorrieta, el primero que le dará una oportunidad en el mundo del cine.
“De unas muchachas a otras, pasando por los mensajeros, el sí y el hincha” (1957)
El nombre de José María Elorrieta de Lacy (Madrid, 1921-1974) ocupa en la historia del cine español un lugar en cierto modo excéntrico y periférico, pese a haberse dedicado preferentemente al cine comercial y de género. Su trayectoria profesional, que le puso al frente de las productoras Universitas (entre 1951 y 1955), Alesanco (entre 1962 y 1965) y Lacy Internacional (desde 1966 hasta su vinculación con el productor norteamericano Sydney Pink, en sus últimos años), incluye asimismo una prolífica carrera como director y guionista (tarea en la que, por cierto, le secundó de manera constante José Manuel Iglesias Ortega, madrileño nacido el 18 de junio de 1914 y fallecido el 3 de mayo de 1969), en la que destacan los títulos de dos excelentes sátiras ambientadas en el mundo del balompié, “El fenómeno” (1956) y “El hincha” (1957). Entre la producción de uno y otro film, a la modesta “trouppe” de Elorrieta (que nunca tuvo a su disposición presupuestos más que decorosos, en el mejor de los casos) se incorporaba un jovenzuelo larguirucho que se había pasado meses recorriendo oficinas de publicidad y productoras de cine para dejar en sus recepciones su minúsculo “book”: una fotografía de tamaño carnet. Nos referimos, claro está, a nuestro protagonista de hoy, José María Tasso, cuya excepcional presencia y vis cómica convencieron al productor-cineasta, que contaría con él, en lo sucesivo, en un total de doce títulos, si bien el primero de ellos, que deberíamos datar en 1954, en el que Tasso tenía un papel de seminarista, no llegaría a estrenarse, y el último de la docena, “Las alegres vampiras de Vogel”, producida en 1974, Elorrieta no podría completarlo, sorprendido por la muerte, y lo concluiría y firmaría Julio Pérez Tabernero.
Estrenadas con tan sólo una semana de diferencia, “Mensajeros de paz” (José María Elorrieta, estrenada el 9 de diciembre de 1957 en el cine Capitol de Madrid) y “Las muchachas de azul” (Pedro Lazaga, estrenada el 16 de diciembre del mismo año), suponen las dos primeras apariciones en pantalla de José María Tasso. En la primera, una fábula fantástica en la que los tres Reyes Magos (siendo Melchor Félix Dafauce, Gaspar, Rafael Luis Calvo, y Baltasar, un tiznado Antonio Almorós) deciden visitar la tierra para comprobar si todavía se cree en ellos, a Tasso se le reserva el papel de un carterista que comparte un rato de calabozo con sus majestades de oriente, detenidos por tratar de abonar el importe de una cena en un restaurante con un cheque extendido a nombre de los Reyes Magos, mientras que en la segunda, de la que hemos hablado en este weblog ya en dos ocasiones anteriores (la primera con motivo de la entrada dedicada a Mario Berriatúa y la segunda, cuando nos ocupamos un tanto del devenir artístico de Fernando Delgado), por lo que consideramos reiterativo volver sobre su argumento, José María Tasso tuvo oportunidad de compartir secuencia, precisamente, con el citado Fernando Delgado, en una intervención episódica como piropeador callejero, que mira sin disimulo la retaguardia de Analía, a quien la llegada de Juan (Fernando Fernán-Gómez) estorba notablemente y la posterior de un transeúnte atildado (Carlos Díaz de Mendoza), le hace exclamar dirigiéndose a su compinche: “Vámonos, Paco, que ha venido Don Quijote”.
Muy probablemente no interviniera la casualidad en que Tasso hubiera de repetir este cometido en la película dirigida por Fernando Fernán Gómez “La vida por delante”, producida un año más tarde, dándose, además, la circunstancia de que en ambos films la (muy justamente) mujer piropeada era la misma, la espléndida Analía Gadé y en presencia del mismo testigo, Fernán-Gómez. De alguna manera, sus dos primeras irrupciones en la pantalla tuvieron evidente continuidad, pues si, de una parte, José María Elorrieta, como hemos dicho, continuó acordándose de Tasso para hasta once films más, también la primera experiencia en un film producido por Dibildos, se verá prolongada en sucesivos títulos, con idénticos productor y protagonista (siendo éste Fernán-Gómez), el cual, además, también incorporará a Tasso a sus propios proyectos. A Dibildos y Fernán-Gómez (secundados por el guionista Noel Clarasó), se unirán también los talentos de Jesús Franco y de Manuel Pilares, que, como veremos, formarán parte, de inmediato, de las primeras constantes en la filmografía de José María Tasso. Del mismo modo, Pedro Lazaga no echará en el olvido las prestaciones del larguirucho cómico, a quien volverá a recurrir en un puñado de títulos, casi siempre con el sello de “Ágata Films”. El primero de ellos, será “Ana dice sí”, que se estrenó en el cine Avenida de Madrid el 23 de octubre de 1958, y un mes después en los cines Bosque, Capitol y Metropol de Barcelona. Sobre un guión del humorista Noel Clarasó y del propio productor del film, Dibildos, el film contaba la historia de un vividor llamado Juan (Fernando Fernán-Gómez) que se dedica a darse la gran vida en Madrid a cuenta de lo que heredará de su millonario tío Patricio. Así, este don Juan frecuenta cabarets y locales de ocio nocturno en compañía de otros desocupados y crápulas como él, sin pagar nunca un céntimo y dejando propinas espléndidas. En sus correrías suele acompañarle Vicky (Elisa Montés), una tontaina de campeonato que le ríe las gracias. Las víctimas de Juan, sus acreedores, son fundamentalmente el propietario del local que más frecuenta, don Cristino (Xan das Bolas), y su casero, Don Julián (Félix Fernández), que mantienen un vivísimo interés porque el futuro heredero concrete su fortuna. Fallecido el tío Patricio, Juan se entera de que ha sido desheredado por sus nulos progresos académicos, pero obligado por sus acreedores, se desplaza a la lectura del testamento a Costaclara, la localidad costera en la que su pariente tenía sus cuantiosas propiedades. Una vez allí, al hacerse público el contenido del documento (en lectura que realiza el notario a quien da vida Erasmo Pascual), traba conocimiento con la heredera, la guapísima Ana (Analía Gadé), hija adoptiva del difunto, a quien va destinado el caudal principal de las posesiones patricias, y con las fuerzas vivas del pueblo, para quienes hay destinada una importante partida de dinero, a condición de que Ana no se case. A vueltas con el dinero del extinto Patricio, las citadas fuerzas vivas del pueblo, es decir, el presidente del club náutico, el aristocrático Don Álvaro Fuentemayor y Gallardo de Ros (Aníbal Vela) y el representante de los pescadores, Gumersino Solano Revuelta, alias “El Pirata” (Félix Briones), tratan de arrimarse al sol que más calienta. Complicándolo todo, Andrés (Antonio Ozores), un pobre diablo que vive en la miseria más depauperada con su madre, doña Elvira (Ena Sedeño), pero conservando las apariencias de un antiguo esplendor económico, intercambia el interés amoroso que por él muestra la guapa pero varonil Olga (Laura Valenzuela) por el interés económico derivado de la súbita riqueza de Ana. Al final, tras una climática batalla entre las dos bellezas, Olga y Ana, desarrollada como un duelo a espada caballeresco, todo se resuelve favorablemente, tras las complicaciones de rigor (entre las que se incluye la visita inesperada de la alocada Vicky), y Ana se queda con Juan, y Olga, con Andrés. En papeles de corta extensión, encontramos a un pintoresco mayordomo en la larguirucha persona de Emilio Santiago, a un portero de finca urbana en la oronda de Ángel Álvarez, y en la intermedia figura de un camarero, al no menos ubicuo que sus compañeros, José Morales. Y mientras que la hermosa aunque insípida Lucía Prado se encarga de dar vida a la hermana de Olga, incorporando a la doméstica que sirve en casa de Andrés y su madre doña Elvira, encontramos a la gran Luisa Sala, años antes de convertirse en una primera figura de los dramáticos de Televisión Española. Con gran ceremonia, sirve a sus señores ridículas raciones de alimento (una hojita de lechuga, una oliva). En el transcurso de una de estas minúsculas comilonas, suena el timbre de la puerta de servicio. Se trata de José María Tasso en el papel del chico de los mandados de una tienda de comestibles, que pasa a cobrar una facturita de setenta y tres pesetas, importe total de las compras de todo el año. Pese a lo exiguo del importe, la criada se limita a dar largas y a asegurar que sus señores no están en casa. Por último, destaquemos la presencia anecdótica pero significativa de Jesús Franco en un papelito de pianista. En el siguiente proyecto de Dibildos, igualmente con Lazaga como director, con idéntico trío protagonista, contará con los oficios del polifacético cineasta como guionista, quien, aumentando esta telaraña de relaciones profesionales que se va tejiendo en torno a Tasso, para su película “Labios rojos” (1960), contará con él para darle un pequeño papel.
De estreno unos meses anterior al de “Ana dice sí”, “El hincha” es el segundo film firmado por José María Elorrieta (con guión de José Manuel Iglesias) que contó con Tasso en el reparto. Se proyectó por primera vez en el cine Rex de Madrid el 20 de junio de 1958, y se trata de una sátira de ambiente futbolero que contó con la actuación estelar de Ángel de Andrés, en el papel del acérrimo del balompié del título, bien secundado por la cómica Mary Santpere, el genial característico cómico Antonio Riquelme, la guapa Licia Calderón y los siempre eficaces Mario Berriatúa, Rosita Yarza, Raúl Cancio y José María Seoane, entre otros. Estrenada sólo tres días más tarde que el título precedente, “Muchachas en vacaciones”, que se había rodado en diciembre de 1957, es una nueva entrega del binomio Elorrieta-Iglesias (con el auxilio de Manuel Sebares en la redacción del guión), nuevamente con Tasso en un pequeño papel de botones de hotel. Se desarrolla en “Muchachas en vacaciones” la ligera trama de tres dependientas de "Galerías Preciados" elegidas por la dirección del establecimiento para "pasar" un desfile de modas en Mallorca, recayendo tales papeles protagónicos en Concha Velasco, que en su debut en el cine ganó el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor Actriz de Reparto, como la aficionada a las novelas de intriga Carmen Martín, y las italianas Bárbara Varena, como la maniática de los cálculos, Isabel Martín y María Piazzai en el papel de la impuntual y romántica Elena Pérez. Se trata de un film en línea con otras cintas de aquellos años, como las más recordadas “Las chicas de la Cruz Roja”, o la anteriormente comentada “Las muchachas de azul”, o la inminente “El día de los enamorados”, casi todas ellas con presencia de la sensacional Conchita Velasco, llamada a convertirse en una estrella de dimensiones todo lo magnas que la cinematografía española permite (que, por suerte o desgracia, no es demasiado). El rasgo que diferencia "Muchachas de vacaciones" de los otros films citados es su leve complicación criminal, ya que se produce un atraco en los grandes almacenes truncado por la intervención de Elena, una de las chicas protagonistas, y con el testimonio inculpatorio de otra de ellas, Carmen. En los papeles protagónicos de “Muchachas de vacaciones” no citados aún, Conrado San Martín se hacía cargo del rol de don Luis, el atractivo gerente de "Galerías Preciados" del que estaba enamorado Elena, con la que se emparejaba; Antonio Casas, del del "cerebro" del atraco, un tal Esteban, que se hace pasar por un doctor llamado Enrique González, identidad bajo la cual trata de ganarse la confianza de Carmen una vez se encuentran en Palma de Mallorca, para eliminar su molesto testimonio, y Antonio Almorós, del del inspector de policía Claudio Rodríguez, del que se enamora Isabel, la rubia calculadora. En papeles de menor entidad, encontramos al viejo amigo de este weblog, Mario Berriatúa, en el papel de Carlos, que será quien forme pareja con Carmen; también, en una colaboración especial, a Pepita Serrador, como la excéntrica tía de Carlos, Miss Alicia; al decorador Santiago Ontañón que corre a cargo del papel de Abelardo, tío y consejero de don Luis, a los entrañables José Riesgo y José Villasante, como los dos atracadores, a un misterioso y amenazador Barta Barry, a Pastor Serrador en el amanerado papel del modisto cuyos diseños son objeto del desfile, a Erasmo Pascual, como cliente de "Galerías Preciados", a Francisco Bernal, como encargado de los antedichos almacenes, a Ángel Álvarez, como empleado de Iberia, al genial José Álvarez "Lepe", a quien se le puede ver comer un plátano en una parada de autobús, maravillándose de la capacidad para el cálculo de la rubia Isabel, y a la emocionante María Francés, la encontramos en el breve papel de madre de Carmen (Concha Velasco) al principio del film. En dos participaciones mínimas (y no acreditadas), dos jovencísimos e incipientes Laura Valenzuela (como Rosita, compañera de piso de Elena) y Manolo Zarzo (como Emilio, el compañero de trabajo de Carmen en el Fotomatón de Galerías). En cuanto a la labor de Tasso, como hemos dicho antes, le fue destinado el rol de botones en el hotel donde se alojan los protagonistas durante su estancia en Palma de Mallorca. En su primera intervención aparece algo atolondrado por la belleza de las nuevas huéspedes Carmen, Elena e Isabel y hace chocar su cabeza contra la puerta de la habitación, al salir de ésta. En su segunda aparición en el film, tropieza con Carlos (Mario Berriatúa), provocando las risas del resto del elenco, y en la tercera es el encargado de llevar la misiva que contiene la foto que prueba la culpabilidad del falso doctor Enrique y su participación en el atraco de Galerías Preciados.
“Despidiendo a la soltería con una habanera y un cuplé” (1957-1958)
El camino más habitual que recorrían los directores noveles en España para acceder a la dirección de su primer largometraje solía discurrir previamente por la ayudantía, auxiliando a otros profesionales más experimentados. Por eso puede considerarse como atípico el caso de Eugenio Martín (Eugenio Martín Vázquez, Ceuta, 15 de mayo de 1925) quien rodó “Despedida de soltero”, su primer largometraje, cuando sólo había completado cuatro cortometrajes documentales (el primero de ellos, “Viaje romántico a Granada”, distinguido con varios premios internacionales, le facilitó el ingreso en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, en octubre de 1953). La producción de “Despedida de soltero” fue posible gracias a al apoyo del catedrático de literatura española de la Facultad de Letras de Granada, Emilio Orozco, quien confió en el talento para las letras del joven, cuyas poesías conocía de las revistas literarias granadinas, cuando éste le pasó el guión que tenía escrito. El catedrático movió sus influencias, logrando el respaldo financiero de la familia Rodríguez Acosta, una de las más adineradas de Granada, al que se sumó el de Rafael Casado, amigo de Eugenio Martín y propietario de un cine de la capital andaluza y que figurará en los créditos del film como “Director general de producción”. Todos juntos formaron la productora “Antares Films” y el rodaje de “Despedida de soltero” fue posible y se verificó en 1957. Previamente, al guión basado en un argumento original de Eugenio Martín y Emilio Orozco se sumaron, para darle su formato final, las aportaciones de Antonio Vich y de Alfonso Paso, a quien Rafael Casado (empresario del espectáculo al fin) le hizo el encargo de dotar al texto de un toque humorístico que lo hiciera más comercial. Con el guión definitivo en mano, el joven Eugenio Martín tuvo a su disposición un reparto más que sólido, con figuras míticas incluídas, tales como Pepe Isbert, y con excelentes actores como José María Lado, eficaces característicos como Matilde Muñoz Sampedro o José Ramón Giner y jóvenes prometedores como el protagonista, Germán Cobos y la bella, recién llegada de Francia, Silvia Solar. En el resto del elenco, ocupando un modesto lugar, un jovenzuelo apenas entrevisto: José María Tasso.
La historia que se cuenta en “Despedida de soltero”, teñida con tintes autobiográficos, según declaraciones de su propio director, quien, como el protagonista del film, contrajo matrimonio por esas fechas, es la de Miguel (Gemán Cobos), un joven locutor de una radio local de una capital de provincias (el film se rodó en Cádiz) que busca abrirse camino profesionalmente, y de su novia Carmen (Silvia Solar), los cuales quieren casarse, pero que carecen de medios para formar un hogar. A Miguel le anima a buscarse un próspero porvenir don Pablo (Pepe Isbert), músico de la banda municipal y tío de Carmen. A la chica, la que le da apoyo es su tía doña Antonia (Matilde Muñoz Sampedro), con quien vive, hermana de don Pablo, con quien no se habla. Los dos mentores compiten por conseguir que su pupilo avance más y mejor en la consecución de sus fines. Ante la llegada de Mendoza (José María Lado), un presidente de una república sudamericana, en gira por Europa, Don Pablo plantea que Miguel seduzca a la atractiva Katy (Jacqueline Pierreux), una periodista agregada al séquito del mandatario, con el fin de que le consiga un pasaje para salir del reducto provinciano en el cual no puede mejorar su estatus. Por su parte, doña Antonia consigue entrevistarse, saltándose todos los protocolos, con el mismísimo presidente Mendoza, quien, continuando el constante alarde de demagogia en el que vive, accede a la petición de la ancianita, consistente en un piso para la joven pareja. Salvado el que consideraba más dificultoso obstáculo, doña Antonia se apresura a concertar una fecha de boda inmediata, decidida a que su sobrina evite ser una solterona como ella. La víspera del casamiento, Miguel celebra la despedida de su soltería con unos amigos y coincide con Katy, que le invita a acompañarla al barco del séquito diplomático donde está celebrándose una fiesta. La intimidad entre Miguel y Katy comienza a adquirir una intensidad peligrosa para la inminente boda del joven, especialmente cuando, de madrugada, los dos están en la playa. Finalmente, el sonido de las campanas devuelve a Miguel a su compromiso matrimonial y la boda consigue celebrarse “in extremis”, no sin que antes Pepe Isbert, en la figura de don Pablo, en un momento sobresaliente del film, realice un “solo” dirigiendo el tráfico, sustituyendo a un desconcertado guardia urbano con la oronda apariencia de Ángel Álvarez. José María Tasso, en “Despedida de soltero”, prácticamente un debutante en el cine (el rodaje del film de Eugenio Martín se efectuó con muy poca diferencia de tiempo respecto al de “Mensajeros de paz”, de Elorrieta), se limita a participar muy secundariamente, en dos escenas. En el papel de hermano menor de Miguel, le vemos llegar a su casa, justo cuando en ella está doña Antonia hablando con su madre (Isabel Pallarés) de la boda de los chicos. Nuevamente aparece, en la iglesia de la que es párroco el sacerdote a quien da vida José Ramón Giner, esperando, como el resto de invitados, la boda que se está demorando.
“Despedida de soltero”, rodada en 1957, película que contiene en sus títulos de crédito dibujos de Antonio Mingote, y que cuenta con una hermosa banda sonora compuesta por Fernando García Morcillo, así como con momentos de plasticidad remarcable, y que, por ejemplo, aprovecha sabiamente la profundidad de campo de los exteriores gaditanos, fue contabilizada en la producción de 1958 por el Grupo Sindical de Producción Cinematográfica, pero no llegó a las salas de cine hasta el 27 de noviembre de 1961, cuando se estrenó en la sala Bécquer de Madrid. Supuso, en este sentido, un profundo revés para su director y guionista, que no obstante había disfrutado mucho con el honor de dirigir a figuras tan notables de la escena, especialmente a Pepe Isbert, un mito viviente. No tan conforme quedó Eugenio Martín con el trabajo de Matilde Muñoz Sampedro quien, probablemente, “abusó” de la juventud y bisoñez de su director, aprovechando para “pasarse” en su actuación. Sin duda la actriz consideraba que era necesario subrayar el carácter cómico de su personaje con la sana intención de “salvar” la película de la indiferencia del público. Esfuerzo que, como hemos visto, resultó infructuoso, pues la película apenas logró distribución comercial, y que, además, perjudicó a la integridad artística del film.
“Habanera” fue la tercera película en la que José María Elorrieta contó con su tocayo Tasso. Producida en 1958, se estrenó al año siguiente y se cuenta en ella la historia de Rosa María (Lolita Sevilla), que desde su Cádiz natal decide embarcarse de polizón en el barco del capitán Raúl (Antonio Almorós en una colaboración especial) para reunirse con su padre, don Antonio Estrada (Félix de Pomés) en La Habana. Allí caerá en la red del marinero “donjuán” Dimas (Virgilio Teixeira, doblado cuando habla por Valeriano Andrés y cuando canta, por un señor cubano de acento y textura vocal completamente diferentes), un sujeto seductor y cantarín por el que las mujeres se pelean en la calle. Pronto a María Rosa, como es tan mona, le sale un pretendiente adinerado de bigotillo retorcido (Antonio Casas) que, al haberse apropiado de la hipoteca de “El Mamey” (la hacienda de don Antonio Estrada), tiene en sus manos el destino del padre de Rosa María, por lo que le presiona para que le conceda la mano de su hija. La joven está dispuesta a sacrificarse, pero Dimas, que también la pretende y es más guapetón, interviene con la sutileza que le caracteriza y, en una repetición de las peleas de las que el galán luso salió victorioso en “Agustina de Aragón” (contra José Bódalo) y en “Zalacaín el aventurero” (contra Carlos Muñoz), vapulea a conciencia a su rival y consigue que éste haga donación de la hipoteca que pesa sobre “El Mamey” a su dueño. Si bien es malentendido en un principio, y acusado de brutal y por ello despreciado, no tarda en deshacerse el entuerto. Salvando el obstáculo del otro pretendiente, Rosa María y Dimas pueden hacer realidad su romance habanero. La película contiene números musicales bastante delirantes (entre los que destaca la “suite” sobre La Habana cuyo “play back” interpreta Virgilio Teixeira) y escasamente justificables argumentalmente. La labor de José Tasso (que así aparece acreditado), en una intervención apenas entrevista, se reduce a, debidamente ataviado con un uniforme de guardia, poner fin a una trifulca entre tres mujeres (una tal Consuelo Torres, una tal Matilde y una tercera sin identificar) que se disputan las atenciones de Dimas, en el tramo inicial de la película, cuando nos están presentando las características del protagonista masculino. Acompañado de otro figurante sin frase, Tasso tuvo en “Habanera” oportunidad de, al menos, decir algo: “¡Y ustedes quedan detenidas por escándalo público! ¡Vamos!”
“Aquellos tiempos del cuplé” (Mateo Cano, José Luis Merino; estrenada en Madrid en el cine Albéniz el 6 de abril de 1958) es una película que ha sido comentada en este weblog en dos ocasiones precedentes: la primera, cuando hablamos del teutón Gerard Tichy, y la segunda, algo más recientemente, al tratar del malogrado actor Mario Berriatúa. Producto del renovado interés por el cuplé que propició el éxito colosal de, precisamente, “El último cuplé” (Juan de Orduña, 1957), se trata de un film de cuidada factura, lujoso incluso, no exento de buenos momentos de humorismo, especialmente, los relativos al segmento protagonizado por Rafael Luis Calvo (el espléndido doblador de Clark Gable), que incorpora el papel de Julio Olvedo, el líder del “Partido Oposicionista” y el tercer admirador-amante que pretende a la protagonista, la mundialmente famosa cupletista Mercedes Pavón (Lilián de Celis), tras el paso del rutilante teniente del cuerpo de húsares Ramón Escribá (Manuel Monroy) y del desocupado sportman y mantenido (por la señora marquesa Viuda de Tolón –Amelia de la Torre) Camilo Borosky, barón de Togor, (Ángel Jordán). Este desfile de candidatos al corazón de la Pavón termina con el triunfo del admirador callado, sufrido y cercano que es Jorge, su pianista y arreglista (Gerard Tichy), que la mantiene indisolublemente unida a su arte canor. El caso es que, en este film, de extensísimo reparto, figura, en efecto José Tasso (acreditado nuevamente con el José “a secas”), mas este burgomaestre, al menos en la copia del mismo de que dispone, no lo ha podido encontrar. Cabe suponer que su participación, sin duda episódica y breve, se ha perdido en la versión que de la película circula por los canales de televisión. En relación a “Aquellos tiempos del cuplé”, además de lamentar no poder detallar la participación de Tasso, querríamos añadir todavía algunas consideraciones. Dejando a un lado las abundantes interpretaciones musicales que cedemos gustosos a quien las sepa apreciar mejor, a nosotros nos gustan algunos momentos humorísticos bastante bien resueltos, como son las intervenciones de Pedro Beltrán, en el mismo comienzo del film, como charlatán o vendedor ambulante del “Elixir Santacreu” contra la solitaria, de la que llega a afirmar que “hasta los ingleses, la padecen”. O la de Rafaela Aparicio, en el segmento del político, Julio Olvedo, que interpreta a una portera que enseña un piso en alquiler al político y a su acompañante la cantante Mercedes Pavón, ignorando que se trata de un truco del primero para pasar la tarde al resguardo de la lluvia. Julio Olvedo, un personaje muy interesante, resulta una lograda parodia de la política en general y de la 1914, fecha en que se sitúa la acción, en particular. Su discurso inicial, es una desvergonzada y dicharachera exaltación de la demagogia y el oportunismo políticos (el partido oposicionista pretende aglutinar a todos los que estén disconformes con algo, sin importar con qué). El proceder de Olvedo es un espejo en el que podrían mirarse todos los políticos actuales, huérfanos de ideas, de principios y de convicciones. Su manera de irrumpir en la vida de Mercedes Pavón, propia de un pícaro, consiste en abordar el coche de caballos de la cantante (a la que no conoce de nada), una vez terminado su discurso en una plaza pública. Ante las protestas de la mujer por la intromisión, Olvedo se explica: “Discúlpeme. Cuando uno termina un discurso, debe marcharse en un carruaje. Un orador que se va a pie le quita importancia a lo que ha dicho”. José Calvo, como entusiasta (y fullero) seguidor de Olvedo, Erasmo Pascual, como diputado Celaya, Rafael Bardem, como el Jefe del Partido Gubernamental, y Aníbal Vela, como director del periódico que publica una fotografía que comprometerá el futuro político de Olvedo, contribuyen a dar solidez al episodio de farsa política, el cual resulta el más inspirado de los que escribieron Jorge Griñán (asimismo productor de la cinta), Alfonso Paso, Antonio Vich, José Luis Merino y José Manuel Iglesias, y que componen el film. Otro momento de comicidad destacable se desarrolla en la primera parte de la película, que transcurre en Madrid, en una merendola animada por una sesión artística en la que Josefina Serratosa recita versos acompañada al piano por Matilde Muñoz Sampedro. En presencia del teniente Ramírez y de sus superiores, el coronel (Félix de Pomés) y los otros oficiales (Manuel Arbó y Rufino Inglés), los jóvenes invitados juegan a las prendas, tocándoles pagar a la pareja que forman Deogracias (Aníbal Vela, hijo) y su novia Antoñita (una joven que no he podido identificar). Se les obliga a reñir y, pese a que se resisten, pronto los dos se van animando y acaban peleados de verdad y rompiendo su compromiso matrimonial. Deogracias se muestra especialmente dolido por los comentarios hacia su medio de vida, una funeraria (“un negocio muy saneado”, explican a otros invitados, antes de indisponerse). Es una discusión de enamorados muy tonta y muy divertida, que recuerda otras que escribió Alfonso Paso cuando parecía tomar buena nota del legado de su suegro, Enrique Jardiel Poncela. En cualquier caso, “Aquellos tiempos del cuplé” fue un éxito incontestable, superando la bonita cifra de 27 semanas de permanencia en el cine de estreno, dato que utiliza Fernando Fernán-Gómez en su libro de memorias, “El tiempo amarillo”, para relativizar el éxito de su película “La vida por delante”, que totalizó 6 semanas en el cine Callao, por las mismas fechas.
“La vida, por delante, y los clarines, del miedo” (1958)
“La vida por delante” es una película sensacional y una comedia prodigiosa, básicamente, porque está hecha con grandes dosis de humor o, lo que es lo mismo, de inteligencia. Y además fue un éxito, el primero que obtenía Fernán-Gómez como director, tras los fracasos comerciales de “Manicomio” y “El mensaje” y la tibia acogida a “El malvado Carabel”, por mucho que, como hemos visto en la líneas previas, se trató de un éxito relativo. Además, Fernán-Gómez, que hubo de exponer sus propios ahorros para poner en marcha el proyecto del film, no perdió dinero, pero tampoco obtuvo beneficios, por lo que en lo sucesivo dejó de atender al posible éxito comercial a la hora de plantearse nuevas empresas, en vista de que ni siquiera triunfando se le garantizaba la recompensa económica. Fernán-Gómez había aportado el capital inicial para hacer arrancar la película, tras lo cual buscó una productora que completara la inversión. Tras conseguir que “Estela Films” aceptara hacerse cargo del resto del presupuesto y de encontrar una distribuidora, y una vez concluido el film, la distribuidora que había llegado a un acuerdo con “Estela Films” se echó atrás y la película quedó “enlatada” durante meses, hasta que “Mercurio” se interesó por ella y la estrenó en el cine Callao de Madrid el 15 de septiembre de 1958. Que se hiciera una secuela (“La vida alrededor” ) al año siguiente, fue iniciativa, exclusivamente de “Mercurio”, que, según parece, fue la única parte de los involucrados en la existencia de “La vida por delante” que sacó un rédito económico de su alumbramiento.
“La vida por delante” parte de una idea original de su autor, Fernando Fernán-Gómez, que consiste en explicar cómo en España se echa mano de la chapuza para “ir tirando”, empleándose la gente en oficios que no conoce ni ama, sólo para salir del paso. Para colaborar en el desarrollo de esta idea inicial, Fernán-Gómez cuenta con su amigo Manuel Pilares, compañero de la tertulia del Gran Café Gijón madrileño (y ganador de la edición de 1951, precisamente, del Premio de Novela Café Gijón, que instauró el propio Fernán-Gómez en 1948, dotándolo con 1500 pesetas de gratificación y el coste de la edición de la obra, con su novela “El andén”, que llevaría al cine Eduardo Manzanos en su única incursión en la dirección), que por aquel entonces llevaba una sección en una revista universitaria consistente en unos ingeniosos y afinados diálogos entre una pareja de jóvenes estudiantes de universidad, una labor que se reveló preparatoria para dotar a “La vida por delante” del tono idóneo que requería. La conjunción de los talentos de Fernán-Gómez y Pilares dio como resultado un guión literario espléndido que, además, se vio enriquecido con abundantes hallazgos puramente cinematográficos, tan atinados en la captación del pulso social de la España joven que iniciaba (con más fatigas que gloria) el remonte tras la negrura de la posguerra, como en la radiografía irónica, satírica y mordaz (pero, al tiempo, llena de humanidad) de algo más amplio, como es la demolición de los convencionalismos por medio del humor. En el terreno meramente cómico, destaca la famosa secuencia en la comisaría en la que se relata, empleando distintos ritmos cinematográficos, de acuerdo con las características del narrador de turno, un accidente de tránsito en el que se ve involucrada la protagonista, la hermosísima Josefina (Analía Gadé). Las versiones, ajustadas en cada caso, tanto desde el punto de vista moral, como desde la vertiente “física” del relato oral. Es decir, que el espectador ve imágenes vertiginosas y dantescas, siguiendo el ritmo de la narración de Josefina, que habla muy deprisa; imágenes pausadas e idílicas, cuando los que cuentan el suceso son los camioneros implicados, e imágenes entrecortadas y reiterativas, cuando el relator es un testigo bajito tartamudo (Pepe Isbert, en una colaboración especial en un papel inferior a su categoría artística –como señalan los títulos de crédito del film- que arrancó los aplausos del público del estreno, como si se tratara de un escenario teatral en el que el artista pudiera corresponder a la ovación cuando, al final de su comiquísima intervención, declara: “Yo, al que no vi, es al señor bajito”, personaje al que se han referido los anteriores declarantes y que él no pudo ver porque era él mismo). La historia, sencilla en apariencia, pero tan rica en matices como llena de aciertos cómicos, de “La vida por delante” es la historia de una pareja que trata de cumplir con la mejor voluntad con lo que la vida convencional les propone, pero encontrándose con los obstáculos propios de una sociedad insuficiente. Antonio Redondo (Fernán-Gómez) es un estudiante de Derecho y Josefina, de Medicina. Se enamoran y para hacer realidad su amor deberán completar sus estudios, casarse, formar un hogar... Sus esfuerzos parecen condenados al fracaso o, en el mejor de los casos, a compensaciones pírricas: el viaje de novios (de planteamiento de por sí, modesto: a la Costa Brava) resulta un completo fiasco, el piso al que consiguen acceder, es una menudencia que se cae a trozos al menor portazo, los sucesivos empleos que obtienen, además de variopintos, son precarios y mal pagados y tienen poco que ver con lo que supuestamente ha sido su formación académica. Puntuando estos fatigosos intentos por alcanzar a tener “la vida alrededor” (y no “por delante” que es donde el protagonista observa que está siempre “la vida”), las apariciones de un cínico amigo, Manolo (Manuel Alexandre), que vive una vida desahogada, de crápula, el cual asegura sin sonrojarse sentir envidia por su ordenada y sencilla vida matrimonial, puntúan el film ofreciendo el irónico subrayado que nos prueba que estamos ante un film más que meramente costumbrista, rebosante de inteligencia. Su última aparición brinda un final brillante a la película, al enlazarlo con el principio y dejar al espectador alejarse de Antonio y Josefina que, en plena calle, y dirigiéndose a nosotros, que tomamos el lugar de Manolo, se despiden repitiendo esperanzados: “Te esperamos, te esperamos!” Un repaso al reparto, por si fueran pocos los méritos de “La vida por delante” sin atender a ello, representa un festín suculento para los degustadores de excelencias en la interpretación: Manuel de Juan incorpora a Federico, el padre de Fernando, Félix de Pomés, al de Josefina, Rafaela Aparicio, da vida a Clotilde, la criada con la que Josefina hace prácticas médicas y de hipnotismo; su marido en la vida real, Erasmo Pascual, interpreta al médico de la familia de Antonio; Julio San Juan da vida al abogado Revenga Gorostiza, que le da a Antonio el primer empleo, como pasante, pero que al poco tiempo lo deja en la calle (a él y a todos sus compañeros) convencido, tras charlar con él, de que le conviene retirarse; Carola Fernán Gómez, Matilde Muñoz Sampedro, Aníbal Vela, José María Gavilán, Xan das Bolas, Gracita Morales, Rafael Bardem, Francisco Bernal, Carmen López Lagar y un largo etcétera completan un elenco excepcional, perfectamente encajado en sus roles. Entre ellos, José María Tasso, como hemos dicho anteriormente, cumple con una episódica intervención como piropeador callejero, empleándose en loar los apabullantes encantos de Analía Gadé, tal como ya había hecho en “Las muchachas de azul”. Esta vez no encuentra más oposición que la indiferencia de la bella Josefina, que está muy preocupada porque ha ido a comprobar a qué clase de señoritas da clases “su” Antonio, que en ningún momento había declarado en casa el sexo de su alumnado. En cuanto baja del autobús que le ha llevado al apartado paraje en el que se eleva el edificio del colegio, Josefina pregunta al primer viandante (Tasso) por el centro, a lo que el desconocido contesta: “Si es usted quien me lo pregunta, yo me sé eso y hasta la lista de los reyes godos”. Antes de que Josefina desaparezca para siempre de su vida, todavía tiene ánimo para decirle, alzando un poco la voz: “¿Quiere usted que aprendamos juntos, chata? ¡Si yo fuera elegante...!”, se lamenta.
“La vida por delante”, una de las películas favoritas de este atolondrado burgomaestre de cualesquiera tiempo o lugar, no fue en absoluto ignorada por la crítica más respetable del momento de su estreno. Fue distinguida con los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos a la Mejor Película y al Mejor Guión Original. Por otra parte, la película, que obtuvo una calificación que prohibía su visión a los menores, tuvo algunos tropiezos con el mundo de la judicatura. La imagen que ofrecía de la Facultad de Derecho y de cómo salían de preparados los nuevos abogados de ella, provocó que se estableciera una prohibición de volver a rodar en su recinto que duró muchos años. También que un amplio colectivo de abogados estuviera a punto de publicar una carta solicitando que se suspendieran las proyecciones del film (iniciativa que logró detener el influyente amigo de Fernán-Gómez, José Vicente Puente). Por último, en el capítulo de reacciones, recojamos la expresión de un crítico católico que afirmó que la película estaba hecha “como si Dios no existiera”, lo que suponemos que debía ser un reproche durísimo. Hoy en día, lo único que cabe lamentar en relación a “La vida por delante” es que no exista todavía una versión en DVD disfrutable por todos los públicos, pues nos está haciendo mucha falta a todos.
Tal vez la hoy tan discutida falta de afición a los toros en la ciudad de Barcelona (controversia oportuna en la actualidad pese a que en tiempos pasados la Ciudad Condal llegó a contar hasta con tres cosos taurinos) sea la explicación del retraso con el que se estrenó “Los clarines del miedo” en sus cines. Estrenada en el Rialto de Madrid el 3 de noviembre de 1958, no llegó a las salas de los Aristos, Montecarlo y Niza de Barcelona hasta el 20 de junio de 1960, más de dieciocho meses después. El caso es que, para este burgomaestre, el film dirigido por Antonio Román se trata de la segunda mejor película de tema taurino rodada en España, sólo por detrás de “Tarde de toros”, de Ladislao Vajda (de la que algo hablamos en la entrada dedicada a Jesús Tordesillas). Completando la terna (valga el símil), este burgomaestre (y atendiendo a su particular gusto, exclusivamente) pondría en tercer lugar, cerrando el cartel, “El espontáneo” (1964) de Jorge Grau (comentada aquí con ocasión de la entrada dedicada a Félix Fernández), en dura pugna con “Los chicos” (1959), de Marco Ferreri, si bien, estos dos últimos títulos más que de diestros hechos y derechos, se centran en aspirantes a ello, en los maletillas y en sus circunstancias sociales. “Los clarines del miedo” traslada al cine la novela homónima de Ángel María de Lera mediante un guión firmado por el propio autor de la historia y por Antonio Vich, el cual libreto se encargó de transformar en imágenes Antonio Román. Rodadas sus escenas de interior en los estudios “Chamartín” y sus exteriores en un pueblo castellano, “Los clarines del miedo” narra la odisea personal de dos toreros, el matador joven, el novillero Rafael García “Filigranas” (Rogelio Madrid) y el experimentado Francisco Hernández “Aceituno” (Paco Rabal) en el transcurso de una jornada en el pueblecito de El Tarnejo, donde se celebran las fiestas patronales y deben actuar en un evento taurino, que se espera con gran expectación por toda la población pues representa el acto más señalado de todas las celebraciones patronales. Los dos diestros pasan las horas de espera previas al festejo descansando en la modesta fonda regentada por “El Quebrao” (Félix Briones) y su esposa (Pilar Gómez Ferrer) cuando los mozos pasan por delante de su habitación “corriendo” las becerras y el novillo que se lidiarán por la tarde, provocando los primeros nervios de los toreros, que temen que la bestia esté maliciada. El que lidera las maniobras es “El Raposo” (Ángel Ortiz), el mozo más bestia del lugar, que aprovecha el estado de excitación para rondar a la Fina, la muchacha más guapa del pueblo, pese a que ésta se entiende con el arrogante Juanito (José María Labernier), el hijo del médico de la localidad (Luis Roses). “El Raposo”, una vez encerradas las reses, se marcha en busca de la banda de los músicos que ha de tocar en la corrida, cuyo autobús no ha llegado todavía, por encargo del alcalde, don Ramón Martínez (José Marco Davó). Mientras, el resto de los mozos, con Maxi (Mario Morales) y Acisclo (Miguel Ángel Gil de Avalle, normalmente acreditado como Miguel Ángel) acuden a la fonda de “El Quebrao” a beber vino y a conocer a los toreros. Allí intercambian impresiones con otros mozos sobre el acontecimiento taurino que les espera. Entre estos lugareños encontramos a José Riesgo, a Luciano Díaz y a José María Tasso (ninguno de los tres acreditado en los rótulos del film). Cuando “El Aceituno” y “El Filigranas” deciden salir a dar un paseo, Maxi y Acisclo les acompañan, escarmentados de que, en alguna ocasión anterior, algún torero haya tomado las de Villadiego. En el paseo, los diestros conocen a la Fina, a la que galantean. Mientras, Juanito es invadido por los celos, pero no puede actuar atenazado por su compromiso con Antonia (Rosita Valero), la hija del alcalde, a la que se ve obligado a pasear. Tras pasar momentos difíciles en los que el pánico pugna por apoderarse del ánimo de “Filigranas” primero y de “Aceituno”, después, llega la hora de la corrida. El joven novillero resulta cogido por la res y “Aceituno” duda a la hora de hacer el quite, imposibilitado por el miedo. El público le obliga a matar al novillo y, tras superar unos primeros lances en los que el terror le domina, “Aceituno” consigue, preso de la desesperación más profunda, cuajar una excelente faena rematada con una estocada maestra. El señor Antares (Manuel Luna, compañero profesional habitual en los escenarios de José Marco Davó), un reconocido crítico taurino presente en el tendido, ofrece al veterano matador apoyarle en su regreso a los toros y le anuncia que escribirá una crónica elogiosa que le ayudará a volver a ser un torero famoso. Pero “Filigranas” ha muerto en una improvisada mesa, en una sala del ayuntamiento de El Tarnejo y “Aceituno” asegura haber roto definitivamente con el mundo de los toros. Alega que ha actuado movido por la emoción del miedo y no por “ansia torera”. Rechaza la oferta del crítico, luego rechaza también el dinero que la Comisión de Fiestas (por medio del secretario del ayuntamiento, encarnado por Francisco Bernal) quiere entregarle: “hagan lo que quieran con él”. Por último, a la salida del pueblo, rechaza también la compañía de Fina, que está harta del pueblo y del sinvergüenza de Juanito. Los dos se besan, y se separan, Fina de vuelta al pueblo, y “Aceituno” siguiendo su camino, en busca de su destino, pero prometiendo que si un día vuelve a los toros, regresará a reunirse con ella.
“Los clarines del miedo” está muy bien rodada y cuenta con interpretaciones convincentes. Paco Rabal soporta sin aparente esfuerzo el peso dramático de su personaje protagónico y el resto del reparto se revela más que competente, ofreciendo perfiles muy ajustados, destacando el verismo, por ejemplo, de Ángel Ortiz en su incorporación de “El Raposo”, un mozo bruto que finalmente se define de alma bastante más noble de lo que parecía. El tono del film, afinado en un punto entre el costumbrismo rural, el patetismo y el melodrama, aprovecha muy bien la carga de fatalidad que conlleva la fiesta de los toros y está servido con la profusión de detalles, en apariencia nimios, que contribuyen a otorgarle la naturaleza de clásico, como por ejemplo, el traslado del cuerpo del “Filigranas”, de la casa consistorial, al depósito de cadáveres, efectuado discretamente, por los soportales de la plaza en la que las parejas disfrutan del baile festivo. Un momento inolvidable de la película, digno de figurar en las antologías, es el protagonizado por el ilustre actor Ángel Álvarez, que da vida al líder de la banda de músicos, un glotón legendario que se apuesta con los zagales del pueblo a que es capaz de comerse todas las albondiguillas que quepan en la copa de su trombón bajo. José María Tasso (que no figura acreditado, como buena parte del reparto, lo que ha dejado “Los clarines del miedo” fuera de su filmografía en IMDB), por cierto, es el encargado de darle réplica al orondo Ángel Álvarez en esta secuencia que, por inspirada, perdura en la memoria del espectador, de manera muy similar a como, muchos años después, lograrían Stuart Rosenberg y el mismísimo Paul Newman en el fragmento más conocido de “La leyenda del indomable” (Cool hand Luke, 1967). Además de los precedentes méritos, “Los clarines del miedo” tuvo la virtud de unir los destinos de dos de sus estrellas, Rogelio Madrid, el “Filigranas” de la ficción y torero en la vida real, y Silvia Solar, la actriz francesa que debutaba por aquel entonces en el cine español (nacida en París con el nombre de Geneviève Couzain, el 20 de marzo de 1940), y que encarnaba a la protagonista, Fina, se conocieron durante el rodaje del film y se casaron en verano de 1959. Él cambió los toros por el cine, para tranquilidad de su esposa, y la pareja tuvo su primer vástago en junio de 1960.
“Soledad, "Les bijoutiers", un tranvía y una gran señora” (1958-1959)
José María Tasso, cuyos pasos parecían seguir los de Fernando Fernán Gómez durante 1958, rodó diversas secuencias de la co-producción con Italia (Aspa, la empresa de Vicente Escrivá era la que representaba a la parte española) “Soledad”, film rodado en espectacular cinemascope y dirigido conjuntamente por los italianos Enrico Gras (Génova, 1919 – Roma, 1981, director únicamente de otro film más) y Mario Craveri (Turín, 1902 - Bérgamo,1990, para quien “Soledad” sería su último largometraje, para el que también, como su compañero Enrico Gras, había ideado la historia y escrito el guión, y además se había ocupado de la cámara, como director de fotografía). Protagonizada por Germán Cobos (un galán nacido en Sevilla en 1927 que en aquellos años se prodigó extraordinariamente, pero que no tuvo suerte pues ninguna de sus películas alcanzó un éxito verdaderamente remarcable) y por Pilar Cansino (la prima de Rita Hayworth, que, por cierto, se casó con el guionista Antonio Fos, el habitual de los primeros films de Eloy de la Iglesia), con Fernando Fernán Gómez en el tercer lugar del reparto, en calidad de co-protagonista, el film se estrenó primero en Italia, en febrero de 1959, y el 21 de mayo del mismo año en el Coliseum de Madrid, en la versión sonora que dirigió Félix Acaso, quien se encargó, además, de prestar su magnífica voz a Germán Cobos (que no es, ciertamente, que necesitara esta apoyatura, puntualicemos). En el guión de “Soledad”, en el que como hemos dicho antes, participaron sus dos directores, también intervinieron Vicente Escrivá, Ennio de Concini, Ugo Guerra y Antonio Navarro Linares. Demasiadas manos para una historia que se revela al espectador como una pobre excusa para ofrecer una visión pintoresquista de Andalucía y Castilla. Como película, “Soledad” no funciona más allá de la curiosidad que puedan despertar momentos aislados o como sucesión de estampas resultantes de la captación de lugares, costumbres y manifestaciones folklóricas que las cámaras habían ido recogiendo durante el rodaje en los exteriores filmados en Granada, Béjar (Salamanca), Mojácar (Almería), Guadix (Granada), o Zamarramala (Segovia). El film cuenta la historia del amor contrariado que el buhonero Manuel Vargas (Germán Cobos) siente por María Soledad Ortega (Pilar Cansino), una muchacha de su pueblo con la que siempre se ha relacionado sentimentalmente, desde su infancia, pero que en el momento presente se ve obligada a casarse, por interés de su familia, con el adinerado forastero, don Antonio Torres. Este hecho provoca que Manuel abandone el pueblo y se eche a los caminos, dedicándose en ellos a vender lazos, encajes, ligas y postizos capilares (trenzas, específicamente) que lleva en su carro de buhonero, tirado por su fiel caballo “Huracán”. En estas andadas conoce a Paco (Fernando Fernán-Gómez, por una vez poco convincente en un papel muy deslucido y soso), un simpático vagabundo que, como todos los de su condición es algo filósofo y bastante pícaro. Juntos recorren las tierras andaluzas y castellanas, viviendo diversos lances más o menos distraídos. Manuel regresa al pueblo, cuando considera que el dolor de su herida ha sido mitigado por el paso del tiempo y se reencuentra con Soledad. Entonces sabe que su marido la abandonó al poco de casarse, pero también que, a pesar de ello, su amada sigue perteneciendo al hombre que la desposó. Nuevamente, Manuel se aleja de Soledad dispuesto a casarse con otra mujer. Paco le concierta un ventajoso matrimonio, pero la víspera de la boda Manuel huye dejando a su recién adquirida novia compuesta y sin novio, y a su amigo Paco, sin su compañía. En el transcurso de su errar por los pueblos y poblados, tropieza un día con una romería en la que se encuentra Soledad. Se entera entonces de que del señor Torres no se tienen noticias desde hace mucho tiempo, que incluso se le da por muerto. Así las cosas, Manuel y Soledad se dirigen al cura para pedirle que les case, pero éste les comunica que, sin prueba del fallecimiento del marido, habrán de esperar veinte años para poder contraer matrimonio. Semejante requisito despierta viva impaciencia en Manuel, que sale pitando nuevamente con su caballo “Huracán” en busca de noticias del deceso de don Antonio. En lugar de eso encuentra a Paco, que no le guarda rencor por su anterior “espantá” y se pone también, manos a la obra, en busca del paradero de don Antonio. Como pasa el tiempo y no obtienen noticias ciertas del enigmático marido, Manuel, algo quemado ya, vuelve al pueblo completamente decidido a fugarse con Soledad, tirando, esta vez, por el camino de en medio. Entonces el pueblo en masa se interpone en el camino de los dos jóvenes (bueno, a estas alturas, ya no tan jóvenes) para impedir la escandalosa fuga, pero ante la infelicidad flagrante de Manuel y Soledad, cambian de parecer y deciden testimoniar la muerte de don Antonio, con tal de que puedan casarse, asegurando que lo vieron morir ahogado. En ese momento, llega Paco con noticias de la muerte de don Ramón, en todo coincidentes con la versión que el pueblo ha dado del hecho. Este era el final que constaba en la sinopsis que puede leerse en el libro editado por el Grupo Sindical de Producción Cinematográfica, sin embargo, la película, en su versión española, aunque igualmente acababa en la ansiada boda de Manuel y Soledad, ésta se producía sin que mediara la intervención del populacho, ni al galán se le ocurría raptar a su enamorada. Sencillamente, a Paco, al no dar con el esquivo Antonio Torres, proponía a Manuel inventarse la historia de que se había matado al despeñarse en el mar un día que conducía su berlina estando borracho, asegurando que él mismo daría testimonio de ello. Cuando llegan al pueblo oyen que están tocando a muerto las campanas de la iglesia y se enteran de que lo que han inventado sucedió tal cual. Entonces las campanadas cambian de toque porque se celebra la boda entre Manuel y Soledad. El bueno de Paco, en un final algo chaplinesco, se pierde en la lejanía.
Como casi siempre, tratándose de una película rodada en España, lo mejor de “Soledad” es la contribución de sus actores y actrices secundarios o característicos. Así, destacamos, en su comienzo, la aparición de una insólita Mercedes Alonso, caracterizada de gitana (morena de piel y cabellos) que es acusada por otras gitanas de ladrona y que se pelea (con revolcón incluido) con su acusadora, en un descafeinado precedente de la famosa lucha de la bondiana “Desde Rusia con amor” (1963). Mediado el metraje, se produce un largo episodio en el que se incluye la participación de José María Tasso, cuando Manuel y Paco visitan el pueblo de Zamarramala, en el que se está celebrando la festividad de Santa Águeda, día del año en el que las mujeres toman el mando. Así, a Tasso le vemos hacerse cargo de una criaturita, como muestra de las “penalidades” a las que las mujeres someten ese día a sus maridos, incapaces, los pobres, de salir airosos a la hora de ocuparse de las tareas propias del bello sexo. Dentro del programa de festejos de Santa Águeda se celebra una subasta de besos de las muchachas del lugar (con fines benéficos y píos, naturalmente) en la que participa, entre otros, un orondo lugareño al que da vida Manuel Requena, que puja por una chica ofrecida por su madre (Ena Sedeño) hasta que su santa esposa, encarnada por la no menos oronda Josefina Serratosa, le cierra el monedero de golpe. En otro lance de la subasta, Paco se encapricha de una zagala a la que presenta su mamá (Pilar Gómez Ferrer) y que es novia de un apurado Goyo Lebrero, que rivaliza con el trotamundos. Paco consigue ganar la subasta dejándose en ella lo que ha recaudado vendiendo trenzas postizas, sólo para obtener un castísimo beso que le deja completamente insatisfecho.
Una visión casi tan extraterrestre como la de los italianos que rodaron “Soledad” ofrece de España Roger Vadim en “Les bijoutiers du clair de lune”, película que ofreció al bisoño Tasso la oportunidad de figurar en el reparto de un film internacional con artistas de talla mundial tales como Brigitte Bardot, Alida Valli, Fernando Rey y Stephen Boyd ocupando la cabecera de cartel. No estrenada en España, “Les bijoutiers” es una muestra más de la inoperancia de Vadim para el arte que se empeñó en cultivar (me refiero al cinematográfico, no al de coleccionar bellas mujeres, que se le daba muy bien). Se cuenta la historia de Úrsula (Brigitte Bardot), una joven que, recién salida del colegio, viaja de Francia a España, a reunirse con sus familiares, sus tíos Flora (Alida Valli) y Miguel Ribera (José Nieto). Al llegar al pueblo en el que su tío tiene la finca, se encuentra con un drama. Una joven, la hija de Conchita (Maruchi Fresno, muy en “trágico”, que era lo suyo), la dueña de la pensión de la localidad, se ha tirado a un pozo con la insana intención de quitarse la vida, víctima de un infortunio amoroso. El responsable de tan fatal desenlace no es otro que el terrateniente Miguel Ribera. A pedirle explicaciones va Lamberto (Stephen Boyd), hermano de la desdichada, encontrándose, en cambio, con una paliza de muerte que recibe a manos de Miguel, auxiliado traidoramente por su empleado, Alfonso (Mario Moreno). El cuerpo inerte del joven se lo lleva Alfonso auxiliado por otro empleado, un tal Carlos, que no es otro que nuestro amigo José María Tasso. El caso es que Úrsula queda prendada del valiente joven y, tras recibir este las oportunas curas, entre ambos se inicia un flirteo que terminará trágicamente cuando Lamberto seduzca a Flora y luego mate a Miguel y se convierta en un fugitivo. Úrsula se fuga con él, huyendo de la guardia civil (personificada en el agente Fernando, encarnado por Adriano Domínguez) y del jefe de policía a quien da vida José Marco Davó. Dolida y celosa, Flora precipita el final trágico de la escapada denunciando a su amante. Tan tremendo argumento, generado por la novela homónima de Albert Vidalie (quien participó en el guión junto a Vadim, Peter Vertel y Jacques Remy), fue aderezado con hermosas vistas de Torremolinos (por aquel entonces, un lugar paradisíaco, según testimonio de Fernando Rey, recogido en el fundacional libro de Pascual Cebollada) y con estampas más o menos folklóricas de tauromaquias populares y de montaraces grupos de gitanos (entre los que distinguimos al veterano característico José María Rodríguez). Vertido todo ello con el acompañamiento de una banda sonora más bien invasiva, la película resulta insatisfactoria en muchos aspectos, pero lo que no se le puede negar es que permite deleitarse con la visión de una Brigitte Bardot en pleno apogeo físico de su natural belleza. Su estado anímico, en cambio, según dejó dicho Fernando Rey, era bien distinto: “...me gané la amistad de Brigitte Bardot, entonces deshecha física y moralmente. Hay muchas escenas de la película que están rodadas gracias a que yo he estado toda una noche tratando de convencerla de que había que rodar.” Además de un gran actor, don Fernando era, por lo visto, persuasivo. Claro que, tratándose de la deslumbrante “BB”, vale la pena esforzarse. En cuanto a José María Tasso, destaquemos que dispone de un plano medio que comparte con un caballo al que le consuela hablándole en tono cariñoso y fraternal: “Pobrecito, caballito. Ahora te curarán”.El film no se estrenó en España.
“Se vende un tranvía” (1959), mediometraje que resulta un excelente exponente del cine costumbrista centrado en eso que se conoce como la picaresca, cuya realización, según unas fuentes (el Diccionario del cine de la Academia Española), debía integrar un film de episodios que no llegó a completarse, y según otras (por ejemplo, en el monográfico dedicado a Berlanga de la revista Nickelodeon, correspondiente al verano de 1996), se trataba del episodio piloto de una serie de televisión que no llegó a producirse (en cualquier caso, lo que queda acreditado en los rótulos del propio film es que pertenece a una serie titulada “Los pícaros”), fue dirigida por Juan Estelrich con la colaboración no acreditada de Luis García Berlanga, que supervisó todo el proceso del rodaje, hasta el punto que, según testimonio de Luis Ciges, que simultaneaba en “Se vende un tranvía” labores de ayudantía en la dirección con el desempeño de uno de los roles, era el director valenciano quien realmente daba las órdenes al equipo o, por lo menos, a él. Juan Estelrich (Barcelona, 1927 – Madrid, 1993) fue un cineasta singular, que no completó sus estudios en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas para hacer documentales encargados por entidades como Iberia, el ministerio de Agricultura o el INI, y que tan solo llegó a estrenar un largometraje, el muy interesante “El anacoreta” (1976) (un “solo” brillante de Fernando Fernán-Gómez cuya interpretación fue premiada en el Festival de Berlín), pero que completó una carrera cinematográfica que le permitió colaborar, bien como ayudante de dirección o bien como asistente de producción, con creadores como Jesús Franco, Luis García Berlanga, Fernando Fernán Gómez o los mismísimos Luis Buñuel (en “Tristana”) y Orson Welles (en “Campanadas a medianoche”, film en el que incluso interpretaba un pequeño papel). Provista de un guión magnífico, firmado por Rafael Azcona y Luis García Berlanga, “Se vende un tranvía” supone también una galería deslumbrante de actores característicos entre los cuales José María Tasso encaja a la perfección. Se inicia la acción en el patio de una cárcel, lleno de reclusos, de entre los que la cámara escoge a uno, el Julián (José Luis López Vázquez, que recuerda poderosamente a Chaplin), para contarnos el delito que le puso entre rejas. Se trata de relatar el timo al que hace referencia el título del film, es decir, el montaje que efectúan una serie de pícaros para conseguir que un receloso rústico de visita en la ciudad se apresure a entregarles su dinero, a cambio de, nada menos, la adquisición de un tranvía. En primer lugar, Julián se gana su confianza con un poco de charla insustancial en un bar, dándole coba al pueblerino fingiendo envidiarle su vida en el medio rural. Luego le habla de don Hilarión, un rico propietario que se presenta en el bar (su compinche Felipe, interpretado por Antonio García Quijada, que estaba, de alguna manera especializado en el papel de sinvergüenza, como el que representó en el film “Fulano y mengano”, del que hablamos en la entrada dedicada a Fernando Delgado), que goza de los beneficios de la explotación de un tranvía. En presencia de Julián y del pueblerino, don Hilarión recibe a su cobrador, que le trae la recaudación de la jornada. Después habla de que está cansado de los problemas que le da el autobús y sugiere que estaría dispuesto a venderlo. El labriego, cegado por la codicia, se apresta a aprovechar la ocasión, para disgusto de Julián, que asegura que, de haber sabido que el autobús estaba en venta, lo habría reservado él para su cuñado. Para aumentar la dosis de confianza que todo timado debe depositar en su timador, Julián y don Hilarión acompañan a su víctima en viaje de inspección al vehículo supuestamente puesto en venta. También, como elemento de convicción, don Hilarión permite que su cliente le acompañe en su visita a unas monjitas (María Luisa Ponte y una jovencísima Chus Lampreave) a las que cada día les hace una caridad. Concertada la venta, vendedor y comprador se citan para el día siguiente, en que se cierra la operación. Al incauto le acompaña un amigo del pueblo (un inmenso Goyo Lebrero) que aspira a comprar otro autobús a su vez, cuya petición, naturalmente es también atendida, aceptando don Hilarión una cuantiosa paga y señal. Hecha la venta, dejan a la víctima que se enfrente con la cruda realidad cuando, al día siguiente, trate de hacerse con la recaudación del autobús que cree haber comprado. En un epílogo que nos devuelve al patio de la prisión en el que se abría la acción del film comprobamos que el desplumado timado se ha pasado al bando de los timadores, pues se encuentra también preso por parecidos delitos de los que fue víctima. En tan solo veintinueve minutos, entre otros acontecimientos divertidos, hemos asistido al debut en la pantalla de Luis Ciges, que por aquel entonces estudiaba dirección en el IIEC, haciendo el papel de Manolo, a quien se le encarga dar vida al falso cobrador del autobús. Los otros miembros de la banda de timadores (además de las dos falsas monjitas antes aludidas) son incorporados por Pedro Beltrán y Jesús Martín Heredia, que hace el papel de Higinio, “El pompitas” . El papel del burlado comprador lo representó con gran soltura y acierto Antonio Martínez, un actor característico del estilo de Manuel Requena, que llenó de humanidad un rol que corría el riesgo de haberse quedado en la mera caricatura. La contribución de José María Tasso se sustancia en su creación de “Paco”, un miembro de la banda al que no dejan participar en el golpe. Don Hilarión le espeta: “Tú ya tienes bastante con lo del hombre-anuncio”, considerándole insuficientemente preparado para “entrar” en la representación. Sin embargo, Paco, hombre de recursos, consigue colarse en el crucial momento de la firma del contrato de venta del autobús, presentándose con un uniforme (que incluye gorra) y exigiendo el pago de un impuesto. Al ser interrogado desabridamente por don Hilarión: “Pero ¿qué impuesto?”, Paco contesta, resoplando un poco: “Pues de uno”. Y consigue así hacerse con trescientas cincuenta pesetas con cargo al paleto. Completando un elenco del que, en el futuro, se tendrían buenísimas noticias profesionales, a las noveles presencias de los citados Luis Ciges y Chus Lampreave (casi debutantes ambos, pues sólo habían intervenido previamente en "Historias de Madrid" y "El pisito", respectivamente) habría que citar las colaboraciones de los experimentados José Orjas y Xan das Bolas, la del joven Luis Marín (acreditado como José Luis Marín y haciendo de un revisor auténtico del autobús) y un cameo del propio Luis García Berlanga, quien, hacia el final del metraje, es engañado por Julián en una secuencia sin palabras.
De “Una gran señora” (Luis César Amadori, 1959) , película estrenada el 10 de septiembre de 1959 en el cine Coliseum de Madrid, ya hemos hablado previamente en este weblog en dos ocasiones. La primera, cuando nos ocupamos de Manuel Díaz González y la segunda, más recientemente, en la triple entrada dedicada a Jesús Tordesillas. Este burgomaestre se remite a lo dicho entonces (a propósito de su lioso argumento, con el doble papel de Alberto Closas, que encarna a dos hermanos gemelos, o en relación al carácter “familiar” del film, dado que su director y la estrella femenina –Zully Moreno- eran matrimonio, o a propósito de que se trataba del debut en el cine de la primera figura del teatro, la excelente actriz cómica Isabel Garcés), y se limita hoy a destacar la intervención de José María Tasso, que encarna a Carlitos, un botones en la casa de modas de Madame Racie (Ivette Lébon), donde, en las secuencias en que interviene, recibe las lecciones sobre “la psicología aplicada al negocio” que le imparte el director-gerente don Ramón (Manuel Díaz González, que estaba repitiendo, casi, el papel que ya había desempeñado en el film de Luis Marquina, “Alta costura”, de 1954).
“La casa, de la Troya, el día, de los enamorados, y los tramposos, de todos” (1959, todavía)
Estrenada el 19 de octubre de 1959 en los cines madrileños Carlos III y Roxy B, la tercera versión producida en España de la novela de Alejandro Pérez Lugín del mismo título, “La casa de la Troya”, fue la primera película de Rafael Gil en cuyo reparto se incluyó un papel para que lo representara José María Tasso. Aportando la comercialidad del color a una historia que ya se había llevado al cine con éxito por su propio autor en colaboración con Manuel Noriega en 1924, con Luis Peña Sánchez, el padre de Luis Peña, como protagonista, y con posterioridad, en una producción que empezó a dirigir Adolfo Aznar en 1936, y que concluyó Joan Vilà Vilamota en 1939, Rafael Gil apostó sobre seguro con esta historia que le garantizaba la respuesta de la taquilla, y recibió el auxilio en la confección del guión de otros dos “rafaeles”: García Serrano y J. Salvia. Se da cuenta en “La casa de la Troya” de las andanzas y amores de Gerardo Roquer Paz (Arturo Fernández), un estudiante de derecho que lleva una vida disipada en Madrid, sangrando la economía de su honorable padre (Félix de Pomés), hasta que éste, ahíto de tal estado de cosas, lo envía a estudiar a la universidad de Santiago de Compostela por ser ésta la más distante de Madrid, de todas las de España. Allí Gerardo tendrá que olvidarse de sus amoríos con la cupletista Charito “La Mañitas” (Licia Calderón) y centrarse en los estudios. Pronto entra en contacto con otro estudiante procedente de Madrid, Augusto Armero (Enrique Guzmán), que le sugiere que se traslade del hotel España, en el que se ha alojado, a la pensión de doña Generosa, más conocida como “La Casa de la Troya”, donde encontrará el animado ambiente estudiantil. Gerardo, en principio, no se muestra proclive a la confraternización, ni le llama la atención la joven Carmiña (Ana Esmeralda) a la que conoce, por estar todavía bajo los efectos de la nostalgia del Madrid en el que tanto se divertía. No obstante, al ir relacionándose con los compañeros de facultad, como el poeta Casimiro Barcala (Pepe Rubio) o el cascabelero Madeira (Julio Riscal), Gerardo va perdiendo su retraimiento inicial. La confraternización le lleva a compartir juergas y peleas con los condiscípulos (entre los que también encontramos a Ventura Oller, en el papel de Samoeiro, y a Manuel Gil como Adolfo Pulleiro, personaje conocido como “Panduriño” por ser hijo de “Panduro”) y a relacionarse con su mentor, Ventura Lozano (Félix Fernández) y sus dos hijas, las guapas Montxa (Mercedes Alonso), que le hace la rosca a Casimiro Barcala, y Filo (Manolita Barroso), que hace lo propio con Augusto. Lo que no hace Gerardo, ni por equivocación, es asistir a las clases de Derecho Mercantil de Don Servando (Pepe Isbert), un docente con un curioso sistema de calificación que consiste en suspender a los alumnos que mejor se saben la asignatura. Pues bien, todavía en fase de “aclimatación al medio”, Gerardo se presenta cierta tarde en casa de Ventura Lozano donde se da una merienda para celebrar el cumpleaños de su hija Montxa. Allí está Carmiña Castro Retén, a la que el joven conoció casualmente antes y a la que no trató con la debida cortesía. Se presenta la muchacha acompañada de Octavio (Guillermo Hidalgo), el joven que la pretende, un pretencioso abogado y orador que va tras ella para escalar posiciones socialmente, toda vez que Carmiña es heredera única de su augusto padre, don Laureano Castro (Rafael Bardem). En la celebración, Carmiña canta una tierna canción galaica y se gana el corazón de Gerardo. En la siguiente ocasión en que los dos jóvenes protagonistas se encuentran, en el baile de la Candelaria, Gerardo pasa a la ofensiva y consigue birlarle a Octavio los bailes que tenía comprometidos con Carmiña, especialmente el rigodón, que por lo visto tenía un especial significado. Gerardo y Carmiña se ponen románticos, pero la chica conserva la cabeza lo bastante fría como para exigirle a Gerardo que estudie, pues sólo si mejora en los estudios accederá a sus proposiciones. El joven, domesticado por la imparable fuerza del amor, estudia como un berebere galaico-portugués y aprueba todas las asignaturas. El curso se acaba y Gerardo vuelve a Madrid con la promesa de Carmiña de que le recibirá al curso siguiente. El verano en la capital ya no resulta divertido para el otrora tarambana Gerardo, que en medio de sus vacaciones se desplaza a Galicia para visitar a los Castro en su pazo. Allí puede disfrutar de románticos y bucólicos paseos al lado de Carmiña entre verdes prados y aires folklóricos de la tierruña. Incidentalmente, sabemos de las dificultades económicas de Adolfo “Panduriño”, que van más allá de las de los restantes compañeros (que permanentemente se quejan de estar “sin blanca” pero que, al menos, pueden estudiar) pues para poder seguir sus estudios gana unas perras tocando el cornetín con una banda en fiestas y reuniones. Una colecta entre los compañeros, culminada con una generosa donación de Gerardo y de su padre don Juan, permitirán comprar el necesario instrumental médico para Adolfo, doctor en ciernes. De vuelta a la parte central del argumento, asistimos al fallecimiento de don Laureano, el padre de Carmiña. A tan luctuoso suceso sobreviene el paso al frente de doña Jacinta (una pérfida Cándida Losada), hermana del difunto y madre de Octavio, que se había mantenido en un segundo plano, y que, llevando de la mano a su consorte, el insignificante don Ángel (Erasmo Pascual) aprovecha para hacerse con el poder de las propiedades de los Castro. La primera medida de esta pareja de intrigantes consistirá en alejar a Gerardo de Carmiña con la excusa de que, estando tan reciente el deceso del padre de la muchacha, que paseen su amor daría lugar a habladurías entre las gentes del lugar, insinuación que obligará a Gerardo a salir de escena y que permitirá que entre en ella Octavio. Completando la obra de acoso y derribo, el mismo Octavio se dedicará a publicar libelos en el periódico local, el cual lleva su amigo Mollido (José María Tasso), en los que afirma que Gerardo se reúne en Santiago con la cupletista “La Mañitas” y que se entrega a una vida licenciosa y escandalosa. Simultáneamente, las encendidas cartas que Gerardo escribe a Carmiña son sistemáticamente interceptadas por la tía Jacinta y convertidas en humo. Estas jugarretas logran su propósito y Carmiña decide romper unilateralmente con Gerardo. Los dos jóvenes, cada uno por su lado, viven con amargura el final de su amor, pero afortunadamente no están solos, y Casimiro por un lado, abriéndole los ojos a Gerardo, y la campesina Tona (María Basso), que inocentemente advierte a Carmiña de que el señorito Gerardo ha estado en el pazo, por el otro, consiguen que renazcan sus esperanzas de felicidad. Sin embargo, en la práctica, Carmiña está secuestrada y separada, por tanto, de Gerardo. Busca auxilio espiritual en la persona de su confesor, don Dámaso, pero como suele pasar, éste se revela poco eficaz en asuntos mundanos. Al menos, su visita a la catedral ha tenido el efecto de ser vista por doña Generosa, que corre a avisar a Gerardo de que Carmiña está en Santiago. Sin embargo, el joven no alcanza a dar con su enamorada. La situación, que se va haciendo crítica, promueve una confabulación de los compañeros de Gerardo, que emprenden diversas acciones tendentes a garantizar la dicha de su condiscípulo. Por un lado, Casimiro va a visitar al sacristán (Manolo Morán), por si puede proporcionarles un cura que case a la pareja aun sin el consentimiento familiar. Por su parte, Madeiro acude con sus compañeros de la tuna a presionar a Mollido para hacerle confesar lo que sepa de los manejos de Octavio. Mollido, cruelmente torturado a golpes de pandereta (ejem), asegura que no sabe el paradero de Carmiña, que parece haber desaparecido. Entonces, cuando nuestros héroes creen haber llegado a un callejón sin salida, Adolfo, que ya ejerce de médico, ayudando a un galeno llamado don Timoteo, aparece para decir que ha visto a Carmiña recogida en el convento de la Purísima Concepción, a donde había acudido a tratar a un enfermo. Gerardo, disfrazado de médico, suplanta a Adolfo, y se presenta en el convento haciéndose pasar por el auxiliar de don Timoteo. Consigue entonces reunirse con Carmiña y aclararlo todo. Luego, el capellán, don Dámaso y don Juan se presentan en casa de doña Jacinta y de don Ángel para concertar la boda de los chicos, dejándoles bien a las claras que nada podrán hacer para oponerse. El final feliz, complaciente y hasta vestido de etiqueta, está servido. El posible encanto de “La casa de la Troya” reside en su reparto colectivo, en su más o menos discutible simpatía, y en su innegable solvencia. El atractivo de un elenco plagado de jóvenes valores (a los citados, entre los estudiantes, hay que añadir al más que correcto Ricardo Tundidor, en el papel de seminarista, y a Emiliano Redondo y a José Manuel Ramírez, en papeles de menor entidad, como dos estudiantes más), se complementa con las colaboraciones de ilustres veteranos como los antedichos Pepe Isbert, Félix de Pomés o Manolo Morán. El protagonismo de Arturo Fernández, que había empezado un año antes a multiplicarse en los encabezamientos de los repartos fílmicos, comenzaba a desplazarse de films de bajo presupuesto, generalmente de género negro, hacia películas con mayores pretensiones y más holgada provisión de medios económicos. Para José María Tasso supuso intervenir en otra película de más que aceptable impacto popular y no desdeñable reconocimiento oficial (un tercer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo), en un papel algo menos incidental de lo habitual, y a las órdenes de un director que atesoraba un notable prestigio y que, como veremos, volvería a contar con él en el futuro.
Sólo una semana después de que se estrenara “La casa de la Troya”, llega a las pantallas de los cines una de las películas españolas más recordadas y más frecuentemente emitidas por televisión, “El día de los enamorados”, una de las expresiones máximas de las comedias amables, de naturaleza coral e inspiración costumbrista-desarrollista, que tanto abundaron a finales de la década de los años cincuenta y principios de los sesenta. Dirigida por el especialista en el subgénero, el aragonés Fernando Palacios, un habilísimo cineasta al que no se le ha reconocido todavía todo el calado de su aportación, “El día de los enamorados” es un film tan conocido que huelga pormenorizar el comentario. No obstante, y tratando de ser breves, destacaremos algunos aspectos del film con la excusa de la presencia de José María Tasso, nuestro protagonista de hoy. Del archiconocido argumento del film, poco hay que añadir a su conocida sinopsis: con motivo de la celebración del día de San Valentín, el santo patrón de los enamorados se da una vuelta por la tierra para ayudarles a resolver sus problemas de índole sentimental a una serie de parejas. Los tortolitos afectados son, de una parte, Conchita (Conchita Velasco) y Antonio (Antonio Casal), cuyo noviazgo pasa por un bache a causa de la desmedida afición al balompié; de otra, Manolo (Tony Leblanc), conductor de autobús, y la manicura Luisa (María Mahor), tienen problemas por culpa del horario de Manolo, que no les deja mucho tiempo para estar juntos y lo emplean en jugar al parchís en casa de la hermana de Manolo; María José, una chica tímida y románica (Mabel Karr), hija de un millonario libertino (Pedro Porcel) no tiene novio. Siempre está sola y sus conocidos se burlan de ella. Uno de ellos, Tony, la acosa por su dinero. Por último, la estrella de la televisión Atenea (Katia Loritz, doblada por Matilde Conesa), una mujer despampanante, está enamorada de Luis (Manuel Monroy), el guionista de su programa, pero éste no parece darse por enterado. Al principio de la acción, en un “gag” copiado directamente del clásico “De ilusión también se vive” (George Seaton, 1947), en el que Santa Claus en persona da consejos sobre un escaparate que están montando en su honor en una tienda, San Valentín comenta con los operarios José Calvo y José Riesgo, lo que le parece el aparador que entre los dos están instalando en honor de su festividad en unos grandes almacenes. En cuanto a las peripecias amorosas de los atribulados emparejados o por emparejar, a la soledad de María José se suma la afición de su padre por los lances jaraneros, que le lleva a mantener idilios secretos con numerosas señoritas a las que denomina con honorables nombres en clave (“La señora del ropero”, “Altos hornos”) para disimular ante su hija, con la complicidad del mayordomo Damián (el gran Antonio Riquelme). Un nutrido grupo de moscones le van detrás a María José, pero, como ya hemos dicho antes, sólo por su dinero. Atenea, por su parte, emplea a su chófer, Mariano (Manolo Gómez Bur) para, por el sistema de darle celos, despertar el interés de Luis, para lo que obliga a su fámulo a adoptar la personalidad del conde Ulrico de la Carotione, apoyándose en las directrices de un libro intitulado “Declaraciones de amor y arte de enamorar” . En su nombre, por ejemplo, se hace enviar un hermoso ramo de flores (entregado por un juvenil Carlos Romero Marchent) cuidando de que lo vea Luis. San Valentín empieza a intervenir y consigue que Emilio (Ángel Aranda) se cruce en el camino de María José. Se trata de un muchacho que está pasando por un momento de crisis existencial al que el santo se encarga de impedir que abandone la ciudad primero, haciéndole perder el tren, y que su taxi (conducido por Rafael Hernández) choque con el coche de María José (conducido por su chófer, Fernando Sánchez Polack). La joven oculta su buena posición económica utilizando a su chófer como testigo de ello, para asegurarse de que Emilio no va a pretenderla por su dote. A los peleados Conchita y Antonio, San Valentín se las ingenia para conducirlos a ver un espectáculo de guiñol en el que se ven a sí mismos como las marionetas que absurdamente se están repartiendo palos. Tal visión les hace recapacitar. La pareja formada por Luisa y Manolo, como no tiene problemas realmente graves, se avienen fácilmente, tras superar los celillos que un cliente patoso (Manuel Arbó) a quien hace la manicura María, ha generado en el mozo. En cuanto a Atenea y Luis, tras asistir a uno de sus programas de la serie “El día que pasó”, en el que se incluye un número musical de la escuela de Stanley Donen (salvando todas las distancias del Atlántico mediante), y superando algún malentendido, terminan felizmente juntos. Emilio, que parece a punto de abandonar a María José, vuelve a perder decisivamente un tren (el “Madrid – Gijón”, por más señas), de forma que permite que su enamorada le dé alcance y lo retenga. Al final, en un broche festivo “ad hoc”, hasta pasa la tuna, con un trío de saltarines tañedores de pandereta, y San Valentín, satisfecho de sí mismo, asciende hacia El Cielo en un ascensor que milagrosamente (y provocando el comprensible estupor del ascensorista a quien da vida Francisco Camoiras) rebasa la azotea del edificio en que está instalado y sigue para arriba, en el firmamento. En esta historieta tierna y simpática, que produjo Pedro Masó sobre un argumento suyo desarrollado en un guión que firmó él mismo en colaboración con Antonio Vich y Rafael J. Salvia, elegantemente servida por su director Fernando Palacios, José María Tasso cuenta con una única intervención en el papel del camarero Pepe, que sirve a las tres amigas Conchita, María y Atenea su desayuno en una cafetería, en el descanso que hacen durante la jornada laboral.
La parte más genuina de “El día de los enamorados”, que, por otro lado, en su conjunto puede considerarse heredera de las comedias amables que hizo Jean Negulesco en Hollywood, unos años antes, aquello que la emparenta con la corriente de picaresca y sainete característica de la comedia cinematográfica española, es la que se refiere a la “Secome” (Será Conductor Meticuloso), la autoescuela que ha montado Manolo aprovechando sus viajes conduciendo el autobús a modo de lecciones prácticas para sus alumnos, que no pueden permitirse ir a una de verdad. Los alumnos, una especie de ”banda”, son los característicos Francisco Bernal (como Evaristo), Ángel Ter (en el papel de Lirio), Enrique Ávila (como Tartera) y Secundino y Eleuterio (Luis Sánchez Polack “Tip” y Joaquín Portillo “Top”, respectivamente). En las clases teóricas, que las da en un bar de tapas, Manolo se zampa un surtido vermut por el sistema de emplear distintos comestibles y bebestibles para explicar las normas de circulación, haciéndolos desaparecer todos en su buche. Se trata de un segmento que se aproxima visual y temáticamente a la siguiente película que comentaremos, “Los tramposos”, en la que Tony Leblanc prácticamente repite rol.
Llega el momento de hablar de “Los tramposos” un film de la productora de José Luis Dibildos, “Ágata films”, de los más populares de su época, que elevó a la categoría de estrella del cine al cómico Tony Leblanc y que contiene alguno de los pasajes más recordados de la comedia cinematográfica española. Sustentada en un guión del propio productor escrito en colaboración con Miguel Martín y dirigida por el todavía por entonces entusiasta e inquieto Pedro Lazaga, “Los tramposos” es de sobras conocida por varias generaciones de espectadores españoles que la han visto repetidamente en televisión y que antes tuvieron ocasión de asistir a su proyección en los cines en los que fue objeto de varias reposiciones. Sería superfluo recordar su argumento, pero no obstante expondremos que en “Los tramposos” se da cuenta de las andanzas de los pícaros Virgilio “Meningítico” (Tony Leblanc) y Paco (Antonio Ozores), que viven del timo y del pequeño hurto, auxiliados por un tercer compinche, el subordinado “Bajito” (Venancio Muro). Su contacto con otros pícaros, como el carterista Sánchez a quien da vida José Orjas, o el timador don Ramón, que simula ser un pobre repartidor de leche que se desmaya en la calle con rotura de las botellas que transporta para conmover a la concurrencia (Emilio Santiago), secundado por un ayudante disfrazado de proletario, que refuerza su actuación aparentando “quitarse el pan de la boca” para socorrerle (Fernando Sánchez Polack), o como el grupo que capitaneado por un falso capataz Abilio (Félix Briones) se dedica a abrir zanjas frente a comercios (como el que regenta Aníbal Vela jr.) para aceptar sus sobornos a cambio de abrirlos en otro lado de la calle, en la tasquita de un entrañable Antonio Martínez, constituye el cuerpo distintivo del film. Los esfuerzos por dejar las actividades delictivas y llevar una vida honrada por exigencia de Julita, la hermana de Paco y novia de Virgilio, serán el motor de la acción. Estos empeños llevarán a Paco y Virgilio a intentar negocios honrados, como el fallido de vender guías heráldicas por encomienda de don Sicinio Vélez (José Luis López Vázquez), quien les pone en contacto con una ilustre tertulia de desocupados hombres de negocios (integrada, como vimos en la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur, por Juan Calvo y Antonio Riquelme), o como el exitoso montaje de una agencia turística que muestra el Madrid más auténtico a los visitantes extranjeros, consistente, básicamente, en llevarles a ponerse morados de tintorro en una taberna (aunque el atractivo de asistir a un auténtico entierro español, atracción descubierta por pura casualidad, no es desdeñable). La buena marcha de este último negocio, en el que han embarcado a Katy (Laura Valenzuela), compañera de trabajo de Julia en la agencia turística de don Arturo (José María Rodero), donde también trabaja el señor Gómez (un administrativo a quien da vida Enrique Ávila), por la que se interesa Paco, hace que, finalmente, el mismo don Arturo, para eliminar la competencia, ofrezca puestos directivos a Virgilio y Paco en su empresa, sin recordar que son los mismos que tiempo atrás le hicieron el timo de escayolarle una pierna cuando estaba borracho para cobrarle después la cura. Con sus flamantes y sólidos empleos, Virgilio y Paco podrán formalizar sus relaciones con Julia y Katy. Memorable especialmente por el brillante episodio del “timo de la estampita” del que Virgilio y Paco hacen víctima a un desprevenido paleto encarnado por Francisco Bernal, “Los tramposos” muestra en su reparto a José María Tasso, pero, lamentablemente, en la copia en DVD del film de que dispone este burgomaestre, nuestro protagonista de hoy no aparece más allá de su nombre en los títulos de crédito. Es de suponer que su participación sea de naturaleza tan breve y episódica que quedara suprimida en la copia que se utilizó para hacer el “máster” del DVD. El mismo tratamiento se da, por ejemplo, a la actuación y personaje de Jesús Puente, igualmente presente en los créditos y ausente del resto de la versión del film en DVD.
“Un crimen para recién casados y dos films de José María con José Luis” (1960)
“Crimen para recién casados”, comedia estrenada el 7 de marzo de 1960 en los cines Gayarre, Palace y Pompeya, y, tres meses después, en el Fantasio de Barcelona, fue dirigida por el buen especialista en el género Pedro L. Ramírez para As Films y Tarpe Films en 1959, sobre un guión original de Vicente Coello y con diálogos de Alfonso Paso. Contó para los papeles principales, con Fernando Fernán-Gómez, en el papel del protagonista, el reportero de sucesos (del semanario “El Caso”, para ser más preciso) aficionado a las novelas de misterio, Antonio Menéndez, y con Conchita Velasco para el papel de Elisa, su recién adquirida esposa. Así, el magistral Fernán-Gómez, tras perseguir a la excelsa Analía Gadé (María Ester Gorestiza Rodríguez, nacida en Córdoba –Argentina- el 28 de octubre de 1931) a través de los fotogramas de “Viaje de novios” (Leon Klimovsky, 1956), “Las muchachas de azul” (Pedro Lazaga, 1957), “La vida por delante” (Fernán-Gómez, 1958), de “Ana dice sí” (Pedro lazaga, 1958), de “Luna de verano” (Pedro Lazaga, 1959), en el film de Pedro L. Ramírez empezaba por casarse con la hermosa vallisoletana Concha Velasco. A partir de este prometedor comienzo, la joven pareja se encuentra con una serie de dificultades que les impiden (para felicidad de los censores) consumar su matrimonio, como por ejemplo, que la litera del vagón del tren que les lleva a Barcelona se hunde, o que el hotel “Tú y yo” de la Costa Brava en el que la agencia “Bel-lo Confort” les había reservado habitación está lleno a rebosar. Simultáneamente, entran en conocimiento de un sujeto sospechoso al que llevan viendo desde el viaje en tren, el joyero Jaime Rivero (Alfonso Goda) al que espera el estafador Héctor Andrade (Roberto Rey) en el hotel “Tú y yo” por una venta de un collar de perlas negras valorado en dos millones seiscientas mil pesetas. En la aciaga primera noche en el hotel “Tú y yo”, que dirige el dicharachero gerente Raúl Cancio (que actúa con voz prestada por un doblador), el joyero Rivero se vuelve a Barcelona alegando que su esposa ha enfermado de repente. A la mañana siguiente, Antonio y Elisa, de excursión marítima con un patín a pedales, encuentran accidentalmente el coche del señor Rivero en el fondo del mar y un cadáver carbonizado que suponen es el del joyero. El oficial de marina (José Calvo), que se hace cargo del caso (al aparecer el cuerpo en el mar, el suceso es jurisdicción de La Marina), investiga, a sugerencia de Antonio, la posibilidad de que se trate de un crimen. En el curso de las pesquisas, el gerente del hotel y Antonio intercambian acusaciones y sospechas y nos enteramos de que Andrade y su sicario y chófer Emilio (Agustín González) han desaparecido de escena. Como el oficial que investiga el caso no llega a ninguna conclusión, decide que la muerte de Rivero fue accidental. Entonces a Antonio y Elisa les dan la habitación del fallecido, pero él está tan absorbido por el misterio de la muerte de Andrade que tampoco está en disposición de disfrutar de su guapísima esposa. Su investigación le lleva a Barcelona, dejando a Elisa a su suerte, frente al asedio de un pesado seductor (Jacinto San Emeterio), mientras él se entrevista con Ángela, la esposa de Rivero, que fue, por cierto, quien hizo personalmente la venta a Andrade. Antonio, a raíz de la conversación con la viuda de Rivero, inquiere por el hombre de confianza del negocio de joyería, Tomás Martín, de quien Ángela le da sus señas, tras lo cual se apresura a prevenirle. Esperando inútilmente a Tomás Martín en el vestíbulo de su hotel, en compañía del adormilado vigilante (Manolo Gómez Bur, en una colaboración episódica) Antonio desatiende a su joven y bella esposa. A la mañana siguente, Elisa descubre en el vestíbulo del “Tú y yo”, que Andrade y Emilio han vuelto, reclamando su dinero porque el collar de perlas negras era falso. Al oír que van a ir a Barcelona, se las arregla para que la lleven, haciéndole antes una discreta indicación al gerente del hotel. Aparece a renglón seguido Antonio, que lee una nota de Elisa y se apresta a acudir también a Barcelona, teniendo tiempo antes de tener un tropiezo con el seductor patoso que asediaba a Elisa. Siguiendo la pista del cobro del cheque con el que se pagó el falso collar, y tras muchas pesquisas, Elisa va desenredando la madeja de la trama urdida por el propio Rivero y su mujer para apoderarse del dinero de la venta y desaparecer, haciendo pasar el cadáver de Tomás Martín por el suyo, y consigue, tras arriesgar la propia vida, poner en manos del comisario (José María Caffarel) al malhechor y, al mismo tiempo, un ascenso para su marido y un permiso de quince días que, esta vez sí, podrá disfrutar a su lado. En la secuencia inicial, a la salida de la iglesia, además del jefe de Antonio, don Enrique (Antonio Garisa, sin acreditar), y de los padres de la novia, encarnados por Rufino Inglés y Pilar Gómez Ferrer, puede verse, rodeando al novio, a sus amigos, uno de los cuales, pertrechado con una cámara fotográfica es José María Tasso, mientras que a los otros les dan vida Ventura Oller y Guillermo Hidalgo (compañeros ambos de Tasso en “La casa de la Troya”, rodada el mismo año). De entre los mejores momentos del film (en el que, como casi siempre, encontramos a Xan das Bolas, en esta ocasión haciendo un camarero del tren en el que viajan Antonio y Elisa), destacan los protagonizados por Goyo Lebrero, actor característico bien admirado por este weblog, que hace un personaje insólito y divertidísimo, vecino de habitación de Antonio (que se ve obligado a compartirla con otros caballeros en lugar de con su esposa, por culpa de la mala gestión de la agencia “Bel.lo Confort”), que habla en sueños, manifestando su terror ante los onerosos caprichos de su esposa. Consigue un efecto cómico irresistible cuando repite aterrado, en medio de la noche: “¡El abrigo de gineta, el abrigo de gineta…!” Una actuación memorable del gran Goyo Lebrero, de similar tono y calibre a la que efectuó en otro inolvidable título de Pedro L. Ramírez, la anterior “El gafe”.
José María Elorrieta contó con el vocalista de canción ligera “José Luis” para protagonizar dos películas de 1960. En ambas intervino José María Tasso. La primera, “Pasa la tuna”, fue una producción de Elena Espejo, para su sello “Espejo Films”, reservándose la productora un pequeño papel para sí y otro para su pareja, el también actor Arturo López. Estrenado el 16 de mayo de 1960, el film, como su mismo título dice bien a las claras, ilustra el fascinante, chispeante, espumeante y cascabelero mundo de la tuna estudiantil, con el protagonismo de “José Luis”, que interpreta su máximo éxito (y único, verdaderamente digno de tal título), “Mariquilla”, creación suya que alcanzó un buen número de microsurcos vendidos. La película, poco más que una refrescante ensaladilla de cancioncillas (con letras obra en algunos casos de los mismos redactores del guión, el propio José María Elorrieta y Juan Antonio Verdugo, y música del maestro A. Martínez Llorente), contenía la siempre destacable presencia de Manolo Gómez Bur, en el papel de Tristán Villasante, y de la guapa Mara Cruz como la heroína, María. Entre los secundarios habituales, encontramos a los ubicuos Juan Cazalilla, José Riesgo, Beni Deus o José Villasante y en papeles de más responsabilidad, hallamos a Ignacio de Paúl, Antonio Almorós, la otrora juvenil protagonista María Esperanza Navarro y Celia Conde, de la que algo hablaremos a continuación dado que volverá a participar en la siguiente película de Elorrieta, con Tasso en el reparto.
“Melodías de hoy” (del hoy de hace cuarenta y nueve años, claro) representa un nuevo intento por parte de José María Elorrieta (y de su fiel José Manuel Iglesias, que también había contribuido, con diálogos adicionales, al libreto de “Pasa la tuna”, a quienes se unieron José Luis Navarro y Antonio Verdugo en la confección del guión, igualmente artífices del del film previo) de conseguir una película que sirviera de entretenimiento al mayor número de público posible. Para la ocasión, además de contar especialmente con el talento de José María Tasso (a quien brindaron un papel mucho más extenso de lo habitual), dispusieron del gancho comercial de dos figuras de la canción en los papeles protagónicos, la hoy olvidada Elder Barber y el sólo recordado por su éxito “Mariquilla bonita”, José Luis (que se hizo famoso así, sin apellido, pero con su guitarra). Producida en 1960, se trata de un film ligero, como el género musical al que se adscriben sus canciones, con un argumento insignificante en el que ir incrustando una tonada tras otra, a cual más tontorrona. Con la que da comienzo la película, a cargo de José Luis, que canta enfundado en un mono de trabajo en el que se lee (¡glups!) “E.T.A”, arranca con un memorable “Óyeme, óyeme. Es la hora ideal… para amar”. Al concluir los trinos nos enteramos de que el mirlo está rodando una película. Su mánager le recuerda que tienen el tiempo justo para ir al estudio de grabación, donde le esperan para impresionar un microsurco (“Es verdad, lo había olvidado”, afirma, tan tranquilo, el artista). Salen los dos zumbando y se montan a toda prisa en el Seat Seiscientos del mánager, que José Luis se propone conducir a la escalofriante velocidad de 80 km/h, lo que aterroriza a su socio. Naturalmente, como el cantante no se ha desprendido del mono que llevaba puesto, es tomado por un mecánico por la cantante internacional Magda Valeri (Elder Barber), lo que da pie al equívoco obligado en toda película romántico-festiva que se precie. Antes de que José Luis y Magda terminen juntos, al final de la película, una serie de incidencias bobaliconas se irá sucediendo en la pantalla. Un papel de cierta importancia en este pequeño batiburrillo de naderías lo desempeña José María Tasso, que aparece en el film como una especie de “espíritu libre” que aparece desplazándose en bicicleta por la carretera por la que transitan José Luis y Magda, seguidos de la furgoneta de otros artistas, amigos de José Luis, el Cuarteto Filippo, o Los Carletti. Cuando sufren una avería, José Luis y Magda reciben la ayuda de Tasso, que arregla el bólido de la cantante con suma facilidad, pero quedando el protagonista de la película como el artífice de la proeza. A Tasso, que le habría gustado que le llevaran en el coche, se le rompe la bicicleta y poco después ayuda a Los Carletti a arreglar, con la misma destreza mágica, su furgoneta. Éstos, tras un ligero suspenso sí que acceden a llevarle a Benidorm, la localidad en la que va a celebrarse un certamen musical, destino de todos ellos. Allí conoceremos a Alberto Malatesta (Alberto Berco, imitando el acento italiano con el descaro de un amateur), un estúpido representante artístico que cumple las funciones de villano de opereta tontorrón, que “lleva” a Marcela (Katia Loritz), otra participante en el concurso de la canción de la ciudad alicantina. Entre canción y canción (destacable, por su descacharrante extravagancia, la que interpretan Los Carletti con Katia Loritz), vale la pena detenerse en las intervenciones de José María Tasso. Su personaje, sin nombre ni objetivo aparente, deambula por las calles o, simplemente está parado, en la calle, tocando la flauta o pensando en las avutardas. En uno de esos momentos de éxtasis, atiende a una turista extranjera (rubia, por más señas), convirtiéndose así en uno del los primeros representantes del prototípico “españolito ante la sueca” de la historia del cine. La chica asegura estar buscando a un “español fuerte”, a cuyo requerimiento, Tasso se presta voluntarioso, sólo para encontrarse con que la coquetuela únicamente pretendía que alguien empujara su coche para poder arrancarlo. En otro momento posterior, el Cuarteto Filippo y Marcela, que han estado conspirando en un velador, le solicitan su ayuda para secuestrar a Alberto Malatesta y favorecer así los amoríos de José Luis con Magda. Tasso se disfraza de persona más o menos elegante y engaña al representante haciéndose pasar por el secretario del director del Festival de Benidorm y conduciendo al italiano a una trampa, la cual le supondrá ser secuestrado. Quizá lo más interesante de esta modesta película se halle en la presencia de Celia Conde, una actriz que cuenta con un papel de los destacados, como secretaria-acompañante de la protagonista, Magda Valeri. Celia Conde, amiga de José María Elorrieta, se despidió del cine en este film tras haberse procurado una nariz nueva, provista ésta por las expertas manos del doctor Mir y Mir, galeno que arreglaba narizotas en Barcelona. Tras haber debutado en el clásico de Ferreri-Azcona, “El pisito”, y haber actuado a continuación en la ignota “El secreto de papá” (que, escrita y dirigida por José G. Mérida –que no dirigiría ningún otro film- no se estrenaría hasta 1961), en la horrible coproducción con Francia “Robinson et le triporteur” (Jacques Pinoteau, film producido en 1959 que no se estrenaría en el país vecino hasta marzo de 1960 y en España, hasta entrada la década de los sesenta), y en la anterior cinta de Elorrieta, “Pasa la tuna”, Celia Conde consideró que su nariz era demasiado grande para hacer carrera en el cine, por lo que decidió convertirla en una naricilla minúscula y graciosa (como poco antes también habían hecho con las propias Elisa Montés y María Luisa Merlo). El caso es que tan sólo tuvo ocasión de lucirla en “Melodías de hoy”, lo que no deja de ser un desperdicio de narices.
“Entrando en el mundo de Jesús Franco. Labios rojos” (1960)
Quizá se conocieron durante el rodaje de “Ana dice sí”, film en el que, como dijimos antes, Jesús Franco desempeñó un papel menor, el caso es que, en este, el segundo largometraje que dirigió el creador del doctor Orloff, José María Tasso inició su colaboración profesional con uno de los directores marginales más mitificados y finalmente reconocidos de la cinematografía mundial. Nos estamos refiriendo a “Labios rojos”, la primera de las películas de una serie que continuaría su director con títulos como “El caso de las dos bellezas” (1968) o “Bésame monstruo” (1970), entre otros, en los que una pareja de disparatadas y despampanantes mujeres se metía alegremente en peligrosos vericuetos del mundo criminal y terrorífico. Este film (definido en propias palabras de su director, “una película que era divertida, simplona y pizpireta”, en entrevista concedida a Jordi Costa), iniciador de la serie, fue producido en precarias condiciones, atendiendo al interés de su máximo artífice por borrar el amargo trago del colosal fracaso de su “opera prima”, “Tenemos 18 años”, que ni siquiera llegó a estrenarse en Madrid. “Labios rojos”, rodada en blanco y negro, con un presupuesto raquítico y sin más pretensiones que procurar una distracción chispeante y ligera (aunque provista de una carga subterránea de mala leche que pasó inadvertida a la censura), contaba las andanzas de Lola y Mari (Ana Castor e Isana Medel, a la sazón, novia de Jesús Franco, en aquel entonces), dos jóvenes y atractivas mujeres que hacen de la captura de peligrosos delincuentes su secreta diversión, culminando su labor con la entrega al veterano comisario Fernández (Manolo Morán) de los malhechores, adjuntando las pruebas pertinentes en un sobre lacrado con la marca de carmín de un par de labios (actuando de manera similar a la de otros justicieros misteriosos, tipo Spirit, con la policía –en su caso, el comisario Dolan- sólo que con un toque femenino). En “Labios rojos”, Lola y Mari son requeridas por el enigmático millonario Kallman para que encuentren el diamante que lleva su nombre, que le ha sido robado. Les pone sobre la pista del delincuente internacional Rádek, quien pide un cuantioso rescate por la joya. Mari sigue al ladrón y le seduce, consiguiendo hacerse con el diamante, tras dejarle sin sentido de un taconazo. Tras la marcha de Mari, un desconocido entra en la habitación de Rádek y, tras desordenar la habitación, mata al ladrón. Al día siguiente se revela el crimen y que el diamante que poseen “Labios rojos” es falso. Sobre las dos bellezas pesa entonces la doble acusación de robo y asesinato. En atención a los servicios prestados, el comisario Fernández accede a darles una oportunidad para demostrar su inocencia, encontrando a los verdaderos culpables. A Lola y Mari, sus pesquisas les llevan a un cabaret en el que se hacen pasar por bailarinas exóticas. Allí conocerán al verdadero Kallman y a Pablo, el hombre que se encargó de liquidar a Radek . Tras diversas incidencias, entre las que se incluye una bufa pelea entre “Labios rojos” y las chicas del cabaret y el aparente enamoramiento de Mari hacia Pablo, se suceden las bajas en las filas de los malvados hasta que, finalmente, interviene el comisario Fernández para poner punto final al film, con la detención de Kallman y la recuperación del diamante. En esta pequeña y desenfadada odisea, que comenzó a rodar Juan Mariné, pero cuyo rodaje hubo de abandonar en su mitad porque no había dinero con que pagar sus servicios (fue sustituido por Emilio Foriscot, pero mientras llegaban los fondos, tuvo que hacerse cargo de la cámara el propio Jesús Franco), cuyo doble protagonismo femenino no satisfizo del todo a su responsable (especialmente disconforme con la actuación de su novia, Isana Medel) supuso el debut ante las cámaras de Ana Castor (a partir de ese momento, habitual en los films de Jesús Franco), el cometido de José María Tasso se redujo a realizar funciones episódicas, encarnando a un botones en el hotel en que se alojaba Radek, vistiendo el mismo uniforme (o así parece) que portaba en “Una gran señora”. “Labios rojos”, cuyo guión nace de la fértil imaginación de su director al que se sumó la probada habilidad para dialogar de Manuel Pilares (a la que nos referimos al hablar de “La vida por delante”) es una realización que demuestra una voluntad de hacer cine y unas referencias fílmicas (Orson Welles, Gregg Toland) de excepcional nivel, al tiempo que hace gala de una dosis de libertad creativa (cercana a la desvergüenza), combinación de virtudes prácticamente inédita en el panorama español. En todo caso, para conocer mejor el universo de Jesús Franco (pues así cabe denominar al entramado creativo de este director, guionista, actor y músico), este burgomaestre recomienda visitar el sitio internáutico del que ha obtenido tanto la información como el fotograma que acompaña estas líneas del difícilmente visible film “Labios rojos”, la web “El Franconomicón”, aquí enlazada.
Todavía dos pelis más y … continuará
No es propósito de este burgomaestre fatigar más al paciente visitante de “Lady Filstrup”. Lleva ya 25 folios de perorata y tan sólo ha cubierto la primera etapa de la carrera de José María Tasso. En nuestro camino, hemos llegado a un punto en el que todavía el actor está buscando su lugar entre las luminarias del cine. Su chocante físico se ha revelado muy apropiado para poblar comedias que, con un fondo de humorismo blanco, mucho optimismo y ligeros barnices de sainete y costumbrismo, pueden proporcionar una distracción inocente (pero no por ello necesariamente estúpida) al espectador. Pero todavía no hemos encontrado al personaje que lo hizo célebre y eterno. Tasso ya ha sido visto (a veces sólo de soslayo), pero aún no ha aparecido el auténtico “Flequillo”. En este periodo, todavía hemos de reseñar su participación en dos films más, el primero, una coproducción con Italia, con participación casi testimonial por parte española, es “Somos dos fugitivos” ( Noi siamo due evasi, Giorgio Simonelli, 1960), que estrenada el 30 de mayo de 1960 , contaba en su reparto con los españoles (además de Tasso) Rafael Luis Calvo y Julio Riscal y estaba protagonizada por los transalpinos Ugo Tognazzi y Raimondo Vianello. Se trataba de una historieta paródica del género criminal en la que de una banda de gángsters raptaba a Camilo (Raimondo Vianello) y Bernardo (Ugo Tognazzi), empleados de una compañía de seguros para que sustituyeran a sus jefes en prisión, los fugados Phillippe “El Bello” (Mirko Ellis) y Robert “L’estrangulatore”, con la ayuda de una “femme fatale” llamada Odette (Magali Noel). La otra película a la que queremos referirnos y de la que tenemos pocas noticias es “La corista”, una nueva propuesta del dúo creativo formado por el director José María Elorrieta y el guionista José Manuel Iglesias, al servicio de las capacidades artísticas de la cantante y “show-woman”, Marujita Díaz, que aprovecha la ocasión para entonar todo género de melodías ligeras, desde los aires levantinos de “La reina fallera”, cantada con el atavío regional valenciano, hasta “La mulata Trinidad”, de resonancias caribeñas, pasando por el tango “Cuesta abajo”, el charlestón “Las botas”, o la jota aragonesa “Gigantes y cabezudos”, entre otras muestras de versatilidad canora. En la empresa, la semi-diva (una persona dicharachera y risueña donde las haya, muy amiga de Luis Sánchez Polack “Tip”, participante en el film) contó con la colaboración del controvertido play-boy (y pareja sentimental suya), actor (a su manera) y productor, el venezolano Espartaco Santoni. Un interesante grupo de secundarios ilustres, entre los que cabe destacar a Guadalupe Muñoz Sampedro, Antonio Riquelme, Félix Fernández o Manolo Gómez Bur, acompañaron a José María Tasso en las funciones de arropar a la cantarina estrella en esta nimiedad que relataba la ascención al estrellato de Marieta (Marujita Díaz), chica de conjunto en una compañía de revista, que se enamora de Alfredo, el director de la compañía (Espartaco Santoni) y que, sin tiempo para prepararse, se ve obligada a sustituir a la vedette del espectáculo, en competencia con la segunda vedette (Mara Lasso).
La historia de "La corista" empieza cuando el empresario de la compañía de revista en la que trabaja Marieta, don Félix (un algo pasado de peso Juan Cazalilla) abandona el proyecto porque se ha despedido la vedette, Carmen Reyes, que era quien realmente le interesaba, muy por encima del puro arte escénico. Don Alfredo (Espartaco Santoni), el director, necesita encontrar una nueva financiación desesperadamente, para poder estrenar y no tener que despedir a la compañía. Para lograrlo no cuenta con más ayuda que con el inepto representante Felipe (Manolo Gómez Bur), un auténtico desastre, rey del despiste que nunca consigue recordar nada y que lo confunde todo. Además de la financiación, urge encontrar una nueva vedette, para lo cual, como solución de urgencia, se hacen pruebas entre las chicas del ballet. Las compañeras sugieren a Marieta (Marujita Díaz), que tiene un gran talento, pero es algo tímida. Para resolver el problema de liquidez, surge la figura de la marquesa de Monte Florido, que es en realidad, doña Clara (Guadalupe Muñoz Sampedro), tía de Marieta, pero a quien Felipe anuncia como el nuevo empresario a los acreedores, para aplacar sus ansias recaudatorias. La confusión se debe a que doña Clara trabaja de ama de llaves en casa de la marquesa y se desplaza en su coche y con su chófer. Al preguntar Felipe por el propietario del automóvil que se ha detenido ante el teatro y contestar el conductor del mismo que pertenece a la marquesa, Felipe toma a la ama de llaves por su señora, quien, en realidad, se halla ausente por una quincena. Como conviene a los intereses de Marieta, su tía decide mantener la suplantación y hasta complica a un mozo de comedor del palacio de la marquesa (Paquito Cano) para que se haga pasar por conde. El camino hacia el estreno se va desarrollando entre ensayos, embustes y distintos lances que ponen en peligro la superchería, como la intervención de Paulino Castro (Félix Fernández), amigo de la infancia de la marquesa a quien ésta llamaba "Paulete", que la aborda en una "boite" donde, por cierto, terminan bailando un brioso rock que toca el legendario conjunto musical "Los 4 estudiantes". Para complicar más las cosas, en pugna por lograr el puesto de vedette, la teórica suplente (Mara Lasso), trata por todos los medios deshacerse de la competencia de Marieta, tarea para la que cuenta con el apoyo de su "mirlo blanco", un espléndido, como siempre, Antonio Riquelme. Ni que decir tiene que la pizpireta Marieta supera todos los obstáculos y consigue el éxito en el escenario y en el corazón de su adorado don Alberto. La misión de José María Tasso consiste en "La corista" en interpretar a un mozo o tramoyista del teatro en el que trabaja la compañía de revista y tiene, como en él es habitual, misiones meramente auxiliares, aparte de figurar en el número de charlestón "Las botas", sosteniendo la mirada embelesado ante los encantos de Marujita Díaz. En el resto del reparto destaquemos la presencia de Héctor Bianchotti, como el maestro músico de la compañía, y de Julia Pachelo en el rol de la auténtica marquesa de Monte Florido, quien, como suele pasar en esta clase de comedietas, se muestra muy comprensiva a la hora de deshacer su suplantación.
El comienzo de una pareja
Un día de la Semana Santa de 1960, en el café del Hotel Europeo de La Granja, a José Tasso le presentan unos amigos comunes a una joven encantadora. Se trata de Eugenia Vilallonga y Martínez Campos, que cuenta entonces dieciocho tiernos años. Hija mayor de los duques de la Seo de Urgel (título que pertenece realmente a su madre), una familia procedente de la payesía de Llagostera, que incluía un abuelo diputado y conde de Vilallonga, la joven no conoce al actor ni a su flequillo, pues ni siquiera suele ir al cine. Su contacto con las películas se produce en las sesiones privadas que se celebran en un enorme salón en su casa, un palacio en la Castellana, con películas alquiladas y un proyector Revere de 35 mm, de su vieja tía, hermana de su bisabuela. Con preferencia, en lo cinematográfico, por los films de Hitchcock y por el galán hollywoodiense Robert Taylor, Eugenia encuentra atractiva la personalidad de Tasso y el hecho de que sea actor le divierte. Ambos inician una relación, a través de la cual, la joven busca el camino de la libertad.
Los padres de Eugenia recelan de Tasso. Piensan que, con sus antecedentes, ha dado prueba de inconstancia (recordemos que abandonó los estudios de medicina y también varios empleos) y no consideran sus limitados trabajos como actor garantía suficiente para el porvenir de su hija, a la cual, además, ven demasiado joven e inexperta para comprometerse. Así las cosas, se oponen a que la relación prospere, y disponen “maniobras de distracción” con las que conseguir que su hija adquiera una formación más sólida, y, a la vez, se aleje de su novio “el peliculero”. Mientras Tasso se dedica a estudiar en el Instituto de Nuevas Profesiones la carrera de Técnico Publicitario y de Relaciones Públicas, Eugenia es enviada a pasar varios cursos en internados en el extranjero, donde aprende otras lenguas y costumbres y donde conoce gente diversa, pero pese a ello y a que la relación que había establecido con Tasso se regía según normas muy liberales que les permitían relacionarse a ambos con otras personas, se mantiene firme en su convicción de casarse con el actor. La decisión la tenían ya tomada los dos desde 1962 y se trataba, simplemente, de esperar que Eugenia alcance la mayoría de edad.En el vigésimo sexto folio, es momento de detenernos a ver dónde dejamos a José María Tasso. Estamos a punto de estrenar el mes de junio de 1961, y un acontecimiento crucial va a cambiar la suerte profesional (la vida personal de nuestro protagonista ya ha dado ese paso, al haber conocido a la que será madre de sus cinco hijos, Eugenia). Hasta la fecha, en los cuatro años que lleva dedicándose a la interpretación, Tasso ya se ha ganado la confianza de José María Elorrieta, que lo ha empleado reiteradamente en pequeños papeles, lo mismo que José Luis Dibildos. Su compañero y amigo Fernando Fernán-Gómez se ha fijado en él, al igual que sus amigos comunes, Jesús Franco y Manuel Pilares. El prestigioso Rafael Gil también ha descubierto que Tasso es un profesional en el que se puede confiar y que su presencia puede serle útil para contar sus historias. El guionista y pionero de la primitiva televisión española, Manuel Ruiz Castillo Ferrero (Madrid, 1933), ha introducido a José María Tasso en la heroica televisión que se hace en riguroso directo desde el chalet del Paseo de la Habana, donde hace sus programas “Los Tele Rodriguez” o “Las chicas de Pleximar”, “Holmes & Company”, “El detective Martínez”, entre otros, donde tendrá oportunidad de dar vida al personaje de “Tachuela” en programas para el público infantil, imposibles de recuperar y de los que este burgomaestre sólo ha podido encontrar difusas referencias. José María Tasso, en fin, ha sido visto por un público muy numeroso, dada su participación en filmes tremendamente populares, tales como “Los tramposos”, “Aquellos tiempos del cuplé”, “El día de los enamorados”, o la versión “en colorines” de “La casa de la Troya”, pero todavía no ha dispuesto de un papel con la suficiente entidad como para que el público le reconozca, que le permita hacerse verdaderamente popular. Tal situación está a punto de cambiar radicalmente, cuando ese papel llega. Tasso lo conseguirá cuando un extraño trío formado por un productor (Manuel J. Goyanes), un director procedente del terreno de la producción en la extinta CIFESA (Luis Lucia), y una niña en verdad prodigiosa a la que los dos hombres conducían de la mano a velocidad vertiginosa (Pepa Flores, “Marisol”), irrumpan en su horizonte. De la interacción de este triunvirato mágico resultará el acceso a la celebridad eterna de José María Tasso y de su erecto e impertinente flequillo. Un ascenso hacia un estrellato de oropel que, sin embargo, no le llevará a cambiar de vida, efecto que sí, en cambio, logrará su matrimonio con Eugenia, que le llevará a abandonar la profesión. Pero cesemos ya en el relato, porque tales prodigiosos serán el objeto del siguiente capítulo de la historia de José María Tasso, “Tachuela”.
PD: Entre la bibliografía consultada (libros y revistas), quiero destacar por su decisiva importancia como fuente de información, el libro de Carlos Aguilar y Anita Haas "Eugenio Martín. Un autor para todos los géneros" (Colección Retroback. Festival internacional de Cine Clásico de Granada, 2008).
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