Mario Berriatúa, entre la debilidad y la fuerza
Hablando aquí del infortunado Luis Arroyo mencionamos a otro joven galán que también halló un final prematuro para su existencia, Mario Berriatúa. Lo encontramos en un breve pero emotivo papel en “Raza” (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), donde, siendo un muchacho de dieciséis años había de vérselas con la responsabilidad de protagonizar en solitario varios planos de la película, teniendo a su cargo algunas de las más vibrantes líneas del diálogo que hubieron de hilvanar Saénz de Heredia y Antonio Román sobre el delirante argumento del dictador Francisco Franco. Ese joven, que tan tempranamente escuchó la llamada de la vocación actoral nunca pudo dejar de ser joven porque un accidente en la carretera segó su vida un 16 de julio de 1970, contando tan sólo cuarenta y cuatro años de edad. En aquel momento en que, según parece, se durmió al volante de su automóvil, despeñándose como consecuencia de ello, sobre el río Manzanares, Mario Berriatúa apuraba el último suspiro de una vida que le había llevado a protagonizar media docena de películas, participando, sólo en la década de los cincuenta, en más de cuarenta títulos, pasando luego, en los sesenta, a ocuparse de tareas de producción. Una extensa contribución al cine español, en definitiva, concentrada, por desgracia, en un breve espacio de tiempo, apenas veinte años.
Julio Coll, en las páginas de la revista “C7 cine en 7 días”, en su número 488 de fecha 15 de agosto de 1970 dedicaba su artículo a la figura del desaparecido actor y productor, a quien, precisamente, había dirigido en su última película, estrenada aquel mismo año, “El mejor del mundo” y que había colaborado con él, recientemente, en labores de ayudante de dirección de su película “Fuga hasta Valencia”. En el artículo, titulado “Mario Berriatúa, fin”, Julio Coll se hacía eco, asimismo, de las recientes desapariciones de Ana María Noé (a quien Mario conoció en sus tiempos del Teatro Español, a principios de los años cuarenta) y de Luis Mariano (estaba a punto de producirse –¡ay!- la de Soledad Miranda, también en accidente de tránsito), en un texto de tono íntimo y sentido, que se dirige directamente al fallecido actor, y en el que encontramos la siguiente semblanza de nuestro protagonista de hoy: “Fuiste actor, hiciste boxeo, dedicaste tu tiempo a la producción cinematográfica, te inscribiste como ayudante de dirección, fuiste amigo de tus colegas, compañero de tus amigos, gran persona y un muchachote variable y extraño, pero siempre excelente persona.” Algo de esa variable y extraña personalidad, y de esa bondad que se sobreponía a ambas características espera este burgo poder mostrar en la presente entrada dedicada a la memoria de Mario Berriatúa, actor y cineasta.
Mario Berriatúa Sánchez nació un 30 de septiembre de 1925 en Madrid en el seno de una familia de cuyo origen vasco parece dar testimonio inequívoco su apellido. A muy temprana edad (en 1936) tiene ocasión de debutar en el escenario, experimentando, como actor infantil, tan buenas sensaciones, que persevera en el empeño hasta lograr debutar, siendo prácticamente un adolescente, en 1941, en el cine en el film “Primer amor” , de Claudio de la Torre y, el mismo año, en “Raza” de José Luis Sáenz de Heredia. A este director se mantendrá unido en forma de colaboraciones a lo largo de su desarrollo como joven actor, volviendo a ser requerido por él para sus más ambiciosas y logradas empresas, tales como las sucesivas “Mariona Rebull”(1947), “La mies es mucha” y “Las aguas bajan negras” (ambas de 1948) y “Don Juan” (1950). En los nueve años transcurridos desde su primera aparición en “Raza”, hasta su intervención en “Don Juan”, Mario Berriatúa ha dejado definitivamente atrás la infancia y la adolescencia y se ha introducido de manera sobresaliente en el ambiente cinematográfico, como prueba, el hecho de que el año de producción del film adaptación de las hazañas del seductor de Sevilla, Mario Berriatúa ha rodado otras cinco películas. Pero antes de llegar a zambullirse en esta vorágine de celuloides, el joven Berriatúa ha explorado a fondo la interpretación tras formarse tres años en el Conservatorio de Madrid y formar parte de la compañía del Teatro Español, entre 1942 y 1944, bajo la dirección de Cayetano Luca de Tena.
Los años del Español
Pisando el escenario del Teatro Español, Mario Berriatúa, tiene ocasión de forjar su temple de actor bajo la tutela de Cayetano Luca de Tena, participando de los repartos de comedias clásicas, como la de su debut, el 23 de diciembre de 1942, contando tan sólo 17 años, en “María Estuardo”, de Freidrich Schiller, obra en la que tuvo la oportunidad de compartir el escenario diseñado por Sigfrido Burmann con Julia Delgado Caro, José Bruguera, Armando Calvo, José Franco, Félix Navarro, José Villasante y Manuel Kaiser, entre otros. A este drama histórico siguió “Pleito matrimonial del cuerpo y el alma”, una reposición del montaje sobre la obra de Pedro Calderón de la Barca estrenado previamente en los Jardines del Retiro, que levantó el telón del Español el 18 de marzo de 1943, contando con un reparto muy similar al citado previamente. Un mes más tarde, la misma compañía y equipo técnico artístico (que incluye a Manuel Parada como músico y a Emilio Burgos como escenógrafo), estrena “El tríptico de la pasion”, de Nicolás González Ruiz. En el extensísimo plantel, hallamos, añadidos a los detallados más arriba, a Manuel de Juan y a otros muchos, entre los que destacamos la presencia de otro joven prometedor, el futuro galán de éxito cinematográfico Conrado San Martín y al llamado a ser destacado realizador de televisión, Domingo Almendros. A esta glosa evangélica de la Predicación y muerte de Jesucristo, en dos jornadas y quince cuadros siguió “Baile en Capitanía”, de Agustín de Foxá, un espectacular montaje estrenado el 22 de abril de 1944, en el que la lista de actuantes es casi interminable, superior en número las precedentes, donde encontramos, además de los habituales integrantes de la compañía, a Mercedes Prendes, José maría Seoane, Adriano Domínguez, Rosita Yarza (esposa de Seoane), Matilde Muñoz Sampedro, José Cuenca, Carmen Bernardos y un en verdad larguísimo etcétera. También en el Español, la carrera teatral del joven Berriatúa incluye un Shakespeare, la Función de Gala a beneficio de obras asistenciales del Sindicato Nacional del Espectáculo consistente en una representación de Mácbeth que tuvo lugar el 18 de junio de 1943.
Testimonio, en cierto modo, de esta época lo constituye el film “Crimen en el entreacto”, el único que dirigió Cayetano Luca de Tena, en el que Mario Berriatúa tenía un papel destacado y en el que, ambientado en una representación del “Hamlet” en el Teatro Español, donde tantos años había sido director don Cayetano, se narraba un misterioso asesinato el cual el periodista gráfico encarnado por Fernando Rey trataba de aclarar. La película, que pasó sin pena ni gloria, fue rodada en los estudios Ballesteros que se encontraban en franca decadencia, durante las noches por causa de las restricciones eléctricas y se insertaron fragmentos de la representación real, en el Teatro Español, de la obra shakespeariana citada. Lo mejor, según las crónicas, los diálogos de José López Rubio.
Primeras películas (1941-1946)
El debut de Mario Berriatúa en el cine se produjo en la película que dirigió Claudio de la Torre en 1941, “Primer amor”, sobre guión propio escrito en colaboración con Manuel Tamayo que adaptaba un relato de Ivan S. Turgueniev. Se trataba de un melodrama que, protagonizado por la madrileña Rosita Yarza y el luso-hispano (nacido en Angola) Tony D’Algy, se estrenó en Barcelona en el cine Alcázar, el 23 de enero de 1942, y en Madrid, en el Imperial, en marzo del mismo año. Siete días duró en el cartel del cine en que se estrenó esta historia de desamor y reencuentro en la que el adolescente Berriatúa interpretaba el papel de Emilio, el hermano de la protagonista, Gema (Rosita Yarza), que propicia los amoríos de ésta con su galán Dimitri Sanin (Tony D'Algy) en la confitería familiar, resultando decisivo un desmayo que sufre para que se encuentren por vez primera. En "Primer amor", el adolescente Berriatúa aparece acreditado como "Mario Berry" y tenía como compañeros de reparto a varios de los actores con los que trabajaría en el Teatro Español, tales como José Franco, o José María Seoane (quien, por cierto, se casó con la protagonista, Rosita Yarza, a quien conoció durante el rodaje, precisamente, de esta película). Aunque se terminó de rodar más tarde, “Raza”, el film de José Luis Sáenz de Heredia, se estrenó un poco antes que la película de Claudio de la Torre, concretamente, el 5 de enero de 1942 en el Palacio de la Música de Madrid. En ella, Mario Berriatúa hacía el papel de José de Sandoval, el único superviviente de su familia, asesinada por las milicias del bando republicano. A salvo del exterminio por estar ausente al hallarse interno en un colegio, José de Sandoval se presenta en su casa y se encuentra a la FAI instalada sobre las cenizas de su desolado hogar. Los anarquistas, amablemente, ofrecen al chico un carnet, pero éste, poco receptivo, prefiere correr a alistarse en el frente, en el bando rebelde, al que ofrece, además, información de Madrid, de primera mano. Asegura al oficial que le acoge que la capital está llena de rusos, que los ha visto en el hotel Florida, donde trabaja de botones. La actuación de Mario Berriatúa es solvente y, a pesar de ser un trabajo tan primerizo, ya encontramos en él la expresión algo quejumbrosa e insegura que no le dejará nunca. Con los años, el mozo reforzará su cuerpo hasta conseguir un físico poderoso, pero cierta inseguridad interior aflorará siempre a la vista del espectador y será su característica más acusada. Mario Berriatúa rara vez parecerá confiado ni satisfecho. Su mirada clara expresará dudas hasta en los momentos de dicha y, en general, su físico poderoso y su dinamismo no se verán acompañados por una personalidad capaz de dominar las situaciones.
“Raza”, un film oficialmente importante, beneficiado por las máximas prebendas del Régimen (como no podía ser de otro modo, siendo su argumentista el mismísimo dictador), dio paso, en la filmografía de Berriatúa, a películas ínfimas, como las dos dirigidas por Eduardo García Maroto, “¿Por qué vivir tristes?” y “Schottis”, ambas producidas por producciones Ballesteros y rodadas en sus propios estudios en 1942, estrenada la primera en Madrid, en el Palacio de la Música, en abril de ese año y la segunda, en octubre de 1943, en el cine Calatravas. “Por qué vivir tristes”, protagonizada por Mary Santamaría, Raúl Cancio y Mariano Azaña contaba la historia de una familia deprimida formada por un viudo y su prole a los que la llegada de una prima del pueblo les transmitía la alegría de vivir que habían perdido. Esta novedad no agrada al afligido viudo, que devuelve a su lugar de procedencia a la perturbadora moza . Sin embargo, la huella de la pizpireta muchacha perdurará en el renovado ánimo de la familia. El film, que en principio iba a llamarse “Reolina” (una expresión que en Andalucía se emplea para designar a la ruleta de los barquilleros), según lo había concebido el guionista, Ramos de Castro, sufrió el cambio de título y algunas otras variaciones de manos de su director, con el objeto de mejorarlo y, aunque no fue un gran éxito, parece ser que tampoco se trató de un rotundo fracaso. Digamos, como curiosidad, que María Dolores Pradera debutaba en la pantalla en este film, en un papel insignificante, no acreditado, como dependienta de una tienda. Mucho peor todavía debió ser “Schottis”, una película que en principio había de dirigir su guionista y argumentista, Carlos Sierra, cuyo trabajo Eduardo García Maroto debía supervisar, dada su mayor experiencia. Pero el autor de la historia fue despedido en pleno rodaje cuando se presentó en la ventanilla de caja de la productora, pistola en mano, para exigir el cobro de la liquidación del sueldo, que se había retrasado. Ballesteros , con esa energía que gastan los empresarios, pidió a García Maroto que completara el film y esté quedó completamente terminado en forma que no gustó a nadie, empezando por el propio director. La película contaba la folletinesca historia (ambientada en el Madrid de 1845) de un niño llamado “Schottis”, hijo de una cantante y de un malvado borracho que odia al bebé y que trata de asesinar a la madre. La criatura es recogida por unos vagabundos a orillas del Manzanares y más tarde adoptada por una mujer rica. En estas, el niño resulta haber heredado las aficiones canoras de su madre y hace popular entre la alta sociedad su propia canción, que se llama como él. A continuación, es raptado por una especie de “Stromboli” (el de Pinocho) que le obliga a cantar en un circo. Al final, la mujer rica y el hombre al que, en el lecho de muerte la mamá de “Schottis” le había encargado que lo encontrara, se reúnen y rescatan al rorro. En su momento, éste film, que contaba con Rosina Mendía, Luis Durán, Mariano Azaña, Juan Calvo y el niño José Antonio Sánchez Hernández “Toto” en los papeles principales, motivó que se dijera que “Es una pena tener que refutar una película española; pero, en bien del cine patrio, no debían realizarse ciertos films. Este pertenece a ese grupo” Por desgracia, también de tercera categoría (no es una expresión, es literal), también folletinesco y de ambiente musical, y también perfectamente olvidable es la siguiente película en la que intervino Mario Berriatúa, “Retorno”, que dirigió Salvio Valenti en 1944 y que no fue estrenada, sin despertar el menor entusiasmo, hasta julio de 1949 en el cine Pleyel de Madrid. Completando lo que consideramos primera etapa de la carrera de Mario Berriatúa encontramos un film importante, “El doncel de la reina”, que dirigió en 1944 Eusebio Fernández Ardavín sobre argumento guión y diálogos de los hermanos José y Jorge de la Cueva, y que narraba la vida y obras de Hernando de Albornoz, doncel de la reina Isabel la Católica desde la toma de Granada, en 1492. Nos hallamos, por tanto, ante una muestra de lo que se ha dado en llamar “cine de cartón piedra”al que la cinematografía franquista era tan proclive. El papel principal corrió a cargo de Carlos Muñoz, un valor en alza en aquellos años cuya presencia proliferaba por los repartos más afectos al régimen. A su lado, Manuel Luna, Mary Carrillo (como Isabel de Castilla), Nicolás Díaz Perchicot, José Bruguera, Xan das Bolas, Antonio Casas, Manuel Kayser y un amplio reparto en el que a Mario Berriatúa se le reserva el papel menor de Lope. La película, que contó con una ayuda del Sindicato Nacional del Espectáculo de 650.000 suculentas pesetas, se estrenó el 9 de diciembre de 1946 en el muy adecuado marco del cine “Imperial” de Madrid.
La participación de Mario Berriatúa en “Espronceda”, la película que dirigió Fernando Alonso Casares “Fernán”, que se estrenó el 27 de abril de 1945 en el Palacio de la Música de Madrid, en la que se daba cuenta de la agitada vida del poeta romántico (a quien daba vida Armando Calvo) y de sus amores con Teresa Mancha (encarnada por una estelar Amparo Rivelles está acreditada tanto en el libro de Carlos Aguilar y Jaume Genover tantas veces citado aquí, “Las estrellas de nuestro cine”, como en la base de datos IMDB, pero no, en cambio en el Catálogo de películas de Ficción editado por la filmoteca. Como este burgomaestre no ha podido comprobarlo personalmente, se limita a dar cuenta de la posible inclusión (si bien que, en todo caso, en un papel insignificante) en el reparto de “Espronceda”, de Mario Berriatúa.
Rodada en 1946, “Aventuras del capitán Guido” es una cinta de aventuras medievales destinada al consumo infantil y juvenil que protagonizó Mario Berriatúa y que dirigió, Jacinto Goday Prats, sobre un argumento y guión propios y rodada con decorados diseñados por el mismo director. Fue su única película y también la del productor, Fernando Mangrané, lo que da idea del escaso eco que obtuvo su estreno, el cual se produjo con notable retraso sobre el año de producción, pues se verificó en el cine Gran Vía de Barcelona el 23 de abril de 1948 y, casi un año después, el 28 de febrero de 1949, en el Chiky de Madrid. Anecdóticamente, citemos que existen diversas versiones de la ficha artística de este film, la que figura en el Catálogo del cine español recogido por Ángel Luis Hueso para la edición de Cátedra y Filmoteca Española coloca a Armando Calvo en el papel protagónico y a José María Lado en el del villano barón de Miraval, según otras fuentes, es el juvenil y apolíneo Mario Berriatúa quien desempeña este rol, que probablemente representó verdaderamente Manuel Aguilera. En el papel de gracioso Micer Falquet, en el catálogo citado figura Fernando Freire de Andrade, mientras que en IMDB, en lugar análogo encontramos a José Ramón Giner, aunque no se especifica el papel. Afortunadamente, este burgomaestre cuenta con el testimonio de un testigo presencial, el del escritor Juan Gallardo Muñoz, el cual redactó en su momento, para la revista “Junior Films”, una adaptación novelada de la película, con inclusión de fotogramas de la misma, para cuya confección dispuso de un visionado previo para la prensa y hasta entrevistó a su protagonista, que no era otro que Mario Berriatúa. En los papeles femeninos, las ignotas Mercedes Montolís y Amalia Negre.
Trece años de actividad frenética (1947 –1959). Directores afines.
En la filmografía de nuestro protagonista de hoy los títulos comienzan a atropellarse a partir de 1947, cuando interviene en la magnífica “Mariona Rebull”. Hasta el final de la década de los cincuenta no hace sino aumentar en número de films en los que actúa, llegando a hacerlo en media docena de ellos en los años 1958 y 1959. En lo que podríamos llamar el periodo más fructífero de su carrera, Mario Berriatúa continúa con las colaboraciones en films dirigidos por José Luis Sáenz de Heredia, de algún modo, su descubridor en “Raza” (1942) y “Mariona Rebull”(1947), con “Las aguas bajan negras” (1948) y con un cuarto título, el espectacular “Don Juan” (1950). José Luis Sáenz de Heredia Osío (Madrid, 1911-1992) había hecho la guerra en el bando franquista con una convicción que le nacía incluso por línea familiar (era primo de José Antonio y Pilar Primo de Rivera) y como vencedor, disfrutó de las prebendas propias de la victoria, siendo nombrado jefe de producción del Departamento Nacional de Cinematografía en 1939. Caso opuesto es el de Antonio del Amo Algara, quien, nacido el mismo año que su colega en Valdelaguna, Madrid, murió un año antes en la misma ciudad, e hizo la guerra en el bando contrario, como militante del partido comunista, movido, por tanto, por principios diametralmente opuestos. La situación de Antonio del Amo es, al terminar la contienda, el reverso de la de Sáenz de Heredia, es represaliado y puesto en prisión. La amistad de Rafael Gil, que le debe la vida pues una intercesión suya evitó que fuera fusilado, le permite trabajar como guionista para Emisora Films y como ayudante de dirección. Curiosamente, es Antonio del Amo el director que, junto a José Luis Sáenz de Heredia, más cuenta con Mario Berriatúa, pues le incluye en el reparto de “El huésped de las tinieblas” (1948) y le da responsabilidad de protagonismo en “Día tras día” (1951), un rol destacado en “El pequeño ruiseñor” (1956) y una presencia (no acreditada y no confirmada por este burgomaestre) en “Escucha mi canción” (1959). Si Antonio del Amo era un estudioso y un teórico del cine quien, tras publicar en revistas especializadas desde los primeros años treinta, había publicado hasta una “Historia universal del cine” en 1945 y se dedicó a la docencia del arte cinematográfico dando clases en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematograficas primero y en la Escuela Oficial de Cine, Pedro Lazaga (Valls, Tarragona, 1918 – Madrid, 1979) también se inició en el mundo del cine en el terreno de la crítica cinematográfica. Tanto uno como otro, abandonaron sus iniciales planteamientos más arriesgados (especialmente consistentes en el caso de Del Amo) por otros más comerciales, cifrando su suerte al gancho del niño cantor Joselito el director madrileño y al olfato para la taquilla de José Luis Dibildos y Pedro Masó, el tarragonés. De los primeros tiempos de la carrera de Pedro Lazaga es uno de los primeros papeles de protagonista de Mario Berriatúa, en la negra“Hombre acosado” (1952) y el director de Valls volvió a contar con el actor en “Las muchachas de azul” (1958) y en “Luna de verano”(1959). Por su parte, el veterano Luis Marquina Pichot (Barcelona, 1904- Madrid,1980), un hombre artista por genética, hijo único del poeta y dramaturgo Eduardo Marquina y primo, sobrino y tío de músicos y pintores célebres, tuvo a sus órdenes a Mario Berriatúa en “Quema el suelo” (1951), “Alta costura” (1954) y “Las últimas banderas”. Por último, otro director que con nuestro protagonista de hoy tuvo repetidas experiencias profesionales, en el tramo final de su carrera de actor, fue José María Elorrieta de Lacy (Madrid, 1921 - 1974), un modesto artesano que firmó “El hincha” (1957), “Mensajeros de paz” (1957) y “Muchachas de vacaciones” (1958), tres de los títulos de la filmografía de Mario Berriatúa, rodados los tres de manera casi consecutiva sobre guiones escritos en colaboración con José Manuel Iglesias, escritor habitual también de las películas que dirigiera Antonio Del Amo con el niño prodigio Joselito, como protagonista.
Hijo y nieto de grandes actores
Mediatizado en parte por su corta edad, Mario Berriatúa estuvo en trance de verse encasillado en el papel de hijo, habida cuenta de que su personalidad resultaba idónea para encarnar el tipo del “buen hijo” que se veía en la obligación de, por causa del empuje de la vocación, desairar al padre. En tal tesitura se encuentra Berriatúa repetidamente y ejemplo de ello son sus personajes en “Mariona Rebull” (José Luis Sáenz de Heredia, 1947), “La señora de Fátima” (Rafael Gil, 1951), y “El alcalde de Zalamea” (José G. Maesso, 1954).
“Mariona Rebull”, la adaptación de José Luis Sáenz de Heredia de dos de las novelas de Ignacio Agustí (“Mariona Rebull” y “El viudo Ríus”) se estrenó en el cine Gran Vía de Madrid el 14 de abril de 1947 y representó una de los máximos logros jamas alcanzados por la cinematografía española. El film relata las vicisitudes de Joaquín Ríus (excelente José Mariá Seoane aunque no se molesta en simular ningún acento), un industrial catalán del sector textil que antepone el negocio heredado de su padre (el siempre convincente José María Lado) a todo, incluyendo el amor que siente, no obstante ser incapaz de expresarlo, por Mariona Rebull (eficaz Blanca de Silos) en el marco de la convulsa sociedad barcelonesa de finales del siglo XIX y principios del XX. La película, tan excelente por algunas resoluciones visuales, como por el acertado pulso narrativo, mostraba a Mario Berriatúa en el papel de Desiderio, el hijo de Joaquín Ríus, que había heredado el nombre del abuelo materno, el platero a quien encarnaba el sensacional doblador Ricardo Martori. Desiderio Ríus, educado en Londres (donde hace amistad con Darío, hijo del agregado de la embajada española, un personaje anecdótico encarnado por un jovencísimo Adolfo Marsillach), regresa a Barcelona con ideas sobre su futuro que sacuden los cimientos de las convicciones paternas, ya que prefiere dedicarse a las artes plásticas en lugar de continuar con el negocio de la producción de paños. La conclusión del film muestra cómo el joven vuelve al redil y acepta seguir la senda propuesta, camino de la fábrica familiar, para alivio del viudo Rius. En la película destacan las labores interpretativas de Tomás Blanco en el papel de Ernesto Villar, el anterior amante de Mariona Rebull, a quien la desposada por Joaquín Rius no conseguirá olvidar nunca y con el que cometerá adulterio tan inoportunamente que el famoso atentado del Liceo barcelonés dejará sus cadáveres en situación de “flagrante delito”, hasta que el cornudo marido, en una secuencia inolvidable, pone remedio, en evitación del escándalo, al desaguisado. Otra víctima, de una atentado distinto, es el industrial señor Llopis, interpretado por Rafael Bardem, un personaje incidental que sirve para explicar cuáles son las verdaderas prioridades en la vida de Joaquín Rius, es decir: los negocios. Emocionantísimo y entrañable, Alberto Romea encarna al contable señor Llobet, entregado a la causa de la empresa Rius desde sus inicios, hasta el punto de dar la vida por salvar de una emboscada a su jefe, Joaquín Rius. Como Arturo, hijo del contable y, a su vez, ayudante del cajero, Carlos Muñoz tiene ocasión de poner a prueba la comprensión del empresario al cometer un desfalco del que será absuelto y el resto del metraje aprovecha para dejar patente en todo momento su más abnegada lealtad a la fábrica de los Ríus. Otro empleado leal es el operario señor Roig, encarnado por un muy incipiente Fernando Sancho, pendiente de encontrar su correspondiente tipología característica. Al rencoroso cajero, señor Pàmies, que hacia el final de la acción enloquece y trata de terminar con la vida de Joaquín Ríus, lo incorporaba un inquietante Manrique Gil. En el papel de la seductora y atrayente Lula, una jovencísima y suculenta (para quienes gusten del dulce, especialmente) Sarita Montiel que cumple la función de reverdecer alguna fibra sensible en el yermo corazón del industrial protagonista.
De “la señora de Fátima” hablamos algo con motivo de la entrada dedicada a Félix Fernández y tuvimos que volver a referirnos a ella con ocasión de las entradas dedicadas a Camino Garrigó y a Antonio Riquelme. Esta es, por tanto, la cuarta vez que comparece en este weblog la película de Aspa Films dirigida por Rafael Gil que cuenta las apariciones de la Virgen María a unos pastorcillos en Fátima. Y podría salir aún muchas veces, porque el reparto del film es inmejorable. Mario Berriatúa, en su rol de hijo que siente la necesidad de apartarse de la sombra proyectada por el padre, encarna en el film a Manuel Abóbora, quien abandona el hogar paterno para alistarse a filas, cambiando el agro por el ejercicio de las armas. Esta decisión le lleva a protagonizar emocionantes despedidas de su madre, María Rosa (Antonia Plana) y de su hermana Lucía(Inés de Orsini con la voz de Lucita García Luengo), y una sentida reconciliación con su hosco y taciturno padre, Antonio Abóbora (un José María Lado que, curiosamente, había sido su abuelo en “Mariona Rebull”, aunque sus personajes no llegaban a conocerse porque el abuelo moría siendo el nieto aún bebé).
Identicas intenciones que el joven campesino portugués de principios del siglo XX tiene Juan, el imberbe campesino castellano de comienzos del XVII al que incorpora Mario Berriatúa en la adaptación de la obra de don Pedro Calderón de la Barca, “El alcalde de Zalamea”, para disgusto de su padre, Pedro Crespo, encarnado por Manuel Luna en una caracterización contenida y medida, ajena a efectistas excesos. Juan quiere dejar la casa solariega de su honorable progenitor para unirse a los tercios del rey, que pasan entonces por la aldea, fascinado por la milicia representada por el capitán don Álvaro (Alfredo Mayo), su asistente, Rebolledo (el asiduo del Teatro Español, Alberto Bové) y el general maestre de campo, Don Lope de Figueroa (el a menudo áspero José Marco Davó). El brillo de las trompetas resulta oropel, pues se esconden bajos instintos tras él, los cuales le cuestan la honra a su querida hermana Isabel (una bellísima Isabel de Pomés). Resulta curioso que la acrisolada heroicidad del militar Alfredo Mayo de “Raza” (donde ya coincidió con Berriatúa) se vea trece años después, así mancillada, personificando a un individuo indigno de la responsabilidad de representar a la patria con la espada, por culpa de sus apetitos carnales. En defensa del honor familiar, Mario Berriatúa, que en esos trece años ha pasado de ser un alfeñique a convertirse en un recio mocetón galopa gallardamente (en otra exhibición de destreza hípica) abandonando el campamento de las tropas reales para pararle los pies (y lo demás) al desbocado Don Álvaro. Tras el atropello a Isabel y el revolcón (esta vez pugilístico) con Juan, Don Álvaro tiene la honra como un trapo y además, una herida inciso punzante en el hombro derecho. Pero lo peor para él llega cuando el recién nombrado alcalde de Zalamea de la Serena toma cartas en el asunto y , desafiando la autoridad del rey (de Fernando Rey, para ser precisos), condena a muerte al bravío capitán. Completando el reparto, la magnífica María Fernanda d’Ocón corría con la tarea de hacerse cargo del papel de Inés, prima de Isabel y Juan, mientras que José Orjas, otro excelente actor de teatro, hacía el papel episódico y cómico del hidalgo don Mendo, secundado por su criado Nuño (Casimiro Hortas). Juan Vázquez, por su parte, encarnaba un personaje incidental, un mercader ambulante y Antonio Moreno, en una escena de grupo, era un mero figurante en esta película torpemente rodada por José G. Maesso, repleta, por cierto, de muy curiosos primerísimos planos que, si bien no aportaban nada a la tensión dramática de la acción, sí que nos sirven hoy para ver, con gran detalle, los rostros de José Marco Davó o de Manuel Luna, espectáculos puros, a fin de cuentas, del arte interpretativo.
Las muchas muertes de Mario
Si bien el antedicho accidente automovilístico acaecido en julio de 1970 supuso el final de la existencia de Mario Berriatúa, no era esa, con ser la definitiva, la única vez que el actor moriría. La muerte acechó frecuentemente a Mario Berriatúa en la pantalla, dándole alcance, en forma violenta, muchas veces. Ya en su película de debut, "Primer amor" (1941), su personaje muere heroicamente en batalla, durante las guerras de unificación de Italia, combatiendo contra los austríacos, allá por 1848. En “Balarrasa” (1950), la primera película de la productora “Aspa Films”, que dirigió José Antonio Nieves Conde sobre guión de Vicente Escrivá, Berriatúa representa uno de esos papeles cortos en extensión, pero de fundamental importancia, que menudean en su filmografía, como el suboficial Joaquín Hernández Gil , que se apuesta una guardia al juego de las siete y media con el protagonista, Javier Mendoza “Balarrasa” (Fernando Fernán Gómez). Resultando perdedor en el envite, como consecuencia de las trampas del pillo Balarrasa, el inocente muere alcanzado por el disparo de un francotirador del bando republicano asumiendo así el destino que estaba en principio deparado a su compañero de armas. Tal circunstancia provocará el giro diametral en la vida del protagonista, quien, inspirado por lo que toma como una señal de los designios divinos, ingresará en un seminario (en el que es el rector un “doblado” Manuel de Juan) y se ordenará sacerdote, resolviendo, de paso, los problemas morales de su familia, los Mendoza, familia formada por un padre jugador (Jesús Tordesillas), dos hermanas en edad “peligrosa”, Lina (Dina Stein) y Mayte (María Rosa Salgado), un hermano (Luis Prendes) mezclado con delincuentes (Eduardo Fajardo y Gerard Tichy), rompiendo simultáneamente con su vida crapulosa, representada por el inocente“Club Alpino” del que son miembros, entre otros, José Bódalo y José Riesgo, y ofreciendo cristiano consuelo a su antigua novia, personaje encarnado por Maruchi Fresno. También tiroteado e igualmente durante el transcurso de la Guerra Civil, resulta en “La paz empieza nunca” (León Klimovsky,1960), film que comentamos en este weblog con motivo de la entrada dedicada a José Sepúlveda, donde incorpora el personaje de Jorge, uno de los activistas de la falange compañero de López, el protagonista (Adolfo Marsillach). La secuencia del acoso y final ejecución de Jorge, por las terrazas de Madrid, es de lo más memorable del film y, como en el caso de la cinta anteriormente comentada, se produce también en la parte inicial de la acción. En el Madrid de la confrontación bélica, los miembros de las células falangistas viven los inconvenientes de estar inmersos en territorio enemigo. Así, Jorge es advertido de que han ido a buscarle a su domicilio y de que su madre, ante la intromisión, ha sufrido algún tipo de colapso nervioso que ha hecho necesario su ingreso hospitalario. El joven decide acudir a verla, encontrándose entonces con un recibimiento poco amistoso. Un nutrido grupo de milicianos le están esperando. Emprende la fuga a pie por las terrazas y consigue burlarlos hasta ocultarse en el interior de la torre de un reloj. Allí pasa horas de tensa espera aguardando la oportunidad de escapar, pero su esperanza se revela vana pues es descubierto y denunciado por el encargado de darle cuerda al reloj. Atrapado sin esperanzas, Jorge es traidoramente acribillado por decenas de fusileros, en un postrer gesto fatalista, lleno de dramatismo, cuando, poniéndose las manos en los bolsillos, sale a campo descubierto a ser ejecutado.
También en los primeros minutos del metraje, a Mario Berriatúa lo despachan, de un tiro en el cuello, en “Sonatas” (1959), la adaptación de las aventuras valleinclanescas del Marqués de Bradomín que dirigió Juan Antonio Bardem. En el film, compone el personaje (poco definido, prácticamente, “de bulto”) de “El Rubio”, uno de los miembros de la partida de guerrilleros del capitán Casares (Fernando Rey), grupo heterogéneo (estudiantes, campesinos, restos de las tropas reales que sirvieron a las órdenes del general Quiroga) que combate contra los desmanes de la Junta de Purificación de Galicia, comandada por el Conde De Brandeso (un pérfido y diabólico Carlos Casaravilla, como siempre, idóneo para la maldad). En la partida hallamos, como lugarteniente de Casares, al teniente Andrade (un Manuel Alejandre escasamente convincente) que trata de ejecutar por las bravas al marqués Javier de Bradomín cuando iba a apoderarse de las botas del ahorcado Euxenio Neira, un leal a la causa de los guerrilleros. El minúsculo papel de Berriatúa, que ni siquiera muere ante la cámara, sino que su caída es relatada apresuradamente por un compañero, brinda a nuestro protagonista la oportunidad de lucir sus dotes de jinete, una de sus muchas habilidades atléticas.
En el mismo 1959 se rodó la coproducción hispano-italio- alemana, “Los últimos días de Pompeya”, film dirigido por Mario Bonnard (auxiliado por tres ayudantes que luego tendrían su propia carrera estelar como directores, Sergio Leone, Sergio Corbucci y Ducio Tessari) el que volvemos a encontrar a Mario Berriatúa montando a caballo y muriendo violentamente, una vez más, víctima de la traición. Incorpora en él al personaje del pretor Marco, con el auxilio del excelente doblador Manuel Cano (la voz habitual de Yul Brynner), que le presta la voz. El pretor Marco es amigo del tribuno Glauco (Steve Reeves, con la voz de Rafael Navarro) y con el auxilio de sus compañeros de armas Cayo (Mario Morales con la voz de otro Mario, Beut) y Helios (Ángel Ortiz hablando con la voz de Arsenio Corsellas) y del civil Antonino (Ángel Aranda, doblado a su vez por Miguel Ángel Valdivieso) trata de ayudarle a descubrir quien está detrás del exterminio de su familia. Da con una pista que le lleva a perseguir a uno de los sicarios que, encapuchados, habían participado de la masacre (Antonio Casas), sólo para ser sorprendido y asesinado, con una cruz atravesándole el pecho, como señal incriminatoria que los secuaces de perverso sacerdote de Isis Arbaces (Fernando Rey) emplean para culpar a los cristianos. El film contiene también el augusto asesinato del tirano Ascar (Guillermo Marín, con la voz de José María Oviés), engañado también por el maligno sacerdote, multitud de combates, y la consabida y no poco espectacular erupción del Vesubio, aparte de las bellezas de Cristina Kaufman, Barbara Carroll y Anne Marie Baumann (dobladas respectivamente por Elvira Jofre, María Luisa Solá y María Victoria Durá) que equilibran mínimamente la exhibición de bíceps del señor Reeves en particular y de rodillas masculinas en general.
¡Aquí llega el novio!
La juvenil apostura de Mario Berriatúa forzoso es que, incluso en una cinematografía tan pacata como la española del franquismo, llevara aparejada las relaciones erótico-sentimentales que se han dado en llamar noviazgo. El rol de aspirante al amor de una hermosa muchacha cuadraba perfectamente a las características del dinámico actor, que tenía, además, la cualidad (oportuna para la época) de no teñir de excesiva lascivia sus requerimientos. Esta afirmación queda respaldada por sus idóneas prestaciones demostradas en “Cuentos de la Alhambra” (Florian rey, 1950), “Alta costura” (1954, Luis Marquina) y “Calabuch” (1956, Luis García Berlanga), por citar algunos ejemplos.
El estreno de “Cuentos de la Alhambra” se verificó el 24 de agosto de 1950, en los cines Pompeya y Palace de Madrid. Se trata de una de las películas que marcaron la decadencia artística de su director, el otrora exitoso y prestigioso Florián Rey, del que algo dijimos aquí cuando nos referimos a él en la entrada dedicada a José Sepúlveda. Utilizando como excusa textos del libro homónimo de Washintong Irving (con la apariencia de Aníbal Vela, en el film), la película disfruta de la belleza fresca y espectacular de Carmen Sevilla como Mariquilla, del innegable talento cómico de Pepe Isbert (como el rijoso don Cosme, el escribano) y de las eficaces presencias de Nicolás D. Perchicot y Juan Vázquez, que personifican respectivamente al gobernador militar de la Alhambra y al corregidor de Granada, rivales políticos. En medio de esta disputa por el poder administrativo y por los favores de la hermosísima y pizpireta joven, Mario Berriatúa es el apolíneo soldado Juan Lucas, miembro de la guarnición de la Alhambra que realmente se lleva el (delicioso) gato al agua. La película, con sus complicaciones delictivas (en forma del bandolero “Varguitas”, con quien es confundido el héroe Juan Lucas cuando se ve obligado a desertar de la guarnición de la Alhambra, y del contrabandista “Tío Pichón”, el padre de la protagonista, interpretado por Casimiro Hurtado, y del ventero de “La Venta del Colorín”, en la piel de Manuel Arbó) y sus personajes cómicos episódicos, como el mozo al que da vida Paquito Cano, transcurre sin brillantez ni excesivo tino, pero consigue hacerse ver por efecto de la mera acumulación de incidentes.
El tipo paradigmático de novio formal, trabajador y responsable lo da a la perfección Mario Berriatúa (señalemos que algo pasado de peso, en esta ocasión) en la producción Cifesa “Alta costura” (Luis Marquina, 1954), film del que ya hablamos en la entrada dedicada a José Sepúlveda en el cual da vida a Carlos, un joven que ha terminado recientemente la carrera de ingeniero, con modestas pero honestas aspiraciones, emparejado con Pituca, la modelo menos destacada, prácticamente una suplente en la casa de modas de Amaro López, en la que se desarrolla la acción, que aparece en principio deslumbrada por el lujo de los pretendientes de otras colegas, pero que termina convencida de la solidez que representa la sana y razonable ambición de su actual novio. La actriz que se hace cargo del papel, Mónica Pastrana, ya había coincidido con Mario Berriatúa en “Balarrasa”, y ambos vuelven a actuar juntos en “¡Aquí hay petróleo!” (Rafael J. Salvia, 1956), film del que hablaremos en el siguiente epígrafe.
Uno de los títulos de más reconocido prestigio de la filmografía de Mario Berriatúa lo constituye el film que dirigió Luis García Berlanga para Cifesa, en el que trasladaba a un pueblo levantino una historia de Leonardo Martín, película inolvidable en la que, por poner algún reparo, encontramos un evidente conformismo en esta nueva confrontación de la realidad pueblerina española con la misteriosa influencia del mundo moderno occidental, personificado en el científico Hamilton (Edmund Gwen). La película, que contiene elementos inolvidables, como el personaje de Cocherito, el torero ambulante que lleva en un remolque a “Bocanegra”, su propio toro de lidia para sus faenas, al que da vida de manera excepcional e irrepetible José Luis Ozores; o como el farero don Ramón, interpretado por el gran José Isbert, enzarzado siempre en reñidas partidas de ajedrez con el cura del pueblo, don Félix (el inmenso Félix Fernández) fue realizada en régimen de coproducción con Italia y rodada en Peñíscola, con las estrellas internacionales (además del citado Edmund Gwen, espléndido a pesar de las complicaciones propias de su avanzada edad) Valentina Cortese para el papel de la maestra y Franco Fabrizi como el vago proyeccionista y trompetista“El langosta” (un actor, por cierto, que dejó un pésimo recuerdo en Berlanga, por su irresponsable falta de profesionalidad, traducida en un “exceso de pluma”). Mario Berriatúa encarnaba en ella el papel de Juan, el pretendiente de Teresa (María Vico) la hija de Matías, el jefe del puesto de la guardia civil (al que llaman carabinero, por cuestiones poco claras o muy evidentes) interpretado por Juan Calvo. La película, con su tono tierno y simpático buscaba la complacencia de un amplio sector del público y quizá hoy resulte algo dulzona para los degustadores del cine berlanguiano, pero es incuestionable que si, a los valores autorales y actorales previos sumamos, además, la aportación de Nicolás Díaz Perchicot en el papel de Andrés, el viejo pirotécnico del pueblo y a Manuel Alexandre en el de Vicente, el pintor de rótulos (aunque actúe doblado por Víctor Orallo), obtenemos una suma de talento apabullante.
Con un toque foráneo
Sus ojos claros y su tono de cabello tirando a rubio le sirvieron a Mario Berriatúa para dar en pantalla el tipo de extranjero en más de una ocasión. Así, por ejemplo, en “Luna de verano”, rodada en 1958 y estrenada el 12 de enero de 1959 en los cines Pompeya, Palace y Gayarre de Madrid, una de las primeras producciones del sello de José Luis Dibildos, que dirigiera Pedro Lazaga según un guión del productor escrito en colaboración con Jesús Franco, Mario Berriatúa incorpora el papel de Pat, uno de los alumnos del Instituto Internacional de San Sebastián donde imparte sus clases Juan (Fernando Fernán Gómez), una especie de culto hidalgo moderno de quien se enamoran dos espectaculares turistas francesas, Monique (Analía Gadé) y Laura Valenzuela (Colette). Completando el cuarteto estelar, hay que destacar a Tony Leblanc en su rol arquetípico de “espabilado” como Miguel. El papel de nuestro protagonista de hoy, bastante deslucido, le presenta como un tipo obviamente descerebrado, poseedor de un ridículo acento (con la voz prestada por Rafael de Penagos, que emplea su registro cómico, a lo “señor Roper”) y bueno sólo para gastar bromas en comandita con su compadre Tim (un muy desconocido Arturo Belzunce). Cuando trata de retener a Juan hasta que surta efecto una de sus bromas (ha enviado citas simultáneas en su nombre a las veinticuatro alumnas del curso), Pat pronuncia una de las frases más felices de la película: “No quisiera marcharme a mi país sin saber lo que es un serventesio”. Poca más enjundia tiene su papel en “¡Aquí hay petróleo!” (1955, Rafael J. Salvia), cinta que ya mencionamos en este weblog a propósito de la entrada dedicada a José Sepúlveda y en la que se narra la anécdota de un pueblo de la España mesetaria en el que su aletargada vida se ve sacudida por la llegada de un grupo de americanos que realizan prospecciones petrolíferas. Formando parte de la expedición, el atlético John Murphy (“a quien llamamos Texas”, aseguran sus compañeros) no es otro que Mario Berriatúa, luciendo bigote y una camiseta similar a la que Marlon Brando usaba en “Un tranvía llamado deseo” (Elia Kazan, 1951). Como “Texas”, Berriatúa tiene un papel con escaso diálogo, más propenso a la acción que a la palabra. Es el conductor del “jeep” y le vemos jugar al béisbol, tratar de beber agua de un botijo, con nulo éxito (se pone a soplar por el pitorro gordo), y a aporrear hasta destrozarla una pianola que funciona mal. Con él viajan el ingeniero Charles D. Wilkinsthorp (Ramón Elías), Virginia Caufield (Rosita Palomar) y la secretaria, Jane Smith (Mónica Pastrana, una vieja amiga desde “Balarrasa” y “Alta costura”). En el pueblo, Castilviejo, Zoilo Mendoza de Montesinos (Manolo Morán) es un golfo y un vago que debe dinero a todo el mundo, que está casado con Soledad (Josefina Serratosa) y que ve que su suerte puede cambiar cuando los americanos creen haber hallado indicios de un yacimiento de petróleo en su propiedad. Sus acreedores, con Don Timo (teo) a la cabeza (el siempre brillante Antonio Riquelme) son aleccionados y estimulados por Don Fausto (Félix Fernández) para tratar de explotar por su propia cuenta las riquezas que el subsuelo de Castilviejo parece atesorar. Finalmente, estas directrices resultan ser una estratagema del hastiado Don Fausto para hacer prosperar, por vía del esfuerzo, al pueblo, que se hallaba anclado en la pobreza por culpa de la desidia de sus habitantes, obteniendo como premio a su iniciativa el hallazgo del acuífero que tanta falta hacía, desde hacía décadas y que, más que el canto de sirenas de volubles riquezas petrolíferas, traerá la sana prosperidad a todos los habitantes de Castilviejo. La película, que participa claramente del espíritu de crítica amable fundado por “¡Bienvenido mr. Marshall!” (Luis G. Berlanga, 1953), cuenta con un humor agradable sólidamente basado en el oficio de sus cómicos participantes, entre los que no queremos omitir la actuación del omnipresente Xan Das Bolas, como Baldomero, y se estrenó el 12 de enero de 1956 en los cines Astoria y Cristina de Barcelona y en mayo del mismo año en el Capitol de Madrid.
Cuatro estampas matritenses con Mario dentro
De la cinematografía española del franquismo puede afirmarse que, en líneas generales, participó del mismo centralismo que caracterizaba la política del régimen. La constante presencia de la ciudad de Madrid y de las circunstancias vitales de sus habitantes ha quedado machaconamente inmortalizada en innumerables títulos de la producción hispana, especialmente, en los films de intención más popular, haciendo creer, al espectador medio, que la acción de una película española es inconcebible que pueda desarrollarse en lugar distinto de la capital del Reino. Sea por esta razón, o por pura casualidad, una filmografía como la de Mario Berriatúa, intensa en actividad, pero no excesivamente prolongada en el tiempo, contiene, cuando menos, tres estampas de la ciudad de Madrid. La primera, estrenada en los cines Pompeya y Palace de Madrid el 23 de marzo de 1950, reunía por primera vez a Mario Berriatúa con Carmen Sevilla (volverían a verse muy pronto, en “Cuentos de la Alhambra”) en calidad de hermanos, como Manolo y Mari Pepa en esta adaptación muy libre de la popularísima zarzuela del maestro Ruperto Chapí (con libreto de Carlos Fernández Shaw y José López Silva). Gracias al guión de Guillermo Fernández Shaw y Francisco Ramos de Castro, precisamente, que introdujeron importantes añadidos al libreto original, Mario Berriatúa accedió al papel de Manolo, el hermano de la protagonista Mari Pepa, con quien convive en compañía de su tía Josefa (María Brú) y a quien la lleva a mal traer por sus malos pasos, que le conducen a “afanar” todo lo que se le pone por delante. Precisamente, por tapar sus robos, Mari Pepa se ve en la tesitura de renunciar al honesto amor de su Felipe “de su vida” para entregarse al taimado don Leo (un siempre canallesco Tomás Blanco en un papel también añadido a la zarzuela original que repetirá en la versión que el mismo director rodará doce años después), que la chantajea con denunciar al díscolo hermano. Ni que decir tiene que todo termina como es debido y que el amor de Felipe y Mari Pepa se impone sobre todas las dificultades y el arrepentido y descarriado Manolo acepta el castigo que le corresponde en la confianza de un futuro mejor. De la película previa ya habíamos hablado algo con ocasión de la entrada dedicada a Antonio Riquelme, un madrileño de pura cepa cuya presencia no en vano solía menudear en todo film ambientado en El Foro que se preciara. Así, en “Historias de Madrid” (Ramón Comas, 1957), como ya vimos en su día, el flaco y genial actor tiene un papel destacado como Don Sergio en esta crónica de los apuros de los habitantes del inmueble del número 7 de la calle General Mendieta, amenazados con el desahucio por el desalmado casero interpretado por Mariano Azaña. A Mario Berriatúa se le reserva un papel escasamente relevante como un pretendiente de la guapa Lycia Calderón, a quien lleva a pasar un día de campo al río y a la que deja escapar a las primeras de cambio, para desesperación del más perseverante Tony Leblanc que va siguiendo los pasos de la bella.
También una estampa de Madrid aunque mucho más actualizada (el color y el cinemascope ayudan mucho a dar esa impresión) es “Muchachas de azul” (Pedro Lazaga, 1957), otra producción “Ágata Films” en la que las protagonistas son las guapas dependientas de los almacenes Galerías Preciados de la capital. Con el mismo director y la misma pareja protagonista que en “Luna de verano”, en esta ocasión, José Luis Dibildos se alía en la escritura del guión con Noel Clarasó, lo que permite un tono humorístico diferente al del film comentado anteriormente, quizá más elegante y también más conservador. La ausencia de la que acabaría siendo esposa del productor, Laura Valenzuela, aún por llegar a la “órbita Diblidos”, se compensa con un reparto mucho más extenso, donde no faltan chicas guapas, como Lycia Calderón y Vicky Lagos, además de Lucía Prado, y donde el papel de “gracioso” de Tony Leblanc está reforzado con otros personajes de actores cómicos en alza, tales como Antonio Ozores y José Luis López Vázquez. Se trata, en definitiva, de una comedia del desarrollismo de protagonismo coral, un subgénero que cosechó un predicamento indiscutible en torno al final de la década de los cincuenta. Básicamente, la película cuenta las estrategias de Ana (Analía Gadé), Olga (Vicky Lagos), Lolita (Lycia Calderón) y Pilar (Lucía Prado) para atrapar el marido que les proporcione el soñado futuro hogar propio. La primera se propone “cazar” a Juan (Fernando Fernán Gómez), un tipo despistado e inocentón al que pervierte y advierte su amigo Álvaro (José Luis López Vázquez), para lo que debe ocultar su condición de hija de Doña Clara (Ena Sedeño) una patrona de una pensión en la que vive un trouppe de un circo, enanos incluidos (y dos payasos a los que dan vida Ángel Álvarez y José María Gavilán). Por su parte, la escultural Olga está obsesionada con pescar a un novio con coche. Deslumbrada por los motores de explosión, a veces cae en errores como el que representa Jesús Puente en la película, un aprovechado hombre casado a quien la patosa intervención de un espontáneo (Juan Cazalilla) deja al descubierto. La chica, que ayuda a su padre, un portero de finca urbana interpretado por Erasmo Pascual, a criar a cuatro hermanitos, consigue ganarse los favores del taxista Pepe (Tony Leblanc) tras mucho hacerse valer y demostrar que puede hacer una buena paella. Lolita, por el sistema de dejarse ver sin hacer mucho ruido, consigue encandilar a Julio, un estudiante de medicina (Antonio Ozores) que realmente estaba interesado por la más espectacular Olga. Por último, ocupando el lugar más anecdótico de las cuatro protagonistas femeninas, está Pilar, que prepara con Carlos (Leo Anchóriz) un concurso sobre los Reyes Godos, creyendo que esto ilusiona al joven, tan sólo para descubrir ambos que se han enamorado mientras repasaban la famosa lista de monarcas medievales. El poco lucido papel de Mario Berriatúa es el de Jaime, un compañero de facultad de Julio a quien éste pide que le acompañe para salir con Olga y Lolita, adjudicándole esta última. No obstante, Jaime, que no es del todo tonto, impone su superior asertividad para hacerle la corte a la despampanante Olga, con la que consigue girar un par de bailes e incluso está a punto de pasar a algo más en el asiento de atrás de un taxi, pero con tan mala fortuna que el conductor resulta ser Pepe, quien le para los pies y le hace bajarse del taxi y de la película, llamándole “Cara de gato” y advirtiéndole que “no le toque, que tocando es más caro”. También le dice algo que debió sonarle familiar a Mario Berriatúa, “Mi coche no es el Teatro Español para que me haga el Tenorio”. En papeles episódicos, destaquemos la presencia de Francisco Bernal, el omnipresente secundario de larga cara que hace el papel de Eusebio Chacón, un paleto quien, de compras en la ciudad con su mujer, María, se pierde en la inmensidad de Galerías Preciados, y la poco habitual del medio cinematográfico, la excelente actriz Luisa Sala como Balbina, la criada en la pensión de Doña Clara.
Más que una estampa de Madrid, a pesar de transcurrir su acción en el famoso barrio del Rastro de la capital española, “Día tras día” (Antonio del Amo,1951) ha quedado como una de las primerísimas (y escasas) muestras de cine español bajo el franquismo con inquietudes neorrealistas inequívocas. Estrenada no por casualidad el mismo año que “Surcos” (José Antonio Nieves Conde), comparte con ella, además, la presencia en su reparto de una debutante Marisa de Leza, una actriz que suponía, en sí misma, una renovación de la figura de la mujer en el cine español en relación al tipo de protagonista femenina imperante en el cine “del Imperio”, mucho más cercana, más real. Estrenada el 17 de octubre de 1951 en los cines Pompeya y Palace de Madrid, “Día tras día” tenía como protagonista a Mario Berriatúa en esta historia que trataba de las dificultades ciertas que ofrecía la supervivencia por el camino recto de la juventud en tiempos difíciles. El gran Manolo Zarzo debutó en ella.
Mario , el “Sportman”
Ya habían coincidido en “Neutralidad” (Eusebio Fernández Ardavín, 1949), donde Gérard Tichy iniciaba su carrera y Mario Berriatúa hacía un pequeño papel como “agregado”, volvieron a encontrarse en el reparto de “Hombre acosado” (Pedro Lazaga, 1952), aunque sus personajes no se encontraban en la acción, y compartieron plano en “Aquellos tiempos del cuplé” (Mateo Cano, José Luis Merino, 1958). En esta película, llena de “cameos” al estilo de “La vuelta al mundo en 80 días“ (Michael Anderson, 1956), Mario Berriatúa sólo intervenía en calidad de hombre deportista, al limitarse, en el papel de Alberto, a efectuar una exhibición de boxeo en la que tenía como oponente a Camilo (Ángel Jordán), un aspirante a los favores de la protagonista Lilian de Celis. El combate, que Mario Berriatúa escenifica con cierto sentido de la comicidad autoparódico, supone una paliza ya que Camilo no puede defenderse bajo amenazas de la mujer que lo mantiene (Amelia de la Torre) de arruinarle, al enterarse de que el ganador obtendrá un beso de la dama de honor del evento, la guapa cantante a la que encarna Lilian de Celis. Al final del episodio, en la mejor tradición del cine cómico y de los dibujos animados, el forzudo Alberto se derrite ridículamente al ser besado por la bella. Este aspecto de hombre de acción, aficionado al deporte está presente en gran parte de la filmografía de Mario Berriatúa, al que hemos visto montar a caballo en “Sonatas”, en "Los últimos días de Pompeya" y en “El alcalde de Zalamea”, practicar la esgrima con gracia pero sin suerte en “Don Juan”, jugar a bolos en “Muchachas de azul” y al béisbol en “¡Aquí hay petróleo!”, además de zambullirse con soltura y nadar en “Historias de Madrid” Culminando este particular decatlón, Mario Berriatúa, en su última película como actor fue entrenador de atletas en “El mejor del mundo” (Julio Coll, 1970).
El estreno de “El mejor del mundo” se produjo en Madrid en el cine Albéniz, un 17 de julio de 1970, un día después del fatal accidente que le costó la vida a Mario Berriatúa. Con el director de la cinta, Julio Coll, el infortunado actor había colaborado también, en otro título rodado a continuación del anterior, “Persecución hasta Valencia”, en calidad de ayudante de dirección. Cuenta “El mejor del mundo” una de esas historias típicas del renovado existencialismo de los años sesenta en las que el protagonista está obsesionado con algo que, finalmente, no se produce, dejando al espectador la sensación de que la vida es un tango. Viéndola es imposible no acordarse de “La soledad del corredor de fondo” (Tony Richardson, 1962), otra película en la que otro flaco protagonista se pasa el film corriendo y que también termina de un modo similar. En la película de Julio Coll, que aprovechó la actualidad de las recientes olimpiadas de México insertando algunas imágenes documentales del evento en su ficción cinematográfica, el protagonista, José Alcalá, un técnico instalador de televisiones y antenas (Tony Isbert), siente la necesidad de correr todo el tiempo, lo que le lleva, a través de la mediación de Paco Vélez, un periodista deportivo (José Suárez), a ser fichado para competir en la prueba del maratón con la selección nacional de atletismo en las Olimpiadas. Una lesión cardíaca le aparta del equipo sin poder demostrar que es “el mejor del mundo”, pero, no obstante, corre la prueba en solitario, sólo para probarse a sí mismo y conseguir, de paso, la admiración de su padre (José Bódalo), al cual siente haber decepcionado en una trivial anécdota de la infancia que resultó traumática. Lo cierto es que la película no convence en ningún aspecto (empezando por un protagonista que parece directamente tonto la mayor parte del tiempo) y fracasa en su intento de conmover al espectador y hasta en el de entretenerle. Mario Berriatúa se limita a gritar “¡Hop!” y a manejar su cronómetro en su papel de (casualmente) Mario, el entrenador de los corredores, con lo que forma parte de la pléyade de personajes que asumen el rol paterno del protagonista: además de él, que le enseña a correr adecuadamente y vela por su integridad física y por el perfeccionamiento de su técnica (tratando de inculcarle un poco de sensatez en su alocada manera de trotar por el “tartán”), está el padre “auténtico”, un ferroviario viudo en trance de jubilarse, encarnado por José Bódalo, el “descubridor” periodista deportivo que hace José Suárez, el seleccionador nacional de atletismo, con la fisonomía de Jesús Puente, el jefe laboral, un siempre enérgico Agustín González y el médico que le trata de la lesión cardíaca, un otoñal Alfredo Mayo. Todos ellos tienen una actitud claramente paternalista hacia el compulsivo corredor, que se mantiene impermeable a sus diversos y convergentes consejos, aunque no se sabe si porque los valora negativamente o, simplemente, porque no los comprende en absoluto. Su círculo de amigos, capitaneados por Carlos Romero Marchent (que, por cierto, hace el papel de un tal Carlos, tan casualmente como Mario Berriatúa encarna a un tal Mario), también aconseja al protagonista, en el sentido de que correr no le llevará a ninguna parte y hasta su principal rival, en el momento de abandonar el equipo para centrarse en los estudios universitarios, también se permitirá malgastar su tiempo con él confiándole algún que otro consejo cargado de buenas intenciones. Todos estos esfuerzos estériles se verán combinados con la influencia del elemento femenino, Mary, personaje interpretado por la hermosa mexicana Norma Larraga, “Karla”, otra soñadora como el protagonista (que en lugar de galopar, canta) pero que, a diferencia de él, desciende a la dura realidad renegando de las ilusiones compartidas con el atolondrado atleta. Digamos a título anecdótico que , Mario Berriatúa deja en este su último film dos memorables momentos fugaces de interpretación sin palabras. En uno, en la primera ocasión en que establece un diálogo con el “espontáneo” José Alcalá, en una de sus irrupciones en el entrenamiento de sus pupilos, Mario Berriatúa, como reforzando su ligero parecido con el astro hollywoodiense, imita un gesto característico de Paul Newman, un ademán bastante artificioso. En el otro, que se produce cuando José Alcalá, al ganar una carrera en la distancia de los cinco mil metros, salta al primer plano de la fama y obtiene la inclusión en el equipo de la selección nacional para participar en las próximas olimpiadas, Mario Berriatúa lanza una profunda y huidiza mirada antes de quitarse del centro de la atención mediática y desaparecer del film y de la vida del recién nacido ídolo deportivo, aceptando resignadamente su papel subordinado.
¿Quién puede matar a un ruiseñor?
El fenómeno de Joselito sería inconcebible sin la aplicada habilidad cinematográfica de Antonio del Amo, del mismo modo que Pablito Calvo no habría podido existir como figura de la pantalla sin los excelentes oficios de Ladislao Vajda. Aunque en el caso del cantarín niño se podría alegar que su voz merecería por sí sola la atención del público, no cabe duda que son los valores cinematográficos los que consiguieron convertir sus trinos y gorjeos en un éxito multitudinario. Sea como fuere, Mario Berriatúa, que ya había tenido participación en grandes éxitos populares del cine español como “Mariona Rebull”, “Balarrasa” o “Don Juan”, consiguió ver su nombre incluido en un nuevo título cuya popularidad alcanzó el rango de éxito completo, cual fue “El pequeño ruiseñor”(1956), origen de una larga y triunfal serie de films con protagonismo del artista infantil José Jiménez Fernández (Beas de Segura, Jaén, 1943) , conocido como “Joselito”. Antonio del Amo, que le había repartido el papel principal de “Día tras día”, quizá su apuesta más personal, le otorgó en el presente caso el papel del padre Jesús, un cura joven que Mario Berriatúa compuso parapetado tras una aparatosas gafas de vidrios redondos y de montura de pasta negra, empleando muy bien el tono incierto de su propia voz, la inseguridad del despistado y una irrompible vena de bondad subyacentes en su propia personalidad. La función del padre Jesús es la de mediar en el conflicto existente entre Fuensanta, una joven madre soltera (la muy atrayente Lina Canalejas) a la que acoge en su casa, y su padre, quien repudió a la muchacha por haber despreciado al hombre que él le había concertado como marido para fugarse con un cantante flamenco que, a la sazón, le dejó en herencia la semilla del propio Joselito y desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, al niño lo cría su abuelo, el campanero, y lo explota Martín, el sacristán (Mariano Azaña), que reconoce en la voz del chiquillo una bonita fuente de ingresos. Reaparece en escena el hombre con quien Fuensanta iba a casarse (un sombrío y muy convincente Luis Induni) y, tras algunas complicaciones melodramáticas muy bien subrayadas por Antonio del Amo y algunas escandalizaciones a cargo del tío de don Jesús, el obispo don Fernando (Aníbal Vela) y tras, también, naturalmente, la interpretación de una docena de canciones,entre las que destaca la archipopular “Campanera”, el film llega a su fin y deja al público en buena disposición para consumir nuevas entregas de las cándidas andanzas del vocinglero infante.
Mario en tono sombrío
Mario Berriatúa había protagonizado la desdichada “Aventuras del capitán Guido” y, más recientemente, la válida pero poco comercial “Día tras día” cuando Pedro Lazaga le confió el papel principal en “Hombre acosado”(1952), una película inscrita en los cauces del cine negro en la que nuestro personaje de hoy encarnaba a Javier, el típico héroe del género al que los acontecimientos se le precipitan. Javier se enamora de Viviana una “mujer fatal” (Maruja Asquerino en la que era su especialidad) y cuando ésta aparece muerta, Fussot, el villano de turno (Alfredo Mayo, cada vez más alejado de su estereotipo de héroe) trata de “colgarle” su crimen. En auxilio del héroe, éste cuenta con amigos leales, como Polo (Paquito Cano) y Luisito (Rafael Arcos) y con una buena chica, Raquel (Anita Dayna), con la que descubrirá el verdadero amor. El argumento, no demasiado original, se debió a los esfuerzos combinados de José Luis Dibildos, Alfonso Paso y el propio Pedro Lazaga, y algo dijimos ya de este título cuando dedicamos una entrada a Valeriano Andrés, que hace el papel de uno de los secuaces del malvado Fussot. En su papel protagónico, Mario Berriatúa consigue convencer a pesar de su ya aludida limitada sensación de seguridad y físicamente se encuentra en un buen momento logrando, en algunos planos y desde determinados ángulos preludiar (en versión quizá algo tosca) al aún porvenir galán internacional, recientemente desaparecido, Paul Newman, quien, por cierto, había nacido el mismo año que Berriatúa, pero no había sido tan precoz en las tareas interpretativas. Tales virtudes, no obstante, no proporcionaron a la película un éxito remarcable, pues duró 14 días en Madrid y tan sólo la mitad en la sala de Barcelona en que se estrenó.
Si “Hombre acosado” fue un film que mencionamos aquí por causa de la presencia de Valeriano Andrés en él, otro tanto sucede con “Embajadores en el infierno”(José María Forqué, 1956). A lo que dijimos entonces hay que añadir que se trata de un film que parecio perseguir el éxito cosechado por “La patrulla” en su tratamiento de la suerte sufrida por los miembros de la División Azul que quedaron prisioneros en campos de concentración rusos al término de la Segunda Guerra Mundial, tomando los autores Teodoro Palacios Cuetos y Torcuato Luca de Tena los testimonios de los repatriados como base del argumento, en el que se hallan peripecias coincidentes con algunos elementos presentes en la novela de Pierre Boulle “El puente sobre el río Kwai”, adelantándose así incluso a la versión cinematográfica que de ella realizaría David Lean y que estrenaría un año después con éxito mundial.
“Embajadores en el infierno” cuenta las vicisitudes de un grupo de oficiales y soldados de la División Azul prisioneros en sucesivos campos de concentración soviéticos. Antonio Vilar es el capitán Ricardo Abrados, el líder indiscutible a quien secundan (no sin cierto servilismo) el teniente Pedro Rodrigo (Mario Berriatúa, que prácticamente se limita a ser la sombra de su capitán) y el teniente Luis Durán (Rubén Rojo). El elemento disidente es el teniente Alvar, encarnado por Luis Peña, un soberbio actor al que José María Forqué supo aprovechar como nadie, en cuantos papeles le otorgó, como en las posteriores “De espaldas a la puerta” (1959), o en “091, policía al habla”(1960) , sabiendo ver en él la vena hedonista del señorito carente de escrúpulos . Precisamente, esa inclinación del personaje de Alvar le lleva a sucumbir a la tentación (“era una mujer estupenda”) que le aparta de la férreas convicciones de sus compañeros y a pasarse al bando comunista, lo que le vale ser abofeteado por Pedro Rodrigo en el único momento en que el personaje de Mario Berriatúa hace algo por su cuenta. En este sentido, su actitud al final del film, cuando se entera de que en España, en el puerto de Barcelona, le esperan su cuñada y su sobrino (cuya existencia ignoraba) resulta un tanto patética, máxime cuando el personaje de Rubén Rojo demuestra con poco disimulo que le interesan muy poco sus impresiones: “¡Pero si yo creía que no tenía a nadie!”, es su última frase. Luego aparece por última vez en un plano en el que le coge la mano a su capitán, al divisar el puerto de destino en un gesto harto equívoco. Por lo demás, la película contiene actuaciones bastante meritorias de un reparto enteramente masculino, que incluye a Manuel Dicenta (poco pródigo en experiencias cinematográficas valiosas) en el papel del suboficial Valdivia, a Javier Armet y a Ángel Aranda como los italianos Silvestre y Giovanni (el cual, por cierto, tiene la desgracia de ser abatido a tiros por abandonar la formación para recoger florecillas el mismo día en que iba a ser repatriado a Italia, en el colmo de la mala suerte). Entre los soldados prisioneros, encontramos a Mario Morales como Andrés Rodríguez, a Pedro Valentín, como Ángel de la Varga y al actor Miguel Ángel que hace el papel del soldado Miguel García, uno de los más débiles y por ello más heroicos; también a Jacinto Martín como el soldado Antonio Blas Naranjo, que por renunciar a su nacionalidad, siguiendo el ejemplo del teniente Alvar, no consigue la repatriación, y a otros actores en papeles menores, como al inmenso doblador Félix Acaso y al versátil Pedro Beltrán. En el bando contrario, dando vida a los crueles carceleros, que aparecen en progresión maligna, aparecen el apático oficial al que encarna José Franco (con nariz postiza), el maquiavélico Antonio Prieto como coronel Chorne y Valeriano Andrés disfrazado con una nariz parecida a la que lleva José Franco y una perilla tomada prestada de Lenin.
Final
La trayectoria profesional y vital de Mario Berriatúa guarda en sí no pocos misterios, para cuya resolución sólo podemos formular conjeturas. ¿Qué fue lo que le decidió a dejar la profesión de actor para ocuparse en tareas de producción de películas? ¿De dónde nacía la inseguridad que impregnaba sus actuaciones? ¿Estaba ilusionado con su regreso ante las cámaras cuando fatalmente halló la muerte en las aguas del río Manzanares? No tenemos respuesta a estas preguntas. Es posible que la escasa entidad de los papeles que le ofrecían en los últimos años, después de haber protagonizado, un lustro atrás no pocos protagonistas le impulsara a dejar la actuación. O que, simplemente, viera en las tareas de producción un medio más eficaz de obtener buenas sumas de dinero. El caso es que con el inicio de la década de los sesenta y tras las fugaces apariciones en el “thriller” hispano sueco “Llegaron dos hombres” (Eusebio Fernández Ardavín, 1959) y en “La paz empieza nunca” (León Klimovsky, 1960) acumula una fantasmal presencia en “El hombre de la isla”(película rodada en 1959 y estrenada en enero de 1961), un drama isleño de ambiente pesquero que se desarrolla entre un hosco y brutal pescador (Paco Rabal) y la mujer extranjera (Marga López) con la que se ha casado por poderes, dirigido por Vicente Escrivá (un poco, sí, como el “Stromboli” roselliniano), presencia relacionada en diversas filmografías, pero que no figura acreditada y que no ha podido ser comprobada por este burgomaestre, por más que ha mirado la película con la debida atención, Mario Berriatúa desaparece de la pantalla grande y toma la decisión de supervisar y gestionar diversas producciones, lo que le pone en contacto con Alfonso Balcázar y sus coproducciones con Alemania “El ataque de los kurdos” y “El salvaje Kurdistán”, ambos films fueron rodados simultáneamente en 1965 y dirigidos por Franz J. Gottlieb y con Lex Barker como protagonista en el papel del héroe aventurero Kara ben Nemsi. No se estrenaron hasta mucho después, en Barcelona entre febrero de 1967 y mayo de 1970, no llegando a estrenarse la segunda en Madrid. Se trata de dos adaptaciones de sendas novelas de Karl May , un autor al que ya había explotado los mismos artífices en su vertiente “western” con idéntico protagonista. El guión de estos títulos corrió a cargo de José Antonio de la Loma, director y guionista de “Explosión (golpe de mano)” (1970), una de las últimas producciones en las que tomó parte Mario Berriatúa. De su periodo vinculado a las tareas de producción destaca por su singularidad la supervisión de la producción de “Diferente” (Luis María Delgado, 1962), un proyecto personal de su protagonista, el bailarín argentino Alfredo Alaría, un musical que apenas disimulaba su condición de apoteosis “gay” que logró estrenarse en el cine Palacio de la Música, en el justo punto medio de la larga travesía franquista, con la “Ley de vagos y maleantes” de 1954, que expresamente tipificaba como delito la homosexualidad, en vigencia.
Tras diez años de tan variopintas como inconsistentes experiencias en el campo de la producción, Mario Berriatúa parecía dispuesto a volver a recuperar el pulso a la interpretación, sin descartar por ello (sus ayudantías en los films de 1967 “Joe, el implacable” –Sergio Corbucci- y 1968 “Persecución hasta Valencia” –Julio Coll- así parecen corroborarlo) que en un futuro asumiera la responsabilidad máxima de la dirección cinematográfica. Un mal giro del destino dejó sus intenciones sumergidas para siempre en las aguas del Manzanares.
Bibliografía: Algunos libros consultados y no citados en el texto ni (quizá) en entradas anteriores: “Aventuras y desventuras el cine español” (Eduardo García Maroto, Plaza y Janés); “Fernando Rey” (Pascual Cebollada, CILEH); “José Luis Dibildos. La huella de un productor” (Francisco Javier Frutos, Antonio Llorens. 43ª Semana Internacional de Cine de Valladolid. 1998); “Diccionario del cine español” (Academia de las Artes y las Ciencias cinematográficas de España, dirigido por José Luis Borau. Alianza Editorial), “Más allá de Esplugas City”.(Rafael de España, Salvador Juan i Babot).
Julio Coll, en las páginas de la revista “C7 cine en 7 días”, en su número 488 de fecha 15 de agosto de 1970 dedicaba su artículo a la figura del desaparecido actor y productor, a quien, precisamente, había dirigido en su última película, estrenada aquel mismo año, “El mejor del mundo” y que había colaborado con él, recientemente, en labores de ayudante de dirección de su película “Fuga hasta Valencia”. En el artículo, titulado “Mario Berriatúa, fin”, Julio Coll se hacía eco, asimismo, de las recientes desapariciones de Ana María Noé (a quien Mario conoció en sus tiempos del Teatro Español, a principios de los años cuarenta) y de Luis Mariano (estaba a punto de producirse –¡ay!- la de Soledad Miranda, también en accidente de tránsito), en un texto de tono íntimo y sentido, que se dirige directamente al fallecido actor, y en el que encontramos la siguiente semblanza de nuestro protagonista de hoy: “Fuiste actor, hiciste boxeo, dedicaste tu tiempo a la producción cinematográfica, te inscribiste como ayudante de dirección, fuiste amigo de tus colegas, compañero de tus amigos, gran persona y un muchachote variable y extraño, pero siempre excelente persona.” Algo de esa variable y extraña personalidad, y de esa bondad que se sobreponía a ambas características espera este burgo poder mostrar en la presente entrada dedicada a la memoria de Mario Berriatúa, actor y cineasta.
Mario Berriatúa Sánchez nació un 30 de septiembre de 1925 en Madrid en el seno de una familia de cuyo origen vasco parece dar testimonio inequívoco su apellido. A muy temprana edad (en 1936) tiene ocasión de debutar en el escenario, experimentando, como actor infantil, tan buenas sensaciones, que persevera en el empeño hasta lograr debutar, siendo prácticamente un adolescente, en 1941, en el cine en el film “Primer amor” , de Claudio de la Torre y, el mismo año, en “Raza” de José Luis Sáenz de Heredia. A este director se mantendrá unido en forma de colaboraciones a lo largo de su desarrollo como joven actor, volviendo a ser requerido por él para sus más ambiciosas y logradas empresas, tales como las sucesivas “Mariona Rebull”(1947), “La mies es mucha” y “Las aguas bajan negras” (ambas de 1948) y “Don Juan” (1950). En los nueve años transcurridos desde su primera aparición en “Raza”, hasta su intervención en “Don Juan”, Mario Berriatúa ha dejado definitivamente atrás la infancia y la adolescencia y se ha introducido de manera sobresaliente en el ambiente cinematográfico, como prueba, el hecho de que el año de producción del film adaptación de las hazañas del seductor de Sevilla, Mario Berriatúa ha rodado otras cinco películas. Pero antes de llegar a zambullirse en esta vorágine de celuloides, el joven Berriatúa ha explorado a fondo la interpretación tras formarse tres años en el Conservatorio de Madrid y formar parte de la compañía del Teatro Español, entre 1942 y 1944, bajo la dirección de Cayetano Luca de Tena.
Los años del Español
Pisando el escenario del Teatro Español, Mario Berriatúa, tiene ocasión de forjar su temple de actor bajo la tutela de Cayetano Luca de Tena, participando de los repartos de comedias clásicas, como la de su debut, el 23 de diciembre de 1942, contando tan sólo 17 años, en “María Estuardo”, de Freidrich Schiller, obra en la que tuvo la oportunidad de compartir el escenario diseñado por Sigfrido Burmann con Julia Delgado Caro, José Bruguera, Armando Calvo, José Franco, Félix Navarro, José Villasante y Manuel Kaiser, entre otros. A este drama histórico siguió “Pleito matrimonial del cuerpo y el alma”, una reposición del montaje sobre la obra de Pedro Calderón de la Barca estrenado previamente en los Jardines del Retiro, que levantó el telón del Español el 18 de marzo de 1943, contando con un reparto muy similar al citado previamente. Un mes más tarde, la misma compañía y equipo técnico artístico (que incluye a Manuel Parada como músico y a Emilio Burgos como escenógrafo), estrena “El tríptico de la pasion”, de Nicolás González Ruiz. En el extensísimo plantel, hallamos, añadidos a los detallados más arriba, a Manuel de Juan y a otros muchos, entre los que destacamos la presencia de otro joven prometedor, el futuro galán de éxito cinematográfico Conrado San Martín y al llamado a ser destacado realizador de televisión, Domingo Almendros. A esta glosa evangélica de la Predicación y muerte de Jesucristo, en dos jornadas y quince cuadros siguió “Baile en Capitanía”, de Agustín de Foxá, un espectacular montaje estrenado el 22 de abril de 1944, en el que la lista de actuantes es casi interminable, superior en número las precedentes, donde encontramos, además de los habituales integrantes de la compañía, a Mercedes Prendes, José maría Seoane, Adriano Domínguez, Rosita Yarza (esposa de Seoane), Matilde Muñoz Sampedro, José Cuenca, Carmen Bernardos y un en verdad larguísimo etcétera. También en el Español, la carrera teatral del joven Berriatúa incluye un Shakespeare, la Función de Gala a beneficio de obras asistenciales del Sindicato Nacional del Espectáculo consistente en una representación de Mácbeth que tuvo lugar el 18 de junio de 1943.
Testimonio, en cierto modo, de esta época lo constituye el film “Crimen en el entreacto”, el único que dirigió Cayetano Luca de Tena, en el que Mario Berriatúa tenía un papel destacado y en el que, ambientado en una representación del “Hamlet” en el Teatro Español, donde tantos años había sido director don Cayetano, se narraba un misterioso asesinato el cual el periodista gráfico encarnado por Fernando Rey trataba de aclarar. La película, que pasó sin pena ni gloria, fue rodada en los estudios Ballesteros que se encontraban en franca decadencia, durante las noches por causa de las restricciones eléctricas y se insertaron fragmentos de la representación real, en el Teatro Español, de la obra shakespeariana citada. Lo mejor, según las crónicas, los diálogos de José López Rubio.
Primeras películas (1941-1946)
El debut de Mario Berriatúa en el cine se produjo en la película que dirigió Claudio de la Torre en 1941, “Primer amor”, sobre guión propio escrito en colaboración con Manuel Tamayo que adaptaba un relato de Ivan S. Turgueniev. Se trataba de un melodrama que, protagonizado por la madrileña Rosita Yarza y el luso-hispano (nacido en Angola) Tony D’Algy, se estrenó en Barcelona en el cine Alcázar, el 23 de enero de 1942, y en Madrid, en el Imperial, en marzo del mismo año. Siete días duró en el cartel del cine en que se estrenó esta historia de desamor y reencuentro en la que el adolescente Berriatúa interpretaba el papel de Emilio, el hermano de la protagonista, Gema (Rosita Yarza), que propicia los amoríos de ésta con su galán Dimitri Sanin (Tony D'Algy) en la confitería familiar, resultando decisivo un desmayo que sufre para que se encuentren por vez primera. En "Primer amor", el adolescente Berriatúa aparece acreditado como "Mario Berry" y tenía como compañeros de reparto a varios de los actores con los que trabajaría en el Teatro Español, tales como José Franco, o José María Seoane (quien, por cierto, se casó con la protagonista, Rosita Yarza, a quien conoció durante el rodaje, precisamente, de esta película). Aunque se terminó de rodar más tarde, “Raza”, el film de José Luis Sáenz de Heredia, se estrenó un poco antes que la película de Claudio de la Torre, concretamente, el 5 de enero de 1942 en el Palacio de la Música de Madrid. En ella, Mario Berriatúa hacía el papel de José de Sandoval, el único superviviente de su familia, asesinada por las milicias del bando republicano. A salvo del exterminio por estar ausente al hallarse interno en un colegio, José de Sandoval se presenta en su casa y se encuentra a la FAI instalada sobre las cenizas de su desolado hogar. Los anarquistas, amablemente, ofrecen al chico un carnet, pero éste, poco receptivo, prefiere correr a alistarse en el frente, en el bando rebelde, al que ofrece, además, información de Madrid, de primera mano. Asegura al oficial que le acoge que la capital está llena de rusos, que los ha visto en el hotel Florida, donde trabaja de botones. La actuación de Mario Berriatúa es solvente y, a pesar de ser un trabajo tan primerizo, ya encontramos en él la expresión algo quejumbrosa e insegura que no le dejará nunca. Con los años, el mozo reforzará su cuerpo hasta conseguir un físico poderoso, pero cierta inseguridad interior aflorará siempre a la vista del espectador y será su característica más acusada. Mario Berriatúa rara vez parecerá confiado ni satisfecho. Su mirada clara expresará dudas hasta en los momentos de dicha y, en general, su físico poderoso y su dinamismo no se verán acompañados por una personalidad capaz de dominar las situaciones.
“Raza”, un film oficialmente importante, beneficiado por las máximas prebendas del Régimen (como no podía ser de otro modo, siendo su argumentista el mismísimo dictador), dio paso, en la filmografía de Berriatúa, a películas ínfimas, como las dos dirigidas por Eduardo García Maroto, “¿Por qué vivir tristes?” y “Schottis”, ambas producidas por producciones Ballesteros y rodadas en sus propios estudios en 1942, estrenada la primera en Madrid, en el Palacio de la Música, en abril de ese año y la segunda, en octubre de 1943, en el cine Calatravas. “Por qué vivir tristes”, protagonizada por Mary Santamaría, Raúl Cancio y Mariano Azaña contaba la historia de una familia deprimida formada por un viudo y su prole a los que la llegada de una prima del pueblo les transmitía la alegría de vivir que habían perdido. Esta novedad no agrada al afligido viudo, que devuelve a su lugar de procedencia a la perturbadora moza . Sin embargo, la huella de la pizpireta muchacha perdurará en el renovado ánimo de la familia. El film, que en principio iba a llamarse “Reolina” (una expresión que en Andalucía se emplea para designar a la ruleta de los barquilleros), según lo había concebido el guionista, Ramos de Castro, sufrió el cambio de título y algunas otras variaciones de manos de su director, con el objeto de mejorarlo y, aunque no fue un gran éxito, parece ser que tampoco se trató de un rotundo fracaso. Digamos, como curiosidad, que María Dolores Pradera debutaba en la pantalla en este film, en un papel insignificante, no acreditado, como dependienta de una tienda. Mucho peor todavía debió ser “Schottis”, una película que en principio había de dirigir su guionista y argumentista, Carlos Sierra, cuyo trabajo Eduardo García Maroto debía supervisar, dada su mayor experiencia. Pero el autor de la historia fue despedido en pleno rodaje cuando se presentó en la ventanilla de caja de la productora, pistola en mano, para exigir el cobro de la liquidación del sueldo, que se había retrasado. Ballesteros , con esa energía que gastan los empresarios, pidió a García Maroto que completara el film y esté quedó completamente terminado en forma que no gustó a nadie, empezando por el propio director. La película contaba la folletinesca historia (ambientada en el Madrid de 1845) de un niño llamado “Schottis”, hijo de una cantante y de un malvado borracho que odia al bebé y que trata de asesinar a la madre. La criatura es recogida por unos vagabundos a orillas del Manzanares y más tarde adoptada por una mujer rica. En estas, el niño resulta haber heredado las aficiones canoras de su madre y hace popular entre la alta sociedad su propia canción, que se llama como él. A continuación, es raptado por una especie de “Stromboli” (el de Pinocho) que le obliga a cantar en un circo. Al final, la mujer rica y el hombre al que, en el lecho de muerte la mamá de “Schottis” le había encargado que lo encontrara, se reúnen y rescatan al rorro. En su momento, éste film, que contaba con Rosina Mendía, Luis Durán, Mariano Azaña, Juan Calvo y el niño José Antonio Sánchez Hernández “Toto” en los papeles principales, motivó que se dijera que “Es una pena tener que refutar una película española; pero, en bien del cine patrio, no debían realizarse ciertos films. Este pertenece a ese grupo” Por desgracia, también de tercera categoría (no es una expresión, es literal), también folletinesco y de ambiente musical, y también perfectamente olvidable es la siguiente película en la que intervino Mario Berriatúa, “Retorno”, que dirigió Salvio Valenti en 1944 y que no fue estrenada, sin despertar el menor entusiasmo, hasta julio de 1949 en el cine Pleyel de Madrid. Completando lo que consideramos primera etapa de la carrera de Mario Berriatúa encontramos un film importante, “El doncel de la reina”, que dirigió en 1944 Eusebio Fernández Ardavín sobre argumento guión y diálogos de los hermanos José y Jorge de la Cueva, y que narraba la vida y obras de Hernando de Albornoz, doncel de la reina Isabel la Católica desde la toma de Granada, en 1492. Nos hallamos, por tanto, ante una muestra de lo que se ha dado en llamar “cine de cartón piedra”al que la cinematografía franquista era tan proclive. El papel principal corrió a cargo de Carlos Muñoz, un valor en alza en aquellos años cuya presencia proliferaba por los repartos más afectos al régimen. A su lado, Manuel Luna, Mary Carrillo (como Isabel de Castilla), Nicolás Díaz Perchicot, José Bruguera, Xan das Bolas, Antonio Casas, Manuel Kayser y un amplio reparto en el que a Mario Berriatúa se le reserva el papel menor de Lope. La película, que contó con una ayuda del Sindicato Nacional del Espectáculo de 650.000 suculentas pesetas, se estrenó el 9 de diciembre de 1946 en el muy adecuado marco del cine “Imperial” de Madrid.
La participación de Mario Berriatúa en “Espronceda”, la película que dirigió Fernando Alonso Casares “Fernán”, que se estrenó el 27 de abril de 1945 en el Palacio de la Música de Madrid, en la que se daba cuenta de la agitada vida del poeta romántico (a quien daba vida Armando Calvo) y de sus amores con Teresa Mancha (encarnada por una estelar Amparo Rivelles está acreditada tanto en el libro de Carlos Aguilar y Jaume Genover tantas veces citado aquí, “Las estrellas de nuestro cine”, como en la base de datos IMDB, pero no, en cambio en el Catálogo de películas de Ficción editado por la filmoteca. Como este burgomaestre no ha podido comprobarlo personalmente, se limita a dar cuenta de la posible inclusión (si bien que, en todo caso, en un papel insignificante) en el reparto de “Espronceda”, de Mario Berriatúa.
Rodada en 1946, “Aventuras del capitán Guido” es una cinta de aventuras medievales destinada al consumo infantil y juvenil que protagonizó Mario Berriatúa y que dirigió, Jacinto Goday Prats, sobre un argumento y guión propios y rodada con decorados diseñados por el mismo director. Fue su única película y también la del productor, Fernando Mangrané, lo que da idea del escaso eco que obtuvo su estreno, el cual se produjo con notable retraso sobre el año de producción, pues se verificó en el cine Gran Vía de Barcelona el 23 de abril de 1948 y, casi un año después, el 28 de febrero de 1949, en el Chiky de Madrid. Anecdóticamente, citemos que existen diversas versiones de la ficha artística de este film, la que figura en el Catálogo del cine español recogido por Ángel Luis Hueso para la edición de Cátedra y Filmoteca Española coloca a Armando Calvo en el papel protagónico y a José María Lado en el del villano barón de Miraval, según otras fuentes, es el juvenil y apolíneo Mario Berriatúa quien desempeña este rol, que probablemente representó verdaderamente Manuel Aguilera. En el papel de gracioso Micer Falquet, en el catálogo citado figura Fernando Freire de Andrade, mientras que en IMDB, en lugar análogo encontramos a José Ramón Giner, aunque no se especifica el papel. Afortunadamente, este burgomaestre cuenta con el testimonio de un testigo presencial, el del escritor Juan Gallardo Muñoz, el cual redactó en su momento, para la revista “Junior Films”, una adaptación novelada de la película, con inclusión de fotogramas de la misma, para cuya confección dispuso de un visionado previo para la prensa y hasta entrevistó a su protagonista, que no era otro que Mario Berriatúa. En los papeles femeninos, las ignotas Mercedes Montolís y Amalia Negre.
Trece años de actividad frenética (1947 –1959). Directores afines.
En la filmografía de nuestro protagonista de hoy los títulos comienzan a atropellarse a partir de 1947, cuando interviene en la magnífica “Mariona Rebull”. Hasta el final de la década de los cincuenta no hace sino aumentar en número de films en los que actúa, llegando a hacerlo en media docena de ellos en los años 1958 y 1959. En lo que podríamos llamar el periodo más fructífero de su carrera, Mario Berriatúa continúa con las colaboraciones en films dirigidos por José Luis Sáenz de Heredia, de algún modo, su descubridor en “Raza” (1942) y “Mariona Rebull”(1947), con “Las aguas bajan negras” (1948) y con un cuarto título, el espectacular “Don Juan” (1950). José Luis Sáenz de Heredia Osío (Madrid, 1911-1992) había hecho la guerra en el bando franquista con una convicción que le nacía incluso por línea familiar (era primo de José Antonio y Pilar Primo de Rivera) y como vencedor, disfrutó de las prebendas propias de la victoria, siendo nombrado jefe de producción del Departamento Nacional de Cinematografía en 1939. Caso opuesto es el de Antonio del Amo Algara, quien, nacido el mismo año que su colega en Valdelaguna, Madrid, murió un año antes en la misma ciudad, e hizo la guerra en el bando contrario, como militante del partido comunista, movido, por tanto, por principios diametralmente opuestos. La situación de Antonio del Amo es, al terminar la contienda, el reverso de la de Sáenz de Heredia, es represaliado y puesto en prisión. La amistad de Rafael Gil, que le debe la vida pues una intercesión suya evitó que fuera fusilado, le permite trabajar como guionista para Emisora Films y como ayudante de dirección. Curiosamente, es Antonio del Amo el director que, junto a José Luis Sáenz de Heredia, más cuenta con Mario Berriatúa, pues le incluye en el reparto de “El huésped de las tinieblas” (1948) y le da responsabilidad de protagonismo en “Día tras día” (1951), un rol destacado en “El pequeño ruiseñor” (1956) y una presencia (no acreditada y no confirmada por este burgomaestre) en “Escucha mi canción” (1959). Si Antonio del Amo era un estudioso y un teórico del cine quien, tras publicar en revistas especializadas desde los primeros años treinta, había publicado hasta una “Historia universal del cine” en 1945 y se dedicó a la docencia del arte cinematográfico dando clases en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematograficas primero y en la Escuela Oficial de Cine, Pedro Lazaga (Valls, Tarragona, 1918 – Madrid, 1979) también se inició en el mundo del cine en el terreno de la crítica cinematográfica. Tanto uno como otro, abandonaron sus iniciales planteamientos más arriesgados (especialmente consistentes en el caso de Del Amo) por otros más comerciales, cifrando su suerte al gancho del niño cantor Joselito el director madrileño y al olfato para la taquilla de José Luis Dibildos y Pedro Masó, el tarragonés. De los primeros tiempos de la carrera de Pedro Lazaga es uno de los primeros papeles de protagonista de Mario Berriatúa, en la negra“Hombre acosado” (1952) y el director de Valls volvió a contar con el actor en “Las muchachas de azul” (1958) y en “Luna de verano”(1959). Por su parte, el veterano Luis Marquina Pichot (Barcelona, 1904- Madrid,1980), un hombre artista por genética, hijo único del poeta y dramaturgo Eduardo Marquina y primo, sobrino y tío de músicos y pintores célebres, tuvo a sus órdenes a Mario Berriatúa en “Quema el suelo” (1951), “Alta costura” (1954) y “Las últimas banderas”. Por último, otro director que con nuestro protagonista de hoy tuvo repetidas experiencias profesionales, en el tramo final de su carrera de actor, fue José María Elorrieta de Lacy (Madrid, 1921 - 1974), un modesto artesano que firmó “El hincha” (1957), “Mensajeros de paz” (1957) y “Muchachas de vacaciones” (1958), tres de los títulos de la filmografía de Mario Berriatúa, rodados los tres de manera casi consecutiva sobre guiones escritos en colaboración con José Manuel Iglesias, escritor habitual también de las películas que dirigiera Antonio Del Amo con el niño prodigio Joselito, como protagonista.
Hijo y nieto de grandes actores
Mediatizado en parte por su corta edad, Mario Berriatúa estuvo en trance de verse encasillado en el papel de hijo, habida cuenta de que su personalidad resultaba idónea para encarnar el tipo del “buen hijo” que se veía en la obligación de, por causa del empuje de la vocación, desairar al padre. En tal tesitura se encuentra Berriatúa repetidamente y ejemplo de ello son sus personajes en “Mariona Rebull” (José Luis Sáenz de Heredia, 1947), “La señora de Fátima” (Rafael Gil, 1951), y “El alcalde de Zalamea” (José G. Maesso, 1954).
“Mariona Rebull”, la adaptación de José Luis Sáenz de Heredia de dos de las novelas de Ignacio Agustí (“Mariona Rebull” y “El viudo Ríus”) se estrenó en el cine Gran Vía de Madrid el 14 de abril de 1947 y representó una de los máximos logros jamas alcanzados por la cinematografía española. El film relata las vicisitudes de Joaquín Ríus (excelente José Mariá Seoane aunque no se molesta en simular ningún acento), un industrial catalán del sector textil que antepone el negocio heredado de su padre (el siempre convincente José María Lado) a todo, incluyendo el amor que siente, no obstante ser incapaz de expresarlo, por Mariona Rebull (eficaz Blanca de Silos) en el marco de la convulsa sociedad barcelonesa de finales del siglo XIX y principios del XX. La película, tan excelente por algunas resoluciones visuales, como por el acertado pulso narrativo, mostraba a Mario Berriatúa en el papel de Desiderio, el hijo de Joaquín Ríus, que había heredado el nombre del abuelo materno, el platero a quien encarnaba el sensacional doblador Ricardo Martori. Desiderio Ríus, educado en Londres (donde hace amistad con Darío, hijo del agregado de la embajada española, un personaje anecdótico encarnado por un jovencísimo Adolfo Marsillach), regresa a Barcelona con ideas sobre su futuro que sacuden los cimientos de las convicciones paternas, ya que prefiere dedicarse a las artes plásticas en lugar de continuar con el negocio de la producción de paños. La conclusión del film muestra cómo el joven vuelve al redil y acepta seguir la senda propuesta, camino de la fábrica familiar, para alivio del viudo Rius. En la película destacan las labores interpretativas de Tomás Blanco en el papel de Ernesto Villar, el anterior amante de Mariona Rebull, a quien la desposada por Joaquín Rius no conseguirá olvidar nunca y con el que cometerá adulterio tan inoportunamente que el famoso atentado del Liceo barcelonés dejará sus cadáveres en situación de “flagrante delito”, hasta que el cornudo marido, en una secuencia inolvidable, pone remedio, en evitación del escándalo, al desaguisado. Otra víctima, de una atentado distinto, es el industrial señor Llopis, interpretado por Rafael Bardem, un personaje incidental que sirve para explicar cuáles son las verdaderas prioridades en la vida de Joaquín Rius, es decir: los negocios. Emocionantísimo y entrañable, Alberto Romea encarna al contable señor Llobet, entregado a la causa de la empresa Rius desde sus inicios, hasta el punto de dar la vida por salvar de una emboscada a su jefe, Joaquín Rius. Como Arturo, hijo del contable y, a su vez, ayudante del cajero, Carlos Muñoz tiene ocasión de poner a prueba la comprensión del empresario al cometer un desfalco del que será absuelto y el resto del metraje aprovecha para dejar patente en todo momento su más abnegada lealtad a la fábrica de los Ríus. Otro empleado leal es el operario señor Roig, encarnado por un muy incipiente Fernando Sancho, pendiente de encontrar su correspondiente tipología característica. Al rencoroso cajero, señor Pàmies, que hacia el final de la acción enloquece y trata de terminar con la vida de Joaquín Ríus, lo incorporaba un inquietante Manrique Gil. En el papel de la seductora y atrayente Lula, una jovencísima y suculenta (para quienes gusten del dulce, especialmente) Sarita Montiel que cumple la función de reverdecer alguna fibra sensible en el yermo corazón del industrial protagonista.
De “la señora de Fátima” hablamos algo con motivo de la entrada dedicada a Félix Fernández y tuvimos que volver a referirnos a ella con ocasión de las entradas dedicadas a Camino Garrigó y a Antonio Riquelme. Esta es, por tanto, la cuarta vez que comparece en este weblog la película de Aspa Films dirigida por Rafael Gil que cuenta las apariciones de la Virgen María a unos pastorcillos en Fátima. Y podría salir aún muchas veces, porque el reparto del film es inmejorable. Mario Berriatúa, en su rol de hijo que siente la necesidad de apartarse de la sombra proyectada por el padre, encarna en el film a Manuel Abóbora, quien abandona el hogar paterno para alistarse a filas, cambiando el agro por el ejercicio de las armas. Esta decisión le lleva a protagonizar emocionantes despedidas de su madre, María Rosa (Antonia Plana) y de su hermana Lucía(Inés de Orsini con la voz de Lucita García Luengo), y una sentida reconciliación con su hosco y taciturno padre, Antonio Abóbora (un José María Lado que, curiosamente, había sido su abuelo en “Mariona Rebull”, aunque sus personajes no llegaban a conocerse porque el abuelo moría siendo el nieto aún bebé).
Identicas intenciones que el joven campesino portugués de principios del siglo XX tiene Juan, el imberbe campesino castellano de comienzos del XVII al que incorpora Mario Berriatúa en la adaptación de la obra de don Pedro Calderón de la Barca, “El alcalde de Zalamea”, para disgusto de su padre, Pedro Crespo, encarnado por Manuel Luna en una caracterización contenida y medida, ajena a efectistas excesos. Juan quiere dejar la casa solariega de su honorable progenitor para unirse a los tercios del rey, que pasan entonces por la aldea, fascinado por la milicia representada por el capitán don Álvaro (Alfredo Mayo), su asistente, Rebolledo (el asiduo del Teatro Español, Alberto Bové) y el general maestre de campo, Don Lope de Figueroa (el a menudo áspero José Marco Davó). El brillo de las trompetas resulta oropel, pues se esconden bajos instintos tras él, los cuales le cuestan la honra a su querida hermana Isabel (una bellísima Isabel de Pomés). Resulta curioso que la acrisolada heroicidad del militar Alfredo Mayo de “Raza” (donde ya coincidió con Berriatúa) se vea trece años después, así mancillada, personificando a un individuo indigno de la responsabilidad de representar a la patria con la espada, por culpa de sus apetitos carnales. En defensa del honor familiar, Mario Berriatúa, que en esos trece años ha pasado de ser un alfeñique a convertirse en un recio mocetón galopa gallardamente (en otra exhibición de destreza hípica) abandonando el campamento de las tropas reales para pararle los pies (y lo demás) al desbocado Don Álvaro. Tras el atropello a Isabel y el revolcón (esta vez pugilístico) con Juan, Don Álvaro tiene la honra como un trapo y además, una herida inciso punzante en el hombro derecho. Pero lo peor para él llega cuando el recién nombrado alcalde de Zalamea de la Serena toma cartas en el asunto y , desafiando la autoridad del rey (de Fernando Rey, para ser precisos), condena a muerte al bravío capitán. Completando el reparto, la magnífica María Fernanda d’Ocón corría con la tarea de hacerse cargo del papel de Inés, prima de Isabel y Juan, mientras que José Orjas, otro excelente actor de teatro, hacía el papel episódico y cómico del hidalgo don Mendo, secundado por su criado Nuño (Casimiro Hortas). Juan Vázquez, por su parte, encarnaba un personaje incidental, un mercader ambulante y Antonio Moreno, en una escena de grupo, era un mero figurante en esta película torpemente rodada por José G. Maesso, repleta, por cierto, de muy curiosos primerísimos planos que, si bien no aportaban nada a la tensión dramática de la acción, sí que nos sirven hoy para ver, con gran detalle, los rostros de José Marco Davó o de Manuel Luna, espectáculos puros, a fin de cuentas, del arte interpretativo.
Las muchas muertes de Mario
Si bien el antedicho accidente automovilístico acaecido en julio de 1970 supuso el final de la existencia de Mario Berriatúa, no era esa, con ser la definitiva, la única vez que el actor moriría. La muerte acechó frecuentemente a Mario Berriatúa en la pantalla, dándole alcance, en forma violenta, muchas veces. Ya en su película de debut, "Primer amor" (1941), su personaje muere heroicamente en batalla, durante las guerras de unificación de Italia, combatiendo contra los austríacos, allá por 1848. En “Balarrasa” (1950), la primera película de la productora “Aspa Films”, que dirigió José Antonio Nieves Conde sobre guión de Vicente Escrivá, Berriatúa representa uno de esos papeles cortos en extensión, pero de fundamental importancia, que menudean en su filmografía, como el suboficial Joaquín Hernández Gil , que se apuesta una guardia al juego de las siete y media con el protagonista, Javier Mendoza “Balarrasa” (Fernando Fernán Gómez). Resultando perdedor en el envite, como consecuencia de las trampas del pillo Balarrasa, el inocente muere alcanzado por el disparo de un francotirador del bando republicano asumiendo así el destino que estaba en principio deparado a su compañero de armas. Tal circunstancia provocará el giro diametral en la vida del protagonista, quien, inspirado por lo que toma como una señal de los designios divinos, ingresará en un seminario (en el que es el rector un “doblado” Manuel de Juan) y se ordenará sacerdote, resolviendo, de paso, los problemas morales de su familia, los Mendoza, familia formada por un padre jugador (Jesús Tordesillas), dos hermanas en edad “peligrosa”, Lina (Dina Stein) y Mayte (María Rosa Salgado), un hermano (Luis Prendes) mezclado con delincuentes (Eduardo Fajardo y Gerard Tichy), rompiendo simultáneamente con su vida crapulosa, representada por el inocente“Club Alpino” del que son miembros, entre otros, José Bódalo y José Riesgo, y ofreciendo cristiano consuelo a su antigua novia, personaje encarnado por Maruchi Fresno. También tiroteado e igualmente durante el transcurso de la Guerra Civil, resulta en “La paz empieza nunca” (León Klimovsky,1960), film que comentamos en este weblog con motivo de la entrada dedicada a José Sepúlveda, donde incorpora el personaje de Jorge, uno de los activistas de la falange compañero de López, el protagonista (Adolfo Marsillach). La secuencia del acoso y final ejecución de Jorge, por las terrazas de Madrid, es de lo más memorable del film y, como en el caso de la cinta anteriormente comentada, se produce también en la parte inicial de la acción. En el Madrid de la confrontación bélica, los miembros de las células falangistas viven los inconvenientes de estar inmersos en territorio enemigo. Así, Jorge es advertido de que han ido a buscarle a su domicilio y de que su madre, ante la intromisión, ha sufrido algún tipo de colapso nervioso que ha hecho necesario su ingreso hospitalario. El joven decide acudir a verla, encontrándose entonces con un recibimiento poco amistoso. Un nutrido grupo de milicianos le están esperando. Emprende la fuga a pie por las terrazas y consigue burlarlos hasta ocultarse en el interior de la torre de un reloj. Allí pasa horas de tensa espera aguardando la oportunidad de escapar, pero su esperanza se revela vana pues es descubierto y denunciado por el encargado de darle cuerda al reloj. Atrapado sin esperanzas, Jorge es traidoramente acribillado por decenas de fusileros, en un postrer gesto fatalista, lleno de dramatismo, cuando, poniéndose las manos en los bolsillos, sale a campo descubierto a ser ejecutado.
También en los primeros minutos del metraje, a Mario Berriatúa lo despachan, de un tiro en el cuello, en “Sonatas” (1959), la adaptación de las aventuras valleinclanescas del Marqués de Bradomín que dirigió Juan Antonio Bardem. En el film, compone el personaje (poco definido, prácticamente, “de bulto”) de “El Rubio”, uno de los miembros de la partida de guerrilleros del capitán Casares (Fernando Rey), grupo heterogéneo (estudiantes, campesinos, restos de las tropas reales que sirvieron a las órdenes del general Quiroga) que combate contra los desmanes de la Junta de Purificación de Galicia, comandada por el Conde De Brandeso (un pérfido y diabólico Carlos Casaravilla, como siempre, idóneo para la maldad). En la partida hallamos, como lugarteniente de Casares, al teniente Andrade (un Manuel Alejandre escasamente convincente) que trata de ejecutar por las bravas al marqués Javier de Bradomín cuando iba a apoderarse de las botas del ahorcado Euxenio Neira, un leal a la causa de los guerrilleros. El minúsculo papel de Berriatúa, que ni siquiera muere ante la cámara, sino que su caída es relatada apresuradamente por un compañero, brinda a nuestro protagonista la oportunidad de lucir sus dotes de jinete, una de sus muchas habilidades atléticas.
En el mismo 1959 se rodó la coproducción hispano-italio- alemana, “Los últimos días de Pompeya”, film dirigido por Mario Bonnard (auxiliado por tres ayudantes que luego tendrían su propia carrera estelar como directores, Sergio Leone, Sergio Corbucci y Ducio Tessari) el que volvemos a encontrar a Mario Berriatúa montando a caballo y muriendo violentamente, una vez más, víctima de la traición. Incorpora en él al personaje del pretor Marco, con el auxilio del excelente doblador Manuel Cano (la voz habitual de Yul Brynner), que le presta la voz. El pretor Marco es amigo del tribuno Glauco (Steve Reeves, con la voz de Rafael Navarro) y con el auxilio de sus compañeros de armas Cayo (Mario Morales con la voz de otro Mario, Beut) y Helios (Ángel Ortiz hablando con la voz de Arsenio Corsellas) y del civil Antonino (Ángel Aranda, doblado a su vez por Miguel Ángel Valdivieso) trata de ayudarle a descubrir quien está detrás del exterminio de su familia. Da con una pista que le lleva a perseguir a uno de los sicarios que, encapuchados, habían participado de la masacre (Antonio Casas), sólo para ser sorprendido y asesinado, con una cruz atravesándole el pecho, como señal incriminatoria que los secuaces de perverso sacerdote de Isis Arbaces (Fernando Rey) emplean para culpar a los cristianos. El film contiene también el augusto asesinato del tirano Ascar (Guillermo Marín, con la voz de José María Oviés), engañado también por el maligno sacerdote, multitud de combates, y la consabida y no poco espectacular erupción del Vesubio, aparte de las bellezas de Cristina Kaufman, Barbara Carroll y Anne Marie Baumann (dobladas respectivamente por Elvira Jofre, María Luisa Solá y María Victoria Durá) que equilibran mínimamente la exhibición de bíceps del señor Reeves en particular y de rodillas masculinas en general.
¡Aquí llega el novio!
La juvenil apostura de Mario Berriatúa forzoso es que, incluso en una cinematografía tan pacata como la española del franquismo, llevara aparejada las relaciones erótico-sentimentales que se han dado en llamar noviazgo. El rol de aspirante al amor de una hermosa muchacha cuadraba perfectamente a las características del dinámico actor, que tenía, además, la cualidad (oportuna para la época) de no teñir de excesiva lascivia sus requerimientos. Esta afirmación queda respaldada por sus idóneas prestaciones demostradas en “Cuentos de la Alhambra” (Florian rey, 1950), “Alta costura” (1954, Luis Marquina) y “Calabuch” (1956, Luis García Berlanga), por citar algunos ejemplos.
El estreno de “Cuentos de la Alhambra” se verificó el 24 de agosto de 1950, en los cines Pompeya y Palace de Madrid. Se trata de una de las películas que marcaron la decadencia artística de su director, el otrora exitoso y prestigioso Florián Rey, del que algo dijimos aquí cuando nos referimos a él en la entrada dedicada a José Sepúlveda. Utilizando como excusa textos del libro homónimo de Washintong Irving (con la apariencia de Aníbal Vela, en el film), la película disfruta de la belleza fresca y espectacular de Carmen Sevilla como Mariquilla, del innegable talento cómico de Pepe Isbert (como el rijoso don Cosme, el escribano) y de las eficaces presencias de Nicolás D. Perchicot y Juan Vázquez, que personifican respectivamente al gobernador militar de la Alhambra y al corregidor de Granada, rivales políticos. En medio de esta disputa por el poder administrativo y por los favores de la hermosísima y pizpireta joven, Mario Berriatúa es el apolíneo soldado Juan Lucas, miembro de la guarnición de la Alhambra que realmente se lleva el (delicioso) gato al agua. La película, con sus complicaciones delictivas (en forma del bandolero “Varguitas”, con quien es confundido el héroe Juan Lucas cuando se ve obligado a desertar de la guarnición de la Alhambra, y del contrabandista “Tío Pichón”, el padre de la protagonista, interpretado por Casimiro Hurtado, y del ventero de “La Venta del Colorín”, en la piel de Manuel Arbó) y sus personajes cómicos episódicos, como el mozo al que da vida Paquito Cano, transcurre sin brillantez ni excesivo tino, pero consigue hacerse ver por efecto de la mera acumulación de incidentes.
El tipo paradigmático de novio formal, trabajador y responsable lo da a la perfección Mario Berriatúa (señalemos que algo pasado de peso, en esta ocasión) en la producción Cifesa “Alta costura” (Luis Marquina, 1954), film del que ya hablamos en la entrada dedicada a José Sepúlveda en el cual da vida a Carlos, un joven que ha terminado recientemente la carrera de ingeniero, con modestas pero honestas aspiraciones, emparejado con Pituca, la modelo menos destacada, prácticamente una suplente en la casa de modas de Amaro López, en la que se desarrolla la acción, que aparece en principio deslumbrada por el lujo de los pretendientes de otras colegas, pero que termina convencida de la solidez que representa la sana y razonable ambición de su actual novio. La actriz que se hace cargo del papel, Mónica Pastrana, ya había coincidido con Mario Berriatúa en “Balarrasa”, y ambos vuelven a actuar juntos en “¡Aquí hay petróleo!” (Rafael J. Salvia, 1956), film del que hablaremos en el siguiente epígrafe.
Uno de los títulos de más reconocido prestigio de la filmografía de Mario Berriatúa lo constituye el film que dirigió Luis García Berlanga para Cifesa, en el que trasladaba a un pueblo levantino una historia de Leonardo Martín, película inolvidable en la que, por poner algún reparo, encontramos un evidente conformismo en esta nueva confrontación de la realidad pueblerina española con la misteriosa influencia del mundo moderno occidental, personificado en el científico Hamilton (Edmund Gwen). La película, que contiene elementos inolvidables, como el personaje de Cocherito, el torero ambulante que lleva en un remolque a “Bocanegra”, su propio toro de lidia para sus faenas, al que da vida de manera excepcional e irrepetible José Luis Ozores; o como el farero don Ramón, interpretado por el gran José Isbert, enzarzado siempre en reñidas partidas de ajedrez con el cura del pueblo, don Félix (el inmenso Félix Fernández) fue realizada en régimen de coproducción con Italia y rodada en Peñíscola, con las estrellas internacionales (además del citado Edmund Gwen, espléndido a pesar de las complicaciones propias de su avanzada edad) Valentina Cortese para el papel de la maestra y Franco Fabrizi como el vago proyeccionista y trompetista“El langosta” (un actor, por cierto, que dejó un pésimo recuerdo en Berlanga, por su irresponsable falta de profesionalidad, traducida en un “exceso de pluma”). Mario Berriatúa encarnaba en ella el papel de Juan, el pretendiente de Teresa (María Vico) la hija de Matías, el jefe del puesto de la guardia civil (al que llaman carabinero, por cuestiones poco claras o muy evidentes) interpretado por Juan Calvo. La película, con su tono tierno y simpático buscaba la complacencia de un amplio sector del público y quizá hoy resulte algo dulzona para los degustadores del cine berlanguiano, pero es incuestionable que si, a los valores autorales y actorales previos sumamos, además, la aportación de Nicolás Díaz Perchicot en el papel de Andrés, el viejo pirotécnico del pueblo y a Manuel Alexandre en el de Vicente, el pintor de rótulos (aunque actúe doblado por Víctor Orallo), obtenemos una suma de talento apabullante.
Con un toque foráneo
Sus ojos claros y su tono de cabello tirando a rubio le sirvieron a Mario Berriatúa para dar en pantalla el tipo de extranjero en más de una ocasión. Así, por ejemplo, en “Luna de verano”, rodada en 1958 y estrenada el 12 de enero de 1959 en los cines Pompeya, Palace y Gayarre de Madrid, una de las primeras producciones del sello de José Luis Dibildos, que dirigiera Pedro Lazaga según un guión del productor escrito en colaboración con Jesús Franco, Mario Berriatúa incorpora el papel de Pat, uno de los alumnos del Instituto Internacional de San Sebastián donde imparte sus clases Juan (Fernando Fernán Gómez), una especie de culto hidalgo moderno de quien se enamoran dos espectaculares turistas francesas, Monique (Analía Gadé) y Laura Valenzuela (Colette). Completando el cuarteto estelar, hay que destacar a Tony Leblanc en su rol arquetípico de “espabilado” como Miguel. El papel de nuestro protagonista de hoy, bastante deslucido, le presenta como un tipo obviamente descerebrado, poseedor de un ridículo acento (con la voz prestada por Rafael de Penagos, que emplea su registro cómico, a lo “señor Roper”) y bueno sólo para gastar bromas en comandita con su compadre Tim (un muy desconocido Arturo Belzunce). Cuando trata de retener a Juan hasta que surta efecto una de sus bromas (ha enviado citas simultáneas en su nombre a las veinticuatro alumnas del curso), Pat pronuncia una de las frases más felices de la película: “No quisiera marcharme a mi país sin saber lo que es un serventesio”. Poca más enjundia tiene su papel en “¡Aquí hay petróleo!” (1955, Rafael J. Salvia), cinta que ya mencionamos en este weblog a propósito de la entrada dedicada a José Sepúlveda y en la que se narra la anécdota de un pueblo de la España mesetaria en el que su aletargada vida se ve sacudida por la llegada de un grupo de americanos que realizan prospecciones petrolíferas. Formando parte de la expedición, el atlético John Murphy (“a quien llamamos Texas”, aseguran sus compañeros) no es otro que Mario Berriatúa, luciendo bigote y una camiseta similar a la que Marlon Brando usaba en “Un tranvía llamado deseo” (Elia Kazan, 1951). Como “Texas”, Berriatúa tiene un papel con escaso diálogo, más propenso a la acción que a la palabra. Es el conductor del “jeep” y le vemos jugar al béisbol, tratar de beber agua de un botijo, con nulo éxito (se pone a soplar por el pitorro gordo), y a aporrear hasta destrozarla una pianola que funciona mal. Con él viajan el ingeniero Charles D. Wilkinsthorp (Ramón Elías), Virginia Caufield (Rosita Palomar) y la secretaria, Jane Smith (Mónica Pastrana, una vieja amiga desde “Balarrasa” y “Alta costura”). En el pueblo, Castilviejo, Zoilo Mendoza de Montesinos (Manolo Morán) es un golfo y un vago que debe dinero a todo el mundo, que está casado con Soledad (Josefina Serratosa) y que ve que su suerte puede cambiar cuando los americanos creen haber hallado indicios de un yacimiento de petróleo en su propiedad. Sus acreedores, con Don Timo (teo) a la cabeza (el siempre brillante Antonio Riquelme) son aleccionados y estimulados por Don Fausto (Félix Fernández) para tratar de explotar por su propia cuenta las riquezas que el subsuelo de Castilviejo parece atesorar. Finalmente, estas directrices resultan ser una estratagema del hastiado Don Fausto para hacer prosperar, por vía del esfuerzo, al pueblo, que se hallaba anclado en la pobreza por culpa de la desidia de sus habitantes, obteniendo como premio a su iniciativa el hallazgo del acuífero que tanta falta hacía, desde hacía décadas y que, más que el canto de sirenas de volubles riquezas petrolíferas, traerá la sana prosperidad a todos los habitantes de Castilviejo. La película, que participa claramente del espíritu de crítica amable fundado por “¡Bienvenido mr. Marshall!” (Luis G. Berlanga, 1953), cuenta con un humor agradable sólidamente basado en el oficio de sus cómicos participantes, entre los que no queremos omitir la actuación del omnipresente Xan Das Bolas, como Baldomero, y se estrenó el 12 de enero de 1956 en los cines Astoria y Cristina de Barcelona y en mayo del mismo año en el Capitol de Madrid.
Cuatro estampas matritenses con Mario dentro
De la cinematografía española del franquismo puede afirmarse que, en líneas generales, participó del mismo centralismo que caracterizaba la política del régimen. La constante presencia de la ciudad de Madrid y de las circunstancias vitales de sus habitantes ha quedado machaconamente inmortalizada en innumerables títulos de la producción hispana, especialmente, en los films de intención más popular, haciendo creer, al espectador medio, que la acción de una película española es inconcebible que pueda desarrollarse en lugar distinto de la capital del Reino. Sea por esta razón, o por pura casualidad, una filmografía como la de Mario Berriatúa, intensa en actividad, pero no excesivamente prolongada en el tiempo, contiene, cuando menos, tres estampas de la ciudad de Madrid. La primera, estrenada en los cines Pompeya y Palace de Madrid el 23 de marzo de 1950, reunía por primera vez a Mario Berriatúa con Carmen Sevilla (volverían a verse muy pronto, en “Cuentos de la Alhambra”) en calidad de hermanos, como Manolo y Mari Pepa en esta adaptación muy libre de la popularísima zarzuela del maestro Ruperto Chapí (con libreto de Carlos Fernández Shaw y José López Silva). Gracias al guión de Guillermo Fernández Shaw y Francisco Ramos de Castro, precisamente, que introdujeron importantes añadidos al libreto original, Mario Berriatúa accedió al papel de Manolo, el hermano de la protagonista Mari Pepa, con quien convive en compañía de su tía Josefa (María Brú) y a quien la lleva a mal traer por sus malos pasos, que le conducen a “afanar” todo lo que se le pone por delante. Precisamente, por tapar sus robos, Mari Pepa se ve en la tesitura de renunciar al honesto amor de su Felipe “de su vida” para entregarse al taimado don Leo (un siempre canallesco Tomás Blanco en un papel también añadido a la zarzuela original que repetirá en la versión que el mismo director rodará doce años después), que la chantajea con denunciar al díscolo hermano. Ni que decir tiene que todo termina como es debido y que el amor de Felipe y Mari Pepa se impone sobre todas las dificultades y el arrepentido y descarriado Manolo acepta el castigo que le corresponde en la confianza de un futuro mejor. De la película previa ya habíamos hablado algo con ocasión de la entrada dedicada a Antonio Riquelme, un madrileño de pura cepa cuya presencia no en vano solía menudear en todo film ambientado en El Foro que se preciara. Así, en “Historias de Madrid” (Ramón Comas, 1957), como ya vimos en su día, el flaco y genial actor tiene un papel destacado como Don Sergio en esta crónica de los apuros de los habitantes del inmueble del número 7 de la calle General Mendieta, amenazados con el desahucio por el desalmado casero interpretado por Mariano Azaña. A Mario Berriatúa se le reserva un papel escasamente relevante como un pretendiente de la guapa Lycia Calderón, a quien lleva a pasar un día de campo al río y a la que deja escapar a las primeras de cambio, para desesperación del más perseverante Tony Leblanc que va siguiendo los pasos de la bella.
También una estampa de Madrid aunque mucho más actualizada (el color y el cinemascope ayudan mucho a dar esa impresión) es “Muchachas de azul” (Pedro Lazaga, 1957), otra producción “Ágata Films” en la que las protagonistas son las guapas dependientas de los almacenes Galerías Preciados de la capital. Con el mismo director y la misma pareja protagonista que en “Luna de verano”, en esta ocasión, José Luis Dibildos se alía en la escritura del guión con Noel Clarasó, lo que permite un tono humorístico diferente al del film comentado anteriormente, quizá más elegante y también más conservador. La ausencia de la que acabaría siendo esposa del productor, Laura Valenzuela, aún por llegar a la “órbita Diblidos”, se compensa con un reparto mucho más extenso, donde no faltan chicas guapas, como Lycia Calderón y Vicky Lagos, además de Lucía Prado, y donde el papel de “gracioso” de Tony Leblanc está reforzado con otros personajes de actores cómicos en alza, tales como Antonio Ozores y José Luis López Vázquez. Se trata, en definitiva, de una comedia del desarrollismo de protagonismo coral, un subgénero que cosechó un predicamento indiscutible en torno al final de la década de los cincuenta. Básicamente, la película cuenta las estrategias de Ana (Analía Gadé), Olga (Vicky Lagos), Lolita (Lycia Calderón) y Pilar (Lucía Prado) para atrapar el marido que les proporcione el soñado futuro hogar propio. La primera se propone “cazar” a Juan (Fernando Fernán Gómez), un tipo despistado e inocentón al que pervierte y advierte su amigo Álvaro (José Luis López Vázquez), para lo que debe ocultar su condición de hija de Doña Clara (Ena Sedeño) una patrona de una pensión en la que vive un trouppe de un circo, enanos incluidos (y dos payasos a los que dan vida Ángel Álvarez y José María Gavilán). Por su parte, la escultural Olga está obsesionada con pescar a un novio con coche. Deslumbrada por los motores de explosión, a veces cae en errores como el que representa Jesús Puente en la película, un aprovechado hombre casado a quien la patosa intervención de un espontáneo (Juan Cazalilla) deja al descubierto. La chica, que ayuda a su padre, un portero de finca urbana interpretado por Erasmo Pascual, a criar a cuatro hermanitos, consigue ganarse los favores del taxista Pepe (Tony Leblanc) tras mucho hacerse valer y demostrar que puede hacer una buena paella. Lolita, por el sistema de dejarse ver sin hacer mucho ruido, consigue encandilar a Julio, un estudiante de medicina (Antonio Ozores) que realmente estaba interesado por la más espectacular Olga. Por último, ocupando el lugar más anecdótico de las cuatro protagonistas femeninas, está Pilar, que prepara con Carlos (Leo Anchóriz) un concurso sobre los Reyes Godos, creyendo que esto ilusiona al joven, tan sólo para descubrir ambos que se han enamorado mientras repasaban la famosa lista de monarcas medievales. El poco lucido papel de Mario Berriatúa es el de Jaime, un compañero de facultad de Julio a quien éste pide que le acompañe para salir con Olga y Lolita, adjudicándole esta última. No obstante, Jaime, que no es del todo tonto, impone su superior asertividad para hacerle la corte a la despampanante Olga, con la que consigue girar un par de bailes e incluso está a punto de pasar a algo más en el asiento de atrás de un taxi, pero con tan mala fortuna que el conductor resulta ser Pepe, quien le para los pies y le hace bajarse del taxi y de la película, llamándole “Cara de gato” y advirtiéndole que “no le toque, que tocando es más caro”. También le dice algo que debió sonarle familiar a Mario Berriatúa, “Mi coche no es el Teatro Español para que me haga el Tenorio”. En papeles episódicos, destaquemos la presencia de Francisco Bernal, el omnipresente secundario de larga cara que hace el papel de Eusebio Chacón, un paleto quien, de compras en la ciudad con su mujer, María, se pierde en la inmensidad de Galerías Preciados, y la poco habitual del medio cinematográfico, la excelente actriz Luisa Sala como Balbina, la criada en la pensión de Doña Clara.
Más que una estampa de Madrid, a pesar de transcurrir su acción en el famoso barrio del Rastro de la capital española, “Día tras día” (Antonio del Amo,1951) ha quedado como una de las primerísimas (y escasas) muestras de cine español bajo el franquismo con inquietudes neorrealistas inequívocas. Estrenada no por casualidad el mismo año que “Surcos” (José Antonio Nieves Conde), comparte con ella, además, la presencia en su reparto de una debutante Marisa de Leza, una actriz que suponía, en sí misma, una renovación de la figura de la mujer en el cine español en relación al tipo de protagonista femenina imperante en el cine “del Imperio”, mucho más cercana, más real. Estrenada el 17 de octubre de 1951 en los cines Pompeya y Palace de Madrid, “Día tras día” tenía como protagonista a Mario Berriatúa en esta historia que trataba de las dificultades ciertas que ofrecía la supervivencia por el camino recto de la juventud en tiempos difíciles. El gran Manolo Zarzo debutó en ella.
Mario , el “Sportman”
Ya habían coincidido en “Neutralidad” (Eusebio Fernández Ardavín, 1949), donde Gérard Tichy iniciaba su carrera y Mario Berriatúa hacía un pequeño papel como “agregado”, volvieron a encontrarse en el reparto de “Hombre acosado” (Pedro Lazaga, 1952), aunque sus personajes no se encontraban en la acción, y compartieron plano en “Aquellos tiempos del cuplé” (Mateo Cano, José Luis Merino, 1958). En esta película, llena de “cameos” al estilo de “La vuelta al mundo en 80 días“ (Michael Anderson, 1956), Mario Berriatúa sólo intervenía en calidad de hombre deportista, al limitarse, en el papel de Alberto, a efectuar una exhibición de boxeo en la que tenía como oponente a Camilo (Ángel Jordán), un aspirante a los favores de la protagonista Lilian de Celis. El combate, que Mario Berriatúa escenifica con cierto sentido de la comicidad autoparódico, supone una paliza ya que Camilo no puede defenderse bajo amenazas de la mujer que lo mantiene (Amelia de la Torre) de arruinarle, al enterarse de que el ganador obtendrá un beso de la dama de honor del evento, la guapa cantante a la que encarna Lilian de Celis. Al final del episodio, en la mejor tradición del cine cómico y de los dibujos animados, el forzudo Alberto se derrite ridículamente al ser besado por la bella. Este aspecto de hombre de acción, aficionado al deporte está presente en gran parte de la filmografía de Mario Berriatúa, al que hemos visto montar a caballo en “Sonatas”, en "Los últimos días de Pompeya" y en “El alcalde de Zalamea”, practicar la esgrima con gracia pero sin suerte en “Don Juan”, jugar a bolos en “Muchachas de azul” y al béisbol en “¡Aquí hay petróleo!”, además de zambullirse con soltura y nadar en “Historias de Madrid” Culminando este particular decatlón, Mario Berriatúa, en su última película como actor fue entrenador de atletas en “El mejor del mundo” (Julio Coll, 1970).
El estreno de “El mejor del mundo” se produjo en Madrid en el cine Albéniz, un 17 de julio de 1970, un día después del fatal accidente que le costó la vida a Mario Berriatúa. Con el director de la cinta, Julio Coll, el infortunado actor había colaborado también, en otro título rodado a continuación del anterior, “Persecución hasta Valencia”, en calidad de ayudante de dirección. Cuenta “El mejor del mundo” una de esas historias típicas del renovado existencialismo de los años sesenta en las que el protagonista está obsesionado con algo que, finalmente, no se produce, dejando al espectador la sensación de que la vida es un tango. Viéndola es imposible no acordarse de “La soledad del corredor de fondo” (Tony Richardson, 1962), otra película en la que otro flaco protagonista se pasa el film corriendo y que también termina de un modo similar. En la película de Julio Coll, que aprovechó la actualidad de las recientes olimpiadas de México insertando algunas imágenes documentales del evento en su ficción cinematográfica, el protagonista, José Alcalá, un técnico instalador de televisiones y antenas (Tony Isbert), siente la necesidad de correr todo el tiempo, lo que le lleva, a través de la mediación de Paco Vélez, un periodista deportivo (José Suárez), a ser fichado para competir en la prueba del maratón con la selección nacional de atletismo en las Olimpiadas. Una lesión cardíaca le aparta del equipo sin poder demostrar que es “el mejor del mundo”, pero, no obstante, corre la prueba en solitario, sólo para probarse a sí mismo y conseguir, de paso, la admiración de su padre (José Bódalo), al cual siente haber decepcionado en una trivial anécdota de la infancia que resultó traumática. Lo cierto es que la película no convence en ningún aspecto (empezando por un protagonista que parece directamente tonto la mayor parte del tiempo) y fracasa en su intento de conmover al espectador y hasta en el de entretenerle. Mario Berriatúa se limita a gritar “¡Hop!” y a manejar su cronómetro en su papel de (casualmente) Mario, el entrenador de los corredores, con lo que forma parte de la pléyade de personajes que asumen el rol paterno del protagonista: además de él, que le enseña a correr adecuadamente y vela por su integridad física y por el perfeccionamiento de su técnica (tratando de inculcarle un poco de sensatez en su alocada manera de trotar por el “tartán”), está el padre “auténtico”, un ferroviario viudo en trance de jubilarse, encarnado por José Bódalo, el “descubridor” periodista deportivo que hace José Suárez, el seleccionador nacional de atletismo, con la fisonomía de Jesús Puente, el jefe laboral, un siempre enérgico Agustín González y el médico que le trata de la lesión cardíaca, un otoñal Alfredo Mayo. Todos ellos tienen una actitud claramente paternalista hacia el compulsivo corredor, que se mantiene impermeable a sus diversos y convergentes consejos, aunque no se sabe si porque los valora negativamente o, simplemente, porque no los comprende en absoluto. Su círculo de amigos, capitaneados por Carlos Romero Marchent (que, por cierto, hace el papel de un tal Carlos, tan casualmente como Mario Berriatúa encarna a un tal Mario), también aconseja al protagonista, en el sentido de que correr no le llevará a ninguna parte y hasta su principal rival, en el momento de abandonar el equipo para centrarse en los estudios universitarios, también se permitirá malgastar su tiempo con él confiándole algún que otro consejo cargado de buenas intenciones. Todos estos esfuerzos estériles se verán combinados con la influencia del elemento femenino, Mary, personaje interpretado por la hermosa mexicana Norma Larraga, “Karla”, otra soñadora como el protagonista (que en lugar de galopar, canta) pero que, a diferencia de él, desciende a la dura realidad renegando de las ilusiones compartidas con el atolondrado atleta. Digamos a título anecdótico que , Mario Berriatúa deja en este su último film dos memorables momentos fugaces de interpretación sin palabras. En uno, en la primera ocasión en que establece un diálogo con el “espontáneo” José Alcalá, en una de sus irrupciones en el entrenamiento de sus pupilos, Mario Berriatúa, como reforzando su ligero parecido con el astro hollywoodiense, imita un gesto característico de Paul Newman, un ademán bastante artificioso. En el otro, que se produce cuando José Alcalá, al ganar una carrera en la distancia de los cinco mil metros, salta al primer plano de la fama y obtiene la inclusión en el equipo de la selección nacional para participar en las próximas olimpiadas, Mario Berriatúa lanza una profunda y huidiza mirada antes de quitarse del centro de la atención mediática y desaparecer del film y de la vida del recién nacido ídolo deportivo, aceptando resignadamente su papel subordinado.
¿Quién puede matar a un ruiseñor?
El fenómeno de Joselito sería inconcebible sin la aplicada habilidad cinematográfica de Antonio del Amo, del mismo modo que Pablito Calvo no habría podido existir como figura de la pantalla sin los excelentes oficios de Ladislao Vajda. Aunque en el caso del cantarín niño se podría alegar que su voz merecería por sí sola la atención del público, no cabe duda que son los valores cinematográficos los que consiguieron convertir sus trinos y gorjeos en un éxito multitudinario. Sea como fuere, Mario Berriatúa, que ya había tenido participación en grandes éxitos populares del cine español como “Mariona Rebull”, “Balarrasa” o “Don Juan”, consiguió ver su nombre incluido en un nuevo título cuya popularidad alcanzó el rango de éxito completo, cual fue “El pequeño ruiseñor”(1956), origen de una larga y triunfal serie de films con protagonismo del artista infantil José Jiménez Fernández (Beas de Segura, Jaén, 1943) , conocido como “Joselito”. Antonio del Amo, que le había repartido el papel principal de “Día tras día”, quizá su apuesta más personal, le otorgó en el presente caso el papel del padre Jesús, un cura joven que Mario Berriatúa compuso parapetado tras una aparatosas gafas de vidrios redondos y de montura de pasta negra, empleando muy bien el tono incierto de su propia voz, la inseguridad del despistado y una irrompible vena de bondad subyacentes en su propia personalidad. La función del padre Jesús es la de mediar en el conflicto existente entre Fuensanta, una joven madre soltera (la muy atrayente Lina Canalejas) a la que acoge en su casa, y su padre, quien repudió a la muchacha por haber despreciado al hombre que él le había concertado como marido para fugarse con un cantante flamenco que, a la sazón, le dejó en herencia la semilla del propio Joselito y desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, al niño lo cría su abuelo, el campanero, y lo explota Martín, el sacristán (Mariano Azaña), que reconoce en la voz del chiquillo una bonita fuente de ingresos. Reaparece en escena el hombre con quien Fuensanta iba a casarse (un sombrío y muy convincente Luis Induni) y, tras algunas complicaciones melodramáticas muy bien subrayadas por Antonio del Amo y algunas escandalizaciones a cargo del tío de don Jesús, el obispo don Fernando (Aníbal Vela) y tras, también, naturalmente, la interpretación de una docena de canciones,entre las que destaca la archipopular “Campanera”, el film llega a su fin y deja al público en buena disposición para consumir nuevas entregas de las cándidas andanzas del vocinglero infante.
Mario en tono sombrío
Mario Berriatúa había protagonizado la desdichada “Aventuras del capitán Guido” y, más recientemente, la válida pero poco comercial “Día tras día” cuando Pedro Lazaga le confió el papel principal en “Hombre acosado”(1952), una película inscrita en los cauces del cine negro en la que nuestro personaje de hoy encarnaba a Javier, el típico héroe del género al que los acontecimientos se le precipitan. Javier se enamora de Viviana una “mujer fatal” (Maruja Asquerino en la que era su especialidad) y cuando ésta aparece muerta, Fussot, el villano de turno (Alfredo Mayo, cada vez más alejado de su estereotipo de héroe) trata de “colgarle” su crimen. En auxilio del héroe, éste cuenta con amigos leales, como Polo (Paquito Cano) y Luisito (Rafael Arcos) y con una buena chica, Raquel (Anita Dayna), con la que descubrirá el verdadero amor. El argumento, no demasiado original, se debió a los esfuerzos combinados de José Luis Dibildos, Alfonso Paso y el propio Pedro Lazaga, y algo dijimos ya de este título cuando dedicamos una entrada a Valeriano Andrés, que hace el papel de uno de los secuaces del malvado Fussot. En su papel protagónico, Mario Berriatúa consigue convencer a pesar de su ya aludida limitada sensación de seguridad y físicamente se encuentra en un buen momento logrando, en algunos planos y desde determinados ángulos preludiar (en versión quizá algo tosca) al aún porvenir galán internacional, recientemente desaparecido, Paul Newman, quien, por cierto, había nacido el mismo año que Berriatúa, pero no había sido tan precoz en las tareas interpretativas. Tales virtudes, no obstante, no proporcionaron a la película un éxito remarcable, pues duró 14 días en Madrid y tan sólo la mitad en la sala de Barcelona en que se estrenó.
Si “Hombre acosado” fue un film que mencionamos aquí por causa de la presencia de Valeriano Andrés en él, otro tanto sucede con “Embajadores en el infierno”(José María Forqué, 1956). A lo que dijimos entonces hay que añadir que se trata de un film que parecio perseguir el éxito cosechado por “La patrulla” en su tratamiento de la suerte sufrida por los miembros de la División Azul que quedaron prisioneros en campos de concentración rusos al término de la Segunda Guerra Mundial, tomando los autores Teodoro Palacios Cuetos y Torcuato Luca de Tena los testimonios de los repatriados como base del argumento, en el que se hallan peripecias coincidentes con algunos elementos presentes en la novela de Pierre Boulle “El puente sobre el río Kwai”, adelantándose así incluso a la versión cinematográfica que de ella realizaría David Lean y que estrenaría un año después con éxito mundial.
“Embajadores en el infierno” cuenta las vicisitudes de un grupo de oficiales y soldados de la División Azul prisioneros en sucesivos campos de concentración soviéticos. Antonio Vilar es el capitán Ricardo Abrados, el líder indiscutible a quien secundan (no sin cierto servilismo) el teniente Pedro Rodrigo (Mario Berriatúa, que prácticamente se limita a ser la sombra de su capitán) y el teniente Luis Durán (Rubén Rojo). El elemento disidente es el teniente Alvar, encarnado por Luis Peña, un soberbio actor al que José María Forqué supo aprovechar como nadie, en cuantos papeles le otorgó, como en las posteriores “De espaldas a la puerta” (1959), o en “091, policía al habla”(1960) , sabiendo ver en él la vena hedonista del señorito carente de escrúpulos . Precisamente, esa inclinación del personaje de Alvar le lleva a sucumbir a la tentación (“era una mujer estupenda”) que le aparta de la férreas convicciones de sus compañeros y a pasarse al bando comunista, lo que le vale ser abofeteado por Pedro Rodrigo en el único momento en que el personaje de Mario Berriatúa hace algo por su cuenta. En este sentido, su actitud al final del film, cuando se entera de que en España, en el puerto de Barcelona, le esperan su cuñada y su sobrino (cuya existencia ignoraba) resulta un tanto patética, máxime cuando el personaje de Rubén Rojo demuestra con poco disimulo que le interesan muy poco sus impresiones: “¡Pero si yo creía que no tenía a nadie!”, es su última frase. Luego aparece por última vez en un plano en el que le coge la mano a su capitán, al divisar el puerto de destino en un gesto harto equívoco. Por lo demás, la película contiene actuaciones bastante meritorias de un reparto enteramente masculino, que incluye a Manuel Dicenta (poco pródigo en experiencias cinematográficas valiosas) en el papel del suboficial Valdivia, a Javier Armet y a Ángel Aranda como los italianos Silvestre y Giovanni (el cual, por cierto, tiene la desgracia de ser abatido a tiros por abandonar la formación para recoger florecillas el mismo día en que iba a ser repatriado a Italia, en el colmo de la mala suerte). Entre los soldados prisioneros, encontramos a Mario Morales como Andrés Rodríguez, a Pedro Valentín, como Ángel de la Varga y al actor Miguel Ángel que hace el papel del soldado Miguel García, uno de los más débiles y por ello más heroicos; también a Jacinto Martín como el soldado Antonio Blas Naranjo, que por renunciar a su nacionalidad, siguiendo el ejemplo del teniente Alvar, no consigue la repatriación, y a otros actores en papeles menores, como al inmenso doblador Félix Acaso y al versátil Pedro Beltrán. En el bando contrario, dando vida a los crueles carceleros, que aparecen en progresión maligna, aparecen el apático oficial al que encarna José Franco (con nariz postiza), el maquiavélico Antonio Prieto como coronel Chorne y Valeriano Andrés disfrazado con una nariz parecida a la que lleva José Franco y una perilla tomada prestada de Lenin.
Final
La trayectoria profesional y vital de Mario Berriatúa guarda en sí no pocos misterios, para cuya resolución sólo podemos formular conjeturas. ¿Qué fue lo que le decidió a dejar la profesión de actor para ocuparse en tareas de producción de películas? ¿De dónde nacía la inseguridad que impregnaba sus actuaciones? ¿Estaba ilusionado con su regreso ante las cámaras cuando fatalmente halló la muerte en las aguas del río Manzanares? No tenemos respuesta a estas preguntas. Es posible que la escasa entidad de los papeles que le ofrecían en los últimos años, después de haber protagonizado, un lustro atrás no pocos protagonistas le impulsara a dejar la actuación. O que, simplemente, viera en las tareas de producción un medio más eficaz de obtener buenas sumas de dinero. El caso es que con el inicio de la década de los sesenta y tras las fugaces apariciones en el “thriller” hispano sueco “Llegaron dos hombres” (Eusebio Fernández Ardavín, 1959) y en “La paz empieza nunca” (León Klimovsky, 1960) acumula una fantasmal presencia en “El hombre de la isla”(película rodada en 1959 y estrenada en enero de 1961), un drama isleño de ambiente pesquero que se desarrolla entre un hosco y brutal pescador (Paco Rabal) y la mujer extranjera (Marga López) con la que se ha casado por poderes, dirigido por Vicente Escrivá (un poco, sí, como el “Stromboli” roselliniano), presencia relacionada en diversas filmografías, pero que no figura acreditada y que no ha podido ser comprobada por este burgomaestre, por más que ha mirado la película con la debida atención, Mario Berriatúa desaparece de la pantalla grande y toma la decisión de supervisar y gestionar diversas producciones, lo que le pone en contacto con Alfonso Balcázar y sus coproducciones con Alemania “El ataque de los kurdos” y “El salvaje Kurdistán”, ambos films fueron rodados simultáneamente en 1965 y dirigidos por Franz J. Gottlieb y con Lex Barker como protagonista en el papel del héroe aventurero Kara ben Nemsi. No se estrenaron hasta mucho después, en Barcelona entre febrero de 1967 y mayo de 1970, no llegando a estrenarse la segunda en Madrid. Se trata de dos adaptaciones de sendas novelas de Karl May , un autor al que ya había explotado los mismos artífices en su vertiente “western” con idéntico protagonista. El guión de estos títulos corrió a cargo de José Antonio de la Loma, director y guionista de “Explosión (golpe de mano)” (1970), una de las últimas producciones en las que tomó parte Mario Berriatúa. De su periodo vinculado a las tareas de producción destaca por su singularidad la supervisión de la producción de “Diferente” (Luis María Delgado, 1962), un proyecto personal de su protagonista, el bailarín argentino Alfredo Alaría, un musical que apenas disimulaba su condición de apoteosis “gay” que logró estrenarse en el cine Palacio de la Música, en el justo punto medio de la larga travesía franquista, con la “Ley de vagos y maleantes” de 1954, que expresamente tipificaba como delito la homosexualidad, en vigencia.
Tras diez años de tan variopintas como inconsistentes experiencias en el campo de la producción, Mario Berriatúa parecía dispuesto a volver a recuperar el pulso a la interpretación, sin descartar por ello (sus ayudantías en los films de 1967 “Joe, el implacable” –Sergio Corbucci- y 1968 “Persecución hasta Valencia” –Julio Coll- así parecen corroborarlo) que en un futuro asumiera la responsabilidad máxima de la dirección cinematográfica. Un mal giro del destino dejó sus intenciones sumergidas para siempre en las aguas del Manzanares.
Bibliografía: Algunos libros consultados y no citados en el texto ni (quizá) en entradas anteriores: “Aventuras y desventuras el cine español” (Eduardo García Maroto, Plaza y Janés); “Fernando Rey” (Pascual Cebollada, CILEH); “José Luis Dibildos. La huella de un productor” (Francisco Javier Frutos, Antonio Llorens. 43ª Semana Internacional de Cine de Valladolid. 1998); “Diccionario del cine español” (Academia de las Artes y las Ciencias cinematográficas de España, dirigido por José Luis Borau. Alianza Editorial), “Más allá de Esplugas City”.(Rafael de España, Salvador Juan i Babot).
Etiquetas: Monografía