Los actores son personas. Las personas, a menudo, se convierten en actores. Los actores, además de ser personas (obviedad de esas que quizá convenga recordar en un sitio como este, dedicado a hablar acerca de ellos), nos sirven para entender mejor qué somos o cómo somos los humanos. Así, sucede con los actores que los catalogamos, clasificamos y encasillamos en un determinado rol, dentro de unos estrechos márgenes y bajo el yugo de rígidos esquemas. Dictaminamos que tal papel no le va a fulano, o que a mengano, que se le da tan bien la comedia, es imposible tomárselo en serio cuando trata de conmovernos. Con infinita frecuencia etiquetamos a los actores con un determinado y definitivo sello, del mismo modo que adjudicamos a nuestros semejantes tal o cual perfil, fuera del cual nos resulta imposible concebirles. Y tan injusto es actuar de esta manera tanto con los actores como con el resto de los mortales, con la única diferencia de que, en el primer caso, esta discriminación influye decisivamente en su faceta profesional, mientras que a los que no nos dedicamos a interpretar vidas
ficticias, sino tan solo a vivirlas, tal proceder difícilmente repercutirá en nuestros prosaicos quehaceres. Muchos son los ejemplos que servirían para ilustrar esta cuestión que tan ineficazmente trata de plantear aquí y ahora este burgomaestre. Actores y actrices a los que el público ha marcado con el hierro candente de un pensamiento perezoso y pragmático, forman una verdadera legión. Y siempre, siempre, con injusticia, porque la complejidad de un actor, versión regulada por los dramas, retablos y guiones nacidos de la imaginación, de la complejidad humana, no puede nunca hacerse encajar en una casilla, aunque la comodidad utilitaria de nuestro juicio nos conduzca inevitablemente a ello. El caso es que, de toda esa miríada de intérpretes condenados a la administrativa sepultura en un determinado nicho indeleblemente etiquetado, ha sido una imagen con la que este burgo ha tropezado, la que le ha movido a realizar las presentes (y poco originales, reconozcámoslo) reflexiones. Se trata de una fotografía que se publicó en la página 2 del décimo segundo número de la revista teatral “Primer acto” (enero-febrero de 1960), un retrato del actor José Rubio (José Rubio Urrea, Lubrín –Almería-, 10-9-1931) en la que parece estar a punto para ofrecer al público español su versión de los anti-héroes más o menos juveniles que al otro lado del Atlántico habían encarnado Marlon Brando o James Dean. Sólo un año y tres meses después, José Rubio ya ocupa la portada de la revista, en su número 21, y un nuevo retrato suyo figura en su
página 2, representando el papel de Val Xavier en la obra de Tennessee Williams (Thomas Lanier Williams, 1911-1983), “La caída de Orfeo” (Orpheus descending, 1957), que había sido recientemente llevada al escenario del teatro Español por la compañía Lope de Vega, con José Tamayo como director y con Ana Mariscal (como Donna Torrance) y Nuria Torray (en el papel de Carol), como oponentes femeninas.
José Rubio, al que vimos recientemente por aquí, con motivo de las primera y segunda partes de la entrada dedicada a José María Tasso, a causa de su participación en la versión de Rafael Gil de “La casa de la Troya” (1959) y de la adaptación del mismo director de la comedia homónima de Jardiel Poncela, “Tú y yo somos tres” (1962), y al que veremos también en la tercera parte de la misma entrada, pues coincide nuevamente con Tasso en “Don Erre que erre” (José Luis Sáenz de Heredia, 1970), y al que citamos, probablemente, en la entrada dedicada a Fernando Delgado, por haber hecho su debut cinematográfico en “Todos somos necesarios” (José Antonio Nieves Conde, 1956), uno de los primeros títulos de la filmografía de este recientemente fallecido actor, empezó en la profesión introduciéndose en ella indirectamente, desde su puesto de botones, siendo un muchacho, en una empresa de producción cinematográfica. Desde tan “privilegiada” posición, Pepe Rubio tomó contacto con muchos representantes de actores y consiguió introducirse, como meritorio, nada menos que en la prestigiosa compañía del Teatro Español, “Lope de Vega”, en cuyo escenario alcanzará la categoría de primer actor. En la misma época del estreno en Madrid y Barcelona de “La caída de Orfeo” (1961), obra masivamente conocida por el público gracias a la difusión de la versión cinematográfica que filmó Sidney Lumet en 1959 (“Piel de serpiente”, se llamó en España, "The fugitive kind", en su estreno en USA) con dos gigantes de la interpretación en sus papeles principales (Marlon Brando, como Valentine Xavier, y Anna Magnani representando a su jefa, Donna Torrance, quienes dieron al film el aspecto de un monstruo de dos cabezas), José Rubio representaba roles destacados en “Seis personajes en busca de autor”, de Pirandello, “Muerte de un viajante”, de Arthur Miller o en la versión de “La Celestina” a la que hicimos referencia recientemente por estar protagonizada por quien fue nuestro último motivo de comentario en este weblog, la perturbadora Irene López Heredia. Sin embargo, pese a haber, por ejemplo, compartido durante un tiempo, el mismo alma que llevó sobre los hombros el mismísimo Marlon Brando, cuando sobre el tablado dio vida al mismo guitarrista vagabundo y buscavidas que imaginó Tennessee Williams, para varias generaciones de espectadores, José Rubio no ha sido ni será nunca otro que aquel que protagonizó durante décadas la comedia de Alfonso Paso “Enseñar a un sinvergüenza” (llevada al cine por el inoperante Agustín Navarro en 1969) y que, especializándose cada vez más en representar piezas escasamente distinguidas de vodevil, recorrió los escenarios españoles sin más pretensión que distraer a un público con deseos de pasar el rato sin exigir el menor esfuerzo a su intelecto. Haciendo de la exhibición ruidosa de una simpatía agobiante su carta de presentación, a José Rubio le vio este burgomaestre repetidamente recorrer los platós de televisión en innumerables programas de tipo “magazine”, cantando las excelencias de su última comedia en cartel, empleando siempre, para atraer a la audiencia, el viejo reclamo de que la suya era una representación en la que “la gente disfruta, se ríe, y olvida durante dos horas sus problemas cotidianos” . Y sin embargo, don José Rubio, claro está, no sólo era eso. No sólo es eso. Por más que, por así decir, y en pos del éxito, hayamos de convenir en que “él se lo haya buscado”.
PD 1: Otro día hablaremos de Arturo Fernández, quien, de similar manera, y en vista de la escasa capacidad del cine español para dar salida a sus reales posibilidades de ser una estrella del celuloide (medio en el que trabajó denodadamente y en todos los géneros), se acomodó en una única clave en la que desarrollar un solo acorde, proceder el cual le ha proporcionado fama, fortuna y estabilidad, pero que le ha privado, sin duda, de una gran parte de su capacidad, de su oficio, y, en cierto modo, de sí mismo.
PD 2: Para los amigos seguidores de Lady Filstrup: sigo teniendo dificultades para dedicarme como sería mi deseo al blog. La tercera (y última) parte de la entrada dedicada a José María Tasso sigue en marcha, pese a todo. Próximamente, en sus pantallas.
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