SIC SEMPER TYRANNIS
Desde
que Lady Filstrup se retiró a su seguro sepulcro a reposar sus desvencijados
huesos, muchos grandes actores nos han dejado. El último y probablemente el de
mayor cualidad estelar, sea Alfredo Landa, pero a él le precedieron en el
camino al Más Allá talentos tan destacados como los de quienes ahora
relacionaré fiándome de la traidora memoria y aún a riesgo de cometer el
imperdonable pecado de olvidar a alguno: Sara Montiel, Aurora Bautista, María
Asquerino, Tony Leblanc, Carlos Larrañaga, Francisco Valladares, Pepe Rubio,
Paco Morán, Pepe Sancho, Sancho Gracia o Pablo Sanz. Con cada una de estas
despedidas, se ha ido despoblando el particular olimpo actoral de este
burgomaestre, que asiste con desolada tristeza al final de una época que amó. Y
es que este empecinado deudor de los cómicos pertenece a esa clase de
espectadores españoles que ha dado en comprender que lo que realmente aprecia
del cine español es a sus actores y, de éstos, lo que ellos tienen de teatral.
El actor forjado en decenios de trabajo sobre el escenario imponía su presencia
sobre el guión más pedestre y sobre la puesta en escena más ramplona. En las
precipitadas adaptaciones televisivas era capaz de “tirar de oficio” y declamar
con seguridad, decir su texto con precisión y mantener el ritmo correcto de un
diálogo y el tono dramático apropiado de cada escena. Cualidades adquiridas
mediante la exigente escuela de la experiencia y, en muchas ocasiones, desde la
cuna.
Las previas
reflexiones han nacido de la contemplación de una fotografía obra de Juan Gyenes
que da testimonio del trabajo de tres actores señeros: José María Rodero,
Francisco Pierrá y Pablo Sanz (a quien aludíamos antes por la triste
circunstancia de su reciente fallecimiento). Los tres se dieron cita en el
reparto del estreno de la obra de Buero Vallejo “El tragaluz”, que bajo
dirección de José Tamayo, se estrenó en el madrileño teatro Bellas Artes, el 7
de octubre (con un retraso de un día sobre la fecha prevista) para dar inicio a
la temporada teatral de aquel año. La obra obtuvo un éxito señalado, alcanzando
las quinientas representaciones, pese a (o precisamente gracias a) ser, en
alguna medida, una pieza audaz, al insertar una reflexión dramática sobre unos
hechos trágicos en un contexto de ciencia ficción, ardid argumental que Buero
Vallejo retomaría en su futura producción con especial acierto en “La
fundación”, por ejemplo. No poca responsabilidad en la consecución del éxito la
tuvieron sus intérpretes. A los antes citados, quienes habrían de hacerse con
la popularidad máxima por la vía de su trabajo televisivo (al veterano
Francisco Pierrá le llegaría con su participación en la serie Visto para sentencia y a José María
Rodero, especialmente, al dar vida al protagonista de Doce hombres sin piedad, mientras
que Pablo Sanz, que sustituía en “El tragaluz” a Jesús Puente, quien la
estrenó, era ya un habitual de la pequeña pantalla en 1967 y era tan familiar
en los hogares españoles como el cobrador de Santa Lucía) hay que sumar a la
deliciosa Lola Cardona, a Amparo Martí, a Sergio Vidal, y a Carmen Fortuny. En
la imagen que nos ocupa la atención hoy, destacan las miradas de los tres
actores y sus distintas actitudes. Forman los tres intérpretes un sólido bloque
en torno a la mesa camilla. Occupan y “toman” el centro del escenario, el cual
llenan por completo con su presencia magnética. Contemplan, cada uno desde su
posición física y psicológica, el espectáculo de la realidad a través del
tragaluz del título, que les da acceso, desde el subsuelo, a la vida en la
superficie que pasa ante ellos. De esa realidad, al espectador sólo le llega
(Platón mediante y su famoso Mito de la Caverna) la sombra proyectada en el
fondo del escenario. Se le antoja a este
burgomaestre que son, esa mesa camilla y ese grupo que observa, y ese público
que asiste a esa observación, tan vigentes hoy en día como lo eran entonces. Y
si la visión de 1967 llegaba desde un angosto ventanuco, ahora mismo la
recibimos, mejorada, desde la pantalla del ordenador. La inacción es la misma. Consideraciones más o menos gratuitas al
margen, el sentimiento más poderoso que acude hoy desde esta imagen de casi
cuarenta años de antigüedad es de una inmensa admiración por los cómicos que la
habitan. Y eso nos lleva a otra reflexión, nos lleva a pensar en de qué modo se
ha transformado la relación del público con los actores. Si la admiración por
ellos ciertamente subsiste, no es menos cierto que la calidad de esa admiración
ha decaído severamente con el paso de los años y se ha ido metamorfoseando
desde el respeto hasta llegar a la irreverente vulgaridad actual. Hoy en día
los actores sólo son célebres en función de su consumo por la vía de la prensa
amarilla, sea esta del ámbito “cardíaco” o sea del político. Décadas atrás, los
actores eran admirados y respetados por el honorable ejercicio de su profesión,
que tenía la relevancia que correspondía a su función de entretener a la gente.
Del mismo modo que los autores teatrales adquirían ayer consideración y
notoriedad públicas a través de sus estrenos, en la misma medida que son
ignorados olímpicamente hoy, los actores se labraban antaño su prestigio a
golpe de interpretación, viviendo y actuando por nosotros en el tablado y en
los platós, tanto como hoy obtienen la celebridad únicamente si despiertan
algún tipo de controversia o polémica y su nombre aparece en el disparadero de
las tertulias. En los años primeros de la vida de este burgomaestre, actores
como Guillermo Marín, Manuel Dicenta, el antes citado Francisco Pierrá,
Alejandro Ulloa, Luis Barbero, Joaquín Roa, Antonio Riquelme o Jesús
Tordesillas podían muy dignamente compaginar su ancianidad con el trabajo de
actor mientras que hoy el lamentable panorama de los actores ancianos se reduce
únicamente a optar entre dos posibilidades: de una parte, languidecer en el más
triste anonimato; de otra, ser rescatados de él por Santiago Segura para alguna
de sus patochadas. De todos los ancianos ilustres de la profesión actoral, sin
duda fue Pepe Isbert el más celebrado y todavía hoy, casi cincuenta años
después de su muerte, todavía conserva intacta su gloria.
Pepe
Isbert (Madrid, 3/03/1886 – 28/11/1966) debutó sobre el escenario en 1903.
Cuando actuó a las órdenes de Berlanga en El
verdugo (probablemente su film más venerado) llevaba actuando 60 años.
Sirva este dato como piedra basal sobre la que edificar mi tesis, que consiste
en creer que los grandes actores del pasado hacían su trabajo y poco importaba
a las órdenes de quien lo hicieran. Pepe Isbert ejercitaba su oficio con la
misma seguridad y profesionalidad tanto si lo dirigía Sáenz de Heredia, como Berlanga,
Nieves Conde o Rafael J. Salvia. Y es ver actuar a los grandes lo que los
espectadores como yo buscamos, a fin de cuentas, es ese verles “trabajar” (como
solía decir su público no hace tantos años –Por cierto: qué distinto placer
representa ver trabajar a alguien que verle “jugar”, como dicen los franceses o
los ingleses cuando se refieren a la interpretación. En España siempre hemos
respetado reverencialmente el trabajo-). Pepe Isbert debutó en el cine en 1912,
cuando el cine todavía estaba lejos de ser el Séptimo Arte y se limitaba a
ofrecer imágenes en movimiento para pasmo y asombro de parroquianos que acudían
sin la menor inquietud intelectual encima. Lo hizo despachando ante las cámaras
(en el film “Asesinato y entierro de José Canalejas”, en el papel de Manuel Pardiñas)
al presidente José Canalejas, quien, el 12 de noviembre de aquel mismo año,
distraído en la contemplación de un escaparate de una librería cercana a la
madrileña calle de Carretas, bien poco se lo esperaba. Esta primera actuación
cinematográfica del gran Pepe Isbert, en la que apenas se le intuía la
fisonomía y que dura sólo unos segundos, le conecta directamente con otro gran
nombre de la cinematografía mundial, el del justamente célebre director
estadounidense Raoul Walsh (firmante de joyas tales como Murieron con las botas puestas, El
último refugio, Objetivo Birmania,
Al rojo vivo o El mundo en sus manos) , quien en 1915, tres años después de que
Isbert hiciera lo propio, cuando trabajaba como ayudante de dirección en la
primera superproducción cinematográfica de la historia, El nacimiento de una nación, de David Wark Griffith, encarnó para
la pantalla a otro magnicida, a John Wilkes Booth, que también descerrajó un
tiro en la cabeza de su respectivo presidente, Abraham Lincoln, cuando éste
asistía a una representación teatral de la obra Our american cousin, de Tom Taylor, en el teatro Ford (nótese el
paralelismo: los dos finados presidentes estaban entregados a una actividad
cultural y mientras el gallego político liberal murió cerca de Carretas,
Lincoln lo hizo en un Ford). Aquel 15 de abril de 1865, John Wilkes Booth, tras
herir mortalmente a Lincoln en su palco, saltó desde éste al escenario y
plantado en él gritó al público la frase (atribuida a Bruto en el acto de
asestar al César la puñalada postrera): “Sic semper tyrannis” (así siempre a
los tiranos) antes de darse a una infructuosa fuga. Medio siglo después, Raoul
Walsh, quien, por cierto, conoció personalmente en su infancia al eminente
actor Edwin Booth, hermano del magnicida (cuya celebridad fue tal que su vida
fue reiteradamente llevada a la pantalla por un buen número de actores, entre
los que destaca el no menos famoso Richard Burton), al reproducir la escena
para el ojo de la cámara se enredó ligeramente en la bandera que engalanaba el
palco presidencia y al ganar el escenario se rompió una rodilla y se luxó un
tobillo. Pero enmascaró el dolor y quedó muy bien en la película, simulando ser
aquel asesino quien, por un momento, había “tomado” el centro del escenario y
había representado su breve pero contundente pieza teatral de un solo tiro y
una sola frase.