La abuelita que todo el mundo debería tener: Camino Garrigó
Si algún amable visitante habitual de este weblog (o lo que sea), o algún curioso ocasional o un despistado navegante en su deriva por la red, tiene algo en contra de las venerables ancianitas, que deje en este punto la lectura de la presente entrada porque nuestra protagonista de hoy encarna, precisamente, el arquetipo esencial de la dulce viejecita. Una mujer muy entrada en años que recuerda a la dueña de Tweety (Piolín, en versión hispana), el canario de la Warner BROS (pajarillo con el que mantiene, además, un parecido razonable) o a la protagonista de “El quinteto de la muerte” (The Ladykillers, Alexander Mackendrick, 1955), por citar dos ejemplos de alcance universal.
Camino Garrigó (Pamplona, 1869, Barcelona, 1954 –según la única fuente conocida en la que figura tal dato-), permanece en el imaginario del cine español, como otros colegas suyos, que accedieron igualmente a la popularidad que dan las pantallas a avanzada edad, como si nunca hubiera sido joven, anclada su efigie a los rasgos de la ancianidad. Como en el caso del también navarro Joaquín Roa, o de Luis Barbero, el público mayoritario accede a las interpretaciones de Camino Garrigó cuando ya ha acumulado muchos años de experiencia. Otros casos de abuelitos populares, auténticas estrellas como Isabel Garcés, Paco Martínez Soria, o el mismísimo Pepe Isbert han dejado la huella más indeleble de su arte en películas que protagonizaron cuando ya habían sido, muchos años atrás, primeras figuras en la escena. Es, en cierto modo, una grave injusticia que quede tan escasa parte de su trayectoria profesional como legado para la posteridad, pero al menos en ellos, su condición de estrellas les ha concedido la atención de numerosos fans que son conscientes de su pasado. Camino Garrigó, en cambio, nunca superó su estadío de actriz secundaria, dedicada a dar vida a personajes episódicos y unidimesionales. Cosa que resulta más que suficiente para que este burgomaestre haga un intento por acercar su figura, valiéndose de la escasa información de que dispone, al público en general y a los amigos de Lady Filstrup, en particular.
Una niña que salió de Pamplona
En entrevista concedida a Leocadio Mejías para la revista “Radiocinema”, publicada en el número 105 de fecha 30 de octubre de 1944, doña Camino (de la que hemos colgado junto a estas líneas un retrato reproducido en las páginas de la revista citada, en la que se le ve con bastantes años menos de los que contaba entonces) describía su situación de completa soledad en el mundo y su resignación a tal circunstancia, también que se sentía feliz en Madrid, a pesar de tener su residencia en Barcelona gracias a las atenciones de sus muchos amigos y a que allí, al menos, sentía la cercanía de su padre, allí enterrado. Relataba también, por último, cómo su mayor ilusión de toda la vida había consistido, simplemente, en volver a su pueblo, a la Pamplona de la que había salido en 1892, con ocho años de edad, rumbo a Madrid. Al dejar su ciudad natal tan tempranamente, la actriz desarrolló un sentimiento nostálgico que se debió imponer en su temperamento, dándole una pátina de melancolía que ayudó a formar su personalidad cinematográfica. Los personajes interpretados por Camino Garrigó, eran, como ella, delicados, carentes del carácter dicharachero de otras ancianitas famosas, como la Abuelita Paz creada por el gran dibujante Manuel Vázquez, o el arquetipo de abuelita ingenua pero vitalista habitual de la Isabel Garcés metida en años, o el más resuelto (y, en ocasiones, avinagrado) que compuso Aurora Redondo en sus últimos treinta años de vida, o el disparatado rol de la última Guadalupe Muñoz Sampedro. Las creaciones de Camino Garrigó transmitían extrema delicadeza, muy próxima a la fragilidad, la cual cosa, sin duda, hacía que diera la impresión de parecer mayor en pantalla de lo que realmente era. Los suyos eran personajes a los que había que preservar de cualquier sobresalto, o quebranto, que se espantaban de su sombra y que debían vivir protegidos bien por abundantes capas de sayas, mantos, gorritos y miriñaques, bien por sobrias y largas vestiduras negras, sólo prestos para tareas escasamente arriesgadas y preferentemente sedentarias, como tomar el té, hacer costura o practicar la oración. Entre 1939 y 1949 (años en los que se desarrolló la carrera cinematográfica de Camino Garrigó, aunque estrenó algunas películas a título póstumo), en España, a las mujeres de la edad de nuestra protagonista de hoy tampoco se les reservaba, por otra parte, un papel de mayor relevancia.
Pisando las tablas
Es con dieciséis años de edad que Camino Garrigó debuta en el madrileño escenario del teatro de La Comedia, en “Tierra baja”, de Àngel Guimerà, como integrante de la compañía de Rosario Pino y Enrique Borrás, haciendo de “oyente del pueblo”, sentada de espaldas al público. Un modesto bautismo de fuego que dio inicio a una trayectoria bajo la luz de las candilejas de cuarenta años de recorrido, que la llevó por todos los teatros de España y que la hizo cruzar el Atlántico en diversas ocasiones, haciendo varias temporadas en las Américas.
Consigue hacer realidad su sueño de volver a su ciudad natal, cuando, formando parte de la compañía de Irene López Heredia, recala en Pamplona. Cuenta entonces cuarenta y cinco años y su reencuentro con la localidad que le vió nacer tiene un sabor agridulce. Da sin dificultad con la casa de sus padres y con la juguetería de la que salieron las muñecas que alegraron su primera infancia, pero los años transcurridos ponen una distancia insalvable entre sus recuerdos y la ciudad que descubren sus ojos.
Una de las imágenes del cine español de la inmediata posguerra
El hecho es que Camino Garrigó accede al mundo de la pantalla grande, en el momento vital en el que ya ha rebasado la madurez, contando setenta años de edad, cuando en España se acaba de poner fin a la terrible contienda civil. Es la suya, por imperativo biológico, una carrera corta que se desarrolla en una década en la que en el cine español prima un afán escapista que le lleva a relatar historias alejadas de la triste realidad social, de auténtica miseria, que se está viviendo. No obstante la brevedad de su paso por las pantallas, cabe distinguir dos etapas en su trayectoria. La primera, marcada por su contrato con CIFESA, la productora valenciana que figuró a la cabeza, de manera muy destacada, en la producción de películas en España durante los primeros años cuarenta, representa su periodo de mayor actividad, debido al sistema de la empresa, inspirado en el de los grandes estudios hollywoodienses, de producción en serie. La segunda coloca a la actriz en proyectos algo más independientes, habitualmente, reclamada por directores que la conocen del periodo anterior, especialmente, Rafael Gil. Así, en sus primeros cuatro o cinco años de actuaciones cinematográficas, bajo la marca de CIFESA,Camino Garrigó se encuentra inmersa en películas de corte folletinesco y ambientación aristocrática llenas de personajes ociosos, excéntricos y artificiosos, o cintas aparentemente inscritas en el género de “pandereta y castañuela”, como el díptico del director de Luis Marquina formado por “Torbellino” (1941) y “Malvaloca”(1942), que, sin embargo, contienen algún elemento digno de comentario más allá de la etiqueta que, a primera vista, parecen merecer. La primera película es un vehículo a mayor gloria de la tonadillera Estrellita Castro, que hace el papel de Carmen, una cantante flamenca vivales y pizpireta que viaja de su Andalucía natal a Madrid, haciéndose pasar por la sobrina del director de una radio de la capital, Don Segundo (Manuel Luna), quien por causa de su personalidad aburrida y tristona fruto de su origen ( es vasco), está llevando a la ruina su emisora. Naturalmente, el desbordante gracejo de la minúscula “cantaora” revitaliza las ondas de su supuesto tío, rápidamente. Este contraste entre el embrujo luminoso del Sur y la sobriedad norteña se reproduce en el otro título de Marquina. Nuevamente, una joven andaluza forma pareja con un hombre del norte, en este caso, un asturiano. “Malvaloca” adaptaba una obra algo sombría (contrariamente a su estilo más habitual) de los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, con las máximas estrellas de la productora como protagonistas: Amparo Rivelles en el papel de Rosita “Malvaloca” y Alfredo Mayo como el fundidor Leonardo. La trama nos relata cómo la joven malagueña Rosita se ha dejado seducir por el señorito Salvador (Manuel Luna) para escapar de la miseria, siendo abandonada dos años más tarde. Con la reputación arruinada, tan sólo Leonardo, un taciturno joven que está en el pueblo para reparar la campana “Golondrina” se permitirá enamorarse de ella, lo cual le lleva a desafiar las habladurías y a hacer de la joven su mujer.
En la segunda etapa de la carrera de Camino Garrigó, y alejadas de manera muy remarcable, de estos parámetros estilísticos, hallamos dos películas ciertamente interesantes: “Vida en sombras” (Lorenzo Llobet Gracia, 1948) e “Historia de una escalera” (Ignacio F. Iquino, 1950). La primera, uno de los títulos “malditos” del cine español, muy mal estrenado y distribuido, resulta un ejercicio de cinefilia extravagante, con el protagonismo de Fernando Fernán-Gómez como uno de sus principales alicientes . La segunda, con José Suarez, Elvira Quintillá y Maruchi Fresno en los papeles principales, fue la pronta adaptación al cine de la muy influyente ópera prima de Antonio Buero Vallejo y premio Lope de Vega del año de su estreno (1949). Una película que supone, de alguna manera, un intento de trasladar la inquietud por el tema social que había hecho nacer la obra original en la adormilada escena teatral al cine, o , lo que es lo mismo, un film que marca la enorme distancia que se había interpuesto, en la sociedad española, entre la realidad cotidana y su cinematografía. Un “largo y tortuoso camino” que había recorrido la Garrigó, inmersa en ese medio de expresión, desde 1939, el camino que va desde la devastación hacia las primeras briznas de esperanza .
Debutando de la mano de un debutante : Gonzalo Delgrás
Las películas de Gonzalo Pardo Delgrás (a quien podemos ver al lado de estas líneas, en pose interesante, en fotografía publicada en 1944 en “Radiocinema”) han envejecido muy mal. Su sintáxis es chirriante y sus temas, más que pasados de moda, pueden catalogarse hoy de vestigios del pasado. No obstante, actualmente resultan disfrutables, precisamente por la extrañeza que causan, por lo ajenas que se perciben por el espectador actual, exudando ese encanto que los restos arqueológicos contienen.
“La tonta del bote” (1939), película que adaptaba por primera vez a la pantalla una exitosa comedia de Pilar Millán Astray (La Coruña, 1879-Madrid, 1949, hermana, sí, del tristemente conocido fundador de la Legión española y fallecida, repentinamente, durante un homenaje a la actriz Josita Hernán, precisamente protagonista del film), la cual volvió a trasladarse al cine dos veces más, primero en 1956 bajo el título de “La chica del barrio”, dirigida por Ricardo Núñez y despúes, en 1970, con dirección de Juan de Orduña, como vehículo a la medida de la muy popular Lina Morgan. Esta historia de trama emparentada con el cuento de la Cenicienta supuso la primera de una serie de actuaciones de Camino Garrigó a las órdenes de Gonzalo Pardo Delgrás, un director hoy completamente olvidado (y no sin causa) quien volvió a contar con ella en seis más de la veintena de títulos que dirigió a lo largo de su carrera, desarrollada entre 1939 y 1960, los cuales fueron: “Los millones de Polichinela”(1941), “La doncella de la duquesa” (1941), “La condesa María” (1942), “El misterioso viajero del Clipper” (1946), “El hombre que veía la muerte” (1949) y “La mujer de nadie” (1950). En muchos de estos films tenía una aportación relevante Margarita Robles, la actriz y guionista esposa del director. Mujer de inquietante presencia, suyo es el protagonismo en los tres títulos de los años 1941 y 1942, así como la coautoría del guión de “La condesa María” , de “El misterioso viajero del Clipper” y de “El hombre que veía la muerte”.
Por comentar alguno de los títulos citados, digamos que, por ejemplo, “Los millones de Polichinela” relataba la peripecia de una estudiante (Marta Santaolalla) enamorada de un cadete (Luis Peña) a la que sus padres querían casar con un millonario norteamericano (Manuel Luna) hasta que éste comprende lo imposible de su amor y accede, gustosamente, a contribuir con su propia fortuna a la felicidad de los dos jóvenes enamorados. Por otro lado,“La condesa María” era la adaptación para la pantalla de un indigesto melodramón de Juan Ignacio Luca de Tena, poblado de hijos mártires de la guerra que vuelven de la tumba, de herederos a título, de madres abandonadas y de hijos naturales donde a Camino Garrigó le correspondía el agradecido papel de Rosalía, criada impertinente “de casa, de toda la vida”, que trataba de puntualizar con cierta retranca, las actuaciones de los tunantes señoritos, encarnados por Rafael Durán y José Prada. El primero, uno de los galanes de más frecuente presencia en el cine español de toda la década de los cuarenta, ha quedado, sin duda, como el protagonista más repeinado, redicho y con el juego de cejas más flexible de la historia del Séptimo Arte. Como actor predilecto del director Rafael Gil, seguiremos hablando de él en el siguiente epígrafe.
En títulos de alto rango, de la mano de Rafael Gil
El nombre de Rafael Durán, en la cabecera del cartel, coincidió frecuentemente, con el de Camino Garrigó, colocado en lugares menos destacados. Si Gonzalo Delgrás los reune ya en su película de debut, y vuelve a tenerlos a sus órdenes, dos años después, en “La condesa María”, es Rafael Gil quien toma el relevo en la tarea de dirigirles a ambos otros dos años después, en la mítica “El clavo” y, tres años más tarde, una vez más, en “La fe”. La intervención de la actriz navarra tenía un carácter meramente episódico en el primer título, donde interpretaba un breve papel como viajera de la diligencia dura de oído, compañera de asiento de Juan Calvo, tosco hombre de campo al que desconcertaba con sus confusiones, y algo más destacado en el melodrama de trasfondo religioso nombrado en segundo lugar.
Con ser relevantes los films de Rafael Gil protagonizados por Rafael Durán, no lo son menos los que dirigió otorgando el papel principal a Antonio Casal. Confiriendo un carácter distinto a cada película, en perfecta consonancia con el protagonista elegido, Rafael Gil (al modo en que Alfred Hitchcock repartía sus historias para los distintos “tonos” de sus prototípicos James Stewart o de Cary Grant ) hacía dramas de solidez algo encorsetada para los que resultaba idóneo Rafael Durán y comedias “a lo Capra”, para las que Antonio Casal resultaba pintiparado. Pues bien, también en esta vertiente encontraban acomodo las interpretaciones de Camino Garrigó, que intervino en el primer largometraje del director, “El hombre que se quiso matar”(1942), e hizo de madre del actor en “Huella de luz” (1943), ambos títulos con argumento y guión de Wenceslao Fernández Florez . El segundo de los cuales obtuvo el primer premio del Sindicato del Espectáculo de aquel año, dotado con 400.000 suculentas pesetas. Entre una y otra, estrenada en 1942, los mismos Antonio Casal y Rafael Gil están al frente de “Viaje sin destino” (que se alzó con un sexto premio del Sindicato Nacional del Espectáculo, dotado con 100.000 pesetas), donde también hallamos a Camino Garrigó, una película que, como asúmía su director en entrevista concedida a Diego Galán, como todas su apuestas más personales, resultó un completo fracaso de público. Quizá fuera esta consciencia de sus limitaciones la que impulsara al director a asegurarse la solidez de una buena base literaria en la inmensa mayoría de sus proyectos. Enamorado del humorismo de mejor ley, con Jardiel Poncela, Wenceslao Fernández Florez o Miguel Mihura a la cabeza, abraza con igual entusiasmo adaptar a Cervantes, o a Unamuno, por citar sólo los nombres más reconocidos. La última de la películas de Rafael Gil con Antonio Casal como protagonista y con Camino Garrigó en el reparto fue “El fantasma y doña Juanita” (1944), que adaptaba una novela de José María Pemán y que supuso la última película de la actriz para CIFESA, productora que se precipitó, al año siguiente, en una profunda crisis de la que, no obstante, logró recuperarse dos años después para, definitivamente, producir su última película en 1951.
Las actuaciones de Camino Garrigó bajo la batuta de Rafael Gil no se limitan a las cinco películas citadas, protagonizadas por Rafael Durán y Antonio Casal, también interviene en dos películas de la etapa “Aspa Films” del director, es decir, de su etapa de colaboración con el guionista Vicente Escrivá. Son “La señora de Fátima” (1951) (de la que algo dijimos aquí, a propósito de la presencia en ella del gran Félix Fernández) en la que interpreta, en un papel efímero, a una madre que trata de interceder por su hijo, un cura que se ve abocado al destierro, ante las pérfidas autoridades izquierdistas encarnadas en Fernando Rey, y “Sor Intrépida” (1952), una película a mayor gloria del sacrificio de las monjas en las Misiones, protagonizada por la francesa Dominique Blanchard, con el por aquel entonces habitual de los films de Gil, Paco Rabal en un papel secundario. Según los datos de que disponemos, ambas cintas fueron estrenadas tras el fallecimiento de la actriz.
El tercero más frecuentado: Jerónimo Mihura
Si Gonzalo Delgrás (en íntima colaboración con su esposa, Margarita Robles) y Rafael Gil fueron dos directores importantes en la corta carrera cinematográfica de Camino Garrigó, también Jerónimo Mihura contó con la actriz navarra de forma reiterada. En la primera ocasión en la que don Jerónimo , un cineasta que desarrolló su labor bajo la enorme sombra que proyectaba su famoso hermano Miguel, fue para su “Castillo de naipes” (1943), un film de intriga con humor en el que, caso poco habitual en las películas de su hermano, Miguel Mihura tiene una intervención más bien escasa, según los títulos de crédito (aunque, circula la creencia, basada en testimonios de peso, como el de Adolfo Marsillach, de que era él quien realmente dirigía a los actores). Mucho más presente está el autor de “Melocotón en almíbar” en la siguiente participación en el reparto de Camino Garrigó en el cine de los hermanos Mihura, la película protagonizada por Sara Montiel (en su etapa pre-hollywoodiana), “Confidencia” (1947), un drama polícíaco en el que la incipiente estrella provocaba el enfrentamiento de dos amigos, quienes eran Julio Peña y Guillermo Marín. Por último, la tercera vez que encontramos a doña Camino en la trayectoria de Jerónimo Mihura es en “El señorito Octavio” (1950), una adaptación de una novela de Armando Palacio Valdés, autor que, casualmente (o no) estaba en la génesis de una película anterior, la giliana “La fe”. Con María Martin, Conrado San Martín y Tomás Blanco de protagonistas, lo cierto es que, para desgracia de sus responsables, no gustó nada.
Dos que la llamaron dos veces: Iquino y Serrano de Osma
De Carlos Serrano de Osma se ha dicho (y no sin motivo) que era un cineasta original. Procedente del mundo de la crítica cinematográfica (como, por otra parte, un cineasta mucho más tradicional, Rafael Gil), Serrano de Osma ejercía dicha tarea , concretamente, en la revista “Cine Experimental”, junto a sus compañeros de inquietudes cinéfilas, tales como Pedro Lazaga, Fernando Fernán Gómez, Salvador Torres Garriga, Aurelio G. Larraya, o Lorenzo Llobet Gràcia, a algunos de los cuales los encontramos en los títulos de crédito de “Embrujo” (1947). En esta película, Camino Garrigó interpreta el personaje de la Taranta, la fiel tata de la bailaora que interpreta Lola Flores y figura en el reparto sólo por debajo de las dos estrellas principales (a la Faraona se unía el cantaor Manolo Caracol) y de Fernando Fernán-Gómez, por encima de María Dolores Pradera. El film narra, en un prolongado “flash back” la historia del amor desdichado de Lola y Manolo, que contiene algunos puntos de contacto argumental con “Ha nacido una estrella” (William Wellman, 1937) y todavía hoy sorprende por su barroquismo visual de intención expresionista La película, que era la segunda de las tres que Serrano de Osma dirigió para la productora independiente que había fundado con otros tres socios, BOGA SA, aguantó siete días en cartel con ocasión de su estreno.
“Rostro al mar” (1951), la otra película en que Serrano de Osma tuvo a Camino Garrigó a sus órdenes era una producción de Antonio Bofarull (un productor al que le gustaba salir en sus películas) para Titan Films sobre una esposa que busca a su marido, en paradero desconocido. Contiene una de las pocas actuaciones del gran doblador y actor de radio Juan Manuel Soriano quien, por aquellos primeros años cincuenta, tuvo diversas oportunidades de ponerse ante las cámaras, a menudo con Rovira Beleta como director y con Antonio Bofarull como financiero.
Ignacio Farrés Iquino, ese gigante “factotum” del cine español del que recientemente nos ocupamos un tanto en una entrada anterior (la dedicada a Estanis González), rompió, como hemos visto antes, su habitual línea de cine intrascendente y comercial llevando a la pantalla la muy sobresaliente (en especial, por lo que significó, en el panorama teatral, en aquellos años, todavía significante en la sociedad española) “Historia de una escalera” (1950), proyecto para el que contó con el concurso de Camino Garrigó y que rodó al año siguiente del exitoso estreno de la obra teatral.
Ocho años antes, en un registro totalmente diferente, el mismo director había dado un papel destacado a la actriz en una película bastante disparatada, llena de ingredientes dispares, en un auténtico cóctel de distracción que se tituló “La culpa del otro”. Un título que ha estado desaparecido muchos años y que sólo recientemente ha podido verse íntegro.
“La culpa del otro” se estrenó en Madrid, en el cine Rialto, el 9 de noviembre de 1942. Dirigida por Iquino sobre un guión propio, era una producción de Aureliano Campa para CIFESA que contenía, en su mismo comienzo, el valor añadido de la interpretación de la todavía hoy vigente y popularísima canción “Tatuaje”, en una actuación de Nita Mani, que tenía lugar en el tugurio que regentaba un patibulario José Jaspe, más parecido a Lon Chaney que nunca. El número de la canción que haría famosa Concha Piquer fue suprimido por la censura, con lo que el prólogo de la película se limitó, para el espectador de la época, en el deambular de José Jaspe (en el papel de “El Patrón”) entre las mesas de su garito. El mismo personaje traía la desgracia a la felicidad de Carolina y Rafael, los personajes de Mercedes Vecino y Salvador Soler Marí (por cierto, padre de Amparo Soler Leal), criada y mayordomo en la casa del marqués de La Peña (a quien interpretaba José Prada) al entrar a robar en ella y, por las intrigas de Ludovico,el malvado administrador (interpretado por Mariano Beut), que con su testimonio inculpaba al sirviente al que ambicionaba quitar la mujer, provocaba que recayera el peso de la justicia sobre la pareja de criados. Durante el robo, los asaltantes son sorprendidos por el marqués, que es muerto de un tiro, y por Rafael, que acababa de ser despedido y que se ve obligado a huir al ser acusado del crimen por el administrador. Rafael logra eludir la acción de la justicia, pero Carolina, encontrada cómplice, debe pagar con la cárcel “la culpa del otro”. La hija que esperaban nace en presidio y es entregada, en adopción, a Camino Garrigó, en el papel de Gregoria Alegre, que tiene una escuela de música para señoritas, y a su apocado y dominado marido, el muy brugueresco Atilano, interpretado por Joaquín Torrent. Pasan los años y el bebé que les fue confiado, al que le ponen el nombre de María del Carmen, además de aprovechar muy bien las lecciones músico-maternales, se transforma en la muy guapa Isabel de Pomés, a la que pretende Juan Carlos (un juvenil Luis Prendes), precisamente, heredero del marqués de La Peña. Es en ese momento cuando se producen dos hechos de impacto melodramático simultáneos. De un lado, la inocente madre ha cumplido su condena y sale de prisión, de otro, el padre regresa al puerto de Barcelona, del que partió, fugado, dieciséis años antes, en una secuencia de sugerentes imágenes brumosas, con la intención de cobrarse la deuda pendiente con el malvado administrador. Ante el compromiso matrimonial, que se produce entre María del Carmen y Juan Carlos, la madre auténtica de la primera, que ha entrado a trabajar en casa de los padres adoptivos (los cuales, conocen su verdadera identidad y relación materno-filial con la joven) explica toda la verdad al novio y reciente heredero del marquesado, quien toma cartas en el asunto auxiliado por un disparatado detective aficionado encarnado por un caricaturesco Fernando Freyre de Andrade. El desenlace de este melodramón con ingredientes de musical (hay varios cantables, que van desde las melodías de bandoneón arrabalero y porturario hasta la ópera, en el debut de la juvenil mezzo-soprano, María del Carmen), de comedia y de cine de crímenes, como no podía ser de otro modo, pone a cada uno en su sitio. Tras la típica secuencia de reunión de sospechosos en la que el héroe, haciendo las veces de Hércules Poirot, desvela la identidad del asesino del marqués, cómplice del perverso Ludovico, que no es otro que… ¡un mayordomo!, se produce el final feliz en el que todo el mundo es dichoso: los dos jóvenes tortolitos y los dos pares de padres (los naturales y los adoptivos), además del detective de pega, el inefable Cornelio, vivirán en lo sucesivo juntos en la mansión del nuevo marqués de La Peña, todo lo cual deja al espectador, a quien se ha mantenido constantemente distraído, por qué no decirlo, satisfecho.
Camino Garrigó obtuvo el Premio a la Mejor Actriz Secundaria del Círculo de Escritores Cinematográficos por su actuación en “Cuando los ángeles duermen” (1947), paradójicamente, no habiendo sido dirigida por uno de sus directores habituales, sino por Ricardo Gascón, con quien era la primera vez (y a la postre, única) que trabajaba. Se trata de un film de los que protagonizó el mofletudo italiano Amadeo Nazzari en España, un drama de tinte social basado en una novela de Cecilio Benítez de Castro, escritor repetidamente llevado al cine en aquel tiempo. Gracias a su interpretación en él, le llegaba a Camino Garrigó, aquella niña que salió de Pamplona, convertida en la abuelita del cine español, una recompensa tangible por sus casi cincuenta años de trabajo.
Bibliografía
Además de la imprescindible “Guía del cine” de Carlos Aguilar (Cátedra), y del ejemplar de“Radiocinema” citado, me han sido útiles “El cas CIFESA: vint anys de cine espanyol (1932-1951), de Félix Fanés (Filmoteca de la Generalitat Valenciana), de la que existe versión en castellano : "Cifesa, la antorcha de los éxitos"; “La herida de las sombras: el cine español en los años 40”, recopilación de textos coordinados por Luis Fernández Colorado y Pilar Couto Cantero (Academia de la Artes y las Ciencias Cinematográficas de España), “Cineastas Insólitos” , de Augusto M. Torres (Nuer ediciones) y “18 españoles de posguerra”, de Diego Galán y Fernando Lara (Planeta).
NOTA: En caso de consultar la filmografía de la actriz en su página de IMDB, puede resultar chocante que su última película, "El hombre que veía la muerte" se date en 1955. Hay que tener en cuenta que esa es la fecha de estreno, muy retrasada en relación a su producción, que según todas las fuentes fue 1949.
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