La
descripción de la monótona vida de una persona aburrida suele resultar
aburrida. Eliseo Campos vivía la suya con angustiosa precisión, al amparo de
las tormentas y carente del menor atisbo de pasión. Poseía una pequeña
tienducha en la que se amontonaban esos objetos viejos a los que únicamente los
coleccionistas de naderías otorgan algún valor. Pequeños retazos del pasado
carentes de la nobleza de la antigüedad pero insuflados del ánima de lo
entrañable. Mal negociante, peor comerciante, Eliseo solía comprar para su
propio disfrute y sólo vendía el material que menos le interesaba o que tenía
duplicado. En los anaqueles de su establecimiento se acumulaban ingentes
cantidades de viejas revistas, libros, tebeos, discos de vinilo, pequeños juguetes,
muñecos, calendarios, afiches publicitarios, fotografías de artistas,
posavasos… Expuestos en vitrinas tenía anteojos, catalejos, abalorios,
jarritas, guantes, abanicos, pastilleros, misales, cajas de nácar, cuentos troquelados
y palmatorias de porcelana.
Inmerso
en el proceso silencioso de convertirse en una más de sus mercancías, fue como
a Eliseo le sorprendió la noticia del fallecimiento de Trinidad Mendoza, actriz
hija de actores (su padre, Pedro Mendoza había sido de los contados españoles que
trabajaron en los inicios del sonoro, en Hollywood), olvidada por el público mas
reseñada por la historia, en el pueblo natal de su difunto marido, en un punto irrelevante
de la geografía asturiana. Eliseo guardaba como una de sus más preciadas
posesiones un ejemplar de la revista Cámara en cuya portada gobernaba un regio
retrato de la estrella, que él había conseguido que le firmara en 1977, cuando,
tras un prolongado y oscuro periodo de estancia en Argentina, la actriz había
recobrado la atención de la crítica al reaparecer en los escenarios madrileños,
estrenando una obra de prestigio. Después de aquella recuperación profesional,
que le valió el Premio Nacional de Teatro (concedido no sin generar cierta polémica,
por ser considerado por sus colegas como un dividendo de su pasada gloria),
Trinidad Mendoza no volvió a gozar de otro papel relevante ni en la pantalla ni
en la escena y vivió casi retirada, sin aceptar homenajes que, por otra parte,
nadie le ofreció.
¿Cómo
nacen en nuestra mente las ideas descabelladas? Si lo supiéramos tal vez
querríamos cortar de raíz tan indeseable mala hierba y nos perderíamos las
mejores cosas de la vida. El caso es que Eliseo, tan pronto oyó en su vieja
radio la noticia de la muerte de la actriz y el nombre del lugar en el que iba
a recibir eterna sepultura, concibió al instante la idea de ponerse en camino y
ofrecerle, en homenaje, su ejemplar de Cámara, que hacía más de cuarenta años
conservaba. Eliseo recordaba todavía (o creía recordar, que es lo mismo) la afable
sonrisa de Trinidad, tan dulce como profunda, y no podía imaginar que seguiría con
su propia vida, indiferente al hecho de que aquella persona que acababa de abandonar
el mundo de los vivos le hubiera sonreído. Cerró su tienda sin perder un minuto,
cargó la revista en el asiento del copiloto en su coche, donde pudiera verla, y
emprendió un camino de cuatro horas.
Los
primeros instantes del crepúsculo recibieron a Eliseo a las puertas del pequeño
cementerio donde aquella mañana había sido enterrada Trinidad Mendoza, uno de
esos camposantos en los que los nichos cercan un sembrado de tumbas en las que
florecen las cruces y los ángeles sin parecer amenazarlos con su proximidad.
Una familia extremadamente delgada, formada por tres miembros: un matrimonio de
unos cuarenta años y una hija de unos trece, permanecía de pie, cerca de la
entrada, absorta aparentemente en la lectura de los epitafios. La niña, una
versión mixta de los rasgos de sus padres y tan delgada que parecía inverosímil
que se mantuviera derecha sobre sus escuálidas piernas, poseía una mirada
voraz, de ojos glaucos, que sobresalía muy por encima de su endeble personita.
Eliseo se preguntó si ellos sabrían decirle el lugar en que se hallaban los
restos de la actriz, pero antes de atreverse a preguntar, se dijo que
encontraría sin dificultad la tumba pues, necesariamente, estaría cubierta de coronas
y flores frescas. Caminó un buen rato entre las lápidas del cementerio semi-desierto
hasta que, en uno de los extremos, cercano a la tapia que circundaba el recinto
halló la desnuda sepultura de Trinidad Mendoza. No estaba, sin embargo, completamente
solitaria. Un hombre gordo, que vestía desaliñadas ropas veraniegas (una
imposible camisa de manga corta de cuadros y unos pantalones cortos deportivos)
montaba guardia con actitud impasible, luciendo una descuidada y cerrada barba
negra. Eliseo lo miró con profundo desagrado, con el inconfesable sentimiento
de avergonzarse por compartir aquel momento con tal personaje. Esperó unos
minutos hasta que, con alivio, asistió a la marcha del corpulento barbudo,
momento que aprovechó para hacer su ofrenda, su querida revista de portada
autografiada, que lució a la incierta luz de unos escasos faroles, como la
desmayada versión de un icono bizantino.
-Muy
bonito, muy bonito… -sonó una voz a la espalda de Eliseo. Éste se giró y vio a
lo que tomó por un hombre cercano a los ochenta años, pero de voz tan fina y de
rasgos tan gastados que lo mismo podía tratarse de una mujer, que le sonreía
con su boca desdentada.
-Esta
revista me la firmó ella ¿Sabe? Hace más de cuarenta años…
-¿Y la
ha guardado todo este tiempo? ¡Es asombroso! –la voz sonaba tan suave que
actuaba como un sedante sobre el sistema nervioso de Eliseo quien, además, notó
entonces de súbito, el cansancio del viaje.
-Soy el
guarda del cementerio –explicó el anciano-. No me falta mucho para convertirme
en uno de mis inquilinos y nadie se ha molestado en buscarme un reemplazo. Su
gesto me ha conmovido, amigo… ¿Sabe que ha sido un entierro bastante
desangelado? No tenía ni idea de que fuera una artista… ¿Trabajaba bien?
-Muy
bien, era muy buena.
- Le
invito a un café. Venga a mi garita.
Eliseo
siguió al viejo guarda a través de las callecitas de tumbas hasta su ínfima y
precaria vivienda. Una vez allí, el sepulturero, que se presentó como Dimas, excusó
no tener café y preparó a Eliseo una infusión que, aclaró, era una “invención
suya”. Eliseo engulló el brebaje disimulando su desagrado y, en pocos
instantes, sintió un inesperado bienestar. Sólo cuando Dimas reconoció ese
particular estado en su invitado, empezó a hablarle otra vez.
-No se
ofenda, amigo… ¿Eliseo, me dijo? No se ofenda, pero tiene usted el aspecto del
hombre que nunca ha ganado ni perdido, en su vida, porque nunca se ha expuesto
a perder. Y esa es una triste manera de vivir. Hoy ha hecho algo hermoso, pero
es algo que quedará para siempre encerrado en usted y eso es casi tanto como si
nunca hubiera ocurrido.
Eliseo
escuchaba al anciano invadido por un dulce sopor que aumentaba progresivamente.
Paseaba su mirada por las escuetas paredes y observaba los ralos detalles que
las cubrían. Alguna reproducción colgaba sobre el papel pintado y en una estantería
reposaban una veintena de libros de Karl May y de Zane Grey.
-Yo
mismo, he vivido solo casi toda la vida, pero al menos he amado, aunque sin
fortuna. Me expuse y eso me permite afirmar que he vivido. No hay amargura en
mí. Ahora que ya soy viejo tengo el consuelo de poder maldecir mi infortunio,
pero no a mí mismo. Verá, le voy a contar una historia que me contaron a mí
cuando tomé este puesto, decidido a enterrar mi suerte entre los muertos y enterrados.
Si alguna vez quiere contársela, a su vez, a alguien, puede llamarla “El
bolsillo”
“La
indecisión anidaba impía en el pecho de mi amigo Eutiquio como la hiedra venenosa
medra en los árboles que abraza. Su incapacidad para decidirse por izquierdas o
derechas le torturaba sin descanso y le ahogaba en su lecho por las noches. No
podía dar un paso, doblado por el peso de la incertidumbre y así me lo hacía
saber siempre que nos encontrábamos. Compadecido y también algo harto, un día
le insté con energía a que se pusiera en manos de Dios, que es todo
comprensión, para que éste le mostrara el camino. Eutiquio, movido por las alas
de la desesperación, entró acto seguido en la iglesia arrojándose a los pies
del altar como el náufrago que arriba a tierra firme, e imploró la iluminación divina.
Dios le habló a Eutiquio con voz clara y paternal diciéndole: “Ve a tu casa,
hijo mío, y en el bolsillo derecho de tu chaqueta, que has dejado colgada en la
percha del vestíbulo, encontrarás siempre la respuesta a todas las dudas que se
te planteen en la vida”. El paso presuroso que Eutiquio adoptó al salir de la
iglesia fue, en pocos instantes, menguando conforme se acercaba a su casa.
Cuando se halló ante su puerta, Eutiquio apenas podía moverse. Se acostó
aquella noche sin mirar siquiera su chaqueta. A la mañana siguiente, cuando
llegó el aprendiz de su taller, le pidió que hiciera algo que nunca le había
pedido. “Fermín –le dijo al muchacho- hazme el favor de ponerme la chaqueta,
que voy a salir”. El chico se extrañó un tanto, pero le puso la prenda sin rechistar.
Eutiquio salió de su sastrería y vagó sin rumbo fijo durante toda la jornada,
sin osar meter su mano diestra en el bolsillo. Aquella noche, perdida la razón,
pálido, ojeroso, y con la mirada extraviada, se presentó en mi casa, dando
voces. Esgrimía un hacha. “¡Córtame la mano! Te lo suplico, córtame la mano
derecha, Dimas!”
-¿Y se
la cortó? –preguntó Eliseo, momentáneamente espabilado.
-¡No,
hombre, le cosí el bolsillo! Algunas personas no quieren tener el destino en su
mano. Prefieren no tenerlo. Es un error, pero es muy difícil convencerlas. Ni
Dios puede.
“Ni
Dios puede” Eliseo cerró los ojos con vagas imágenes de tardes de domingo en la
iglesia, acompañando a su madre, muchos años atrás. Velas, incienso,
campanillas, velos, misales, susurros, un sagrario en el que se vislumbra una
luz infinitesimal y una tristeza infinita. Cuando despertó, estaba solo. Eliseo
llamó al viejo y hasta se asomó al interior del resto de su exigua vivienda,
sin encontrarle. “Tendré que irme sin despedirme”, pensó. Salió al frío exterior.
Muy lejos ladraba un perro y se oía pasar alguna moto. Eliseo anduvo con paso
rápido y llegó enseguida al portón del cementerio, sólo para encontrarse con
que la salida estaba cerrada. Miró el reloj: eran poco más de las doce. Ya iba
a volver a la garita del guarda, convencido de que Dimas volvería, cuando, de
algún punto, entre las tumbas, surgió una voz cristalina.
-Gracias.
Antes
de volver la cabeza, Eliseo supo quién le estaba dando las gracias. Lo supo y
no tuvo miedo. De algún modo inexplicable, lo estaba esperando.
-¿Vas a
ser mi amigo, verdad?
Eliseo
miró a la niña. Era muy delgada, como la que había visto por la tarde,
acompañada por sus padres, pero esta tenía el cabello oscuro y más corto. Sus
ojos, verdes, relucían a la mortecina luz de los faroles. Contra su pecho
virginal, sostenía con ambas manos el ejemplar de la revista Cámara.
-¿Te
quedarás siempre conmigo? Tengo una casita para los dos. Es un iglú, como el de
los esquimales.
-No
puedo, niña; lo siento. Tengo que irme… Tengo una tienda –Eliseo hablaba sin
convicción, consciente de que sólo estaba ofreciendo débiles excusas. La niña
empezó a llorar dejando caer de sus brillantes ojos gruesas lágrimas como gotas
de rocío.
-No
llores, por favor. Me gusta que seas llorona –añadió Eliseo sonriendo- pero no
que llores.
Y desde
aquel momento y hora, Eliseo cambió de vida.