Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

domingo, noviembre 24, 2013

"I twat I taw a puddy tat!"

El vendedor le relató una larga historia que Juan tuvo buen cuidado en no escuchar. No le interesaba saber quién había sido Rosario de Castro, a cuya dirección de la calle Canalejas, número 2, de Sevilla, habían sido remitidas todas esas cartas que formaban el paquete envuelto con un lazo que le estaba vendiendo. Prefería descubrirlo por sí mismo cuando, en un futuro incierto, de cercanía indeterminada, decidiera leerlas.
Un paquete de viejas cartas en el bolsillo, que acariciaba en el bolsillo de su chaqueta, fue aquel domingo de mercadillo, su compañía en el camino de vuelta a casa. Juan vivía en una de esas cámaras, semejantes a madrigueras, en las que viven los individuos solitarios que habitan el subsuelo de todas las grandes ciudades. Desheredados de la fortuna, pusilánimes melancólicos, majaderos irredentos, deficitarios afectivos, psicópatas emocionales que entregarían su alma por una sonrisa, si la tuvieran. En las desnudas paredes de la celda de Juan, similar a todas las demás celdas de sus anónimos compañeros de infortunio, se podía hallar, como única pertenencia visible, al margen del imprescindible y escaso mobiliario, un grueso volumen, de grandes dimensiones, dotado de un cierre. En el lomo de su único libro, el título “Mis pecados”, indicaba al inexistente visitante que en él se recogían las causas de su reclusión, las terribles ofensas cometidas contras las leyes humanas y divinas que le habían despojado de toda esperanza, de toda ilusión, de toda alegría, y le habían relegado a vivir en soledad, bajo las plantas de los pies de la gente inmisericordemente normal.
La noche de aquel domingo de mercadillo, un sonido tenue y sordo perturbó el frágil sueño de Juan. Encendió la desnuda bombilla que colgaba del techo de su dormitorio y, tras extender su mirada a los cuatro rincones de la monacal habitación, encontró un pequeño pajarillo que aleteaba en el suelo de baldosas agrietadas. Juan tomó al polluelo entre sus manos y lo observó con detenimiento, acercándolo tanto a sus ojos que podía distinguir hasta el último poro y la última cánula. Nunca había visto ave alguna que se le asemejara. No era capaz de afirmar a qué especie podría pertenecer. Lo que se le reveló evidente fue que era imposible que ningún pájaro, y menos uno que fuera incapaz de volar como aquel, se hubiera introducido en su recóndita guarida. Juan intentó alimentar al avecilla con pequeñas porciones de todo lo que contenía su parca despensa, sin conseguir que aceptara probar bocado. Se acercaba la hora del alba cuando desató el paquete de cartas que había comprado por la mañana, tomó la que estaba encima del montón y la desmenuzó y la empapó en agua. El pajarillo la engulló al instante con aparente deleite.
Cada día, en las tres siguientes semanas, Juan le entregó al pájaro una nueva carta de las que habían alimentado el amor de una tal Rosario de Castro y cada día el pájaro crecía y se hacía más hermoso. En un mes, las cartas se habían terminado y el pájaro había crecido hasta alcanzar el tamaño de Juan y estaba vestido de las más brillantes y coloridas plumas, de tacto sedoso.  Juan ya amaba a su pájaro más que a su vida por aquel entonces y en su corazón se debatía el deseo de retenerle a su lado contra la obligación moral de concederle la libertad. A la hora en que solía alimentar a su amado pájaro, Juan le miró con expresión interrogativa. El extraordinario ave le devolvió la mirada con sus increíbles ojos verdes, luminosos como dos estrellas, en lo que Juan consideró una dulcísima reclamación de comida. Pese a que aquel habría sido un buen momento para liberarle, Juan decidió intentar algo diferente, por ver si todavía era capaz de procurarle alimento. Rompió el cierre de su libro y lo abrió por la primera página. En el lugar en el que habían estado escritos sus pecados ya no había nada.
-En ese libro, Juan, no hay nada escrito –dijo el pájaro.

Y nunca más se supo nada de Juan ni de su pájaro, pero todos sabemos que, desde entonces,  fueron felices y siguieron juntos para siempre.

lunes, noviembre 18, 2013

Cuestiones candentes en el "Bergman"

-¿No has estado en Calamocha, tú?
-¿Qué?
-¿No has estado en Calamocha?
No había muchos parroquianos en el “Bergman”, un exquisito bar musical en el que se escuchaban viejas grabaciones de jazz los lunes y los jueves y un local de actuaciones en vivo más ruidosas los viernes y los sábados. Aquel día era domingo, jornada semanal reservada a las actuaciones de grupos de aficionados.  Ramón observó al tipo que le había interrogado tan inopinadamente sobre cuestión tan críptica. Se trataba de un individuo de mediana edad que parecía disfrazado de predicador, vestido con jersey gris, chaqueta oscura con coderas y gruesas gafas de pasta.
-Mire, amigo, no entiendo lo que me está preguntando. Lo cierto es que ni siquiera sé qué es Calamocha, ni, por supuesto, dónde se encuentra.
-No importa, amigo, en este mundo facundo, quien no va el primero va el segundo.
El concierto de aficionados que estaba anunciado para aquella noche era el de un grupo punk de chicas llamado “Las Clavículas Autoconclusivas”, al que su reducido séquito de fans conocía habitualmente como “Las Clavículas”. Las chicas, que contaban con un equipo tan precario que los cables de las guitarras estaban pelados por varios sitios, sufrían habitualmente varias descargas eléctricas en el transcurso de sus actuaciones, la cual cosa, dadas las características estridentes de su estilo vocal y la espectacular tiesura de sus crestas capilares, nadie entre el público era capaz de advertir.
En la barra del “Bergman”, Ramón seguía sufriendo el desconcertante acoso del desconocido con aspecto de reverendo.
-¿Conoce usted la historia de dos que iban por el camino y uno le decía al otro: “No me fío de la mitad de la cuadrilla”, y eran padre e hijo?
-No. Oiga ¿va usted a darme la murga toda la noche?
-Le soy sincero, no estoy aquí para darle la murga. Estoy esperando a mi chica. Verá, quiero hacerle una pregunta, cuando llegue.
Ramón no pudo evitar observar detenidamente la expresión del desconocido, nítidamente expectante. Se encogió de hombros y preguntó:
-Está bien, dígame, ¿cuál es la pregunta?
-¿Qué le dijo la manzana al gusano?

Ramón apuró su copa y salió al frío de la noche. Tomó el metro, llegó a su domicilio, un pequeño apartamento atestado de películas y libros de cine, se desvistió, se acostó y pensó infructuosamente en la respuesta a la pregunta que había formulado el desconocido. “¡Maldito lunático!”, exclamó mentalmente a las cuatro de la madrugada, sin poder dar con ella. Poco antes, en el “Bergman”, la chica del aparente sacerdote de paisano había contestado a su pregunta, sin inmutarse: “Me gusta que estés dentro de mí” y el tipo había salido a la calle a la carrera. Llovía a cántaros, pero sonreía.

domingo, noviembre 10, 2013

Nunca borro nada

-Esta mañana olvidé ponerme las gafas y confundí a mi esposa con un legionario romano, al calendario con una hoja de afeitar y al jefe de mi negociado con una lombriz de tierra. Cuando quise abrir la puerta, abrí una ventana y en lugar de salir de casa, entré en crisis. Me colé en la boca del metro aprovechando un bostezo y cedí el asiento a una persona que estaba sentada. Luego recordé que no necesito gafas y todo se fue normalizando. Y, bueno, por eso estoy aquí.
-Gracias – contestó el entrevistador de la “Dangling Co.”, la conocida asesoría que facilita a sus clientes la penosa tarea de zanjar una conversación pendiente -. No está mal para empezar. Ahora le formularé algunas preguntas o le sugeriré algunas palabras clave. Dependiendo de sus respuestas y sus comentarios, le orientaremos sobre el modo de resolver su pequeño problema. ¿Le apetece tomar algo?
-¿Forma parte de la encuesta esta pregunta?
-No, se lo pregunto sólo por si le apetece beber algo… Algunos clientes necesitan un par de cervezas, o un gin-tonic… para abrir camino.
Ciertamente, hacía calor en el despacho del entrevistador, una pieza rectangular completamente cerrada, iluminada con un gran plafón que desprendía una luz tan blanca como hostil. El silencio resultaba ominoso y acaso un par de tragos habrían ayudado a Cairo a explicarse mejor, pero pensó que eso sería poco deportivo y declinó la oferta.
-No, gracias. Prefiero contestar a palo seco.
-Perfectamente. ¿Por qué le llaman Cairo? No es su nombre auténtico ¿verdad?
-Es así como me llaman –replicó Cairo, encogiéndose de hombros- así que ése debe ser mi nombre auténtico ¿no cree?
-Ya, pero ¿no sabe por qué? –insistió el entrevistador.
-Es porque el tipo que me puso ese sobrenombre tenía gracia para poner sobrenombres, solía imponer su criterio.
-Hábleme de él.
-Era un tipo gordito, muy charlatán. Hablaba deprisa. Tenía la mente ágil, mucha labia. Le caía simpático a todo el mundo. Supongo que por eso nadie le apreciaba demasiado.
-¿Qué le sugiere la palabra “Esperanza”?
-Tienes que escribir “Espera” antes de escribir “Esperanza”. Aparte de eso, está bien. Es bonita.
-Dígame algo de su infancia.
-Transcurrió antes de mi juventud.
-¿Recuerda algo de ella que le haga añorar aquella etapa de su vida en particular?
-Añoro la confusión de aquellos años en los que se mezclaban alegremente ficciones y realidad –contestó Cairo sin vacilar-. Me fascinaba la serie de televisión “El Santo”, aunque supongo que, sobre todo, era por el muñequito con aureola que salía en los títulos de crédito. Y lo que me resultaba incomprensible era que no sabía con certeza quién era El Santo. Aparte del esquemático muñequito, me encontraba con que en las revistas ponía que era Roger Moore, aunque yo había leído en algún sitio que era Leslie Charteris, e incluso un tal Simon Templar. Yo era muy pequeño entonces y me hacía un lío con facilidad. Luego confundía a los Jackson Five con los Harlem Globetrotters, y me costó una enormidad aceptar que unos y otros tenían una existencia real previa a ser concebidos como dibujos animados. Para mí era al revés, lo mismo que Los Beatles. Con Los Archies, me llevé la sorpresa inmensa de que, en su caso, sí eran dibujos animados “reales”… Luego estaban todos aquellos animales, tan inmaculadamente humanos, tan admirables… Lo mejor de mi infancia fueron los animales humanizados a los que amé a través de la pantalla de la televisión. Sin tocarlos, ni darles, siquiera, un terrón de azúcar. ¿Quiere que le dé una lista?
-Por favor –pidió, con un amplio gesto, el entrevistador-. Adelante.
-El perro Rin-tin-tín, la mona Chita, la perra Lassie, el león bizco Clarence, la mona Judy, el delfín Flipper, el oso Ben, el canguro Skippy, el pato Saturnino, el caballo Furia… Todos ellos eran leales y heroicos, abnegados y cariñosos… todo lo que no eran los humanos con los que trataba a diario.
-¿Piensa en alguien en particular?
-Sí, pienso en los tipos que me educaron, que se hacían llamar “hermanos” y que me llenaron la cabeza de basura. Nunca se lo agradeceré bastante. Créame: nunca.
-¿Cómo se llamaban?
-Estaba el hermano Lorenzo, que era el más gordo. Luego había uno muy pequeñito, el hermano Eutiquio, que parecía siempre a punto de quebrarse. Los había histéricos, como el hermano Honorato, cínicos, como el hermano Ángel, borrachos, como el hermano Manolo, depresivos, como el hermano Emilio, o simplemente sádicos, como el hermano Luis. Externos a la hermandad, pero profesando la misma sagrada misión de deformar a cuanto niño cayera en sus manos estaban los “dones”: Don Moisés, que amenazaba con defenestrar a un alumno para regocijo de sus compañeritos, don Alfredo, que fumaba puros y se hacía atar los zapatos por el niño más bajito de la clase (que, en formación, era el que le pillaba más cerca, no era por perversión) o don Felicísimo, un individuo decrépito de aspecto siniestro y gangsteril que solía poner motes a sus discípulos antes de abofetearles con las escasas energías que le quedaban en el consumido cuerpo.
-Algo bueno obtendría en el colegio…-reprochó el entrevistador con tono conciliador.
-Sí, los bocadillos que me preparaba mi madre eran buenos.
En aquel momento del diálogo, se abrió la puerta del despacho y entró en él una joven con aspecto de secretaria que caminó directamente hasta ponerse al lado del entrevistador. Le susurró a éste algo al oído y se retiró dando media vuelta. No miró a Cairo ni de soslayo.
-Lo siento, señor Cairo, no podemos ayudarle con su conversación pendiente.
-Pero… ¿por qué? ¿Qué pasa?
-Es condición indispensable que sea usted absolutamente sincero con nosotros; en caso contrario, no podemos ayudarle… Verá – añadió el entrevistador, a modo de explicación-, nos están observando y mis compañeros han detectado que está usted tratando de engañarnos. Tendrá que resolver por sus propios medios su conversación pendiente.
-Me lo suponía. Siempre es lo mismo. Nadie te ayuda realmente.
-Nuestro negocio consiste en hacer creer a la gente que sí les ayudamos pero, en confianza, y ya que no puede usted ser cliente nuestro, le diré que eso de ayudarse, es tarea que sólo uno mismo puede realizar de veras.
-Gracias de todos modos –se despidió Cairo, levantándose.

Al salir a la calle, Cairo respiró el viento frío de la noche y tan pronto dobló una esquina, se despojó de los zapatos con alzas, la nariz postiza, la larga peluca negra, los dientes blancos y perfectamente alineados, las hombreras de su chaqueta, la faja con que se ceñía el abdomen, el carnet de socio de Green Peace y las lentillas que convertían sus ojos pardos en azules. Cairo llegó a su casa medio desnudo y sin nada que decir.

domingo, noviembre 03, 2013

Eliseo cambia de vida

La descripción de la monótona vida de una persona aburrida suele resultar aburrida. Eliseo Campos vivía la suya con angustiosa precisión, al amparo de las tormentas y carente del menor atisbo de pasión. Poseía una pequeña tienducha en la que se amontonaban esos objetos viejos a los que únicamente los coleccionistas de naderías otorgan algún valor. Pequeños retazos del pasado carentes de la nobleza de la antigüedad pero insuflados del ánima de lo entrañable. Mal negociante, peor comerciante, Eliseo solía comprar para su propio disfrute y sólo vendía el material que menos le interesaba o que tenía duplicado. En los anaqueles de su establecimiento se acumulaban ingentes cantidades de viejas revistas, libros, tebeos, discos de vinilo, pequeños juguetes, muñecos, calendarios, afiches publicitarios, fotografías de artistas, posavasos… Expuestos en vitrinas tenía anteojos, catalejos, abalorios, jarritas, guantes, abanicos, pastilleros, misales, cajas de nácar, cuentos troquelados y  palmatorias de porcelana.
Inmerso en el proceso silencioso de convertirse en una más de sus mercancías, fue como a Eliseo le sorprendió la noticia del fallecimiento de Trinidad Mendoza, actriz hija de actores (su padre, Pedro Mendoza había sido de los contados españoles que trabajaron en los inicios del sonoro, en Hollywood), olvidada por el público mas reseñada por la historia, en el pueblo natal de su difunto marido, en un punto irrelevante de la geografía asturiana. Eliseo guardaba como una de sus más preciadas posesiones un ejemplar de la revista Cámara en cuya portada gobernaba un regio retrato de la estrella, que él había conseguido que le firmara en 1977, cuando, tras un prolongado y oscuro periodo de estancia en Argentina, la actriz había recobrado la atención de la crítica al reaparecer en los escenarios madrileños, estrenando una obra de prestigio. Después de aquella recuperación profesional, que le valió el Premio Nacional de Teatro (concedido no sin generar cierta polémica, por ser considerado por sus colegas como un dividendo de su pasada gloria), Trinidad Mendoza no volvió a gozar de otro papel relevante ni en la pantalla ni en la escena y vivió casi retirada, sin aceptar homenajes que, por otra parte, nadie le ofreció.
¿Cómo nacen en nuestra mente las ideas descabelladas? Si lo supiéramos tal vez querríamos cortar de raíz tan indeseable mala hierba y nos perderíamos las mejores cosas de la vida. El caso es que Eliseo, tan pronto oyó en su vieja radio la noticia de la muerte de la actriz y el nombre del lugar en el que iba a recibir eterna sepultura, concibió al instante la idea de ponerse en camino y ofrecerle, en homenaje, su ejemplar de Cámara, que hacía más de cuarenta años conservaba. Eliseo recordaba todavía (o creía recordar, que es lo mismo) la afable sonrisa de Trinidad, tan dulce como profunda, y no podía imaginar que seguiría con su propia vida, indiferente al hecho de que aquella persona que acababa de abandonar el mundo de los vivos le hubiera sonreído. Cerró su tienda sin perder un minuto, cargó la revista en el asiento del copiloto en su coche, donde pudiera verla, y emprendió un camino de cuatro horas.
Los primeros instantes del crepúsculo recibieron a Eliseo a las puertas del pequeño cementerio donde aquella mañana había sido enterrada Trinidad Mendoza, uno de esos camposantos en los que los nichos cercan un sembrado de tumbas en las que florecen las cruces y los ángeles sin parecer amenazarlos con su proximidad. Una familia extremadamente delgada, formada por tres miembros: un matrimonio de unos cuarenta años y una hija de unos trece, permanecía de pie, cerca de la entrada, absorta aparentemente en la lectura de los epitafios. La niña, una versión mixta de los rasgos de sus padres y tan delgada que parecía inverosímil que se mantuviera derecha sobre sus escuálidas piernas, poseía una mirada voraz, de ojos glaucos, que sobresalía muy por encima de su endeble personita. Eliseo se preguntó si ellos sabrían decirle el lugar en que se hallaban los restos de la actriz, pero antes de atreverse a preguntar, se dijo que encontraría sin dificultad la tumba pues, necesariamente, estaría cubierta de coronas y flores frescas. Caminó un buen rato entre las lápidas del cementerio semi-desierto hasta que, en uno de los extremos, cercano a la tapia que circundaba el recinto halló la desnuda sepultura de Trinidad Mendoza. No estaba, sin embargo, completamente solitaria. Un hombre gordo, que vestía desaliñadas ropas veraniegas (una imposible camisa de manga corta de cuadros y unos pantalones cortos deportivos) montaba guardia con actitud impasible, luciendo una descuidada y cerrada barba negra. Eliseo lo miró con profundo desagrado, con el inconfesable sentimiento de avergonzarse por compartir aquel momento con tal personaje. Esperó unos minutos hasta que, con alivio, asistió a la marcha del corpulento barbudo, momento que aprovechó para hacer su ofrenda, su querida revista de portada autografiada, que lució a la incierta luz de unos escasos faroles, como la desmayada versión de un icono bizantino.
-Muy bonito, muy bonito… -sonó una voz a la espalda de Eliseo. Éste se giró y vio a lo que tomó por un hombre cercano a los ochenta años, pero de voz tan fina y de rasgos tan gastados que lo mismo podía tratarse de una mujer, que le sonreía con su boca desdentada.
-Esta revista me la firmó ella ¿Sabe? Hace más de cuarenta años…
-¿Y la ha guardado todo este tiempo? ¡Es asombroso! –la voz sonaba tan suave que actuaba como un sedante sobre el sistema nervioso de Eliseo quien, además, notó entonces de súbito, el cansancio del viaje.
-Soy el guarda del cementerio –explicó el anciano-. No me falta mucho para convertirme en uno de mis inquilinos y nadie se ha molestado en buscarme un reemplazo. Su gesto me ha conmovido, amigo… ¿Sabe que ha sido un entierro bastante desangelado? No tenía ni idea de que fuera una artista… ¿Trabajaba bien?
-Muy bien, era muy buena.
- Le invito a un café. Venga a mi garita.
Eliseo siguió al viejo guarda a través de las callecitas de tumbas hasta su ínfima y precaria vivienda. Una vez allí, el sepulturero, que se presentó como Dimas, excusó no tener café y preparó a Eliseo una infusión que, aclaró, era una “invención suya”. Eliseo engulló el brebaje disimulando su desagrado y, en pocos instantes, sintió un inesperado bienestar. Sólo cuando Dimas reconoció ese particular estado en su invitado, empezó a hablarle otra vez.
-No se ofenda, amigo… ¿Eliseo, me dijo? No se ofenda, pero tiene usted el aspecto del hombre que nunca ha ganado ni perdido, en su vida, porque nunca se ha expuesto a perder. Y esa es una triste manera de vivir. Hoy ha hecho algo hermoso, pero es algo que quedará para siempre encerrado en usted y eso es casi tanto como si nunca hubiera ocurrido.
Eliseo escuchaba al anciano invadido por un dulce sopor que aumentaba progresivamente. Paseaba su mirada por las escuetas paredes y observaba los ralos detalles que las cubrían. Alguna reproducción colgaba sobre el papel pintado y en una estantería reposaban una veintena de libros de Karl May y de Zane Grey.
-Yo mismo, he vivido solo casi toda la vida, pero al menos he amado, aunque sin fortuna. Me expuse y eso me permite afirmar que he vivido. No hay amargura en mí. Ahora que ya soy viejo tengo el consuelo de poder maldecir mi infortunio, pero no a mí mismo. Verá, le voy a contar una historia que me contaron a mí cuando tomé este puesto, decidido a enterrar mi suerte entre los muertos y enterrados. Si alguna vez quiere contársela, a su vez, a alguien, puede llamarla “El bolsillo”
“La indecisión anidaba impía en el pecho de mi amigo Eutiquio como la hiedra venenosa medra en los árboles que abraza. Su incapacidad para decidirse por izquierdas o derechas le torturaba sin descanso y le ahogaba en su lecho por las noches. No podía dar un paso, doblado por el peso de la incertidumbre y así me lo hacía saber siempre que nos encontrábamos. Compadecido y también algo harto, un día le insté con energía a que se pusiera en manos de Dios, que es todo comprensión, para que éste le mostrara el camino. Eutiquio, movido por las alas de la desesperación, entró acto seguido en la iglesia arrojándose a los pies del altar como el náufrago que arriba a tierra firme, e imploró la iluminación divina. Dios le habló a Eutiquio con voz clara y paternal diciéndole: “Ve a tu casa, hijo mío, y en el bolsillo derecho de tu chaqueta, que has dejado colgada en la percha del vestíbulo, encontrarás siempre la respuesta a todas las dudas que se te planteen en la vida”. El paso presuroso que Eutiquio adoptó al salir de la iglesia fue, en pocos instantes, menguando conforme se acercaba a su casa. Cuando se halló ante su puerta, Eutiquio apenas podía moverse. Se acostó aquella noche sin mirar siquiera su chaqueta. A la mañana siguiente, cuando llegó el aprendiz de su taller, le pidió que hiciera algo que nunca le había pedido. “Fermín –le dijo al muchacho- hazme el favor de ponerme la chaqueta, que voy a salir”. El chico se extrañó un tanto, pero le puso la prenda sin rechistar. Eutiquio salió de su sastrería y vagó sin rumbo fijo durante toda la jornada, sin osar meter su mano diestra en el bolsillo. Aquella noche, perdida la razón, pálido, ojeroso, y con la mirada extraviada, se presentó en mi casa, dando voces. Esgrimía un hacha. “¡Córtame la mano! Te lo suplico, córtame la mano derecha, Dimas!”
-¿Y se la cortó? –preguntó Eliseo, momentáneamente espabilado.
-¡No, hombre, le cosí el bolsillo! Algunas personas no quieren tener el destino en su mano. Prefieren no tenerlo. Es un error, pero es muy difícil convencerlas. Ni Dios puede.
“Ni Dios puede” Eliseo cerró los ojos con vagas imágenes de tardes de domingo en la iglesia, acompañando a su madre, muchos años atrás. Velas, incienso, campanillas, velos, misales, susurros, un sagrario en el que se vislumbra una luz infinitesimal y una tristeza infinita. Cuando despertó, estaba solo. Eliseo llamó al viejo y hasta se asomó al interior del resto de su exigua vivienda, sin encontrarle. “Tendré que irme sin despedirme”, pensó. Salió al frío exterior. Muy lejos ladraba un perro y se oía pasar alguna moto. Eliseo anduvo con paso rápido y llegó enseguida al portón del cementerio, sólo para encontrarse con que la salida estaba cerrada. Miró el reloj: eran poco más de las doce. Ya iba a volver a la garita del guarda, convencido de que Dimas volvería, cuando, de algún punto, entre las tumbas, surgió una voz cristalina.
-Gracias.
Antes de volver la cabeza, Eliseo supo quién le estaba dando las gracias. Lo supo y no tuvo miedo. De algún modo inexplicable, lo estaba esperando.
-¿Vas a ser mi amigo, verdad?

Eliseo miró a la niña. Era muy delgada, como la que había visto por la tarde, acompañada por sus padres, pero esta tenía el cabello oscuro y más corto. Sus ojos, verdes, relucían a la mortecina luz de los faroles. Contra su pecho virginal, sostenía con ambas manos el ejemplar de la revista Cámara.
-¿Te quedarás siempre conmigo? Tengo una casita para los dos. Es un iglú, como el de los esquimales.
-No puedo, niña; lo siento. Tengo que irme… Tengo una tienda –Eliseo hablaba sin convicción, consciente de que sólo estaba ofreciendo débiles excusas. La niña empezó a llorar dejando caer de sus brillantes ojos gruesas lágrimas como gotas de rocío.
-No llores, por favor. Me gusta que seas llorona –añadió Eliseo sonriendo- pero no que llores.

Y desde aquel momento y hora, Eliseo cambió de vida.