Hace pocas fechas, con la urgencia dada por la noticia luctuosa del fallecimiento del actor, que se produjo el pasado 30 de enero, este burgomaestre trazaba un apresurado apunte de la figura de Fernando Cebrián. Destacó entonces algunas cualidades (las más evidentes) de su perfil interpretativo, de la personalidad que transmitía al espectador y de su trayectoria profesional en el cine. Hoy, ese mero esbozo, corresponde que adquiera la dimensión y la profundidad que su protagonista requiere, y que el periplo profesional del hombre que un día fue uno de los niños que, con su familia, huyó de su patria, convulsa por la más cruel de las contiendas, y que de adulto encarnó el paradigma del alcalde ideal de un pueblo ideal, quede dignamente expuesto, en su homenaje y su recuerdo.
Nada menos que un actorFernando Cebrián, como los más sólidos de los actores, cimentó su arte en el teatro, lo dispensó para los mejor retribuidos papeles que le ofrecieron en el cine, y alcanzó la máxima difusión popular a través de la televisión. Aquel de quien José María Castro Calvo dijo en las páginas de La Vanguardia en mayo de 1956 que era “uno de nuestros mejores actores” y, a quien en el mismo artículo describió como intérprete “sobrio y natural “ de Esquilo, Sófocles y Eurípides, prestó su presencia a papeles casi accesorios en diversas películas de la segunda mitad de los
años cincuenta, pasó a protagonizar algunos films de especial relevancia en la primera mitad de los sesenta y pasó a compaginar los dos medios anteriores con la televisión a partir de la segunda mitad de esa década. Por el camino descrito, además de representaciones teatrales de clásicos universales en la escena, Fernando Cebrián alcanzó la honorable distinción de haber sido dirigido para el cine por dos mitos del Séptimo Arte, cuales fueron Abel Gance y Luis Buñuel (si bien que en cometidos de escasa entidad) y también por jóvenes valores que alcanzarían relevancia más que notable, como Carlos Saura, Antonio Isasi-Isasmendi, José María Nunes, Eloy de la Iglesia, José María Forqué, y de otros que, como en el caso de César Fernández Ardavín, pasaron del reconocimiento y la notoriedad iniciales a quedar postergados, sin rechazar por ello ofertas de trabajo que le llevaron a ponerse a las órdenes de directores de toda especie en proyectos sin ninguna ambición artística, incluyendo películas de aventuras, históricas, biopics académicos, films policíacos, de espionaje, de suspense, y hasta películas al servicio de estrellas tan alejadas de su propia personalidad fílmica como la mítica Marisol.
La profesionalidad de Fernando Cebrián, su aplomo, su economía gestual, su sobria naturalidad, su agradable apostura, le permitían actuar con idéntica eficacia (y mediado un escaso intervalo de tiempo) en un film tan prestigioso como “Tristana”, de Luis Buñuel y en otro tan chapucero
como la producción de Iquino, dirigida por Juan Bosch, “Investigación criminal”.
Fernando Cebrián, por encima de todo, amaba su profesión. En el artículo de José María Castro Calvo antes citado, se recogían unas declaraciones suyas, llenas de sentimiento y emoción, en las que se pone de relieve su profunda pasión por su oficio:
“-El arte es todo: es el aire que mueve las frondas, la nube que pasa perdida en el cielo azul, en el mar entre aguas batidas de espuma, el viento que silba la lágrima silenciosa que cae de unos ojos claros, la voz que ruge con ásperos acentos... Yo he sentido eso dentro de mí, no como armonía imitativa, ni como signo y brújula de pasiones y afectos, sino médula de sentimientos, de algo que late en mi corazón. Es como si percibiera otras existencias y hubiese de cobijarlas bajo una entusiástica inspiración. Eso es el teatro según lo concibo. No falsedad, realidad llevada hasta el confín de mi conciencia. Cuando represento, allí no hay ficción; no veo al público, no me doy cuenta de maquillajes y decorados. Lo de menos es la burda tramoya; importa el paisaje dentro de mí, el estado psicológico, por el cual dejo de ser el que era para
encarnar otro; dar mi vida por otra vida. No sé que haya otro sacrificio mayor. Pero he dicho sacrificio no es lo más adecuado. Lo hago tan a gusto que apenas me doy cuenta; el tránsito se produce insensible; entro en situación rápidamente. El actor ha de tener sinceridad.” Y dicho esto, enardecido, febril, iluminado, Fernando Cebrián medita un poco y añade lo siguiente:
“-Y todo eso es emoción de un momento. Un escalofrío que crispa nuestros nervios y desaparece. ¿Qué quedará de nosotros, los actores? Todo arte aspira a la eternidad y el nuestro nace y muere entre luces y sombras. Apenas si el recuerdo queda entre el público que nos admira. Pero después... Y, sin embargo, amamos como el que más la gloria y deseamos perdurar; queremos eternizar la emoción de cada momento, sin duda porque deseamos ahogar ásperas realidades en las quietas aguas de nuestros sueños de artistas.”
De quien así hablaba tratará este burgomaestre de esbozar un retrato, dando testimonio de sus trabajos, con la intención de preservar un tanto, en la medida de sus fuerzas, algo de la emoción que Fernando Cebrián puso en ellos.
Un mundo hostil y el refugio del arteComo todas las infancias atravesadas por el estallido de una guerra, la de Fernando Cebrián Gracia, nacido en Bilbao un 15 de mayo de 1929, sacudida en su mitad por la cruel contienda
desatada por el alzamiento del rebelde general Franco, quedó marcada para siempre de forma indeleble afectando, sin duda, a su sensibilidad y a su percepción de la existencia. Su libro de memorias es testimonio de ello desde su mismo título, evocador del dramático episodio bélico y de cómo le afectó íntimamente, “Recordatorio de mi primera incomunión. Barcelona, enero de 1939” (Ed. Biblioteca Nueva, octubre 2005).
Todavía no ha cumplido los diez años y Fernando Cebrián, el menor de los 4 hermanos varones de una prole formada por 8 miembros, debe emigrar con su madre y sus siete hermanos a Francia, país en el que permanecerá hasta su regreso a Barcelona, en 1944. Siendo un mozalbete, trabaja como auxiliar en una oficina al tiempo que estudia sucesivamente Bellas Artes, Declamación y Escenografía. A los dieciocho años se produce su debut en los escenarios integrando grupos de aficionados y Teatro de Cámara. Asimismo, se inicia como actor radiofónico en varias emisoras locales. Transcurrido un lustro, en 1952 ingresa en la Compañía Lope de Vega, de José Tamayo, donde efectuará su periodo de meritoriaje que culminará en su acceso a la profesionalidad en 1954.
Sobre el escenario, Fernando Cebrián Tras su paso por la compañía de Tamayo, Fernando Cebrián pasará a integrar las de grandes actrices tales como Núria Espert, Berta Riaza, Conchita Montes, Susana Campos y del actor Vicente Parra, preferentemente con repertorios clásicos. A título de ejemplo de las representaciones que efectuará en este periodo, previo a su debut en el cine, citemos que, en los comienzos del año 1956, bajo la dirección de Antonio de Cabo, y con la que llegaría a ser distinguida con el Premio Nacional de Teatro Berta Riaza y el gran Rafael Navarro (a quien dedicamos en su día una entrada en este weblog) como protagonistas, Fernando Cebrián obtiene un papel destacado en la versión de “Antígona” de Jean Anouilh que se representa en Madrid y que obtiene un extraordinario éxito. Correspondiente a un momento de esta función es la fotografía anexa a estas líneas en la que se puede observar al actor abrazando a la primera actriz, Berta Riaza. Como prueba de la versatilidad de Fernando Cebrián, digamos que en 1958 estrenó en París, en el Teatro Sarah Bernnhardt, la mítica versión de “La Celestina” que protagonizó Irene López de Heredia y dirigió Luis Escobar, con compañeros de reparto tan rutilantes como María Dolores
Pradera, Julio Núñez, Javier Escrivá o Jacinto Martín y Leo Anchóriz y, el mismo año, en el teatro Eslava de Madrid y, un año después, en el Calderón de Barcelona, el espectáculo de revista “Te espero en Eslava”, dirigido igualmente por Luis Escobar, con Concha Velasco y Tony Leblanc como primeras figuras y con compañeros posteriormente tan reconocidos como Gracita Morales o Pedro Osinaga, y con el añadido de un mito como el de Pastora Imperio, espectáculo que continuaba el éxito del anterior montaje, “Ven y ven al Eslava” igualmente dirigido por Luis Escobar y con Tony Leblanc como cabecera de cartel (en aquella ocasión, acompañado de Nati Mistral).
Primeras intervenciones en la pantalla.Con dos años de experiencia profesional en el teatro, en 1956, concretamente, el 7 de mayo, en el
cine Avenida de Madrid, Fernando Cebrián ve estrenarse el film que supondría su debut cinematográfico, la película “La legión del silencio”, que firmaron José Antonio Nieves Conde y José María Forqué al alimón aunque fuera únicamente el segundo quien cobraría por el trabajo de rodarla. Según cuenta Nieves Conde en el libro de Francisco Llinás a él dedicado, el proyecto le llega de manos de unos productores catalanes (los responsables de Yago Films) que estaban interesados en llevar al cine la obra de José Luis Comerón y Jorge Illa, “La legión del silencio” y en promocionar a una joven actriz (Nani Fernández) . El director, que se había quedado sin financiación para el proyecto que sus productores habituales le habían propuesto (una adaptación de “El señor de Bembibre”, aceptó en primera instancia hacerse cargo de la realización del film, previo arreglo del guión con intervención de José Antonio de la Loma en el argumento y de Manuel Tamayo en la versión definitiva. Se llegó incluso a ofrecer, en ese momento, la película a Orson Welles, que haría pasar a Nieves Conde a la condición de ayudante suyo, cosa que él aceptaría de buen grado. La intervención de Orson Welles, un “diletante” en toda su oronda humanidad, no cuajó, y simultáneamente al aumento del desencanto de Nieves Conde con el film, se postuló a José María Forqué como director del mismo. El productor, un tal Martínez, era amigo del director zaragozano y le había prometido darle trabajo. Ante la falta de entusiasmo de Nieves Conde, éste quedó fuera del proyecto y en su lugar entró José María Forqué, que fue quien inició el rodaje en los barceloneses estudios Orphea Films. Por desgracia, éste no marchó al exigente paso que el taxativo contrato de la estrella, Jorge Mistral, exigía, por lo que hubo de incrementarse el ritmo de rodaje ante el riesgo inasumible de quedarse sin el divo, es entonces cuando se recurre a Nieves Conde para filmar algunas secuencias, de las que el mismo director no queda satisfecho. A pesar de que su contribución es mínima, su nombre figura por delante del de Forqué en los créditos y carteles de la película, porque su figura atesora, por aquel entonces, un prestigio muy superior. Después de todo este periplo, la película consigue mantenerse en cartelera 14 días, lo que no constituye un rotundo fracaso, pero teniendo en cuenta que su protagonista era una de las figuras más populares del momento, tampoco representa lo que se consideraría un éxito,
precisamente. Tal vez, su innegable mimetismo con los films de “Aspa Films” del “trinomio” Rafael Gil, Vicente Escrivá y Paco Rabal, “Murió hace quince años “ y “El canto del gallo”, estrenados consecutivamente, sólo unos meses antes, o con otros films de aquel mismo momento y de idéntica temática anti-comunista (“Lo que nunca muere”, “Los ases buscan la paz”) provocó el rechazo del público o, al menos su falta de entusiasmo, en la misma medida que, probablemente, la buena marcha de los films citados (bien tratados por la administración franquista y por la taquilla) se encontraba en la génesis misma de “La legión del silencio”. Fernando Cebrián tenía un papel casi insignificante en esta historia que transcurre en una Checoeslovaquia apenas insinuada que presenta a los creyentes cristianos en una situación similar a la de los antiguos seguidores de la doctrina de Cristo en la Roma imperial y pagana. Perseguidos, obligados a celebrar sus ritos clandestinamente, los cristianos de “La legión del silencio” encuentran en Jan Walzak (Jorge Mistral), un inesperado valedor que, al final del film, entregará su vida, mártir por la causa, para ayudar a los acosados fieles. Jan, al comienzo del metraje, es un destacado dignatario del Partido Comunista al que un rival amoroso que le disputa los favores de la joven Dana (Nani Fernández), el comisario Chapek (Rubén Rojo) consigue acusar de traición obteniendo con torturas un falso testimonio contra él. En la huida consiguiente, el autobús en que viaja Jan Walzak sufre un accidente, del que el fugitivo sale provisto de una identidad falsa, la de un delegado de agricultura que, en realidad, era un sacerdote. Así, Jan es
recibido en el pueblo al que estaba destinado el delegado por la comunidad cristiana. Cuando este encuentro está ya obrando prodigiosos cambios en la mentalidad otrora materialista de Walzak, llega su novia Dana y, siguiendo a esta, el malvado Chapek. Se produce entonces el acoso final y despiadado al que los crueles comunistas comandados por éste someten a la comunidad cristiana del pueblo, cuyos miembros sólo consiguen salvarse gracias al sacrificio del protagonista, en uno de los dos finales que Nieves Conde rodó (en el otro, Walzak se salvaba y se reunía con Dana, pero fue el desechado). En el reparto de “La legión del silencio” destacan grandes figuras de la cinematografía hispana, como Félix Dafauce (a quien Nieves Conde le había dado su primer papel estelar en “Surcos”, con magníficos resultados), que representó el rol del malvado comisario Grumko, o como Nicolás D. Perchicot, como el padre Obrinski, o Juan Manuel Soriano, el excelente doblador, voz habitual de Kirk Douglas o de Rock Hudson, como Genka.
Exactamente un año después del estreno de “La legión del silencio”, en el cine Avenida de Barcelona se produjo el de “Amanecer en Puerta Oscura”, la nueva película de José María Forqué en la que nuevamente contó con Fernando Cebrián en un papel de breve permanencia en escena, aunque decisivo. Este film, que ya compareció en este weblog (o lo que sea) con motivo de la entrada dedicada a
José Sepúlveda, y que, como dijimos entonces, es uno de los mejores de su autor y de los pertenecientes al subgénero de los bandoleros de la serranía andaluza, contenía para el joven Fernando Cebrián un momento de gloria, ciertamente efímero, en su mismo comienzo, pues se le encomendó el papel del trabajador de la mina (una explotación a cielo abierto) objeto del maltrato del capataz extranjero John Barry, al cual, por tal causa, el
compañero Andrés Ruiz (Luis Peña) se ve obligado a matar. A su vez, este será defendido por el ingeniero Pedro Guzmán (Alberto Farnese) cuando el patrón (al que encarna Santiago Rivero) le encañona con su pistola, con tal infortunio que Pedro Guzmán, acusado de la muerte del propietario de la mina, deberá unirse a su amigo Andrés Ruiz en la fuga. Ambos, buscando refugio en la sierra, tropezarán con el bandido Juan Cuenca (Francisco Rabal) con quien formarán un trío de proscritos. Esta concatenación de hechos violentos (que, en cierto modo, recuerdan la mecánica de, precisamente, “Un hecho violento”, película debida a los talentos combinados de los mismos director y guionista que “Amanecer en Puerta Oscura”), dictados por un Destino inexorable, alcanzará el sorprendente climax cuando, ya detenidos los tres hombres y reos convictos, se hallen sometidos a la prueba del perdón de la imagen procesional de Jesús el Rico, una tradición fundada por una orden de Carlos III según la cual, los condenados en Cuaresma podrían acogerse a la gracia de la citada imagen, que dotada de un brazo articulado, al vaivén de sus porteadores, señalará a uno de los presos, librándolo de la ejecución. El escogido, será el delincuente habitual Juan Cuenca. Esta historia,
magníficamente servida en imágenes, tan vibrantes como el mejor western, y encarnada por un reparto excelente (en el que ya destacamos en su día a José Marco Davó, como el fraile amigo del bandolero, o a Valeriano Andrés, como guardia civil paternalista perseguidor del mismo) que incluye a algún habitual del cine de Forqué, como Jacinto Martín, acaparó premios del Sindicato Nacional del Espectáculo en su edición de 1957 (Mejor Película y mejores actores principal y de reparto para Paco Rabal y Luis Peña), el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos al Mejor actor para su protagonista, y, lo que es más destacable, obtuvo el Oso de Plata a la Mejor Película en la edición del Festival de Berlín de aquel año. Fernando Cebrián, que apenas dispuso de un plano en el que se le viera bien, no aparecía en los créditos iniciales del film, pero su accidentado descenso a las canteras de la mina era el desencadenante toda la acción.
Pariente cercana de títulos como “Vuelo 971” (Rafael J. Salvia, 1954) y “Todos somos necesarios”
(José Antonio Nieves Conde, 1957), “La frontera del miedo” (1958) fue una de las primeras de las ocho películas que Pedro Lazaga dirigió para la productora de José Luis Dibildos (autor igualmente del guión), Ágata Films, entre 1957 y 1960. Con “La fiel infantería”, supondrían las dos únicas incursiones en el drama de entre los ocho títulos y, al igual que en la mayoría de ellos, se beneficiaría de la belleza de Analía Gadé en su papel femenino protagónico. Fernando Cebrián disponía de un pequeño papel en esta historia encuadrable en el sub-género de “cine de catástrofes con dimensión humana” al que pertenecerían igualmente los tres títulos citados previamente. Los supervivientes de un heterogéneo y no muy numeroso grupo de pasajeros de un avión que ha sufrido un siniestro deben afrontar su situación sobreponiéndose a sus diferencias. Especialmente, el triángulo que forman la bella Mercedes Peña (Analía Gadé), su compañero, el delincuente fugitivo Ramón Velasco (Luis Peña) y Pablo Beltrán, un antiguo novio de Mercedes que, casualmente viajaba en el mismo avión (Rubén Rojo), en el que los dos hombres están enfrentados por el amor de la
bellísima mujer. Destaca también la presencia de José María Rodero (como el cirujano –rol muy similar al de Alberto Closas en “Todos somos necesarios”- que deberá salvar la vida de Mercedes cuando resulta herida de un disparo producido en el enfrentamiento entre Ramón y Pablo), Marisa de Leza, como la estrella del espectáculo Celia Dubois, Rafael Alonso, como el representante de ésta, y Arturo Fernández en un papel de cura (que difícilmente repetirá en su futura carrera de ligón), y de José Rubio y Fernando Guillén en otros más anecdóticos. La peripecia, inspirada por un hecho real acaecido en algún frío e inhóspito paraje de la provincia de Soria, dio lugar una película que no obtuvo ninguna repercusión popular y que se estrenó (muy mal) el 16 de junio de 1958, en el cine Palacio de la Música, de Madrid.
Ciertamente, sumando las tres intervenciones primeras en otras tantas películas, la popularidad de Fernando Cebrián estaba muy lejos de despuntar. En su siguiente estreno, continuaría el actor sin poder disfrutar de un papel que le diera fama, a pesar de encarnar a un personaje muy famoso.
Invitado a tres fiestas de disfraces: “Gayarre”, “Cyrano y D’Artagnan” y “El señor de La Salle”Tanto “Gayarre”(1959, Domingo Viladomat) como “El señor de La Salle” (1964, Luis César Amadori) son sendos “biopics” con todas las de la ley, muy adecuados para que fueran exhibidos en el salón de actos de un colegio de religiosos a una audiencia a la que había que formar en principios de sólida moralidad y altos alcances culturales. Ambos films presentan su mayor atractivo en su extensísimo reparto, repleto de interesantísimas personalidades de la escena, siempre muy por encima de sus apenas dibujados personajes. En el primero de ellos, Fernando Cebrián tuvo la oportunidad de aparecer caracterizado como el mítico violinista, nacido en Pamplona el 10 de marzo de 1844, Pablo Sarasate (bautizado Martín Melitón Pablo de Sarasate y Navascués), fallecido en Biarritz un 20 de septiembre de 1908. Su intervención, puramente episódica, se producía en una escena en la que el flaco José Manuel Martín encarnaba al torero
Frascuelo y en la que coincidía con el que habría de ser su compañero de fatigas en “Crónicas de un pueblo”, el actor Emilio Rodríguez, que encarnaría al maestro de Puebla Nueva del Rey Sancho más de diez años después. La película, protagonizada por el excelente tenor Alfredo Kraus (Las Palmas de Gran Canaria, 24-11-1927; Madrid, 10-9-1999), contaba con el atractivo de apariciones puntuales, siempre suculentas de, entre otros, nuestro querido
Antonio Riquelme como “El señor Pedro” , la singular Julia Delgado Caro como la “señora Asunción”, el viejo amigo de este weblog, José Sepúlveda, como Don Conrado, el adusto Aníbal Vela, como Gaztambide, Félix Dafauce, como Don Hilarión Eslava y en papeles menos relevantes, magníficos actores de reparto tales como Ángel Álvarez, Santiago Rivero, Félix Navarro, Jesús Puente, Luis Roses, y muchos otros, dando al film carácter de superproducción. En los roles de mayor responsabilidad, se encontraban Adriano Domínguez, como Sabater, Pastor Serrador dando vida a Gainza, Manuel Arbó, como el padre de Gayarre, Rafael Bardem incorporando a Lambertti y las guapas Tere del Río y Luz Márquez poniendo su belleza al servicio de los personajes de Carmen y Luisa, respectivamente. Añadamos, en lo relativo al reparto, que otro actor que compartiría con Fernando Cebrián el éxito de “Crónicas de un pueblo”, Francisco Vidal, que daría vida al cura, don Marcelino, tenía también un papelito en “Gayarre”, el de pastor.
Si el film dedicado al insigne tenor, navarro universal, Julián Gayarre contaba con las prestaciones de un auténtico divo del “bel canto” para hacerlo resultar creíble, el que relataba la vida y (casi) milagros de Jean Baptiste de La Salle contaba con una estrella de Hollywood para insuflar vida al personaje, pero difícilmente ningún espectador veía con buenos ojos al entonces marido de Audrey Hepburn, Mel Ferrer, en tan abnegado y santo papel. Cuando se estrenó “El señor de La Salle”, hacía sólo cuatro años que Mel Ferrer había protagonizado el film de Roger Vadim “Et mourir de plaisir” o “Las manos de Orlac” y el público le recordaba todavía más por su papel en la inmortal “Scaramouche” (George Sydney, 1952), por lo que, probablemente, el único momento convincente de su interpretación era el de su aparición inicial, en la que se le podía ver practicando la esgrima. Un protagonista inadecuado lastra considerablemente la eficacia de una película y si, como es el presente caso, ésta no cuenta con un guión mínimamente distraído, el naufragio es total. No obstante, para este burgomaestre, el film contiene suficientes atractivos, que vienen dados por su magnífico y numeroso reparto. Así, de una parte, la película cuenta con una especie de concurso de disfraces de “Capitán Garfio”, en el que participan (por orden de aparición)
Tomás Blanco, en el papel de tío de Jean Baptiste La Salle, Enrique Diosdado (acreditado como Enrique Álvarez Diosdado) que hace del cirujano mayor del rey y padre del abate Clement (papel a cargo de Manuel Gil); Antonio Casas, como el acusador en el juicio contra el señor de La Salle, y Jesús
Tordesillas, que incorpora al juez de ese mismo juicio. El concurso lo gana limpiamente Fernando Rey, que, desprovisto del bigotillo obligatorio que lucen los demás contendientes, compone un Luis XIV espléndido y muy comprensivo. En competición aparte, Gabriel Llopart (con la imponente voz de Vicente Bañó) y el mítico Rafael Rivelles (con su propia voz) visten de púrpura para incorporar al arzobispo de Reims el primero y al de París, cardenal Noailles, el segundo, obteniendo el señor Rivelles el Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo al mejor Actor de 1964 por su interpretación. Como si de un grupo de cantantes ye-yé se tratara, los primeros maestros del germen de lo que serían las Escuelas Cristianas fundadas por La Salle, portan unas simpáticas melenitas “beatle” y tienen unas personalidades lo bastante diferenciadas para resultar divertidos al espectador. Empezando por Adrien Nyel, a quien da vida Roberto Camardiel, el primero que pone al protagonista en pos de la que habría de ser la obra de su vida, o por Nicolás Vuyart, el primer maestro reclutado para la causa, que es el rol que desempeña Fernando Cebrián y que, mediado el metraje, tras un confuso manejo con el inexperto abate Clemènt y el comerciante Rogier (José María Caffarel), traicionará al protagonista y le ocasionará
un serio tropiezo con la justicia; y continuando por personajes tan atractivos como los distintos maestros: “El soldado” que enseñará esgrima, interpretado por Carlos Casaravilla, Davalleau, que enseñará aritmética, encarnado por Antonio Ferrandis, o “El poeta”, incorporado por Jesús Guzmán (que se reunirá siete años después con Fernando Cebrián, al ser el cartero del pueblo televisivo en el que él ejercerá como alcalde). Ellos serán los que pongan en marcha la primera escuela para niños pobres. Años más tarde, extendida ya la obra de su fundador, cobrará importancia la figura del que habrá de ser su sucesor, el hermano Bartolomé, un
Ángel Picazo también adornado con su correspondiente melena “beatle”. Pero no queda ahí el desfile de personajes. En la corte de Luis XIV encontramos a Alfredo Mayo en un papel raquítico, revoloteando alrededor del Rey Sol, como el aristócrata Lanceroy; cerca de él, Fernando Hilbeck es el conde Delacroix. Todavía, entre la sociedad que disfruta de los bienes y riquezas, encontramos a la hermosa Mabel Karr, en el papel de María, la hermana de Jean Baptiste La Salle y a Lina Rosales como Madame de Chartreuse. En el sector de la sociedad más pobre, está la familia de “El Cojo” (José Sepúlveda, tal como vimos en la entrada a él dedicada en este weblog), con su mujer, a la que da vida Pilar Muñoz y su muy guapa hija limosnera, Bernarda (Núria Torray), a la que pretende el también humilde Pedro (José Rubio), acosa ocasionalmente algún bellaco (un joven Héctor Quiroga) y trata toscamente
el tabernero Rafael Luis Calvo. En episódicas intervenciones, destaquemos a María Francés, como madre superiora de un convento y Matilde Muñoz Sampedro como Sor Luisa, encargada de la ermita en la que recala el protagonista y en la que da clases a un grupo de chiquillos cuando es desterrado como resultado de la condena que le vale el caso del abate Clément, y el coronel Dupont, que se hace pasar por el carrero Fontaile (en feliz creación del gran José Guardiola) que le ayuda, en su huida, a salvar la vida del peligro de los “camisardos” un grupo de protestantes ataviados con camisas rojas que se dedica a colgar católicos por los caminos, en la región de Parmenia. Entre los “oficialistas” que se alinean contra las nuevas formas de educación que propone La Salle, representantes del gremio de caligráficos y afectos a la jerarquía eclesiástica, destaca José Marco Davó, en el antipático papel del maestro Rafrond, o Julio Gorostegui como jefe de calígrafos, o Manuel Alexandre, como abate, o Pedro Sempson, como el vicario general, abate Pireau, emisario del cardenal. Un elenco tan espectacular como interminable que, no obstante, no consigue mantener el interés del público en general, que no siente sino alivio cuando Jean Baptiste de la Salle expira y el film llega también a su fin.
Más cercano al carácter de “estampita” que tenía el papel de Sarasate en “Gayarre” que al algo más enjundioso del traidor Nicolás Vuyart de “El señor de La Salle” es el papel del cardenal Mazarino que a Fernando Cebrián le tocó incorporar en “Cyrano y D’Artagnan”.
Como lo era “La frontera del miedo”, “Cyrano y D’Artagnan” era una producción Ágata Films, en régimen de coproducción con empresas francesas e italianas. La dirección del film corrió a cargo del mítico Abel Gance, en un momento en el que la crítica estaba más pendiente de las novedades de los jóvenes valores y en el que los estrenos de los viejos maestros, como él, despertaban más sensación de fatiga que admiración, entre los cinéfilos. Sea como fuere, esta propuesta personal de su autor, que aunaba los mitos de Cyrano y D’Artagnan en un solo film, contaba con valores seguros en su reparto como el de su protagonista, José Ferrer, que ya había fijado su laureada interpretación del personaje como canónica en la película de Michael Gordon, producida por Stanley Kramer estrenada más de una década atrás. En papeles de menor entidad, grandes nombres del cine francés se mezclaban con los de excelentes actores españoles, tales como Michel Simon o Philippe Noiret (con la voz de
Valeriano Andrés), que, en sus interpretaciones, respectivamente, de duque de Mauvières y del Rey Luis XIII alternaban protagonismo con, por ejemplo, Rafael Rivelles, que repetía el disfraz de “El señor de La Salle” como otro cardenal, en este caso, el famoso Richelieu (para lo que,
además del hábito, tomaba la voz de José Guardiola), o Julián Mateos, que daba vida al marqués de Cinq-Mars. Algo desdibujado, en comparación con el acorazado carácter del Cyrano ferreriano, el D’Artagnan de Jean Pierre Cassel corre a cargo con el segundo protagonista. Uno y otro se disputan los favores de las guapísimas Ninon de L’Enclos (Sylva Koscina) y Marion de L’Orme (Dahlia Lavi) , terminando cada uno emparejado con la mujer que, en principio, prefería el otro. El film, en su conjunto, no acaba de interesar. La suma de la sucesión de duelos a espada, individuales y colectivos, con interludios de lances amoroso-galantes e intrigas palaciegas llega a hacerse aburrida, a pesar de que, tomados los fragmentos aisladamente, no contienen nada reprochable y sí muchas apariciones estelares. En roles muy por debajo de su categoría, encontramos a actores como Alfredo Mayo, en un cometido meramente auxiliar, prácticamente de figurante con frase, o como el joven Enrique Ávila (compañero de Fernando Cebrián en “Cerca de las estrellas”), que lee una carta con su propia voz y con muy poca gracia. El exótico Barta Barri se ocupaba del papel del comisario Treville, dotado de la voz resonante de Pedro Sempson. El propio Fernando Cebrián
tiene para sí una muy escasa oportunidad de lucimiento, limitándose a prestar su presencia al papel del cardenal Mazarino, sustituto de Richelieu en la consejería del rey. Al menos, le quedó el consuelo de compartir plano con el gran Philippe Noiret, oportunidad que no se presentaba todos los días.
“Cyrano y D’Artagnan” se estrenó en España de noviembre de 1964, en el cine “La Torre de Madrid”. Su extensísimo reparto (en el que habíamos olvidado mencionar a Laura Valenzuela, bellísima como Ana de Austria) y su indudable aire de super-producción con acento internacional le permitió tener una carrera comercial más que digna. Por vía parecida había transitado antes su productor, con títulos tales como “Madame Sas-Gêne” (Christian-Jaque, 1961), protagonizada por Sofia Loren, y volvería a hacerlo muy pronto José Luis Dibildos con productos semejantes como “El tulipán negro”, que protagonizaría Alain Delon y que obtendrían un éxito mucho mayor. Pero siguiendo la pista de los disfraces “de época” que vistió Fernando Cebrián nos hemos apartado de la línea cronológica, a la que regresamos ahora con una incursión en el cine negro y otra en el de espías en la “Guerra fría”.
Por territorios oscuros. “No dispares contra mí”y “La muerte llama otra vez”José María Nunes, cineasta nacido en Faro, Algarve (Portugal) en 1930, formado profesionalmente en Barcelona, como guionista radiofónico y cinematográfico, integraba, en la
Ciudad Condal, un corpúsculo portugués con el actor Carlos Otero y la esposa de éste, la también lusa e intérprete Isabel de Castro (unidos, por cierto, al amor de la lumbre de Iquino). Los tres frecuentaban la tertulia que se celebraba en el café "El Chipirón", a la que asistía regularmente el escritor Juan Gallardo Muñoz. Por eso, éste último, autor de más de dos mil bolsilibros, no debió extrañarse demasiado cuando Nunes se presentó en su casa, el verano de 1960, con una propuesta de un guión para su próxima película. Según le refirió el cineasta al literato, el productor Germán Lorente estaba interesado en poner en marcha una película que recogiera la corriente de los films franceses de la “nouvelle vague” en su vertiente policíaca, al estilo de “No disparen al pianista”, de Truffaut o de “À bout de souffle”, de Goddard. El más que capacitado escritor aceptó el reto y escribió un argumento con su celeridad característica. Tan sólo un accidente automovilístico de Nunes, que motivó una convalecencia de varios meses, retrasó la puesta en marcha del proyecto. El productor dio su aprobación al argumento y Gallardo, en colaboración con el propio Nunes escribieron el guión de “No dispares contra mí” (Lorente, a pesar de figurar en los créditos, no escribió ni una coma, pero con la amplitud de miras propia de los de su oficio, consideró que al haber sugerido el estilo, tenía derecho a participar de un tercio de la parte de derechos de autor que corresponden a los guionistas). El rodaje se verificó en diversos exteriores y en los estudios IFI de Barcelona entre los meses de diciembre de 1960 y febrero de 1961.
“No dispares contra mí” narra la peripecia de David (Ángel Aranda), un joven estudiante universitario de buena familia que, desorientado ante las incertidumbres de la vida moderna, frecuenta malos ambientes y a una mujer casada, Lucile (Lucile Saint Simon). Al comienzo de la
acción, una redada de la policía sorprende al joven David en un local donde se juega a las cartas apostando dinero (actividad ilegal durante el franquismo). El joven emprende una fuga, en el transcurso de la cual hiere a un policía que se interpone en su camino. Para acelerar su marcha, se hace con un automóvil que resulta tener dentro una gran cantidad de dinero en metálico y el cadáver del marido de su amante ocasional, Lucile. A partir de ese momento, el joven se encuentra acosado por los malhechores que persiguen recuperar el dinero y por la policía que, principalmente por su actitud, le consideran sospechoso del doble crimen de robo y asesinato. En su huida, que se efectúa por casi todos los medios de locomoción conocidos (incluyendo carreras pedestres, utilitarios y trenes), sólo Lucile estará a su lado, prestándole apoyo y sosteniendo con él largas conversaciones de carácter existencialista. Se suceden los tiroteos, las riñas a puñetazos y las diversas escalas en momentáneos refugios, como cuando, herido David, se cuelan en una fiesta de disfraces que se celebra en el chalet de una amiga, primero y en la casa de un juez, amigo de la familia de David, después. Finalmente, cuando el héroe parece haber superado todas las dificultades y hasta da la sensación de que disfrutará del botín que cayó en sus manos y que tuvo la prudencia de ocultar en una taquilla de su club de natación, surge la figura de la “femme fatale” en la figura de Lucile, sobreviniendo un final trágico típico de los mejores clásicos del cine negro.
Fernando Cebrián, en “No dispares contra mí” se limita a auxiliar, como agente de policía, al inspector al que da vida Jorge Rigaud, uno de esos defensores de la ley (como el de “Un vaso de whisky” –Julio Coll, 1959-, producción igualmente de Este Films) de tintes paternalistas que solía interpretar en las producciones de género policíaco que se rodaban en Barcelona. Sus intervenciones son breves y tan sólo dispone de un par de primeros planos en la secuencia de la fiesta de disfraces, en la que su personaje es burlado por Lucile. Tan típica como la de Rigaud (o más) es la presencia de Julián Mateos, prácticamente un especialista, por aquel entonces, en el rol del delincuente juvenil, encasillamiento que alcanzaría su máxima y más brillante expresión en el film de culto “Los atracadores” (Francisco Rovira Beleta, 1963) y que se había cimentado en “Juventud a la intemperie” (Ignacio F. Iquino, 1961). Como protagonistas del film, Ángel Aranda compone con convicción su difícil papel y obtiene la inapreciable colaboración del excelente doblador Manuel Cano para lograr un resultado óptimo. Lucile Saint Simon, actriz francesa que acababa de estrenar “Las manos de Orlac”, en la que actuaba como partenaire de Mel Ferrer, mantiene el debido distanciamiento necesario para sostener su ambigua posición. Los dos tuvieron que soportar los rigores de una producción de escasos medios económicos, extremo que se puso especialmente de manifiesto la jornada de rodaje de la secuencia en la que la pareja protagonista obtiene asilo y asistencia médica en el domicilio de un juez. Según el relato que el propio Juan Gallardo trasladó personalmente a este burgomaestre, Nunes le pidió, como favor personal y a cambio de ninguna remuneración, que hiciera el papel del juez que acoge a los fugitivos, del
mismo modo que el crítico Jaume Picas incorporó el papel del jefe de la banda de malhechores que interviene desde la distancia, y Jordi Torras hizo el papel del médico que acude para curar la herida del protagonista. Y en toda la larga jornada de rodaje, que se prolongó desde primeras horas de la tarde, hasta entrada la madrugada, en un chalet perdido en medio de la nada, nadie obtuvo ningún alimento. Esta circunstancia quizá favoreció el verismo de la interpretación de Ángel Aranda, que debía parecer débil por la herida, pero sin duda contribuyó al mal humor generalizado de todo el equipo, que suspiraba por un bocadillo. La pobre Lucile mascullaba pestes en francés y Juan Gallardo empezaba a arrepentirse de haber cedido a la tentación de volver a ejercer de actor (su primer oficio). Salvando las dificultades propias de una producción precaria, lo cierto es que “No dispares contra mí” mereció una mejor difusión, pero la taquilla fue muy mala (siete días de permanencia en cartel, en su estreno en Barcelona) y las críticas tal vez peores. Sólo tibias en la Ciudad Condal (donde se estrenó en el cine Alcázar el 8 de mayo de 1961) y gélidas en Madrid (donde para su estreno hubo de aguardar al 6 de agosto de 1962, en el cine Paz), que censuraban su fondo, moralmente “peligroso”. Hoy el film sería perfectamente disfrutable, si apareciera una buena copia en formato DVD, dotado como está de un buen ritmo y buenas secuencias de acción,
mezcladas con la inquietud propia del momento de su producción, tanto por el discurso existencialista como por la forma alineada con las corrientes renovadoras en boga. Contiene una banda sonora muy estimable de José Solà (si bien que de presencia algo excesiva, en bastantes pasajes), por la que le correspondieron el 50% de los derechos de autor del film.
José Luis Madrid debutó en el cine escribiendo el guión de “Gayarre” (1958), el film de Domingo Viladomat sobre el tenor navarro en el que Fernando Cebrián había hecho el anecdótico papel de Sarasate. Seis años después de esa experiencia, el director, nacido en Madrid en 1933, firmaría “La muerte llama otra vez” (1964), título que protagonizaría Fernando Cebrián, y que guardaba una fuerte semejanza con otro film suyo anterior, “La gran coartada” (1959), con Arturo Fernández en el similar papel protagonista. En ambas tramas, el detonante de la acción es un accidente automovilístico que pone en el Destino del protagonista, la oportunidad de hacerse con una importante fortuna, haciéndose pasar por muerto. En ambos casos, la intervención de
una mujer procurará la desgracia del aprovechado. En el film de 1964, al protagonista, Luis (Fernando Cebrián), un chófer de un coche alquilado por un joyero, que trata de quedarse con una valiosa alhaja que transportaba, tras ser dado por muerto en el accidente en el que perdía la vida el dueño de la joya, le salía un rival, un pintor (Luis Marín) que trata de disputársela, para lo que conseguía la complicidad de la chica (Josefina Güell) que Luis había reclutado antes en su auxilio. Cuando los dos conjurados creen haberse deshecho del chófer, éste reaparece nuevamente, no sin antes presionarles con advertencias anónimas de que su crimen ha sido descubierto. Este acoso da su fruto cuando el pintor asesina a la chica la cual, perdido el dominio de sus nervios, estaba dispuesta a entregarse a la policía. Finalmente, Luis acude a la cita que, como el testigo chantajista, ha concertado con el pintor, enfrentándose a él. Se produce entonces un choque violento del que resultarán los dos muertos.
Protagonismo por partida doble Estrenada el 20 de febrero de 1962 en el cine Comedia de Barcelona y, un mes más tarde en el Madrid, de la capital, “Tierra de todos” supuso una aproximación novedosa al doloroso tema de
la Guerra Civil española, pues presentaba como protagonistas a dos soldados pertenecientes a los dos bandos de la contienda, los cuales, a través de las vivencias que compartirán, llegarán a ser amigo. La historia, debida a Jordi Felíu y Josep Maria Font i Espina, la rodó Antonio Isasi-Isasmendi, en el periodo de su carrera previo a convertirse en un habilidoso practicante del arte de producir películas comerciales con visos de internacionalidad y con rentabilidad ejemplar. El film, que se abre con un segmento inicial netamente perteneciente al género clásico del film bélico hollywoodiense, pasa después a centrarse en la situación de los soldados Andrés (Fernando Cebrián), del bando franquista, que ha sido herido y se ha refugiado en una casa rural en la que conviven tres mujeres de distintas edades, y Juan (Manuel Gallardo), soldado republicano que hará prisionero a Andrés en ese ámbito cerrado. Una lluvia intensa y persistente les obliga a ambos a permanecer en la casa de las tres mujeres, la embarazada Teresa (Montserrat Julio), la anciana (María Zaldívar) y la joven María (Amparo Baró), que se enamorará del soldado herido. Por encima de la tensión provocada por esta situación de encierro, entre captor y prisionero se iniciará una comprensión y respeto mutuos, a lo que no será ajeno (cariz forzado por la coyuntura política), el fondo cristiano del segundo, que prevalecerá sobre el materialismo del primero. Esta transformación del soldado republicano quedará certificada con su sacrificio final, a favor del nuevo amigo y de su joven enamorada y de la mujer embarazada, cuando, entregue su propia vida para salvarles. No obstante la insoslayable carga “oficialista” del mensaje, el hecho de que un soldado defensor de la causa republicana fuera, después de todo, buena persona, no dejaba de ser un osado avance
dentro de la filmografía (en la era franquista) sobre la temática del enfrentamiento fratricida español. En cuanto a sus valores artísticos, Antonio Isasi firmó una película muy estimable, impregnada de clasicismo y de autenticidad. Las dificultades del rodaje, efectuado en condiciones muy precarias, no hacen sino aumentar el valor del resultado final. Atendiendo al escaso presupuesto, el director- productor tuvo que hacer de la necesidad virtud. Así, por ejemplo, los movimientos de las tropas que se pueden ver en el film fueron rodados clandestinamente, captando de manera furtiva imágenes de unas maniobras del ejército, de cuya celebración tuvo noticia el cineasta por el chivatazo de un amigo. Respondiendo al mismo requerimiento, Isasi se las ingenió para que los tanques que aparecen en pantalla (siempre en escenas nocturnas o neblinosas) que no eran sino furgonetas disimuladas con lonas de camuflaje, al igual que los cañones, que habían sido toscamente confeccionados con ruedas de carro y tubos de uralita, dieran la sensación de autenticidad al espectador. Menos satisfecho que de sus tanques de pega se mostraba Isasi de su protagonista “republicano”, Manuel Gallardo, a quien no tuvo ningún reparo en descalificar “como actor y como hombre” en alguna entrevista, por su comportamiento durante el rodaje. Para el espectador, resulta especialmente grato, por convincente, el nacimiento del amor entre los personajes de María (una Amparo Baró jovencísima que había debutado en el cine de la mano del mismo Isasi en “Rapsodia de sangre”, rodada siete años antes, cuando la actriz no era más que una muchacha) y de Andrés (nuestro protagonista de hoy, Fernando Cebrián), en circunstancias tan complejas.
“Tierra de todos” (que iba a llamarse inicialmente “Valle de todos”, pero que por evitar conexiones con el oprobio del Valle de los Caídos, se cambió el título) fue seleccionada para competir en el argentino festival de cine de Mar de Plata en su edición de 1962 junto con “Cerca de las estrellas”, film dirigido por César Fernández Ardavín que, al igual que el anterior, contaba con Fernando Cebrián en un papel protagónico, lo que hacía más que comprensible que el actor se desplazara al certamen. Su presencia en el festival internacional se vio coronada con el éxito en forma del Premio a la Mejor Película en lengua castellana para el film de Ardavín. En lo personal, a Fernando Cebrián le cupo la satisfacción de ser felicitado personalmente por el astro de la pantalla mundial, Paul Newman, quien obtuvo el premio para la mejor interpretación masculina del certamen.
“Cerca de las estrellas” era la adaptación de una obra teatral de Ricardo López Aranda (1934-1996) que había obtenido el Premio Calderón de la Barca 1960 y el Premio Aguilar de la temporada 1960-61. Con la dirección de José Luis Alonso y con José Bódalo, Milagros Leal, Antonio Ferrandis y Lolita Cardona en sus papeles principales, había cosechado un éxito formidable en el Teatro María Guerrero, por lo que no tiene nada de sorprendente que se le propusiera a su autor que trasladara su obra al medio cinematográfico. Como película, “Cerca de las estrellas” siguió cosechando premios, pues al reseñado anteriormente, del Festival de Mar del Plata, sumó los Premios del Sindicato Nacional del Espectáculo a la Mejor Película, al Mejor Director y a la Mejor Actriz (Silvia Morgan, que se llamaba realmente María de los Ángeles Comas Borràs y quien, por cierto, casóse con un yanqui, emigró a los EEUU y no hizo más películas), así como el Premio a la Mejor Fotografía concedido por el Círculo de Escritores Cinematográficos, para Juan Julio Baena, y el Premio del Festival de Valladolid a la Mejor Película. César Fernández-Ardavín Ruiz (Madrid, 1923), que ya había sido galardonado con el Oso de Oro en la edición de 1959 del Festival de Berlín por su adaptación del “Lazarillo de Tormes”, vivía por aquellos años su mejor momento profesional, recién fundada su propia productora, “Aro Films”, en 1961. Criado en un entorno artístico (hijo del pintor del mismo nombre y sobrino de director y de guionista), se inició en el cine muy joven, de la mano de su tío Eusebio Fernández Ardavín, para quien realizó labores de ayudante de dirección. Para su versión cinematográfica de “Cerca de las estrellas” contó con la colaboración, como ya hemos dicho, del propio autor de la comedia, y para confeccionar el reparto, del que originalmente había representado la obra en escena sólo contó Milagros Leal,
que repetiría su personaje. En “Cerca de las estrellas” (la película y la función teatral de la que la primera era fiel adaptación) era un intento de reflejar la realidad cotidiana de la gente de humilde condición en España, procurando centrarse, no en cuestiones políticas o de justicia social (que habrían hecho inviable el estreno de la obra) sino fundamentalmente en eso que podríamos llamar la “tragicomedia de la vida vulgar”. Con la referencia de la seminal “Historia de una escalera” (1949) y de la posterior “Hoy es fiesta” (1956), ambas de Antonio Buero Vallejo, “Cerca de las estrellas” relataba un día en la vida de una familia de escasas posibilidades económicas que habitaba un ático en un barrio suburbial de Barcelona. La acción transcurre durante un domingo de pleno verano. El calor aprieta en el piso que se encuentra en lo más elevado del edificio, donde conviven el matrimonio formado por Ricardo (Jorge Rigaud, al que, por cierto, choca verle vestido pobremente) y Adela (Milagros Leal) y sus hijos Juan (Fernando Cebrián), Paco (Gonzalo Cañas), Pablo (Alberto Alonso), Laura (Silvia Morgan), y el marido de ésta, Antonio (Adriano Domínguez). Asistimos a
sus conversaciones y nos enteramos de sus inquietudes y de sus ilusiones. Juan lleva un tiempo inquieto, insatisfecho. Sufre pesadillas desde que regresó de combatir en la campaña de Sidi Ifni, en Marruecos. Tiene problemas de conciencia. Juan lo tenía todo, para ser feliz: éxito con las muchachas y una mente despierta que le permite seguir sus estudios con la ayuda de una beca. Se dedica a escribir, es considerado por todos un brillante intelectual, pero los escrúpulos morales que le atenazan no le dejan en paz. Trata de animarle Andrés, su mejor amigo (Enrique Ávila), que le expresa su admiración y le habla de su hermana, Margarita, de la que asegura que está enamorada de Juan. Éste encuentra en Margarita (Marisa de Leza) el consuelo y la comprensión que necesita. Paco es el hermano simple, sencillo, sin complicaciones, que sólo atiende a su pasión por el fútbol y por la satisfacción inmediata. Pablo, el hermano menor, que cuenta sólo quince años, descubre su primer amor en Pili (Enriqueta Carballeira), con quien vive su primera cita romática. Por último, Laura da a luz a su primer hijo en el transcurso de la obra y muere en la clínica, fuera de escena, poco antes de caer el telón final, mientras su familia está ausente de casa, divirtiéndose en la verbena.
La crítica, en general, reconoció en su momento los méritos del film de Ardavín, que visto hoy con la perspectiva de los 47 años transcurridos aparece como un puente entre el neorrealismo de “Surcos” (film en el que, precisamente, debutó Marisa de Leza) y el “Nuevo Cine Español” que asomaba entonces a las pantallas. Estrenada comercialmente con cierto retraso (la producción data de 1961) pudo verse por el público de Barcelona desde el 25 de junio de 1963, en la pantalla del cine Comedia, y por el de Madrid, desde el 5 de agosto del mismo año, en el cine Coliseum. Pero muy poca gente se tomó esa molestia.
“Cerca de las estrellas… juveniles”Protagonizar brillantemente dos películas ambiciosas y minoritarias como “Cerca de las estrellas” y “Tierra de todos” supuso para Fernando Cebrián la oportunidad de obtener un papel en un proyecto tan alejado de tales presupuestos como fue “Marisol rumbo a Río” en un papel, en cambio, de muy poca entidad. De alguna manera, el actor compensaba la escasa fortuna del papel
asignado con la retribución de una popularidad garantizada, encarnando al pérfido secretario Arturo en la endeble trama del film de Fernando Palacios producido sin otra finalidad que servir de nuevo vehículo al “fenómeno Marisol”. El saldo de la operación se le antoja a este burgomaestre claramente negativo. No únicamente por aparecer en un film masivamente difundido la carrera de un actor experimenta un auge. Si el papel que se le ha repartido es tan desagradable e inane como el que le correspondió a Fernando Cebrián en “Marisol rumbo a Río”, estar en una película taquillera no supone ninguna bicoca. Una mejor retribución, a lo sumo. Sea como fuere, la película tuvo un estreno de gala en Zaragoza, enmarcado en el inicio de los festejos del Pilar de 1963, el día 7 de octubre (hecho al que no debió ser ajena la procedencia del director del film), y el 31 del mismo mes, en el Palacio de la Música de Madrid.
Fernando Palacios, el director zaragozano nacido en 1916 y fallecido, prematuramente, en 1965, era un profesional que había sabido aunar éxito popular y una técnica depurada absolutamente irreprochable, con resultados brillantes en films tan reconocidos como “El día de los enamorados”(1959), “Tres de la Cruz Roja” (1961) o “La gran familia” (1962). Se trata de películas que hoy se recuerdan con agrado por el gran público y que los estudiosos del cine harían bien en revisar. El caso de “Marisol rumbo a Río” no es, por desgracia, tan reivindicable. De todos modos, en comparación con la negritud depauperada y triste del común del cine español del año precedente a su estreno, “Marisol rumbo a Río” supone un festín de color y un baño de chispeante espuma. La historia que cuenta la película, carente del menor interés (pergeñada, aunando esfuerzos, por el propio Palacios, Arturo Rigel y el ubicuo Alfonso Paso), se limita a servir de cañamazo sobre el que hilvanar una sucesión de números musicales (con partituras del maestro Algueró) en los que Marisol pueda desplegar su arrollador
encanto, que por aquel entonces, comenzaba a insinuar formas y redondeces hasta el momento insospechadas. El caso es que la “muchachita” Marisol vive con su madre viuda, Isabel (Isabel Garcés), pasando serias estrecheces económicas, obligadas a trabajar en empleos precarios en los que la mujer, ya algo mayor, se desenvuelve con muchas dificultades, atendiendo a su edad y a su fenomenal y simpático despiste. Al otro lado del océano Atlántico vive Mariluz, hermana gemela de Marisol, con Andrés, el tío de ambas y cuñado de Isabel, un magnate de las finanzas. Vendiendo todo lo que tienen, o sea, liándose la manta a la cabeza, madre e hija deciden emprender el viaje ultramarino que les reúna con su familia en Río de Janeiro. Allí se encuentran con que Mariluz está siendo muy mal educada por las personas cercanas a su rico pariente, especialmente por su institutriz Sandra (Gisia Paradís) y, lo que es aún peor, que ésta, en connivencia con el secretario del potentado, Arturo (Fernando Cebrián en el deslucido papel de villano) ha estado interceptando las amorosas cartas que desde España iban dirigidas a Mariluz, y los envíos de
dinero que desde Río estaba mandando el tío Andrés. Sandra trata de impedir que su jefe entre en sospechas y se inventa una afección cardíaca que obliga a mantener el mutismo a las recién llegadas, para evitarle el disgusto, y para ganar tiempo hasta que se cierre un negocio millonario del que ella y el pérfido secretario piensan sacar tajada. En un climático final (de ¿por qué no decirlo? reminiscencias hitchcockianas), la heroica Mariluz se verá en trance que precipitarse al vacío desde lo alto del Corcovado, empujada por Arturo, que huye desesperado, viéndose descubierto. La no menos heroica Marisol salvará a su idéntica hermana gemela y dará paso a un final feliz en el que triunfan el amor verdadero y la unión familiar. Sumándose a las peripecias de la pizpireta Marisol, Jorge Rigaud interpreta el papel de un millonario norteamericano que intervendrá en su favor en diversas ocasiones, salvándola, por ejemplo, del castigo que le correspondía por viajar como polizón en el trasatlántico que les lleva a ella y a su madre a Río y que el capitán (Luis Induni) le había de imponer . En intervenciones muy menores, encontramos a Goyo Lebrero, como taxista que se embravece ante la visión de las chicas que atienden una gasolinera, en uno de los trabajos en los que, al principio del film, se ve empleada a Marisol y a Lali Soldevila, dependienta, compañera de Isabel Garcés en la tienda de Luis Barbero, José Orjas, en el papel del adivino “profesor Santi”, Adrián Ortega y a la negrita Joëlle Rivero, que ya había sido compinche de andanzas de la niña malagueña en su film anterior, “Tómbola” (Luis Lucia, 1962).
Díptico medieval: “Las hijas del Cid” y “Pedro el Cruel” Mientras Miguel Iglesias rodaba en 1962, en los estudios Orphea de Barcelona su película “Carta
a una mujer” (que recordamos en una entrada galería), conoció a Víctor M. Tarruella, que había sido relaciones públicas de Samuel Bronston en su anterior producción de “El Cid” (1961) y que se encontraba allí preparando la producción de “El día de los trífidos”. Miguel Iglesias le habló de su propio proyecto sobre la figura del Cid, al que llamaba “La espada del Cid” y que narraba los hechos previos a la boda de una de las hijas del Cid, María Sol, con Ramón Berenguer, que daban comienzo con el maltrato al que los Condes de Carrión sometían a las hijas del héroe burgalés en el Robledal de Corpes y seguía con el castigo que les imponía el rey Alfonso consistente en pagar 3000 marcos de oro, devolver las espadas Tizona y Colada a su legítimo dueño y (la cuestión más peliaguda) afrontar un desafío ante los tres caballeros que el ofendido padre designara. El interés de esta historia, cuya conversión en celuloide aprovecharía coyunturalmente el éxito popular que las andanzas del guerrero castellano había cosechado en las pantallas cinematográficas recientemente, a través del film de Anthony Mann, movilizó rápidamente a Víctor Tarruella, que montó una productora y puso en manos de Miguel Iglesias un presupuesto más que razonable para poner en marcha la película, para lo que obtuvo la participación de la productora italiana “Alexandra PC”. La intervención de los italianos conllevó retoques en el guión que no satisficieron en absoluto a Miguel Iglesias, quien se lo pasó a Noel Clarasó para que lo mejorara. El rodaje del film, que se titularía en España “Las hijas del Cid”, se verificó en Ripoll, durante los meses de julio, agosto y septiembre de 1962 y el estreno de gala, en la misma localidad, el 14 de diciembre de 1963 (aunque, de hecho, el estreno oficial se había producido en octubre, en el cine Imperial de Madrid). Fernando Cebrián (en el
ingrato papel de uno de los Infantes de Carrión), junto a José Luis Pellicena (como el sobrino del Cid, el valiente Félix), Daniel Martín, Andrés Mejuto o el italiano “adoptado” por el cine español, Luis Induni, representaba la contribución española al plantel artístico del film. Del lado internacional, el italiano Sandro Moretti encarnaba a Ramón Berenguer, y , de las tres guapas actrices que encarnaban los papeles femeninos principales, se repartían los de las hijas del Cid, la italiana Daniela Bianchi (Roma, 1942) y la francesa Chantal Deberg, quienes eran, respectivamente, doña Elvira y doña Sol y si bien ambas tuvieron carreras breves, la primera, al menos, obtuvo poco después del film de Iglesias un éxito verdaderamente notorio con su papel de Tatania Romanova en “Desde Rusia con amor”. Mucha peor suerte corrió Ileanda Grimandi, la tercera belleza del film y compañera sentimental del productor italiano, encargada de incorporar el papel de Blanca, doncella de las hijas del Cid, pues se suicidó en su domicilio en Roma sólo quince días después de terminar su trabajo en el rodaje. La película cosechó unas críticas muy favorables, que destacaban su condición de agradable mixtura entre el film de aventuras convencional y el film histórico (proporción que, en
su versión italiana estaba mucho más decantada del componente más ligero), y una difusión internacional innegable, exhibiéndose el film en las pantallas de todo el mundo (el lejano Japón, incluido) bajo el título de “La espada del Cid”.
Manteniendo no pocos puntos de contactos con el film precedente, “Pedro el cruel” fue una nueva coproducción con la misma productora italiana, Alexandra, que dirigió uno de los guionistas de la película anterior, Ferdinando Baldi. También el músico, Carlo Savina, y el cámara, Francisco Marín, repetían en el equipo técnico-artístico de la producción, y en el reparto, además de Fernando Cebrián, que corría a cargo de un papel menor, Andrés Mejuto también volvía a sumergirse en peripecias del medievo castellano. En este caso, avanzando tres siglos en la historia, la trama relataba el histórico enfrentamiento por el trono de Castilla entre Pedro I, llamado “El cruel” (Mark Damon, en el film) y Enrique de Trastamara (Paolo Gozlino) se veía complicado con una rivalidad amorosa por Blanca de Borbón (Anna Maria Surdo), la prometida del primero. En papeles de importancia, destacaban las presencias de Carlos Estrada, como Don Diego, María Teresa Orsini, como María Coronel y Rada Rassimov, como Aldonza Coronel.
Dos de asesinatos misteriosos: “Rueda de sospechosos” y “Al filo del miedo”Ramón Fernández no fue un director al que cupiera calificar de “exquisito”, ni “sublime”. Su
responsabilidad en la existencia de nefasto subgénero conocido como el “landismo” no puede ignorarse a la hora de considerar su obra y, sin ánimo de exacerbar la crítica, cabe señalar que de su prolongada carrera cinematográfica sólo pueden salvarse sus primeros años, entregándose, a partir de la segunda mitad de la década de los sesenta por firmar los productos más populacheros y chabacanos de la pantalla española (con la imbatible excepción de Mariano Ozores). Sin otra virtud que un tesonero oficio, Ramón Fernández legó a la posteridad algunos bodrios tan impresentables como la popularísima “No desearás al vecino del 5º”, verdadero oprobio para la cinematografía que la produjo, o como las dos películas que protagonizó el estomagante dúo musical “Enrique y Ana”. Pero en 1964, todavía Ramón Fernández (de manera similar a como sucede en los casos de Pedro Lazaga y José María Forqué) tenía alguna intención de hacer cine “en serio”. Con toda seguridad, el descubrimiento de las ventajas del éxito comercial le apartó de continuar en esa línea, pero lo cierto es que “Rueda de sospechosos” es un producto que, al menos, blasona dignidad y se muestra honesto en su modesta ambición de film adscrito al subgénero de “crímenes en la corrompida sociedad de los ociosos pudientes”. Un tipo de película que, argumentalmente, permitía una tímida exposición de un cierto atisbo de crítica social, algo muy complicado de llevar
a cabo en la España de Franco, y en el que José María Forqué (el de sus primeros años) era un consumado maestro. Estilísticamente hablando, para subrayar su voluntad de profundizar en la psicología de los personajes, Ramón Fernández recurre al poco sutil sistema de mostrar primerísimos planos de los actores.
Reservado el papel de protagonista para un áspero y eficaz José Suarez, en el papel de un inspector de policía llamado Luis, encargado de investigar el crimen de Helena Colomer (Helga Liné), a Fernando Cebrián le estaba reservado el papel del marido de la víctima y su asesino, el concertista de piano Julio Colomer, al quien auxilia en su macabro cometido Mara, su amante (Susana Campos). Como Paco, ayudante del inspector, actúa Roberto Camardiel, en una composición típica de lugarteniente campechano y característico que, para mayor cercanía, estudia inglés en la comisaría con un método a base de cintas magnetofónicas. Entre el grupo de sospechosos, personas que conforman el frívolo entorno de la asesinada, destacan la artista Coral Rivero, vieja amiga de los policías de cuando se llamaba simplemente Mari, a quien da vida Katia
Loritz; su compañero actual, el anodino Ángel (Mario Morales), el cantante negro Ronnie Chapman, a quien vemos realizar su número en el Night Club Michelet, el bailaor Antonio del Alba, el pintor Miguel Serrano (Ángel del Pozo), y el banquero Jorge Guitart, personaje al que interpreta el actor argentino, Jorge Rigaud. Fuera de este círculo de personas esforzadas únicamente en divertirse lo más sórdidamente posible, encontramos, por ejemplo, al personaje de “Moro”, un delincuente habitual de poca monta, especializado en vehículos, que colabora con la policía, a quien da vida un juvenil Juan Luis Galiardo. Fernando Cebrián, un tanto en la línea del villano de su film con Marisol, otorga credibilidad y fragilidad humana a su, sobre el papel, frío y calculador asesino. El film se estrenó sin pena ni gloria en Madrid el 19 de julio de 1965, en plena canícula, y se mantuvo en cartel 7 días.
Producida en 1964, “El filo del miedo”, fue estrenada, con mucho retraso, en Barcelona el 1 de febrero de 1966, y en Madrid, el 16 de enero de 1967. Dirigida por Jaime Jesús Balcázar (un director de escasa y poco distinguida obra), tuvo el más o menos dudoso honor de comparecer ya
en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a
Carlos Lemos, uno de sus intérpretes principales. “El filo del miedo” contaba la historia de las consecutivas desapariciones de los miembros de una familia, los Urdaz, propietaria de una casa solariega, tras recibir respectivamente unas amenazas anónimas. El primero en desaparecer es el patriarca, don César (José Calvo), el cual, en la escena inicial se ha encargado de fundar sospechas sobre sus hijos, al acusarles de ser los autores de un anónimo amenazante que anunciaba su muerte violenta, no excluyendo entre sus candidatos a la autoría a Marta, la ama de llaves (Mercedes Borque), que también figura en su testamento. Sus hijos, el mayor, Carlos (Fernando Cebrián), su mujer, Julia (Ana María Alberta), Amelia (Yelena Samarina) y el menor, Javier (Óscar Monzón) tal como los ha descrito su, por otra parte, despótico y brutal padre, aparecen primero como sospechosos, pero sus sucesivas y misteriosas desapariciones van haciendo aumentar el misterio. En la finca vive también el viejo
jardinero Sebastián (Carlos Lemos) que ha criado a una niña que recogió, Elena (Sara Lezana). La parte romántica del film corre a cargo de los jóvenes Javier y Elena, que viven ingenuamente su historia de amor, en contraposición con las asfixiantes tensiones de los demás. Finalmente, el responsable de los asesinatos no es otro sino el viejo jardinero, un enternecedor Carlos Lemos que habla con la voz de Manuel de Juan. También actúa con la voz doblada (por Jesús Nieto) Fernando Cebrián, que compone muy bien su personaje prototípico de primogénito débil que defrauda las expectativas de su tiránico padre. Es el segundo en desaparecer, pero antes ha tenido tiempo de, con unas cuantas miradas intensas, demostrar hasta qué punto es buen actor. La película, que adolecía de un flojo de argumento pero contenía buenas secuencias “de atmósfera”, se mantuvo sólo siete días en su local de estreno en Madrid y justo el doble, catorce, en el de Barcelona.
¡Cuidado con los espías!En 1962, la película de Ana Mariscal que había protagonizado Fernando Cebrián, “Occidente y sabotaje”
no participaba todavía del fenómeno mundial que supondría la irrupción en el cine de la serie “Bond, James Bond”. En el mismo momento en el que se certificó el éxito de los films protagonizados por Sean Connery, se produjo una eclosión internacional de títulos que buscaban explotar el filón iniciado. La fórmula se antojaba fácil de imitar y parecía garantizar un rendimiento taquillero inmediato. A este fervor por los superagentes secretos invencibles, indestructibles y de insaciable apetito sexual e increíble capacidad amatoria se apuntaron productoras de todo el orbe. En consecuencia, actores de toda condición y pelaje se vieron abocados a participar en un número variable de rodajes de estas películas. Fernando Cebrián no fue ninguna excepción, sino que, más bien al contrario, su agraciado físico le permitía salir airosamente de la prueba de empuñar convincentemente una sofisticada pistola o transportar un maletín repleto de importantes microfilms. Así, entre 1962 y 1968, tuvo ocasión de actuar en un puñado de films adscribibles al género de “cine de espías”, si bien, como hemos dicho, el primero, “Occidente y sabotaje” representa, respecto al resto una excepción, por ser más bien una película en línea con el cine americano de los cincuenta de tintes anti-comunistas, propiciada por la “Guerra Fría”, mientras que “Gran dragón, espía invisible”, “Técnica de un espía” y “Si moure solo una volta” son productos coyunturales de mero consumo, pasto de los cines de barrio, coproducciones con Italia de carácter imitativo, emulos caseros de la avasalladora saga bondiana.
La más valiosa de este grupo de películas, “Occidente y sabotaje”, pese a ser una producción de 1962 (lo que explica en parte su rodaje en sobrio blanco y negro) no se estrenó hasta el 3 de agosto de 1964, con la evidente y sana intención de llenar un hueco de la mortecina cartelera veraniega y cumplió ese objetivo con una permanencia de 7 míseros días en cartel. La directora, productora y guionista (con el auxilio en ese menester de Agustín Valdivieso, Jaime Jimeno y Sebastián de Almeida), Ana Mariscal, se reservó asimismo el papel protagonista, y eligió a Fernando Cebrián para compartir la cabecera del film. Secundándoles, un puñado de estupendos actores, tales como Jorge Rigaud, Ángel del Pozo, Manolo Zarzo, Venancio Muro y Adriano Domínguez.
De “El gran dragón, espía invisible” (1966) destaca la figura de su director, Umberto Lenzi, que llegaría a ser uno de los más desvergonzados productores de bazofia de la historia del cine,
especializado en películas vergonzantes adscritas al género “gore” y a subproductos aspirantes a calificaciones morales lo más restrictivas posible. En el film, Fernando Cebrián hacía el papel de “Ahmed”, lo que nos da qué pensar en una más que probable caracterización exótica de la que sentimos no disponer. El “Mc Guffin” de la trama consiste en el robo de un arma secreta capaz de detener la energía eléctrica a cincuenta kilómetros. Imagínense de lo que, en malas manos, esta arma sería capaz (?).
“Técnica de un espía” (1967), que suena más a título de libro académico que a otra cosas, obtuvo, sin embargo un éxito comercial ligeramente superior al film precedente. Dirigido por Alberto Leonardi, tenía reservado para Fernando Cebrián el papel de “Karé” en esta co-producción con Italia que tenía, en su parte española al productor zaragozano Santos Alcocer y a los actores Conrado San Martín y Antonio Pica, además de la guapa Diannik Zurakowska, española “de adopción”. En la parte internacional, el norteamericano Tony Russell y la espectacular italiana Erika Blanc (Enrica Bianchi Colombatto). Esta vez, la excusa argumental que sostenía el tinglado era el robo de una carga de uranio que era transportada en un barco pesquero.
No nos consta que “Si moure solo una volta” (1967) llegara a estrenarse en España. Su director, Giancarlo Romitelli, había rodado para Ágata Films otro film de similares características, “Z7, Operación Rembrandt”, en coproducción con empresas de Roma y Berlín que casi no llegó a estrenarse tampoco, pues hubo de esperar nada menos que hasta julio de 1971 para hacerlo, aprovechando, como suele ser norma en este tipo de films, el calorcito. Como en el guión de “Si moure solo una volta” descubrimos a José Luis Dibildos, no es descabellado pensar que el productor le “colocara” el guión al director aprovechando su relación laboral establecida con motivo de la realización del otro film. El resto del plantel artístico es completamente distinto en ambas películas. En la, en principio italiana, además de la participación de Fernando Cebrián en el hispánico papel de “Manuel”, encontramos a su compatriota Julio Peña y a la francesa, muy habitual de nuestro cine, Silvia Solar.
NOTA: A propósito de esta última película, la presencia de Fernando Cebrián en ella cabría situarla en cuarentena. Es posible (sucede en algunas fichas con “Totó en Arabia” -José Antonio de la Loma, 1964-), que exista una confusión con Francisco Cebrián, actor de corta carrera y de escasa relevancia que, precisamente, se desarrolló en pequeños papeles en films de esta índole, llamemos, de bajo presupuesto y de consumo efímero, tales como “La balada de Johnny Ringo” (José Luis Madrid, 1966), “Agente End” (Mino Guerrini, 1966),“Entre las redes”(Ricardo Fredda, 1967), o “Míster Dinamita, mañana os besará la muerte” (F. J. Gottlieb, 1968).
Relaciones peligrosas. Triángulos y otras geometríasA Fernando Cebrián ya le habían dirigido José María Forqué y Fernando Palacios cuando Carlos
Saura, otro director nacido en Aragón, le tuvo a sus órdenes en papel protagónico de “Stress, es tres, tres”, segundo film de los producidos por Elías Querejeta y con Geraldine Chaplin en la cabecera del cartel, de la serie que se había iniciado con “Pippermint frappé” (1967).
Se trata de una película notoriamente emparentada con títulos previos de su autor, tanto como, por su temática triangular, con “El cuchillo en el agua” de Roman Polanski y con el film de episodios “Los desafíos”, firmado por Claudio Guerín, José Luis Egea y Víctor Erice. Cuenta la histora del viaje de fin de semana a Almería que emprenden Fernando (Fernando Cebrián), un constructor especulador, y su esposa Teresa (Geraldine Chaplin), acompañados de Antonio (Juan Luis Galiardo), un arquitecto de la constructora de Fernando. En el transcurso del periplo, se establece un tenso juego psicológico propiciado por el marido, que promueve indirectamente que entre su mujer y el amigo se establezca una relación adúltera. Tras varias incidencias, consistentes en la contemplación de un accidente automovilístico y en la visita a una tía de Fernando (Porfiria Sánchez) obsesionada por la religión, llegan a la playa de destino, escenario en el que el juego se hará físico y se producirá un estallido de violencia catártico que recuerda los que ponen fin a films previos de Saura, como “La caza” o “Pippermint Frappé”, sin
que quede netamente explícito si lo ocurrido ha tenido lugar en la realidad o sólo en el terreno de la imaginación de Fernando. En un papel de guarda, hallamos a Fernando Sánchez Polack, en cometido muy semejante al que desempeñaba en “La caza”. Completaban el reparto Charo Soriano y el niño Humberto Semper. Presentada en el Festival Internacional de Cine, Mostra de Venecia, se alzó con el premio a la mejor producción 1968 para Elías Querejeta. El Círculo de Escritores Cinematográficos la distinguió con el premio a la mejor fotografía para Luis Cuadrado. Fernando Cebrián, cumplía sensacionalmente con su cometido al incorporar a un personaje de compleja psicología al que su sobriedad interpretativa resulta idónea. El film, que se estrenó en Barcelona el 4 de noviembre de 1968 en el cine Fémina, y dos semanas más tarde, en el Conde Duque, de Madrid tuvo muy escasa repercusión popular, la cual, por otra parte, nadie esperaba.
Después de la accidentasíma experiencia de “Viridiana”, Luis Buñuel rodó en su país natal el film “Tristana”, tomando a Galdós (autor que ya había llevado a la pantalla con su “Nazarín”) como motivo de inspiración (una novela con la que, argumentalmente, mantenía puntos de contacto la trama de “Viridiana”), y nuevamente a Fernando Rey como protagonista. El lugar en la historia correspondiente a la belleza rubia, que ocupó la mexicana Silvia Pinal en el film del 61, lo ocupó en el del 70, la francesa Catherine Deneuve, musa buñueliana desde la anterior, “Belle de jour” (1967). A diferencia del anterior rodaje español de Buñuel, “Tristana” se estrenó sin novedad y puntualmente, en el cine Amaya de Madrid un 29 de marzo de 1970.
Sobradamente estudiada y reconocida como es la totalidad de la obra del calandino genial, no se extenderá este burgomaestre en el comentario allá donde doctas plumas lo hicieron antes. La historia del viejo hidalgo, el libertino Don Lope de Sosa (Fernando Rey) y su obsesivo y posesivo amor por su ahijada, la huérfana Tristana (Catherine Deneuve) en un Toledo de finales del siglo XIX (la novela se publicó en 1892 y la acción se sitúa “no ha muchos años” y en el barrio
madrileño de Chamberí) ha sido profusamente analizada en documentados estudios. Aquí nos limitaremos a destacar la presencia de los actores que tuvieron la fortuna de participar en tan prestigioso título, la mayoría de ellos, españoles. Así, con la salvedad del transalpino Franco Nero, que incorporaba al rival amoroso de Don Lope, el pintor Horacio, el reparto lo conformaban excelentes actores españoles, empezando por nuestro protagonista de hoy, Fernando Cebrián, que tuvo en el film la oportunidad de tomar la palabra en una secuencia como el doctor Augusto Miquis, que tiene la desagradable misión de diagnosticar la grave enfermedad de Tristana y dictaminar la procedencia de la amputación de su pierna izquierda. En su poco más que fugaz intervención, Fernando Cebrián tenía ocasión de compartir plano con el inmenso Fernando Rey, verdaderamente sublime y aparentemente cómodo en su protagónico papel, con la hermosísima Catherine Deneuve, postrada en el lecho, y con la impresionante Lola Gaos, que tenía a su cargo el papel de Saturna, la criada de Don Lope. Los otros papeles episódicos del film fueron también repartidos para grandes actores que se prestaron a estas colaboraciones encantados. Así, Vicente Soler daba vida al cura Don Ambrosio, y formaba terna en una memorable merienda llena de sotanas y chocolate con Juan José Menéndez, como don Cándido Arcediano y con un tercer sacerdote al que interpretaba el inolvidable Joaquín Pamplona. Entre los amigos “civiles”de don Lope, los de la tertulia del café, se hallan don Cosme, a quien interpretó Antonio Casas, y don Zenón, interpretado por José María Caffarel.
En riguroso contraste con el film de Buñuel, como decíamos en la introducción de esta entrada, Fernando Cebrián (servidumbres del oficio), actuaba en otra película estrenada con pocos meses de diferencia en relación al título buñueliano y, en cambio, rigurosamente detestable. Un film chapucero y desagradable, “Investigación criminal” (Juan Bosch, 1970), que consistía en un feo “remake” del clásico del cine policíaco español, “Brigada criminal” (Ignacio F. Iquino, 1950). Para Fernando Cebrián representaba actuar en un papel de mayor relevancia que el de la película de Buñuel, pero, en cambio, su actuación como Óscar, el jefe de un “gang” dedicado a captar chicas para la trata de blancas, con ser loable, no le reportó ningún beneficio más allá del meramente crematístico. El encargado de poner fin a sus actividades es un policía novato, interpretado por Ángel Aranda (que, nueve años después, volvía a encontrarse con Fernando Cebrián tras “No dispares contra mí”, sólo que esta vez con los papeles cambiados) en el rol que en la película original había
incorporado José Suárez. Como policía veterano que se ocupa de aleccionar al bisoño, Luis Prendes componía el mismo personaje al que Manuel Gas había dado vida en el film de 1950. Los dos sicarios que secundaban al villano Óscar, eran nuestro amigo Fernando Rubio (en un papel que se nos había “escapado” cuando le dedicamos su correspondiente entrada) y Manuel Barrio. La película se rodó en colores y con insertos de escenas de cama para su explotación en el extranjero tan torpemente resueltas como escasamente eróticas.
Si la desdichada Tristana se limitaba a dejar que el frío invernal acabara con la vida de su marido, don Lope, Carmen Sevilla, en el rol de Marta, la protagonista del film de Eloy de la Iglesia, “El techo de cristal” (1971) era mucho más expeditiva a la hora de liquidar a su cónyuge. Procedía después, para mayor horror del espectador, a desprenderse del cadáver echándolo, “por entregas”, a los cerdos. La infortunada víctima destinada a terminar siendo alimento para tan innoble como productivo animal era Carlos, el personaje de Fernando Cebrián.
“El techo de cristal” es la segunda de las cinco películas que rodó Eloy de la Iglesia (Zarauz, 1-1-1944, Madrid, 23-3-2006) con la colaboración en el guión de Antonio Fos (Sueca (Valencia) 17-2-1930, Valencia, 26-7-1990), que comenzó con “Cuadrilátero”, película a la que nos referimos con motivo de las entradas dedicadas a Rosanna Yanni y a Gerard Tichy, y que, especialmente, fructificó con una serie de films que compartían unas mismas características: de una parte, forzar la truculencia, lo escabroso, lo morboso de la trama hasta los límites que permitiera la censura; de otra, emplear en papeles protagonistas actores que el público tuviera identificados con estereotipos alejados de estas premisas. Así, “El techo de cristal” basó gran parte de su éxito en el hecho de mostrar a Carmen Sevilla en una faceta inesperada por el público, en el centro de una historia dominada por el sexo y la violencia. La siguiente película del dúo De la Iglesia- Fos, “La semana del asesino” (1972), contó con Vicente Parra como protagonista, en el rol de un “serial Killer” de la clase obrera, bien lejano de su arquetipo aristocrático y atildado. En una tercera entrega, de este ciclo morboso, “Nadie oyó gritar”, se
sumaron las dos estrellas utilizadas previamente para incrementar así el gancho comercial. En lo tocante a “El techo de cristal”, se trata de un relato claustrofóbico y angustioso en el que se cuenta la convivencia de Marta (Carmen Sevilla) y su vecina del piso de arriba (Patty Shepard), que se complica cuando, en las repetidas ausencias del marido de Marta, Carlos (Fernando Cebrián), ésta escucha ominosos sonidos procedentes del piso superior. El escultor Ricardo (Dean Selmier), casero del inmueble, que tiene su taller en el sótano, es el elegido por Marta para hacerle partícipe de sus miedos. Entre los habitantes de la casa se establece un vínculo que sólo determinará su alcance real en los diez minutos finales del film, con la inevitable explosión de sadismo. Escenas oníricas cargadas de sensualidad, generosos toques de lesbianismo, ninfomanía y paranoia configuran este producto tan incómodo como atractivo. De su participación en él, Carmen Sevilla obtuvo el Premio a la Mejor Actriz Protagonista del Círculo de Escritores Cinematográficos de 1970, y su director, Eloy de la Iglesia, el éxito comercial que le permitió continuar dirigiendo. Destaquemos, por último, las siempre gratas presencias de Emma Cohen (en el papel de la joven Rosa) y de Rafael Hernández (a punto de ser compañero de fatigas de Fernando Cebrián en “Crónicas de un pueblo”) en el de “Padre”.
Fernando Cebrián en los Teatros Nacionales Una carrera que venía desarrollándose en los escenarios desde 1954, alcanzó el sólido prestigio que da el marchamo de la oficialidad institucional al incorporarse Fernando Cebrián a las compañías de los Teatros Nacionales, hecho que se verificó el 22 de enero de 1969 con el estreno en el Teatro Español de “La gran y pequeña maniobra”, de Arthur Adamov, en versión de Trino
Trives y bajo dirección de Vicente Amadeo. Compañeros de reparto en esta función fueron Pedro Osinaga, Julia Martínez, Antonio Medina, el luego director de cine Antonio del Real, Juan Antonio Gálvez y, entre otros muchos, Francisco Vidal, el inminente cura de “Crónicas de un Pueblo”. Dirigido por Mario Antolín, Fernando Cebrián vuelve a subirse el 2 de abril de 1969 al escenario del Teatro Español para estrenar “La hoguera feliz”, de Luis Martín Descalzo, que protagonizaron los estupendos María Fernanda D’Ocón (como Juana de Arco) y Ricardo Merino, bien secundados por Blanca Sendino, Enrique Vivó, Rafael Guerrero, José Segura, Félix Dafauce,
José María Escuer, en lo que fue, según tituló el crítico de “Ya”, José María Claver, un “triunfo sin tacha”. Integrando la compañía del “Teatro Nacional de Cámara y Ensayo”, como en los dos montajes anteriores, la tercera y última ocasión en que Fernando Cebrián intervino en una obra representada bajo el auspicio institucional de los Teatros Nacionales, fue con motivo del estreno de “Ejercicios en la noche”, de Juan Antonio Castro, bajo la dirección de Carmelo Romero, en el Teatro María Guerrero de Madrid. Sobre el escenario, junto a nuestro protagonista de hoy, el gran Javier Loyola, Luis García Páramo, Ethel Amat, Pedro del Río, Enriqueta Laínez, Julia Montero, entre otros, función que sirvió para clausurar la temporada de la compañía.
Fernando Cebrián en 625 líneasA partir de 1963, a sus actividades profesionales en teatro y cine, Fernando Cebrián sumó sus colaboraciones en el medio televisivo. Desde su intervención en la serie dramática “Sospecha”, en
su episodio titulado “La señora Crossley desaparece”, nuestro protagonista de hoy frecuentó la pequeña pantalla con actuaciones en una gran diversidad de espacios dramáticos, desde los muy recordados “Estudio Uno” (de los que sirva de muestra la adaptación de “Hamlet” que dirigió Claudio Guerín y que protagonizó Emilio Gutiérrez Caba, emitida en 1970, en la que Fernando Cebrián encarnaba al rey Claudio, tío del príncipe danés, y de la que ofrecemos junto a estas líneas algunas imágenes) y “Novela”, a otros que alcanzaron menor popularidad y longevidad, como “Primera fila”, “Hora once”, “Personajes al trasluz” o “Teatro de siempre”. De entre la producción dramática de Televisión Española en la que intervino nuestro protagonista de hoy encontramos la película (que realizada en formato cinematográfico llegó a estrenarse en salas de cine) en que Juan Guerrero Zamora convirtió la obra de Lope de Vega, “Fuenteovejuna”, que ya comentamos por aquí con ocasión de la entrada dedicada a Estanis González y que motivó muchos comentarios entre nuestra distinguida parroquia, por lo que excuso añadir más a lo dicho, salvo que Fernando Cebrián aparece en pantalla con la voz de un actor de doblaje, y que hacía en ella el papel de don Rodrigo Pérez Girón, maestre de Calatrava y señor del comendador Fernán Gómez de Guzmán, el villano de la función, a quien daba vida Eduardo Fajardo. La contrastada eficacia de Fernando Cebrián en el medio televisivo le llevó a protagonizar una de las series más populares de la historia de la
Televisión Española, “Crónicas de un pueblo” y a intervenir en un capítulo de la primera temporada de otra, “Curro Jiménez”.
Después de casi dos décadas de sistemática y cruel represión, el régimen franquista trató de humanizar su imagen exterior con la finalidad de favorecerse de la cooperación internacional. Conseguida esta por la vía de la servidumbre hacia el bloque occidental encabezado por los Estados Unidos, el siguiente paso apoyado en una sensible mejora de la economía, era suavizar la imagen del régimen en el interior del país. Son, los sesenta, años de apertura al consumo como panacea que procura la felicidad instanánea de la gente. En el tardo-franquismo esa apertura al mercado se combina con algunas iniciativas que pretenden difundir entre los ciudadanos una percepción menos rígida del aparato estatal. “Crónicas de un pueblo” podría, con toda justicia, recordarse hoy como una seria costumbrista, simpática y cercana a la audiencia española, pero sería incorrecto olvidar que en su génesis se hallaba la voluntad de la Dictadura de difundir su remedo de Constitución, “El Fuero de los Españoles”. Así, la serie nació con la obligación de ilustrar con su peripecia de cada episodio, un artículo de la citada reglamentación política. El mérito enorme de Antonio Mercero (un verdadero mago de la televisión, a la altura, acaso, de otros mitos catódicos como Armiñán, o Marsillach, responsable de una cumbre como “La cabina”) radicó en vencer tan rígido precepto consiguiendo que el público se interesara
enfervorizadamente por las pequeñas vivencias de los habitantes de Puebla Nueva del Rey Sancho, la localidad imaginaria en que transcurría la acción de la serie (la real, que servía de escenario, era Santorcaz, provincia de Madrid). No todo el mérito, no obstante, cabe otorgárselo a Mercero, ni al guionista Juan Farías; grandes actores característicos, muy experimentados (pero, por mor de la crediblidad, poco conocidos), aportaban su asombrosa naturalidad en la interpretación de sus roles. En la cabecera de cartel tan sólo dos de ellos: Fernando Cebrián, como don Pedro, el alcalde, y Emilio Rodríguez (un ex policía, que había atendido a su tardía vocación de actor a los 43 años de edad), como don Antonio, el maestro. En los episodios de la serie, que se prolongó desde su estreno en 1971 hasta su declive y final en 1973, de unos veinticinco minutos de duración, asistíamos a las pequeñas ilusiones y cuitas de los habitantes del pueblo, con especial predilección por la descripción del mundo infantil, de una parte y por las disputas entre el cartero, Braulio (un inmejorable Jesús Guzmán) y el conductor del autobús, Dionisio (un soberbio Rafael Hernández, entrevisto en mil películas en papeles de profesionales uniformados). Otros personajes fijos de la serie eran los de la farmacéutica Marta (María Nevado), el de don Marcelino, el cura (Francisco Vidal), el de Goyo, el alguacil (Antonio Costafreda), Joaquín, el del primer tabernero (Jacinto Martín, que falleció dejando la taberna de su personaje en manos del bodeguero que hacía Tito
García), el de María, la mujer de Dionisio (la atractiva María Elena Flores), el de Alberto, el secretario del ayuntamiento (Blaki), el del terrateniente venido a menos, don Justo (Santiago Rivero), el de la viuda de Pepe (María Isbert), y alguno más, de presencia ocasional, como el guardia civil, Tomás (Juan Amigo) o el mecánico Fernando que hacía José Villasante.
En lo tocante a Fernando Cebrián, la serie supuso un baño de popularidad instantáneo y de proporciones nacionales. Después de más de quince años de profesión, su interpretación serena, discreta y elegante de un idealizado alcalde rural cautivó incondicionalmente al público español, en el cual nació el deseo de ser gobernado por alguien tan ecuánime y justo y razonable como él. Y el caso es que, originalmente, Mercero quería darle el papel a Luis Barbero, arquetipo de anciano bonachón, amable y simpático, pero órdenes “superiores” rechazaron la idea, imponiendo el tipo de alcalde joven y “moderno” que, además, (exigencia digna de un cultivador del humor absurdo) debía ser tractorista. Mercero (que también había tenido que renunciar a su intención primera de hacer él mismo el papel del cura) cambió el perfil del personaje de acuerdo con las coordenadas prescritas
y la elección ideal resultó ser Fernando Cebrián, que reunía a la perfección los requisitos planteados, incluyendo, por supuesto, la capacidad para conducir un tractor. La fusión de actor y personaje fue, como mínimo, tan perfecta y convincente como la de los demás personajes principales, constituyendo el del alcalde uno de los tres puntales básicos de la serie. No en vano, la boda del alcalde don Pedro con Marta, la boticaria, se significaría como el momento culminante de la saga, solucionando así, cristianamente, la “tensión sexual no resuelta” que parece ineludible en toda serie de éxito.
Si “Crónicas de un pueblo” ha quedado para la pequeña historia de la televisión española como una serie paradigmática del tardo-franquismo, “Curro Jiménez” permanece en la memoria ineludiblemente asociada al proceso de la Transición Democrática. Dejando a un lado la posible lectura satírico-política que pueda tener este hecho, lo cierto es que el éxito de la serie del bandolero andaluz, alcanzó cotas elevadísimas, que le permitieron competir en pie de igualdad con productos televisivos internacionales, incluyendo en tal concepto los norteamericanos, durante el periodo de tiempo de su emisión, entre 1976 y 1978. En la nómina de directores de los distintos episodios que componían la serie, se encontraban nombres tan prestigiosos como Joaquín Romero Marchent, Antonio Drove, Mario Camús o Francisco Rovira-Beleta. Éste último, precisamente, fue el director de tres episodios de la primera temporada, en uno de los cuales, “El secuestro” (el séptimo capítulo de la primera temporada, por más detalle), Fernando Cebrián desempeñaba el destacado papel de Felipe Ramírez.
Francisco Rovira Beleta ya había dirigido a Fernando Cebrián en “La dama del alba”, adaptación de la conocida obra de Alejandro Casona que se estrenó en el cine Paz de Madrid el 28 de marzo de 1966. Aunque en aquella película no tenía un papel muy destacado (los protagonistas eran la mítica Yelena Sanmarina, como la Muerte, Dolores del Río, como La Madre, Juliette Vilar en el doble papel de Adela y Angélica, y Daniel Martín, como Martín), Fernando Cebrián debió dejar buena impresión en el director de “Los Tarantos” que contó con él nuevamente para que le diera vida al personaje de Felipe Ramírez, un hacendado al que rivales de su entorno (con don Pedro –Antonio Casas- como líder) secuestran a su hijo, con la intención de arruinarlo, pretendiendo que el responsable no es otro que Curro Jiménez, para lo que contratan a unos mercenarios que suplantan a la banda del famoso forajido. Por desgracia para los malhechores, la mujer de Felipe y madre del niño privado de su libertad, Luisa, fue, en sus tiempos jóvenes, siete años atrás, novia de Curro Jiménez, allá en su Cantillana natal, donde era el hijo del barquero, por lo que el héroe titular de la serie, secundado por sus inseparables “Estudiante” (Pepe Sancho), “Algarrobo” (Álvaro de Luna) y “Fraile” (Paco Algora), decide tomar cartas en el asunto. Así, el guión de Antonio Larreta (Gualberto Rodríguez Ferreira, 1922)
, creador de la serie, dispone que todo vuelva a su cauce tras una serie de escaramuzas y tiroteos. Don Pedro y sus secuaces (entre los que encontramos a un repescado Antonio Almorós) son desenmascarados y el niño rescatado.
Como daño colateral, la sobrina de don Pedro, encarnada por una angelical Ivonne Sentís, sufre la decepción de descubrir a su protector tío como un facineroso sin escrúpulos, pero como compensación, ve reivindicado a su ídolo, Curro Jiménez. Destaca en el episodio, de marcados acentos western, la intervención de José Manuel Martín como “El Guindilla”, uno de los bandidos que forma la banda que hace el trabajo sucio para el grupo de don Pedro.
Francisco Rovira Beleta no mostraba ningún aprecio por su trabajo en “Curro Jiménez”. Fuera cierto o una distorsión del recuerdo provocada por su baja valoración del producto, lo cierto es que en declaraciones a Carles Benpar publicadas en el libro “Francisco Rovira-Beleta. El cine y el cineasta” (Laertes, 2000), afirmaba que los tres capítulos que dirigió los rodó simultáneamente y que aprovechó a conveniencia secuencias para uno y otro de los tres episodios. El que contenía la interpretación de Fernando Cebrián no era el mejor ni el peor de los tres.
Última etapa. “Extramuros”Cifrando la madurez en la cincuentena, consideramos como tal la etapa de la carrera profesional de Fernando Cebrián que vino a coincidir con una menor actividad en el medio cinematográfico. Si bien dispuso de un papel en la exitosa “El último guateque” (Juan José Porto, 1977), film que recreaba la época de finales de los años cincuenta a través de la relación de dos jóvenes granadinos (Juan y Maribel, respectivamente, Miguel Ayones y Cristina Galbó), como Don Alberto, no son muchos los títulos en los que intervino Fernando Cebrián a partir de las postrimerías de la década de los setenta. Más activo en el medio televisivo, en el cual desarrolló su actividad en las series “Veraneantes” (1985) y “Clase media” (1987), el cine sólo le reservó un film destacable, el del cineasta jienense Miguel Picazo, “Extramuros” (1985).
Miguel Picazo Dios (Cazorla, Jaén, 1927) pertenece a la generación de cineastas (como Summers, como Patino, o como Borau) procedentes del Instituto de Investigaciones y Experiencias
Cinematográficas, diplomándose en 1960. Su debut como director se produjo con la impactante adaptación de la novela de Miguel de Unamuno, del mismo título, “La tía Tula” , que supuso una irrupción sonada en el panorama cinematográfico español, acompañada de un verdadero aluvión de premios. Sin embargo, como suele ser habitual, tan explosivo debut no tuvo clara continuidad, y la carrera posterior del director no alcanzó, ni aproximadamente, el mismo relieve. En 1985, tras haber conseguido estrenar únicamente otros tres films desde su lejana “La tía Tula”, Miguel Picazo lleva a las salas cinematográficas la versión fílmica de la novela homónima de Jesús Fernández Santos “Extramuros”, que había nacido, originalmente, como guión cinematográfico. Esta historia sobre el amor de dos monjas, Sor Ana (Carmen Maura) y Sor Ángela (Mercedes Sampietro), y su intento de conseguir la supervivencia del convento fingiendo la segunda estar estigmatizada, intento que se saldaba con la cruel intervención del Santo Oficio, estaba situada temporalmente en el final del reinado de Felipe II y se estrenó en Madrid el 27 de septiembre de 1985 en el Palacio de la
Música, y en Barcelona, en el cine Comedia, el 18 de octubre del mismo año. La película de Miguel Picazo, un director especialmente preocupado por dar a los actores “aire y espacio” para desarrollar su arte interpretativo, significó para sus intérpretes principales una sarta de premios, especialmente destacables por la procedencia de algunos de ellos. Así, la Asociación de Críticos de Nueva York premió en 1987 a Mercedes Sampietro con el galardón a la Mejor Actriz y a Aurora Bautista, con el de Mejor Actriz Secundaria, por su papel de la Madre Priora, así como a Miguel Picazo por su dirección. También en la edición de 1987 del Festival Internacional de San Sebastián, Mercedes Sampietro cosechó la máxima distinción por su interpretación en el papel protagonista y su compañera, Carmen Maura, obtuvo premio análogo en los Sant Jordi de 1986. Más modestamente, el film contenía un notable papel para Fernando Cebrián, como acusador en el proceso inquisitorial, papel que
habría de ser el último memorable en su muy digna carrera cinematográfica (el último, el de “Ibarra”en la repelente “La iguana”, de Monte Hellman, no representa un colofón aceptable). Acompañado, en las secuencias del juicio, por ilustres colegas, como los muy veteranos Félix Dafauce (como otro de los inquisidores) y Antonio Ferrandis (en el papel de médico), y, en el reparto, por otras leyendas de la escena española, como Manuel Alexandre (como el capellán), el otrora galán Conrado San Martín (en el papel de Duque) y la gran Cándida Losada (como la monja decana), Fernando Cebrián dejaba una vez más en el espectador la impronta de su arte sobrio, sereno y noble.
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