Gerard Tichy. El villano llegado del Tercer Reich.
Decíamos, con motivo de la entrada dedicada al bueno de Juan de Landa, que el cine se nutre de presencias. Y la afirmación viene de lo más a propósito en el caso actual pues nuestro protagonista de hoy no accedió a la profesión de actor procedente de la formación en la interpretación dramática que dan la instrucción o la experiencia, sino que fue abruptamente reclutado para servir, ante las cámaras, su prestancia y su figura. Si el vasco Juan de Landa llegó a Hollywood por un camino indirecto, tras recorrer medio mundo a impulsos de su bien timbrada voz, el itinerario de Gerard Tichy, en cambio, fue menos placentero y, desde luego, mucho menos inocente. En consecuencia, el conocimiento somero de la biografía del primero despierta nuestras simpatías mientras que, por el contrario, lo que sabemos del segundo provoca, cuando menos, cierta desazón.
Las peculiarísimas circunstancias que concurren en el avatar vital de Gerard Tichy, que relataremos en capítulo aparte, sin duda influyeron decisivamente para forjarle una poderosa y sombría presencia, idónea para encarnar personajes acostumbrados a abrirse paso sin miramientos en la azarosa senda de la vida. No obstante, no fue, como veremos, la cara del mal, la única que este actor nacido en Alemania en 1920 adoptó ante las cámaras como propia. Cuando la ocasión lo requirió, su distinguida figura y sus acusados rasgos fueron capaces de oscilar desde la delincuencia más agreste hasta el romanticismo más delicado. Muy pocos, por citar uno de sus gestos más característicos, fue capaz, en el cine español, de fumar con más elegancia que él.
Con toda justicia, en una sección así titulada, inserta en la revista “Triunfo” (de fecha 24 de noviembre de 1954), encontramos un apunte biográfico ciertamente peliculero pero que, sin embargo, parece responder fielmente a la realidad, pues lo hemos encontrado en su mayor parte confirmado por Carlos Aguilar y Jaume Genover, autores del fundamental “Las estrellas de nuestro cine”. Sumando una y otra fuente, esto es lo que sabemos de la novelesca vida de nuestro protagonista de hoy.
Gerhard Tichy Wondzinski nació en Weissenfels a. Saale, un pueblo del norte de Alemania el 11 de marzo de 1920, en lo que Casas, el cronista de “Triunfo,” llama “el corazón verde de la gran nación”. Hijo de un médico de buena posición, el pequeño Gerard (al que podemos ver, a los cinco años de edad, en una fotografía familiar en una playa alemana, luciendo una melenita digna de Zipi o del Príncipe Valiente) pronto muestra inclinaciones artísticas combinadas con cierto belicismo, lo que se sustanció en el hecho, un tanto premonitorio, de que el primer dinero que ganó a muy corta edad provino del diestro pintado de unos soldados de plomo. Tentado en edad juvenil por la poesía, se interesa por la escuela de Novalis y da también sus primeros pasos en un escenario, con compañeros de estudios, representando una comedia de Lessing. Vive entonces un corto periodo de actividad artística en el que compagina el teatro de aficionados con la escultura, la pintura y una arrebatada pasión por cierta famosa actriz de cine. Es entonces cuando, próximo el estallido de la Segunda Guerra Mundial, se forma en el “Servicio de Trabajo”, en un campo militar cercano a la residencia de Goering, en el que se destaca por cumplir el encargo de pintar un retrato del Führer, que presidirá el salón de la institución. Súbitamente, Gerard cambia pinceles y arcillas por las armas pues entra en combate desde el mismo inicio de la guerra, con la invasión de Polonia, en 1939, como soldado de infantería. Interviene asimismo en la conquista de Francia, campaña en la que gana los galones de oficial. Se traslada también al frente ruso y termina su servicio a las armas en Alsacia. Cuando finaliza la terrible contienda, Tichy es teniente de la Wehrmacht y entre las medallas obtenidas por sus méritos en combate se incluye la mítica “Cruz de Hierro”. La paz trajo para el joven oficial (al que podemos ver en un impresionante retrato con su uniforme, ahí al lado) la reclusión en un campo de prisioneros en Burdeos, en el que estuvo confinado un año y medio y del que consiguió evadirse la nochebuena de 1946, para ser capturado poco después y trasladado a otro campo. En el nuevo destino permanece sólo unas horas pues, audazmente, se da a la fuga y, con la ayuda de un mapa de los que disponían los prisioneros para su trabajo forzado de desenterrar minas, emprende una ruta a pie y en tren hasta llegar a Dax. En esta población, hace tiempo ocultándose en un cine, hasta conseguir abordar el rápido de Hendaya. Como la frontera española estaba cerrada, el resuelto teutón estudia las posibilidades existentes de atravesarla y se decide por vadear el Bidasoa por debajo de un puente. La policía de fronteras española lo detiene y pasan tres meses hasta que encuentra alemanes residentes en España que lo avalen. Se instala temporalmente en San Sebastián, ejerciendo diversas actividades hasta que se traslada a Madrid donde comienza por colocarse de camarero en Casa Valentín primero y en el Club Castelló, después. En tal situación, y por mediación de su compatriota, el operador Hans Sheib, es reclamado para el cine por César Fernández Ardavín, que buscaba a alguien que diera el tipo para el personaje de comandante de submarino alemán, para su film “Neutralidad” (1949).
Si bien su entrada en el medio fílmico fue azarosa, no cabe duda que el joven Gerard Tichy puso todo su interés en el campo que se abría ante él, pues en el año siguiente de su debut, participó en la nada desdeñable cifra de cinco títulos, ritmo de trabajo que no decayó en los años siguientes, sino que, por el contrario, llegó a incrementarse en años como 1956 , 1962 o 1965, en los que intervino en siete películas, algunas de ellas dirigidas por autores tan prestigiosos como David Lean, Julien Duvivier o Robert Rossen, por citar algunos.
Todos los villanos arquetípicos
A lo largo de su trayectoria, Gérard Tichy va encarnando, uno tras otro, a los distintos tipos de “malos” que imperan en la producción cinematográfica de cada periodo. La dureza de carácter que, sin duda, imprimieron en él los rigores de la guerra (además de, probablemente, la pequeña cicatriz que lucía en el ojo izquierdo), le fue muy útil para moldear la imagen que proyectaría en la pantalla. A través de sus personajes puede trazarse un esquema de los más usuales modos de creación del género de película que más habitualmente requirió de sus servicios, al que podríamos denominar, considerado ampliamente, el género de “acción dramático”, con la inclusión en él de los distintos subgéneros que en cada momento eran preponderantes y que determinaban las peculiaridades de los personajes que el actor alemán iba incorporando. Como tendremos ocasión de comprobar, cultivó, prácticamente, todas las variantes del villano arquetípico.
El belicoso extranjero del folletín político
Volviendo a las comparaciones con Juan de Landa, podríamos decir que éste inició su andadura en el cine por el hecho de parecerse a Wallace Beery, mientras que Gérard Tichy, hizo lo propio por parecerse, precisamente, a lo que realmente era: un oficial del ejército nazi. Así, como ya hemos dicho, debutó en la pantalla representando para la cámara el papel que había vivido durante la Segunda Guerra Mundial en el film “Neutralidad” (1949, Eusebio Fernández Ardavín) interpretando en ella un momento especialmente emotivo cuando su personaje, el comandante de un submarino alemán, debe enfrentrarse con los supervivientes de un barco que había sido torpedeado y hundido por él.
La arrogancia imperial del oficial excombatiente le sirve a la perfección a Gerard Tichy para componer un Poncio Pilatos irreprochable y canónico en “El beso de Judas” (tal como puede comprobarse en el fotograma que acompaña estas líneas), una película que reúne al actor alemán con dos creadores y un compañero de reparto que van a resultar decisivos en el inmediato curso de su carrera y en el asentamiento de su definitiva imagen cinematográfica: el director Rafael Gil, el guionista Vicente Escrivá y el actor Francisco Rabal. La composición tópica y despótica del gobernador romano que se lavó las manos ante la petición de ejecución de Jesucristo por parte del pueblo judío resulta totalmente eficaz y muestra, por añadidura, la sangrante ironía de contener algunas líneas de diálogo claramente anti-semíticas. Ganada la confianza de los responsables artísticos de la productora Aspa Films, Gerard Tichy consigue papeles de mayor extensión y de no menor hondura dramática y aún mayor significación política, en el díptico de las películas del triunvirato formado por Rafael Gil en la dirección, Vicente Escrivá en el guión y Francisco Rabal como protagonista, “Murió hace quince años”(Rafael Gil, 1954), y “El canto del gallo”(Rafael Gil, 1955). En la primera se narra el regreso a España de Diego, un niño de los que, durante la Guerra Civil, fue enviado a Rusia (concretamente, saliendo del puerto de Bilbao en 1937 y, casualmente, el único de la larguísima cola que se niega a embarcar), quince años después de su marcha, transformado ya en un hombre y debidamente adoctrinado por el pérfido partido comunista, encarnado en Gerard Tichy, para desarticular el aparato de la policia franquista que lucha contra la “insidia roja” en su patria natal, aprovechando la circunstancia de que el padre del propio de Diego (papel interpretado por el gran Rafael Rivelles, el Judas de la cinta precedente) es un destacado jefe de la policía. En el emocionante “clímax”, Germán Goeritz, el “instructor” encarnado por Tichy, mata a tiros a Diego (Paco Rabal), quien, ya caído, consigue, a su vez, dispararle mortalmente. En la película rodada unos meses después, “El canto del gallo” se reproducen prácticamente todos los elementos de la producción previa, con la novedad de la ambientación en la convulsa Hungría, que se aproximaba a los nefastos sucesos de 1956, y de que el protagonista, nuevamente Paco Rabal, es un cura. Gerard Tichy, otra vez despiadado comunista, tiene, como en el film anterior, una relación estrecha y algo ambigua con el personaje principal, al que también termina disparando al final del metraje, aunque en esta ocasión, él mismo muere por efecto de las balas de la metralleta que maneja Luis Induni (en una de sus primeras intervenciones en el cine español) y tiene tiempo para, en brazos del sacerdote Rabal, arrepentirse de su ateísmo. Se trata de dos películas cargadísimas ideológicamente con las tintas más negras, que entran de lleno en el dogmatismo, pero que contienen innegables valores cinematográficos, tanto técnicos como artísticos. Entre los primeros, destaca la excelente dirección de Rafael Gil y la fotografía, insuperable, de Alfredo Fraile. Entre los segundos, la presencia en el primer título de un gigante de la escena teatral, Ricardo Calvo, en un emotivo papel episódico compartiendo plano con el joven Paco Rabal, y de la extraordinaria pareja cómica que forman los suculentos Julia Lajos y Antonio Riquelme, en el segundo título, que supone un contrapunto deliciosamente humorístico. En una línea dogmática y folletinesca similar, se encuentra “Lo que nunca muere” (1955, Julio Salvador), una producción de su protagonista, Conrado San Martín, que lleva al cine el serial radiofónico del rey del género, Guillermo Sautier Casaseca, secundado, esta vez, por Luisa Alberca.
Son estos años en los que a Gerard Tichy se le está creando un arquetipo de villano maligno que cumple una función doctrinaria. Si en la España de Franco, el comunismo es el demonio, éste asume, irónicamente, el aspecto de un teniente condecorado del ejército de Hitler, Gerard Tichy.
Como representante del instinto de supervivencia, Gerárd Tichy encarnó a la perfección al villano más apegado a la realidad social, un tipo de escasos medios económicos que tiene que “buscarse la vida” con las armas en la mano, si es preciso. Un tipo que se ve abocado a delinquir como medio de subsistencia y a defenderse, por los medios que sea, del acoso de los guardianes de la ley, en películas tales como las dos dirigidas por Antonio Santillán (director muy estimable al que no se le ha prestado la atención que sin duda merece), “Cuatro en la frontera” (1957) y “Senda torcida” (1963). De la primera ya nos ocupamos algo en una entrada anterior (la dedicada a Juan de Landa), y en la segunda, encontramos a Tichy valiéndose de pequeños hurtos para ir trampeando hasta que decide dar “golpes” más consistentes para lo que se procura la complicidad de un juvenil y descarriado Víctor Valverde, con el que se alía primero y se enfrenta después al resultar éste demasiado escrupuloso para seguirle el paso al implacable alemán. Se trata de películas (la primera, ya desde el título) de espíritu fronterizo, en las que el intérprete teutón desarrolla una personalidad fuerte, de carácter expeditivo, sumamente atractiva, cuya cualidad negativa sólo se rebela cuando se siente acosado, por lo que el espectador puede llegar a empatizar con sus problemas, porque se le percibe humano. Sus afanosos y desesperados esfuerzos en “Senda torcida”, tratando de ganar la libertad, cruzando la frontera en dirección a Francia, representan el irónico reverso de su experiencia vital cuando, quince años antes, vadeaba el Bidasoa en dirección a España.
Los años sesenta provocan en el cine español cierto aperturismo comercial que promueve las coproducciones con países europeos (Italia y Francia, fundamentalmente) y, al mismo tiempo, un cambio en las temáticas preferidas por la industria de la ficción de evasión. Porque, maticemos, con la holgura económica, el público busca “evadirse”, que es tanto como decir “distraerse”. Antes de eso, en el cine español lo que había era puro “escapismo”, que implica (o a este burgo se lo parece) un matiz diferente, de verdadera necesidad de emprender una fuga desesperada de la realidad. De ahí las imposibles comedias de “teléfonos blancos” (algunas tan simpáticas como “Ella, él y sus millones”, de 1944, dirigida por Juan de Orduña) que el cine de la primera posguerra importó de la Italia mussoliniana, o las impresionantes súper-epopeyas patrióticas que no dejaron de reinventar la historia de España sublimando lo imperial y lo heroico hasta alcanzar lo ridículo. Pues bien, alcanzada cierta paz de espíritu (directamente obtenida por mediación de la paz del estómago), y superada una fase de un cine que podríamos describir como, de una parte, más próximo a la denuncia social, inaugurado, oficialmente y en su vertiente “seria”, con el film “Surcos” (1951, José Antonio Nieves Conde) y a la crónica de sucesos (a partir de la pionera “Apartado de correos 1001”, Julio Salvador), y, de otra parte, comedias que reflejaban asimismo la realidad, de contenido si no crítico, al menos sí satírico (las mejores obras de Berlanga y Fernán-Gómez, por citar los autores más reconocidos), llega el momento en que el cine español, como la sociedad española, se aproxime (como buenamente pueda) a la oferta cinematográfica internacional, lo que implica la producción, en los años sesenta, de películas de consumo masivo, para un público poco exigente, llenas de colores chillones en las que los personajes adquirieran el delgado grosor de las páginas de un tebeo. Si los cincuenta hicieron a cine y sociedad conscientes de sí mismos, los sesenta permitieron a sus constructores obrar en consecuencia, es decir, intelectualizarse un poco, frivolizarse un poco y, sobre todo, venderse mucho.
Así, las cosas, la galería de villanos de Gerard Tichy para los años sesenta y primeros setenta resulta mucho más variopinta, vistosa y ligera que los politizados y doctrinarios malvados precedentes. Haciendo un repaso somero de abigarrada filmografía del actor en la llamada “Década Prodigosa”, encontramos muestras de los siguientes sub-géneros, todos ellos encuadrables en el género, más ampliamente considerado, de aventuras:
-“Péplum”: “Los siete espartanos” (1963, Pedro Lazaga), una incursión del aún prometedor Pedro Lazaga, un profesional todo-terreno que demostró su valía en todos los géneros antes de especializarse en las comedias oportunistas que, a fin de cuentas, habían de darle el éxito comercial. Junto a este párrafo puede verse a Gerard Tichy caracterizada como Hiarba, el malvado capaz de asesinar fríamente a su compinche, el anciano padre de la hermosa joven con la que comparte el plano, Loredana Nusciak (quien por cierto, era también su compañera de reparto en película que citamos a continuación).
-Superhéroes y "Bondismo": “Superargo, el hombre enmascarado” (1967, Nick Nostro), película que tuvo el discutible honor de aparecer ya en este weblog con motivo de la entrada dedicada a Plim, el Magno; “Estambul 65” (1965, Antonio Isasi-Isasmendi ), muy efectiva versión del mito Bond a cargo del especialista español por excelencia en el género de cine de acción, un cineasta hábil como pocos en el arte de rodar en cualquier sitio y hacerlo pasar por otro de manera convincente y, por extensión, hacer pasar un presupuesto mediano o pequeño por una super-producción. En este título en particular, Tichy encarna a un contrincante ocasional del protagonista, Horst Buchholz, al mejor estilo de los sicarios amenazantes de la serie Bond, en su variante de “armados ortopédicos”, protagonizando una espectacular lucha en una de las míticas torres de Estambul. “Operación silencio” (1966, Silvio Siano, Maurice Cloche) es otra “bondianada” en la que Tichy asume un papel menos maligno, el de doctor. La película presenta un aspecto razonablemente cuidado y cuenta con la grata sorpresa de una de las contadas intervenciones del luchador Hércules Cortés en el cine (personaje del que algo se dijo en este weblog, en una entrada anterior), además de con la belleza de una Gemma Cuervo en su mejor momento, y de un José Suarez que recuerda mucho al William Holden de la época.“Gran golpe al servicio de su majestad británica” (1967, )“El solitario pasa al ataque” (1968, Ralph Habib), “El magnífico Tony Carrera” (1969, José Antonio de la Loma), son otros títulos hijos de la coyuntura bondiana del momento.
-Spaghetti western, como los cuatro coproducidos con Italia y rodados bajo el sello de los hermanos Balcázar, es decir, prácticamente “en serie”, con protagonistas forzudos, típicos del “peplum”, como el Richard Harrison de “Sangre sobre Texas” (1966, Alberto De Grandino), o el Robert Woods de“Cuatro dólares de venganza” (1966, Jaime Jesús Balcázar),; o junto a estrellas norteamericanas entradas en años como el Audie Murphy de “Texas Kid”(1966,Lesley Selander), al lado del enorme Broderick Crawford, y, casi siempre con el sempiterno mexicano, el aragonés Fernando Sancho, como en “Viva Carrancho” (1965, Jaime Jesús Balcázar).
-Del subgénero el “Golpe perfecto”, Gerard Tichy rueda “Las Vegas, 500 millones” (1968), a las órdenes de, nuevamente, Antonio Isasi-Isasmendi, cineasta habilísimo y astuto, que vuelve a contar con los servicios del actor germano para “Un verano para matar” (1972).
-La experiencia en el campo de batalla debió resultarle útil (aunque quizá sólo para desesperarse, ante las presumibles inexactitudes) a Gerard Tichy al incorporarse al rodaje de films de lo que podríamos llamar “Hazañas bélicas”, tales como “Hora cero. Operación Rommel” (1969, León Klimovsky).
-Las películas de terror alcanzaron cierto predicamento en nuestro país en los años finales de la década de los sesenta y en la primera mitad de los setenta. Cineastas como Jesús Franco, Carlos Aured o Jacinto Molina cimentaron cierta fama internacional cultivándolo. Gérard Tichy no fue ajeno al fenómeno e intervino en diversos títulos, tales como el pionero “La cara del terror”(1962, Isidoro Martínez Ferry), una de tantas imitaciones de “Los ojos sin rostro” (1959), de Georges Franjou, o “La orgía de los muertos” (1973), coproducción con Italia que dirigió José Luis Merino, quien ya había tenido a sus órdenes a Tichy en “Aquellos tiempos del cuplé”, film que comentaremos después.
-En el género del "Giallo" (o terror de crímenes “a la italiana”), Tichy tiene la desgracia de intervenir en dos películas muy menores (incluso deficientes) de dos autores, por lo general, mayores (e incluso, geniales): “Un hacha para la luna de miel”(1970, Mario Bava), y “La corrupción de Chris Miller”(1973, Juan Antonio Bardem).
Superproducciones Internacionales para todos los públicos
El fenómeno de las producciones de Samuel Bronston en suelo español supuso una especie de trasplante del glamour hollywoodiense a la meseta castellana. Gerard Tichy, como muchos otros profesionales que se desenvolvían en el terreno del celuloide hispano, con el añadid de su internacionalidad inherente, tenía una ventaja adicional para integrarse fácilmente en coproducciones y en equipos de rodaje internacionales. Bajo contrato con la productora de Bronston, rodó a las órdenes del mítico Anthony Mann, interpretando un pequeño papel en “El Cid” (1960) y el no menos grande Nicholas Ray le dirigió haciendo el papel de José en “Rey de reyes” (1961), lo que no dejaba de ser una importante transformación para alguien que había representado a Pilatos siete años antes.
Las facilidades dadas para el rodaje de películas en España durante los años sesenta también atrajeron a Carlo Ponti y su superproducción, dirigida por David Lean, archipopular y profusamente premiada, “Doctor Zhivago” (1965), que también contó con la participación de Gerard Tichy, que conseguía, una vez más, figurar en un reparto multi-estelar, junto a figuras universalmente reconocidas.
Como todos los actores característicos, o “de reparto”, Gérard Tichy intervino en proyectos cinematográficos montados al servicio del posible reclamo comercial que una figura ajena al cine representara para el público. Así, tuvo un papel destacado en un título que rendía culto a una de las máximas figuras futbolísticas de la década de los cincuenta, el sensacional Kubala. El astro del balompié era el protagonista de “Los ases buscan la paz” (Arturo Ruiz-Castillo, 1954), relato de la accidentada biografía de Ladislao Kubala, genuino representante de la mejor versión del "Barça" desde su fundación, y de su huida de su país, Hungría, en curiosa coincidencia con la posterior “El canto del gallo”, antes comentada.
Uno de los más evidentes ejemplos de oportunismo lo supone una de las cinco películas que Gérard Tichy rodó en 1968. Ese año, recién obtenido el primer premio en el televisivo Festival de Eurovisión, Massiel se puso ante las cámaras en la coproducción hispano-alemana “Cantando a la vida”, bajo las órdenes de Angelino Fons y el actor germánico fue uno de los encargados de dar solidez al reparto. Estrenada en 1969, la película no obtuvo un éxito parangonable al obtenido por la cantante en el concurso músico-televisivo. Un año después, Gérard Tichy interviene en “Cuadrilátero”, tal como recogimos en la entrada dedicada a Rosanna Yanni, su compañera de cartel. Este drama boxístico, dirigido por el muy discutido Eloy de la Iglesia, a pesar de no estar protagonizado por el campeón de los pesos pluma, José Legrá, sí que contaba con su presencia como uno de sus mayores atractivos comerciales.
Excepciones al arquetipo
Es evidente que Gerard Tichy no pudo intervenir en cerca de cien películas, a lo largo de su carrera, sin hacer más papeles que el de villano. Con la inestimable ayuda prestada por las voces de sus dobladores (que representan un elevado porcentaje de la alta categoría del resultado final de su trabajo en pantalla), los excelsos José Guardiola, Arsenio Corsellas o Félix Acaso, entre muchos otros, el actor alemán ofreció interpretaciones impecables y ajustadas en roles diversos. Así, fue un suicida elegantemente arrepentido en “Un ángel tuvo la culpa” (1963, Luis Marquina), al lado del celestial José Luis Ozores, el cual cambiaba la vida de una serie de personas desconocidas cuando, beodo perdido, repartía dinero entre ellas. En la interesante película de misterio psicológico-criminal, “¿Crimen imposible?” (1954, César Fernández Ardavin), un verdadero ejercicio de estilo, Tichy encarna al escritor Eugenio Certal, víctima de un enrevesado asesinato.
Pero quizá el caso de papel más apartado de la imagen habitual de Gerard Tichy es su composición del romántico músico que ama en silencio a Lilian de Celis en “Aquellos tiempos del cuplé” (1958, Mateo Cano y José Luis Merino), permaneciendo a su lado mientras se disputan sus favores el ricachón Rafael Luis Calvo, el apuesto soldado Manuel Monroy y Ángel Jordán. Lo más sorprendente es que el tímido Tichy se alza, finalmente, con el amor de la estrella del cuplé. Se trata de una película inscrita en una moda pasajera en el cine español, que resulta hoy algo insólita, no sólo por rebosar de cuplés, sino por estar más que decorosamente ambientada en una época, principios del siglo veinte, escasamente visitada por las cámaras del cine español. Cuenta, además, con unos títulos de crédito más bonitos de lo común, debidos, probablemente, a los buenos oficios de los Estudios Moro, de los que hablamos algo en este weblog, en una entrada anterior. Anotemos aquí, a propósito del tema de la película, que debía haber en la España de aquel año 1958 un renovado interés por el cuplé, que queda ejemplificado por un puñado de films y, en otro terreno, por el especial del Tio Vivo número 50, publicado sólo tres meses después del estreno de esta película que comentamos hoy y cuando todavía se mantenía vivo el morrocotudo éxito de Sara Montiel en “El último Cuplé” (Juan de Orduña, 1957), verdadero fenómeno desencadenante de la moda.
Los años de la decadencia del cine comercial español
Cualquier posibilidad de la existencia de una industria del cine español quedó enterrada en algún momento de la década de los setenta. Observando la filmografía de Gerard Tichy se constata fácilmente que su ritmo de trabajo decrece bruscamente a partir de 1973 (quizá para dedicarse a los negocios), interviniendo esporádicamente en contados filmes, siendo éstos, además, de categoría ínfima, en lo artístico. Sus últimas diez películas son subproductos, meras explotaciones de géneros en franca decadencia, como la exótica coproducción hispano-japonesa “La bestia y la espada mágica”(1983), una de las últimos delirios licantrópicos del inefable Paul Naschy, que se beneficiaba, de un lado, de las presencias de Tichy y José Vivó en un diálogo-prólogo, por otra parte verboso e innecesario, y de otro, de un holgado presupuesto en yens. Del año anterior, el que en España fue el año del Mundial, son “Los diablos del mar” y “Mil gritos tiene la noche”, de Juan Piquer, que ya había contado con Tichy en 1981 para su refrito verniano “Misterio en la isla de los monstruos”, tríptico posibilista de un cineasta con mejores intenciones que resultados, siempre más amparados en la desfachatez que en la pericia. Pero peores todavía son las comedias “La hoz y el Martínez”(1984, Álvaro Sáenz de Heredia) y “¡Qué tía la CIA!”(1985, Mariano Ozores), aunque contaran con el respaldo habitual que en la taquilla encontraban en aquel entonces sus respectivos protagonistas, Andrés Pajares y Fernando Esteso. En ambas cintas, el actor alemán se presta a poner su siniestro arquetipo de espía soviético al servicio de la supuesta comicidad (corroborada por el público) de los artistas cabeceras de cartel, de manera similar a cómo Bela Lugosi puso su icono del inmortal conde Drácula a los pies de Abbot y Costello en los lejanos años cuarenta. Sólo con su película de despedida, en la que interviene tras seis años de ausencia de las pantallas, “Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?” estrenada el año de su fallecimiento (que se produjo, concretamente, el 11 de abril de 1992, en Münster, Alemania), Gerard Tichy añade un título digno de su larga y fructífera trayectoria profesional, la adaptación que de la obra de Adolfo Marsillach (quien asimismo se hizo cargo del guión) realizó, para el cine, José Sacristán. Cuarenta y tres años después de haber debutado en la cinematografía de su país de adopción, tras haber participado en un centenar de films, al adolescente pintor y poeta, al oficial condecorado, al fugitivo audaz, y, finalmente, actor, le alcanzó el momento de la caída final del telón.
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