Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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miércoles, abril 23, 2008

Gerard Tichy. El villano llegado del Tercer Reich.


Decíamos, con motivo de la entrada dedicada al bueno de Juan de Landa, que el cine se nutre de presencias. Y la afirmación viene de lo más a propósito en el caso actual pues nuestro protagonista de hoy no accedió a la profesión de actor procedente de la formación en la interpretación dramática que dan la instrucción o la experiencia, sino que fue abruptamente reclutado para servir, ante las cámaras, su prestancia y su figura. Si el vasco Juan de Landa llegó a Hollywood por un camino indirecto, tras recorrer medio mundo a impulsos de su bien timbrada voz, el itinerario de Gerard Tichy, en cambio, fue menos placentero y, desde luego, mucho menos inocente. En consecuencia, el conocimiento somero de la biografía del primero despierta nuestras simpatías mientras que, por el contrario, lo que sabemos del segundo provoca, cuando menos, cierta desazón.

Las peculiarísimas circunstancias que concurren en el avatar vital de Gerard Tichy, que relataremos en capítulo aparte, sin duda influyeron decisivamente para forjarle una poderosa y sombría presencia, idónea para encarnar personajes acostumbrados a abrirse paso sin miramientos en la azarosa senda de la vida. No obstante, no fue, como veremos, la cara del mal, la única que este actor nacido en Alemania en 1920 adoptó ante las cámaras como propia. Cuando la ocasión lo requirió, su distinguida figura y sus acusados rasgos fueron capaces de oscilar desde la delincuencia más agreste hasta el romanticismo más delicado. Muy pocos, por citar uno de sus gestos más característicos, fue capaz, en el cine español, de fumar con más elegancia que él.

“Vidas que parecen cine”

Con toda justicia, en una sección así titulada, inserta en la revista “Triunfo” (de fecha 24 de noviembre de 1954), encontramos un apunte biográfico ciertamente peliculero pero que, sin embargo, parece responder fielmente a la realidad, pues lo hemos encontrado en su mayor parte confirmado por Carlos Aguilar y Jaume Genover, autores del fundamental “Las estrellas de nuestro cine”. Sumando una y otra fuente, esto es lo que sabemos de la novelesca vida de nuestro protagonista de hoy.

Gerhard Tichy Wondzinski nació en Weissenfels a. Saale, un pueblo del norte de Alemania el 11 de marzo de 1920, en lo que Casas, el cronista de “Triunfo,” llama “el corazón verde de la gran nación”. Hijo de un médico de buena posición, el pequeño Gerard (al que podemos ver, a los cinco años de edad, en una fotografía familiar en una playa alemana, luciendo una melenita digna de Zipi o del Príncipe Valiente) pronto muestra inclinaciones artísticas combinadas con cierto belicismo, lo que se sustanció en el hecho, un tanto premonitorio, de que el primer dinero que ganó a muy corta edad provino del diestro pintado de unos soldados de plomo. Tentado en edad juvenil por la poesía, se interesa por la escuela de Novalis y da también sus primeros pasos en un escenario, con compañeros de estudios, representando una comedia de Lessing. Vive entonces un corto periodo de actividad artística en el que compagina el teatro de aficionados con la escultura, la pintura y una arrebatada pasión por cierta famosa actriz de cine. Es entonces cuando, próximo el estallido de la Segunda Guerra Mundial, se forma en el “Servicio de Trabajo”, en un campo militar cercano a la residencia de Goering, en el que se destaca por cumplir el encargo de pintar un retrato del Führer, que presidirá el salón de la institución. Súbitamente, Gerard cambia pinceles y arcillas por las armas pues entra en combate desde el mismo inicio de la guerra, con la invasión de Polonia, en 1939, como soldado de infantería. Interviene asimismo en la conquista de Francia, campaña en la que gana los galones de oficial. Se traslada también al frente ruso y termina su servicio a las armas en Alsacia. Cuando finaliza la terrible contienda, Tichy es teniente de la Wehrmacht y entre las medallas obtenidas por sus méritos en combate se incluye la mítica “Cruz de Hierro”. La paz trajo para el joven oficial (al que podemos ver en un impresionante retrato con su uniforme, ahí al lado) la reclusión en un campo de prisioneros en Burdeos, en el que estuvo confinado un año y medio y del que consiguió evadirse la nochebuena de 1946, para ser capturado poco después y trasladado a otro campo. En el nuevo destino permanece sólo unas horas pues, audazmente, se da a la fuga y, con la ayuda de un mapa de los que disponían los prisioneros para su trabajo forzado de desenterrar minas, emprende una ruta a pie y en tren hasta llegar a Dax. En esta población, hace tiempo ocultándose en un cine, hasta conseguir abordar el rápido de Hendaya. Como la frontera española estaba cerrada, el resuelto teutón estudia las posibilidades existentes de atravesarla y se decide por vadear el Bidasoa por debajo de un puente. La policía de fronteras española lo detiene y pasan tres meses hasta que encuentra alemanes residentes en España que lo avalen. Se instala temporalmente en San Sebastián, ejerciendo diversas actividades hasta que se traslada a Madrid donde comienza por colocarse de camarero en Casa Valentín primero y en el Club Castelló, después. En tal situación, y por mediación de su compatriota, el operador Hans Sheib, es reclamado para el cine por César Fernández Ardavín, que buscaba a alguien que diera el tipo para el personaje de comandante de submarino alemán, para su film “Neutralidad” (1949).

Si bien su entrada en el medio fílmico fue azarosa, no cabe duda que el joven Gerard Tichy puso todo su interés en el campo que se abría ante él, pues en el año siguiente de su debut, participó en la nada desdeñable cifra de cinco títulos, ritmo de trabajo que no decayó en los años siguientes, sino que, por el contrario, llegó a incrementarse en años como 1956 , 1962 o 1965, en los que intervino en siete películas, algunas de ellas dirigidas por autores tan prestigiosos como David Lean, Julien Duvivier o Robert Rossen, por citar algunos.

Todos los villanos arquetípicos

A lo largo de su trayectoria, Gérard Tichy va encarnando, uno tras otro, a los distintos tipos de “malos” que imperan en la producción cinematográfica de cada periodo. La dureza de carácter que, sin duda, imprimieron en él los rigores de la guerra (además de, probablemente, la pequeña cicatriz que lucía en el ojo izquierdo), le fue muy útil para moldear la imagen que proyectaría en la pantalla. A través de sus personajes puede trazarse un esquema de los más usuales modos de creación del género de película que más habitualmente requirió de sus servicios, al que podríamos denominar, considerado ampliamente, el género de “acción dramático”, con la inclusión en él de los distintos subgéneros que en cada momento eran preponderantes y que determinaban las peculiaridades de los personajes que el actor alemán iba incorporando. Como tendremos ocasión de comprobar, cultivó, prácticamente, todas las variantes del villano arquetípico.

El belicoso extranjero del folletín político

Volviendo a las comparaciones con Juan de Landa, podríamos decir que éste inició su andadura en el cine por el hecho de parecerse a Wallace Beery, mientras que Gérard Tichy, hizo lo propio por parecerse, precisamente, a lo que realmente era: un oficial del ejército nazi. Así, como ya hemos dicho, debutó en la pantalla representando para la cámara el papel que había vivido durante la Segunda Guerra Mundial en el film “Neutralidad” (1949, Eusebio Fernández Ardavín) interpretando en ella un momento especialmente emotivo cuando su personaje, el comandante de un submarino alemán, debe enfrentrarse con los supervivientes de un barco que había sido torpedeado y hundido por él.

La arrogancia imperial del oficial excombatiente le sirve a la perfección a Gerard Tichy para componer un Poncio Pilatos irreprochable y canónico en “El beso de Judas” (tal como puede comprobarse en el fotograma que acompaña estas líneas), una película que reúne al actor alemán con dos creadores y un compañero de reparto que van a resultar decisivos en el inmediato curso de su carrera y en el asentamiento de su definitiva imagen cinematográfica: el director Rafael Gil, el guionista Vicente Escrivá y el actor Francisco Rabal. La composición tópica y despótica del gobernador romano que se lavó las manos ante la petición de ejecución de Jesucristo por parte del pueblo judío resulta totalmente eficaz y muestra, por añadidura, la sangrante ironía de contener algunas líneas de diálogo claramente anti-semíticas. Ganada la confianza de los responsables artísticos de la productora Aspa Films, Gerard Tichy consigue papeles de mayor extensión y de no menor hondura dramática y aún mayor significación política, en el díptico de las películas del triunvirato formado por Rafael Gil en la dirección, Vicente Escrivá en el guión y Francisco Rabal como protagonista, “Murió hace quince años”(Rafael Gil, 1954), y “El canto del gallo”(Rafael Gil, 1955). En la primera se narra el regreso a España de Diego, un niño de los que, durante la Guerra Civil, fue enviado a Rusia (concretamente, saliendo del puerto de Bilbao en 1937 y, casualmente, el único de la larguísima cola que se niega a embarcar), quince años después de su marcha, transformado ya en un hombre y debidamente adoctrinado por el pérfido partido comunista, encarnado en Gerard Tichy, para desarticular el aparato de la policia franquista que lucha contra la “insidia roja” en su patria natal, aprovechando la circunstancia de que el padre del propio de Diego (papel interpretado por el gran Rafael Rivelles, el Judas de la cinta precedente) es un destacado jefe de la policía. En el emocionante “clímax”, Germán Goeritz, el “instructor” encarnado por Tichy, mata a tiros a Diego (Paco Rabal), quien, ya caído, consigue, a su vez, dispararle mortalmente. En la película rodada unos meses después, “El canto del gallo” se reproducen prácticamente todos los elementos de la producción previa, con la novedad de la ambientación en la convulsa Hungría, que se aproximaba a los nefastos sucesos de 1956, y de que el protagonista, nuevamente Paco Rabal, es un cura. Gerard Tichy, otra vez despiadado comunista, tiene, como en el film anterior, una relación estrecha y algo ambigua con el personaje principal, al que también termina disparando al final del metraje, aunque en esta ocasión, él mismo muere por efecto de las balas de la metralleta que maneja Luis Induni (en una de sus primeras intervenciones en el cine español) y tiene tiempo para, en brazos del sacerdote Rabal, arrepentirse de su ateísmo. Se trata de dos películas cargadísimas ideológicamente con las tintas más negras, que entran de lleno en el dogmatismo, pero que contienen innegables valores cinematográficos, tanto técnicos como artísticos. Entre los primeros, destaca la excelente dirección de Rafael Gil y la fotografía, insuperable, de Alfredo Fraile. Entre los segundos, la presencia en el primer título de un gigante de la escena teatral, Ricardo Calvo, en un emotivo papel episódico compartiendo plano con el joven Paco Rabal, y de la extraordinaria pareja cómica que forman los suculentos Julia Lajos y Antonio Riquelme, en el segundo título, que supone un contrapunto deliciosamente humorístico. En una línea dogmática y folletinesca similar, se encuentra “Lo que nunca muere” (1955, Julio Salvador), una producción de su protagonista, Conrado San Martín, que lleva al cine el serial radiofónico del rey del género, Guillermo Sautier Casaseca, secundado, esta vez, por Luisa Alberca.

Son estos años en los que a Gerard Tichy se le está creando un arquetipo de villano maligno que cumple una función doctrinaria. Si en la España de Franco, el comunismo es el demonio, éste asume, irónicamente, el aspecto de un teniente condecorado del ejército de Hitler, Gerard Tichy.

El superviviente

Como representante del instinto de supervivencia, Gerárd Tichy encarnó a la perfección al villano más apegado a la realidad social, un tipo de escasos medios económicos que tiene que “buscarse la vida” con las armas en la mano, si es preciso. Un tipo que se ve abocado a delinquir como medio de subsistencia y a defenderse, por los medios que sea, del acoso de los guardianes de la ley, en películas tales como las dos dirigidas por Antonio Santillán (director muy estimable al que no se le ha prestado la atención que sin duda merece), “Cuatro en la frontera” (1957) y “Senda torcida” (1963). De la primera ya nos ocupamos algo en una entrada anterior (la dedicada a Juan de Landa), y en la segunda, encontramos a Tichy valiéndose de pequeños hurtos para ir trampeando hasta que decide dar “golpes” más consistentes para lo que se procura la complicidad de un juvenil y descarriado Víctor Valverde, con el que se alía primero y se enfrenta después al resultar éste demasiado escrupuloso para seguirle el paso al implacable alemán. Se trata de películas (la primera, ya desde el título) de espíritu fronterizo, en las que el intérprete teutón desarrolla una personalidad fuerte, de carácter expeditivo, sumamente atractiva, cuya cualidad negativa sólo se rebela cuando se siente acosado, por lo que el espectador puede llegar a empatizar con sus problemas, porque se le percibe humano. Sus afanosos y desesperados esfuerzos en “Senda torcida”, tratando de ganar la libertad, cruzando la frontera en dirección a Francia, representan el irónico reverso de su experiencia vital cuando, quince años antes, vadeaba el Bidasoa en dirección a España.

Supervillano fantástico

Los años sesenta provocan en el cine español cierto aperturismo comercial que promueve las coproducciones con países europeos (Italia y Francia, fundamentalmente) y, al mismo tiempo, un cambio en las temáticas preferidas por la industria de la ficción de evasión. Porque, maticemos, con la holgura económica, el público busca “evadirse”, que es tanto como decir “distraerse”. Antes de eso, en el cine español lo que había era puro “escapismo”, que implica (o a este burgo se lo parece) un matiz diferente, de verdadera necesidad de emprender una fuga desesperada de la realidad. De ahí las imposibles comedias de “teléfonos blancos” (algunas tan simpáticas como “Ella, él y sus millones”, de 1944, dirigida por Juan de Orduña) que el cine de la primera posguerra importó de la Italia mussoliniana, o las impresionantes súper-epopeyas patrióticas que no dejaron de reinventar la historia de España sublimando lo imperial y lo heroico hasta alcanzar lo ridículo. Pues bien, alcanzada cierta paz de espíritu (directamente obtenida por mediación de la paz del estómago), y superada una fase de un cine que podríamos describir como, de una parte, más próximo a la denuncia social, inaugurado, oficialmente y en su vertiente “seria”, con el film “Surcos” (1951, José Antonio Nieves Conde) y a la crónica de sucesos (a partir de la pionera “Apartado de correos 1001”, Julio Salvador), y, de otra parte, comedias que reflejaban asimismo la realidad, de contenido si no crítico, al menos sí satírico (las mejores obras de Berlanga y Fernán-Gómez, por citar los autores más reconocidos), llega el momento en que el cine español, como la sociedad española, se aproxime (como buenamente pueda) a la oferta cinematográfica internacional, lo que implica la producción, en los años sesenta, de películas de consumo masivo, para un público poco exigente, llenas de colores chillones en las que los personajes adquirieran el delgado grosor de las páginas de un tebeo. Si los cincuenta hicieron a cine y sociedad conscientes de sí mismos, los sesenta permitieron a sus constructores obrar en consecuencia, es decir, intelectualizarse un poco, frivolizarse un poco y, sobre todo, venderse mucho.

Así, las cosas, la galería de villanos de Gerard Tichy para los años sesenta y primeros setenta resulta mucho más variopinta, vistosa y ligera que los politizados y doctrinarios malvados precedentes. Haciendo un repaso somero de abigarrada filmografía del actor en la llamada “Década Prodigosa”, encontramos muestras de los siguientes sub-géneros, todos ellos encuadrables en el género, más ampliamente considerado, de aventuras:

-“Péplum”: “Los siete espartanos” (1963, Pedro Lazaga), una incursión del aún prometedor Pedro Lazaga, un profesional todo-terreno que demostró su valía en todos los géneros antes de especializarse en las comedias oportunistas que, a fin de cuentas, habían de darle el éxito comercial. Junto a este párrafo puede verse a Gerard Tichy caracterizada como Hiarba, el malvado capaz de asesinar fríamente a su compinche, el anciano padre de la hermosa joven con la que comparte el plano, Loredana Nusciak (quien por cierto, era también su compañera de reparto en película que citamos a continuación).

-Superhéroes y "Bondismo": “Superargo, el hombre enmascarado” (1967, Nick Nostro), película que tuvo el discutible honor de aparecer ya en este weblog con motivo de la entrada dedicada a Plim, el Magno; “Estambul 65” (1965, Antonio Isasi-Isasmendi ), muy efectiva versión del mito Bond a cargo del especialista español por excelencia en el género de cine de acción, un cineasta hábil como pocos en el arte de rodar en cualquier sitio y hacerlo pasar por otro de manera convincente y, por extensión, hacer pasar un presupuesto mediano o pequeño por una super-producción. En este título en particular, Tichy encarna a un contrincante ocasional del protagonista, Horst Buchholz, al mejor estilo de los sicarios amenazantes de la serie Bond, en su variante de “armados ortopédicos”, protagonizando una espectacular lucha en una de las míticas torres de Estambul. “Operación silencio” (1966, Silvio Siano, Maurice Cloche) es otra “bondianada” en la que Tichy asume un papel menos maligno, el de doctor. La película presenta un aspecto razonablemente cuidado y cuenta con la grata sorpresa de una de las contadas intervenciones del luchador Hércules Cortés en el cine (personaje del que algo se dijo en este weblog, en una entrada anterior), además de con la belleza de una Gemma Cuervo en su mejor momento, y de un José Suarez que recuerda mucho al William Holden de la época.“Gran golpe al servicio de su majestad británica” (1967, )“El solitario pasa al ataque” (1968, Ralph Habib), “El magnífico Tony Carrera” (1969, José Antonio de la Loma), son otros títulos hijos de la coyuntura bondiana del momento.

-Spaghetti western, como los cuatro coproducidos con Italia y rodados bajo el sello de los hermanos Balcázar, es decir, prácticamente “en serie”, con protagonistas forzudos, típicos del “peplum”, como el Richard Harrison de “Sangre sobre Texas” (1966, Alberto De Grandino), o el Robert Woods de“Cuatro dólares de venganza” (1966, Jaime Jesús Balcázar),; o junto a estrellas norteamericanas entradas en años como el Audie Murphy de “Texas Kid”(1966,Lesley Selander), al lado del enorme Broderick Crawford, y, casi siempre con el sempiterno mexicano, el aragonés Fernando Sancho, como en “Viva Carrancho” (1965, Jaime Jesús Balcázar).

-Del subgénero el “Golpe perfecto”, Gerard Tichy rueda “Las Vegas, 500 millones” (1968), a las órdenes de, nuevamente, Antonio Isasi-Isasmendi, cineasta habilísimo y astuto, que vuelve a contar con los servicios del actor germano para “Un verano para matar” (1972).

-La experiencia en el campo de batalla debió resultarle útil (aunque quizá sólo para desesperarse, ante las presumibles inexactitudes) a Gerard Tichy al incorporarse al rodaje de films de lo que podríamos llamar “Hazañas bélicas”, tales como “Hora cero. Operación Rommel” (1969, León Klimovsky).

-Las películas de terror alcanzaron cierto predicamento en nuestro país en los años finales de la década de los sesenta y en la primera mitad de los setenta. Cineastas como Jesús Franco, Carlos Aured o Jacinto Molina cimentaron cierta fama internacional cultivándolo. Gérard Tichy no fue ajeno al fenómeno e intervino en diversos títulos, tales como el pionero “La cara del terror”(1962, Isidoro Martínez Ferry), una de tantas imitaciones de “Los ojos sin rostro” (1959), de Georges Franjou, o “La orgía de los muertos” (1973), coproducción con Italia que dirigió José Luis Merino, quien ya había tenido a sus órdenes a Tichy en “Aquellos tiempos del cuplé”, film que comentaremos después.

-En el género del "Giallo" (o terror de crímenes “a la italiana”), Tichy tiene la desgracia de intervenir en dos películas muy menores (incluso deficientes) de dos autores, por lo general, mayores (e incluso, geniales): “Un hacha para la luna de miel”(1970, Mario Bava), y “La corrupción de Chris Miller”(1973, Juan Antonio Bardem).

Superproducciones Internacionales para todos los públicos

El fenómeno de las producciones de Samuel Bronston en suelo español supuso una especie de trasplante del glamour hollywoodiense a la meseta castellana. Gerard Tichy, como muchos otros profesionales que se desenvolvían en el terreno del celuloide hispano, con el añadid de su internacionalidad inherente, tenía una ventaja adicional para integrarse fácilmente en coproducciones y en equipos de rodaje internacionales. Bajo contrato con la productora de Bronston, rodó a las órdenes del mítico Anthony Mann, interpretando un pequeño papel en “El Cid” (1960) y el no menos grande Nicholas Ray le dirigió haciendo el papel de José en “Rey de reyes” (1961), lo que no dejaba de ser una importante transformación para alguien que había representado a Pilatos siete años antes.

Las facilidades dadas para el rodaje de películas en España durante los años sesenta también atrajeron a Carlo Ponti y su superproducción, dirigida por David Lean, archipopular y profusamente premiada, “Doctor Zhivago” (1965), que también contó con la participación de Gerard Tichy, que conseguía, una vez más, figurar en un reparto multi-estelar, junto a figuras universalmente reconocidas.

Apoyando a celebridades

Como todos los actores característicos, o “de reparto”, Gérard Tichy intervino en proyectos cinematográficos montados al servicio del posible reclamo comercial que una figura ajena al cine representara para el público. Así, tuvo un papel destacado en un título que rendía culto a una de las máximas figuras futbolísticas de la década de los cincuenta, el sensacional Kubala. El astro del balompié era el protagonista de “Los ases buscan la paz” (Arturo Ruiz-Castillo, 1954), relato de la accidentada biografía de Ladislao Kubala, genuino representante de la mejor versión del "Barça" desde su fundación, y de su huida de su país, Hungría, en curiosa coincidencia con la posterior “El canto del gallo”, antes comentada.

Uno de los más evidentes ejemplos de oportunismo lo supone una de las cinco películas que Gérard Tichy rodó en 1968. Ese año, recién obtenido el primer premio en el televisivo Festival de Eurovisión, Massiel se puso ante las cámaras en la coproducción hispano-alemana “Cantando a la vida”, bajo las órdenes de Angelino Fons y el actor germánico fue uno de los encargados de dar solidez al reparto. Estrenada en 1969, la película no obtuvo un éxito parangonable al obtenido por la cantante en el concurso músico-televisivo. Un año después, Gérard Tichy interviene en “Cuadrilátero”, tal como recogimos en la entrada dedicada a Rosanna Yanni, su compañera de cartel. Este drama boxístico, dirigido por el muy discutido Eloy de la Iglesia, a pesar de no estar protagonizado por el campeón de los pesos pluma, José Legrá, sí que contaba con su presencia como uno de sus mayores atractivos comerciales.

Excepciones al arquetipo

Es evidente que Gerard Tichy no pudo intervenir en cerca de cien películas, a lo largo de su carrera, sin hacer más papeles que el de villano. Con la inestimable ayuda prestada por las voces de sus dobladores (que representan un elevado porcentaje de la alta categoría del resultado final de su trabajo en pantalla), los excelsos José Guardiola, Arsenio Corsellas o Félix Acaso, entre muchos otros, el actor alemán ofreció interpretaciones impecables y ajustadas en roles diversos. Así, fue un suicida elegantemente arrepentido en “Un ángel tuvo la culpa” (1963, Luis Marquina), al lado del celestial José Luis Ozores, el cual cambiaba la vida de una serie de personas desconocidas cuando, beodo perdido, repartía dinero entre ellas. En la interesante película de misterio psicológico-criminal, “¿Crimen imposible?” (1954, César Fernández Ardavin), un verdadero ejercicio de estilo, Tichy encarna al escritor Eugenio Certal, víctima de un enrevesado asesinato.

Pero quizá el caso de papel más apartado de la imagen habitual de Gerard Tichy es su composición del romántico músico que ama en silencio a Lilian de Celis en “Aquellos tiempos del cuplé” (1958, Mateo Cano y José Luis Merino), permaneciendo a su lado mientras se disputan sus favores el ricachón Rafael Luis Calvo, el apuesto soldado Manuel Monroy y Ángel Jordán. Lo más sorprendente es que el tímido Tichy se alza, finalmente, con el amor de la estrella del cuplé. Se trata de una película inscrita en una moda pasajera en el cine español, que resulta hoy algo insólita, no sólo por rebosar de cuplés, sino por estar más que decorosamente ambientada en una época, principios del siglo veinte, escasamente visitada por las cámaras del cine español. Cuenta, además, con unos títulos de crédito más bonitos de lo común, debidos, probablemente, a los buenos oficios de los Estudios Moro, de los que hablamos algo en este weblog, en una entrada anterior. Anotemos aquí, a propósito del tema de la película, que debía haber en la España de aquel año 1958 un renovado interés por el cuplé, que queda ejemplificado por un puñado de films y, en otro terreno, por el especial del Tio Vivo número 50, publicado sólo tres meses después del estreno de esta película que comentamos hoy y cuando todavía se mantenía vivo el morrocotudo éxito de Sara Montiel en “El último Cuplé” (Juan de Orduña, 1957), verdadero fenómeno desencadenante de la moda.

Los años de la decadencia del cine comercial español

Cualquier posibilidad de la existencia de una industria del cine español quedó enterrada en algún momento de la década de los setenta. Observando la filmografía de Gerard Tichy se constata fácilmente que su ritmo de trabajo decrece bruscamente a partir de 1973 (quizá para dedicarse a los negocios), interviniendo esporádicamente en contados filmes, siendo éstos, además, de categoría ínfima, en lo artístico. Sus últimas diez películas son subproductos, meras explotaciones de géneros en franca decadencia, como la exótica coproducción hispano-japonesa “La bestia y la espada mágica”(1983), una de las últimos delirios licantrópicos del inefable Paul Naschy, que se beneficiaba, de un lado, de las presencias de Tichy y José Vivó en un diálogo-prólogo, por otra parte verboso e innecesario, y de otro, de un holgado presupuesto en yens. Del año anterior, el que en España fue el año del Mundial, son “Los diablos del mar” y “Mil gritos tiene la noche”, de Juan Piquer, que ya había contado con Tichy en 1981 para su refrito verniano “Misterio en la isla de los monstruos”, tríptico posibilista de un cineasta con mejores intenciones que resultados, siempre más amparados en la desfachatez que en la pericia. Pero peores todavía son las comedias “La hoz y el Martínez”(1984, Álvaro Sáenz de Heredia) y “¡Qué tía la CIA!”(1985, Mariano Ozores), aunque contaran con el respaldo habitual que en la taquilla encontraban en aquel entonces sus respectivos protagonistas, Andrés Pajares y Fernando Esteso. En ambas cintas, el actor alemán se presta a poner su siniestro arquetipo de espía soviético al servicio de la supuesta comicidad (corroborada por el público) de los artistas cabeceras de cartel, de manera similar a cómo Bela Lugosi puso su icono del inmortal conde Drácula a los pies de Abbot y Costello en los lejanos años cuarenta. Sólo con su película de despedida, en la que interviene tras seis años de ausencia de las pantallas, “Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?” estrenada el año de su fallecimiento (que se produjo, concretamente, el 11 de abril de 1992, en Münster, Alemania), Gerard Tichy añade un título digno de su larga y fructífera trayectoria profesional, la adaptación que de la obra de Adolfo Marsillach (quien asimismo se hizo cargo del guión) realizó, para el cine, José Sacristán. Cuarenta y tres años después de haber debutado en la cinematografía de su país de adopción, tras haber participado en un centenar de films, al adolescente pintor y poeta, al oficial condecorado, al fugitivo audaz, y, finalmente, actor, le alcanzó el momento de la caída final del telón.

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viernes, abril 11, 2008

Mayra Rey: Fresco destello juvenil

Si en la anterior entrada tratábamos de ofrecer una visión general sobre la vida y la obra de un actor de carrera procelosa y caudalosa, como fue Félix Fernández (1899 – 1966), un cómico que creció y envejeció en la escena, en esta ocasión, en cambio, nos ocuparemos de la breve trayectoria profesional de una artista que, por comparación, podríamos decir que asomó apenas al mundo de la farándula. De la actividad teatral de nuestra protagonista de hoy, tenemos constancia tan sólo de su participación destacada en el montaje de la obra "Ginebra para cenar", de José María Zabalza (probablemente, el más desvergonzado director de cine de la historia), que se estrenó en octubre de 1962. En lo que se refiere al cine, únicamente en media docena de ocasiones, la jovencísima María del Pilar Alonso Rey ( Mayra Rey, por nombre artístico), tras estudiar arte dramático en el Conservatorio de Madrid (en aquellos años, se estudiaba más la música que la letra de la interpretación, como dice Marsillach en sus memorias), se puso ante las cámaras, y ello durante un lapso de tiempo muy corto, de apenas cuatro años. Y no obstante, a pesar de haber tenido tan escasa participación en la historia del cine español, Mayra Rey tuvo ocasión de compartir cartel con grandes actores y actrices, como Tony Leblanc (en dos oportunidades), Antonio Garisa, José Luis López Vázquez, José Bódalo, Goyo Lebrero, José María Caffarell, Concha Velasco, Julián Mateos, Mercedes Alonso, o Elisa Montés (por citar algunos). Y, más importante que eso, de regalar al espectador con su fresca y natural belleza y con alguna que otra interpretación de altura y mérito.

Díptico: “Las estrellas” y “Los elegidos”

Dejando a un lado la (para este burgomaestre) ignota “Cuatro bodas y pico” (Feliciano Catalán, rodada en 1964 y estrenada, sospechosamente, en 1967), en la que también tenía un papel destacado, la efímera carrera de Mayra Rey se fundamenta en dos títulos que, desde ópticas prácticamente opuestas, tratan el mismo tema: la ambición de las clases humildes por salir de su miseria por la vía del éxito obtenido en el campo artístico. Un impulso que, en ambos films, lo ejercen especialmente los padres sobre sus retoños. Así sucede en “Las estrellas” (1962, Miguel Lluch) y en “Los elegidos” (1964, Tulio Demicheli). Al margen de estas películas, la carrera de Mayra Rey se compone de participaciones en, por orden cronológico, la liviana comedia de intención escapista “Amor bajo cero” (1960, Ricardo Blasco, que la reunía por primera vez con Tony Leblanc y Goyo Lebrero, ), si bien que en esta ocasión tenía un papel meramente accesorio, y en la muy semejante (por tono y género)“Vuelve San Valentín”(1962, Fernando Palacios), en la que vuelve a coincidir con el galán otoñal Jorge Rigaud. También anecdótica es su colaboración en la película de sketches italo-española “Los motorizados” (1963, Camilo Mastrocinque) y en otra coproducción del mismo año, esta vez hispano-francesa, “La tela de araña” (José Luis Monter), con el duro Eddie Constantine y las guapas Elisa Montés, Silvia Solar y María Silva.

Una estrella en “Las estrellas”

Si el bautismo de fuego ante las cámaras de María Pilar Alonso, madrileña nacida en 1944, fue nada menos que en la colosal superproducción hollywoodiense “Spartacus” (1960, Stanley Kubrick-Anthony Mann), en un papel de dimensión ínfima (según puede leerse en la omnisapiente IMDB), Mayra Rey obtiene su primer papel de importancia en “Las estrellas”, una realización muchísimo más modesta. Se trata de una adaptación de la obra de Carlos Arniches con guión de José Luis Colina, un experimentado profesional colaborador habitual del director Luis Lucia, producida por Ignacio F. Iquino y rodada en sus “propios estudios”. Concebida como un vehículo la comicidad castiza de Tony Leblanc (quien, por cierto, no dedica en sus memorias ni una línea a la película, inscrita en un periodo vital de hiper-actividad que incluía cine, teatro y televisión, como actor y como director), espléndidamente secundado por otros actores cómicos, tales como el zaragozano Antonio Garisa y el valenciano Alady. En ella, Mayra Rey compone, precisamente, el papel de debutante (casi lo que era ella misma) pues encarna a Antoñita, la atolondrada e inconsciente hija de Lorenzo (Tony Leblanc), un hombre obsesionado con hacer fortuna a través del éxito de sus vástagos en sendos campos artísticos. En este propósito, Lorenzo es aleccionado por su amigo Pepe, que ya tiene experiencia en obtener dinero del éxito de su propia hija, quien, situada en París, le envía regularmente giros en metálico (Antonio Garisa, un vendedor de helados que, por su entusiasmo, corpulencia y vestimenta, recuerda al personaje análogo que hallaremos en “Bésame, tonto” (Billy Wilder,1964), el empleado de gasolinera encarnado por Cliff Osmond). Juntos, Lorenzo y Pepe, hasta entonan un lema: “A la opulencia por la paternidad”. Así, el personaje de Tony Leblanc se obstina en lanzar a Antoñita en el terreno de la canción y al hijo varón, Manolo (Carlos Romero Marchent, que alcanzaría cierta popularidad haciendo el Sangonereta de la adaptación televisiva de “Cañas y Barro”), en el del torero. En tal afán, el padre pone en serio riesgo el negocio familiar, la barbería (en la que está empleado, desde chaval, un joven Julián Mateos), por lo que cuenta con la oposición frontal de su esposa, Lucía (María del Sol Arce). Oposición que lleva a la separación del matrimonio cuando Lorenzo traspasa el negocio para poder promocionar a sus filiales “estrellas”. No obstante, la solidaria intervención del vecindario impide el desalojo de la mujer de su local. Mientras, Antoñita, que no había tenido problemas para actuar ante un público cercano y amistoso, improvisando un número imposible (“Retírate, Pepito, retírate por Dios, que grito”) ante el grupo de taxistas que capitanea Alady, completa, en cambio, una desastrosa actuación en el teatro del empresario interpretado por José María Caffarell (el cual, ni que decir tiene, borda sin aparente esfuerzo su breve papel), en una secuencia que cuenta con la adición de un regidor consumido por los nervios, un espléndido y físico Goyo Lebrero. El pateo consecuente se culmina con una pelea entre Julián Mateos y el espectador más irrespetuoso, al salir el primero en defensa del honor herido de la muchacha, con lo que se cumple la máxima de Iquino que prácticamente obligaba a sus directores a incluir una pelea en todas las películas que producía porque, según sus palabras, “A la gente le gusta ver gente dándose golpes”.

A la salida del teatro, sumidos en el bochorno, padre e hija deben encontrarse todavía con una nueva decepción, Manolito ha tenido también un arranque calamitoso en su andadura taurina. Acompañado por el apoderado que le ha representado a cambio de cinco mil pesetas, apodado “El Ciruqui”, al que interpreta Ángel de Andrés (por cierto, con latiguillos que recuerdan mucho al Manolo Morán de “Bienvenido Mr. Marshall”: “¡Anda, díselo tú, Pepe!”), el chaval, que ha sufrido un revolcón, y que era un teórico de la tauromaquia, que aspiraba a ser el nuevo Lagartijo, asume que nunca será capaz de pasar a la práctica sus conocimientos en la materia. Para mayor abundamiento en la fragilidad de los cimientos en que se basaban sus ilusiones, su amigo Pepe le cuenta, compungido, que ha descubierto la auténtica procedencia del dinero que su mujer y su hija le mandaban desde París, que poco tenía que ver con las honestas labores artísticas. En unos planos angustiosos (crudo dramatismo, el de la fotografía de Ricardo Albiñana), asistimos a la agonía de Lorenzo, que ve sus sueños destrozados y su futuro incierto, hasta que la comprensiva y pragmática intervención de su magnánima esposa le permite volver al redil de una vida tranquila y mediocre. Como atrevimiento sumo, Tony Leblanc se permite dar un palmetazo en el culo a María del Sol Arce en un plano final previo al reingreso al tálamo conyugal, bastante osado, si se me permite decirlo, para el cine español de aquellos años, tan mojigatos.

La actuación de Mayra Rey en esta película tiene el mérito innegable de hacer creíble un personaje casi disparatado de tan inconsciente. Antoñita (a la que le cuadraría el apelativo de “La Fantástica”) no percibe ninguna diferencia entre los delirios de su padre y la realidad, por más que los personajes que ejercen de portavoces de la sensatez (su madre y el empleado de la barbería, el juvenil Julián Mateos) traten de advertirla. Las líneas de diálogo que le toca decir son, en su mayoría, una prueba para la verosimilitud difícil de superar y Mayra Rey lo consigue. Hay una escena aislada, no obstante, en la que se expresan ideas y emociones algo más articuladas, cuando mantiene un diálogo a solas con Julián Mateos. Es un momento en el que entendemos la relación que los personajes mantienen desde niños y cómo ésta se halla en proceso de transformación por causa del cambio que en ellos se está produciendo. Resulta un pasaje entrañable y tierno, sin caer en la cursilería, y los dos actores jóvenes se ayudan y logran sacarlo adelante de manera efectiva.

Una elegida en “Los elegidos”

En “Los elegidos”, encontramos a Mayra Rey con dos años más. Ya no se tiñe el pelo de rubio y tiene un novio en la ficción por el que está dispuesta a todo, hasta a “perderse”. Se trata de un drama de ambiente taurino, concretamente del de los “maletillas”, un subgénero que, por aquellos años y al socaire del fenómeno de El Cordobés (expresamente citado en el film), tuvo mucho predicamento. De manera análoga a cómo el boxeo ofrecía una salida de la miseria a las clases bajas en los Estados Unidos (fenómeno del que el cine americano se ha hecho eco repetidamente), en la España que acariciaba la posibilidad de alcanzar cierta prosperidad económica, al principio de los años sesenta, muchos jóvenes con nula preparación y escasa educación probaron la aventura de los tentaderos. En este aspecto, la película, dentro de la corriente de lo que se dio en llamar “nuevo cine español” ofrece un tono en ocasiones semi-documental y representa un buen testimonio de la clase de penalidades y de ilusiones que oprimían y alentaban, respectivamente, a aquellos muchachos.

El film, que dirigió el argentino Tulio Demicheli (y que nunca volvió a estar, lastimosamente, ni la mitad de acertado), con argumento y guión de Pedro Mario Herrero, se inicia mostrando un tentadero nocturno en el que cuatro maletillas se ejercitan con unas reses en una dehesa. Antes incluso de que principien los títulos de crédito, uno de ellos es cogido por un toro y luego, sobre la música y los primeros rótulos, vemos como expira siendo transportado en el remolque de un mugriento camión. Los tres supervivientes tratan de viajar de gorra en un tren (haciendo las veces de “maletillas”), hasta que son descubiertos por un revisor y se ven obligados a emprender el regreso a la ciudad a pie. Allí cada uno busca el medio que mejor le acomoda para conseguir el éxito. Juan Sánchez, interpretado por el actor principal, Rafael Guerrero, se lanza como espontáneo y consigue demostrar su valía en la plaza, por lo que obtiene un contrato para torear en la población de Lillo. Cuenta con el apoyo firme y desprendido de su abuelo, un humilde panadero que se muestra algo reacio pues no en vano su hijo, el padre de Juan, también torero, murió a los veinte años, recién casado, de una cornada, y de su abnegada novia, Aurelia, que se muestra con la apariencia de Mayra Rey. Juan es el más talentoso de los tres aspirantes a matador y el que posee más madera de figura, expresa con mayor convicción su confianza en el triunfo y por eso no duda en tirarse como espontáneo en la última corrida de la temporada en la Plaza Monumental. El apoderado que lo contrata, un indeseable y abyecto individuo, interpretado por José Calvo, negocia también el debut de otro de los maletillas, Miguel García, encarnado por Manuel Manzaneque, con su padre, interpretado por José Bódalo, que es el actor que, en una colaboración especial (tal como se afirma en los créditos, igual que Pepe Calvo –que así se acredita) carga con el mayor peso dramático de la película y es quien desempeña el papel análogo al del Lorenzo del film comentado anteriormente. El tercer maletilla, Paco, a quien da vida Félix Lumbreras, en su única actuación en el cine, es el descreído sin familia que termina la película en solitario, rodando por los caminos.

“Los elegidos” contiene momentos de escalofriante belleza que revelan la fealdad más desgarradora, al mostrar la crueldad del público que abuchea el debut del hijo de Bódalo, o la brutalidad de los pueblerinos que están de fiesta y que apedrean a la vaquilla con la misma insensibilidad con la que arrojan al pilón al torerillo que le ha dado unos pases. La actuación de José Bódalo, que recuerda el tipo de emoción que desarrollaría en la mítica “12 hombres sin piedad”, al tratarse, igualmente, de expresar, por medio de la devoción y la suprema decepción, el cariño que siente por su hijo, resulta magistral, lo mismo que cuando se enfrenta a su mujer (papel a cargo de Lucy Cabrera) (otra vez, la figura de la esposa, como faro de sensatez, tal como vimos en “Las estrellas”), para poder reunir el dinero que le exige Pepe Calvo, un enfrentamiento que desemboca en la pignoración de la máquina de coser, único medio de sustento de la familia (de forma análoga a como vimos en “Las estrellas”, cuando el personaje de Tony Leblanc traspasa la barbería). Por su parte, el también experimentado y prodigioso Pepe Calvo alcanza momentos sublimes de dureza y repulsión, dignos de los mejores malvados sin escrúpulos del cine. Una figura característica, por cierto, que el cine español sabía retratar especialmente bien, quizá por la profusión de indeseables auténticos que prosperaron durante la larga posguerra.

“Los elegidos”, como hacen los cuentos de toda la vida, trata de explicar la vida y el mundo en su totalidad, desde un escenario concreto. Los tres protagonistas se desenvuelven, siendo lo mismo y conviviendo en el mismo ambiente e instante, en muy diferentes circunstancias. El personaje de Rafael Guerrero, Juan, cuenta con apoyos positivos e incondicionales, que le ayudan a hacer el camino elegido. Su abuelo y su novia son buenas influencias, que favorecen su vocación, pero es el Destino quien finalmente decide en su contra, muriendo por consecuencia de una “corná”. En cambio, el aspirante a torero que interpreta Manuel Manzaneque, Miguel, tiene sobre sí la presión asfixiante de su padre, verdaderamente obsesionado con hacer de él un matador de toros. El hijo trata de complacer al padre hasta el final, pero, demasiado “consciente” (de los tres maletillas, es el único que sabe leer y que lee), le falta el valor temerario que requiere el oficio y “se raja” ante el astado provocando el repudio de su progenitor, aunque logra redimirse ante él, finalmente, al ajustarle las cuentas al aborrecible Pepe Calvo, que le había humillado públicamente. El tercer protagonista, Paco, encarnado sin artificios por Félix Lumbreras, que carece de familia y, por tanto, de sólidos apoyos exteriores, mantiene una actitud en todo momento descreída, desafiante y vital. Desprecia los sentimentalismos y torea “al natural” la vida. Muestra un desdén utilitario por el amor y asegura preferir “entenderse” con mujeres gordas a las que disfrutar y olvidar. Sólo al final, cuando se pierde, en la cabina de un camión que le ha recogido, rumbo a cualquier tentadero, al acariciarse la chaqueta que ha abrazado Aurelia, la novia de su difunto compañero, revela que estaba secretamente enamorado de ella, en un final conmovedor y abierto.

Mayra Rey, en esta “su película”, figura como protagonista en los títulos de crédito, haciendo pareja con Rafael Guerrero (al que, por cierto, presta su voz otro Rafael, de Penagos, quien consta como “director de doblaje”, hecho –este de la constancia- poco habitual en las películas españolas) y no desaprovecha la oportunidad. María Pilar peinándose, caminando por los descampados, corriendo detrás de la furgoneta que lleva a su novio moribundo, logra emocionar con su juvenil belleza natural, con su sencillez sin afectación. En la línea de otras bellezas meridionales, de clase social humilde, como la del personaje de Claudia Cardinale en “Rocco y sus hermanos”, Mayra Rey demuestra en los momentos de responsabilidad dramática, que sabe actuar y que habría podido, sin duda, continuar su carrera artística con brillantez.

Las dos caras de Mayra

No deja de ser curioso que Mayra Rey, en tan breve periplo fílmico y, con sólo dos años de diferencia (menos aún, teniendo en cuenta el tiempo real transcurrido entre los rodajes) interviniera en dos películas que fueran tan semejantes en el fondo y tan dispares, en cambio, en la forma. No sólo, como ya apuntamos previamente, por el opuesto tono empleado (cómico el primero, aunque con la negra amargura que impregnaba toda la comicidad de la época, que hoy produce cierta angustia, y grave, el segundo) sino también, y quizá principalmente, por la divergente manera en que las películas estaban hechas. El film de Miguel Lluch estaba primorosamente rodado en estudio, con una fotografía con mucho brillo y con insertos de imágenes “bonitas” y escogidas de Madrid. El reparto está lleno de actores experimentados, con, al menos, cuatro cómicos de éxito en la escena teatral (los citados Tony Leblanc, Alady, Ángel de Andrés y Garisa), y los pocos jóvenes actúan disciplinadamente y sus papeles son claramente subordinados. Además, el proyecto está basado en una obra previa de un autor tan reconocido, popular y establecido, como Carlos Arniches. Por el contrario, la película de Tulio Demicheli abunda en rodar tomas de “cinema verité” que nos muestran numerosos figurantes prendidos de la misma realidad, ya sea ésta rural o urbana pero, invariablemente “fea”, servida con una fotografía iluminada con aparente naturalidad, que no desprecia las horas más inciertas ni los grises más turbadores, debida al enorme José F. Aguayo. Los actores protagonistas son jóvenes e incluso, en el caso de Félix Lumbreras, ni siquiera es profesional (si bien que, por otra parte, para los papeles de carácter, sí que se cuenta con artistas de plenas garantías como los dos Pepes inmensos: Bódalo y Calvo). Por último, en contraposición con el film de Miguel Lluch, la base argumental fue concebida y desarrollada expresamente para el cine. De alguna manera, con sólo dos años de intervalo, Mayra Rey hizo una película de “cine viejo” y otra de “cine nuevo”.

Después de “Los elegidos” y hasta hoy

Con veinte añitos y una sola película (de escaso éxito, todo hay que decirlo) de protagonista en su haber, María Pilar Alonso del Rey cambió su carrera de actriz por el matrimonio. Otro tanto hizo con su país de residencia, pues su marido, estadounidense, se la llevó a aquel gran continente, donde la otrora prometedora intérprete ha criado a sus hijos. Hoy tenemos noticias suyas por mediación de Óscar Lebrero, nieto y glosador de la obra del gran Goyo Lebrero, y lamentamos mucho saber que padece una enfermedad de la cual deseamos se restablezca felizmente. Sabemos también que a su descendencia se le ha despertado la curiosidad por ver las películas en las que actuó su madre, siendo tan joven, y algo ha hecho este burgo (lo que buenamente ha podido) para que esos títulos, inaccesibles en los USA, lleguen a su poder. Igualmente, por añadidura, querríamos ofrecerle a esta que fue una tan fugaz estrella de nuestro cine, la presente entrada como homenaje a su figura, a su trabajo y a su ilusión. Y decirle, de paso, que ha sido un placer conocerla si quiera haya sido bajo la apariencia pizpireta de Antoñita o la muy emocionante de Aurelia.

PD: Permítase a este burgo una pequeña tontería. Con los años, uno encuentra dificultades para sorprenderse, pero, felizmente, sigue haciéndolo. Una de las sorpresas más tontas que se ha llevado viendo las películas comentadas en esta ocasión, la encontró en la pared de la barbería de Lorenzo (Tony Leblanc). Cualquiera que tenga un apellido tan poco común como el de este burgo entenderá que diera un respingo en el sofá al toparse con la visión del cartel de un Club que se llamaba como él. ¿Algún amable amigo de “Lady Filstrup” lo conoce?

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