Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

domingo, marzo 30, 2008

Félix Fernández, la elocuente calvicie.

Sin temor a resultar exagerado, puede afirmarse que, entre los años 1941 y 1966, resulta difícil encontrar películas españolas en las que no intervenga Félix Fernández. Ciento sesenta y cinco títulos lista IMDB, pero se trata, en este caso, de una relación incompleta, pues, especialmente en los primeros años de su carrera, hallamos omisiones. El caso es que un actor tan excelente, tan capacitado como él, resulta insustituible a la hora de confeccionar un hipotético reparto ideal de la Historia del Cine Español. Su fisonomía, marcada por una refulgente calvicie, que daba a su cabeza el aspecto de un huevo de avestruz en su nido, dibujado por Coll, muy semejante a la de Donald Meek (o la de su doble, el Melitón Pérez de Benejam) o a la del escritor Manuel Vicent, veíase transformada en innúmeras caracterizaciones al servicio de otros tantos personajes incidentales a los que su genio de actor otorgaba categoría principal, por breve que fuera su presencia en pantalla. Dotado de una voz algo rasposa, que hizo crecer en los escenarios, y favorecido con la cristalina dicción que da el acento astur, que le permitía hacer admirablemente sonoras todas las consonantes (fenómeno especialmente destacable hoy día, cuando los actores de las nuevas generaciones consiguen el asombroso efecto contrario, es decir, hacer que no suenen ni las vocales), Félix Fernández García (Cangas de Onís, Oviedo, 21/7/1899- Valdetorres del Jarama,Madrid, 6/7/1966) fue el gran relator del cine español, aquel actor que, si había que leer para el espectador un periódico que apareciera en la ficción o dar cuenta sucinta de la biografía de alguien, avanzaba un paso y desgranaba con voz sonora aquello que hasta el espectador menos despierto debía conocer. Así sucedía, por ejemplo, al comienzo de “La pródiga” (1946), uno de esos melodramas (en el que, por cierto, debutó como figurante “con plano y sin letra” el posteriormente famoso Paco Rabal) que cimentaron el prestigio del luego meticulosamente desprestigiado Rafael Gil (por la crítica progre y por su propia ejecutoria en su última etapa), al exponer las vicisitudes de la titular de la película ante un prematuramente interesado Rafael Durán, o en la también “giliana”, “Una mujer cualquiera”(1949), en la que da lectura de los titulares en los que se relata el crimen de su huésped, la increíblemente bella María Félix, o cuando, en el papel de buhonero, tal como vimos en la primera entrada de esta nueva etapa de “Lady Filstrup”, cuenta en “La laguna negra” (Arturo Ruiz Castillo, 1952) el romance (momento cinematográfico que sirve un estimulante híbrido de representación teatral y de tebeo) del crimen de los dos hermanos cometido contra su propio progenitor. Los ejemplos serían tan numerosos como gozosos, pero serán, sin duda, los más conocidos aquellos que unieron su arte interpretativo con la dirección de Luis García Berlanga, por lo que bastaría para identificarlo ante el aficionado medio al cine como Don Emiliano, el médico de Villar del Río en “Bienvenido Mister Marshall” (1953) a cuyo cargo corre el excelente monólogo que podríamos denominar como de “la fuente con chorrito”, o bien como Rafa, el charlatán que, vestido de romano, tima a Fernando Fernán-Gómez en “Esa pareja feliz” (1953) con su latiguillo-cebo: “Sentido comercial, hay que tener siempre sentido comercial”. O como el anciano, pobre de solemnidad, que asegura, tranquilamente, estar enfermo de cáncer y que se atiborra compartiendo mesa con una estrellita del cine en la cena retransmitida de las que se han organizado dentro de la campaña “Siente a un pobre a su mesa” en “Plácido”(1961). Probablemente, estos tres momentos hayan sido suficientes para otorgar a Félix Fernández el inmarchitable galardón de la inmortalidad, pero estos tres momentos, situados los dos primeros en el ecuador de su carrera en el cine, estuvieron precedidos y continuados por muchísimos otros, hasta sumar bastante más de ciento cincuenta títulos, amén de estar cimentados por unos sólidos comienzos constituidos por más de dos décadas de trabajo continuado en los escenarios de España y América. Casi nada.

Asombroso arranque para una biografía

Con tan sólo cuatro añitos, Félix Fernández posaba ante el fotógrafo para este retrato en el que todavía lucía una hermosa cabellera. Faltaba aún que transcurrieran diez años para que una injusta reprimenda escolar (con golpes incluidos) le empujara a abandonar subrepticiamente el hogar paterno y a dejar su Cangas de Onís natal para ir a Gijón a embarcarse nada menos que rumbo a Argentina, con tan sólo una peseta en el bolsillo. En aquellas lejanas tierras, valiéndose del amparo de un compatriota “de la tierruca”, se colocó temporalmente en un negocio de coches de alquiler. Localizado por su padre, obtiene auxilio suyo en forma de envío de dinero durante un breve periodo, pero pronto tiene que emplearse en las más diversas actividades para ganarse el sustento. Mientras se dedica a la venta de tabaco y otros géneros diversos, es abordado por un compatriota que le sugiere unirse a una compañía de teatro ambulante. Félix es todavía un muchacho, pero no duda un momento e inicia una itinerante actividad teatral uniéndose a la compañía en la que estaba empleado su recién adquirido amigo. De inmediato se siente infectado por el virus del escenario y rápidamente obtiene la experiencia y conocimientos necesarios para ser llamado a desempeñar papeles importantes, hasta ser reclamado nada menos que por la mítica María Guerrero que le hace debutar siendo un chaval. Pasa en las filas de su compañía dos años y luego se enrola sucesivamente en las de Catalina Bárcena y Ricardo Calvo por periodos similares de tiempo. En el transcurso de los lustros cruza hasta seis veces el océano en un constante ir y venir de los escenarios españoles y americanos.

Al principio de la década de los años treinta se afinca en París, dedicándose al doblaje, actividad que esporádicamente retomará en el futuro. Es en ese medio donde conoce a la que hace su esposa en 1931, Irene Guerrero de Luna, la voz española de Marlene Dietrich, Claudette Colbert, Edwige Feuillére, Merle Oberon, Ann Sheridan, Bette Davis, Billie Burke y, de manera exclusiva, Tallulah Bankhead.

Adueñándose de un prestigio creciente, Félix Fernández es convocado por José López Rubio, quien le da su primera oportunidad en el cine en el gran éxito (basado en el sainete de Muñoz Seca y Pedro Pérez Fernández), con protagonismo de Miguel Ligero,“Pepe Conde” (1941), dándole el papel de mayordomo. Se inicia así la carrera cinematográfica de nuestro protagonista, quien encuentra en este medio la seguridad y la estabilidad que desea. En sus propias palabras: “El cine se ha portado muy bien conmigo: dinero, fama y seguridad. Las tres cosas que ansiamos los actores para poder ir tirando”. Ese “ir tirando” al que se refería en unas declaraciones de abril de 1949 podemos sustanciarlo en cifras, gracias a un reportaje de la revista“Cámara” de 1947. En él se explicaba que el actor había intervenido en la friolera de 16 películas durante el año anterior, por las que había percibido un total de 60000 pesetas (al cambio actual: 360 euros) a razón de unas de quinientas a mil pesetas por sesión de rodaje. Estos números y la satisfacción mostrada por el artista nos dan dimensión exacta de su condición de trabajador honrado y carente de pretensiones, virtudes que adornan a un talento natural de orden superior que, sin duda, se vio fecundado por largos años de labor.

Félix Fernández sólo regresa esporádicamente al teatro, como en 1942, cuando en el Teatro María Guerrero representa dos obras de Eduardo Marquina bajo la dirección de Luis Escobar: “El estudiante endiablado” en febrero y “Teresa de Jesús” en abril, acompañado en ambas piezas por Carlos Muñoz, Manuel de Juan, Carmen Seco o José María Seoane. O como, posteriormente, en 1949, para hacer dos temporadas, estrenando, junto a Blanquita de Silos, “Llegada de noche”, o como cuando, ya anciano, interviene en dos estrenos de la Compañía del Teatro Español, bajo la dirección de Cayetano Luca de Tena. Es el primero, realizado con motivo del IV centenario del nacimiento de William Shakespeare, el 16 de enero de 1964, la representación de “Sueño de una noche de verano”, con escenografía de Sigfrido Burmann y con Pastor Serrador, Paco Valladares, María José Fernández, Armando Calvo, Juanjo Menéndez, Ricardo Merino y María José Goyanes, entre otros, como compañeros. El segundo fue “El arrogante español o caballero del milagro”, de Lope de Vega, con escenografía de Emilio Burgos, y se produjo el 29 de marzo del mismo año, con Alfredo Landa, Carmen Bernardos, Irene Gutiérrez Caba y María Fernanda d’Ocón integrando el reparto.

Primeros años en el cine. La inmediata posguerra (1941-1946).

Apenas dos años después de terminada la guerra civil, el panorama en España es desolador y doloroso. A la cruel y despiadada represión del bando vencedor se suma una situación de carencia absoluta. El cine español, en consecuencia, vive con precariedad en el momento en el que Félix Fernández se suma a las filas de sus actores. Y, no obstante, como ya hemos visto, vive la experiencia con satisfacción. La verdad es que el trabajo para él no escasea. Entre su primera intervención en las pantallas, ya referenciada, y su secuela, “El crimen de Pepe Conde”, igualmente dirigida por José López Rubio y protagonizada por Miguel Ligero, estrenada en Madrid en octubre de 1946, Félix Fernández mantiene una constante actividad que le lleva a participar en un número creciente de películas, algunas de ellas tan populares como “Canelita en rama” (1942), el mayor éxito de su director, Eduardo García Maroto (de la que hemos tomado un fotograma, en el que aparece junto o Luis Peña Sánchez, el padre del hoy más recordado Luis Peña). Se trata de un film de “gitanilla hija natural de marqués”, trama manida donde las haya que obtiene, sin condiciones, el respaldo popular continuado en toda Andalucía, siendo objeto de reposiciones constantes en todos los pueblos de la región, durante años. Repite experiencia con Eduardo García Maroto al año siguiente, actuando en “Mi fantástica esposa”, película de la que procede la imagen adjunta en que el actor luce monóculo y gorra de cuadros. Tan pintoresca como la precedente, es la caracterización que lucía en “El secreto de la mujer muerta” (1942, Ricardo Gutiérrez), película por la que “a pesar de ser muy malita”, el actor sentía un cariño especial y de la cual hemos subido una fotografía, en la que tiene a un compañero de plano cuadrúpedo. Al año siguiente, le encontramos en el reparto de la que, probablemente es la primera superproducción presentada por CIFESA, “El clavo” (1944) la adaptación de la novela homónima de Pedro Antonio de Alarcón llevada a cabo por Rafael Gil, una película de una relevancia histórica innegable, tanto por la ambición del proyecto, como por los resultados obtenidos. La magnificencia del film precedente es excepcional, en estos años de penuria. Lo más habitual se corresponde más bien con las proporciones de títulos tales como “Castañuela”, producción de Cesareo González para Suevia Films, dirigida por Ramón Torrado en 1945, donde Félix Fernández intenta educar al analfabeto Fernando Freyre de Andrade, entre trino y trino de la cantaora Gracia de Triana. De esta época es también “Se vende un palacio” (1944, Ladislao Vajda), en la que compartía escena (tal como podemos comprobar por el fotograma adyacente) con la grandísima Julia Lajos. Un año más tarde interviene en “Noche decisiva” (1945) en la que vuelve a hacer de mayordomo, esta vez, sirviendo a Julio Peña, tal como aparece bajo estas líneas, en la actitud de aspirar el perfume de unas cartas.

Los años de las superproducciones CIFESA (1947-1951)

A partir de 1947, Félix Fernández aumenta todavía en mayor medida su relación profesional con Cifesa, la más importante productora española de los años 30 y 40, que en ese momento concreto apuesta por elevar la apuesta de sus realizaciones ofreciendo algo parecido al sistema de trabajo hollywoodiense, poniendo en pie proyectos a base de mantener contratos con personal artístico y técnico de carácter fijo. con su pequeña intervención en “La princesa de los ursinos” (Luis Lucia, 1947), donde su papel de cochero sólo tiene unas cuantas frases. Su presencia se hace prácticamente constante en todos los largometrajes producidos por la empresa de los Casanova, incluyendo títulos señeros de la cinematografía española como “Noche de reyes” (1947, Luis Lucia), “La duquesa de Benamejí” (1949, nuevamente a las órdenes de Lucia), “Don Quijote de la Mancha” (1948, Rafael Gil), “Currito de la Cruz” (1948, Luis Lucia), o “Pequeñeces” (1950, Juan de Orduña).

No obstante la trascendencia de la producción CIFESA para el conjunto del cine español del periodo, evidentemente, las ansias laborales de Félix Fernández no se satisfacían con ella. Simultaneando sus colaboraciones con la productora valenciana, intervino en muchas otras películas. Como muestra de una de ellas, la producción independiente de Antonio de Obregón,”Revelación” (1947), hemos colocado un fotograma en el que nuestro homenajeado se encuentra entre Carlos Muñoz (quien veinticinco años después gozaría de la máxima popularidad al encarnar en televisión al patriarca de “La casa de los Martinez”) y Francisco Hernández (con quien Félix Fernández había coincidido también en “Pepe Conde”).

Algunos “tipos”

Félix Fernández fue un sensacional Tío Paloma en la adaptación de “Cañas y barro” que llevó al cine Juan de Orduña en 1954 para la productora CIFESA, componiendo admirablemente un personaje entrañable que, con el correspondiente trasplante al tipismo valenciano, tenía la fuerza y el hechizo que Walter Brennan, en el dorado Hollywood, conseguía para sus composiciones de “vieja atrocidad” en los westerns de Howard Hawks. El asombroso envejecimiento del personaje, logrado, en su mayor medida, por la excelente actuación de Félix Fernández, que consigue aparentar unos treinta años más de los que contaba entonces, resulta paradigmática y puede comprobarse contemplando el fotograma extraído y colgado junto a estos renglones. Otra memorabilísima creación del actor asturiano (de la cual él mismo se manifestaba satisfecho) la constituye su interpretación en “La calle sin sol”(1948), una película con argumento de Miguel Mihura que dirigió Rafael Gil dotándola de un ritmo narrativo de fluidez hollywoodiense, en la que la acción avanzaba con paso ágil, en lugar del más habitual paso solemne o incluso renqueante del cine español. En ella, Félix Fernández incorporaba el papel de Basilio, tío de la guapa Amparito Rivelles y dueño de la fonda en la que se refugia el fugitivo Antonio Vilar. El rápido diálogo que, mientras se está afeitando, sostiene con su sobrina, en el curso del cual se decide la suerte del misterioso extranjero que ha llegado a su establecimiento constituye un magnífico ejemplo de maestría, oficio, gracia y seguridad. La foto que acompaña este párrafo recoge el momento en que Félix Fernández le lanza una elocuente mirada de escepticismo al intruso que está pendiente de acoger y que, ingenuamente, le ha sonreído.

En “El emigrado” (1946), de Ramón Torrado, una película de factura bastante torpona, llena de tipismo vasco y lugares comunes (incluyendo un fracasado intento de Manolo Morán de imitar el acento de aquellas tierras) Félix Fernández consigue, no obstante, merced a la excelencia de su actuación, una creación ejemplar de don Vicente, el cura tío de los dos hermanos protagonistas enfrentados (Raúl Cancio y Alfonso Estela) por conseguir el amor de María Asquerino.

En la versión de 1951 de “El negro que tenía el alma blanca”, dirigida por su protagonista, el actor cantante argentino Hugo del Carril, la actuación de Félix Fernández se sobrepone limpiamente a la carga melodramática y francamente delirante (especialmente vista hoy, medio siglo después de su realización) de la trama. Su interpretación de don Lucio, el comprensivo, protector y humanísimo padre de la remilgada María Rosa Salgado, la cual siente un rechazo visceral por el astro protagonista debido al color de su piel, es todo un milagro de convicción.En el fotograma adjunto vemos el azoramiento del personaje al oír la increíble oferta laboral recibida: "¿Ha dicho usted doscientas pesetas diarias?".

Y hablando de hechos milagrosos, sin lugar a dudas, la cabellera que luce en “La señora de Fátima” (Rafael Gil, 1951) podría calificarse de tal, si no fuera por que dicho fenómeno se debe al uso de un sencillo postizo capilar. Con la misma sencillez, Félix Fernández deja boquiabierto al espectador con la calidad de su interpretación del papel de padre de los pastorcillos Jacinta y Francisco, los primos de Lucía, la niña capaz de entenderse con la Virgen María en esta cinta “de estampita”. Su labor, como la de Julia Caba Alba en el papel de su mujer, Olimpia, como la de José María Lado, en el rol del padre de la “iluminada” Lucía alcanza alturas tales que las apariciones de criaturas celestiales resultan, por comparación, insignificantes.

Félix, bueno para todos

Luis García Berlanga es el director de cine español que, desarrollando su labor en España, más reconocimiento ha obtenido de público y crítica y, en consecuencia, son sus películas de entre las más de ciento cincuenta en las que participó Félix Fernández, las más recordadas. Además de las comentadas más arriba, don Luis recurrió a la solvencia actoral de don Félix para que le hiciera el Don Félix de “Calabuch” (1956) y también el Don Evaristo de “Los jueves, milagro” (1957), donde prácticamente, se repetían los habitantes del Villar del Río de “Mr. Marshall” en la nueva localización, Fuentecilla. Todavía una vez más, para hacer una pequeña colaboración en “El verdugo” (1963). Por mucho que el actor se prodigara tanto, es inevitable concluir que existía un interés especial del director por contar con él. Pero si bien es cierto que Berlanga contó en repetidas ocasiones con Félix Fernández, no lo es menos que esa confianza en su capacidad la demostraron otros competentísimos directores y en número parejo de ocasiones. Rafael Gil, un director especialmente prolífico, contó con él independientemente de la productora para la que estuviera filmando. Así, lo dirigió para títulos producidos por Suevia Films (caso de “La pródiga”,“La calle sin sol” o “Una mujer cualquiera”), también para películas de Cifesa (“Don Quijote de la Mancha”), para Intercontinental Films (“El gran galeoto”1951), para Cesáreo González, y, finalmente, para la productora de Vicente Escrivá, Aspa Films (“De Madrid al cielo”1952, “La señora de Fátima”1951 “Cincuenta años del Real Madrid”). También su descubridor para el cine, José López Rubio, le convocó para los repartos de sus películas: en las dos entregas de las aventuras de Pepe Conde, ya citadas. Otros directores, ya citados, como Luis Lucia(para quien hizo, entre otras, una de sus películas favoritas, "Noche de reyes" (1947), de la que podemos ver al lado de este párrafo la caracterización de Félix Fernández en el papel de tío Sildo), Eduardo García Maroto o Ramón Torrado, contaron en diversas ocasiones con los servicios de Félix Fernández.

Félix, bueno para todo

En sus veinticinco años de carrera cinematográfica, Félix Fernández puso su arte al servicio de todas las corrientes y tendencias que dominaron el cine español. No hubo género que no cultivara y su versatilidad careció de limitaciones. Pasó con dignísima profesionalidad e innegable brillantez por las comedias de mejor raíz humorística, por los dramas históricos (“Locura de amor”,1948; “La princesa de los ursinos”,1947), por los géneros de inspiración religiosa (“La señora de Fátima”, 1951), taurina (“Currito de la Cruz”,1949; “Aprendiendo a morir”1962), folklórica (“El ruiseñor de las cumbres”, 1958; “Esa voz es una mina”, 1956), el western, (“Tierra brutal”,1961) el peplum (“El coloso de Rodas”,1961), las aventuras de capa y espada (“Las tres espadas del Zorro”, 1963), y hasta por el film social con intención renovadora, ejemplificado por “El espontáneo” (Jorge Grau, 1964).

Como prueba fehaciente de la capacidad camaleónica del gran Félix Fernández, qué mejor muestra que su encarnación del mítico personaje de tebeo creado por Hergé, el profesor Tornasol, en la co-producción hispano-francesa “El misterio de las naranjas azules”, película dirigida por Philippe Condroyer y estrenada en París en diciembre de 1964 y en Barcelona algo más tarde, en abril de 1966. En Madrid, ciudad quizá algo menos aficionada a la magia de Tintín, el estreno se produjo todavía con mayor retraso, en la primavera de 1967, cuando, lastimosamente, Félix Fernández ya había fallecido.

Calidad humana

En el reportaje del ejemplar de la revista “Cámara” de fecha 1 de abril de 1949, del que hemos tomado las fotografías que ilustran esta entrada, firmado por Alfredo Tocildo, se da cuenta de la felicidad del matrimonio formado por Félix Fernández y su esposa, la actriz, especializada en doblaje, Irene Guerrero de Luna (a los que podemos ver. paseando por las calles de Madrid, en la instantánea adjunta) culminada con el aquel entonces reciente (y ya inesperado) nacimiento de su hija, tras dieciocho años de unión conyugal. Por la calidez y tremenda humanidad (un punto humorística) de los sentimientos que se traslucen en ellas, reproducimos las palabras del actor a propósito de su paternidad. Imaginar su entrañable y penetrante voz diciéndolas nos transporta a una de sus felicísimas intervenciones en cualquiera de sus mejores películas:

(Interior. Félix Fernández, en presencia del reportero que le entrevista le da una de sus mejores corbatas al bebé de seis meses para que juegue con ella. Ante el asombro que se vislumbra en la faz del periodista, el actor exclama):

-“Sí, sí; claro. Todo lo que quiera. Mire usted, no queremos ser hipócritas. Nosotros pensamos educar muy mal a nuestra hija. ¿Qué nos dice un día que nos tiremos por el balcón? Pues nos tiramos... Si es un caprichito de la niña, ¿Por qué vamos a contrariarla?”

Una muestra del arte de convencer interpretando:

Para terminar esta entrada-homenaje a Félix Fernández, más voluntariosa que lograda, este burgomaestre propone ver una breve secuencia de “Esa pareja feliz”, en la que nuestro protagonista de hoy tiene la oportunidad de lucirse, haciendo un alarde de dominio del plano, con un magnífico “solo”. Por añadidura, el bueno de Félix Fernández tiene ocasión de hacer una referencia a su propia (y fecunda) biografía, al citar “sus años de actor dramático en Argentina”. Se trata, de alguna manera, de un merecido homenaje a su figura que los guionistas, Berlanga y Bardem, incluyeron, con mucho gusto, en su obra. ¿Cómo no rendir tributo a alguien como él, un cómico que era capaz de hacer absolutamente de todo de forma absolutamente convincente?



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lunes, marzo 24, 2008

Galería: Guadalupe Muñoz Sampedro. Una amplia sonrisa horizontal

Guadalupe Muñoz Sampedro (Madrid,15-2-1896, Madrid, 4-12-1975), vehículo excelente para el mejor humorismo, una de las más brillantes actrices cómicas de la escena y las pantallas españolas, tuvo el innegable honor de estrenar a Jardiel en distintas ocasiones, como en el caso de la obra“Las cinco advertencias de Satanás” (estrenada en diciembre de 1935, compartiendo la escena con Elvira Noriega, Jesús Tordesillas, José Marco Davó y Mariano Azaña) o como cuando el 24 de mayo de 1940 hizo la Clotilde de “Eloísa está debajo de un almendro” en el teatro “La Comedia” de Madrid, papel que representó también en el cine, en la adaptación de Rafael Gil datada tres años más tarde, o “Es peligroso asomarse al exterior”, otra obra jardieliana (esta vez, de 1942) llevada igualmente al cine cuatro años después de su estreno con dirección de Alejandro Ulloa. Asimismo, su excelencia cómica (que no habría desmerecido, en absoluto, en el “Universo Marx Brothers”) está unida a la obra de otro gran maestro del humorismo español del pasado siglo, Miguel Mihura, por su presencia en “Maribel y la extraña familia” (llevada al cine en 1960, con dirección de José María Forqué) o en “El caso de la mujer asesinadita” (escrita en colaboración con Álvaro de la Iglesia y adaptada a la televisión en 1965). En espera de una entrada hecha con la profundidad y dedicación que se merece, para esta magnífica intérprete de los mejores delirios cómicos, quede aquí este retrato sorprendentemente “glamouroso” y lleno de encanto, en homenaje suyo, escaneado del número de abril de 1944 de la revista Cámara.

PD: A propósito del histórico estreno de “Eloísa está debajo de un almendro”, recojamos aquí lo narrado por el autor en el prólogo de la edición de sus obras con relación a Guadalupe Muñoz Sampedro, que no es otra cosa que, cuando llevaba tan sólo 18 representaciones (cosechando otros tantos éxitos personales rotundos y críticas encendidamente elogiosas) del papel que el autor le había confeccionado “a la medida”, la actriz dejó colgada a la compañía con la intención de irse a hacer una película en Italia. Enrique Jardiel Poncela, terriblemente disgustado, le soltó, a modo de maldición: “Usted no va a hacer ninguna película en Italia, ni va a salir de Madrid siquiera porque el domingo que viene, Italia entra en guerra”. Y así fue.

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domingo, marzo 16, 2008

Juan de Landa, el cantante que se parecía a Wallace Beery

El cine, ese monstruo de siete cabezas al que veneramos los espectadores del último siglo, se alimenta, fundamentalmente, de presencias. El blanco lienzo en el que se desarrollan, entre luces y sombras, las situaciones a través de las que se da explicación a las tramas y argumentos de nuestros sueños, necesita presencias que, los grandes estudios, que basaba su producción en la claridad expositiva de la narración en aras de la comercialidad, lo que dio lugar al llamado “Star System”. Parte fundamental de este modo de entender el cine (el más influyente a nivel planetario), supuso la riqueza de intérpretes característicos quienes, sujetos a contratos laborales con las distintas productoras, ofrecían unas prestaciones excelentes. Muchos de ellos facilitaban enormemente la labor de directores, guionistas y técnicos pues con su sola equivalentes a signos, muestren al espectador, de un solo hombres. Esto lo sabía bien (mejor que nadie, en la historia), el cine clásico hecho en Hollywood por trazo, las diferentes naturalezas de los presencia hacían comprensibles e interesantes cualquier serie de secuencias en las que intervinieran. A esta raza de característicos pertenecieron muchos grandes actores profesionales procedentes del teatro o de la radio, pero también otros igualmente válidos para el cine, pero sin experiencia en las artes interpretativas. Pues bien, en España, donde se intentó hacer cine “a lo Hollywood” a pesar de las enormes dificultades de índole económico, no siendo la menor de ellas la más elemental: la carencia de película virgen, encontramos al menos un ejemplo de actor que inició su carrera en la Dorada California para continuarla después en España. Alguien, además, que no procedía del terreno de la interpretación dramática. Este caso tan peculiar, en esta tierra en la que, a pesar de los pesares, nunca se ha sufrido escasez de enormes actores, es el de Juan de Landa.

En este mundo de presencias que es el cine, Juan de Landa representa al tipo que corresponde a su físico masivo, voluminoso, tosco. El de un gordo, en una palabra. Detrás de, o junto a, su gran barriga, Juan de Landa imponía su figura con contundencia, al lado, en el imaginario fílmico, de otros gordos ilustres como sus coetáneos Ángel Álvarez, Manolo Morán, Manuel Requena , Juan Espantaleón, José Franco, Luis Pérez de León, Juan Calvo, o los posteriores Alberto Fernández, Chris Huerta, Ricardo Palacios, Tito García. Actores todos ellos cuya labor interpretativa estaba fuertemente mediatizada por su sanchopancesco físico y que en los mentecatos tiempos actuales tendrían muchísima menor relevancia, abocados como estamos a estrecheces mentales que vetan gordos y calvos con ridículo tesón. De entre todos sus colegas de redondez, el rostro de Juan de Landa tenía algo de crueldad en sus vivaces y pequeños ojos, lo que, sin duda le permitió encarnar (muy carnalmente) a uno de los más logrados demonios de la historia del cine en "Faustina", la película de José Luis Sáenz de heredia que protagonizaron Fernando Fernán Gómez y la diva María Félix. Del libro dedicado al genial Fernán Gómez, con el subtítulo“El hombre que quiso ser Jackie Cooper” (edición a cargo de Jesús Angulo y Francisco Llinás, editado por el Patronato Municipal de Cultura de San Sebastián) hemos extraído una imagen del rodaje en la que podemos ver al director del film con los dos protagonistas (el de la película y el de la entrada de hoy, de “Lady Filstrup”). Para comprobar el impresionante aspecto que Juan de Landa mostraba en la cinta ya terminada, hemos incluido también, en lo alto de la entrada, un fotograma de la misma en la que poder admirar su caracterización mefistofélica, bien contrastada, en una tercera imagen, con la escuchimizada fisonomía del incombustible e insustituible Xan das Bolas, un demonio de categoría y peso muy inferiores.

Pero antes de rodar la fantasía fáustica de Sáenz de Heredia, Juan de Landa portaba a sus espaldas veintisiete años de carrera en el cine. Así lo recuerda Jerónimo Mihura en entrevista concedida a Augusto M. Torres y recogida en el libro “Cineastas insólitos. Conversiones con directores, productores y guionistas españoles”:

"Era muy gordo, muy fuerte, muy comilón y muy simpático. Era vasco, de Motrico. Alguna vez he estado en su casa invitado a pescar. Él pescaba mucho y yo también. Empezó cantando, fue a Hollywood a cantar, pero a pesar de que tenía muy buena voz tuvo poco éxito como cantante. Le dieron la oportunidad de hacer la versión castellana de “El presidio” (1930), el mismo papel que en inglés había hecho Wallace Beery y, a partir de ahí, trabajó mucho."

Juan Pisón Pagoaga y Landa nació en Motrico (Guipúzcoa) el 27 de enero de 1894 y falleció en la misma localidad el 17 de febrero de 1968. Entre su nacimiento y muerte en la misma localidad, el periplo vital de Juan de Landa se desarrolló por buena parte del globo terráqueo. Con tan sólo catorce años de edad deja su pueblo natal e inicia una carrera internacional como cantante que le lleva a recorrer Paraguay y Argentina , países que abandona sin lograr el menor reconocimiento. Pasa a continuación a probar fortuna en Europa, alcanzando tan sólo un cierto éxito en Italia y Alemania. Es el nacimiento del cine sonoro, que trae consigo “hambre de voces” lo que le impulsa a acudir a Hollywood donde, como apunta Jerónimo Mihura, no es la voz, sino el físico, lo que le coloca en la pantalla del cine. Contratado por la Metro Goldwyn Mayer, interviene en una serie de films rodados, en los míticos estudios de Culver City, para el público de habla hispana, en los tiempos previos a la invención del doblaje. Este periodo, que se prolonga durante cinco años, le pone en contacto con otros españoles que trabajan en la Meca del Cine, como el Edgar Neville o José López Rubio, entre los directores, y María Fernanda Ladrón de Guevara, o Rafael Ribelles, José Crespo o Conchita Montenegro, entre sus compañeros de reparto. En esas magníficas condiciones rueda entre 1931 y 1934 filmes tales como el citado “El presidio, “El proceso de Mary Dugan”,”El valiente”, o “En cada puerto, un amor”. Por cierto, que , como curiosidad, mencionaremos que el mismo Luis Buñuel, una especie de alien calandino en aquella Babel, será uno de los integrantes del elenco actoral de uno de estos títulos, ”La fruta amarga” (Min and Hill, 1931), nominalmente dirigida por Arthur Gregor y realmente filmada por José López Rubio, con nuestro protagonista de hoy incorporando al Bill del título y con Virginia Fábregas y María Luz Callejo, Elvira Morla y Julio Peña como actores principales, encargándose de representar un papelito de “barman”. Algo que, según López Rubio representa “lo único que Buñuel hizo en Hollywood”.

Concluido su contrato con la productora del león, Juan de Landa torna efímeramente a España y protagoniza “Se ha fugado un preso”(1934), con argumento de Enrique Jardiel Poncela y guión y dirección de Benito Perojo. Un año después, inicia su relación profesional con Ignacio F. Iquino, uno de los personajes más notables e influyentes del cine español, protagonizando “Al margen de la ley” (1935), reconstrucción del asalto al expreso de Andalucía, ocurrido en 1923. El estallido de la Guerra Civil propicia la salida de España de Juan de Landa, que fija su destino profesional en Italia donde trabaja hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Es en ese periodo cuando rueda a las órdenes de Luchino Visconti uno de los títulos más destacados y universales de su filmografía, la excelente “Ossessione”(1943), versión no confesada de “El cartero siempre llama dos veces”, en la que Juan de Landa encaja a la perfección con el papel del marido asesinado por la pareja de amantes y tiene, además, la oportunidad de dar salida a su vocación original al interpretar “Di provenza il mar, il suol”, un fragmento de “La Traviata” con motivo de un concurso de cantantes aficionados. De este título proceden los fotogramas adyacentes a estas líneas, Juan de Landa comparte encuadre en ambos con la italiana Clara Calamai.

Entre 1947 y 1950, Juan de Landa retorna a España y trabaja en títulos de Emisora Films, la productora de Iquino, dirigidos por el mismo productor, tales como la éxótica “Noche sin cielo” (1947), con Ana Mariscal y Fernando Fernán Gómez, cuya acción transcurre en un campo de prisioneros en Japón, o la muy barcelonesa “La familia Vila”(1949), con el gran José Isbert, o bien dirigidos por Jerónimo Mihura, como la turística “En un rincón de España” o la muy interesante “Mi adorado Juan”, un título cuya autoría cabe endosar con más rigor a Miguel Mihura (responsable de argumento, guión y dirección de actores) que a su hermano, director técnico del film. Se trata de una comedia de aliento libertario (o, por mejor decir, anti-convencional) protagonizada por Conrado Sanmartín y Conchita Montes. En ella, Juan de Landa ofrece su oronda presencia al papel de Sebastián, un ingeniero que se dedica a investigaciones diversas sin más fin que el de satisfacer su propia curiosidad, lo que le lleva a concluir, por ejemplo, que “El hígado no existe”. Uno de los principales activos de esta película es su espléndido elenco de actores secundarios que incluye al sempiterno Pepe Isbert y la hilarante Julia Lajos, y a los no menos grandiosos Alberto Romea, Luis Pérez de León, y a un juvenil Rafael Navarro, tal como podemos verles, reunidos en una mesa en torno a Juan de Landa en el fotograma adjunto.

De vuelta nuevamente a Italia, donde trabaja prioritariamente en películas de aventuras, Juan de Landa amplía su currículum con otra nota de prestigio. Si diez años antes había trabajado con Luchino Visconti (cuando, es verdad, todavía no tenía el reconocimiento internacional que habría de alcanzar), en 1953 se pone a las órdenes de John Huston. No muchos actores españoles pueden presumir de otro tanto. Lástima que la película “La burla del diablo” (Beat the devil) no pasa de ser una comedia sin gracia, lo que resulta ser una de las cosas más tristes que una película puede ser. Los compañeros de reparto (donde Juan de Landa incorpora un papel muy menor, que ni siquiera tiene nombre) son míticos: Humphrey Bogart, Gina Lollobrigida, Jennifer Jones, Robert Morley y Peter Lorre.

La última etapa profesional de Juan de Landa le sitúa nuevamente en España, en contacto, nuevamente, con viejos conocidos como Pepe Isbert o Ignacio F. Iquino. Si con el primero comparte cartel en la ya citada a”Faustina” y en “Un ángel pasó por Brooklyn” (Ladislao Vajda, 1957), a las órdenes del segundo rueda “Los ángeles del volante”(dirigida por el propio productor) y“Cuatro en la frontera” (dirigida por Antonio Santillán) y estrenada en mayo de 1958.

“Un ángel pasó por Brooklyn” es una fantasía, una fábula poético-social que volvía a reunir, por tercera vez, a Ladislao Vajda con el niño Pablito Calvo. El protagonismo, no obstante, le corresponde a Peter Ustinov y al perro en que su personaje, un arrendador abogado usurero y despiadado, se convierte, víctima de una maldición. Pablito Calvo, que había cosechado un gran éxito alimentando a una imagen de Jesucristo en la archi-famosa “Marcelino Pan y Vino” (1955), no obtuvo el mismo respaldo popular dándole huesos a un can. Juan de Landa es el carnicero encargado de proveer al niño de los tales viandas a cambio de oírle tocar la armónica, si bien va disminuyendo el tamaño de las donaciones conforme la repetición de la melodía despierta en él un entusiasmo menor. La película, como decíamos de “Mi adorado Juan”, se beneficia de un plantel extraordinario, en el que destacamos (además del ya mencionado Pepe Isbert) a Isabel de Pomés, Julia Caba Alba, José Marco Davó, Enrique Diosdado o a Carlos Casaravilla, el sensacional actor, tan bardemniano, que hace un “solo” interpretativo exquisito, como indigente que come, sentado en plena calle, en los escalones de unas escaleras, ante la hambrienta mirada del abogado transformado en perro. No queremos pasar por alto la presencia de la genial pareja de humoristas, Tip y Top, que aparecen por separado y en papeles incidentales, Top como vendedor de helados y Tip como sastre. En definitiva, se trata, en todo caso, de una película singular en la historia del cine español y muy estimable. Magníficamente rodada, como corresponde al director magiar responsable de la magnífica “Mi tío Jacinto”(1956), la otra experiencia con el pequeño Pablito Calvo y un genial Antonio Vico, o la sombría y excelente “El cebo” (1958), “Un ángel pasó por Brooklyn” merece, a juicio de este burgomaestre, un mejor lugar en la memoria del aficionado.

La última película jamás estrenada con participación de Juan de Landa, “Cuatro en la frontera” rodada en el sofisticado sistema“Ifiscope” es un muy interesante (y quizá por eso, muy ignorado) intento de cine de género criminal con una estructura de guión destacable por su peculiar galería de personajes. Todos los arquetipos aparecen duplicados. Así hay dos héroes y dos villanos, así como dos partenaries femeninas. Hasta el arquetipo del viejo simpático aparece desdoblado en dos individuos. Así, el viejo galán de serie B de Hollywood, Frank Latimore y el español Armando Moreno investigan secretamente los movimientos de los traficantes en la frontera con los Pirineos. Al mando de las operaciones delictivas está el italiano Adriano Rimoldi, cuyo lugarteniente (con aspiraciones al mando) es el alemán Gerard Tichy. Las mujeres en el conflicto son la malvada y rubia Claudine Dupuis (esposa del personaje de Rimoldi) y la morena Danielle Godet (hermana del mismo y copropietaria de la explotación forestal situada en la frontera). Las dos mujeres le echan los tejos a Frank Latimore mientras a la morena la pretende el ambicioso Tichy. A ambos lados de la ley encontramos a dos veteranos de la escena: de un lado Miguel Ligero, traficante de poca monta y pobre de solemnidad, pillo y simpático; del otro a Juan de Landa, capataz de la finca, hombre brutal e irascible pero que venera a su ama y tiene, tras su tosquedad, un corazón de oro. Para terminar de completar el arco, de cada bando queda por llenar el el espacio del subalterno más o menos anecdótico. Del lado del trabajo honrado encontramos a un cantarín Julio Riscal (al que podemos verle, tras Juan de Landa, en el fotograma escogido) y del lado del contrabando a un siniestro Estanis González. La película, quizá por causa de esta recargada estructura de personajes , (que no permite al espectador decidirse con claridad por una línea argumental) está llena de aciertos parciales pero arroja un saldo insatisfactorio. Uno de los momentos brillantemente resueltos es la pelea entre el díscolo y descarado nuevo trabajador encarnado por Frank Latimore contra nuestro protagonista de hoy, el sorprendente trotamundos que fue Juan de Landa, un actor dotado del oficio que le había dado la experiencia y que, sin grandes recursos interpretativos (sus gestos, exagerados y simples, recuerdan a menudo al cantante lírico que era) consiguió sostener en el cine una carrera larga, internacional y llena de momentos brillantes.

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sábado, marzo 08, 2008

Galería: Luis Prendes, el Don Juan del 57


El gran Luis Prendes (2-8-1913, 27-10-1998), que ya ha aparecido por este weblog en una anterior entrada-galería y dando la réplica a Carlos Lemos en el video de la entrada precedente, y al que habrá que dedicar un mayor esfuerzo, en cuanto sea posible, se presenta hoy ante los amigos de “Lady Filstrup” ataviado con galas románticas, en la que fue la única (y singular) representación de la obra de José Zorrilla en el año 1957. Veámosle, junto a estas líneas, enmascarado, en la primera escena de la obra, redactando la carta en la que da cuenta de sus conquistas (de amores y vidas) para cobrarse la apuesta que cruzó, un año antes, con don Luis Mejías.

El estreno original del Don Juan de José Zorrilla se produjo en marzo de 1844, cosechando un destacado fracaso crítico, que empujó al autor a malvender su obra y a emprender un prolongado viaje que le llevó de París a México, donde el emperador Maximiliano le hizo director del teatro nacional. Ciento trece años más tarde, el Don Juan de Zorrilla era un mito escénico y una tradición arraigada en la sociedad española. Cierto que el cronista de “Mundo Hispánico” (la revista de la que han sido extraídas las imágenes que son motivo de esta entrada) ya advierte cierta fatiga (que se traduce en una total ausencia de público joven ) en la vigencia del éxito del mito, pero en 1957, la representación de la obra de Zorrilla suponía todo un acontecimiento que merecía los esfuerzos combinados de los más destacados talentos del teatro español. Entre ellos, fundamentalmente, el de los primeros actores y , naturalmente, el del director, José Tamayo.

La propuesta de este montaje del Don Juan supuso hacer del original una obra contemporánea, trasladando la acción de la España imperial del siglo XVI (concretamente, en 1545, dentro de los últimos años del reinado del emperador Carlos I) a los días de su autor, en plena era romántica. La explicación nos la brinda el propio director de la representación de 1957, en declaraciones a “Mundo Hispánico”: “No se trata de un capricho. Yo creo que Zorrilla hizo, de verdad, una obra romántica y que al vestirla así, al dotarla del aliento, carácter y actitudes del siglo XIX, Don Juan Tenorio puede ser más exacto”.
Del resultado final, podemos hacernos una idea a través del puñado de imágenes que acompañan este torpe y apresurado texto. La escenografía y los figurines del gran Emilio Burgos, toda una institución en el Teatro Nacional, sin duda aceptan el calificativo de brillantes y esplendorosos. Acompañando y subrayando la acción, sin duda, la música de Ernesto Halffter, desempeñó con acierto su misión, aunque, lamentablemente, sólo podamos suponerlo. Bajo la dirección del citado José Tamayo, la labor actoral del propio Luis Prendes, Ramón Elías, Miguel Ángel, José Codoñer, Antonio Paúl, Pascual Martín, José Sancho Sterling, Julio Núñez, Francisco Carrasco, Anastasio Campoy, José Guijarro, Aurora Peña, Mercedes Barranco, Milagros Leal, María Teresa Padilla, Josefina Santaularia, Asunción Sancho, Ana Sillero y Avelino Canovas. De entre todos ellos, destacamos a Asunción Sancho, que se hizo cargo del papel de doña Inés y a la que podemos ver, junto al seductor Prendes, en la archipopular escena del sofá. También, en la imagen de la Hostería del Laurel, la de Christófano Buttarelli, distinguimos a Julio Núñez, observando al fanfarrón Tenorio, un actor que multiplicó su presencia en los dramáticos de TVE en los tiempos gloriosos de los últimos años sesenta y al que le cabe el honor, también, de haber sido la tercera voz de Peter Falk, con una afonía tan deliciosa como cochambrosa, en la serie Colombo.
Para la imagen de cierre de esta entrada-galería, abocado al final, hallamos a don Juan Tenorio implorando clemencia divina ante el comendador de Calatrava, Don Gonzalo de Ulloa para ser salvada su alma tan sólo por la intercesión de Doña Inés.

El genial José Peñarroya, desde la portada del Tio Vivo número 20, publicado, con exactitud, el mismo día de la representación del Don Juan de José Tamayo y Luis Prendes, es decir, el 31 de octubre de 1957, ofrece una versión más tradicional, en vestuario, y mucho más ligera y cercana a la realidad cotidiana. El actor dibujado por el creador de Don Pío, infinitamente más libre que cualquiera de carne y hueso, se aparta, no de las rimas de Zorrilla, sino de su poco agraciada partenaire para enamorar a la suculenta “Chica Peñarroya” del palco.

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domingo, marzo 02, 2008

Veinte años sin Carlos Lemos

El pasado día 22 de febrero se cumplió el vigésimo aniversario del fallecimiento de Carlos Lemos, uno de los más grandes actores españoles del siglo XX. Su ausencia, como la de otros colegas suyos de su generación representa para la escena española un vacío que da frío y vértigo. Recordarlos, tal cual es la pretensión de este humilde weblog (o lo que sea) es obligado y de pura justicia.

Recordando la figura de Carlos Lemos

Para un espectador de los de la generación de este burgomaestre, Carlos Lemos representa la figura del anciano cuya alma se encuentra cargada por la melancolía. Con un rostro mofletudo y unos labios prestos a hacer pucheros, su voz cálida y dulce, propensa al temblor, sugiere suavidades propias de un tazón de caldo o de cacao caliente, tomado en cama, afectado por algún constipado fuerte o por una gripe suave. Era don Carlos el hombre mayor aquejado de ofensas de largo recorrido que, enfermo de bondad superlativa, no puede revolverse contra ellas como correspondería. Pero, claro, es esta una visión parcial e injusta de la capacidad del intérprete, que debe completarse con el conocimiento de una carrera previa, en el escenario, tan larga y honorable como su propia vida. Junto a estas líneas podemos verle encarnando nada menos que a la figura de Jesús en un reportaje gráfico de cuatro composiciones que el fotógrafo “Manuel” le hizo para la revista “Mundo Hispánico” , en las que Carlos Lemos hace otras tantas poses de Jesús: ternura, ira, sed y muerte. Esta de aquí, huelga decirlo, corresponde a la primera de ellas.

Primera figura de la escena

La labor de Carlos García Lemos (tal era su nombre completo) en los escenarios, le llevó, a lo largo de las décadas, a cosechar los más importantes premios y reconocimientos, como el Premio Nacional de Teatro, el Premio Ricardo Calvo y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, además de la consideración general de ser uno de los más grandes. Fue la suya una profesión indisolublemente unida a su propia vida pues, nacido en Ciudad Real en 1909 (así queda escrito en “Teatro español (de la A a la Z)”, Varios Autores, Espasa), hijo y nieto de actores, realizó su primera interpretación a los tres años en la escenificación de “La reina mora” y, desde ese momento, no dejó de vivir para el teatro. Con una recomendación en el bolsillo, de su tío, el actor Gaspar Campos, ingresó, muy joven, en la compañía de Rosario Pino y Emilio Thuillier, de la que pasó, cinco años después, a la de Manolo París. Todavía veinteañero, marchó a Buenos Aires con la compañía de Juan Bonafé. Fue entonces llamado por Lola Membrives, y representó en Madrid “Bodas de sangre”, durante la temporada de 1935. Más tarde dio el paso de formar compañía propia, lo que hizo con Isabel Pallarés, y en 1937 interpretó “Los intereses creados”, “Otelo”, “La vida es sueño” y “Don Juan Tenorio”. Estuvo bajo contrato en la compañía del Teatro de la Comedia, de Madrid, donde permaneció varias temporadas, junto a Elvira Noriega, Manuel González y Mariano Azaña. En este teatro, sus compañeros ya habían estrenado varias comedias del maestro y renovador del humor, Enrique Jardiel Poncela y el mismo Carlos Lemos hizo lo propio con algunas más, destacando, entre todas ellas (por su mayor difusión y popularidad) “Eloísa está debajo de un almendro”(estrenada en mayo de 1940), en la que nuestro protagonista de hoy hacía el papel principal de la obra, Fernando, acompañado en el reparto por artistas como Guadalupe Muñoz Sanpedro, Amelia Noriega, Maruja Asquerino, José Orjas, Mariano Azaña, Antonio Riquelme y un principiante que habría de alcanzar las más altas cimas de la gloria: Fernando Fernán Gómez. Similar elenco estrenó en el mismo teatro, en enero del siguiente año, “El amor sólo dura 2000 metros”, y “Los ladrones somos gente honrada” en abril de ese mismo 1941. Las tres con protagonismo de Lemos y con Fernán Gómez mejorando en su oficio y aumentando su importancia en el reparto de obra en obra.

Con posterioridad a su etapa en el Teatro de la Comedia, Carlos Lemos es contratado por José Tamayo y realiza una gira de dos años por América, a donde volvería, con su propia compañía, poco después. De regreso a España fue contratado en el teatro Español, en cuyo escenario alcanza sus mayores éxitos y su nombre adquiere la dimensión definitiva de artista consagrado y prestigioso protagonizando grandes clásicos universales como “La vida es sueño”, “Otelo”, “El rey Lear”(montaje de 1966, con dirección de Miguel Narros y con Berta Riaza, Julieta Serrano y Ana Belén en los papeles de Gonerila, Regania y Cordelia), “El alcalde de Zalamea”, “Tierra baja”, “La muerte de un viajante” y “Los intereses creados”. Este largo periodo de primacía se coronó con brillantez en 1971, a través de su enorme triunfo personal haciendo el papel de Max Estrella en el montaje de”Luces de Bohemia” y tuvo un postrer brillo con “Farsa y licencia de la reina castiza”, ambos textos debidos a don Ramón María del Valle Inclán.

Como muestra del trabajo de Carlos Lemos en las tablas hemos encontrado estas fotografías del estreno que hizo con su propia compañía en Valladolid de “Con la vida perdonada”, drama en verso de Ángel Lázaro (a quien se le puede ver, por cierto, en una de las instantáneas, con los actores) , cuya acción transcurre en Toledo, sobre un capitán español, Diego Luján, conquistador de las Américas que ha vuelto a la patria. La primera actriz era Lolita Villaespesa y las fotografías están tomadas del ejemplar de marzo de 1955 de la revista “Mundo Hispánico”.

“Yo, cine, he hecho muy poco...”

La pantalla grande no mima al igualmente grande Carlos Lemos. Sus muchos méritos cosechados en la escena no le reservan, sin embargo, para el cine, un lugar correspondiente. A pesar de tener en su haber interpretaciones excelentes y reconocidas en papeles fundamentales, quizá se le considera actor “excesivamente teatral” y no tiene buenas ofertas en el mundo del celuloide. Su debut, no obstante, lo constituye un título lleno de pretensiones y firmado por un autor que quiso ser reconocido como genial, el nada humilde y hoy justa o injustamente olvidado Manuel Mur Oti. Nos referimos a la cinta “Condenados”(1953), un dramón bastante estilizado de ambiente rural en el que Carlos Lemos formaba con Aurora Bautista y José Suarez un triángulo trágico a los compases (en ocasiones bastante difíciles de aceptar) de la música de Ludwig Von Beethoven. El resultado final es insatisfactorio, aunque es justo reconocer que la película contiene secuencias de tremenda fuerza. Una constante pugna entre lo sublime y lo ridículo, un cóctel de pasiones, represiones y fatalismo en el marco opresivo del campo castellano. Las interpretaciones de Lemos y de Aurora Bautista, en consonancia con la grandilocuencia impuesta por el director, resultan hoy muy exageradas, pero no dejan de representar un ejercicio de virtuosismo. José Suarez, un actor de mucha menor pericia y prácticamente inexpresivo “queda”, en cambio, mucho mejor, actuando mucho menos.

Tras este inicio en el cine, con categoría de protagonista, Carlos Lemos, tal vez algo desengañado, trabaja en algunos títulos muy por debajo de su categoría, y que, prácticamente, no han dejado huella en la memoria del espectador, como el díptico de colaboraciones con el director Miguel Iglesias: “Después del gran robo” (1964, en contra de lo que consta en IMDB) y “Muerte en primavera”(1966). Se trata de dos películas de bajo presupuesto, poco más que sendos intentos de ofrecer un cine comercial basado en sucesos de actualidad: el primero expone el argumento de una familia media española involucrada nada menos que en un complicado atraco similar al del tren de Glasgow y se beneficia del trabajo actoral de Lemos y de Rafael Alonso, además de la belleza y de la efímera popularidad de Elena Duque (rostro conocido del momento por ser la protagonista de la campaña publicitaria del brandy Veterano); el segundo, con protagonismo de Francisco Morán y Mónica Randall (a los que vemos en una foto del film, acompañados por Carlos Lemos y Carlos Miguel Solá) se inspiraba en un oscuro suceso de 1935, con muerte incluida, en el que había estado envuelta la millonaria Barbara Hutton. Las dos películas se vieron muy poco en su momento y todavía menos, con posterioridad. Más espectadores, por causa del fanatismo que el género provoca, tuvo la infecta “El buque maldito” (1973) , tercera entrega (algo peor que las precedentes) de la saga de los templarios de Amando d’Ossorio (a quien, casualmente, ya mencionamos en la entrada de Rosanna Yanni), en la que Carlos Lemos interpreta el papel del científico de turno, el profesor Gruber. Por los caprichos de un sistema de producción que desprecia de forma bochornosa cualquier planteamiento artístico, el trabajo de Lemos queda mutilado al haber sido doblado (por un profesional imponente, Vicente Bañó, eso sí. Nada menos que el mejor doblador de Groucho Marx, por más señas). También con voz prestada (esta vez, la de Manuel de Juan, otro grande del doblaje) aparecía en “El filo del miedo”(1967), de Jaime Jesús Balcázar, en la que hacía el papel del anciano jardinero Sebastián, quien se revelaba clave en una serie de misteriosos asesinatos familiares en un final que permitía un lucido sólo interpretativo en su especialidad, el dramatismo peripatético. Con su propia voz, interpreta a Vicente Baleiro, un poderoso promotor de espectáculos taurinos en la película de Pedro Lazaga “Las cicatrices”, donde se ve obligado a repudiar a su hijo Simón (encarnado por un Pepe Rubio “doblado”) por haber arruinado su prestigio al tratar de perjudicar al pujante matador, Pedrín Benjumea, intentando sobornar al irreductible crítico taurino incorporado por Antonio Martelo. Una película, en definitiva, insignificante, sin ningún interés para un no aficionado a la fiesta de los toros, si no fuera porque, además de los citados, se puede ver en ella a José Bódalo (el padre del diestro), Alfredo Landa (amigo para todo), o a Alfonso del Real y a Luis Barbero (dos alcaldes que se disputan contratar al prometedor novillero para sus plazas). De muy similares características y equipo artístico es el título estrenado un año antes, “Nuevo en esta plaza” (Pedro Lazaga, 1966), de la que prácticamente sólo varía el torero de turno, en esta ocasión, el popularísimo Sebastián Palomo Linares y el guionista de la función (en aquella, Gregorio Almendros y en esta Vicente Coello).

Para salvar el honor del séptimo arte en relación a la figura magnífica de Carlos Lemos, hay que resaltar que su última colaboración para la gran pantalla se produjo en una película excelente, que cosechó un buen número de premios y que, además, se constituyó en un homenaje personal a su carrera. Hablamos de “El viaje a ninguna parte”, quizá la película más conocida y difundida de todas las que el gran Fernando Fernán-Gómez firmó, una auténtica ofrenda a los dioses de la interpretación y a los demonios del ser humano. Una película sobre el mundo de los cómicos y sobre la memoria. Un inteligentísimo discurso sobre la existencia y un magnífico retrato de la condición humana, valiéndose del ambiente que su creador mejor conocía. Además de otros muchos méritos, la cinta incluye un reconocimiento personalizado para Carlos Lemos, pues el actor, prácticamente, se interpreta a sí mismo. En el papel del gran Daniel Otero, Lemos tiene la oportunidad de repasar su propia y brillante trayectoria, de encarnar al referente que sobre la escena española había sido. Muchos de los detalles que llenan la conversación con el protagonista, el patético Carlos Galván, en el asilo en que están recogidos, transmiten fielmente momentos de la ejecutoria de Lemos, tales como sus éxitos en el Teatro Español haciendo “shakespeares” (Macbeth, Otelo), o sus giras en Hispanoamérica o su escasa participación en el cine: “Yo, cine, he hecho muy poco...” confiesa Lemos/Otero También hace otra confesión: asegura tener poca vis cómica, lo que le imposibilitó para que “le saliera bien” “El avaro”cuando lo representó en Buenos Aires. Su intervención, sustanciada en la referida conversación con el protagonista, cercano ya el final de la cinta, es todo un homenaje que viene de parte , precisamente, de quien le tuvo como modelo inspirador y maestro, allá en el lejano 1940, un jovenzuelo espigado y zangolotino, meritorio que empezaba a hacer papelitos en el Teatro de la Comedia, en piezas de Jardiel: Fernando Fernán-Gómez. Pocas veces en el cine se han dado unas circunstancias tan felizmente hermosas, como estas.

La Televisión:

Todo su exuberante riqueza interpretativa, su impresionante legado como primer actor en obras clásicas universales no conseguiría, sin embargo, alcanzar la difusión que el nuevo medio, la televisión, había de otorgarle a partir de la mitad de los años sesenta. Su figura, felizmente ganada para la causa del departamento de espacios dramáticos de Televisión Española, se hizo familiar para el tele-espectador en docenas de “Estudios Uno” y “Novelas”, así como en la serie de ambiente histórico y de importancia histórica (primer serial de ficción con presupuesto holgado y rodaje en exteriores) “Don Diego de Acevedo” (1966). De entre todos sus papeles para la pequeña pantalla, quizá el que ha dejado un recuerdo más indeleble sea uno de los más breves, el que le permitió interpretar la escena que incluimos aquí, momento clave de “Doce hombres sin piedad”, la obra de Reginald Rose escrita para el espacio de la televisión norteamericana homónimo al de Televisión Española que la adaptó (Studio one: Twelve angry men, 1954). El director de la emisión original fue Franklin J. Shaffner, y Sydney Lumet realizó la versión para el cine tres años más tarde. La adaptación a la pantalla española la llevó a cabo Gustavo Pérez Puig en 1973 y contó para su realización con el reparto más espectacular de la historia de la televisión, completa, absoluta y dolorosamente irrepetible hoy en día. Un reparto que, como buen aficionado al fútbol, este burgomaestre se sabe de memoria, como la alineación de un equipo ideal, y que se repite de vez en cuando para sentirse mejor: José María Rodero, Ismael Merlo, José Bódalo, Manuel Alejandre, Rafael Alonso, Jesús Puente, Antonio Casal, Pedro Osinaga, Fernando Delgado, Luis Prendes, Sancho Gracia y el gran Carlos Lemos. “¡Lo ha repetido! ¡Ha vuelto a pellizcarse la nariz!”

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