Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

martes, agosto 26, 2008

Galería: José Marco Davó y Rafael López Somoza, dos señores con dos apellidos

Los dos protagonistas de la galería de hoy fueron enormes actores que merecen, cada uno de ellos, una entrada que repase su trayectoria profesional con la suficiente y necesaria dedicación. Sin embargo, y por el momento, sirva de aperitivo esta entrada-galería en la que les presentamos a los amigos de Lady Filstrup en forma de fotografías “dedicadas” fechadas ambas en 1945.

José Marco Davó (Orihuela, 10-5-1895; Torrevieja, 27-9-1974), hijo de un oficial de la Guardia Civil, abandonó la carrera militar a la que le abocaba la tradición familiar para dedicarse a la escena, debutando con la Compañía de Emilio Portes en 1921, actuando en la obra “El concejal”. Su carrera teatral se prolonga durante más de tres décadas, prestando sus servicios en las compañías de Pedro Zorrilla, Lola Membrives (9 años), Amalia de Isaura, Antonio Martínez y Valeriano León, hasta el final de la Guerra Civil, y de José Alfayate (7 años), tras la cruel contienda. En aquel entonces (1947), José Marco Davó se incorpora a la de nuestro otro protagonista de hoy, Rafael López Somoza, con quien trabaja hasta 1950, de lo que da testimonio el anuncio inserto en “El noticiero Universal “ del lunes 17 de abril de 1950 junto a estas líneas reproducido, en el que podemos ver que ambos hombres formaban pareja artística presentando espectáculos teatrales tales como la obra promocionada, “ Eran tres: un gitano y un marqués”, que bien pudo ser la última que representaron juntos, pues el fin de su relación profesional está datado en aquel mismo 1950, momento en el que José Marco Davó pasó a la compañía de Carlos Garriga.

Si José Marco Davó exhibía sus dos apellidos en su nombre artístico, Rafael López Somoza (Madrid, 4-3-1900; Madrid, 26-5-1977), algo más modesto quizá, solía ocultar el primero bajo la forma de una simple inicial, tal como firmó la presente instantánea dedicada, realizada en un laboratorio del Coso zaragozano. Si la foto de su colega era la de un enigmático primer plano, lleno de dramatismo, que subrayaba en sombras su perfil aguileño, don Rafael se mostraba en la suya campechano, con un traje dominguero y con una sonrisa afable de hombre sencillo que mira al espectador directamente. En el momento de la firma de este autógrafo, Rafael López Somoza llevaba ya más de veinticinco años saliendo a los escenarios, pues debutó, con diecisiete años de edad, como meritorio en “Los cadetes de la reina”, pasando a formar parte, enseguida, de la compañía de Casimiro Ortas. Su carrera profesional le lleva a cruzar el charco y es en La Habana donde son requeridos sus servicios por Ernesto Vilches, quien lo incorpora a su compañía mediada la década de los años veinte. Siempre en el género cómico, Rafael López Somoza se especializa en la representación de obras de Pedro Muñoz Seca y, en el Teatro María Isabel, estrena en mayo de 1935 “Un adulterio decente”, de Enrique Jardiel Poncela, al lado de Isabel Garcés, Mercedes Muñoz Sanpedro y Emilio Thuillier, representando el papel de Melecio, tras haber descartado representar al galán cómico y estrambótico doctor Cumberri, a pesar de que el autor había tratado de modificar este último rol para hacerlo más acorde a sus características.

El público asocia a José Marco Davó y a Rafael López Somoza con dos figuras señeras del cine popular español: con Marisol y con Paco Martínez Soria, respectivamente. José Marco Davó, que abandonó la escena teatral en 1957 para dedicarse exclusivamente al menos exigente terreno del cinematógrafo, cuando se incorpora a la estela de la deslumbrante niña prodigio malagueña, al principio de los años sesenta, poseía una experiencia acumulada en el medio teatral notabilísima, en la que debe incluirse también la autoría de varias obras, tales como “Con las manos en la masa” o “Un marido infiel pero menos”, escritas en la década de los años treinta. Al pasar al cine, pone su experiencia al servicio de papeles de señor responsable “con posibles”, adoptando fácilmente el rol de empresario taurino o de alcalde tal como podemos verle en “Los clarines del miedo” (Antonio Román, 1958), o bien toma los hábitos con suma naturalidad, componiendo, por ejemplo, un magnífico fraile en “Amanecer en Puerta Oscura” (José María Forqué, 1957), el cual mantiene con el bandolero protagonista (Paco Rabal) algunos diálogos espléndidos, dignas analogías de otros equivalentes que podemos encontrar en los mejores westerns del mismísimo John Ford. Por su parte, Rafael López Somoza cuando empieza a intervenir en las películas cuya cabeza de cartel es el cómico aragonés Paco Martínez Soria, ya ha estado asociado con él en los escenarios, destacando entre sus colaboraciones escénicas el formidable éxito de la comedia “Anacleto se divorcia”. Cuando, al final de su larga carrera, interviene en las películas más difundidas de toda ella, es decir en “El turismo es un gran invento" (1968) y “Abuelo made in Spain”(1969), ambas de Pedro Lazaga y con Paco Martínez Soria como protagonista, Fernando Fernán Gómez ya le había confiado el papel de Gregorio en su nueva versión de la novela de Wenceslao Fernández Flórez, “El malvado Carabel” y, muy especialmente, el papel de mayor relieve y más redondo de su carrera fílmica, el de “Monsieur Pierre Sánchez”, el padre de Ninette en “Ninette y un señor de Murcia” (1965), la adaptación de la obra homónima de Miguel Mihura que el mismo actor había representado magistralmente en escena.

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domingo, agosto 10, 2008

Antonio Riquelme. La osamenta de la comedia

La grandeza de un actor característico como lo fue Antonio Riquelme radica, probablemente, en esa extraña magia que le hacía desaparecer detrás de una invención, de un personaje creado, nacido de la imaginación. Sus intervenciones, por lo común breves y episódicas, eran tan convincentes que lograban en el espectador el arrollador efecto de hallarse ante la visión de algo que no tenía existencia fuera de la pantalla y, sin embargo, detrás de todas aquellas sesiones de rodaje había, flaco y todo, un ser humano real y diferenciado, un trabajador. Muy grande ha de ser un actor para colaborar en docenas y docenas de films, pasando por todos ellos desplegando sin aparente esfuerzo una inagotable galería de personajes y logrando siempre la máxima eficacia, la máxima credibilidad. Es el caso de Antonio Riquelme para quien le cuadra perfectamente la máxima: “Para el artista grande, no hay papel pequeño”.

La suma de sencillez, naturalidad y convicción constituye una fórmula infalible para obtener los más sólidos logros interpretativos. Ese hombre delgado hasta el absurdo, de prominentes narices y de exhausta mirada triste que fue Antonio Riquelme dominaba tal fórmula, hija de décadas de experiencia, en cada gesto de sus descarnados miembros. La historia del Cine Español sería inconcebible sin su concurso. Y esta afirmación se hace digna de Perogrullo si la respaldamos con datos: Antonio Riquelme actuó en casi 150 películas españolas entre 1915 y 1967, registro difícilmente parangonable.

Un físico tan extremo como el suyo, forzado es decir que condicionaba un tanto los registros de sus personajes, que cabría calificar, más que como tales, como “tipos” y que, hablando en términos generales, solían moverse entre dos variantes características fundamentales: la campechanía y la excentricidad, como comprobaremos a la hora de repasar la galería de roles que magramente encarnó.

Retrato de familia

Como corresponde a alguien que parecía regido por las leyes naturales de los humoristas gráficos de la época (Cifré, Peñarroya o Vázquez, por citar algunos de los más queridos), el flaco y tristón Antonio Riquelme tenía una esposa oronda y a la que, a pesar de que para la ocasión aparece revestida de gravedad, adivinamos risueña en la intimidad. Fruto de esta unión, un niño que era el vivo retrato de la mamá y que no reprime, ante el fotógrafo, la misma sonrisa ancha y francota que suponemos en quien le trajo al mundo. El hombre detrás de esas sonrisas, como obligan las leyes universales de la compensación de fuerzas, parece estar pensando en las horas de rodaje que le costará pagar la sesión en el fotógrafo. Y es que, viéndole, da la sensación de que Antonio Riquelme alimentaba la alegría de sus semejantes (empezando por su propia familia) con las mismas carnes que le faltaban. Las risas que repartía llenaban de salud las mejillas de la malnutrida España de la posguerra, mientras que a él lo enflaquecían.

La foto, escaneada del número 75 de la revista semanal Tele Guía de fecha 2 de julio de 1966, se incluía en el reportaje que la sección Tele Ritmo (firmada por Fernando García de la Vega) dedicaba a Juan Antonio García Riquelme, hijo del actor del que hoy nos ocupamos, nacido en Madrid el 27 de enero de 1931. La instantánea, tomada en 1933, formaba parte de una sesión fotográfica que los orgullosos padres dedicaban a inmortalizar la gracia de su retoño, quien terminaría siendo artista, como su famoso progenitor y llegaría a actuar en el cine (a menudo en películas en las que intervenía también el autor de sus días) y a obtener cierta popularidad como cantante en la década de los sesenta, tanto en España como en América del Sur.

De casta le viene al galgo. Una vida en el teatro

Antonio Riquelme Salvador, nuestro protagonista de hoy, vino al mundo un 9 de noviembre de 1894 según unas fuentes y dos años más tarde, según otras. En lo que todas coinciden y no es cuestión baladí, es en que lo hizo en Madrid, ciudad a la que estuvo permanentemente ligado hasta su fallecimiento, el 20 de marzo de 1968. Como hemos visto, le sucedió su hijo Juan Antonio Riquelme, en lo artístico, pero es que la estirpe de los Riquelme venía de lejos, pues ya era hijo y nieto de actores. El abuelo de Antonio Riquelme, del mismo nombre, fue un cómico popular en el siglo XIX y su padre, José Riquelme, hizo también carrera profesional en los escenarios.

El debut en la escena de Antonio Riquelme se produjo en la compañía de María Guerrero- Díaz de Mendoza, siendo extremadamente joven, todavía en la primera década del siglo XX, en la obra de Jacinto Benavente “La escuela de las princesas”. En las dos décadas siguientes, fue primer actor en la compañía del empresario del Teatro de la Comedia de Madrid, Tirso Escudero.

Su talento se pone al servicio de la creatividad insuperable de Jardiel Poncela, interviniendo en los estrenos de sus primerizas comedias "El cadáver del señor García. Farsa de detonaciones en tres actos" (1930), donde hacía el papel de Abelardo, el enamorado, y "Margarita, Armando y su padre", hábil parodia de "La dama de las camelias"estrenada en abril de 1931, donde el rol que le tocaba era el del millonario Landaluce. La relación de Antonio Riquelme con el teatro se mantuvo tras la guerra civil, actuando al lado de Julia Caba Alba y Antonio Vico.

En los años cincuenta, destacan sus actuaciones en un ciclo de obras llamado “Madrid en la zarzuela” que se programaron en el Teatro Español con dirección de Cayetano Luca de Tena. Así, interviene en el montaje de “La verbena de la Paloma”, del maestro Tomás Bretón, estrenado el 28 de mayo de 1951, en el de “Agua, azucarillos y aguardiente”, del maestro Federico Chueca, estrenado dos días después y en el de la “La revoltosa”, del maestro Ruperto Chapí, que alzó el telón otras cuarenta y ocho horas más tarde. Todas ellas contaron con la dirección musical de Ataulfo Argenta y con compañeros de reparto entre los que cabe mencionar, por ejemplo, a otro característico habitual del cine español, el orondo Manuel Requena (que interviene en las tres zarzuelas), o a Maruja Recio, Alberto Jové o José Capilla. Cercano ya a cumplir los setenta años, en 1963, intervino todavía en la obra “El agujero”, de Juan José Alonso Millán.

Actuando para el cine en seis décadas distintas

Cuando este weblog hablaba de los tebeos Bruguera ya dedicamos una entrada a Antonio Riquelme, como miembro de un regocijante cuarteto de cómicos que habían “tomado la calle”. El cuarteto lo formaba en compañía de Pepe Isbert, Antonio Garisa y Manolo Gómez Bur y juntos brindaban al visitante una visión de un paseo suyo por la Gran Vía madrileña que era un regalo para el cinéfilo .Ya entonces hicimos notar , estableciendo cierto paralelismo entre la carrera del señor Riquelme y la del señor Isbert, el hecho de que el actor que hoy nos ocupa había iniciado sus colaboraciones en el cine cuando este estaba prácticamente en mantillas y que se había mantenido activo a través de las décadas, superando penurias, actuando a satisfacción plena de unos y otros y labrándose un prestigio, un reconocimiento y un cariño que no hicieron sino crecer con el transcurso del tiempo.

Es un hecho comprobable que sus intervenciones en las películas suelen figurar en los repartos con la categoría de colaboración, de forma expresa, o destacando su nombre, al final o al principio de los repartos, de manera especial, por breve que fuera el papel que le había tocado en suerte. Este reconocimiento a su categoría habla bien a las claras de la consideración que dentro de la profesión se tenía a Antonio Riquelme. En la presente entrada intentaremos reflejar siquiera pálidamente algo de ese esplendor, aunque, como es comprensible, tratándose de una filmografía tan extensa, necesariamente habremos de omitir la mayor parte de los títulos en los que intervino el actor madrileño, teniendo en cuenta, por añadidura, que décadas enteras del cine español, las primeras de su historia, se encuentran semi-enterradas en el olvido o, directamente, desaparecidas.

Primer periodo: desde 1915 hasta 1939

Desgraciadamente, son muy escasas las informaciones de las que dispone este burgomaestre sobre el cine silente español en general. Reseñemos, simplemente, que sus actuaciones para la gran pantalla principian con “El fantasma del castillo” (que, en contra de la información dada por IMDB, que la data en 1911, creemos que es de 1915), una trama de aventuras, de las primeras producciones de “Patria Films”, empresa fundada por Julio Roesset y que fue, precisamente, la primera productora de cine madrileña. El fundador de la misma asumía frecuentemente las funciones de guionista y director de las películas que producía, como era el caso de la citada cinta de debut de Antonio Riquelme (en colaboración, en la dirección, con un joven José Buchs), en los films de aventuras “La mano” (1916) y “Por la vida del rey”, en la comedias “Deuda pagada” (1916), “La dicha ajena” (1917) y en “La tía de Pancho” (1918), una especie de versión apócrifa de “La tía de Carlos”. En los repartos de estas películas encontramos a otros artistas que compartirán plano en el futuro con Riquelme, tales como Alberto Romea, o Juan Espantaleón y, en el rol protagónico femenino, a la hoy olvidada actriz francesa Margarita Dubertrand.

Además de las cintas producidas por Julio Roesset para su “Patria Films” (productora que pondría fin a sus actividades en 1919), durante el primer decenio de la carrera cinematográfica de Antonio Riquelme encontramos un par de cortometrajes de simpático título estrenados en 1912: “Los sueños de Palomeque” y “Las aventuras de Pollo Palomeque”, protagonizadas por Joaquín Martínez Palomo, que intuímos debía tratarse del Palomeque titular. Ambos fueron dirigidos por Francisco Oliver y en los dos idénticos repartos, además de Emilio Mesejo figura una tal Elena Riquelme, que bien podría ser hermana de nuestro protagonista de hoy.

El cierre de “Patria Films” parece apartar temporalmente a Antonio Riquelme del cinematógrafo, pues no se produce continuidad en su filmografía a pesar de que parte del personal de la productora desaparecida pasa a constituir “Atlántida Films” de manera consecutiva. Sin embargo, Riquelme no vuelve a rodar una película hasta 1927 y lo hace, a las órdenes de Antonio Calvache, director-productor para “Films Numancia”, por partida doble, interviniendo en “Los vencedores de la muerte”(que contiene la actuación del luego reconocido director, Juan de Orduña) y “La chica del gato” (protagonizada por Josefina Ochoa, primera de las tres versiones fílmicas de la obra homónima de Carlos Arniches).

En la década de los años 30, Antonio Riquelme actúa en seis títulos de ficción y en un documental dramatizado, realizado en plena Guerra Civil con producción del anarquismo madrileño, el Sindicato Único de la Industria y Espectáculos Públicos (la SUICEP), dirigido por Fernando Roldán en la última ocasión en que se ponía tras la cámara, que llevaba por título el animoso y nada profético “¡Así venceremos!”(1937), que trataba de dar aliento a los defensores de la capital de España contra las tropas golpistas de Franco y sus colaboradores nazis y fascistas. De la media docena de películas de entretenimiento a que nos referíamos en primer lugar, cuatro las dirigió José Buchs, que desde 1920, situado en “Atlántida Films” había ido cimentando un sólido prestigio como director de éxito. Ellas fueron “Una morena y una rubia” (1933), “Diez días millonaria” (1934), con Milagros Leal y los dos Luis Peña, padre e hijo; “El niño de las monjas”(1935) para la productora “Diana Exclusivas” y “El Rayo” (1939), con Rafael López Somoza, Milagros Leal, Mercedes Prendes, Mariano Ozores padre y Luisa Sala (por nombrar a los que luego han tenido una carrera más recordada hoy día) para “Ediciones Forn-Buchs”. En cuanto a las otras dos películas, “Yo canto para ti” (1934) contenía a la popular cantante Concha Piquer y la dirigió Fernando Roldán; y “El bailarín y el trabajador” (1936), adaptación de una obra de Jacinto Benavente que mencionamos a propósito de la entrada de Mari Carmen Prendes, supuso el debut como director de Luis Marquina, quien iniciaba así una prolongada carrera en la que volvería a contar con Antonio Riquelme, sin ir más lejos, en la década siguiente, en “Santander ciudad en llamas” (1944).

Los sombríos años cuarenta. Cifesa y lo demás

Los negros años cuarenta, sobre las cenizas de un país devastado por la guerra, traen para Antonio Riquelme el comienzo de su periodo más fecundo en apariciones cinematográficas. De año en año, sus intervenciones van aumentando en progresión geométrica. Dos títulos en 1940, cinco títulos en 1942, siete títulos en 1944... Participa en películas popularmente afortunadas, como “Canelita en rama” (Eduardo García Maroto,1943), película a mayor gloria de Juanita Reina, que mencionamos aquí con motivo de la entrada dedicada a Félix Fernández, y verdaderos fiascos, como “El camino de Babel” (Jerónimo Mihura, 1944), que sólo se mantuvo siete días en cartel en Madrid, entre el 19 y el 25 de febrero de 1945. En esta película, Antonio Riquelme incorpora el papel de Bruno, el secretario del señor Brandolet (Manolo Morán), un millonario deliciosamente majareta que está a punto de arruinar a los ingenuos César (Alfredo Mayo) y Marcelino (Fernando Fernán Gómez), quienes en unión con su condiscípulo Arturo (Miguel del Castillo) se habían juramentado para enriquecerse por el sistema de poner en común las fortunas que adquirirían por el procedimiento de casarse con la mujer más pudiente de sus respectivos pueblos. La película, muy desequilibrada (cuenta con una primera mitad prácticamente insufrible), se anima mucho con las excentricidades del personaje de Manolo Morán, en su segunda parte y con un número musical bastante delirante (especialmente si se encuadra en su momento socio-político) titulado “Vale todo” que invita a los concurrentes a un music-hall, por unos momentos, a una liberación total. En el reparto, citemos también a Guillermina Grin y a Nicolás D. Perchicot, en el papel del médico que trata al señor Brandolet con el auxilio del eficiente secretario Bruno, quien debe administrar el tratamiento de manera que no sea advertido por el paciente.

Con anterioridad a este film, Antonio Riquelme ya había sido requerido por Edgar Neville para su adaptación al cine de la novela de Emilio Carrere,“La torre de los siete jorobados”, donde, cubierto con una peluca gris, representaba el papel de don Zacarías, uno de los dos arqueólogos que descubrían la ciudad subterránea que ,oculta bajo las calles de Madrid, habían construido los judíos en trance de expulsión (el otro, don Robinsón de Mantua, interpretado por Félix de Pomés era la presencia fantasmagórica que ponía a Basilio Beltrán, el protagonista encarnado por Antonio Casal, en el epicentro de una acción llena de misterios, y el tío de la bella Inés, a la sazón, su hija en la vida real, Isabel de Pomés). El Don Zacarías de Antonio Riquelme constituye uno de sus “tipos” distinguidos por representar magníficamente la atinada mezcla de campechanía y excentricidad bizarra que podría ejemplificar lo que podríamos llamar el “sello Riquelme”. La manera de decir los diálogos más estrambóticos con la mayor naturalidad, canturreando ridículamente, incluso, en la mejor tradición del “sabio distraído” resulta convincente y divertida a partes iguales.

Casanova, la valenciana CIFESA (“La antorcha de los éxitos”). Antonio Riquelme, como la práctica totalidad de la profesión, intervino en películas CIFESA en el periodo inmediato al fin de la Guerra Civil. Por orden cronológico, la primera de ellas sería la producción de Aureliano Campa Morán “El pobre rico”, una comedia dramática en la que un pobre hombre accede súbitamente a la riqueza y eso le trae el deshonor y la desgracia, dirigida por Ignacio F. Iquino y estrenada el 18 de mayo de 1942 en el Cine Callao de Madrid, con el matrimonio formado por Mercedes Vecino y José Jaspe en el reparto, acompañados por Mary Santpere y Roberto Font, que es el protagonista. En ella, Antonio Riquelme hace el papel de sereno, rol que no será la última vez que interprete. De ese mismo año, aunque no producida por CIFESA, sino tan sóloEspecial relevancia, en este periodo, lo tuvo la actividad de la productora de la familia distribuida por la productora valenciana, es la adaptación de “Los ladrones somos gente honrada” (estrenada en teatro sólo unos meses antes), película que vuelve a poner a Antonio Riquelme a las órdenes de Iquino, esta vez en un papel destacado, el de “El Castelar”, uno de los miembros de la banda de “El melancólico” (Manuel Luna), al que los nervios hacen hablar “en camelo”. De vuelta a CIFESA, señalemos dos periodos diferenciados: entre 1942 y 1944, Antonio Riquelme rueda bajo la dirección de Juan de Orduña preferentemente, plasmándose tal colaboración en tres títulos que suponen significativos ejemplos del concepto de comedia que su director propugnaba, “Deliciosamente tontos” (1943), en la que Riquelme hace un radiotelegrafista, “Tuvo la culpa Adán” (1944), donde hace el papel de Santos, y “Ella, él y sus millones” (1944), con protagonismo de Amparito Rivelles y Alfredo Mayo para la primera y de Rafael Durán y Luchy Soto y Josita Hernán para las dos siguientes. De las tres, probablemente la más interesante y compleja sea la última, con sensacionales actuaciones de José Isbert y Guadalupe Muñoz Sampedro, como los padres de una aristocrática familia al borde de la ruina que ve en la boda de una de sus hijas con un millonario de baja cuna que quiere entrar en la alta sociedad el medio de preservar su modo de vida. En ella, Antonio Riquelme se hace cargo del papel de Don Antonio, el eficientísimo secretario del millonario señor Salazar (Rafael Durán). En la etapa inmediatamente posterior de la películas CIFESA que rodó Antonio Riquelme destaca el hecho de que cuatro de ellas fueron dirigidas por Luis Lucia, un secretario de producción que, acostumbrado a ocuparse de cuestiones administrativas de los rodajes de las películas decidió pasar a dirigirlas él mismo. Ellas fueron “Un hombre de negocios”(1945), con Antonio Casal y Josita Hernán como protagonistas, “Noche de Reyes” (1948), con Carmen de Lucio y Fernando Rey, “La duquesa de Benamejí” (1949), con Jorge Mistral y Amparo Rivelles en un doble papel y “De mujer a mujer” (1950), con Ana Mariscal y, nuevamente, Amparo Rivelles, dando vida a las féminas del título. Se trata de películas de escasa repercusión, que marcan la etapa de decadencia de la productora. Antonio Riquelme tiene en ellas cometidos muy auxiliares, como el papel de cochero que hace en “Un hombre de negocios”, o el de “Ciemporros” en la adaptación de la zarzuela de Carlos Arniches y José Serrano, o de mayoral de diligencia asaltado por el pinturero Jorge Mistral en “La duquesa de Benamejí”, que el actor sabe resolver con aplomo y profesionalidad. En este último título (del que algo hablamos ya con motivo de la entrada dedicada a Valeriano Andrés), Riquelme tiene una de las réplicas más graciosas de la película (por lo demás, nada cómica), cuando, reprendido por el bandolero por no dejarse asaltar, contesta que él estaba intentando frenar, a lo que el asaltante aduce que ha visto cómo fustigaba a las mulas de su tiro, y entonces exclama: “Por eso les pegaba, por no obedecerme” Otras películas CIFESA en las que actuó Antonio Riquelme en esos años, fueron la adaptación de la obra de los hermanos Álvarez Quintero, dirigida por Gonzalo Delgrás “La boda de Quinita Flores” (1943), con Luchy Soto y Rafael Durán, “El hombre que las enamora” (1944), que dirigió José María Castellví y que, con protagonismo de Armando Calvo y Luchy Soto cosechó un éxito aceptable, llegando a sumar más de cincuenta días en pantalla, en Madrid. También aparece en la académica (y muy subvencionada, casi dos millones de pesetas) versión de “Don Quijote de la Mancha” (1947) que firmó Rafael Gil, representando un breve papel de porquero, prácticamente de figurante. Pero con el director de “La calle sin sol”, como veremos, tuvo colaboraciones mucho más jugosas.

Otras películas de la filmografía de Antonio Riquelme, rodadas bajo contrato con otras productoras, fueron, por ejemplo, “Tambor y Cascabel” (1944), realización del actor Alejandro Ulloa para el productor Teodoro Busquets, que distribuyó “Selecciones Capitolio”,con Luis Prendes como protagonista masculino (era el primer actor de la compañía de teatro del director y rodó alguna película más a sus órdenes) y Marta Santaolalla. En ella Riquelme tenía el papel del mayordomo José. “Noche decisiva”, una producción “Talía Films” distribuida por Chamartín, dirigida por Julio Flechner, estuvo sólo siete días en cartelera, en el cine Gran Vía. Protagonizaban Julio Peña y Guillermina Grin, una cargante historia de un aristócrata, cansado de su vida vacía, que decidía retirarse a un convento, pero al que el prior del cual (Ramón Martorí) instaba a darse un plazo de un año para reconsiderar tal ocurrencia. En el transcurso de ese plazo conocía a la mujer que había de labrar su felicidad. El papel de Antonio Riquelme, no muy extenso, era el de “Moutito”. De “Santander, la ciudad en llamas” (1944), ya hemos dicho que la dirigió Luis Marquina, y nos faltaba añadir que contaba en el reparto con Félix de Pomés, Rosita Yarza, Guillermina Grin y Luis Arroyo (hermano de Ana Mariscal) y que contaba una historia que formaba parte del género de “catástrofes”, muy mal resulta técnicamente, intentando remedar éxitos del estilo de las clásicas “San Francisco” (W. S. Van Dyke, 1936) y “Chicago” (Henry King, 1937). El personaje de Riquelme se llamaba “Coletín”. Se estrenó simultáneamente en los cines Sol, Bilbao, Tívoli y San Carlos de Madrid el lunes 18 de septiembre de 1944 aguantando únicamente siete días en cada sala.

De 1949 data “La Revoltosa”, primera versión que de la zarzuela del mismo título realizó José Díaz Morales (Florián Rey había dirigido la primera, en 1924), de la que hicimos mención a propósito de la no presencia de Ángel Picazo en la segunda versión que realizó el mismo director. En esta que nos ocupa hoy, rodada en blanco y negro, los papeles protagonistas correspondieron a Carmen Sevilla (jovencísima y guapísima) y Tony Leblanc (también muy joven y guapo), y Tomás Blanco en el papel del rijoso prestamista (papel que repetiría en la versión de los años sesenta). Como hermano fastidioso de la Mari Pepa, un apuesto Mario Berriatúa. Antonio Riquelme, revestido de un casticismo impecable, hace el papel de Tiberio, uno de los revolucionados vecinos de la protagonista, en regocijante comandita con Atenedoro (Paquito Cano, el futuro Locomotoro) y Cándido (Manuel De Juan).

Los años cincuenta. Los planes de desarrollo y la Guerra Fría

Todavía para CIFESA, que está por entonces, después de sus mayores éxitos, cayendo muy rápidamente en una profunda crisis, Antonio Riquelme rueda en 1951 “Una cubana en España” film con dirección de Bayon Herrera, “La leona de Castilla”, a las órdenes de Juan de Orduña, y “Lola , la Piconera”, firmada por Luis Lucia. Estos dos últimos títulos suponen, de algún modo, enseñas de la imparable decadencia de la productora. “La leona de castilla” es un ladrillo indigesto, un artefacto que tritura y machaca al espectador. Con un argumento que lucha contra sí mismo y un conflicto que no da lugar al espectador a sentir simpatía por ninguno de los personajes (los bandos del emperador Carlos I y de Los Comuneros son tan antagónicos entre sí como con el público) la película se hace interminable. Todo el dinamismo que hacía de “Agustina de Aragón” una cinta, en líneas generales, entretenida (quizá, en gran medida, porque la protagonista está mucho mejor definida y su aliado no es otro que el pueblo, totalmente ignorado, por el contrario, en “La leona de Castilla”), se convierte en este caso, en pura aridez. Para descargo de la memoria de Antonio Riquelme, su papel fue cercenado de la versión que se ofrece hoy en, por ejemplo, el canal “Somos”, a pesar de que su nombre sigue apareciendo en el reparto. De la película de Luis Lucia “Lola, la Piconera”, tampoco puede hablarse demasiado bien. Incluso, desde la perspectiva de este burgomaestre, el sufrimiento se hace aún mayor en los abundantes números musicales a cargo de su protagonista absoluta, Juanita Reina, y de un rigurosamente infecto número de danza que dura ocho interminables minutos inspirado en delirios gitanos. Con evidentes semejanzas con el mito de Carmen, estos amoríos de una gaditana con un oficial francés (Virgilio Teixeira) y otro español (Fernando Nogueras) truncados por la guerra de la independencia y las intervenciones del traidor afrancesado de turno, Juan de Acuña (Félix Dafauce) no gustaron al público y supusieron un revés considerable para su productora. Con todo, Antonio Riquelme protagoniza, en su breve intervención, uno de los pocos momentos memorables de la película cuando, al presentarse a un centro de reclutamiento para combatir al francés, “¡Domingo Carmona, de Sanlúcar”, como le dicen que hacen falta hombres “con arrestos”, replica: “¿Arrestos? ¡He salío a uno por semana en el cuarté!” Por lo demás, reseñar que en esta película, tan ambiciosa en lo artístico como lo fueron las joyas de la corona de la productora, contó con un reparto numerosísimo de primeras figuras y que, en papeles meramente funcionales, se encontraban nombres tales como los de Valeriano Andrés (vistiendo un uniforme que se nos pasó por alto, en el capítulo correspondiente, cuando le dedicamos su entrada) conduciendo ante el pelotón de fusilamiento a La Piconera, y al gran José Guardiola escoltando al emisario francés (Virgilio Teixeira) por las calles de Cádiz.

La década de los cincuenta supone una progresiva madurez del cine español. Empieza a atisbarse una cierta capacidad crítica, resguardada en la sátira y el humor, por un lado, y en una mayor ambición de hondura dramática, por otro. Al cine español se le empiezan a reconocer pretensiones de autoría al mismo tiempo que el aislamiento al que el régimen de Franco había llevado a España comienza a resquebrajarse, en gran medida, debido a una confluencia de intereses con el mundo occidental : el anticomunismo.

Testimonio de esa corriente anticomunista que recorría las manifestaciones artísticas más protegidas por el régimen fueron las películas de “Aspa Films”, la productora del guionista Vicente Escrivá, que contaron con Rafael Gil como director fundamental de sus producciones. A las órdenes de este director se puso Antonio Riquelme para rodar una serie de películas en las que cumplía admirablemente la función de proporcionar un interludio cómico (o semi-cómico) que aliviara algo la tremenda gravedad de los temas propuestos por Escrivá y diestramente filmados por Gil. Así, participa en la distinguida con el Primer Premio del Sindicato del Espectáculo, “La Señora de Fátima” (1951), para dar vida al comandante Carvalho, al mando del batallón Garibaldi, una especie de oficial de opereta que fracasa ridículamente en su intento de sofocar el fervor religioso popular por parte de las malignas autoridades anti-clericales, con el alcalde de Ourem, el cruel Arturo Santos Oliveira (Tito Junco). Un año después, en “Sor Intrépida”, Antonio Riquelme tiene a su cargo el papel de uno de los enfermos de los que debe cuidar la monja-cantante protagonista, según una línea de sus diálogos, “el decano de la sala”. La película, formada por dos partes bien diferenciadas, contaba en su primera mitad con un papel de “siniestra monja mala, en el fondo buena” ideal para Margarita Robles y en su segunda, que se desarrollaba en una leprosería en la India, con un papel también muy agradecido para el gran Félix Fernández, que hacía del padre José, misionero nacido en Madrid, de la calle de Cabestreros. “La otra vida del capitán Contreras”, estrenada en 1955, se salía un tanto del tono beatífico previo y relataba, siguiendo una historia original de Torcuato Luca de Tena, las aventuras de un renacido, tras tres siglos de reposo, oficial de los Tercios tan diestro con la espada como leal al sentido del honor, ajeno, por tanto a los cínicos manejos del siglo XX, al que encarnaba Fernando Fernán Gómez. Nuestro protagonista de hoy, en su papel de trabajador en las obras donde aparecía el ataúd del soldado, tenía, acompañado de otro operario al que prestaba su imagen el actor Antonio Moreno, la misión de despertar al mágicamente aletargado caballero. “A ver si así me puedo comer tranquilo las albóndigas”, comentaba cachazudo antes de destapar la caja del misterio, ante los temores de su pusilánime compañero. Ante la visión del despertar del soldado enterrado en 1650 su comentario no puede ser más certero: “¡Zambomba!”. Algo más enjundiosa es su participación en la otra película de aquel año de Rafael Gil, la ya comentada aquí con ocasión de las entradas dedicadas a Gerard Tichy y a Francisco Sánchez, “El canto del gallo”. Su papel de Hugo, el portero de la finca en la que se oculta el sacerdote Francisco Rabal, que asegura que“está en la Revolución. No es un juego de niños. Es una buena carrera” cuenta entre lo mejor del film y su enamoramiento y boda con la carnosa Carlota (Julia Lajos) constituye un intermedio muy disfrutable por todos los públicos, incluidos los contrarios a los dogmatismos del tándem Escrivá-Gil. El detalle sentimental que hace de la ceremonia nupcial (con la interpretación subversiva de la marcha de Mendelsohn, a través de una pared) un acontecimiento tierno y humano otorga a la extraña pareja de característicos una cierta categoría de clasicismo.

Con ser su papel en “El canto del gallo” tan entrañable como memorable, no debe Antonio Riquelme a Rafael Gil el mejor rol de su carrera, sino a otro director con el que había trabajado ya repetidamente. Luis Lucia le da en “Jeromín” (1953) el papel de su carrera al convertirlo en algo así como el preceptor de Don Juan de Austria, el hijo ilegítimo del emperador Carlos I (un infantil Jaime Blanch). Ciertamente, este personaje (“¿Nunca oíste hablar de Diego Ruiz? Pues ese soy yo”), que le valió a Antonio Riquelme un merecidísimo premio del Círculo de Escritores Cinematográficos (único galardón de su extensísima carrera), permitió al actor madrileño derrochar su inagotable catálogo de recursos expresivos, en una interpretación dinámica, brillantísima, llena de encanto. El Diego Ruiz de Antonio Riquelme, bravucón, tierno, gesticulante, es sencillamente antológico e inolvidable. Cuando a su protegido, a aquel niño que se coló en el equipaje de su señor, Luis Méndez de Quijada (Rafael Durán), mayordomo de Su Majestad Imperial, a aquel niño que larga tremendas parrafadas sobre la milicia y el honor se le reconoce en la corte española (ante un Adolfo Marsillach que hace uno de esos papeles que omite cuidadosamente en sus memorias, el de Felipe II), el orgulloso Diego Ruiz no puede menos que exclamar a quien tiene al lado: “Ya lo véis, ¡príncipe, nada menos! Pues aquí donde me veis, yo soy su madre”.

La presencia de Antonio Riquelme en el cine español a lo largo de la década de los años cincuenta es tan frecuente que dar cuenta detallada de ella excede con mucho las posibilidades de este weblog. Téngase en cuenta que los títulos en los que participa totalizan unas sumas que oscilan entre los cinco de 1957 y los once de 1955, dándose en 1954, 1956 y 1959 la bonita cantidad de ocho películas en su haber y la redonda cifra de ocho en 1958, dejando para 1952, la cuenta en siete y en 1953, en seis. Son demasiadas películas para comentarlas aquí. Digamos, simplemente, que actuó para directores de todas las categorías, con prestigio recién adquirido en su momento, con veteranos que lo tenían de antiguo y con directores que nunca lo tuvieron ni lo tendrán. Así, estuvo presente en la película de debut del autoproclamado “genio” del cine Manuel Mur Oti, en su interesante “Cielo negro” (1951), en una breve intervención, haciendo del churrero que le da sus gafas a la protagonista, Emilia (Susana Canales), cuando las ha perdido, al desatarse el aguacero en la noche de verbena que pasa con su amor platónico, al que encarna Luis Prendes. Ese mismo año ha actuado en “La Trinca del aire”, revisión de Ramón Torrado de su éxito “Botón de ancla” trasladando idénticos protagonistas del mar al aire y cosechando unos resultados comerciales muy inferiores. En ella, Riquelme se limita a una aparición puntual, como vendedor de jaulas que despacha una a Fernando Fernán Gómez, para su gallina. Ese mismo año 1951 también ha participado en otra nueva versión de un viejo éxito, en la que Hugo del Carril protagonizó y dirigió de “El negro que tenía el alma blanca”, película a la que nos referimos en la entrada dedicada a Félix Fernández. El papel de Riquelme es el del señor Bélmez, una vez más, el de secretario, en este caso del empresario teatral del “Teatro del Sainete”, papel que desempeña Manuel Arbó.

En 1953, el mismo año en el que Luis Lucia dirigió a Antonio Riquelme en su mejor papel en “Jeromín” y un año después de haber rodado juntos “La hermana San Sulpicio”, lo tuvo también a sus órdenes en “Aeropuerto”, una película de protagonismo coral en la que el flaco actor madrileño interpretaba a un comisario que hacía sudar tinta al exiliado en México Manolo Morán, sin pretenderlo, naturalmente, pues, como es bien sabido, en la España de Franco no se perseguía a nadie. Tan campechano es el comisario que, en realidad, sólo ha convocado al residente en México para encargarle que le lleve un sonajerito a su hermano, que acaba de ser padre de un bebé en Cuernavaca. Con el director de “La trinca del aire”, Ramón Torrado, vuelve a colaborar en repetidas ocasiones, a lo largo de la década, Antonio Riquelme. Lo hace en la divertida “Nadie lo sabrá”(1953), con Fernando Fernán Gómez de protagonista, un contable que trata de aprovechar un atraco para descuidar una parte del botín en su propio beneficio. En ella, Riquelme interpreta a un puntilloso empleado de correos que pone toda clase de impedimentos a que el angustiado protagonista (acosado por los atracadores, un trío formado por Raúl Cancio, Fernando Sancho y Pepe Nieto) recupere el paquetito en el que había enviado el dinero de vuelta a su legítimo dueño. También interviene en “Amor sobre ruedas” (1954), como pasajero del taxi que conduce Pepe Blanco que aprovecha que éste conduce charlando a la vera del taxi de su compañero Xan Das Bolas para ligar con las señora gorda que el taxista gallego está transportando.

Antonio del Amo, el inmediato difusor de las increíbles hazañas del prodigioso niño cantor, Joselito, dirigió a Antonio Riquelme en una breve intervención en su film “Puebla de las mujeres” (1953), recordable por su numeroso reparto femenino que incluía a Amparo Soler Leal debutando ante las cámaras en el papel de hija de su madre en la vida real, Milagros Leal. El papel de Riquelme consiste en una eufórica expresión de su forofismo matritense, pues aparece apara jalear al forastero Rubén Rojo cuando éste, finalmente, accediendo a las presiones se pone a torear una vaquilla en el pueblo del título, con expresiones como: “”¡Venga, paisano, viva Madrid, que es mi pueblo!”. Arturo Ruiz Castillo, por su parte, dirigió a Antonio Riquelme en un insignificante papel de la magnífica “La laguna negra” (1952), película que compareció ya en este weblog en la primera entrada dedicada a los actores españoles y en la de Tomás Blanco, y en la muy interesante “El guardián del paraíso” (1955), en la que incorpora el papel de “El Solomillo”, apodo al que se hace acreedor Rodolfo García por su oficio de carnicero “y no por la línea”, como él mismo puntualiza. Sus intervenciones consisten, sobre todo en terciar en las discusiones entre el taxista Pepe Isbert, taurino contumaz, y el chulapo Antonio Ozores, más bien futbolero, a la voz de “¡Cultura, cultura y reposo! La lengua no ofende, las bofetadas, sí”. El personaje, uno más de su extensa galería de castizos, celebra en un momento de la película su primer lustro de matrimonio con su esposa, a la que encarna Matilde Muñoz Sampedro.

José Luis Sáenz de Heredia, el director franquista por antonomasia, ya ha dirigido a Antonio Riquelme en “Las aguas bajan negras” (1948), cuando le requiere para el papel de sereno en “Los ojos dejan huellas” (1952), interesante film de suspenso en el que Raf Vallone induce a un suicidio figurado (que resulta real) a un inspiradísimo Julio Peña. Riquelme, en su papel anónimo se encarga de informar al protagonista del alcance real del altercado en que ha intervenido el débil personaje de Julio Peña, que él cree que ha terminado teniendo consecuencias fatales, lo que le llevará a aceptar la propuesta de suicidio simulado de su amigo. Riquelme, cuyo gusto en lo relativo a mujeres ha quedado patente tanto en la escena como en la vida real, se permite comentar, a propósito de la pelea que ha presenciado entre dos hombres: “Yo es que hay cosas que no las entiendo, porque es que ella está delgadísima”, dejando patente que le parece inconcebible que dos individuos lleguen a las manos para disputarse los favores de una mujer anémica.

Antonio Riquelme actúa a las órdenes del gran Ladislao Vajda en “Las aventuras del barbero de Sevilla”, del no menos grande Luis García Berlanga en su proyecto nevilliano “Novio a la vista” y del no menos excelso Juan Antonio Bardem en su modesta “Felices Pascuas” en el mismo año 1954.

Para el director Rafael J. Salvia, actúa Riquelme en “¡Aquí hay petróleo!”, intento de reeditar el éxito de “¡Bienvenido míster Marshall!”, con otra fábula en la que un pueblo ve llegar y pasar de largo la prosperidad en la que nuestro delgado protagonista de hoy hace el papel de Timoteo Cano. Igualmente con Manolo Morán de protagonista, el mismo año 1956 se rueda “Manolo guardia urbano”, film sumamente popular que crea un icono de su personaje principal, símbolo de un tipo de valores humanos basados en el ternurismo sencillo y accesible. A su galería de personajes, que incluye un sacerdote aficionado a las quinielas (Pepe Isbert), a dos veteranos del ejército (Nicolás D. Perchicot y Mariano Azaña), a un limpiabotas (Ángel de Andrés), a un cartero (Mario Morales), a un dependiente de una mantequería (Tony Leblanc) y a un largo etcétera, contribuye Antonio Riquelme con su creación de un tipo cargado de patetismo, el alcoholizado concertista de violín Orfeo quien, ni que decir tiene, terminará, tras haber estado “sableando” a Manolo toda la película , rehabilitándose de la mano del simpático cura que ha acertado una quiniela de catorce, con cuyo premio podrá poner en marcha su proyecto de hacer una residencia para los niños pobres. Algo menos mítica, pero también muy popular fue la película dirigida por José María Elorrieta “El fenómeno”, estrenada igualmente en 1956, en la que Riquelme constituye la sociedad “Rodríguez y Fernández, agentes deportivos” como Marcelo Rodríguez, con Ramón Fernández, a quien encarna Juan Calvo. Esta comedia de ambiente deportivo ponía nuevamente a Riquelme junto al insigne Fernando Fernán-Gómez, que hace el papel de un científico tomado por un astro extranjero del fútbol. Luis Lucia vuelve a reunirlos, un año después, en la adaptación de la comedia de Jardiel Poncela “Un marido de ida y vuelta” y tanto Edgar Neville en el episodio del limpiabotas de “La ironía del dinero”, como Antonio Román en “Bombas para la paz”, estrenadas ambas en 1959, vuelven a tener a los dos actores compartiendo plano. En este segundo film, que describía de algún modo la postura excéntrica de España en el concierto mundial, Antonio Riquelme hacía un descoyuntado papel de loco con instintos destructivos que el científico Alfredo (Fernando Fernán Gómez) aprovechaba para hacerle arrojar sus “bombas para la paz”, un invento de su finado maestro (Félix Fernández) que consigue crear la concordia donde antes había conflicto. Riquelme, completamente desatado, tiene a su cargo jubilosas expresiones de su desquiciada personalidad. La inminencia de la tercera Guerra Mundial le hace exclamar: “¡Ya me parece estar oyendo los primeros cañonazos! ¡Bum, bum, bum! ¡Ja, ja, ja, ja!” Cuando dos fornidos enfermeros logran llevárselo consigo, les grita: “¡Aunque me detengáis no lograréis impedir la guerra, majaderos!”. Y ya en la sede de las Naciones Unidas, en medio de los debates, una intervención del representante de los Estados Unidos (Jesús Puente) le provoca un requiebro: “Hombre, eso está bien: ¡el desarme armado!”

En el año 1958, formando parte de la decena de títulos que rueda Riquelme, encontramos uno dirigido por un realizador que todavía no había tenido al nuestro protagonista de hoy a sus órdenes, Ramón Comas, que firma “Historias de Madrid”, una cinta en la que Antonio Riquelme se halla, naturalmente, a sus anchas, embebida de casticismo tópico, pero que él hace incuestionablemente real. Su papel en esta historia de casa madrileña de vecinos acuciados por el desahucio es el de don Sergio, un veterano que de joven soñaba con ser un héroe y con tener una estatua dedicada como Cascorro. Casado, nuevamente, como en “El guardián del paraíso” con Matilde Muñoz Sampedro, cuenta batallitas de la guerra de África y toca diana con su corneta. Otro film, de aquel año 1958, en cambio, vuelve a reunir a Riquelme con un viejo conocido, Ignacio F. Iquino, que le dirige nuevamente, muchos años después de aquel “El pobre rico” de 1942, en “Secretaria para todo”, comedia de escasos vuelos que desaprovecha concienzudamente el talento de sus actores, una guapísima Carmen Sevilla, Antonio Casal, Tony Leblanc y Antonio Garisa, en la que Antonio Riquelme se limita a representar el papel de taxista que lleva a recorrer los cabarets a la esposa de Antonio Casal (Licia Calderón) que se ha presentado inopinadamente cuando su marido había presentado en su puesto a una suplantadora (Carmen Sevilla) a un hombre de negocios norteamericano (Frank Latimore).

Los años sesenta: Un poco de color. El desarrollismo y El Nuevo Cine Español

Habiendo participado en películas tan populares como “Los tramposos” (Pedro Lazaga, 1959), “El día de los enamorados” (Fernando Palacios, 1959) o “¿Dónde vas, Alfonso XII?” (Luis César Amadori, 1958), donde hace el papel, muy idóneamente, de “madrileño”, a Antonio Riquelme no le faltaba nada más que acceder a participar en alguna muestra de “cine de autor” o de lo que se llamó “Nuevo Cine Español”, cosa que sucederá en los años sesenta al integrar el reparto de “El cochecito” (Marco Ferreri,1960) y de “El espontáneo” (Jordi Grau, 1963). Simultáneamente, continúa colaborando con los viejos profesionales, como José Luis Sáenz de Heredia, para quien actúa en “Fray Torero” (1966) y participando en comedias comerciales, como en “La pandilla de los once” (Pedro Lazaga, 1963), rodeado de compañeros entrañables, o en artefactos “con famoso dentro”, como la infecta “Jugando a morir” (José H. Gan, 1966), o en meras “puestas al día” como “La Revoltosa”(José Día Morales -¡otra vez!- 1963) .

De “El cochecito”, la magistral traslación a la pantalla de la novela de Rafael Azcona (Logroño, 24-10-1926; Madrid, 23-3-2008) se ha escrito mucho y afortunadamente es un filme muy bien conocido, por lo que nos limitaremos a señalar que el cometido de Riquelme consiste en interpretar a don Julio, el médico de cabecera que atiende desde siempre a la familia Proharán y que reconoce someramente a su patriarca, don Anselmo (Pepe Isbert), quitando importancia a sus simuladas dolencias: “Si tienes unas piernas de ciclista”, le espeta. Cuando el quejoso y falso paciente insiste en que necesita un coche, replica sin alterarse “No seas animal, Anselmo. En un coche te anquilosarías. Nada, nada. Una buena purga y ya está” . En el film de Jordi Grau citado, Antonio Riquelme hace un papel episódico de pintor de brocha que, subido en un andamio, está pintando un enorme anuncio de Coñac Terry y que mantiene una conversación que acaba en una disputa con intercambio de insultos, desde la distancia que les separa, con el protagonista, Paco (un muy convincente Luis Ferrín), el joven botones que ha sido injustamente despedido y que atraviesa la película deambulando por un mundo hostil e inhóspito y que termina empitonado por un toro cuando, en un intento desesperado por salir de la miseria moral que le rodea se ha tirado al ruedo, como espontáneo. Se trata de un film que exploraba muy oportunamente las posibilidades del “Nuevo Cine”, pero que no despreciaba los buenos oficios de los profesionales de la interpretación de siempre y que contaba con una factura más que digna. Tras su primer largo de ficción, “Noche de verano” (1962), esta película habría permitido concebir serias esperanzas a propósito del futuro profesional de su director, pero no se vieron, lamentablemente, refrendadas por el resto de su filmografía que se movió entre la comercialidad más impersonal y la irrelevancia. José Luis Sáenz de Heredia, partiendo de una situación opuesta a la del joven Jordi Grau, es decir, siendo un veterano que había gozado de prestigio y consideración oficiales, se encontró, en 1967, en una momento de desorientación semejante. Ese humor agrio que había estado siempre en él y en su cine, que había estropeado completamente la presunta alegría que debía anidar en sus comedias y que había hecho prevalecer siempre el uso del blanco y negro en sus películas (siempre se mostró el director de “Raza” contrario al color), estaba muy presente en “Fray torero” (1966), una película que contaba con un reparto excepcional, de auténtico lujo, pero que se despeñaba entre la acritud de la personalidad de su director y lo rancio del material original escogido para el proyecto, una comedia de Ramón Peña y Ramón López Montenegro estrenada en el Infanta Isabel de Madrid en 1916 titulada “Los gabrieles”. La película narra el conflicto que surge en un pueblecito cuando un financiero (Valeriano Andrés) se propone construir una gasolinera en el preciso lugar donde la orden de los gabrieles tiene su convento. La población creyente apoya a los frailes, pero hay una facción, capitaneada por Bernardo Lanuza (Agustín González), el secretario del alcalde (José María Prada) que se beneficiará económicamente, que se propone hacerles abandonar su lugar de retiro. En ese empeño, cuenta con la ayuda de un “gang” que se hace llamar “Los Intocables”, formado por José Sazatornil, Manuel Alexandre y Rafael Hernández. Los frailes, una verdadera colección de leyendas de la escena española, con Manuel Dicenta al frente, Roberto Font, Joaquín Roa, Pedro Porcel, José Alfayate, Félix Fernández y el propio Antonio Riquelme como Fray Servando, tienen a un novicio que no es otro que el diestro Paco Camino, al que se le despertará la vocación al toreo cuando la congregación tenga que acoger a unos toreros que son Sancho Gracia y su subalterno “El Mellizo” (Antonio Garisa). Al final, todo el mundo es teóricamente feliz porque el joven matador (que tendrá que superar el acoso de veleidades femeninas) triunfa, la gasolinera se construye y los frailes conservan su convento. Pero la amargura que a José Luis Sáenz de Heredia le sale en cada golpe de claqueta impide que el espectador, por bien intencionado que sea, encuentre nada gratificante en la película, cuyo reparto, insistimos, es, sin embargo, excepcional (a los citados habría que añadir, en papeles de corta extensión, a José Marco Davó, José Orjas, Adriano Domínguez, Vicente Bañó y Mercedes Barranco, entre otros).

Las dos últimas películas en las que intervino Antonio Riquelme, estrenadas en 1967, el año del Sgt. Peppers de los Beatles, representan dos apuestas musicales aparentemente de signo opuesto: "La niña del patio", un producto dirigido por el gallego Amando de Ossorio de ranciedumbre acrisolada, con viejas glorias de la tonadilla como Estrellita Castro, Juanito Valderrama y Pepe Blanco en el reparto, y "Buenos días condesita", una historia de simulaciones apoyada en factores de plena actualidad comercial, como la juvenil y refrescante belleza de Rocío Durcal, la música del conjunto "Los Brincos" y un todavía popular Vicente Parra. Con notables puntos de contacto con "Un gángster par un milagro" (Frank Capra, 1961) y, naturalmente, con su versión anterior "Lady for a day" (Frank Capra, 1931), "Buenos días condesita" cuenta, bajo la direcicón de Luis César Amadori, cómo una serie de personajes del Rastro madrileño, de extracción humilde, se hacen pasar por aristócratas para secundar la impostura de su compañera "La Condesita" (Rocío Durcal). Así, capitaneados por Gracita Morales, que hace el papel de su amiga, Jesús Guzmán, Carlos Casaravilla, Josefina Serratosa, Pilar Gómez Ferrer, Miguel Armario y Antonio Riquelme (que hace el papel de "Anaclepto", así llamado por su cleptomanía) tienen que representar ante una suspicaz Aurora Redondo el papel de miembros de la aristocracia. Para ello toman prestado el palacio que vigila el anciano abuelo de la protagonista (Nicolás D. Perchicot). El causante del enredo es el disoluto y mujeriego Vicente Parra, que encesita presentar una novia formal y de sangre azul para mantener su ritmo de vida, y el instigador de la superchería, el siempre socarrón Antonio Garisa. La irrupción en la elegantona recepción de los auténticos dueños del palacio (unos estupendos Rafael Bardem y Ana María Custodio -que se reunía con Riquelme nuevamente, treinta y un años después de "El bailarín y el trabajador") hace presagiar el desastre, pero, como es natural, la bondad y el amor triunfan y el final feliz se consuma, tanto en la película, como en la carrera profesional de ese enorme actor, de esa entrañable y perenne presencia, grata y confortable, de Antonio Riquelme Salvador.

Epílogo: De manera totalmente involuntaria, Antonio Riquelme formó parte de uno de los tristísimos y ridículos episodios propios del régimen franquista al ser integrante del reparto de "El crucero Baleares"(1941), película dirigida por el ex militar Enrique del Campo. Film rodado con profusión de medios, al que no se le escatimaron recursos materiales ni técnicos, sólo fue proyectado una sola vez, en la pomposa gala de estreno, ya que fue suspendido y retirado de inmediato por órdenes tajantes de las autoridades del Ministerio de Marina y prohibido definitivamente el 6 de noviembre de 1948. El papel de Riquelme en tan desdichado título, que había pretendido rendir homenaje a las gestas marineras del bando rebelde en la pasada Guerra Civil, era el de "El político". Un naufragio en toda regla

Antonio Riquelme también formó parte del elenco de "Sol y sombra de Manolete", una película que se empezó a rodar entre 1944 y 1945 con el famoso diestro cordobés como protagonista, con Abel Gance en la dirección, pero que nunca se llegó a concluir.

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