Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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lunes, septiembre 29, 2008

Grandes repartos: "El gran galeoto"

NOTA PREVIA: dentro del caótico rumbo que, obediente a la deriva de la voluntad de quien lo alimenta, sigue este weblog, se distinguen en sus entradas, hasta el momeno, dos variedades. Una, la más habitual, consistente en glosar la carrera y trayectoria vital de un actor o actriz; la otra, a la que este burgo bautizó como “Galería”, se limita a comentar alguna imagen cuyo contenido represente por sí misma algún aspecto destacable dentro del tema de los actores españoles. Con la presente entrada, añado una nueva modalidad, a la que he puesto el nombre de “Grandes repartos”, en la que, como su nombre indica, se tratará de dar relación, lo más completa posible, de los integrantes de algún reparto en concreto que, por el caprichoso criterio de este burgo, parezca especialmente representativo de una época, de un estilo o de una facción determinados, dentro del cine, la televisión o el teatro españoles.

Drama decimonónico
Melodrama de época, sólido, cimentado sobre una base literaria, bendecida con el Premio Nóbel, de José de Echegaray, “El gran galeoto” (1951), cuyo estreno se verificó en el cine Callao de Madrid el 15 de octubre de 1951, forma parte del periodo más fecundo y brillante del cineasta Rafael Gil. Afortunada conjunción de los esfuerzos de un buen número de profesionales técnicos y artísticos, esta producción “Intercontinental Films”, que se rodó entre los meses de diciembre de 1950 y abril de 1951en los madrileños estudios Ballesteros y en exteriores en Madrid y Bilbao, tiene en su gran reparto una de sus más destacadas y valiosas virtudes, mas no siendo la única, ni mucho menos. Sus dos directores de fotografía, el ruso Michael Kelber para las escenas de interiores y el austríaco Enrique Guerner, para los exteriores; el músico, Manuel Parada, y el decorador, Enrique Alarcón, se cuentan entre los mejores de su profesión de todos los tiempos y en cuanto a la excelencia de los figurines diseñados por José Luis López Vázquez (sí, el inconmensurable intérprete de tantas grandes películas), los resultados en la pantalla son suficientemente elocuentes. Para elaborar el guión cinematográfico, Rafael Gil contó con la muy estimable colaboración de José Antonio Pérez Torreblanca, que se encargó de adaptar el drama en verso de Echegaray, y para auxiliarle en la dirección del film, contó con José Luis Robles y el luego autor de sus propias películas, Pedro Luis López Ramírez.
Rafael Gil, siempre proclive a edificar sus proyectos sobre bases literarias de indiscutible firmeza, que en 1951 ya había llevado al cine a Wenceslao Fernández Flórez, a Cervantes, a Jardiel Poncela, a Armando Palacio Valdés, a Vicente Blasco Ibáñez, a Jacinto Benavente o a Pedro Antonio de Alarcón, debía ver en la obra de José de Echegaray un valor comercial seguro, a tenor de que había sido ésta repetidamente adaptada para el medio radiofónico con invariable éxito. Con la perspectiva de hoy, sin embargo, “El gran galeoto”, estrenada el mismo año en que se produjeron los estrenos de “Día tras día” (de Antonio del Amo) y “Surcos” (de José Antonio Nieves Conde), dos apuestas por un cine de raíz neorrealista, que intentaba aproximarse a la realidad cotidiana, se percibe que nació ya anticuada, lo que, por otra parte, es un mal que se remedia con el paso de las décadas. En 1951, dando cuenta del estreno, Alfonso Sánchez publicó en “El Alcázar”: “Rafael Gil ha cuajado una realización importane. Es, quizá, su mayor acierto la disciplina que ha impuesto a los actores para limitar cualquier fácil exceso declamatorio, el punto justo en que frena las escenas para que sean justa expresión de la época sin caer en ridículo, el clima en general de contención que preside obra tan peligrosa”. En parecido sentido se expresaban “Donald” (Miguel Pérez Ferrero) en ABC y “Graciella”, en “Dígame”. Los tres críticos destacaban la habilidad de Rafael Gil para hacer admisible un drama tan folletinesco sin pretender trasladarlo a la época actual, sino ambientándolo escrupulosamente en la época original de la acción (hacia 1890). En pleno siglo XXI, la película “El gran galeoto” continúa siendo la misma obra intemporal, magníficamente narrada, interpretada ajustadamente y ambientada con iguales rigor y gusto. Valores que, quizá sí, es cierto, la convierten en una pura antigualla.

Lo narrado
“El gran galeoto” cuenta la historia de cómo se unieron las vidas de Ernesto Acedo (Rafael Durán), el ocioso y adinerado hijo del naviero don Ángel Acedo y de la primera actriz Teresa La Bisbal, que abandonó la escena para casarse con el banquero y parlamentario don Julio Villamil, precisamente por causa de la maledicencia que había propagado sus inexistentes amores adúlteros. La acción se inicia cuando Ernesto está asistiendo a cada función de la actriz, abandonando la localidad en el momento en que ésta hace mutis. El joven corteja a distancia a la diva mientras que ella se compromete con el prócer Villamil (José María Lado) pese a la notable diferencia de edad que los separa. Paralelamente, el padre de Ernesto le hace abandonar Madrid pretextando que le necesita a su lado por causa de los negocios, por los cuales intenta que su vástago tome algún interés, y le envía a Inglaterra y a Bilbao. Ernesto, que no se apasiona en absoluto por la construcción de barcos y sí por la composición de operetas, tiene un fuerte enfrentamiento con su padre, el cual se obstina en hacerle sentar la cabeza (“Nosotros hemos sido siempre gente de trabajo”, aduce don Ángel, despreciando a los bailarines con quien trata su hijo –“¡Esos titiriteros!”). Tras la ruptura paterno-filial, se produce un atentado anarquista como consecuencia del cual, don Ángel resulta malherido. Agonizante, hace prometer a su hijo que tomará la recta senda del trabajo honrado y que, sobre todo, se dejará aconsejar por su amigo don Julio Villamil, quien le ayudará a llevar a buen puerto su sociedad naviera. Ernesto, incapaz de negarle nada a su padre en situación tan delicada, accede a sus deseos. Cuando acude a don Julio, éste le auxilia sabiamente en el consejo de dirección de su empresa y salva la papeleta con su experiencia. Don Julio, además, al pasar a administrar los negocios de los Acedo obtiene una sólida posición que le beneficia en un momento difícil de sus propias finanzas. Ernesto debe establecerse en Madrid y don Julio le abre las puertas de su casa. Entonces se produce el inesperado encuentro del joven con su todavía amada Teresa. Muy pronto, la convivencia entre los tres produce un río de comentarios en la sociedad matritense, que se acrecienta al “perderse” los dos jóvenes durante una jornada de caza, cuando don Julio ha sufrido un accidente y se hace patente la ausencia de Ernesto y Teresa. De ese incidente surge una coplilla que los enemigos políticos de don Julio se encargan de convertir en un “Schotis” que rápidamente adquiere gran popularidad, “De campo, ¿eh?”. La situación va haciéndose tan insostenible que Ernesto termina por establecerse en otra casa, pero ello no hace sino dar más alas a la difamación, que les cuesta a los implicados sonrojos varios y hasta una bronca en el parlamento, que demuestra que ni siquiera en un ámbito presuntamente respetable, sirve de nada la argumentación seria contra la burla difamatoria. Finalmente, el propio don Julio duda de la honradez de su esposa y se interpone en el duelo que había concertado Ernesto con el más encarnizado adversario de Villamil, el bellaco vizconde de Nebreda (Fernando Sancho). Villamil muere en el lance, convencido de la culpabilidad de su esposa y del amigo que acogió en su casa. A continuación, Ernesto mata a Nebreda y, finalmente, se une irremediablemente con Teresa, viuda y arrojada de su casa por la familia Villamil, resultando así que los rumores malintencionados obtienen el resultado inesperado de unir aquello que no estaba destinado a hacerlo.

El elenco. Papeles principales
Encabezando el reparto de “El gran galeoto” hallamos a la tan bella como inteligente Ana Mariscal (Ana María Rodríguez Arroyo, Madrid, 1921-1995), que ya era una veterana (tras haber debutado, como vimos en una entrada anterior, de la mano de su hermano mayor, Luis Arroyo, en “El último húsar”-1941-) y que se encontraba en aquel entonces rivalizando con Amparo Rivelles por la supremacía en el terreno de las primeras actrices del cine español y a punto de iniciar su carrera de directora, cosa que habría de acontecer con el rodaje de “Segundo López, aventurero urbano”, un año después del estreno de “El gran galeoto”. A su lado, Rafael Durán (Rafael Durán Espayaldo, Madrid, 1911-Sevilla, 1994), el galán indiscutiblemente predilecto de Rafael Gil para sus dramas de época y de Juan de Orduña para sus comedias frívolas de principios de los cuarenta, un fenomenal actor que tras iniciarse en el teatro, educó y forjó su excelente voz como doblador a las órdenes de Gonzalo Delgrás en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer de Barcelona. Un galán que hoy puede parecer encorsetado y excesivamente rígido, pero que hacía perfectamente inteligibles todas y cada una de las sílabas que pronunciaba, y que era capaz de encarnar con convicción las más desopilantes personalidades, arrebatadas de pasiones en las que, paradójicamente, el sexo no tenía cabida; capaz de, con un golpe de ceja y sin despeinarse jamás, defender el honor y la virtud contra todas las acechanzas. Anticuado, sí, pero lleno de encanto. El tercer vértice del triángulo de “El gran galeoto” lo constituye José María Lado (José María Lado Rodríguez, La Habana, Cuba, 1895, Madrid, 1961), otro de esos actores de carácter que son como una roca a la que cualquier película puede aferrarse sin temor a naufragar. Como su compañero Rafael Durán, Lado también cultivó el doblaje y su personalidad, siempre amparada en la cobertura de una exigente amargura, resultó eficacísima para componer malvados “con fondo” y gente, en general, maltratada por la suerte y, a menudo, resentida. En la película de Rafael Gil (quien, por cierto, volvería a contar con José María Lado en el mismo año 1951, para la exitosa “La señora de Fátima”, rodada a continuación y estrenada tan sólo una semana después de “El gran Galeoto”, en el cine Avenida de Madrid) de la que nos ocupamos hoy, en forma aparentemente sorprendente, la voz de José María Lado ha sido sustituida por la del excelente doblador José María Oviés, decisión que no sabemos si obedeció a la incompatibilidad de la agenda del actor original pero que no sólo no afectó negativamente al resultado final sino que, podemos afirmar sin reticencias, resultó muy beneficiosa, pues la de Oviés es una voz mucho más adecuada al personaje del noble Julio Villamil que la agria (y agrietada) de José María Lado.
En el reparto de “El gran galeoto” nos encontramos con que, al examinarlo someramente, aparece marcado por la presencia de actores de doblaje. Llevamos citados ya tres y el cuarto no es otro que Ramón Martori, la inolvidable voz de Julio César en el clásico de Mankiewicz (que, por cierto, acaba de aparecer en DVD, con su doblaje original, por lo que sugiero que corran a comprarlo), que interpreta a don Ángel Acedo, el padre del protagonista, en una interpretación conmovedora y llena de convicción, especialmente cuando defiende los valores tradicionales del trabajo frente a la actitud vital, algo bohemia, de su vástago. A Ramón Martori (Ramón Martori Bassets, Barcelona, 1893-1971) lo mencionamos ya, con ocasión de la entrada dedicada a José Sepúlveda por su participación en la película de Juan de Orduña, “El padre Pitillo” y, como podríamos decir de los demás actores aquí citados a los que todavía no les hemos dedicado una entrada, volveremos a hablar de él, más extensamente, cuando se la dediquemos.
El villano principal del drama no es otro que el muy prolífico actor aragonés Fernando Sancho (Fernando Sancho Les, Zaragoza, 1916, Madrid, 1990), quien interpreta al pérfido vizconde de Nebreda. Tocado con una peluca que recuerda ligeramente a la de Harpo Marx, este actor eminentemente físico (que, por cierto, también hizo doblaje en sus comienzos) tiene la misión en “El gran galeoto” de encarnar la más abyecta cara del desprecio por la verdad y la razón, protagonizando en la secuencia previa al final un prolongado duelo a espada (tres minutos perfectamente coreografiados por el maestro de esgrima Ángel Monis) con el protagonista Rafael Durán, el cual duelo finaliza siendo defenestrado y expirando en un plano muy semejante al que protagonizó un año antes en “Agustina de Aragón” (1950), reventado, en el suelo, expulsando sangre por la boca. De cierta relevancia es también el papel asignado a Juan Espantaleón, como don Severo Villamil, hermano de Julio, el marido cuya honorabilidad está en entredicho en “El gran galeoto”. Juan Espantaleón (Juan Espantaleón Torres, Sevilla, 12-3-1885- Madrid, 26-11-1966), que había debutado en la escena con tan sólo doce años de edad y que se retiraría, precisamente, en el año de estreno de “El gran galeoto”, fue uno de los actores bajo contrato con Cifesa en la etapa dorada de la productora valenciana, cuyos servicios Rafael Gil requería siempre que podía (nada menos que en quince títulos en sólo diez años, entre 1942 y 1951), solía obtener roles que parecían destinados a su lucimiento, oportunidad que no desaprovechaba nunca. Su personalidad, habitualmente cargada de paternalismo y perfectamente respaldada por un físico que inspiraba confianza, que traslucía respetabilidad, en las situaciones difíciles, que rezumaba bondad, cuando convenía y campechanía, cuando era oportuno, era perfectamente utilizada en papeles de cierta responsabilidad. Sus advertencias en el film aquí comentado, sobre el bochorno que se está suscitando entre la opinión pública con motivo de la situación que se vive en el domicilio del matrimonio Villamil están dichas con admirable gracia y disimula perfectamente que es su propio beneficio el que está salvaguardando cuando recomienda a su hermano que no acuda al parlamento a defender sus proyectos, pues la ruina de don Julio representa la suya propia y la de su mujer, Mercedes, y de su hija, Castita.

El elenco. Papeles "de reparto"
Entre los distinguidos próceres, parlamentarios y señores más o menos ociosos que, como modistillas, comentan la actualidad en reuniones llenas de patillas y bigotazos, encontramos al enorme Antonio Riquelme (que contó con nuestra voluntariosa atención en su correspondiente entrada) , haciendo la pantomima del sordo, armado para el efecto con una trompetilla y auxiliado en su número por el orondo y siempre excelente Ángel Álvarez (Ángel Álvarez Fernández, Madrid, 1906-1983), un actor que había comenzado en el oficio tras haber sido miembro de la Junta del Espectáculo del Madrid asediado durante la Guerra Civil, en calidad de publicista y autor teatral . No menos entrado en carnes, y mucho más impertinente, Manuel Requena (Manuel Requena Mendoza, Alicante, 1891 – Madrid, 1969) inicia la burla más sangrante contra el diputado Villamil al entonar la coplilla injuriosa en plena sesión del Parlamento, consiguiendo el efecto deseado de boicotear su intervención. Félix Fernández, uno de nuestros más queridos cómicos, al que ya dedicamos una rendida entrada, tiene a su cargo el papel de Enciso, el autor de la coplilla difamante, y cabe decir que su recitado de la letra es digno de su genio y hasta consigue hacer parecer ingeniosa una rima absolutamente inocua. Uno de los que más celebran la ocurrencia de Enciso es el señor Alcaraz, a quien da vida el frívolo Raúl Cancio (Ceferino Cancio Amunárriz, Donostia, 1911-1961), en uno de sus habituales cometidos de aquello que podríamos catalogar como “un papel de amigote”, el cual se ocupa de que el maestro Guillén ponga música a la letra de Enciso. De la partida de “canallas con levita” es Uceda, a quien da vida Fernando Fernández de Córdoba (Madrid, 1897-1982), el tristemente célebre actor que leía los partes de guerra de la zona nacional y que, por tanto, ha quedado en la historia como la voz que pronunció el parte con el que se concluía la Guerra Civil y se iniciaba la represión y dictadura franquistas.

El elemento femenino es más bien escaso, en “El gran galeoto”. Al margen de la atractiva protagonista, éste se limita a unas pocas presencias. La más destacada, es la de Mary Delgado (María Delgado Panero, Madrid, 1916-Palma de Mallorca, 1984), una habitual de las películas de Rafael Gil, que hace el papel de Mercedes, la cuñada de la protagonista y que, como tal, siente por ella el odio cortés y cotidiano típico entre cuñadas, el cual la impele a propagar las calumnias sobre el adulterio de Teresa. La hija de Mercedes, la tontuela Castita, que “bebe los vientos” por el apuesto Ernesto, está interpretada por Conchita Fernández en un tono claramente caricaturesco, que volverá a emplear en “Novio a la vista” (Luis G. Berlanga, 1954). La gran Julia Lajos (Juliana Julia Lajo Martín, Villagarcía de Campos 1895- Madrid, 1963) es la comadre perfecta para compartir los cotilleos con Mercedes y toda una corte de grullas empingorotadas. Por último, a Nieves Patiño a quien no hemos encontrado en ninguna otra película, le atribuimos el papel de doncella de la actriz Teresa La Bisbal, con algunas líneas de diálogo al comienzo del metraje, cuando le advierte del curioso comportamiento del admirador que lleva catorce noches seguidas asistiendo a la función con la sola intención de verla a ella, dedicándose a leer el periódico mientras espera su aparición sobre el tablado.
Incorporando los roles más circunstanciales encontramos las presencias de algunas figuras de mucho interés, como la del dibujante, humorista, cartelista, colaborador de las revistas “Blanco y negro”, “Buen Humor”, “La ametralladora” y “La codorniz”, entre otras, montañero y descubridor de Sara Montiel, el genial Enrique Herreros (Enrique García-Herreros Codesido, Madrid 1903-Potes- Cantabria, 1977), que incorpora el caricaturesco papel de don Nicasio Heredia de la Escosura, el autor de “La novia plantada”, la obra que representa Teresa La Bisbal y que cosecha un sonoro fracaso. Actor en formación, Valeriano Andrés, del que algo hablamos en su correspondiente entrada en este mismo weblog, incorpora el papel del criado Pedro, al servicio de Ángel Acedo, que tiene a su cuidado la misión de advertir a su amo (premonitoriamente) de lo peligrosas que están las calles. También en los inicios de su carrera (había debutado, con catorce años, en 1946) se encontraba la hermosísima Helga Liné (nacida en Berlín un 14 de julio de 1932). Acreditada en el film como Lina Elsa Estern, hace el papel de la bailarina Adelina, la única que baila al gusto del exigente Ernesto Acedo. Helga Liné que alcanzará a ostentar el cetro de “reina del terror hispánico” veinte años más tarde conservando su físico espectacular, de evidente atractivo, intacto, cumple en “El gran galeoto” con la función de exponer su belleza ejecutando, además, unos breves pero sabrosos pasos de baile. Un rol, en verdad pintoresco y exótico es el que corre a cargo de Manuel Kayser (que ya había actuado a las órdenes de Rafael Gil en “Aventuras de Juan Lucas” y en “Noche del sábado” y que volvería a hacerlo en “Sor intrépida”, en “La guerra de Dios” y en “La otra vida del capitán Contreras”), como el faquir que actúa en una función que presencian Ernesto y Teresa La Bisbal y que modifica su actuación a petición de los también presentes Nebreda, Uceda y Alcaraz, para poner en ridículo a los presuntos amantes.
A Manuel de Juan (Manuel de Juan Guillot, 1901- ?) , otro excelente actor de doblaje con numerosas presencias como secundario a lo largo de la década de los cincuenta, le encontramos integrando el consejo de administración al que asiste el inexperto y reciente heredero de la empresa, Ernesto Acedo. Como secretario del mismo consejo, actúa Manuel Arbó (Manuel Arbó del Val, Madrid, 1898-1973), un gran actor característico que había dejado la carrera militar por el escenario y que, como su tocayo, también se dedicó al doblaje, si bien que mientras que el primero ponía su voz para producciones Paramount, el segundo hacía lo propio en los estudios de la MGM. En un papel de composición, como el amanerado modisto Marcel, se puede ver a Juan Vázquez (Madrid, 8-3-1900 -?), acreditado en el film como Juanito Vázquez , fue buen un actor característico especializado para el cine en papeles de hombre más bien débil, blando, con escasa personalidad, presa fácil para esposas dominantes. Por último, cumpliendo la misión de encarnar a sendos amigos del protagonista Ernesto, los cuales le servirán de padrinos para su decisivo duelo con Nebreda, hallamos al excelente Rafael Bardem (Rafael Bardem Solé, Barcelona 1889-Madrid, 1972), una auténtica leyenda de la escena española y padre de uno de los mejores directores de nuestro cine, y al poco dúctil Vicente Soler , encarnando a Gabriel y Tomás, respectivamente.

Dentro de los papeles de humildes servidores encontramos excelentísimos actores de carácter, habitualmente especializados en estos menesteres. Así, el encargado de repartir los puestos en la desgraciada jornada de caza en la que se desatarán las más cargadas habladurías no es otro que Francisco Bernal (Francisco Bernal Jiménez, Jumillla, 22-7-1900, 1963), un actor de físico larguirucho y flaco al que difícilmente cabe imaginar encarnando sino a un desfavorecido de la fortuna. Chóferes, porteros, peones, fueron su especialidad y desempeñando tales roles lo encontramos, entre 1938 y 1962, en bastante más de cien títulos. No le anda a la zaga Xan Das Bolas (Tomás Ares Pena, La Coruña, 30-10-1908, Madrid, 13-10-1977), quien fue todavía más prolífico que el murciano en papeles de similares características, aunque con mayor vis cómica, quien en “El gran galeoto” es uno de los cocheros que comenta cómo va la cena de gala que se celebra en casa de los Villamil, contaminada por la maledicencia. En estos comentarios de la servidumbre sobre las “desgracias” de sus señores, encontramos también, haciendo el papel de Senén, otro cochero, a Casimiro Hurtado (Casimiro Hurtado de Luna, Fuengirola, 8-8-1891, Madrid, 26-2-1967) , otro actor especializado en personajes secundarios de humilde condición, en su variante andaluza (en oposición a la especialización gallega de Das Bolas). Trayendo las noticias del interior de la mansión Villamil, está el criado Moisés, encarnado para la ocasión por Santiago Rivero, otro actor característico de prolongada carrera que, si bien suele utilizar uniforme en sus caracterizaciones, más que la librea del criado, como en el caso presente, éste suele ser de policía o de militar, pertrechado casi siempre de un recortado bigote, marchamo de respetabilidad. Por cierto, que también hizo doblaje, siendo la voz de Laurence Olivier en “Cumbres borrascosas”(William Wyler, 1944) o de Charles Boyer en “Si no amaneciera” (Mitchell Leisen;1941).
El extenso y sensacional reparto de “El gran galeoto” contiene algunas sorpresas, tales como la presencia del gran José Prada (José Prada de la Vega, Toledo, 15-11-1891, Madrid, 19-8-1983) en un papel ínfimo, sin “letra” y sin acreditar, como el encargado de curar a Julio Villamil el tiro de escopeta que le propina la atolondrada Castita en la jornada de caza en la que se desatan los rumores calumniosos, o como la de María Luisa Ponte (María Luisa Ponte Manzini, Medina de Rioseco –Valladolid-, 21-6-1918, Aranjuez, 2-5-1996) también sin acreditar y sin diálogo, como la invitada a una cena de etiqueta a quien Julio Villamil, en calidad de anfitrión, cede galantemente el brazo para pasar al comedor, en lo que, casi con toda seguridad, fue su primera aparición en pantalla de esta hija y nieta de actores, que había pisado por primera vez un escenario con siete años de edad, dando comienzo así a una larga y fructífera carrera cinematográfica. Su presencia en el film no debió ser del todo casual, pues no en vano, su primera oportunidad importante en la escena se produjo cuando, en 1945, siendo integrante de la compañía de Tina Gascó y Fernando Granada, se ofreció a sustituir a la primera actriz (que había caído enferma) en la representación de, precisamente, "El gran galeoto", obra en la que no se le había repartido ningun papel, pero que se sabía perfectamente. María Luisa superó admirablemente la prueba y es muy probable que Rafael Gil conociera la anécdota. Volviendo a la película, digamos que, tampoco acreditados, y presentes sobre el escenario, en el transcurso de la representación con que se inicia la acción del film, encontramos al actor, por aquellos años del Teatro Español, especializado en clásicos, Gabriel Llopart (Barcelona, 1920 – Madrid, 1993), que cuenta con un plano medio (que comparte con otro actor que no hemos sabido identificar) y también en escena, apenas entrevista, aunque sí escuchada, hallamos a María Cañete, quien había tenido el destacado papel de la tía Angustias en la adaptación de “Nada” que había realizado Edgar Neville en 1947. En otro papel insignificante, también sin acreditar, podemos vislumbrar a José Villasante, el cual, como José Prada (éste en un rol principal), Manuel de Juan, Francisco Bernal o Casimiro Hurtado, aquel mismo año actuaba también en “Surcos”, un film que, sin embargo, aparece hoy como la antítesis de “El gran galeoto”, no obstante compartir con él tantos elementos. Una demostración de que en 1951 cabían muy distintos modos de hacer cine y de hacerlo bien, a pesar de todos los pesares, y contando, para ello, con el decisivo concurso de excelentísimos cómicos.

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sábado, septiembre 20, 2008

Luis Arroyo, galán truncado en la mitad del camino

Hasta ahora, en este weblog habíamos dedicado nuestros tesoneros y bien intencionados esfuerzos a procurar, mal que bien, repasar la trayectoria profesional (y vital, cuando ello ha sido posible) de actores y actrices que habían completado una carrera que se había prolongado durante décadas. En algunos casos, prácticamente, desde la cuna hasta la senectud. Tal dedicación continuada, naturalmente, aunque no supone una garantía contra el olvido (desgraciadamente el público y los servidores públicos guardianes de la cultura son igualmente desmemoriados) sí que facilita perpetuar en la memoria a quienes consiguen completar sus buenos, pongamos, treinta o cuarenta años de servicios en la escena y las pantallas. Este hecho, en sentido contrario, contribuye a constituir una doble injusticia para aquellos quienes, a la desgracia de perecer en plena juventud se suma la de ser olvidados con mayor premura. Tal es el caso de nuestro protagonista de hoy, Luis Arroyo.

El retrato inserto en las páginas de la revista Cámara, en la sección “Grandes planos” de su número 41 de fecha 15 de septiembre de 1944 nos muestra a un hombre joven de agradables y regulares facciones. Su mirada, dirigida hacia lo alto, denota elevados objetivos de trascendente espiritualidad. Los redactores del pie de foto, más terrenales, destacaban por aquel entonces que el joven galán “comparte éxitos con su hermana, Ana Mariscal” y citaba las películas en las que había intervenido, concretamente los títulos “El último húsar”, “A mí no me mire usted”, “Escuadrilla”, “Raza”, “Éramos siete a la mesa”, “Idilio en Mallorca” y “La danza del fuego”. Estaba por llegar la breve etapa en la que desempeñaría las funciones de director de cine. Un cruel destino le tenía dispuesto que sólo una docena de años después, su un día prometedora carrera se había de ver truncada en fatal y prematuro desenlace. Entre el uno y otro momento, intervino como actor todavía en media docena de películas, dirigió dos largometrajes y un cortometraje. Y con todo, quizá su mayor contribución a la historia del cine continuaba siendo haber introducido a su hermana (la menor de cinco) en el séptimo arte.

La espada y la cruz

Luis Arroyo no fue un gran actor. No fueron sus interpretaciones de las que dejan huella en la memoria. Ni su presencia ni su insignificante voz conseguían imponerse al espectador. El público apenas le recuerda y su imagen en la pantalla muestra una incomodidad ante la cámara pareja a la indiferencia que ésta parecía tenerle destinada. Su paso por el cine español se corresponde, además, con la etapa más negra y bochornosa de éste. Sus intervenciones se dan frecuentemente en un género de películas vinculados al cine propagandístico del régimen franquista y sus facciones delicadas parecen reservadas a encarnar jóvenes mártires de la fe católica o gallardos soldaditos del glorioso ejército español. Luis Arroyo siempre reveló, tanto en su carrera de actor, como en su breve periplo como director, su inclinación por los temas religiosos, e hizo de la espiritualidad, la clave de su trabajo. Lo cual, dados los tiempos que corren, no contribuye en modo alguno, a recuperar la memoria de su labor. En temas trascendentes, las modas son tan tiranas del interés público como en cualquier otro ámbito y pocas cosas quedan más anticuadas que las muestras de espiritualidad de tiempos pretéritos.

Luis Rodríguez Arroyo nació en Madrid un 19 de noviembre de 1915. Era el cuarto de los cinco hijos de un matrimonio de clase media alta, propietario de una fábrica de muebles. Sus inclinaciones artísticas, que contaban con la aprobación de su madre y la oposición de su padre y de sus tres hermanos mayores, le llevaron desde muy joven a formar parte del club “Anfistora”, donde se inició en el arte interpretativo. Su debut en el cine se produce en el film “El último húsar”, realizado en coproducción con Italia, bajo la dirección del experimentado Luis Marquina, en el país transalpino. Ya en este primer film, protagonizado por la mítica Conchita Montenegro, Luis intercede ante el director para que incluya en el reparto a su hermana Ana, que cuenta entonces apenas diecisiete años. Desde el primer momento, el éxito va a sonreír a la jovencísima actriz, que va a superar en fama y reconocimiento a su mentor y hermano mayor desde los mismos inicios de su carrera.

Tras la película de Marquina, estrenada en febrero de 1941, a Luis Arroyo se le ve también en “A mí no me mire usted”, comedia de José Luis Sáez de Heredia poblada por excelentes cómicos de la escena, tales como Valeriano León, Fernando Freyre de Andrade, Manuel Arbó o la simpática Rosita Yarza, estrenada, de manera casi simultánea, en Barcelona y Madrid en septiembre del mismo año y, sólo un mes después, llega a la pantalla del cine Callao de Madrid “Escuadrilla”, el primer largometraje de Antonio Román, un título especialmente decisivo para el cineasta por haber accedido a su realización justo en el momento en el que expiraba el plazo que su padre le había dado para o bien dedicarse definitivamente al cinematógrafo o bien, caso de fracasar, estudiar farmacia, tal como era deseo del progenitor. Por suerte para el joven director, cuya verdadera vocación era el cine, el film cosechó un resonante éxito. Bajo la atenta tutela de su amigo José Luis Sáenz de Heredia, el principiante Román puso en pie una ficción de ambiente bélico, en la que dos pilotos de la aviación franquista, en acción durante la Guerra Civil, se enamoran de la misma mujer . Los rivales son el teniente Alarcón (Alfredo Mayo) y el capitán Campos (José Nieto ) y el objeto de sus atenciones, la hermosa Ana María (Luchy Soto). A Luis Arroyo le corresponde un papel secundario, como alférez Lázaro, engrosando la nómina de jóvenes “en pie de guerra”, al lado de Carlos Muñoz o Raúl Cancio, que incorporan, respectivamente al alférez Solís y al teniente Guillermo.

Sólo un par de meses después del estreno de “Escuadrilla”, en enero de 1942 se produce el de “Raza”, la famosa película basada en un argumento del dictador Francisco Franco. Un auténtico delirio digno de un profundo estudio psiquiátrico que arrojaría mucha luz sobre las tinieblas que habitaban la mente del individuo que detentó el poder en España durante casi cuarenta años, hasta hace sólo tres. La película, al margen de esta destacable peculiaridad (sin parangón en ninguna otra cinematografía del mundo), presenta una no escasa continuidad con el título comentado previamente. Una vez más, Alfredo Mayo y José Nieto son los antagonistas (esta vez encarnando a los hermanos José y Pedro Churruca, respectivamente), y además del propio director (que había colaborado decisivamente en el firmado por Antonio Román, quien colabora en el guión, a su vez, de “Raza” ), repiten otros miembros del equipo, empezando por Luis Arroyo, que se hace cargo del papel de Jaime Churruca, el hermano menor de los dos citados anteriormente y continuando con Raúl Cancio, que hace el papel de Don Luis Echevarría y Montes, cuñado de los personajes antes citados por matrimonio con su hermana, doña Isabel de Churruca y Acuña (Blanca de Silos). Asimismo, repetía Julio Rey de las Heras, que incorporaba al digno padre de los Churruca, don José. La película, que ofrece la particular visión de Franco sobre la legitimidad del ejército para “salvaguardar las Españas” de la insidia y los turbios manejos de los políticos en general y de la masonería internacional en particular, se articula en torno a una familia española, los Churruca (de alguna manera, ideación basada en la del propio dictador), formada por un matrimonio (de una nobleza espiritual sobre-humana) y sus cuatro hijos, los cuales representan las distintas opciones vitales del ser humano. El nobilísimo y leal guerrero (un temerario iluminado capaz de sobrevivir a un fusilamiento), el materialista y abyecto político (que, afortunadamente, en el último momento, se “reforma” y se vuelve contra sus correligionarios), el mártir religioso (que , como el soldado, rechaza la intervención del hermano “maculado” en su defensa, a costa de la propia vida) y la hermana hembra que, como es lógico en la particular óptica franquista no tiene más función que la de ser esposa y madre, completamente supeditada a las majaderas acciones de los hombres. La actuación de Luis Arroyo, como monje de un convento sito en Catalunya que está al cuidado de unos pobres niños enfermos, a los que adoctrina dulcemente cuando es llevado por las “hordas rojas” a ser ejecutado inmisericorde y fríamente, no pasaría de discreta si no fuera por cierta cualidad de sinceridad subterránea que parece adivinarse en la mirada iluminada del actor. De todos modos, es constatable que Luis Arroyo apenas interactúa con nadie. Su intervención más extensa la supone una conversación telefónica con su hermano Pedro, al que le pide que se ocupe de los niños que quedarán desamparados, sin aceptar su protección para sí mismo. En otro momento, aparta a José del enfrentamiento que ha iniciado con su hermano cuando éste, a la muerte del padre, ha reclamado su parte de la herencia, pero prácticamente, es ignorado. Su ejecución, con la que concluye el segmento que representa su participación en el film, es un momento plásticamente impactante, pero aislado del resto.

Tanto “Escuadrilla” como “Raza” fueron (de forma nada sorprendente) premiadas generosamente por el Sindicato Nacional del Espectáculo, con 250.000 y 400.000 pesetas respectivamente (un quinto y un primer premio). La segunda película, además, contaba con la producción de la Cancillería del Consejo de la Hispanidad, lo que sin duda debía representar toda una garantía de que el film, por encima de todo, llegaría a las pantallas sin contratiempos insalvables. En lo que a este weblog respecta, “Raza” contiene el interés de ofrecer apariciones de un infantil Francisco Camoiras (en el papel de José Churruca, niño), de un pre-adolescente Mario Berriatúa (no acreditado) y de un todavía joven Erasmo Pascual. Actores todos tres que merecerán sendas entradas en un futuro más o menos cercano.

Un registro totalmente diferente tiene “Éramos siete a la mesa”, película dirigida por Florián Rey y estrenada igualmente en 1942, concretamente, el 4 de abril, en el cine Callao. Como en otra película del mismo año y director, “Orosia” (de la que algo dijimos a propósito de la entrada dedicada a José Sepúlveda), los protagonistas eran Blanca de Silos y José Nieto (a lo que acabamos de encontrar también en “Raza”). En ella se cuenta la caída en desgracia de Elena Doval (Blanca de Silos), una de las cuatro hermanas que viven en armonía con su respetable padre, el catedrático profesor Luciano Doval (Alberto Romea) al ser relacionada con un estafador, lo que provoca que el oprobio se abata sobre toda su familia. Luis Arroyo hace el episódico papel de un vecino en este film que marca el periodo de decadencia de su artífice. En roles de escasa extensión, las siempre gratificantes presencias de Julia Lajos y Guadalupe Muñoz Sampedro.

“Idilio en Mallorca”, una nadería dirigida por Max Neufeld, contaba una tenue trama de enredo entre una jovencita (Antoñita Colomé) que ha de casarse con un joven con el que ha concertado matrimonio desde la distancia y al que decide dar plantón durante el viaje que ha de reunirle con él. En el transcurso del mismo, conoce a un hermano de su futuro marido y, naturalmente, se enamora de él, tras constante disputa previa en la mejor tradición de la comedia del género de la “guerra de sexos” (con perdón).

A pesar de estrenarse el 15 de abril de 1943, “Danza de fuego” había sido realizada entre 1940 y 1941, en co-producción con Francia. De ella dicen las crónicas de la época, en términos telegráficos y más bien demoledores (que vendrían a explicar el retraso del estreno), lo siguiente: “Mejor es no comentarla. ¿Qué se han propuesto con esta película? El olvido es su pago merecido”. Los deseos del autor de la reseña, diríase que viéronse cumplidos pues nadie recuerda hoy este título (el único que dirigió Jorge Salviche) que protagonizaron nuevamente Antoñita Colomé y Luis Arroyo.

De “Santander, la ciudad en llamas” (Luis Marquina, 1944), la siguiente película en la filmografía de Luis Arroyo, ya dijimos algo en su día con motivo de la entrada dedicada al gran Antonio Riquelme. Recordemos que esta trama dramática con el telón de fondo del histórico incendio de la ciudad cántabra no mereció, pese a estrenarse simultáneamente en dos céntricas salas de Madrid, más de siete días de permanencia en pantalla.

“El obstáculo” (Ignacio F. Iquino, 1945) no supone más que otra película disparada con la celeridad de una bala de la “Factoría Iquino”, cuando el cineasta catalán era la mitad de “Emisora Films”, antes de abandonar la empresa por desavenencias personales con su socio y cuñado, al parecer motivadas por la ruptura conyugal del director. Se narraba la vida pasada de Enrique Díaz (Adriano Rimoldi), un joven español que se encontraba en Guinea expiando sus culpas y tranquilizando su conciencia por el método de ayudar a los misioneros a cuidar apestados, de tal suerte que cae contagiado. En trance de muerte, relata los hechos que le llevaron a tan insalubre paraje al padre Elías (Rafael Bardem), que básicamente consisten en una despiadada práctica abusiva en el terreno de los negocios, en su fracaso matrimonial con Cari (Mery Martín) y en sus devaneos con Carmen (Ana Mariscal), hechos a los que sucede el fallecimiento de su esposa Cari. El sentimiento de culpabilidad le impele a romper con todo y a sacrificarse por los demás. El final, no obstante lo acostumbrado en el cine franquista, es misericordioso con el arrepentido y consigue la felicidad sin tener que irse al otro barrio, consiguiendo curarse de la peste y ganar el amor de Carmen. El reparto del film volvía a reunir a los hermanos Luis y Ana, reservando para el primero el anecdótico papel de “Alberto”.

“Cero en conducta” fue una coproducción con Portugal que dirigió el ruso Fyodor Otsep (al que hemos encontrado acreditado como. Pedro Ozup o Pedro Otzoup, y Fedor Ozep, según diversas fuentes) que adaptaba la obra de Mildos Kadar “Magdalena, cero en conducta”, que ya había sido llevada al cine en 1940 por Vittorio de Sica. A pesar de haber sido rodada en marzo de 1944 (en los barceloneses estudios Orphea, en doble versión, con actores portugueses y españoles) no se produjo su estreno en Madrid hasta el 12 de noviembre de 1951. En el film, Luis Arroyo hace el papel de Esteban, el amigo que acompaña a Alfredo Rivera (el magnífico e internacional Julio Peña) desde Buenos Aires para conocer a la autora de una carta que ha recibido. La misiva es obra de Magdalena (Irasema Dilian), una de las alumnas de la academia de Elisa Heredia (Leonor María), que dotada de una calenturienta imaginación, ha llegado a enamorarse de un personaje ficticio, el Alfredo Rivera que la profesora ha inventado como destinatario de las cartas de la correspondencia mercantil que practican en clase. Las compañeras de Magdalena, al descubrir su secreto y delirante enamoramiento le gastan la broma de enviar la carta que, como ya hemos dicho, moviliza no sólo a un auténtico señor Rivera, sino también a su amigo Esteban. Ambos terminan felizmente emparejados, el primero con Magdalena y el segundo, con Elisa.

“La próxima vez que vivamos” es una obra personal de su director, argumentista y guionista, Enrique Gómez, auxiliado en la tarea de dirección por Carlos Serrano de Osma, que supone uno de los primeros papeles protagonistas de Fernando Rey, quien representa en ella el papel de Óscar, el hijo aficionado a la ictiología del magnate Mulden, quien trata de hacer de su vástago un hombre de provecho, para lo que le concierta una boda de interés y le diseña un plan de “acceso al mundo real” dándole unos meses de desfogue en la ciudad, apartado de sus queridos peces. Fernando Rey, que, como hemos leído en el libro de Pascual Cebollada dedicado a su insigne figura, recordaba a Enrique Gómez como un director muy vehemente, muy extraño y nervioso, que hablaba constantemente a los actores desde detrás de la cámara conservaba del rodaje el valioso recuerdo de haber experimentado, por vez primera, el placer de interpretar al compartir una secuencia con Fernando Fernán Gómez, que interpretaba el rol de Pablo. El film contaba con dos estrellas femeninas, Ana Mariscal era Lina, la joven propuesta por el padre del protagonista para ser su esposa, la otra, la candidata propuesta por otro financiero (el señor Foresten, encarnado por Alberto Romea) era Diana (Margarita Andrey), que era la que finalmente se hacía con “el Óscar”. Del papel de Luis Arroyo, como Carlos, ni de su labor interpretativa hemos encontrado ninguna referencia. De la película sólo han quedado algunas reseñas, todas negativas, siendo la más misericordiosa la del crítico del diario “Pueblo”, que recomendaba a Enrique Gómez que continuara dirigiendo, pero sin llevar a la pantalla, en lo sucesivo, sus propios argumentos. Cándido, de “Ya” era más cruel y afirmaba que lo único bueno que se podía destacar del film era su brevedad.

Díptico virtuoso y últimas actuaciones

Luis Arroyo prueba fortuna con la dirección en dos películas de cargados tintes religiosos, “Dulcinea” (un guión propio que adaptaba la obra teatral de Gastón Baty que su hermana Ana Mariscal había interpretado en el escenario), y “Aquellas palabras”(1949), una historia de Enrique Llovet que narra las vicisitudes y el sacrificio del padre Carlos (José María Seoane), un cura vasco, misionero en Filipinas. Para ambos films contó Luis Arroyo con el auxilio en la dirección de quien le dirigiera en la anteriormente citada "Cero en conducta", el ruso Pedro Ozup, así como con la actuación protagónica de Ana Mariscal y con una muy destacada aportación pública en su financiación, al estar acogidas al Crédito del Sindicato Nacional del Espectáculo en la cuantía de, respectivamente, 275000 y 450000 pesetas.

“Dulcinea”, en algunos puntos coincidente con la visión de la caridad que se encuentra en “Nazarín” o en “Viridiana”, muestra la transformación que sufre Aldonza Lorenzo (Ana Mariscal) al recibir la declaración de amor del caballero don Quijote, de ignorante moza de una venta, a princesa y cómo esa transformación se acrecienta al recibir de labios de Sancho Panza (Manuel Arbó) el (falso) mensaje de Alonso Quijano, Don Quijote, desde su lecho de muerte, que le hace tomar conciencia de que debe continuar su interrumpida y elevada misión en el mundo y que la impulsa a recorrer los caminos haciendo el bien, sanando enfermos y llevando la fe a los más desfavorecidos. Como una especie de Santa Juana de Arco de la Mancha, Dulcinea termina en la hoguera, víctima de la Inquisición, en una acto de entregada admisión del martirio al conocer que sus “altos designios” no tenían fundamento real. Igualmente hagiográfica, aunque algo más terrenal, es “Aquellas palabras”, un nuevo ejemplo de “cine trascendente”, generosamente subvencionado y rotundamente rechazado por el público. Claramente deudora de “La mies es mucha” (José Luis Sáenz de Heredia, 1948) , este retablo, ideado por Enrique Llovet, de las hazañas del misionero padre Carlos en las Filipinas, tales como enfrentarse a tifones y sufrir cautiverio en un campo de concentración japonés se estrenó en el cine Palacio de la Prensa de Madrid el 5 de abril de 1949 y contaba, al menos, con las bellezas de Ana Mariscal como “Tala” y de Isabel de Pomés en el papel de Esther.

Los batacazos comerciales de sus propuestas como director y su moribunda carrera como actor no se revitalizaron precisamente con su participación como protagonista en “Barco sin rumbo”, una película ínfima que dirigió José María Elorrieta, todavía inmerso en la primera etapa de su carrera, y que se estrenó en los cines Fantasio y París de Barcelona el 16 de octubre de 1952 y, casi dos años más tarde, en agosto del 54, en el cine Salamanca de Madrid. Contaba con las prestaciones de nuestro ya tratado Gerard Tichy y de una juvenil Emma Penella.

No es “El diablo toca la flauta” una comedia redonda, pero supone el título más notable de los que cuentan con la actuación de Luis Arroyo. Producida en 1953 y estrenada el 15 de mayo de 1954 en el cine Roxy de Madrid, fue debida su existencia germinal a la imaginación de Noel Clarasó, y acusa la profunda amargura de su creador hacia la raza humana, esa que rezuma por los poros de la superficie humorística en toda su obra. El director del film, un casi principiante José María Forqué, apunta maneras de maestro artesano de la comedia (género en el que realizará sus mejores películas), pero no consigue sobreponerse a la naturaleza fragmentaria del film. Con el hilo conductor de un despistado diablillo (el siempre entrañable y genial José Luis Ozores) que se aparece a los sucesivos poseedores de una estatuilla que representa precisamente a la tradicional figura de un ángel caído, se nos cuentan las anécdotas de Momo (excelente Félix Dafauce), un megalómano personaje descubridor de un arma definitiva con la que aspira a dominar el mundo poniendo a su servicio a todos los mandatarios del planeta; de un matrimonio “moderno” (con un todavía inseguro Antonio Garisa en el rol del marido dominado y Carmen Vázquez Vigo como esposa tiránica); de Pablo, un infeliz protagonista de una heroicidad que le vale una condecoración (Ricardo Acero, uno de esos actores de difícil aceptación por parte del público, como el propio Luis Arroyo, o como Javier Armet, por poner dos ejemplos, que hace de hijo del jardinero –José Prada-), y del falazmente excéntrico pintor Bernaldino (Luis Prendes en un remedo de Salvador Dalí). Es en el sketch de “El gran Momo” en el que interviene Luis Arroyo, en un papel que le permite, a través de sus diálogos, hacer gala de su profunda religiosidad y de su escaso magnetismo para la cámara a un tiempo. Su papel del relojero, que recuerda, en prolongado flash-back (retrocediendo de la actualidad a 1908), la primera intervención en el mundo de los hombres del diablillo de la flauta, podía, en manos de un actor más dotado de carisma, haber resultado emocionante, pero en las suyas no pasa de suponer la encarnación de un testigo de los hechos que esgrime sus creencias religiosas frente al materialismo de Momo con íntima convicción, pero sin el necesario calor. A su lado, el Momo de Félix Dafauce se agiganta, tanto en sus momentos de desprecio hacia las debilidades de las almas sensibles, como en el de su caída final. La película, que se ha editado recientemente en DVD por el sello “Divisa”, es disfrutable todavía pese a sus imperfecciones y contiene una fugaz y divertida intervención de Miguel Gila (colaborador en la escena teatral, por aquel entonces, de los Ozores). También es destacable el empleo de la sátira política para la secuencia en la que el hijo del jardinero debe ser condecorado por su heroica audacia, en la que el habitualmente especializado en papeles de gente humilde, Xan Das Bolas desempeña el papel de máximo mandatario, al lado de un colosal Manolo Morán, como Don Cosme Santaclara Remolinos, fatuo prócer financiero. Por último, anotemos que el responsable de los figurines de la película no fue otro sino el inmenso José Luis López Vázquez, cuando todavía compaginaba esta tarea con la interpretación.

Con mucho retraso (en octubre de 1955, en Barcelona y en enero del año siguiente, en Madrid) se estrenó “Bella, la salvaje”, film realizado en 1953 en régimen de coproducción con Cuba, dirigido por Raúl Medina (un cineasta que no estrenó ninguna otra película en España). La película reunía algunas estrellas que se apagaban, como la de Roberto Rey, con otras que justamente comenzaban, como la de Esperanza Roy en una comedia musical de nulo impacto comercial.

La última aparición en pantalla de Luis Arroyo se produjo en un film alemán, nunca estrenado en España, titulado “Solange du lebst”, que dirigió en 1955 Harald Reinl, director célebre por su serie de películas sobre el héroe del “Far west”de Karl May, el indio Winnetou (el francés Pierre Brice), sus continuaciones de la serie del temible doctor Mabuse y sus adaptaciones de novelas de Edward Wallace. La acción, situada en un pueblecito español durante la Guerra Civil, describe la evacuación del mismo por parte de sus habitantes ante la inminente llegada de las tropas del bando republicano y cómo una enfermera (Marianne Koch, premiada por su labor interpretativa en el film), que se ha enamorado de un piloto alemán a su cuidado, decide quedarse. El papel más destacado, según las crónicas , es el de la apetecible Pepita, la hija del burgomaestre, papel que interpretó con sólo diecisiete tiernos años de edad Karin Dor, quien alcanzaría el estatus de símbolo sexual al interpretar a una “chica Bond” en 1967, en el título de la serie “Sólo se vive dos veces”.

El último trabajo de Luis Arroyo, la dirección del cortometraje “Las horas que pasan” sobre un guión propio, tal vez pueda considerarse como su propio epitafio si es que presentía o tenía consciencia de su próximo final. No conociendo nada más que su título y la cercanía a la muerte de su artífice, este burgomaestre se cree con argumentos suficientes para considerar esos once minutos de cine la despedida del mundo de Luis Rodríguez Arroyo, el hermano de Ana Mariscal, aquel prometedor galancito que había visto su cara reproducida a toda página en una revista sólo doce años antes, que había dirigido dos largometrajes de notable presupuesto, y que moriría el 4 de noviembre de 1956, quince días antes de poder cumplir cuarenta y un años, zambulléndose, casi completamente, en el olvido.

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lunes, septiembre 08, 2008

José Sepúlveda, “El ogro” que posó para Velázquez

Advertencia previa: por desgracia, no siempre le es posible a este burgomaestre acceder a la información apetecida para glosar debidamente la figura del actor escogido. Tal sucede en el presente caso, en el que el deseo de ofrecer un perfil de la trayectoria profesional del actor no puede verse acompañado de unos datos biográficos mínimos que el autor considera muy convenientes, pero que al no disponer de ellos, se ve obligado a omitirlos. Lamenta el autor no poder ofrecer ni las fechas ni los lugares de nacimiento ni de fallecimiento del actor, ni tampoco puede, por desconocerlo, relatar cómo ni en qué circunstancias se produjeron los comienzos en la interpretación del cómico elegido para la presente entrada. Ni que decir tiene que, en caso de acceder en un futuro a tales conocimientos, el autor se apresurará a incorporarlos al texto.

Advertencia desactivada: Por fortuna, este weblog cuenta con amigos de incalculable valor, como Óscar Lebrero (nieto del gran Goyo Lebrero), quien ha subsanado con su inestimable colaboración, las insuficiencias de este burgomaestre, como podrán comprobar leyendo la entrada siguiente.

José Sepúlveda, “el ogro”

En ese a veces maravilloso arte de presencias que es el cine, podríamos decir, parafraseando el título de una de las películas en las que intervino José Sepúlveda, que “Todos son necesarios”. Para los ojos y los oídos del espectador, la presencia de un actor significa por sí misma, en muchos casos, un altísimo porcentaje de lo que el creador de la historia original pretendía explicar, relatar o, simplemente, indicar. Gran parte de los esfuerzos técnicos y artísticos de los artífices de las películas consiste en hacer llegar al público la “presencia” del actor, que si ha sido bien elegido, se constituirá en el medio más directo de expresar lo que quiera que fuera que se quisiera expresar. Por eso los actores característicos nos resultan tan irresistiblemente convincentes. El teatro, ese

antecedente del cine más literario quizá y, sin duda, más convencional, al mostrar al actor desde una distancia mayor que la que proporciona la escrutadora mirada de la cámara, permite a éste disfrutar de un menor encasillamiento. Las caracterizaciones, al no ser tan minuciosamente reveladas, ofrecen, asimismo, un mayor margen de actuación. Examinando las carreras de los diversos actores españoles constatamos repetidamente este fenómeno. La versatilidad actoral de grandes intérpretes “de teatro” se reduce ostensiblemente al ser trasvasados al cine, medio en el que el ojo de la cámara parece verles “desde un solo ángulo”. Tal es el caso de José López-Sepúlveda Garrido (José Sepúlveda) al que, con los matices que iremos describiendo, nos hemos atrevido a motejarle de “ogro” en atención al rol que con mayor frecuencia le correspondió en los repartos de las películas en que

participó. Su apariencia física, fijada por un rostro que parece esculpido a furiosos golpes de cincel sobre el granito, le emparenta con grandes mitos dentro de los actores característicos hollywoodienses, como Wallace Beery, Victor McLaglen, Broderick Crawford o el último Lon Chaney Jr. Como ellos, un exterior intimidador podía, en manos sabias, ser bien empleado tanto para el drama de acción como para la comedia.


Una compañera ideal: Josefina Serratosa

Los inicios en los escenarios de José Sepúlveda (José López-Sepúlveda Garrido, Madrid 28-2-1909; Madrid, 10-5-1969) se encuentran unidos a la que fue simultáneamente su pareja en la vida y su compañera de trabajo, la actriz Josefina Serratosa (Josefina Gaxa Pereira: San Sebastián 5-3-1911; Madrid, 14-12-1990). Juntos interpretaron, desde los últimos años de la década de los treinta hasta los primeros de la de los cincuenta, obras de todos los géneros en constante gira por los teatros de España. Es tras ese periodo cuando ambos se prodigan en el medio

cinematográfico, compartiendo con harta frecuencia un lugar en el reparto, aunque rara vez, cosa curiosa, comparten plano. Son abundantes los títulos en los que el matrimonio de actores figura en el reparto, como, por ejemplo: "Zalacaín el aventurero", "El padre Pitillo", "Esa voz es una mina",

"Aquí hay petróleo", "El hombre que viajaba despacito", "Todos somos necesarios", "Amanecer en Puerta Oscura", "Don Lucio y el hermano Pío", o "Historias de la televisión", films de los cuales haremos algún comentario más adelante.

La pareja que formaban José Sepúlveda y Josefina Serratosa ( a la que, por supuesto, habrá que dedicar una entrada "para ella sola"), además de ostentar la circunstancia de compartir nombre, debía resultar de una potencia presencial impresionante. Los dos por separado intimidan. Juntos, debían asustar. Tan humanos como rudos, Pepa y Pepe fueron, sin duda, hechos el uno para el otro, para tranquilidad del resto del mundo. ¡¡Cuanto le habría gustado, no obstante, a este burgomaestre haber podido disfrutar de su compañía alguna vez, en su casa del número 10 de la calle Tomás Bretón, de Madrid!!

Una sólida carrera

Como veremos, la trayectoria profesional de José Sepúlveda en el cine se concentra fundamentalmente en las décadas de los cincuenta y los sesenta, siendo en ésta última cuando extiende el campo de sus actividades a la pequeña pantalla y cuando su categoría en el escenario alcanza su punto álgido, al actuar en el Teatro Español a las órdenes de José Tamayo.

En los veinte años en los que se estrenaron la mayor parte de las películas en que intervino José Sepúlveda, el cine español (y la sociedad en que se desarrollaba) daba el paso decisivo hacia la madurez y la autoconciencia tras el sangrante trauma de la Guerra Civil. Hallamos a José Sepúlveda en títulos tan cruciales como "Surcos" (José Antonio Nieves Conde, 1951) o como “Muerte de un ciclista”(Juan Antonio Bardem, 1955), y tan populares como “Manolo guardia urbano”(Rafael J. Salvia, 1956) ,o “La gran familia” (Fernando Palacios, 1962), llegando al cine de signo más comercial con los productos “consumibles” típicos de los años sesenta, con films al servicio de Marisol ("Tómbola"-1962-, “Cabriola”-1965-), Rocío Dúrcal (“Rocío de la Mancha”-1963-, “Amor en el aire”-1967-) o Pili y Mili (“Dos pistolas gemelas”-1966-), o de una figura mediática del toreo como Palomo Linares (“Nuevo en esta plaza”-1966-) pasando por películas al servicio de figuras cómicas, como la ya citada“El gafe” (Pedro L. Ramírez, 1959), en torno al talento de José Luis Ozores , “La cesta” (Rafael J. Salvia, 1964) con protagonismo de Antonio Garisa, la personal “El pobre García”(1961), concebida y realizada por Tony Leblanc o la dirigida por Joaquín L. Romero Marchent, “El hombre que viajaba despacito”(1957), debida a la creatividad de Miguel Gila.

Son las intervenciones de José Sepúlveda, muy frecuentemente, meramente episódicas, tanto es así que en muchas ocasiones no tienen apenas incidencia en la trama argumental y se desarrollan en contacto con muy pocos miembros del reparto. Pueden, incluso, dar la sensación de haber sido añadidas con el solo fin de completar un metraje insuficiente o para ofrecer unas sesiones de rodaje a un actor amigo. Cualquiera de las dos hipótesis se encuentra reforzada por la naturaleza fragmentaria de gran parte de las películas que constituyen la filmografía del actor. Este es un aspecto que iremos comentando al repasar los títulos que componen la carrera de nuestro protagonista de hoy, José Sepúlveda, un actor especialmente requerido por directores tales como José Antonio Nieves Conde, Ladislao Vajda, Luis Lucia, Arturo Ruiz Castillo y Antonio del Amo, con los que cabe suponerle cierta afinidad.


Negro debut

La primera película en la filmografía de José Sepúlveda no es otra que la tétrica muestra de delirio falangista “Rojo y negro”, un título maldito que dirigió Carlos Arévalo sobre argumento y guión propios en el que se relataba el trágico amor entre Luisa, una chica militante de la Falange (la mítica Conchita Montenegro, próxima a abandonar el cine) y Miguel, un joven comunista (Ismael Merlo) en los desgarrados años de la Guerra Civil y los inmediatamente previos. El contenido ideológico de tono panfletario se combinaba con un lenguaje visual expresionista de inusitada osadía simbólica y con una torpeza narrativa remarcable. La película desagradó profundamente a la facción imperante en el régimen de Franco en aquel momento, que debió considerarla inoportuna porque la retiró de cartel y la prohibió a los pocos días de su estreno, en mayo de 1942. Ciertamente, desconcierta que el joven comunista sea redimido en el desenlace del film, mediante una especie de “ascensión a los cielos” tras haber disparado contra los asesinos de su novia, mientras que ésta ha sido, en cambio, discretamente ejecutada, fuera de campo, sin gozar de un momento de gloria similar. No cabe duda que políticamente, la suerte del film ilustra el momento concreto en el que la Falange ha caído, dentro del régimen franquista, en una especie de incómodo ostracismo. En la desquiciada representación que supone el film, José Sepúlveda irrumpe como “máscara del mal” en forma de Ignacio, el jefe de una checa tan sediento de sangre en su oscuro interior como frío y desalmado en su exterior. El tono de su voz, inalterable e impersonal y el timbre, áspero y grave, son parejos a la fealdad de su rostro de mejillas marcadas por la viruela, espesas cejas, prominente nariz y marcados rasgos en los que destacan grandes bolsas bajo los ojos. A su lado, actuando en el papel de Isidoro, como su mano derecha, un actor que no será la última vez que veamos en tales funciones auxiliares, que aparece acreditado como Secundino A. Moreno (quizá para no ser confundido con el famoso Antonio Moreno de carrera hollywoodiense) y que, finalmente terminará por adoptar la versión más sencilla de su nombre, coincidente con la del astro antedicho.

Un hombre de armas tomar

Su notable actuación en el maldito film del belicoso director de “Harka” (1941), no le proporciona a José Sepúlveda una excesiva continuidad en los inmediatos años de tan malogrado estreno, pero marca una pauta para muchas de sus interpretaciones posteriores. Con mucha frecuencia, el actor aparece encarnando la versión más espantosa de las “hordas rojas”, ya sea en el transcurso de la Guerra Civil, como en los coletazos de esta, en las acciones del “maquis”. Así, en años sucesivos reincide en roles semejantes en “Cerca del cielo” (Domingo Viladomat, 1951), donde incorpora al miliciano Luciano en la narración de un episodio de la Guerra Civil, la luctuosa peripecia del obispo de Teruel, Anselmo Pascual, encarnado para la ocasión por el cura radiofónico, padre Venancio Marcos; también en “Dos caminos” (1954, Arturo Ruiz-Castillo), José Sepúlveda empuña las armas y se echa al monte, esta vez, como Janos, miembro del “maquis” y vistiendo la misma trinchera de cuero que en el film anterior, en otra muestra de cine encendidamente doctrinario, donde repetía Rubén Rojo y donde encontramos en el reparto algunos de los actores que más trabajaban en el momento, como la atractiva María Asquerino, el señorial Ángel Picazo, el notable y hollywoodiense Pepe Nieto, el “valor en alza” de Adriano Domínguez, o un casi debutante Juanjo Menéndez. Similares características tiene el papel que encarna en la película de León Klimovsky, declarada “de interés nacional”, adaptación de una novela de Emilio Romero, “La paz empieza nunca” (1960), uno de esos títulos de los que Adolfo Marsillach prefería “desmemoriar” en sus memorias, pero que, sin redención posible, protagonizó. En esta ocasión, José Sepúlveda interviene en la primera parte del film, cuando la acción transcurre en plena contienda fratricida y su papel consiste en ser víctima de la traición de López, el pretendido héroe encarnado por Marsillach, un activista falangista verdaderamente arrebatado, que no duda en traicionar repetidamente (y de diversas formas, incluyendo el adulterio, que comete en la sabrosa persona de Carmen de Lirio) al “enemigo rojo”. Una de esas traiciones consiste en infiltrarse repetidamente en las filas contrarias para, tras ganar su confianza, asesinar a sus cabecillas. Así, dispara primero contra “El Chato” (Emilio Rodríguez) y después contra “El Taxista”, el comandante de un grupo de milicianos (José Sepúlveda, caracterizado con un gorro de la UGT) en el transcurso de una emboscada. Concluida la guerra y azuzado por un igualmente inquieto Jesús Puente, López se encarga de liquidar el grupo de “maquis” liderado por José Manuel Martín. La película, al margen de la demoledora carga ideológica, verdadera exaltación de la acción armada (“en beneficio de la unidad de España”) contiene algunos momentos cinematográficos interesantes, pero, en general, se resiente de la hiriente rigidez de León Klimovsky, que subraya con trazo grueso las ya de por sí atroces incidencias de la trama.

·En “Los ases buscan la paz”(Arturo Ruiz-Castillo, 1955), se glosan las peripecias vitales del astro futbolístico Ladislao Kubala, consistentes básicamente en huir del famoso “Telón de Acero”. José Sepúlveda tiene a su cargo el papel del traidor Müller, que se ofrece a sacar de Hungría al futbolista y a una vieja gloria del mismo deporte que se retiró para no ser manipulado por los políticos comunistas llamado Colbert (Gerard Tichy) a cambio del elevado precio de mil dólares por cabeza. A la expedición (en un camión camuflado alquilado por Müller y disfrazados con uniformes del ejército ruso) se unen un jovencísimo y huesudo Antonio Ozores , una no menos jovencísima y verdaderamente “mona”Irán Eory y un aristócrata al que prestaba su distinguida efigie Mariano Asquerino, sólo para encontrarse con que están siendo conducidos a una trampa. Afortunadamente para los fugados, éstos se percatan a tiempo y José Sepúlveda, como ya viene siendo habitual, es abatido a tiros, de lo que se encarga un sacrificado Gerard Tichy. La película, que incluye en el reparto al siempre sensacional José Guardiola, supuso para los debutantes Kubala e Irán Eory la nominación al premio Jimeno a la labor novel del Círculo de Escritores Cinematográficos, pero recayó éste en el tercer nominado, Francisco Sánchez, por su actuación en “¿Crimen imposible?”, de César Fernández Ardavín.

Estrenada sólo veinte días más tarde que “Los ases buscan la paz”, el 21 de enero de 1955, “Zalacaín el aventurero” vuelve a mostrar a José Sepúlveda luciendo su mejor mirada torva, como el jefe de un grupo de mercenarios asaltadores, el vasco Lutxía, envuelto en conflictos armados. En este caso se trata de las Guerras Carlistas, marco de la acción de la novela de Pío Baroja que se encargó de llevar a la pantalla Juan de Orduña, con su estilo característico, y con la colaboración de un adaptador de clásicos, su habitual colaborador, Manuel Tamayo. La película contiene la curiosidad de mostrar, en su inicio, al propio autor de la novela en una secuencia-prólogo.

En línea con esta imagen fílmica de hombre violento y de frío y rudo corazón, José Sepúlveda también es repetidamente inserto en películas del género del “bandolerismo”, como “Carne de horca” (1953, Ladislao Vajda) o “Amanecer en puerta oscura” (José María Forqué, 1957). En esta última interpreta al padre de una chica deshonrada por el bandido encarnado por Paco Rabal, que busca cobrarse venganza en él, echando mano de la correspondiente navaja. La pelea que mantienen ambos en una tienda en una de las contadas ocasiones en las que el bandolero ha bajado de la Sierra constituye uno de los momentos álgidos de la acción. En el clímax del film, la sed de venganza del progenitor ofendido se sacia ante el hecho incontrovertible de que el delincuente ha sido perdonado nada menos que por el mismísimo Jesucristo, en el tradicional acto de la redención del reo. En el film de Ladislao Vajda (en el que fue ayudante de dirección Fernando Palacios, al que volveremos a citar más adelante), José Sepúlveda hace el papel de Miguel, un criado-esbirro de don Joaquín de las Hoces, papel incorporado por el habitual villano de aquel entonces, Félix Dafauce, un verdadero especialista en traiciones fílmicas. La misión de Miguel consistirá en servir de correo de su señor con el bandolero Lucero (el inquietante Fosco Giachetti, que había protagonizado “Nada”, de Edgar Neville, un par de años antes) en el secuestro y escolta de la hermosa Emma Penella. En el desempeño de la cual misión, no dudará en emplear las armas de fuego de que dispone. El héroe, Juan Pablo de Osuna (Rossano Brazzi), un señorito jugador que se ve abocado a la delincuencia por contraer elevadas deudas de juego (concretamente con un viajero incorporado por Juan Calvo), se encargará de perseguirle y de restablecer la justicia. No obstante, y dicho sea en reconocimiento a las virtudes del esta producción “Chamartín” que plasmaba una historia y un guión del toledano José Santugini, los cuales le hicieron merecedor del premio de tal categoría de aquel año del Círculo de Escritores Cinematográficos, cabe subrayar que son las fuerzas del orden y no el héroe las que se ocupan de reducir a la partida de bandoleros (en la que encontramos a José Nieto, como “Chiclanero”, lugarteniente de Lucero, Adriano Domínguez en el rol de “Joaquín” y a un “arrepentido” Francisco Arenzana), mientras que a su líder se encargan de lincharlo sus propias víctimas en forma de una horda de lugareños. El traidor don Joaquín, viéndose perdido, opta por el suicidio. La película, que adolece de cierta falta de equilibrio entre sus dos mitades, bien diferenciadas, conserva el interés de la pericia de Vajda, en cuanto a cualidad formal y, además, supone una visión mucho menos idealizada de la figura del bandolero de lo común en el género, por lo que hace referencia al fondo argumental, aspecto este que refuerza el contraste entre los hechos narrados en la película con la versión en romance de ciego con la que se inicia y cierra el metraje. El reparto, en el que, dada su condición de coproducción con Italia, se encuentran varios intérpretes transalpinos, contiene las presencias, además de los citados, de Luis Prendes en una “colaboración especial”como Tomás, el barbero sacamuelas, Félix Fernández, como don Fernando, administrador de la finca del cortijo de los Osuna, “Los Rosales”, José Isbert, en un episódico papel, Santiago Rivero, como capitán de los soldados que hostigan a la partida de bandoleros y a Raúl Cancio, a un principiante Antonio Ferrandis y a José Villasante como amigos del protagonista, los cuales dan la van a tener, en el metraje restante, mayor importancia de la que finalmente tendrán.

Por último, citemos que, también es hombre de armas José Sepúlveda en “Jeromín” (Luis Lucia, 1953), película que acude reiteradamente a este weblog (lo hizo con motivo de las entradas dedicadas a Valeriano Andrés y a Antonio Riquelme), como miembro de la soldadesca a las órdenes del emperador Carlos I.

Hombre rústico

Tras la desgraciada experiencia de “Rojo y negro”, José Sepúlveda sólo interviene en dos películas más dentro de la década de los años cuarenta. Se trata de dos films dirigidos por Florián Rey, un verdadero especialista en cine popular, entendiendo este como una ilustración de las tramas y situaciones de “honda raigambre”, con un pie en el folklore y otro en la tradición oral. Así, en 1942 rueda el director aragonés (nacido Antonio Martínez del Castillo el 25 de enero de 1894 en Almunia de Doña Godina –Zaragoza- y fallecido en Alicante el 11 de abril de 1962, como consecuencia de una dolencia hepática, en la clínica el Perpetuo Socorro) una nueva versión de su obra más reconocida, “La aldea maldita”, que ya había estrenado en 1930 en dos ocasiones, primero en marzo, en versión silente, y luego, en diciembre, en versión sonora. El film de 1942 obtiene una de las Copas de la Mostra Internacional de Venecia de aquel año y también el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo. Rodada un año después y estrenada en 1944, “Orosia” es una nueva historia de ambiente rural, siendo los valles de Ansó y Hecho el lugar escogido para desarrollar un drama pasional que recuerda argumentalmente el “Bodas de sangre” lorquiano, con Pepe Nieto en el papel del violento Joselón, y Blanca de Silos (la Orosia del título) como protagonistas, en el que José Sepúlveda es Venancio, el amigo que atiza los peores instintos del protagonista quien asesina por celos al novio de la mujer a la que quiere y al cual trata de sustituir sólo para encontrarse con que la aparente complacencia de la “casi viuda” no era sino un ardid para desenmascarar al criminal (en un final que preludiaba el de “Los ojos dejan huellas”, de José Luis Sáenz de Heredia). En el reparto destaca la presencia de un bisoño Fernando Sancho, uno de los actores más prolíficos de la historia del cine.

También en pleno ámbito rural se desarrolla “Sierra maldita”, film dirigido por Antonio del Amo en 1954, una película en la que el papel de José Sepúlveda es el del “señor José”, empleador de un grupo de leñadores para “carbonear” una explotación forestal, papel que tiene una relevancia algo mayor a lo que en él era habitual. El film, muy cercano, argumentalmente (y también por tener idéntico protagonista, Rubén Rojo) a una película anterior de Del Amo, “Puebla de las mujeres” (1952) expresa la lucha de Juan, un personaje inserto en un ambiente muy marcado por una tradición ancestral por imponerse al fatalismo de lo secular dejando preñada a la protagonista, Cruz (Lina Rosales). Así, la maldición de la infertilidad que pesa sobre las mujeres de Puebla de Arriba termina por ser vencida por el decidido forastero quien tendrá que habérselas con Lucas, el envidioso y ruin rival de turno, en este caso concreto, el magnífico José Guardiola, el cual se alzó con el premio de Círculo de Escritores Cinematográficos por su interpretación, precisamente, en pugna con José Sepúlveda, nominado igualmente, por su actuación en el mismo título. La cinta, rodada en Mojácar (Almería) fue premiada con el mismo galardón en las categorías de mejor película y también de mejor argumento, con lo que fueron distinguidos sus artífices, José Luis Dibildos y Alfonso Paso.

Tocado con la correspondiente boina, bien calada en la azotea, José Sepúlveda interviene en “¡Aquí hay petróleo!” (Rafael J. Salvia, 1956) como Saturnino, el carretero que se niega a acarrear las piedras que del subsuelo del pueblo sacan en las prospecciones que Félix Fernández y Manolo Morán están llevando a cabo en competencia con los americanos, porque en su obtusa mente no acepta ser retribuido por medio de vales sobre hipotéticas ganancias futuras. Con la acorazada indiferencia materialista que tan bien saben exhibir los personajes que interpreta José Sepúlveda, Saturnino se niega a transportar nada si no le pagan con duros “de los buenos”. Diez años después, en “El arte de casarse” (Jorge Feliu y José María Font, 1966), el actor viste idéntico vestuario en su papel de padre de la algo bruta (pero guapísima) Concha Velasco en el sketch de ambiente rural que cierra la película, segunda de un díptico completado por la previa “El arte de no casarse”, estrenada a comienzos del mismo año y rodada con casi idénticos equipos artístico y técnico. Subido en un tractor, José Sepúlveda mantiene un diálogo en el que descalifica sin inmutarse a su propia hija ante el pretendiente Paquito Cano, al que le sugiere que tenga paciencia con ella. Del mismo año que el film precedente es “La barrera”(Pedro Mario Herrero, 1966), donde nuevamente encontramos a José Sepúlveda ataviado con ropajes del agro español, formando sociedad con Manuel Alexandre, como pareja de pillos clásica, muy de tebeo, que intentan secuestrar a una niña (la hija del administrador de las tierras del pueblo, papel que incorpora Carlos Mendy), para cobrar un suculento rescate. El film, muy bien rodado, tiene guión del propio director (de hecho, acreditado más frecuentemente en la labor literaria) y si no consigue funcionar del todo se debe, tal vez, a la indefinición del tono, que no acaba de constituirse en cómico y que juguetea con lo sentimental rozando lo cursi. No obstante, las andanzas de José Sepúlveda y Manuel Alexandre resultan simpáticas, más en sus diálogos que cuando entran en acción y los “gags” se hacen más físicos. Al mejor estilo de Pedro Picapiedra o de Filemón, José Sepúlveda (el “listo” del dúo, el único que sabe leer) insulta constantemente a su compañero, al que trata de “enano”, “animal de bellota”, “bestia” o “animal”. Asistimos a su convivencia, que recuerda por momentos a la de Stan Laurel y Oliver Hardy, en el modestísimo ámbito de un pueblecito (la película se rodó en Valdilecha, Madrid) en el que son los últimos monos. La trama del secuestro se complica con la historia “seria” del nuevo maestro (Carlos Estrada) que llega a la localidad y pronto se encuentra en medio de la guerra entre el panadero (José Bódalo) y el administrador de las fincas de la población (Carlos Mendy), enfrentamiento que, asimismo, supone una barrera para la amistad entre sus respectivos hijos. Ante la inoperancia del alcalde del pueblo (Valentín Tornos) el administrador se propone echar al nuevo maestro, a quien no consiente que haya castigado a su hijo, por lo que hace intervenir al inspector de Educación (José María Prada). La actuación heroica del maestro impidiendo la enésima intentona de la pareja de torpes secuestradores y un plante de los niños ante las ruedas del autobús que iba a llevárselo, evitan que el docente abandone el pueblo. José Sepúlveda recibe en esta película, como corresponde a los “malos-tontos” de las historietas, un variado tratamiento a base de golpes y otras torturas, incluyendo un episodio en el que, emboscado en un barril para intentar el rapto de su víctima, recibe primero una chaparrón de vino, para ser luego encerrado por los niños que clavan la tapa del tonel y terminar rodando, pendiente abajo, dentro del mismo impulsado por un emborrachado Roberto Font.

El ogro es un “adinerado patán”

Entre el belicoso hombre de acción y el paleto más o menos hosco, José Sepúlveda vestido con trajes caros y buenos gabanes o fumando puros adquiere una circunspecta respetabilidad que le permite encarnar a la perfección al tipo del hombre adinerado sin cultivar que ha labrado su fortuna trabajando sin descanso y pateando a sus rivales con la misma dedicación. Dentro de esta categoría de personaje, cabe distinguir aquellas películas en las que se hace hincapié en su vertiente de empleador o patrón, y en las que esta circunstancia carece de relevancia. Entre las primeras, encontramos “Surcos”(José Antonio Nieves Conde, 1951) y tal vez cabría situar “Sierra maldita”, de la que ya hemos hablado encuadrándola en otro epígrafe, pues hemos encontrado más determinante su naturaleza rural, donde el medio físico en el que se desarrolla la acción es fundamental. En cuanto al film de José Antonio Nieves Conde, primero de los tres en los que dirigió a José Sepúlveda, tiene una significación histórica por su visión nada complaciente con la realidad de la sociedad española, inusitadamente audaz para los parámetros del franquismo y sólo posible por ser su artífice un nada sospechoso militante de la doctrina falangista. No obstante, los problemas con la censura motivaron el cambio del final original, que convertía en estructurales los problemas que aquejaban a la familia que había abandonado la pureza del campo empobrecido cambiándolo por promesas de prosperidad en una ciudad corruptora y criminal. Así, el final ideado inicialmente hacía que, en el momento de regresar al pueblo, la familia protagonista se cruzara con otra perfectamente análoga, con lo que se deshacía la impresión en el espectador de que el conflicto se había resuelto, sino que, por el contrario, se ofrecía una conclusión fatalista. Esa supresión no conseguía deshacer del todo la carga crítica que contenía el film, que sólo consiguió superar el veto censor por la acción directa de José María García Escudero, recién nombrado Director General de Cinematografía . Hoy el film se considera con toda justicia un clásico del cine español. En su momento supuso el inicio de un paulatino orillamiento de su director, que aún sería peor tratado en su posterior “El inquilino”(1957), a partir de cuyo postergadísimo estreno prácticamente ya sólo dirigió películas de encargo y en condiciones de trabajo, por lo general, precarias. Varios aspectos de la película, como el hecho de que “El Chamberlán”, el villano Félix Dafauce quedara impune, o el modo en que se deshacía del cadáver de Pepe, uno de los protagonistas (Francisco Arenzana), o cómo se mostraban las relaciones personales, sin desnudos, pero con la suficiente habilidad como para que estuvieran implícitas, resultaban revolucionarios en el cine español y le costaron al film la calificación, por parte de la Iglesia de “Altamente peligrosa”. El papel de José Sepúlveda en tan crucial film se limita a una secuencia en la que hace de empleador de una fundición a la que acude el abuelo de la familia protagonista (un insuperable José Prada) en demanda de empleo. Sepúlveda le dedica una de sus mejores miradas indiferentes antes de permitirle probar, para desentenderse poco después cuando el anciano se desvanece, incapaz de soportar la penosidad del trabajo.

Tres años después de “Surcos”, en “Alta costura” (Luis Marquina, 1954) José Sepúlveda se pone elegante para asistir como “Teo” a un pase de modelos en la casa de modas del modisto Amaro López (el excelente Manuel Díaz González) acompañado de su nueva amante. En el diálogo que mantiene con el dueño del negocio, deja caer algunas perlas que ponen de manifiesto el lapidario y llano materialismo de su personaje: “Lástima que los modelos los pasen estas chavalas, que parecen un montón de huesos. Yo no sé de dónde las sacan. ¿Es que las ponen a dieta?”. A la jovencita que le acompaña, llamada Carmela, le compra un vestido y le da a entender a don Amaro que sus amantes, después de costarle mucho dinero, de tan guapas que las pone, se le van. Ante las corteses protestas del modisto, afirma, en una demostración de resignación con la realidad: “¿Pero es que usted se cree que las mujeres se me dan por la cara?” La secuencia no deja de ser una anécdota en una película producida por Cinesol y distribuida por CIFESA que obtuvo la categoría 1ªB y una calificación oficial de “Para todos los públicos”, mientras que la calificación moral fue de “3R Mayores con reparos”. Se estrenó el 6 de mayo de 1954 en el Palacio de la Prensa y permaneció 11 días en cartel, lo que dada lo ambicioso de la propuesta puede considerarse un fracaso. El film estaba basado en una novela de Darío Fernández Flórez (que tenía una pequeña intervención) titulada “Las máscaras de la moda”y pretendía mostrar los entresijos del mundo de la alta costura con un asesinato de fondo, prestando especial atención a las relaciones sentimentales de las modistas, distinguiendo muy bien entre las chicas ligeras, que vivían de exprimir mientras podían a señores acaudalados y las chicas “como Dios manda” que en cuanto pillaban a un novio honrado y trabajador abandonaban el negocio de la pasarela. Entre las maniquís, las bellezas de una primeriza y preciosa Laura Valenzuela, con acento andaluz, la ya experimentada y aún muy hermosa Mary Martín y la atractiva Margarita Lozano. Completan el reparto el malogrado Mario Berriatúa, como novio formal de la chica más decente de las desfilantes, el galán en transición a “actor de carácter” Alfredo Mayo, como pretendiente de buena familia que resulta ser finalmente el autor del crimen, Francisco Arenzana, en el papel de policía, la señorial Rosario García Ortega, como jefa directa de las modelos, Adriano Domínguez, como fotógrafo de la casa de modas y Julia Lajos, Pilar Gómez Ferrer, Juan Vazquez y Gustavo Re como algunos de los más o menos distinguidos asistentes al desfile de modelos.

En “El batallón de las sombras” (1957), una de las desafortunadas ocurrencias de Manuel Mur Oti (una especie de homenaje a la mujer abnegada pergeñado en colaboración con Manuel Tamayo que la mujer no supo, con toda razón, apreciar), vuelve José Sepúlveda a adoptar el rol de patrón, esta vez en unas obras, contratando al personaje de José Suarez, un individuo soñador e irresponsable que ha estado viviendo a costa de su mujer (Amparo Rivelles) desde el momento de haber contraído matrimonio, quince años atrás. Ahora, la enfermedad de su esposa, que requiere, sobre todo, cuidados en forma de proteínas, le empuja a tomar la heroica decisión de ponerse a ganar un sueldo con el sudor de su frente. José Sepúlveda le toma por un señorito y le ofrece un pico con el que ponerse a trabajar sin disimular su escepticismo, pero José Suarez, que hasta ese momento ha exhibido una ingenuidad flagrante, empieza a picar como un poseído y no para hasta 22 horas después y ello a instancias de José Sepúlveda, verdaderamente impresionado del ahínco mostrado por el nuevo obrero (que ni siquiera se ha quitado la chaqueta, de arrebatado que está) durante su proeza laboral. Tanta es la conmoción que, además de remunerar al esforzado peón con las cinco pesetas correspondientes a cada hora trabajada, le abona, como propina, cien pesetas más y, como obsequio más preciado le llama “compañero” y le certifica que “no es ningún chulo”. De la película, que contiene las valiosas presencias de Antonio Vico, Emma Penella, su hermana Elisa Montés, o Fernando Nogueras, volveremos a hablar, seguramente, en el futuro para insistir quizá en su irritante discurso, servido, empero, con cierta gracia formal.Otras películas en las que José Sepúlveda luce puro y maneras de empresario son “Tarde de toros” (Ladislao Vajda, 1956), “Amor en el aire” (Luis César Amadori, 1967), “Sor Citroen” ( Pedro Lazaga,1967) y “¡Se armó el belén!” (José Luis Sáenz de Heredia, 1970), ambas dirigidas por Pedro Lazaga. En el film de Vajda (cuya labor se vio recompensada por el Círculo de Escritores Cinematográficos), uno de preferidos por los aficionados al toreo de entre todos los jamás realizados con ambiente taurino, José Sepúlveda hace el papel de Tomás, apoderado del torero Ricardo Puente (Domingo Ortega) que vive un momento de prosperidad que le hace presumir de que acaba de adquirir un terreno en el que planea construirse una casa. Entre los actores que tienen un papel realmente destacado en la película, nominada a la Palma de Oro del Festival de Cannes, se encuentran algunos de los más ilustres nombres de la escena, desdepe Isbert, hasta Manolo Morán, pasando por Maruja Asquerino, Jesús Tordesillas, José Prada, Mariano Azaña, Juan Calvo y, en apariciones puntuales, Jacqueline Pierreux, Tip y Top, Raúl Cancio y Antonio Prieto. También en “Amor en el aire” (Luis César Amadori, 1966) aparece brevemente como dueño de un infecto local en el que debe actuar la radiante Rocío Dúrcal En cuanto a la película de Lazaga que protagonizó Gracita Morales en el papel de la monjita del título automovilístico, nuestro protagonista de hoy es don Felipe, el propietario de una gasolinera que trata de eludir el agresivo limosneo de la pizpireta religiosa, con poco éxito. José Sepúlveda, en el film de Sáenz de Heredia que supondría la despedida del actor de la gran pantalla, es el propietario de la fábrica de la lejía “El pato blanco”, que acepta ceder su local almacén para que el cura al que interpreta Paco Martínez Soria monte su belén viviente con la esperanza de poder hacer publicidad de su producto.


José Sepúlveda, uno de los “desheredados de la fortuna”

Pasando de la opulencia a la indigencia sin ninguna dificultad, encontramos a José Sepúlveda viviendo precariamente en varias películas, sin poseer fortuna, ni tener trabajo con que ganarse el sustento. Por ejemplo, encontramos “Cerca de la ciudad” (Luis Lucia, 1952), película que mencionamos en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a Valeriano Andrés. En ella encontramos a José Sepúlveda integrando al grupo de desarrapados descreídos que se reúnen en la taberna a matar el tiempo hasta que la acción evangelizadora del dinámico curita encarnado por Adolfo Marsillach termina por llevarlos a la iglesia. Los compañeros de tan virtuoso viaje son Manuel Dicenta, Casimiro Hurtado, Goyo Lebrero, Miguel Pastor Mata, Pedro Yáñez, Domingo del Moral, Marcial Gómez y Manuel Guitián.

En “El señor de La Salle”(1964), film hagiográfico exquisitamente realizado (en cuanto a lo que podríamos considerar labores técnico-artísticas, como fotografía, vestuario y demás envoltorios) dirigido por Luis César Amadori quien, aparentemente perseguía reeditar su éxito de “¿Dónde vas Alfonso XII?” (1958) con otro film de ostentosa ambientación, José Sepúlveda integraba un reparto verdaderamente excepcional, con una estrella internacional como Mel Ferrer al frente y con actores tan magníficos como Roberto Camardiel, Fernando Cebrián, Jesús Tordesillas, Ángel Picazo, Gabriel Llopart, Tomás Blanco, Carlos Casaravilla, Enrique Diosdado, José María Caffarell, Guillermo Marín, Jesús Guzmán, José Guardiola, Lina Rosales y un interminable etcétera. Su papel era el de “El Cojo”, padre del personaje de una bellísima Nuria Torray, Bernarda, quienes junto con la madre (la siempre afónica Pilar Muñoz) forman una familia sin más ingresos conocidos que las monedas que recoge la hija en los tugurios donde toca una especie de organillo. Juan Bautista de la Salle, al conocer a esta familia, al constatar su pobreza más lacerante, que es su ignorancia, toma conciencia de su misión educadora.

El ogro es “La Autoridad”

Alguien con la poderosa presencia de José Sepúlveda resulta idóneo para representar eso que tanto espantaba a Alfred Hitchcock, cual es la Autoridad. En repetidas ocasiones se le da el papel de policía, tanto en películas serias, como en comedias, en las que cumple la función de poner en aprietos al cómico de turno. Así, en la tercer película que le puso a las órdenes de José Antonio Nieves Conde, “Don Lucio y el hermano Pío”(1960), se encarga de amonestar al pobre Pepe Isbert (el hermano Pío) que, tratando de reparar la desaparición de la imagen del niño Jesús con la que se dedica a recoger limosnas para el convento de monjitas donde habita haciendo las pequeñas chapucillas que le proporciona el caradura de Lucio

(Tony Leblanc, quien realmente se ha quedado la imagen para hacerse con las limosnas) se encuentra en El Rastro madrileño tratando de vender sin licencia estilográficas “Parker”. En esta ocasión, José Sepúlveda hace de “ogro bueno”

y trata, hasta exasperarse, de no ser demasiado riguroso con el pobre anciano, pero la ingenuidad desarmante del viejo le hace confesar hasta la última estilográfica. Se trata de una película que su director recordaba como el resultado de la improvisación diaria de un guión de Jaime García Herranz que le había entregado el productor José Frade y que le había parecido inaceptable, de tan sentimentaloide y pasado que lo encontró, pero que con ayuda de Pío Ballesteros (con quien iba rescribiendo durante las noches las escenas que habían de rodarse al día siguiente) y, sobre todo, con la profesionalidad de Tony Leblanc y Pepe Isbert fueron llenando de situaciones cómicas y transformando los lagrimones en sonrisas.

Si en la película anterior, José Sepúlveda no pasaba de guardia urbano, en “Séptima página” (Ladislao Vajda, 1950), en cambio, es inspector, nada menos, y tiene a sus órdenes al agente encargado de vigilar los cabarets madrileños que encarna Rafael Durán. Aparece siempre en las dependencias policiales, dando oportunas órdenes y asistiendo a los progresos de la policía científica del momento (un Francisco Arenzana experto en balística). La película, que disfruta de la maestría del director nacido en Budapest, se vale del hilo conductor de un periodista de sucesos (Adriano Domínguez) para contar una historia de protagonismo coral, con varias tramas simultáneas que convergen en un punto al final del metraje, procedimiento narrativo que hoy está muy en boga, pero que, como nos apresuramos a subrayar no es en modo alguno una innovación, precisamente. La película se sostiene, en un tono que oscila entre el melodrama romántico y el cine policíaco, con las actuaciones destacadas de los antedichos a los que hay que añadir a Rosa María Salgado, Luis Prendes, María Asquerino, Alfredo Mayo, la enigmática Anita Dayna y los juveniles Rafael Arcos, Paquito Cano y José María Rodero, y se sazona hábilmente, con interludios cómicos a cargo de Manolo Morán, Joaquín Roa y Pepe Isbert.

“Nadie lo sabrá” (1953) estrenada en el cine Coliseo de Madrid el 7 de diciembre de 1953, se trata de una de las mejores películas de su director, Ramón Torrado, una comedia conducida por la espléndida voz en off de José María Oviés que cuenta la historia del probo y tímido contable Perico Gutiérrez, personaje al que da vida Fernando Fernán Gómez, que accede a una importante parte del botín de unos ladrones que han perpetrado el robo en el banco donde se encontraba haciendo horas extras. El protagonista, enamorado de una joven a la que cree de buena posición (una juvenil Julita Martínez) y a la que no se atreve a abordar por considerarse indigno de ella, aprovecha la posesión de ese dinero para hacerle proposiciones. Se inventa una futura herencia para explicar un segura prosperidad futura y, tras tener que habérselas con los delincuentes, que aparecen para reclamar el importe distraído consigue salvar el pellejo y ganar la felicidad al lado de su amada. Pero no sin antes pasar el mal trago de conocer al padre de la novia, que no es un ricachón, como pensaba, sino nada menos que un guardia civil con el aspecto de José Sepúlveda, el cual parece divertirse extraordinariamente metiéndole el miedo en el cuerpo al apocado contable hablando del cerco policial que se cierne, inexorable, sobre los ladrones de su banco. La película, llena de momentos cómicos de excelente humorismo, contaba con un reparto imbatible, que incluía a la siempre magnífica Julia Caba Alba, Julia Lajos, Fernando Fernández de Córdoba, Ángel Álvarez y el trío de cacos formado por Raúl Cancio, Fernando Sancho y José Nieto, además de la episódica presencia de Antonio Riquelme.

También en dos de las películas más reconocidas y presentes en la memoria del público de la historia del cine español, le corresponde a José Sepúlveda desempeñar el papel de policía. Una es la magistral “Muerte de un ciclista” (Juan Antonio Bardem, 1955), film cuya excelencia fue refrendada por el festival de Cannes, que le concedió el premio FIPRESCI y en la que nuestro protagonista de

hoy era el policía que amenazaba con intervenir cuando se formaban algaradas estudiantiles ante la injusta calificación que el profesor Juan Fernández Soler (Alberto Closas) ha otorgado a la alumna Matilde Luque (Bruna Corrá). Con las rudas maneras consustanciales a sus personajes, José Sepúlveda asegura: “ No sé, ni me importa, si tienen razón o no. Mi misión es cuidar el orden”. En cuanto al otro título, nos referimos a uno de los más populares y difundidos del Cine Español, “La gran familia” (Fernando Palacios, 1962), cinta en la que José Sepúlveda actúa como el policía que toma nota de la desaparición del pequeño Chencho (apócope de Gaudencio, por si alguien no lo sabía) de boca de sus alterados padres, Carlos (Alberto Closas, otra vez) y Mercedes (Amparo Soler Leal).

Pero no sólo como miembro de la policía es posible representar a la autoridad. En “Historias de la televisión” (1965), Sepúlveda es el concejal don Miguel al cual José Calvo informa de la existencia de un falso gorila (López Vázquez, al que ha enredado en uno de sus embrollos Tony Leblanc) en una de las jaulas del zoológico municipal. “Historias de la televisión” Se trata de una comedia, como todas las de José Luis Sáenz de Heredia, recorrida internamente por una especie de sangrante acritud, de una sorda amargura, que se traducen en una merma de la comicidad. Algo en Sáenz de Heredia le hace interesarse por el humor, pero su modo de tratarlo resulta extrañamente doloroso, nada jovial, nada alegre. Recordemos (y con ello pondré fin a este inciso) con cuanta frecuencia sus personajes son descalabrados de forma harto dolorosa con la finalidad de provocar la risa. Por citar algunos ejemplos, en la anteriormente citada “¡Se armó el belén!” casi mata a Paco Martínez Soria; le rompe las narices, con profusión de sangre, a Pepe Isbert en “Historias de la radio”; quema horriblemente a Agustín González en “Fray Torero”, dejándolo a las puertas de la muerte y cubierto de vendas; llena de contusos y hasta incluye una decapitación en “El grano de mostaza”, y, por último, además de las fracturas múltiples de un sacrificado Tony Leblanc, pone a José Calvo a merced de un gorila auténtico que lo manda a la Unidad de Curas Intensivas del hospital, ante el horrorizado pasmo del

edil, José Sepúlveda.

Por último, añadamos que también, desde el modesto puesto de portero, bien provisto de una atemorizante gorra de plato, es posible ejercer (y hasta abusar de) la autoridad. Si eres portero de Las Ventas y tienes ante sí a un maletilla desconocido, puedes echarle con malos modales y hasta con cajas destempladas. Tal sucede en “Nuevo en esta plaza”(1966), una de las incursiones del diestro Sebastián Palomo Linares en el cine, dirigido por el hábil Pedro Lazaga, cuando José Sepúlveda se sacude al torerillo de “su plaza” como si fuera una pulga, sólo para, al final de la acción, rendirse ante él y hasta quitarse la gorra, cuando regresa convertido en una gran figura del toreo.


Con las chicas prodigio y en “cine de género”

Metido en productos sin más ambición que la de atraer a un numeroso público, preferentemente indiferente a la calidad cinematográfica, José Sepúlveda interviene en films que poco tienen que ver con el Séptimo Arte y sí con la explotación de determinados fenómenos populares, como son las películas rodadas con vistosas y dicharacheras niñas o muchachas, como las archipopulares Marisol en “Tómbola”(1962, Luis César Amadori) y “Cabriola”(1965, Mel Ferrer ), Rocío Dúrcal en “Rocío de la Mancha”(1963, Luis Lucia) y , “Amor en el aire”(Luis César Amadori), y Pili y Mili en “Dos pistolas gemelas”(1966, Rafael Romero Marchent). Destaquemos de sus apariciones en estas películas (de las que una ya ha sido citada previamente), la que hizo en “Tómbola”, que lo mostraba en la vertiente de “ogro bueno”, como ferroviario aficionado a la caza que es confundido por la fantasiosa Marisol con un peligroso terrorista y pone en alerta a la mitad del ejército español. Mientras, el tosco y tiznado, pero amable cazador ha entablado amistad con la amiguita de Marisol, la niña negra Joëlle Rivero, en amable plática.

Los años sesenta, pródigos en producciones y co-producciones llamadas a llenar profusamente programaciones de cines de barrio de sesión doble, concedieron muchas oportunidades a los actores españoles de participar en westerns y peplums, ocasión a la que no pudo sustraerse José Sepúlveda, quien intervino en “Dos hombre van a morir” (Rafael Romero Marchent, 1966), dentro del género citado en primer lugar, y en “El valle de los hombres de piedra”(Alberto Martino, 1963), encuadrable en el segundo. En el film de Rafael Romero Marchent, José Sepúlveda hace el papel de cantinero, rol que, como veremos, había representado ya en el pasado, aunque ambientado en la actualidad española y estaba a punto de volver a representarlo, trasladado a un pasado más lejano aún, localizado en Sevilla y en verso. Como corresponde a todo cantinero del Far West que se honre, una pelea multitudinaria tiene lugar en su local e interviene en ella propinando un botellazo a uno de los contendientes, concretamente, al sempiterno Frank Braña. En cuanto al peplum, uno de los más fantasiosos (y los hubo ciertamente en grado sumo) que se rodaron, que incluía versiones monstruosas (en todos los sentidos de la expresión) de la Medusa y del dragón de un lago, José Sepúlveda aparece como consejero, o sacerdote, o las dos cosas a la vez, del monarca Cefeo (Roberto Camardiel), y tiene la misión de situar al espectador en la situación política en que viven en relación al vecino dictador Acrisio (Arturo Dominici) y a su hijo, el príncipe Galenore (Leo Anchóriz) y cómo esta podría resolverse favorablemente accediendo a la boda de éste con la hija de su rey, la hermosa Andrómeda (Anna Ranalli).


Dos personajes sin oficio conocido

En dos ocasiones, por lo menos, las apariciones de José Sepúlveda son tan fugaces que ni siquiera es posible aventurar cual pueda ser la profesión de su personaje. Se trata de dos comedias, una, dirigida por Rafael J. Salvia, tiene como protagonista a Manolo Morán, se trata de “Manolo guardia urbano” que se estrenó en 1956 y de la que ya hablamos en este weblog, con ocasión de la entrada dedicada a Antonio Riquelme, la otra, “El pobre García”data de 1961 y fue la primera incursión de Tony Leblanc en la dirección cinematográfica. En cuanto al primer título, añadamos a lo dicho en su día que José Sepúlveda tiene una intervención, como le cuadra, atemorizante, al ser el primer ciudadano al que la

expedición formada por el guardia urbano Manolo y sus amigos, encarnados por Ángel de Andrés y Tony Leblanc interroga acerca de su reciente paternidad, por estar buscando al bebé del guardia, que ha sido intercambiado en el bautizo que ha celebrado el cura Pepe Isbert, para comprensible desesperación de sus maduritos progenitores (Julia Caba Alba es la mamá). Semejantes cuestiones y a tan intempestivas horas sacan de sus casillas al poco comprensivo personaje de José Sepúlveda,que iracundo, reacciona fatal. En un film repleto de secundarios, esta búsqueda nocturna por una determinada zona residencial de Madrid permite la filmación de una serie de sketches independientes, que incluyen una muy chocante aparición de Luis Sánchez Polack, “Tip”, en un papel caricato-terrorífico. Pero para film fragmentario, formado a base de segmentos, resulta paradigmático “El pobre García”, un título que Tony Leblanc recuerda en sus memorias no sin amargura, por causa de la mala pasada que le jugó su socio, el co-guionista y co-productor Enrique Fernández Sintes y porque el público no reaccionó todo lo bien que esperaba a su propuesta cómico-melodramática. La película se construye sobre la base del personaje típico de Leblanc, un tipo que prueba toda clase de cosas para salir adelante al que se añade la complicación de un hijo afectado gravemente por la poliomielitis. El resultado es un film irregular, que combina momentos felices con otros excesivamente lacrimógenos, pero que, en todo caso, supone un intento valioso por parte de su artífice principal, además de una hábil jugada propia de su personalidad fílmica, pues, para llevar a buen puerto su proyecto, Tony Leblanc recurre a “la ayuda de sus amigos” y consigue que actúen gratuitamente en él nada menos que Jesús Tordesillas, Manolo Morán (que hace un número improvisado en un parque, haciendo de sí mismo), Fernando Sancho (que consiente en que su personaje reciba una inesperada paliza por parte del protagonista), de José María Rodero, que interpreta al principio del film a un amanerado novio celoso de una chica que tiene que besar al ciclista ganador de una carrera) y también que Lina Morgan rebaje considerablemente su “caché”. El esquema de la película, basado en la sucesión de segmentos permite que los actores colaboren fácilmente sin alterar sus agendas. A José Sepúlveda le corresponde el papel de cliente preferente de la barbería donde entra a trabajar el personaje de Tony Leblanc, con tan mala suerte que es beligerante “colchonero” en cuestiones futbolísticas y del diestro Luis Miguel Dominguín, en lo taurino. Como su actitud es impacientemente provocadora, en una rápida inter-actuación con el protagonista que termina en una abrupta elipsis entendemos que la discusión consecuente deja sin empleo al héroe. Lo cual queda explicado, a renglón seguido, en una conversación de Leblanc con su amigo Gómez Bur. Se trata de una secuencia, la de la conversación entre el cliente y el barbero, dicha a velocidad vertiginosa, que tal parece una pura improvisación y que, por cierto, sorprende un poco en Sepúlveda, por lo común calmoso y cadencioso en el decir.


El ogro es “Un currante”: médico, herrero, minero, ferroviario, titiritero y tabernero.

Parecen muchos oficios para un hombre solo, pero José Sepúlveda los desempeñó todos en sus películas y , la mayoría de ellos, más de una vez. Así, fue médico en “La guerra de Dios”(1953), de Rafael Gil, para Aspa Films, con argumento y guión, por tanto, de Vicente Escrivá y con Paco Rabal como protagonista. Se trata de un film en el que Andrés, un joven sacerdote (Claude Laydu) inmerso en un medio dominado por el conflicto social (una comunidad minera) se las ve y se las desea para evangelizar a los desconfiados obreros y a sus explotadores patronos. El film fue profusamente galardonado en su momento (obteniendo galardones en Venecia, San sebastián, de la Oficina Católica Internacional de Cine, del Sindicato nacional del Espectáculo, que le concedió el primer premio correspondiente a 1953, el Laurel de Oro de Selznick, y también de las revistas “Triunfo” a la mejor dirección y de “Espectáculo” al mayor éxito comercial). Lejos de las pretensiones trascendentales del film de Gil y Escrivá está la comedia de Pedro L. Ramírez, “El gafe” (1959), obra impregnada de la especial personalidad de su protagonista, el inolvidable José Luis Ozores, y de la que algo dijimos aquí cuando le dedicamos un entrada a Goyo Lebrero, hace ya algunos meses. Esta delicada pieza de humorismo contó con la colaboración de José Sepúlveda en un papel cuya interpretación, como pasaría en “La gran familia”, ni siquiera le exigió levantarse de la silla, ni compartir plano, pues la cámara le enfoca siempre a él solo. Se limita a contestar al teléfono cuando es llamado por “Peliche”, que tiene el cargo de conciencia de haber “liquidado” al acaudalado anciano don Balbino (Nicolas D. Perchicot) por encargo de sus herederos. Sepúlveda, lógicamente, reacciona exasperándose, dada su condición de médico que lleva treinta años tratando al fallecido. “¡Sí, hombre, ha sido usted! ¿Y las veinticinco piedras que le he encontrado en el riñón? ¿Se las ha dado usted con una cucharita?”, le espeta.

“El padre Pitillo” (1955) es una nueva colaboración entre el director Juan de Orduña y el guionista Manuel Tamayo, que en esta ocasión adaptaba una obra de Carlos Arniches. En ella, José Sepúlveda tiene a su cuidado el papel de Aniceto “El Tenazas”, un áspero herrero anticlerical que se encuentra con que un el señorito retoño de los ricachones Ojeda (Virgilio Teixeira) ha preñado a su hijastra (Margarita Andrey), por lo que la arroja del hogar, apartándola de su madre, “La Leandra” (María Isabel Pallarés) . La muchacha, abandonada por todos (el pollo ha salido por piernas, aconsejado por sus papás, Josefina Serratosa y el excelente doblador, Ramón Martori) se refugia en casa del Padre Pitillo (Valeriano León) y su hermana (su esposa en la vida real, Aurora Redondo). El resuelto curita se enfrentará a la incomprensión de unos y otros hasta conseguir que el herrero anti-clerical se ablande, el inconsciente joven se haga responsable y los “sepulcros blanqueados” de los señores Ojeda, accedan a que los jóvenes se unan en una boda “como Dios Manda”. Por lo que toca a José Sepúlveda y su Aniceto, es este un papel que le va como anillo al dedo y que, además le permite hablar más de lo acostumbrado, delatando en todo momento, su origen teatral. Muy similar es el rol que le corresponde en el film de Rafael J. Salvia “La cesta”(1965). Nuevamente herrero y de izquierdas (para demostrarlo silba en algún momento “La Marsellesa”), en esta ocasión el personaje responde al nombre de Pascual y se encuentra en constante enfrentamiento con el prestamista don Carmelo, un personaje egoísta, avariento, solitario y despreciable al que da vida magistralmente (con un incomprensible encanto magnético )el cómico aragonés Antonio Garisa. El film, que supuso la presentación en celuloide del veterano actor teatral José Alfayate (en el papel de cura, un rol que lidiará con frecuencia en la pantalla), aparece ambientado en un pueblecito de Aragón en el que una peña presidida por Rafael Durán (en uno de sus dignísimos papeles de su etapa posterior a la galanura) tiene la ocurrencia de sortear una cesta con un número completo de la lotería de Navidad, sin tener en cuenta de que puede salir premiado antes de que se decida la rifa, cosa que sucede y que pone al mezquino (“¡Arruinapobres!”, le llama el herrero Pascual) en acción contra todo el pueblo. La película se beneficia en todo momento de un reparto sensacional en el que destaca la presencia del siempre proclive al patetismo pero siempre magnífico, Antonio Vico, de la mayestática Julia Caba Alba y de los eficaces Francisco Camoiras y Paquito Cano, entre otros.

José Sepúlveda baja a las profundidades de la tierra nuevamente en“Esa voz es una mina” (1956), aunque no como médico, tal como había hecho en “La guerra de Dios”, sino como minero. Dos años antes de darle uno de sus mejores papeles en “Sierra maldita”, Antonio del Amo reclama a José Sepúlveda para que incorpore uno de los roles más destacados de entre los compañeros de Antonio Molina en las galerías de la explotación minera donde éste desgrana sus gorgoritos. Manuel, el personaje de Sepúlveda, con su desmañados gestos y toscas maneras es uno de los mineros más ingeniosos a la hora de conseguir que la acción discurra por el cauce requerido. Así, por ejemplo, sugiere pinchar con un alfiler imperdible al cantarín Antonio Molina cuando éste ha decidido fingir haber perdido la voz, o también urde y acciona la falsa rifa mediante la cual hace que el vocinglero tenor de la tonadilla española se quede con la gratificación que el nuevo empresario catalán de la mina (José Franco) les ha concedido a todos, complacido por las armonías canoras con las que el patriarca de los Molina le había obsequiado. La película, si uno puede soportar los chillidos del protagonista, contiene el premio de un insólito José Luis López Vázquez, doblado por Eduardo Calvo, en el papel de cura venido de la Escolanía de Montserrat.

Si en “Tómbola”no le veíamos ejercer su profesión de ferroviario, en“Todos somos necesarios” (1956), en cambio, tiene a su cargo la locomotora que mueve el tren donde transcurre la accidentada acción de la película. En esta realización de José Antonio Nieves Conde, que fue multi-premiada en la edición del festival de San Sebastián del año de producción y también en los premios anuales del Sindicato Nacional del Espectáculo, se nos narra la peripecia de tres presidiarios que salen de la cárcel y toman el mismo tren, el cual queda bloqueado en la nieve. Uno de ellos, Julián (Alberto Closas) cumplió condena por negligencia médica, pues perdió a un paciente en la mesa de operaciones, otro, Nicolás (Ferdinand Antón) estuvo encerrado por la estafa cometida para reunir el dinero que necesitaba para casarse, el tercero, Iniesta “El Nene” (Folco Lulli) es el personaje de extracción más humilde y vive habitualmente del producto de pequeños robos. Las circunstancias ponen a los tres en situación de ser útiles a la sociedad, representada por el pasaje del tren, lo que, por cierto, le cuesta la vida al más humilde de ellos. La película, una coproducción con Italia en la que también intervino capital de productor checo quien aportó al proyecto varios actores de nacionalidad alemana se rodó en condiciones multi-lingüísticas lo que, según su director, lejos de ser un inconveniente, resultó beneficioso. Las dificultades técnicas de rodar en auténticos vagones y en exteriores sometidos a condiciones climáticas adversas fueron muy bien vencidas por José Antonio Nieves Conde, quien con esta película hacía una nueva demostración de su valía. En cuanto a la contribución de José Sepúlveda, debemos considerarlo una pieza más del inmenso mosaico actoral que componen un film de reparto coral. Anotemos, para la anécdota, que su personaje se veía nuevamente secundado por Antonio Moreno, que hace de fogonero, auxiliándole tal como hiciera veinticuatro años antes en “Rojo y negro”.

Uno de los papeles más insólitos en la carrera de José Sepúlveda es el de patriarca de una familia gitana de titiriteros en el film dirigido por Joaquín Luis Romero Marchent, “El hombre que viajaba despacito”(1957), personalísima comedia debida al ingenio de Miguel Gila. En el film se cuenta, básicamente, el periplo del recluta Gila de regreso a su hogar donde está próximo a nacer su primer vástago. En el transcurso del accidentado viaje , se tropieza con unos titiriteros con los que se emborracha y a los que se une como payaso para culminar una desastrosísima actuación. José Sepúlveda, en absoluto ajeno a los estragos del vino, protagoniza un penoso número con la colaboración de una cabra y del mono Andresín. La película, repleta del humorismo entre poético y descarnado de su protagonista, representa un verdadero festín para los admiradores del cómico, que se mantiene todo momento en pantalla y alcanza espléndidos momentos tales como el examen con el instructor Jesús Puente, o durante la partida de siete y media, con un divertidísimo Jesús Guzmán. No se libra, no obstante, del desliz patético cuando, bajo la lluvia, protagoniza el momento, tras la borrachera, en el que comparte escena con la niña de los titiriteros y ambos mantienen un lacrimógeno diálogo mientras el aguacero le despinta la cara de payaso al humorista. Destacan en el reparto de esta muy recomendable película las presencias de Julio Riscal, como compañero de armas de Gila, de Roberto Camardiel, como camionero que le recoge y de Carlos Romero Marchent en uno de sus primeros papeles, todavía niño, en una película de su hermano Joaquín.

Como tabernero, encontramos a José Sepúlveda en “Aeropuerto”(1953), la película que dirigió Luis Lucia para CIFESA, la productora para la que empezó trabajando como director de producción, un puesto administrativo. La mencionamos en la entrada dedicada a Antonio Riquelme y, precisamente, la intervención de José Sepúlveda también tiene como justificación el mismo personaje, el que incorporó Manolo Morán, como español exilado en México que tiene que volver a España y al que no le llega la camisa al cuerpo. Su reencuentro con la taberna española no deja de tener su gracia y, como en el caso de la entrevista con el comisario Riquelme, sirve para demostrar que los temores de Manolo Morán están injustificados. Aunque el mensaje de fondo de todo el segmento es inaceptable, la irresistible naturalidad de los cómicos nos pone en la situación, como espectadores, de “tragarnos la bola”. También tabernero, como hemos visto antes, era José Sepúlveda en el western “Dos hombres van a morir”, pero, sin ninguna duda, cuando fue visto por más espectadores fue al incorporar al hostelero genovés Cristófano Butarelli en la adaptación del “Don Juan Tenorio” que dirigió Gustavo Pérez Puig para el espacio “Estudio Uno” en los gloriosos tiempos de la mejor (al menos, en lo que espacios dramáticos se refiere) Televisión Española. La emisión de este espacio se produjo en 1966 y reunió un reparto estelar, que llevó al astro Francisco Rabal al primer plano de la televisión, interpretando al seductor protagonista y a la no menos estelar Concha Velasco en el papel de Doña Inés. José Sepúlveda, como Butarelli, cumple la función de ir recibiendo a los personajes del drama, al comienzo de la obra, en su establecimiento sevillano, “La hostería del Laurel”, haciendo, por cierto, gala de su materialismo inherente a través de algunos comentarios, como cuando disculpa los desmanes del Tenorio y de Luis Mejía afirmando admirativamente que “nadie paga su cuenta como Tenorio y Mejía”. Charla con Ciutti, el criado de Don Juan (Juanjo Menéndez) y paisano suyo, y va recibiendo después a don Gonzalo (José María Escuer), al padre de Don Juan, Don Diego Tenorio (Julio Gorostegui),y al capitán Centellas (Antonio Almorós) de manera que el espectador va conociendo los pormenores que sitúan la acción en su justo punto.

José Sepúlveda fue una presencia habitual de la televisión española de los sesenta, pero de entre todas sus colaboraciones en la pequeña pantalla (que se cerraron con un papel en “El que recibe las bofetadas”(1971), última interpretación suya acreditada en las pantallas) fue sin duda su participación en este “Don Juan” la más memorable, si quiera sea por lo ambicioso de la producción, no igualada por ninguna otra, hasta ese momento. A la pareja de protagonistas, verdaderas estrellas cinematográficas, y a los nombres antedichos, se unieron los de los brillantes intérpretes, habituales de TVE, tales como Fernando Guillén, en el papel de don Luis Mejía y de Ana María Vidal representando a doña Ana, o actrices más ligadas al cine, como Irene Daina como Lucía y Tota Alba, como Brígida y algunas colaboraciones especiales de fuste, como la de la gran dama Maruchi Fresno, en el rol de la abadesa.


Posando para Velázquez

Sobre el escenario del Teatro Español, bajo la dirección del gran José Tamayo, tuvo José Sepúlveda la oportunidad de estrenar tres obras en las temporadas 60-61 y 61-62. Las dos últimas fueron “En Flandes se ha puesto el sol”, obra de Eduardo Marquina estrenada originalmente en 1911, que se representó en el Teatro Español por la compañía titular el 21 de mayo de 1961 con carácter de reposición conmemorativa del cincuentenario de su estreno original, con Carlos Lemos como primer actor y con Luisa Sala, Fernando Guillén y Javier Loyola, entre otros, en el reparto, y “Beckett o el honor de Dios”, de Jeane Anouilh, según la versión de José Luis Alonso, con Francisco Rabal y Fernando Rey en los papeles principales, que se estrenó en idéntico escenario el 17 de febrero de 1962. Pero fue la obra de Antonio Buero Vallejo, “Las Meninas”, la que procuró a José Sepúlveda el papel más relevante de los representados en las tres, el de Pedro Briones, el hombre que posó para el cuadro “Esopo” de Diego Velázquez (papel que correspondió al gran Carlos Lemos, en la obra). La identidad del personaje de José Sepúlveda, que como vemos, le valió figurar en la portada del número 19 de la revista de actualidad teatral “Primer acto”, es una invención del autor que fabula con la historia de un hombre al que el insigne pintor reencuentra en el otoño del Madrid de 1656, quince años después de que lo utilizara de modelo para el cuadro antedicho (y reproducido junto a estas líneas). El sujeto se encuentra ahora mendigando, viejo y enfermo, tras pasar una vida en la que la injusticia lo ha hecho un fugitivo que debe ocultar su identidad, pero que en sus tiempos había tenido la ilusión de ser también pintor. Velázquez se conmueve profundamente y lo acoge en su hogar, justo cuando afronta un momento delicado en la Corte por causa de las intrigas palaciegas de quienes le envidian. Al poco de producirse el reencuentro, Pedro Briones, por boca de José Sepúlveda habla de sí mismo en estos términos: “Soy viejo, don Diego. Me queda poca vida y me pregunto qué certeza me ha dado el mundo... Ya sólo sé que soy un poco de carne enferma, llena de miedo y en espera de la muerte. Un hombre fatigado en busca de un poco de cordura que le haga descansar de la locura ajena antes de morir.”

“Las Meninas se estrenó en el Teatro Español de Madrid el 9 de diciembre de 1960. A los nombres del autor, Buero Vallejo, del director, José Tamayo, del ayudante de dirección Antonio Amengual y del escenógrafo, Emilio Burgos, cabe sumar el de los actores que formaron el reparto, como fueron, entre otros, los ya mencionados Carlos Lemos y nuestro protagonista de hoy, José Sepúlveda, como Velázquez y Pedro Briones, la gran Luisa Sala como Juana Pacheco, esposa de Velázquez, Javier Loyola, como Felipe IV, Fernando Guillén, como José Nieto Velázquez, Gabriel Llopart, como El Marqués, Manuel Arbó, como Angelo Nardi, Carlos Ballesteros como Juan Bautista del Mazo y Anastasio Alemán, como Juan de Pareja. La obra, según las crónicas, cosechó un éxito rotundo, de tal magnitud que, por ejemplo, obligó incluso a Carlos Lemos a repetir un parlamento que había sido interrumpido por causa de una larguísima ovación.

PD: Es grata obligación agradecer como merece al "Sr. Feliú", amigo de este weblog, la celérica información acerca del matrimonio que formó José Sepúlveda con la actriz Josefina Serratosa, único dato biográfico que este inepto burgomaestre ha podido obtener y que se encontraba en un libro que, para más oprobio de quien esto escribe, ha sido comentado en este mismo weblog frecuentemente, por ser imprescindible para tratar de los actores españoles: "Las estrellas de nuestro cine. 500 biofilmografías de intérpretes españoles" de Carlos Aguilar y Jaume Genover, editado por Alianza Editorial. El dato estaba contenido en la entrada dedicada a la actriz. De ahí que este burgo, que ignoraba la unión conyugal de los actores, no diera con él. Ojalá, en el curso de los días venideros, pueda este burgo incorporar todavía más datos a esta entrada que nació huérfana de ellos.

PD2: No ha habido que esperar mucho para que otro gran amigo de este weblog, Óscar Lebrero, terminara, con su inestimable colaboración, de completar los datos biográficos imprescindibles para otorgar a esta entrada la entidad que este pobre burgo con sus solas fuerzas había sido incapaz de darle. Muchísimas gracias también para él.

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