Advertencia previa: por desgracia, no siempre le es posible a este burgomaestre acceder a la información apetecida para glosar debidamente la figura del actor escogido. Tal sucede en el presente caso, en el que el deseo de ofrecer un perfil de la trayectoria profesional del actor no puede verse acompañado de unos datos biográficos mínimos que el autor considera muy convenientes, pero que al no disponer de ellos, se ve obligado a omitirlos. Lamenta el autor no poder ofrecer ni las fechas ni los lugares de nacimiento ni de fallecimiento del actor, ni tampoco puede, por desconocerlo, relatar cómo ni en qué circunstancias se produjeron los comienzos en la interpretación del cómico elegido para la presente entrada. Ni que decir tiene que, en caso de acceder en un futuro a tales conocimientos, el autor se apresurará a incorporarlos al texto.
Advertencia desactivada: Por fortuna, este weblog cuenta con amigos de incalculable valor, como Óscar Lebrero (nieto del gran Goyo Lebrero), quien ha subsanado con su inestimable colaboración, las insuficiencias de este burgomaestre, como podrán comprobar leyendo la entrada siguiente.
José Sepúlveda, “el ogro”
En ese a veces maravilloso arte de presencias que es el cine, podríamos decir, parafraseando el título de una de las películas en las que intervino José Sepúlveda, que “Todos son necesarios”. Para los ojos y los oídos del espectador, la presencia de un actor significa por sí misma, en muchos casos, un altísimo porcentaje de lo que el creador de la historia original pretendía explicar, relatar o, simplemente, indicar. Gran parte de los esfuerzos técnicos y artísticos de los artífices de las películas consiste en hacer llegar al público la “presencia” del actor, que si ha sido bien elegido, se constituirá en el medio más directo de expresar lo que quiera que fuera que se quisiera expresar. Por eso los actores característicos nos resultan tan irresistiblemente convincentes. El teatro, ese
antecedente del cine más literario quizá y, sin duda,
más convencional, al mostrar al actor desde una distancia mayor que la que proporciona la escrutadora mirada de la cámara, permite a éste disfrutar de un menor encasillamiento. Las caracterizaciones, al no ser tan minuciosamente reveladas, ofrecen, asimismo, un mayor margen de actuación. Examinando las carreras de los diversos actores españoles constatamos repetidamente este fenómeno. La versatilidad actoral de grandes intérpretes “de teatro” se reduce ostensiblemente al ser trasvasados al cine, medio en el que el ojo de la cámara parece verles “desde un solo ángulo”. Tal es el caso de José López-Sepúlveda Garrido (José Sepúlveda) al que, con los matices que iremos describiendo, nos hemos atrevido a motejarle de “ogro” en atención al rol que con mayor frecuencia le correspondió
en los repartos de las películas en que
participó. Su apariencia física, fijada por un rostro que parece esculpido a furiosos golpes de cincel sobre el granito, le emparenta con grandes mitos dentro de los actores característicos hollywoodienses, como Wallace Beery, Victor McLaglen, Broderick Crawford o el último Lon Chaney Jr. Como ellos, un exterior intimidador podía, en manos sabias, ser bien empleado tanto para el drama de acción como para la comedia.
Una compañera ideal: Josefina Serratosa
Los inicios en los escenarios de José Sepúlveda (José López-Sepúlveda Garrido, Madrid 28-2-1909; Madrid, 10-5-1969) se encuentran unidos a la que fue simultáneamente su pareja en la vida y su compañera de trabajo, la actriz Josefina Serratosa (Josefina Gaxa Pereira: San Sebastián 5-3-1911; Madrid, 14-12-1990). Juntos interpretaron, desde los últimos años de la década de los treinta hasta los primeros de la de los cincuenta, obras de todos los géneros en constante gira por los teatros de España. Es tras ese periodo cuando ambos se prodigan en el medio
cinematográfico, compartiendo con harta frecuencia un lugar en el reparto, aunque rara vez, cosa curiosa, comparten plano. Son abundantes los títulos en los que el matrimonio de actores figura en el reparto, como, por ejemplo: "Zalacaín el aventurero", "El padre Pitillo", "Esa voz es una mina",

"Aquí hay petróleo", "El hombre que viajaba despacito", "Todos somos necesarios", "Amanecer en Puerta Oscura", "Don Lucio y el hermano Pío", o "Historias de la televisión", films de los cuales haremos algún comentario más adelante.
La pareja que formaban José Sepúlveda y Josefina Serratosa ( a la que, por supuesto, habrá que dedicar una entrada "para ella sola"), además de ostentar la circunstancia de compartir nombre, debía resultar de una potencia presencial impresionante. Los dos por separado intimidan. Juntos, debían asustar. Tan humanos como rudos, Pepa y Pepe fueron, sin duda, hechos el uno para el otro, para tranquilidad del resto del mundo. ¡¡Cuanto le habría gustado, no obstante, a este burgomaestre haber podido disfrutar de su compañía alguna vez, en su casa del número 10 de la calle Tomás Bretón, de Madrid!!
Una sólida carrera
Como veremos, la trayectoria profesional de José Sepúlveda en el cine se concentra
fundamentalmente en las décadas de los cincuenta y los sesenta, siendo en ésta última cuando extiende el campo de sus actividades a la pequeña pantalla y cuando su categoría en el escenario alcanza su punto álgido, al actuar en el Teatro Español a las órdenes de José Tamayo.
En los veinte años en los que se estrenaron la mayor parte de las películas en que intervino José Sepúlveda, el cine español (y la sociedad en que se desarrollaba) daba el paso decisivo hacia la madurez y la autoconciencia tras el sangrante trauma de la Guerra Civil. Hallamos a José Sepúlveda en títulos tan cruciales como "Surcos" (José Antonio Nieves Conde, 1951) o como “Muerte de un ciclista”(Juan Antonio Bardem, 1955), y tan populares como “Manolo guardia urbano”(Rafael J. Salvia, 1956) ,o “La gran familia” (Fernando Palacios, 1962), llegando al cine de
signo más comercial con los productos “consumibles” típicos de los años sesenta, con films al servicio de Marisol ("Tómbola"-1962-, “Cabriola”-1965-), Rocío Dúrcal (“Rocío de la Mancha”-1963-, “Amor en el aire”-1967-) o Pili y Mili (“Dos pistolas gemelas”-1966-), o de una figura mediática del toreo como Palomo Linares (“Nuevo en esta plaza”-1966-) pasando por películas al servicio de figuras cómicas, como la ya citada“El gafe” (Pedro L. Ramírez, 1959), en torno al talento de José Luis Ozores , “La cesta” (Rafael J. Salvia, 1964) con protagonismo de Antonio Garisa, la personal “El pobre García”(1961), concebida y realizada por Tony Leblanc o la dirigida por Joaquín L. Romero Marchent, “El hombre que viajaba despacito”(1957), debida a la creatividad de Miguel Gila.
Son las intervenciones de José Sepúlveda, muy frecuentemente, meramen
te episódicas, tanto es así que en muchas ocasiones no tienen apenas incidencia en la trama argumental y se desarrollan en contacto con muy pocos miembros del reparto. Pueden, incluso, dar la sensación de haber sido añadidas con el solo fin de completar un metraje insuficiente o para ofrecer unas sesiones de rodaje a un actor amigo. Cualquiera de las dos hipótesis se encuentra reforzada por la naturaleza fragmentaria de gran parte de las películas que constituyen la filmografía del actor. Este es un aspecto que iremos comentando al repasar los títulos que componen la carrera de nuestro protagonista de hoy, José Sepúlveda, un actor especialmente requerido por directores tales como José Antonio Nieves Conde, Ladislao Vajda, Luis Lucia, Arturo Ruiz Castillo y Antonio del Amo, con los que cabe suponerle cierta afinidad.
Negro debut
La primera película en la filmografía de José Sepúlveda no es otra que la tétrica muestra de delirio falangista “Rojo y negro”, un título maldito que dirigió Carlos Arévalo sobre argumento y guión propios en el que se relataba el trágico amor entre
Luisa, una chica militante de la Falange (la mítica Conchita Montenegro, próxima a abandonar el cine) y Miguel, un joven comunista (Ismael Merlo) en los desgarrados años de la Guerra Civil y los inmediatamente previos. El contenido ideológico de tono panfletario se combinaba con un lenguaje visual expresionista de inusitada osadía simbólica y con una torpeza narrativa remarcable. La película desagradó profundamente a la facción imperante en el régimen de Franco en aquel momento, que debió considerarla inoportuna porque la retiró de cartel y la prohibió a los pocos días de su estreno, en mayo de 1942. Ciertamente, desconcierta que el joven comunista sea redimido en el desenlace del film, mediante una especie de “ascensión a los cielos” tras haber disparado contra los asesinos de su novia, mientras que ésta ha sido, en cambio, discretamente ejecutada, fuera de campo, sin gozar de un momento de gloria similar. No cabe duda que políticamente, la suerte del film ilustra el momento concreto en el que la Falange ha caído, dentro del régimen franquista, en una especie de incómodo ostracismo. En la desquiciada representación que supone el film, José Sepúlveda irrumpe como “máscara del mal” en forma de Ignacio, el jefe de una
checa tan sediento de sangre en su oscuro interior como frío y desalmado en su exterior. El tono de su voz, inalterable e impersonal y el timbre, áspero y grave, son parejos a la fealdad de su rostro de mejillas marcadas por la viruela, espesas cejas, prominente nariz y marcados rasgos en los que destacan grandes bolsas bajo los ojos. A su lado, actuando en el papel de Isidoro, como su mano derecha, un actor que no será la última vez que veamos en tales funciones auxiliares, que aparece acreditado como Secundino A. Moreno (quizá para no ser confundido con el famoso Antonio Moreno de carrera hollywoodiense) y que, finalmente terminará por adoptar la versión más sencilla de su nombre, coincidente con la del astro antedicho.
Un hombre de armas tomar
Su notable actuación en el maldito film del belicoso director de “Harka” (1941), no le proporciona a José Sepúlveda una excesiva continuidad en los
inmediatos años de tan malogrado estreno, pero marca una pauta para muchas de sus interpretaciones posteriores. Con mucha frecuencia, el actor aparece encarnando la versión más espantosa de las “hordas rojas”, ya sea en el transcurso de la Guerra Civil, como en los coletazos de esta, en las acciones del “maquis”. Así, en años sucesivos reincide en roles semejantes en “Cerca del cielo” (Domingo Viladomat, 1951), donde incorpora al miliciano Luciano en la narración de un episodio de la Guerra Civil, la luctuosa peripecia del obispo de Teruel, Anselmo Pascual, encarnado para la ocasión por el cura radiofónico, padre Venancio Marcos; también en “Dos caminos” (1954, Arturo Ruiz-Castillo), José Sepúlveda empuña las armas y se echa al monte, esta vez, como Janos, miembro del “maquis” y vistiendo la misma trinchera de
cuero que en el film anterior, en otra muestra de cine encendidamente doctrinario, donde repetía Rubén Rojo y donde encontramos en el reparto algunos de los actores que más trabajaban en el momento, como la atractiva María Asquerino, el señorial Ángel Picazo, el notable y hollywoodiense Pepe Nieto, el “valor en alza” de Adriano Domínguez, o un casi debutante Juanjo Menéndez. Similares características tiene el papel que encarna en la película de León Klimovsky, declarada “de interés nacional”, adaptación de una novela de Emilio Romero, “La paz empieza nunca” (1960), uno de esos títulos de los que Adolfo Marsillach prefería “desmemoriar” en sus memorias, pero que, sin redención posible, protagonizó. En esta ocasión, José Sepúlveda interviene en la primera parte del
film, cuando la acción transcurre en plena contienda fratricida y su papel consiste en ser víctima de la traición de López, el pretendido héroe encarnado por Marsillach, un activista falangista verdaderamente arrebatado, que no duda en traicionar repetidamente (y de diversas formas, incluyendo el adulterio, que comete en la sabrosa persona de Carmen de Lirio) al “enemigo rojo”. Una de esas traiciones consiste en infiltrarse repetidamente en las filas contrarias para, tras ganar su confianza, asesinar a sus cabecillas. Así, dispara primero contra “El Chato” (Emilio Rodríguez) y después contra “El Taxista”, el comandante de un grupo de milicianos (José Sepúlveda,
caracterizado con un gorro de la UGT) en el transcurso de una emboscada. Concluida la guerra y azuzado por un igualmente inquieto Jesús Puente, López se encarga de liquidar el grupo de “maquis” liderado por José Manuel Martín. La película, al margen de la demoledora carga ideológica, verdadera exaltación de la acción armada (“en beneficio de la unidad de España”) contiene algunos momentos cinematográficos interesantes, pero, en general, se resiente de la hiriente rigidez de León Klimovsky, que subraya con trazo grueso las ya de por sí atroces incidencias de la trama.
·En “Los ases buscan la paz”(Arturo Ruiz-Castillo, 1955), se glosan las peripecias vitales del astro futbolístico Ladislao Kubala, consistentes básicamente en huir del famoso “Telón de Acero”. José Sepúlveda tiene a su cargo el papel del traidor Müller, que se ofrece a sacar de Hungría al futbolista
y a una vieja gloria del mismo deporte que se retiró para no ser manipulado por los políticos comunistas llamado Colbert (Gerard Tichy) a cambio del elevado precio de mil dólares por cabeza. A la expedición (en un camión camuflado alquilado por Müller y disfrazados con uniformes del ejército ruso) se unen un jovencísimo y huesudo Antonio Ozores , una no menos jovencísima y verdaderamente “mona”Irán Eory y un aristócrata al que prestaba su distinguida efigie Mariano Asquerino, sólo para encontrarse con que están siendo conducidos a una trampa. Afortunadamente para los fugados, éstos se percatan a tiempo y José Sepúlveda, como ya viene siendo habitual, es
abatido a tiros, de lo que se encarga un sacrificado Gerard Tichy. La película, que incluye en el reparto al siempre sensacional José Guardiola, supuso para los debutantes Kubala e Irán Eory la nominación al premio Jimeno a la labor novel del Círculo de Escritores Cinematográficos, pero recayó éste en el tercer nominado, Francisco Sánchez, por su actuación en “¿Crimen imposible?”, de César Fernández Ardavín.
Estrenada sólo veinte días más tarde que “Los ases buscan la paz”, el 21 de enero de 1955, “Zalacaín el aventurero” vuelve a mostrar a José Sepúlveda luciendo su mejor mirada torva, como el jefe de un grupo de mercenarios asaltadores, el vasco Lutxía, envuelto en conflictos armados. En
este caso se trata de las Guerras Carlistas, marco de la acción de la novela de Pío Baroja que se encargó de llevar a la pantalla Juan de Orduña, con su estilo característico, y con la colaboración de un adaptador de clásicos, su habitual colaborador, Manuel Tamayo. La película contiene la curiosidad de mostrar, en su inicio, al propio autor de la novela en una secuencia-prólogo.
En línea con esta imagen fílmica de hombre violento y de frío y rudo corazón, José Sepúlveda también es repetidamente inserto en películas del género del “bandolerismo”, como “Carne de horca” (1953, Ladislao Vajda) o “Amanecer en puerta oscura” (José María Forqué, 1957). En esta última interpreta al padre de una chica deshonrada por el bandido encarnado por Paco Rabal, que busca
cobrarse venganza en él, echando mano de la correspondiente navaja. La pelea que mantienen ambos en una tienda en una de las contadas ocasiones en las que el bandolero ha bajado de la Sierra constituye uno de los momentos álgidos de la acción. En el clímax del film, la sed de venganza del progenitor ofendido se sacia ante el hecho incontrovertible de que el delincuente ha sido perdonado nada menos que por el mismísimo Jesucristo, en el tradicional acto de la redención del reo. En el film de Ladislao Vajda (en el que fue ayudante de dirección Fernando Palacios, al que volveremos a citar más adelante), José Sepúlveda hace el papel de Miguel, un criado-esbirro de don Joaquín de las
Hoces, papel incorporado por el habitual villano de aquel entonces, Félix Dafauce, un verdadero especialista en traiciones fílmicas. La misión de Miguel consistirá en servir de correo de su señor con el bandolero Lucero (el inquietante Fosco Giachetti, que había protagonizado “Nada”, de Edgar Neville, un par de años antes) en el secuestro y escolta de la hermosa Emma Penella. En el desempeño de la cual misión, no dudará en emplear las armas de fuego de que dispone. El héroe, Juan Pablo de Osuna (Rossano Brazzi), un señorito jugador que se ve abocado a la delincuencia por contraer elevadas deudas de juego (concretamente con un viajero incorporado por Juan Calvo), se
encargará de perseguirle y de restablecer la justicia. No obstante, y dicho sea en reconocimiento a las virtudes del esta producción “Chamartín” que plasmaba una historia y un guión del toledano José Santugini, los cuales le hicieron merecedor del premio de tal categoría de aquel año del Círculo de Escritores Cinematográficos, cabe subrayar que son las fuerzas del orden y no el héroe las que se ocupan de reducir a la partida de bandoleros (en la que encontramos a José Nieto, como “Chiclanero”, lugarteniente de Lucero, Adriano Domínguez en el rol de “Joaquín” y a un “arrepentido” Francisco Arenzana), mientras que a su líder se encargan de lincharlo sus propias víctimas en forma de una horda de lugareños. El traidor don Joaquín, viéndose perdido, opta por el suicidio. La película, que adolece de cierta falta de
equilibrio entre sus dos mitades, bien diferenciadas, conserva el interés de la pericia de Vajda, en cuanto a cualidad formal y, además, supone una visión mucho menos idealizada de la figura del bandolero de lo común en el género, por lo que hace referencia al fondo argumental, aspecto este que refuerza el contraste entre los hechos narrados en la película con la versión en romance de ciego con la que se inicia y cierra el metraje. El reparto, en el que, dada su condición de coproducción con Italia, se encuentran varios intérpretes transalpinos, contiene las presencias, además de los citados, de Luis Prendes en una “colaboración especial”como Tomás, el barbero sacamuelas, Félix Fernández, como don Fernando, administrador de la finca del cortijo de los Osuna, “Los Rosales”, José Isbert, en un episódico papel, Santiago
Rivero, como capitán de los soldados que hostigan a la partida de bandoleros y a Raúl Cancio, a un principiante Antonio Ferrandis y a José Villasante como amigos del protagonista, los cuales dan la van a tener, en el metraje restante, mayor importancia de la que finalmente tendrán.
Por último, citemos que, también es hombre de armas José Sepúlveda en “Jeromín” (Luis Lucia, 1953), película que acude reiteradamente a este weblog (lo hizo con motivo de las entradas dedicadas a Valeriano Andrés y a Antonio Riquelme), como miembro de la soldadesca a las órdenes del emperador Carlos I.
Hombre rústico
Tras la desgraciada experiencia de “Rojo y negro”, José Sepúlveda sólo interviene en dos películas más dentro de la década de los años cuarenta. Se trata de dos films dirigidos por Florián Rey, un
verdadero especialista en cine popular, entendiendo este como una ilustración de las tramas y situaciones de “honda raigambre”, con un pie en el folklore y otro en la tradición oral. Así, en 1942 rueda el director aragonés (nacido Antonio Martínez del Castillo el 25 de enero de 1894 en Almunia de Doña Godina –Zaragoza- y fallecido en Alicante el 11 de abril de 1962, como consecuencia de una dolencia hepática, en la clínica el Perpetuo Socorro) una nueva versión de su obra más reconocida, “La aldea maldita”, que ya había estrenado en 1930 en dos ocasiones, primero en marzo, en versión silente, y luego, en diciembre, en versión sonora. El film de 1942 obtiene una de las Copas de la Mostra Internacional de Venecia de aquel año y también el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo. Rodada un año después y estrenada en 1944, “Orosia” es una nueva historia de
ambiente rural, siendo los valles de Ansó y Hecho el lugar escogido para desarrollar un drama pasional que recuerda argumentalmente el “Bodas de sangre” lorquiano, con Pepe Nieto en el papel del violento Joselón, y Blanca de Silos (la Orosia del título) como protagonistas, en el que José Sepúlveda es Venancio, el amigo que atiza los peores instintos del protagonista quien asesina por celos al novio de la mujer a la que quiere y al cual trata de sustituir sólo para encontrarse con que la aparente complacencia de la “casi viuda” no era sino un ardid para desenmascarar al criminal (en un final que preludiaba el de “Los ojos dejan huellas”, de José Luis Sáenz de Heredia). En el reparto destaca la presencia de un bisoño Fernando Sancho, uno de los actores más prolíficos de la historia del cine.
También en pleno ámbito rural se desarrolla “Sierra maldita”, film dirigido por Antonio del Amo en 1954, una película en la que el papel de José Sepúlveda es el del “señor José”, empleador de un grupo de leñadores para “carbonear” una explotación forestal, papel que tiene una relevancia algo mayor a lo que en él era habitual. El film, muy cercano, argumentalmente (y también por tener idéntico protagonista, Rubén Rojo) a una película anterior de Del Amo, “Puebla de las mujeres” (1952) expresa la lucha de Juan, un personaje inserto en un ambiente muy marcado por una tradición ancestral por imponerse al fatalismo de lo secular dejando preñada a la protagonista, Cruz (Lina Rosales). Así, la maldición de la infertilidad que pesa sobre las mujeres de Puebla de Arriba termina por ser vencida por el decidido forastero quien tendrá que habérselas con Lucas, el envidioso y ruin rival de turno, en este caso concreto, el magnífico José Guardiola, el cual se alzó con el premio de Círculo de Escritores Cinematográficos por su interpretación, precisamente, en pugna con José Sepúlveda, nominado igualmente, por su actuación en el mismo título. La cinta, rodada en Mojácar (Almería) fue premiada con el mismo galardón en las categorías de mejor película y también de mejor
argumento, con lo que fueron distinguidos sus artífices, José Luis Dibildos y Alfonso Paso.
Tocado con la correspondiente boina, bien calada en la azotea, José Sepúlveda interviene en “¡Aquí hay petróleo!” (Rafael J. Salvia, 1956) como Saturnino, el carretero que se niega a acarrear las piedras que del subsuelo del pueblo sacan en las prospecciones que Félix Fernández y Manolo Morán están llevando a cabo en competencia con los americanos, porque en su obtusa mente no acepta ser retribuido por medio de vales sobre hipotéticas ganancias futuras. Con la acorazada indiferencia materialista que tan bien saben exhibir los personajes que interpreta José Sepúlveda, Saturnino se niega a transportar nada si no le pagan con duros “de los buenos”. Diez años
después, en “El arte de casarse” (Jorge Feliu y José María Font, 1966), el actor viste idéntico vestuario en su papel de padre de la algo bruta (pero guapísima) Concha Velasco en el sketch de ambiente rural que cierra la película, segunda de un díptico completado por la previa “El arte de no casarse”, estrenada a comienzos del mismo año y rodada con casi idénticos equipos artístico y técnico. Subido en un tractor, José Sepúlveda mantiene un diálogo en el que descalifica sin inmutarse a su propia hija ante el pretendiente Paquito Cano, al que le sugiere que tenga paciencia con ella. Del mismo año que el film precedente es “La barrera”(Pedro Mario Herrero, 1966), donde nuevamente encontramos a José Sepúlveda ataviado con ropajes del agro español, formando sociedad con Manuel Alexandre,
como pareja de pillos clásica, muy de tebeo, que intentan secuestrar a una niña (la hija del administrador de las tierras del pueblo, papel que incorpora Carlos Mendy), para cobrar un suculento rescate. El film, muy bien rodado, tiene guión del propio director (de hecho, acreditado más frecuentemente en la labor literaria) y si no consigue funcionar del todo se debe, tal vez, a la indefinición del tono, que no acaba de constituirse en cómico y que juguetea con lo sentimental rozando lo cursi. No obstante, las andanzas de José Sepúlveda y Manuel Alexandre resultan simpáticas, más en sus diálogos que cuando entran en acción y los “gags” se hacen más físicos. Al mejor estilo de Pedro Picapiedra o de Filemón, José
Sepúlveda (el “listo” del dúo, el único que sabe leer) insulta constantemente a su compañero, al que trata de “enano”, “animal de bellota”, “bestia” o “animal”. Asistimos a su convivencia, que recuerda por momentos a la de Stan Laurel y Oliver Hardy, en el modestísimo ámbito de un pueblecito (la película se rodó en Valdilecha, Madrid) en el que son los últimos monos. La trama del secuestro se complica con la historia “seria” del nuevo maestro (Carlos Estrada) que llega a la localidad y pronto se encuentra en medio de la guerra entre el panadero (José Bódalo) y el administrador de las fincas de la población (Carlos Mendy), enfrentamiento que, asimismo, supone una barrera para la amistad entre sus respectivos hijos. Ante la inoperancia del alcalde del pueblo (Valentín Tornos) el administrador se propone echar al nuevo maestro, a quien no consiente que haya castigado a su hijo, por lo que hace intervenir al inspector de Educación (José María Prada). La actuación heroica del maestro impidiendo la enésima intentona de
la pareja de torpes secuestradores y un plante de los niños ante las ruedas del autobús que iba a llevárselo, evitan que el docente abandone el pueblo. José Sepúlveda recibe en esta película, como corresponde a los “malos-tontos” de las historietas, un variado tratamiento a base de golpes y otras torturas, incluyendo un episodio en el que, emboscado en un barril para intentar el rapto de su víctima, recibe primero una chaparrón de vino, para ser luego encerrado por los niños que clavan la tapa del tonel y terminar rodando, pendiente abajo, dentro del mismo impulsado por un emborrachado Roberto Font.
El ogro es un “adinerado patán”
Entre el belicoso hombre de acción y el paleto más o menos hosco, José Sepúlveda vestido con trajes caros y buenos gabanes o fumando puros adquiere una circunspecta respetabilidad que le permite encarnar a la perfección al tipo del hombre adinerado sin cultivar que ha labrado su fortuna trabajando sin descanso y pateando a sus rivales con la misma dedicación. Dentro de esta categoría de personaje, cabe distinguir aquellas películas en las
que se hace hincapié en su vertiente de empleador o patrón, y en las que esta circunstancia carece de relevancia. Entre las primeras, encontramos “Surcos”(José Antonio Nieves Conde, 1951) y tal vez cabría situar “Sierra maldita”, de la que ya hemos hablado encuadrándola en otro epígrafe, pues hemos encontrado más determinante su naturaleza rural, donde el medio físico en el que se desarrolla la acción es fundamental. En cuanto al film de José Antonio Nieves Conde, primero de los tres en los que dirigió a José Sepúlveda, tiene una significación histórica por su visión nada complaciente con la realidad de la sociedad española, inusitadamente audaz para los parámetros del franquismo y sólo posible por ser su artífice un nada sospechoso militante de la doctrina falangista. No obstante, los problemas con la censura motivaron el cambio del final original, que convertía en estructurales los problemas que aquejaban a la familia que había abandonado la pureza del campo empobrecido cambiándolo por promesas de prosperidad en una ciudad corruptora y criminal. Así, el final ideado inicialmente hacía que, en el momento de regresar al pueblo, la familia protagonista se cruzara con otra perfectamente análoga, con lo que se deshacía la impresión en el espectador de que el conflicto se había resuelto, sino que, por el contrario, se ofrecía una conclusión fatalista. Esa supresión no conseguía deshacer del todo la carga crítica que contenía el film, que sólo consiguió superar el veto censor por la acción directa de José
María García Escudero, recién nombrado Director General de Cinematografía . Hoy el film se considera con toda justicia un clásico del cine español. En su momento supuso el inicio de un paulatino orillamiento de su director, que aún sería peor tratado en su posterior “El inquilino”(1957), a partir de cuyo postergadísimo estreno prácticamente ya sólo dirigió películas de encargo y en condiciones de trabajo, por lo general, precarias. Varios aspectos de la película, como el hecho de que “El Chamberlán”, el villano Félix Dafauce quedara impune, o el modo en que se deshacía del cadáver de Pepe, uno de los protagonistas (Francisco Arenzana), o cómo se mostraban las relaciones personales, sin desnudos, pero con la suficiente habilidad como para que estuvieran implícitas,
resultaban revolucionarios en el cine español y le costaron al film la calificación, por parte de la Iglesia de “Altamente peligrosa”. El papel de José Sepúlveda en tan crucial film se limita a una secuencia en la que hace de empleador de una fundición a la que acude el abuelo de la familia protagonista (un insuperable José Prada) en demanda de empleo. Sepúlveda le dedica una de sus mejores miradas indiferentes antes de permitirle probar, para desentenderse poco después cuando el anciano se desvanece, incapaz de soportar la penosidad del trabajo.
Tres años después de “Surcos”, en “Alta costura” (Luis Marquina, 1954) José Sepúlveda se pone elegante para asistir como “Teo” a un pase de modelos en la casa de modas del modisto Amaro López (el excelente Manuel Díaz González) acompañado de su nueva amante. En el diálogo que
mantiene con el dueño del negocio, deja caer algunas perlas que ponen de manifiesto el lapidario y llano materialismo de su personaje: “Lástima que los modelos los pasen estas chavalas, que parecen un montón de huesos. Yo no sé de dónde las sacan. ¿Es que las ponen a dieta?”. A la jovencita que le acompaña, llamada Carmela, le compra un vestido y le da a entender a don Amaro que sus amantes, después de costarle mucho dinero, de tan guapas que las pone, se le van. Ante las corteses protestas del modisto, afirma, en una demostración de resignación con la realidad: “¿Pero es que usted se cree que las mujeres se me dan por la cara?” La secuencia no deja de ser una anécdota en una película producida por Cinesol y distribuida por CIFESA que obtuvo la categoría 1ªB y una calificación oficial de “Para todos los públicos”, mientras que la calificación moral fue de “3R Mayores con reparos”. Se estrenó el 6 de mayo de 1954 en el Palacio de la Prensa y permaneció 11 días en cartel, lo que dada lo ambicioso de la propuesta puede
considerarse un fracaso. El film estaba basado en una novela de Darío Fernández Flórez (que tenía una pequeña intervención) titulada “Las máscaras de la moda”y pretendía mostrar los entresijos del mundo de la alta costura con un asesinato de fondo, prestando especial atención a las relaciones sentimentales de las modistas, distinguiendo muy bien entre las chicas ligeras, que vivían de exprimir mientras podían a señores acaudalados y las chicas “como Dios manda” que en cuanto pillaban a un novio honrado y trabajador abandonaban el negocio de la pasarela. Entre las maniquís, las bellezas de una primeriza y preciosa Laura Valenzuela, con acento andaluz, la ya experimentada y aún muy hermosa Mary Martín y la atractiva Margarita Lozano. Completan el reparto el malogrado Mario Berriatúa, como novio formal de la chica más decente de las desfilantes, el galán en transición a “actor de carácter” Alfredo Mayo, como pretendiente de buena familia que resulta ser finalmente el autor del crimen, Francisco Arenzana, en el papel de policía, la señorial Rosario García Ortega, como jefa directa de las modelos, Adriano Domínguez, como fotógrafo de la casa de modas y Julia Lajos, Pilar Gómez Ferrer, Juan Vazquez y Gustavo Re como algunos de los más o menos distinguidos asistentes al desfile de modelos.
En “El batallón de las sombras” (1957), una de las desafortunadas ocurrencias de Manuel Mur Oti (una especie de homenaje a la mujer abnegada pergeñado en colaboración con Manuel Tamayo que la mujer no supo, con toda razón, apreciar), vuelve José Sepúlveda a adoptar el rol de patrón, esta vez en unas obras, contratando al personaje de José Suarez, un individuo soñador e irresponsable que ha estado viviendo a costa de su mujer (Amparo Rivelles) desde el momento de haber contraído matrimonio, quince años atrás. Ahora, la enfermedad de su esposa, que requiere, sobre todo, cuidados en forma de proteínas, le empuja a tomar la heroica decisión de ponerse a ganar un sueldo con el sudor de su frente. José Sepúlveda le toma por un señorito y le ofrece un pico con el que ponerse a trabajar sin disimular su escepticismo, pero José Suarez, que hasta ese momento ha exhibido una ingenuidad flagrante, empieza
a picar como un poseído y no para hasta 22 horas después y ello a instancias de José Sepúlveda, verdaderamente impresionado del ahínco mostrado por el nuevo obrero (que ni siquiera se ha quitado la chaqueta, de arrebatado que está) durante su proeza laboral. Tanta es la conmoción que, además de remunerar al esforzado peón con las cinco pesetas correspondientes a cada hora trabajada, le abona, como propina, cien pesetas más y, como obsequio más preciado le llama “compañero” y le certifica que “no es ningún chulo”. De la película, que contiene las valiosas presencias de Antonio Vico, Emma Penella, su hermana Elisa Montés, o Fernando Nogueras, volveremos a hablar, seguramente, en el futuro para insistir quizá en su irritante discurso, servido, empero, con cierta gracia formal.Otras películas en las que José Sepúlveda luce puro y maneras de empresario son “Tarde de toros” (Ladislao Vajda, 1956), “Amor en el aire” (Luis César Amadori, 1967), “Sor Citroen” ( Pedro Lazaga,1967) y “¡Se armó el belén!” (José Luis Sáenz de Heredia, 1970), ambas dirigidas por Pedro Lazaga. En el film de Vajda (cuya labor se vio recompensada por el Círculo de Escritores Cinematográficos), uno de preferidos por los aficionados al toreo de entre todos los jamás realizados con ambiente taurino, José Sepúlveda hace el papel de Tomás, apoderado del torero Ricardo Puente
(Domingo Ortega) que vive un momento de prosperidad que le hace presumir de que acaba de adquirir un terreno en el que planea construirse una casa. Entre los actores que tienen un papel realmente destacado en la película, nominada a la Palma de Oro del Festival de Cannes, se encuentran algunos de los más ilustres nombres de la escena, desdepe Isbert, hasta Manolo Morán, pasando por Maruja Asquerino, Jesús Tordesillas, José Prada, Mariano Azaña, Juan Calvo y, en apariciones puntuales, Jacqueline Pierreux, Tip y Top, Raúl Cancio y Antonio Prieto. También en “Amor en el aire” (Luis César Amadori, 1966) aparece brevemente como dueño de un infecto local en el que debe actuar la radiante Rocío Dúrcal En cuanto a la película de Lazaga que
protagonizó Gracita Morales en el papel de la monjita del título automovilístico, nuestro protagonista de hoy es don Felipe, el propietario de una gasolinera que trata de eludir el agresivo limosneo de la pizpireta religiosa, con poco éxito. José Sepúlveda, en el film de Sáenz de Heredia que supondría la despedida del actor de la gran pantalla, es el propietario de la fábrica de la lejía “El pato blanco”, que acepta ceder su local almacén para que el cura al que interpreta Paco Martínez Soria monte su belén viviente con la esperanza de poder hacer publicidad de su producto.
José Sepúlveda, uno de los “desheredados de la fortuna”
Pasando de la opulencia a la indigencia sin ninguna dificultad, encontramos a José Sepúlveda viviendo precariamente en varias películas, sin poseer fortuna, ni tener trabajo con que ganarse el sustento. Por ejemplo, encontramos “Cerca de la ciudad” (Luis Lucia, 1952), película que mencionamos en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a Valeriano Andrés. En ella encontramos a José Sepúlveda integrando al grupo de desarrapados descreídos que se reúnen en la taberna a matar el tiempo hasta que la acción evangelizadora del dinámico curita encarnado por Adolfo Marsillach termina por llevarlos a la iglesia. Los compañeros de tan virtuoso viaje son Manuel Dicenta, Casimiro Hurtado, Goyo Lebrero, Miguel Pastor Mata, Pedro Yáñez, Domingo del Moral, Marcial Gómez y Manuel Guitián.
En “El señor de La Salle”(1964), film hagiográfico
exquisitamente realizado (en cuanto a lo que podríamos considerar labores técnico-artísticas, como fotografía, vestuario y demás envoltorios) dirigido por Luis César Amadori quien, aparentemente perseguía reeditar su éxito de “¿Dónde vas Alfonso XII?” (1958) con otro film de ostentosa ambientación, José Sepúlveda integraba un reparto verdaderamente excepcional, con una estrella internacional como Mel Ferrer al frente y con actores tan magníficos como Roberto Camardiel, Fernando Cebrián, Jesús Tordesillas, Ángel Picazo, Gabriel Llopart, Tomás Blanco, Carlos Casaravilla, Enrique Diosdado, José María Caffarell, Guillermo Marín, Jesús Guzmán,
José Guardiola, Lina Rosales y un interminable etcétera. Su papel era el de “El Cojo”, padre del personaje de una bellísima Nuria Torray, Bernarda, quienes junto con la madre (la siempre afónica Pilar Muñoz) forman una familia sin más ingresos conocidos que las monedas que recoge la hija en los tugurios donde toca una especie de organillo. Juan Bautista de la Salle, al conocer a esta familia, al constatar su pobreza más lacerante, que es su ignorancia, toma conciencia de su misión educadora.
El ogro es “La Autoridad”
Alguien con la poderosa presencia de José Sepúlveda resulta idóneo para representar eso que tanto espantaba a Alfred Hitchcock, cual es la Autoridad. En repetidas ocasiones se le da el papel de policía, tanto en películas serias, como en comedias, en las que cumple la función de poner en aprietos al cómico de turno. Así, en la tercer película que le puso a las órdenes de José Antonio Nieves Conde, “Don Lucio y el hermano Pío”(1960), se encarga de amonestar al pobre Pepe Isbert
(el hermano Pío) que, tratando de reparar la desaparición de la imagen del niño Jesús con la que se dedica a recoger limosnas para el convento de monjitas donde habita haciendo las pequeñas chapucillas que le proporciona el caradura de Lucio
(Tony Leblanc, quien realmente se ha quedado la imagen para hacerse con las limosnas) se encuentra en El Rastro madrileño tratando de vender sin licencia estilográficas “Parker”. En esta ocasión, José Sepúlveda hace de “ogro bueno”
y trata, hasta exasperarse, de no ser demasiado riguroso con el pobre anciano, pero la ingenuidad desarmante del viejo le hace confesar hasta la última estilográfica. Se trata de una película que su director recordaba como el resultado de la improvisación diaria de un guión de Jaime García Herranz que le había entregado el productor José Frade y que le había parecido inaceptable, de tan sentimentaloide y pasado que lo encontró, pero que con ayuda de Pío Ballesteros (con quien iba rescribiendo durante las noches las escenas que habían de rodarse al día siguiente) y, sobre todo, con la profesionalidad de Tony Leblanc y Pepe Isbert fueron llenando de situaciones cómicas y transformando los lagrimones en sonrisas.
Si en la película anterior, José Sepúlveda no pasaba de guardia urbano, en “Séptima página” (Ladislao Vajda, 1950), en cambio, es inspector, nada menos, y tiene a sus órdenes al agente encargado de vigilar los cabarets madrileños que encarna Rafael Durán. Aparece siempre en las dependencias policiales, dando oportunas órdenes y asistiendo a los progresos de la policía científica del momento (un Francisco Arenzana experto en balística). La película, que disfruta de la maestría del director nacido en Budapest, se vale del hilo conductor de un periodista de sucesos (Adriano Domínguez) para contar una historia de protagonismo coral, con varias tramas simultáneas que convergen en un punto al final del metraje, procedimiento
narrativo que hoy está muy en boga, pero que, como nos apresuramos a subrayar no es en modo alguno una innovación, precisamente. La película se sostiene, en un tono que oscila entre el melodrama romántico y el cine policíaco, con las actuaciones destacadas de los antedichos a los que hay que añadir a Rosa María Salgado, Luis Prendes, María Asquerino, Alfredo Mayo, la enigmática Anita Dayna y los juveniles Rafael Arcos, Paquito Cano y José María Rodero, y se sazona hábilmente, con interludios cómicos a cargo de Manolo Morán, Joaquín Roa y Pepe Isbert.
“Nadie lo sabrá” (1953) estrenada en el cine Coliseo de Madrid el 7 de diciembre de 1953, se trata de una de las mejores películas de su director, Ramón Torrado, una comedia conducida por la espléndida voz en off de José María Oviés que cuenta la historia del probo y tímido contable Perico Gutiérrez, personaje al que da vida Fernando Fernán Gómez, que accede a una importante parte del botín de unos ladrones que han perpetrado el robo en el banco donde se encontraba haciendo horas
extras. El protagonista, enamorado de una joven a la que cree de buena posición (una juvenil Julita Martínez) y a la que no se atreve a abordar por considerarse indigno de ella, aprovecha la posesión de ese dinero para hacerle proposiciones. Se inventa una futura herencia para explicar un segura prosperidad futura y, tras tener que habérselas con los delincuentes, que aparecen para reclamar el importe distraído consigue salvar el pellejo y ganar la felicidad al lado de su amada. Pero no sin antes pasar el mal trago de conocer al padre de la novia, que no es un ricachón, como pensaba, sino nada menos que un guardia civil con el aspecto de José Sepúlveda, el cual parece divertirse
extraordinariamente metiéndole el miedo en el cuerpo al apocado contable hablando del cerco policial que se cierne, inexorable, sobre los ladrones de su banco. La película, llena de momentos cómicos de excelente humorismo, contaba con un reparto imbatible, que incluía a la siempre magnífica Julia Caba Alba, Julia Lajos, Fernando Fernández de Córdoba, Ángel Álvarez y el trío de cacos formado por Raúl Cancio, Fernando Sancho y José Nieto, además de la episódica presencia de Antonio Riquelme.
También en dos de las películas más reconocidas y presentes en la memoria del público de la historia
del cine español, le corresponde a José Sepúlveda desempeñar el papel de policía. Una es la magistral “Muerte de un ciclista” (Juan Antonio Bardem, 1955), film cuya excelencia fue refrendada por el festival de Cannes, que le concedió el premio FIPRESCI y en la que nuestro protagonista de
hoy era el policía que amenazaba con intervenir cuando se formaban algaradas estudiantiles ante la injusta calificación que el profesor Juan Fernández Soler (Alberto Closas) ha otorgado a la alumna Matilde Luque (Bruna Corrá). Con las rudas maneras consustanciales a sus personajes, José Sepúlveda asegura: “ No sé, ni me importa, si tienen razón o no. Mi misión es cuidar el orden”. En cuanto al otro título, nos referimos a uno de los
más populares y difundidos del Cine Español, “La gran familia” (Fernando Palacios, 1962), cinta en la que José Sepúlveda actúa como el policía que toma nota de la desaparición del pequeño Chencho (apócope de Gaudencio, por si alguien no lo sabía) de boca de sus alterados padres, Carlos (Alberto Closas, otra vez) y Mercedes (Amparo Soler Leal).
Pero no sólo como miembro de la policía es posible representar a la autoridad. En “Historias de la televisión” (1965), Sepúlveda es el concejal don Miguel al cual José Calvo informa de la existencia de un falso gorila (López Vázquez, al que ha enredado en uno de sus embrollos Tony Leblanc) en una de las jaulas del zoológico municipal. “Historias de la televisión” Se trata de una comedia, como todas las de José Luis Sáenz de Heredia, recorrida internamente por una especie de sangrante acritud, de una sorda a
margura, que se traducen en una merma de la comicidad. Algo en Sáenz de Heredia le hace interesarse por el humor, pero su modo de tratarlo resulta extrañamente doloroso, nada jovial, nada alegre. Recordemos (y con ello pondré fin a este inciso) con cuanta frecuencia sus personajes son descalabrados de forma harto dolorosa con la finalidad de provocar la risa. Por citar algunos ejemplos, en la anteriormente citada “¡Se armó el belén!” casi mata a Paco Martínez Soria; le rompe las narices, con profusión de sangre, a Pepe Isbert en “Historias de la radio”; quema horriblemente a Agustín González en “Fray Torero”, dejándolo a las puertas de la muerte y cubierto de vendas; llena de contusos y hasta incluye una decapitación en “El grano de mostaza”, y, por último, además de las fracturas múltiples de un sacrificado Tony Leblanc, pone a José Calvo a merced de un gorila auténtico que lo manda a la Unidad de Curas Intensivas del hospital, ante el horrorizado pasmo del

edil, José Sepúlveda.
Por último, añadamos que también, desde el modesto puesto de portero, bien provisto de una atemorizante gorra de plato, es posible ejercer (y hasta abusar de) la autoridad. Si eres portero de Las Ventas y tienes ante sí a un maletilla desconocido, puedes echarle con malos modales y hasta con cajas destempladas. Tal sucede en “Nuevo en esta plaza”(1966), una de las incursiones del diestro Sebastián Palomo Linares en el cine, dirigido por el hábil Pedro Lazaga, cuando José Sepúlveda se sacude al torerillo de “su plaza” como si fuera una pulga, sólo para, al final de la acción, rendirse ante él y hasta quitarse la gorra, cuando regresa convertido en una gran figura del toreo.
Con las chicas prodigio y en “cine de género”
Metido en productos sin más ambición que la de atraer a un numeroso público, preferentemente indiferente a la calidad cinematográfica, José Sepúlveda interviene en films que poco tienen que ver con el Séptimo Arte y sí con la explotación de determinados fenómenos populares, como son las películas rodadas con vistosas y dicharacheras niñas o muchachas, como
las archipopulares Marisol en “Tómbola”(1962, Luis César Amadori) y “Cabriola”(1965, Mel Ferrer ), Rocío Dúrcal en “Rocío de la Mancha”(1963, Luis Lucia) y , “Amor en el aire”(Luis César Amadori), y Pili y Mili en “Dos pistolas gemelas”(1966, Rafael Romero Marchent). Destaquemos de sus apariciones en estas películas (de las que una ya ha sido citada previamente), la que hizo en “Tómbola”, que lo mostraba en la vertiente de “ogro bueno”, como ferroviario aficionado a la caza que es confundido por la fantasiosa Marisol con un peligroso terrorista y pone en alerta a la mitad del ejército español. Mientras, el tosco y tiznado, pero amable cazador ha entablado amistad con la amiguita de Marisol, la niña negra Joëlle Rivero, en amable plática.
Los años sesenta, pródigos en producciones y co-producciones llamadas a llenar profusamente programaciones de cines de barrio de ses
ión doble, concedieron muchas oportunidades a los actores españoles de participar en westerns y peplums, ocasión a la que no pudo sustraerse José Sepúlveda, quien intervino en “Dos hombre van a morir” (Rafael Romero Marchent, 1966), dentro del género citado en primer lugar, y en “El valle de los hombres de piedra”(Alberto Martino, 1963), encuadrable en el segundo. En el film de Rafael Romero Marchent, José Sepúlveda hace el papel de cantinero, rol que, como veremos, había representado ya en el pasado, aunque ambientado en la actualidad española y estaba a punto de volver a representarlo, trasladado a un pasado más lejano aún, localizado en Sevilla y en verso. Como corresponde a todo cantinero del Far West que se honre, una pelea multitudinaria tiene lugar
en su local e interviene en ella propinando un botellazo a uno de los contendientes, concretamente, al sempiterno Frank Braña. En cuanto al peplum, uno de los más fantasiosos (y los hubo ciertamente en grado sumo) que se rodaron, que incluía versiones monstruosas (en todos los sentidos de la expresión) de la Medusa y del dragón de un lago, José Sepúlveda aparece como consejero, o sacerdote, o las dos cosas a la vez, del monarca Cefeo (Roberto Camardiel), y tiene la misión de situar al espectador en la situación política en que viven en relación al vecino dictador Acrisio (Arturo Dominici) y a su hijo, el príncipe Galenore (Leo Anchóriz) y cómo esta podría resolverse favorablemente accediendo a la boda de éste con la hija de su rey, la hermosa Andrómeda (Anna Ranalli).
Dos personajes sin oficio conocido
En dos ocasiones, por lo menos, las apariciones de José Sepúlveda son tan fugaces que ni siquiera es posible aventurar cual pueda ser la profesión de su personaje. Se trata de dos comedias, una, dirigida por Rafael J. Salvia, tiene como protagonista a Manolo Morán, se trata de “Manolo guardia urbano” que se estrenó en 1956 y de la que ya hablamos en este weblog, con ocasión de la entrada dedicada a Antonio Riquelme, la otra, “El pobre García”data de 1961 y fue la primera incursión de Tony Leblanc en la dirección cinematográfica. En cuanto al primer título, añadamos a lo dicho en su día que José Sepúlveda tiene una intervención, como le cuadra, atemorizante, al ser el primer ciudadano al que la

expedición formada por el guardia urbano Manolo y sus amigos, encarnados por Ángel de Andrés y Tony Leblanc interroga acerca de su reciente paternidad, por estar buscando al bebé del guardia, que ha sido intercambiado en el bautizo que ha celebrado el cura Pepe Isbert, para comprensible desesperación de sus maduritos progenitores (Julia Caba Alba es la mamá). Semejantes cuestiones y a tan intempestivas horas sacan de sus casillas al poco comprensivo personaje de José Sepúlveda,que iracundo, reacciona fatal. En un film repleto de secundarios, esta búsqueda nocturna por una determinada zona residencial de Madrid permite la filmación de una serie de sketches independientes, que incluyen una muy chocante aparición de Luis Sánchez Polack, “Tip”, en un papel caricato-terrorífico. Pero para film fragmentario, formado a base de segmentos, resulta paradigmático “El pobre García”, un título que Tony Leblanc recuerda en sus memorias no sin amargura, por causa de la mala pasada que le jugó su socio, el co-guionista y co-productor Enrique Fernández Sintes y porque el público no reaccionó todo lo bien que esperaba a su propuesta cómico-melodramática. La película se construye sobre la base del personaje típico de Leblanc, un tipo que prueba toda clase de cosas para salir adelante al que se añade la co
mplicación de un hijo afectado gravemente por la poliomielitis. El resultado es un film irregular, que combina momentos felices con otros excesivamente lacrimógenos, pero que, en todo caso, supone un intento valioso por parte de su artífice principal, además de una hábil jugada propia de su personalidad fílmica, pues, para llevar a buen puerto su proyecto, Tony Leblanc recurre a “la ayuda de sus amigos” y consigue que actúen gratuitamente en él nada menos que Jesús Tordesillas, Manolo Morán (que hace un número improvisado en un parque, haciendo de sí mismo), Fernando Sancho (que consiente en que su personaje reciba una inesperada paliza por parte del protagonista), de José María Rodero, que interpreta al principio del film a un amanerado novio celoso de una chica que tiene que besar al ciclista ganador de una carrera) y tambi
én que Lina Morgan rebaje considerablemente su “caché”. El esquema de la película, basado en la sucesión de segmentos permite que los actores colaboren fácilmente sin alterar sus agendas. A José Sepúlveda le corresponde el papel de cliente preferente de la barbería donde entra a trabajar el personaje de Tony Leblanc, con tan mala suerte que es beligerante “colchonero” en cuestiones futbolísticas y del diestro Luis Miguel Dominguín, en lo taurino. Como su actitud es impacientemente provocadora, en una rápida inter-actuación con el protagonista que termina en una abrupta elipsis entendemos que la discusión consecuente deja sin empleo al héroe. Lo cual queda explicado, a renglón seguido, en una conversación de Leblanc con su amigo Gómez Bur. Se trata de una secuencia, la de la conversación entre el cliente y el barbero, dicha a velocidad vertiginosa, que tal parece una pura improvisación y que, por cierto, sorprende un poco en Sepúlveda, por lo común calmoso y cadencioso en el decir.
El ogro es “Un currante”: médico, herrero, minero, ferroviario, titiritero y tabernero.
Parecen muchos oficios para un hombre solo, pero José Sepúlveda los des
empeñó todos en sus películas y , la mayoría de ellos, más de una vez. Así, fue médico en “La guerra de Dios”(1953), de Rafael Gil, para Aspa Films, con argumento y guión, por tanto, de Vicente Escrivá y con Paco Rabal como protagonista. Se trata de un film en el que Andrés, un joven sacerdote (Claude Laydu) inmerso en un medio dominado por el conflicto social (una comunidad minera) se las ve y se las desea para evangelizar a los desconfiados obreros y a sus explotadores patronos. El film fue profusamente galardonado en su momento (obteniendo galardones en Venecia, San sebastián, de la Oficina Católica Internacional de Cine, del Sindicato nacional del Espectáculo, que le concedió el primer premio correspondiente a 1953, el Laurel de Oro de Selznick, y también de las revistas “Triunfo” a la mejor dirección y de “Espectáculo” al mayor éxito comercial). Lejos de las pretensiones trascendentales del film de Gil y Escrivá está la comedia de Pedro L. Ramírez, “El gafe” (1959), obra impregnada de la especial personalidad de su protagonista, el inolvidable José Luis
Ozores, y de la que algo dijimos aquí cuando le dedicamos un entrada a Goyo Lebrero, hace ya algunos meses. Esta delicada pieza de humorismo contó con la colaboración de José Sepúlveda en un papel cuya interpretación, como pasaría en “La gran familia”, ni siquiera le exigió levantarse de la silla, ni compartir plano, pues la cámara le enfoca siempre a él solo. Se limita a contestar al teléfono cuando es llamado por “Peliche”, que tiene el cargo de conciencia de haber “liquidado” al acaudalado anciano don Balbino (Nicolas D. Perchicot) por encargo de sus herederos. Sepúlveda, lógicamente, reacciona exasperándose, dada su condición de médico que lleva treinta años tratando al fallecido. “¡Sí, hombre, ha sido usted! ¿Y las veinticinco piedras que le he encontrado en el riñón? ¿Se las ha dado usted con una cucharita?”, le espeta.
“El padre Pitillo” (1955) es una nueva colaboración entre el director Juan de Orduña y el guionista Manuel Tamayo, que en esta ocasión adaptaba una obra de Carlos Arniches. En ella,
José Sepúlveda tiene a su cuidado el papel de Aniceto “El Tenazas”, un áspero herrero anticlerical que se encuentra con que un el señorito retoño de los ricachones Ojeda (Virgilio Teixeira) ha preñado a su hijastra (Margarita Andrey), por lo que la arroja del hogar, apartándola de su madre, “La Leandra” (María Isabel Pallarés) . La muchacha, abandonada por todos (el pollo ha salido por piernas, aconsejado por sus papás, Josefina Serratosa y el excelente doblador, Ramón Martori) se refugia en casa del Padre Pitillo (Valeriano León) y su hermana (su esposa en la vida real, Aurora Redondo). El resuelto curita se enfrentará a la incomprensión de unos y otros hasta conseguir que el herrero anti-clerical se ablande, el inconsciente joven se haga responsable y los “sepulcros blanqueados” de los señores Ojeda, accedan a que los jóvenes se unan en una boda “como Dios Manda”. Por lo que toca a José Sepúlveda y su Aniceto, es este un pap
el que le va como anillo al dedo y que, además le permite hablar más de lo acostumbrado, delatando en todo momento, su origen teatral. Muy similar es el rol que le corresponde en el film de Rafael J. Salvia “La cesta”(1965). Nuevamente herrero y de izquierdas (para demostrarlo silba en algún momento “La Marsellesa”), en esta ocasión el personaje responde al nombre de Pascual y se encuentra en constante enfrentamiento con el prestamista don Carmelo, un personaje egoísta, avariento, solitario y despreciable al que da vida magistralmente (con un incomprensible encanto magnético )el cómico aragonés Antonio Garisa. El film, que supuso la presentación en celuloide del veterano actor teatral José Alfayate (en el papel de cur
a, un rol que lidiará con frecuencia en la pantalla), aparece ambientado en un pueblecito de Aragón en el que una peña presidida por Rafael Durán (en uno de sus dignísimos papeles de su etapa posterior a la galanura) tiene la ocurrencia de sortear una cesta con un número completo de la lotería de Navidad, sin tener en cuenta de que puede salir premiado antes de que se decida la rifa, cosa que sucede y que pone al mezquino (“¡Arruinapobres!”, le llama el herrero Pascual) en acción contra todo el pueblo. La película se beneficia en todo momento de un reparto sensacional en el que destaca la presencia del siempre proclive al patetismo pero siempre magnífico, Antonio Vico, de la mayestática Julia Caba Alba y de los eficaces Francisco Camoiras y Paquito Cano, entre otros.
José Sepúlveda baja a las profundidad
es de la tierra nuevamente en“Esa voz es una mina” (1956), aunque no como médico, tal como había hecho en “La guerra de Dios”, sino como minero. Dos años antes de darle uno de sus mejores papeles en “Sierra maldita”, Antonio del Amo reclama a José Sepúlveda para que incorpore uno de los roles más destacados de entre los compañeros de Antonio Molina en las galerías de la explotación minera donde éste desgrana sus gorgoritos. Manuel, el personaje de Sepúlveda, con su desmañados gestos y toscas maneras es uno de los mineros más ingeniosos a la hora de conseguir que la acción discurra por el cauce requerido. Así, por ejemplo, sugiere pinchar con un alfiler imperdible al cantarín Antonio Molina cuando éste ha decidido fingir haber perdido la voz, o también urde y acciona la falsa rifa mediante la cual h
ace que el vocinglero tenor de la tonadilla española se quede con la gratificación que el nuevo empresario catalán de la mina (José Franco) les ha concedido a todos, complacido por las armonías canoras con las que el patriarca de los Molina le había obsequiado. La película, si uno puede soportar los chillidos del protagonista, contiene el premio de un insólito José Luis López Vázquez, doblado por Eduardo Calvo, en el papel de cura venido de la Escolanía de Montserrat.
Si en “Tómbola”no le veíamos ejercer su profesión de ferroviario, en“Todos somos necesarios” (1956), en cambio, tiene a su cargo la locomotora que mueve el tren donde transcurre la accidentada acción de la película. En esta realización d
e José Antonio Nieves Conde, que fue multi-premiada en la edición del festival de San Sebastián del año de producción y también en los premios anuales del Sindicato Nacional del Espectáculo, se nos narra la peripecia de tres presidiarios que salen de la cárcel y toman el mismo tren, el cual queda bloqueado en la nieve. Uno de ellos, Julián (Alberto Closas) cumplió condena por negligencia médica, pues perdió a un paciente en la mesa de operaciones, otro, Nicolás (Ferdinand Antón) estuvo encerrado por la estafa cometida para reunir el dinero que necesitaba para casarse, el tercero, Iniesta “El Nene” (Folco Lulli) es el personaje de extracción más humilde y vive habitualmente del producto de pequeños robos. Las circunstancias ponen a los tres en situación de ser útiles a la sociedad, representada por el pasaje del tren, lo que, por cierto, le cuesta la vida al más humilde de ellos. La película, una coproducción con Italia en la que también intervino capital de productor checo quien aportó al proyecto varios actores de nacionalidad alemana se rodó en c
ondiciones multi-lingüísticas lo que, según su director, lejos de ser un inconveniente, resultó beneficioso. Las dificultades técnicas de rodar en auténticos vagones y en exteriores sometidos a condiciones climáticas adversas fueron muy bien vencidas por José Antonio Nieves Conde, quien con esta película hacía una nueva demostración de su valía. En cuanto a la contribución de José Sepúlveda, debemos considerarlo una pieza más del inmenso mosaico actoral que componen un film de reparto coral. Anotemos, para la anécdota, que su personaje se veía nuevamente secundado por Antonio Moreno, que hace de fogonero, auxiliándole tal como hiciera veinticuatro años antes en “Rojo y negro”.
Uno de los papeles más insólitos en la carrera de José Sepúlveda es el de patriarca de una familia gitana de titiriteros en el film dirigido por Joaquín Luis Romero Marchent, “El hombre que viajaba despacito”(1957), personalísima comedia debida al ingenio de Miguel Gila. En el film se cuenta, básicamente, el periplo del recluta Gila de regreso a su hogar donde está próximo a nacer su primer vástago. En el transcurso del accidentado viaje , se tropieza
con unos titiriteros con los que se emborracha y a los que se une como payaso para culminar una desastrosísima actuación. José Sepúlveda, en absoluto ajeno a los estragos del vino, protagoniza un penoso número con la colaboración de una cabra y del mono Andresín. La película, repleta del humorismo entre poético y descarnado de su protagonista, representa un verdadero festín para los admiradores del cómico, que se mantiene todo momento en pantalla y alcanza espléndidos momentos tales como el examen con el instructor Jesús Puente, o durante la partida de siete y media, con un divertidísimo Jesús Guzmán. No se libra, no obstante, del desliz patético cuando, bajo la lluvia, protagoniza el momento, tras la borrachera, en el que comparte escena con la niña de los titiriteros y ambos mantienen un lacrimógeno diálogo mientras el aguacero le despinta la cara de payaso al humorista. Destacan en el reparto de esta muy recomendable película las presencias de Julio Riscal, como compañero de armas de Gila, de Robert
o Camardiel, como camionero que le recoge y de Carlos Romero Marchent en uno de sus primeros papeles, todavía niño, en una película de su hermano Joaquín.
Como tabernero, encontramos a José Sepúlveda en “Aeropuerto”(1953), la película que dirigió Luis Lucia para CIFESA, la productora para la que empezó trabajando como director de producción, un puesto administrativo. La mencionamos en la entrada dedicada a Antonio Riquelme y, precisamente, la intervención de José Sepúlveda también tiene como justificación el mismo personaje, el que incorporó Manolo Morán, como español exilado en México que tiene que volver a España y al que no le llega la camisa al cuerpo. Su reencuentro con la taberna española no deja de tener su gracia y, como en el caso de la entrevista con el comisario Riquelme, sirve para demostrar que los temores de Manolo Morán están injustificados. Aunque el mensaje de f
ondo de todo el segmento es inaceptable, la irresistible naturalidad de los cómicos nos pone en la situación, como espectadores, de “tragarnos la bola”. También tabernero, como hemos visto antes, era José Sepúlveda en el western “Dos hombres van a morir”, pero, sin ninguna duda, cuando fue visto por más espectadores fue al incorporar al hostelero genovés Cristófano Butarelli en la adaptación del “Don Juan Tenorio” que dirigió Gustavo Pérez Puig para el espacio “Estudio Uno” en los gloriosos tiempos de la mejor (al menos, en lo que espacios dramáticos se refiere) Televisión Española. La emisión de este espacio se produjo en 1966 y reunió un reparto estelar, que llevó al astro Francisco Rabal al primer plano de la televisión, interpretando al seductor protagonista y a la no menos estelar Concha Velasco en el papel de Doña Inés. José Sepúlveda, como Butarelli, cumple la fu
nción de ir recibiendo a los personajes del drama, al comienzo de la obra, en su establecimiento sevillano, “La hostería del Laurel”, haciendo, por cierto, gala de su materialismo inherente a través de algunos comentarios, como cuando disculpa los desmanes del Tenorio y de Luis Mejía afirmando admirativamente que “nadie paga su cuenta como Tenorio y Mejía”. Charla con Ciutti, el criado de Don Juan (Juanjo Menéndez) y paisano suyo, y va recibiendo después a don Gonzalo (José María Escuer), al padre de Don Juan, Don Diego Tenorio (Julio Gorostegui),y al capitán Centellas (Antonio Almorós) de manera que el espectador va conociendo los pormenores que sitúan la acción en su justo punto.
José Sepúlveda fue una presencia habitual de la televisión española de los sesenta, pero de entre todas sus colaboraciones en la pequeña p
antalla (que se cerraron con un papel en “El que recibe las bofetadas”(1971), última interpretación suya acreditada en las pantallas) fue sin duda su participación en este “Don Juan” la más memorable, si quiera sea por lo ambicioso de la producción, no igualada por ninguna otra, hasta ese momento. A la pareja de protagonistas, verdaderas estrellas cinematográficas, y a los nombres antedichos, se unieron los de los brillantes intérpretes, habituales de TVE, tales como Fernando Guillén, en el papel de don Luis Mejía y de Ana María Vidal representando a doña Ana, o actrices más ligadas al cine, como Irene Daina como Lucía y Tota Alba, como Brígida y algunas colaboraciones especiales de fuste, como la de la gran dama Maruchi Fresno, en el rol de la abadesa.
Posando para Velázquez
Sobre el escenario del Teatro Español, bajo la dirección del gran José Tamayo, tuvo José Sepúlveda la oportunidad de estrenar tres obras en las temporadas 60-61 y 61-62. Las dos últimas fueron “En Flandes se ha puesto el sol”, obra de Eduardo Marquina estrenada originalmente en 1911, que se representó en el Teatro Español por la compañía titular el 21 de mayo de 1961 con carácter de reposición conmemorativa del cincuentenario de su estreno original, con Carlos Lemos como primer actor y con Luisa Sala, Fernando Guillén y Javier Loyola, entre otros, en el reparto, y “Beckett o el honor de Dios”, de Jeane Anouilh, según la versión de José Luis Alonso, con Francisco Rabal
y Fernando Rey en los papeles principales, que se estrenó en idéntico escenario el 17 de febrero de 1962. Pero fue la obra de Antonio Buero Vallejo, “Las Meninas”, la que procuró a José Sepúlveda el papel más relevante de los representados en las tres, el de Pedro Briones, el hombre que posó para el cuadro “Esopo” de Diego Velázquez (papel que correspondió al gran Carlos Lemos, en la obra). La identidad del personaje de José Sepúlveda, que como vemos, le valió figurar en la portada del número 19 de la revista de actualidad teatral “Primer acto”, es una invención del autor que fabula con la historia de un hombre al que el insigne pintor reencuentra en el otoño del Madrid de 1656, quince años después de que lo utilizara de modelo para el cuadro antedicho (y reproducido junto a estas líneas). El sujeto se encuentra ahora mendigando, viejo y enfermo, tras pasar una vida en la que la injusticia lo ha hecho un fugitivo que debe ocultar su identidad, pero que en sus tiempos había tenido la ilusión de ser también pintor. Velázquez se conmueve profundamente y lo acoge en su hogar, justo cuando afronta un momento delicado en la Corte por causa de las intrigas palaciegas de quienes le envidian. Al poco de producirse el reencuentro, Pedro Briones, por boca de José Sepúlveda habla de sí mismo en estos términos: “Soy viejo, don Diego. Me queda poca vida y me pregunto qué certeza me ha dado el mundo... Ya sólo sé que s
oy un poco de carne enferma, llena de miedo y en espera de la muerte. Un hombre fatigado en busca de un poco de cordura que le haga descansar de la locura ajena antes de morir.”
“Las Meninas se estrenó en el Teatro Español de Madrid el 9 de diciembre de 1960. A los nombres del autor, Buero Vallejo, del director, José Tamayo, del ayudante de dirección Antonio Amengual y del escenógrafo, Emilio Burgos, cabe sumar el de los actores que formaron el reparto, como fueron, entre otros, los ya mencionados Carlos Lemos y nuestro protagonista de hoy, José Sepúlveda, como Velázquez y Pedro Briones, la gran Luisa Sala como Juana Pacheco, esposa de Velázquez, Javier Loyola, como Felipe IV, Fernando Guillén, como José Nieto Velázquez, Gabriel Llopart, como El Marqués, Manuel Arbó, como Angelo Nardi, Carlos Ballesteros como Juan Bautista del Mazo y Anastasio Alemán, como Juan de Pareja. La obra, según las crónicas, cosechó un éxito rotundo, de tal magnitud que, por ejemplo, obligó incluso a Carlos Lemos a repetir un parlamento que había sido interrumpido por causa de una larguísima ovación.
PD: Es grata obligación agradecer como merece al "Sr. Feliú", amigo de este weblog, la celérica información acerca del matrimonio que formó José Sepúlveda con la actriz Josefina Serratosa, único dato biográfico que este inepto burgomaestre ha podido obtener y que se encontraba en un libro que, para más oprobio de quien esto escribe, ha sido comentado en este mismo weblog frecuentemente, por ser imprescindible para tratar de los actores españoles: "Las estrellas de nuestro cine. 500 biofilmografías de intérpretes españoles" de Carlos Aguilar y Jaume Genover, editado por Alianza Editorial. El dato estaba contenido en la entrada dedicada a la actriz. De ahí que este burgo, que ignoraba la unión conyugal de los actores, no diera con él. Ojalá, en el curso de los días venideros, pueda este burgo incorporar todavía más datos a esta entrada que nació huérfana de ellos.
PD2: No ha habido que esperar mucho para que otro gran amigo de este weblog, Óscar Lebrero, terminara, con su inestimable colaboración, de completar los datos biográficos imprescindibles para otorgar a esta entrada la entidad que este pobre burgo con sus solas fuerzas había sido incapaz de darle. Muchísimas gracias también para él.
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