Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

miércoles, septiembre 30, 2009

Despedida para un galán duro: Daniel Martín

En aquella Barcelona a la que sorprendió una inesperada y copiosa nevada en 1962, José Martínez Martínez, con su nombre artístico de Daniel Martín, fue Rafael, el enamorado de la Juana (Sara Lezana) en “Los Tarantos”, el clásico del cine español que, trasladando magistralmente por el cineasta Rovira-Beleta los amores trágicos de los shakespeareanos Romeo y Julieta y de sus trasuntos danzantes del moderno West Side neoyorquino a la realidad de la comunidad gitana de Barcelona, alcanzó la distinción de una nominación al Óscar a la mejor rodada en lengua extranjera de 1962. De este modo, compartiendo pantalla y andanzas con los brillantes bailarines Antonio Gades y Carmen Amaya, el joven intérprete, que ya habia debutado en el cine un año antes interpretando un pequeño papel en otro film dirigido por otro barcelonés, “Las hijas del Cid”, de Miguel Iglesias (donde coincidió, por cierto, con nuestro recordado Fernando Cebrián), entró desde un buen principio de su carrera, en la historia del cine. Ayer mismo, supimos de su fallecimiento, el pasado lunes, 28 de septiembre de 2009, en su residencia habitual, el hotel “Las Truchas”, en la localidad zaragozana de Nuévalos, a los 74 años de edad, víctima de una enfermedad fulminante que segó su vida.

José Martínez Martínez había nacido en Cartagena, Murcia, el 12 de mayo de 1935. Formado académica y artísticamente en la Ciudad Condal, tanto su talento como su buena planta le abrieron las puertas de acceso al cine a comienzos de los años sesenta, medio en el que desarrolló primordialmente su labor de actor, con incursiones puntuales en el televisivo, las cuales se prolongaron en el tiempo hasta las postrimerías de la década de los años noventa.

El físico poderoso y su masculina apostura permitieron a Daniel Martín actuar con solvencia en un gran número de westerns (o en su versión hispánica, las películas de bandoleros) rodados en la década de los años sesenta (y primeros años de la década siguiente) en España, siendo una presencia habitual en ellos, ocupando por lo general un lugar destacado en el reparto, en condiciones, muchas veces, de co-protagonista. Sus prestaciones como intérprete del género western le permitieron lucirse en títulos como “Gringo” (Ricardo Blasco, 1963), que, en presencia de la folklórica Mikaela –una habitual en las películas firmadas por Blasco- volvía a reunirle con Sara Lezana; en la fundacional “Por un puñado de dólares”(Sergio Leone, 1964), adaptación al western del films de samurais de Akira Kurosawa “Yojimbo”, germen, como es sabido, de una corriente que reinventaría el género más genuino del cine; también en “La ley del forastero” (Roy Rowland, 1965), oscura coproducción con Alemania muy mal estrenada; en “El último mohicano” (Harald Reinl, 1965), coproducción multilateral de Balcázar con empresas alemanas e italianas en la que Daniel Martín corría a cargo del papel protagónico del indígena norteamericano Uncas creado por Fenimore Cooper; que conocería una continuación en “Uncas, el fin de una raza” (Mateo Cano, 1965); lo mismo que en “El sol bajo la tierra” (Aldo Florio, 1971), nueva coproducción con el país transalpino que contaba, en su parte española del elenco, con la estimulante belleza de Charo López y con las sólidas actuaciones de los ilustres Eduardo Fajardo, José Nieto y José Calvo. Ya en la década de los setenta, Daniel Martín continúa participando en el género western obteniendo un papel en “Demasiados muertos para Tex” (George Martin, 1971), una de las esforzadas empresas del otrora gimnasta Francisco Martínez Celeiro (subcampeón de España de gimnasia olímpica, por más señas, que se libró, por cierto, del fatal accidente que acabó con la vida de Joaquín Blume por un escaso margen del azar), que no sólo dirigió y produjo el film, sino que también lo escribió, lo protagonizó y lo distribuyó. También se le encuentra en la ambiciosa e internacional “El hombre de Río Malo” (Eugenio Martín, 1971), que contaba en su reparto con estrellas del calibre de James Mason o Lee Van Cleef, y en “Judas…¡toma tus monedas!” (Pedro L. Ramírez, 1972), “La caza del oro” (Juan Bosch, 1972), “El retorno de Clint el solitario” (Alfonso Balcázar, 1972), o “Los locos del oro negro” (Enzo Girolami, 1973).

Encuadrables en un terreno muy cercano a estas muestras del western europeo, a Daniel Martín se le ofrecieron roles en diversas películas igualmente de intenciones escapistas, como la solvente y resultona “Las Vegas 500 millones” (1968), de Antonio Isasi Isasmendi; la dinámica “Golpe de mano”, de José Antonio de la Loma; la chapucera cinta sobre gangterismo (con versión “ligera de ropa” para el extranjero) “La banda de los tres crisantemos” (1969), del experimentado Ignacio F. Iquino; la basada en un argumento del novelista de pulp Miguel Oliveros Tovar (Keith Luger), “Los fríos senderos del crimen” (1972), de Carlos Aured; el film policíaco italiano en su variante de denuncia “La policía detiene, la ley juzga” (1973), que dirigió Enzo G. Castellari; las terroríficas “La tumba de la isla maldita”, de Julio Salvador, y “La endemoniada”, de Amando d’Ossorio (ambas producidas en 1973, uno de los últimos años del auge del género en España); o las dos películas de aventuras jacklondonianas en las que le dirigió el luego tan popular por su especialización en el “gore”, Lucio Fulci: “Colmillo blanco”(1973) y “La carrera del oro”(1974). La decadencia de la producción del cine de consumo (ese mismo al que por desgracia hubimos de referirnos hace sólo una semana con motivo del fallecimiento de Víctor Israel) hace que con simultaneidad al transcurso del periodo de la Transición Política, escaseen las ofertas de trabajo en la pantalla grande para Daniel Martín. Los últimos títulos de su filmografía certifican el final de un modo de entender la producción cinematográfica y algunos de ellos suponen una especie de revisión nostálgica del “cine de programa doble”, como “Misterio en la isla de los monstruos”, de Juan Piquer Simón, mientras que otros son concesiones a la “comedia con picardía”, como “Los casados y la menor”, de Julio Coll (1975), a la “ola de erotismo que nos invade”, como “Esposa y amante”, de Angelino Fons (1976), o a la coyuntura social, como la interesante “Cambio de sexo”, de Vicente Aranda (1976). Asociando su figura a la de artistas tan populares como la mismísima Pepa Flores en “Las cuatro bodas de Marisol” (Luis Lucia, 1967), o los Hermanos Calatrava, en “Makarras conexión” (dirigida por la misma pareja de hermanos en1976), Daniel Martín tuvo pocas ocasiones para refrendar las posibilidades que, como protagonista de un film con ambición artística, había mostrado en “Los Tarantos”, pero paralelamente a su participación en rodajes destinados a servir al público películas sin otra intención que la de procurarles un rato de distracción, fue un actor requerido por directores con pretensiones artísticas. Así, en 1964 ya tuvo oportunidad de actuar en “Los felices 60”, muestra de los interesantes comienzos de la andadura profesional de Jaime Camino. Igualmente, en el meritorio largometraje de debut de Angelino Fons, la memorable “La busca” (1967), adaptación de la obra de Pío Baroja, Daniel Martín incorporaba uno de los roles principales, el de “Vidal”, en una nueva ocasión que volvía a reunirle con Sara Lezana. Rovira Beleta, que le había dado su primera y mejor oportunidad, volvía a confiar en él para darle el papel de “Martín”, protagonista masculino de la atmosférica y “bergmaniana” adaptación de Alejandro Casona “La dama del alba” (1965), junto a la joven francesa Juliette Vellard y a la mítica dama mexicana Dolores del Río.

Los últimos años de su vida profesional le brindaron a Daniel Martín pocas oportunidades de lucimiento. La mala copia de “Terciopelo azul” (David Lynch, 1986) que fue “Malaventura” (1988) de Manuel Gutiérrez Aragón, o la desafortunada continuación de “Los Tarantos” que fue “Montoyas y Tarantos”(1989), del ya muy anciano Vicente Escrivá, no invitan a renovar las ilusiones de un actor maduro, como tampoco nos parece que aportaran demasiado a su carrera sus participaciones en series televisivas como “Petra Delicado”, “Médico de familia” o “Este es mi barrio”, más allá de proporcionar la necesaria actividad a alguien que empezó su carrera con el fulgor de un éxito internacional y, al tiempo, un clásico de nuestro cine. Retirado en el negocio familiar en el que le encontró la muerte, Daniel Martín, en el sosiego de Nuévalos (Zaragoza), localidad cercana al conocido “Monasterio de Piedra”, tuvo tiempo para volver a ser José Martínez Martínez y, sin dar la espalda a su pasado (fue miembro activísimo de la AISGE – Artistas e Intérpretes, Sociedad de Gestión- desde 1996) para reflexionar con calma sobre el milagro que siempre ha supuesto hacer cine en España, o sobre lo efímero que es el paso de la gloria, o, repasando su trayectoria fílmica, sobre la importancia que reviste en el cine lo banal y lo ligero y lo intrascendente que resulta, al fin, lo profundo.

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miércoles, septiembre 23, 2009

Hasta siempre, Víctor Israel

Sin estrépito mediático, casi en silencio, como si se tratara de una más de sus actuaciones “sin acreditar”, José María Soler Vilanova, conocido artísticamente como Víctor Israel, dejó el mundo de los vivos el pasado fin de semana, cuando ya se venteaba el otoño de este cruel año 2009. Este burgomaestre tuvo conocimiento ayer, día 22, del triste suceso, y fue consciente de inmediato de que con Víctor Israel se nos iba a los aficionados al cine, uno más de los pocos testimonios vivos que nos quedaban de una época en la que en este país se hacían películas, éstas se estrenaban en las salas de cine, y la gente iba allí a verlas…

Arte de presencias por excelencia, el cine requiere de físicos contundentes como el que poseía Víctor Israel para ofrecer al espectador caracteres rotundos, tipos que se definieran en un solo plano, que excusaran cualquier morosa descripción. El perfil de Víctor Israel se ajustaba sin dificultad a un amplio abanico de roles episódicos o accesorios, en ocasiones decisivos, pero siempre supeditados a los papeles de rango protagónico y, más aún, a las directrices del género en que se encuadraba el film de turno. Su imposible efigie, coronada por un cráneo despoblado, dominada por una mirada aviesa de ojos claros y saltones, frecuentemente reclinada en una sonrisa afilada, inserta en un rostro mal afeitado, es tan familiar para el público mayoritario, como desconocido el nombre de su poseedor. Y es que Víctor Israel actuó en más de ciento cincuenta películas, destinadas, en su mayor parte, a ser masivamente consumidas, pues fueron producidas casi todas ellas con la única pretensión de distraer a un público lo más numeroso posible. Suyos fueron numerosos enterradores, empleados de morgues o guardas de lúgubres propiedades condenadas, en gloriosas producciones terroríficas, o soplón zarrapastroso en films policíacos o de espías, o borrachín postillón de diligencia o empleado del telégrafo en un espaguetti western, siempre visto en pantallas humildes, populares, donde se proyectaban los sueños de barrio, las ficciones accesibles, directas, que libraban la batalla cotidiana con el tedio.

Víctor Israel (nacido José María Soler Vilanova, en Barcelona, un 13 de junio de 1929), tal como lo recogieron en su seminal libro, “Las estrellas de nuestro cine” (Carlos Aguilar y Jaume Genover, Alianza Editorial, 1996), se formó concienzudamente, antes de su debut en el cine, en 1961, en el western “pre-spaghetti”, “Tierra brutal” (dirigido por el británico Michael Carreras, y protagonizado, por cierto, por la más que improbable pareja formada por nuestra racial Paquita Rico y el actor shakespeareano y felliniano, Richard Basehart –el almirante Nelson de “Viaje al fondo del mar”). El joven José María, tras emprender estudios de Comercio, adquirió conocimientos de Psicología, Filosofía, Idiomas, Relaciones Públicas, Piano, y estudió Arte Dramático en el Estudio de Actores de Julio Coll y Fernando Espona y en el Instituto del Teatro de Barcelona. Con tan sólida preparación, y ya con el nombre artístico de Víctor Israel, José María desarrolló una carrera profesional en el cine que se prolongó durante más de cuatro décadas. Repasarla, si quiera someramente, representa hacerse una idea, más que aproximada, cabal del devenir del cine español de consumo producido entre 1961 y hasta su práctica desaparición en los años noventa, sin soslayar, por cierto, infrecuentes pero reseñables incursiones en el medio televisivo, en producciones de la relevancia de la inolvidable serie “La saga de los Rius”, “El quinto jinete” (en su episodio “El ladrón de cadáveres”, adaptación del clásico de Stevenson) o “El doctor Caparrós”(protagonizada por Joan Capri y de gran aceptación en Catalunya).

De entre el centenar y medio de films en los que actuó Víctor Israel, no es difícil encontrar títulos señeros, de referencia en su género, como el mundialmente reconocido clásico moderno del cine de terror, “Pánico en el transiberiano” (1972), de Eugenio Martín, en la que le cabía el honor de interpretar a la primera víctima en el famoso tren del monstruo alienígena que despertaba tras un letargo de milenios, o como “La residencia” (1969), de Narciso Ibáñez Serrador, un descollante éxito de taquilla, inusitado en el género. Y si internacional era el reparto de “Pánico en el transiberiano” (que capitaneaban los dos monstruos sagrados del terror fílmico “made in England”, Peter Cushing y Christopher Lee), no lo era menos el de la colosal “Doctor Zhivago” (1965), una de las más intemporales epopeyas dirigidas por el multi-laureado David Lean, en la que Víctor Israel intervino, sin acreditar, aportando su modesta contribución a la ingente empresa. Sin ir más lejos, en este weblog, hemos tenido ocasión de comentar algunos films en cuyo reparto se incluía a Víctor Israel, como “El salario del crimen” (1964), donde hacía de delincuente común, estupenda muestra de cine negro dirigida por Julio Buchs y protagonizada por Arturo Fernández, que citamos aquí con ocasión de las entradas dedicadas a Manuel Díaz González y a Tomás Blanco, o como “Muere una mujer”, en la que representaba el papel de informante en plena calle del Paralelo de su Barcelona natal, film que comentamos cuando recordamos a Fernando Rubio, otro de esos actores que, como Víctor Israel, daban siempre la cara para sustentar los más variopintos y entrañables sueños de celuloide.

Ya no está con nosotros este Jack Elam catalán, este trasunto barcelonés de Marty Feldman, con quien llegó a estar emparentado en la ficción de “Mi bello legionario”, film del cómico británico. Le echaremos de menos. Sirvan estas apresuradas líneas como despedida, llena de admiración y respeto, hacia este actor, este trabajador de la pantalla grande, dueño de un físico del que era esclavo y el cual le hizo insustituible e inolvidable en tantas películas hechas para nosotros, la gente, y no para los críticos. Hasta siempre, Víctor Israel.

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lunes, septiembre 21, 2009

¡Amparo Baró!: ¡Cumpleaños feliz!

Hoy cumple setenta y dos años, la cual cosa es suficiente motivo como para felicitarla efusivamente. Si nos detenemos a considerar que sigue felizmente activa y que fue distinguida en diciembre del 2007 con la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, con cincuenta años cumplidos de labor profesional, los motivos de celebración se multiplican.

Amparo Baró San Martín nació en Barcelona el 21 de septiembre de 1937. Completados los estudios de bachillerato, comienza la carrera de Filosofía y Letras, la cual abandona cuando, tras ver actuar a Asunción Sancho en “Seis personajes en busca de autor”, queda embrujada por el hechizo del teatro. Impulsivamente, irrumpe en el universo escénico, ingresando en la compañía del Teatro de Cámara, animada por unos amigos. Debuta ante el público en la cúpula del Coliseum de Barcelona en la obra “El burlador de Sevilla”, haciendo el papel de una mujer mucho mayor que ella, la duquesa Isabela. En la temporada 56/57 Amparo Baró es contratada por la compañía del Teatro Windsor de Barcelona, que encabezaban artísticamente el matrimonio formado por Adolfo Marsillach y Amparo Soler Leal, y de cuya gerencia se encarga el productor Alfredo Matas (quien reemplazaría, por cierto, al primer actor en el corazón de la primera actriz). No pasa mucho tiempo antes de que surja una oportunidad de acceder a un papel de importancia. La primera actriz, Amparo Soler Leal, sufre un ataque de apendicitis y la jovencísima Amparo Baró debe sustituirla. Se trata de la obra “Harvey”, de Mary Chase, ganadora del premio Pulitzer, de la que James Stewart había protagonizado una película dirigida por Henry Koster en 1950, después de haberla representado en Broadway. Compartiendo el escenario con Marsillach, Amparo Baró deslumbró con su talento desde el mismo inicio de su carrera. Otro gran valedor de la actriz entra en juego en esta su etapa primera: Jaime de Armiñán. Todavía en 1957, la compañía del Teatro Windsor estrena una obra suya, “Café del Liceo”, a partir del cual evento, la andadura profesional de Amparo Baró se hallará ligada repetidamente tanto al autor de la comedia como a su director escénico. El verano siguiente, la compañía se incorpora a los “Festivales de España”. Amparo Baró fragua el armazón de su oficio con compañeros de la talla de José Luis López Vázquez, Luis Morris, Venancio Muro, Olga Peiró, Eugenio Domingo, Conchita Bardem, Paco Melgares o José María Caffarel. Representa en aquel entonces “Mi adorado Juan”, de Miguel Mihura, “Bobosse”, de André Roussin, y “El pan de todos”, de Alfonso Sastre. Con la misma compañía se trasladará a Madrid, donde desarrollará en lo sucesivo la mayor parte de su carrera profesional. En la capital obtendrá en 1959 un éxito personal, dirigida por Cayetano Luca de Tena, en la obra de Lilian Hellman, “Calumnia” (la misma que llevará dos veces al cine William Wyler), al lado de Mayrata O’Wisiedo . También, siendo todavía una veinteañera, realizará una gira por Sudamérica. Para entonces (en 1957, concretamente) ha debutado ya, asimismo, en el cine, (medio que la ha desaprovechado insistentemente), en el film de Antonio Isasi-Isasmendi, “Rapsodia de sangre”, rodado en una Barcelona que simulaba (con bastante acierto) ser Budapest. El mismo director la convocará nuevamente para su arriesgado film, “Tierra de todos” (1961), tal como señalamos ya en este weblog en la entrada dedicada a Fernando Cebrián, uno de los dos protagonistas masculinos de la película.

Pionera de la televisión española ... ¡y hasta hoy!

La eclosión de la joven actriz Amparo Baró en el teatro quizá no tuvo la correspondiente resonancia cinematográfica (participó, eso sí, en muchas películas populares, tales como “Margarita se llama mi amor” (Ramón Fernández, 1961) o “La chica del trébol” (Sergio Grieco, 1963, con Rocío Dúrcal), aunque en papeles de poco relieve), en cambio, de la mano de Jaime de Armiñán y de Adolfo Marsillach (por cierto, muy buenos amigos entre sí) Amparo Baró encontrará en la pequeña pantalla el medio idóneo para dar continuidad a su trabajo sobre el escenario y alcanzará la máxima popularidad. Emitiéndose en directo desde los míticos estudios del Paseo de La Habana (que Adolfo Marsillach describe en sus memorias como estructurados alrededor de su cantina e impregnados de un persistente aroma a frituras, a las que era adepta su titular), al creciente número de televidentes se le fueron sirviendo espacios dramáticos muy frecuentemente debidos a las fértiles imaginaciones de Jaime de Armiñán o de Adolfo Marsillach y con el fresco, inteligente y delicado rostro de Amparo Baró como vehículo actoral. A “Galería de maridos”, su debut en la televisión, que se produjo en 1959, original de Armiñán y con Marsillach de protagonista (quien, por cierto, tenía la mala costumbre de presentarse en el estudio con el papel mal aprendido y tenía que recurrir a menudo a “chuletas” escondidas y “capotes” de la Baró), siguió “Mujeres solas”, serie del primero que tuvo su continuación en “Chicas en la ciudad”, teniendo como compañeras de reparto a las sensacionales Maite Blasco, Elena María Tejeiro, Alicia Hermida, Paula Martel e Irán Eory. También de Armiñán serían las consecutivas “El personaje y el mundo”, “El hombre, ese desconocido”, “Cuentos imposibles”, “Los refranes”, “Las doce caras de Juan”, “Las doce caras de Eva”, mientras que Adolfo Marsillach escribiría los guiones de tres series que contarían con Amparo Baró en su reparto: “Silencio, se rueda”, “Silencio, vivimos” y “Silencio, estrenamos”.

Pero detengamos aquí la parrafada. No es esta una entrada destinada a glosar la trayectoria de Amparo Baró. Nos proponemos tan sólo felicitarle por su cumpleaños, recordando a aquella muchacha que gustaba de tocar la guitarra y cantar para sí, apasionada de los viajes, a la que Fernando Vadillo (autor asimismo del retrato que acompaña estas líneas) entrevistaba en las páginas de Tele Radio en el ya lejano año 1963. La futura brillante protagonista de tantos “Estudios Uno” y “Novelas”, la digna heredera de la mejor tradición de actrices cómicas (sin eludir por ello el género dramático), la presencia inexcusable en la obra de un creador como Jaime de Armiñán, la archipopular Soledad Huete de la exitosa teleserie “Siete vidas”, interrogada entonces por el periodista en los siguientes términos: “En qué soñaba usted cuando debutó en el teatro, Amparo?”, replicaba (a sus veinticinco años): “Nunca ambicioné nada a largo plazo, sino aquellas pequeñas cosas que iban surgiendo en mi camino”. Hoy Amparo Baró sigue felizmente en el camino y si echa la vista atrás (por aquello de cumplir años), seguro que lo que ve le hace sonreír, como ella nos ha hecho sonreír al público a lo largo de todos estos años.

PD: Por una dichosa casualidad, en esta ocasión se nos amontonan las felicitaciones. Resulta que tal día como hoy (aunque algunos años antes que Amparo Baró) vino al mundo nuestro querido amigo, el escritor de novelas “pulp” y actor, Juan Gallardo Muñoz , más conocido como Curtis Garland (entre otros muchos seudónimos, menos populares), y también (sólo que unos cuantos años más tarde) -¡casualidad de casualidades!-, su editor actual, el responsable de Editorial Morsa, nuestro común amigo Gabriel. Felicidades también para ellos, acompañadas de un cibernético abrazo fraterno.

PD2: Con retraso, pero con toda admiración y respeto, felicitamos hoy a Carmen Maura y a Rafael Álvarez “El Brujo”, dos sensacionales actores que han cumplido años recientemente (la Maura el pasado día 15 y don Rafael ayer mismo, día 20) y que si no han tenido su entrada de homenaje no es por falta de aprecio hacia su innegable talento, sino porque este burgo tiene su corazoncito y es precisamente ese músculo el que le impulsa a ofrecer al mundo estas chapuceras entradas. Ya saben, amigos, a quien echarle la culpa de todo este desaguisado.

PD3: Sigo con "lo del Tasso".

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domingo, septiembre 06, 2009

¡Feliz cumple, Paul Naschy!

El cine español no es pródigo en mitos. Esta afirmación puede discutirse tanto como se quiera, pero si viene a cuento pronunciarla precisamente ahora es porque tal día como hoy, 6 de septiembre, hace setenta y cinco años, vino al mundo en la ciudad de Madrid un mito del cine, aunque entonces, naturalmente, sólo se trataba del niño Jacinto Molina Álvarez, quien habría de ser, con el andar de los años, reconocido mundialmente como Paul Naschy, el astro cinematográfico que daría vida al más popular licántropo de las pantallas, Waldemar Daninsky. Vaya hoy para el hombre nuestra calurosa felicitación y nuestros mejores deseos, y para el mito, uno de los contados que el cine español ha dado, nuestro reconocimiento.

Para este burgomaestre, por encima de los muchos méritos profesionales que sin duda ha cosechado Paul Naschy a lo largo de su extensa carrera cinematográfica y que le han sido reconocidos profusamente en forma de premios internacionales, el máximo galardón con el que el protagonista de “La noche de Walpurgis” ha sido distinguido es con el de haber visto cumplido su sueño infantil de dar vida a los monstruos que poblaban la mágica pantalla de una sala de cine. Con diez años de edad, en 1944, Jacinto Molina consigue que un acomodador le cuele en un cine de reestreno (el film no era tolerado para menores) para ver “Frankenstein y el hombre lobo”. Se trata de uno de los primeros “cócteles de monstruos” que rodará la productora Universal tratando de revitalizar el tirón comercial de su galería de personajes terroríficos. En él, Bela Lugosi encarna a la criatura del doctor Frankenstein, aceptando así el papel que había rechazado (por no disponer de diálogo en el que lucir su exótico acento) trece años antes. A su antagonista, el licántropo Larry Talbot, le prestó su presencia Lon Chaney hijo, un esforzado heredero de una leyenda del cine al que la angustia de no estar a la altura del padre le empujó a la bebida. Las consecuencias del choque en la pantalla de ambos monstruos ante los impresionables ojos del niño Jacinto, adquirieron forma definitiva veinticuatro años después, cuando en 1968 se estrenaba “La marca del hombre lobo”, el primer film que, dirigido por Enrique López Eguiluz , protagonizó Jacinto Molina desempeñando el papel que le otorgaría dimensión de estrella del género terrorífico y la admiración de fans de todo el mundo y que él mismo había escrito en su guión original: Waldemar Daninsky. A esta primera experiencia licantrópica (que quedará, probablemente, como la mejor, y que resiste aceptablemente las comparaciones con productos coetáneos de la británica productora Hammer) seguirían otras, en rápida sucesión. La primera, “Los monstruos del terror” (1969, Hugo Fregonese, Tulio Demicheli), recogía el espíritu del “cóctel de monstruos” (presente, asimismo, en la primera entrega), mezclado, además, con dosis de ciencia ficción “pulp”. Después llegaría a las pantallas (en España, muy aligerada de metraje), “La furia del hombre lobo” (1970), imposible realización del inefable José María Zabalza, el cual desaprovecha absolutamente las capacidades de su protagonista. La intensa mirada de Paul Naschy, capaz de imponerse a la gruesa capa de maquillaje y a los más poblados postizos pilosos, y su poderoso físico de campeón de halterofilia serían mucho mejor captados por la cámara del áspero León Klimovsky, un cineasta experimentado y de gran profesionalidad que servía los guiones de Jacinto Molina con crudeza llena de aristas. “La noche de Walpurgis” y “El doctor Jeckyll y el hombre lobo”, estrenadas en 1970 y 1971, respectivamente, llevan su firma. El éxito de la primera ocasionaría la consolidación del mito apuntado en “La marca del hombre lobo” y Paul Naschy, auxiliado en su quehacer actoral por el préstamo de las excelentes voces de José Guardiola o Simón Ramírez, entre otros, traspasaría en 1972 los estrechos márgenes de la industria cinematográfica española multiplicándose en hasta ocho títulos: “El gran amor del conde Drácula”, “El jorobado de la morgue” (ambas dirigidas por Javier Aguirre), “La rebelión de las muertas “ (León Klimovsky), “Los crímenes de Petiot” (José Luis Madrid), “Disco rojo” (Rafael Romero Marchent), “La orgía de los muertos” (José Luis Merino), y “El espanto surge de la tumba” y “Los ojos azules de la muñeca rota”, ambas dirigidas por Carlos Aured. De las ocho, Paul Naschy protagonizaba nada menos que seis, explorando las diversas variantes del género fantástico y terrorífico desde el clasicismo de la inmortal criatura de Bram Stoker en “El gran amor del conde Drácula” (que -¡ay!- no le iba en absoluto) hasta el “giallo” más en boga de “Los ojos azules de la muñeca rota”, pasando por el patetismo de “El jorobado de la morgue” (que le valió el premio de interpretación del Festival de cine fantástico de París en 1973) o el “tour de force” de “La rebelión de las muertas”, film en el que interpretaba un triple papel (dos hermanos hindúes, Krisna y el desfigurado Kantaka, más el mismísimo Satanás en una perturbadora escena onírica). Al frenesí de 1972 siguió otro año de similar intensidad, con nuevas incursiones en el terreno de sus queridos monstruos, atreviéndose con el mito de la momia en “La venganza de la momia” (Carlos Aured) y renovando el triunfo de su más popular criatura en “El retorno de Walpurgis” (nuevamente, Aured). Son estos primeros años setenta los de expansión del género terrorífico en España, pero la euforia es efímera y pronto la producción de títulos mengua de manera tajante, pudiendo tomarse el final del franquismo y la desaparición de la censura como un referente válido para certificar la angostura del torrente fílmico fantaterrorífico. No obstante, Paul Naschy no sólo no se arredra, sino que toma las riendas y dirige sus propios films. Todavía bajo la batuta de otro (el eficacísimo Miguel Iglesias Bonns) y producida por “Profilmes” (una empresa especializada en el género) dará vida nuevamente a Waldemar Daninsky en “La maldición de la bestia”, que producida en 1975 llegaría a las salas comerciales en enero de 1978, y ya asumiendo él mismo la dirección, en “El retorno del hombre lobo” (1980) y en “La bestia y la espada mágica” (rodada en régimen de coproducción con Japón) y, en una revisión tardía “aggiornada”, en “Licántropo”, que dirigió Francisco Rodríguez Gordillo.
Pero no es esta una entrada que trate de glosar la carrera de Paul Naschy, sino tan sólo una simple felicitación. Editados hay libros (sin ir más lejos, su “Paul Naschy. Memorias de un hombre lobo”, Alberto Santos, editor) que se han ocupado de ello, y prolijas páginas web confeccionadas en su homenaje. Jacinto Molina Álvarez, “Paul Naschy”, una estrella, un mito, un actor mundialmente conocido, un cineasta valiente, atrevido (ahí están “El huerto del francés” (1977), “Madrid al desnudo” (1978), o “El carnaval de las bestias” (1980), que lo atestiguan), cumple hoy setenta y cinco años. Admirable sobre todo por su convicción, por su integridad, me atrevería a decir que hasta por su inocencia, por ser “de una pieza”, y rechazado por los escrupulosos guardianes de las sagradas esencias de la cultura, tiene el cariño de una verdadera legión de fans que sin duda hoy le cantarán (o quizá, mejor, “le aullarán”): “¡Feliz cumpleaños, Paul Naschy, y que cumplas muchos más!”
PD (y advertencia): si hoy tienen la simpática ocurrencia de felicitar personalmente a Jacinto Molina por su aniversario, no lo dejen para el anochecer, por si las moscas... Hay plenilunio.

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