Nota previa: En la primera parte de esta entrada dedicada a José María Tasso, tras trazar una torpe y sucinta semblanza del personaje, este burgomaestre trató de dar cuenta de sus inicios en el cine y la televisión. El periodo tratado en la entrada era, por tanto, el comprendido entre 1934 (año de nacimiento de Tasso) y 1961, año crucial en el que participaría en la película que le daría la entidad de doméstico mito de la pantalla cinematográfica española. La segunda parte se abría, en consecuencia, con el film aludido, “Ha llegado un ángel”, y se extendía por los años de mayor actividad del glosado actor y de mayor relevancia popular, concluyendo en el periodo que siguió a la celebración de su matrimonio, en el cual se mantuvo alejado de las cámaras. Es decir, cronológicamente hablando, la segunda parte abarcaba desde 1962 hasta 1967. Esta tercera parte que aquí da comienzo es la más larga y se refiere, coherentemente, a un periodo mucho más dilatado, que va desde 1968 hasta el año del fallecimiento de José María Tasso, el no tan lejano 2003. Regreso a la pantalla en comedias irrelevantes (1968-1970)
Según se desprende de lo escrito por algún cronista, José María Tasso debía ser un mesonero a la antigua usanza, de esos que hacen de su local un lugar ameno al visitante, presto a servir y compartir las copas con el sediento parroquiano que se presentara. La afición por el trasiego de caldos etílicos del buen Tasso hallaba en su establecimiento el asiento idóneo. Antes de alcanzar el estadío de afable tabernero, a "Flequillo" le tocó vivir la ordalía de apechugar con un empleo de oficina, el cual le había proporcionado su suegro, el duque de Seo de Urgel. No obstante lo cual, el gusto por ponerse ante las cámaras no había desaparecido del todo y la posibilidad de volver a hacerlo, merced a la existencia de numerosos contactos en el mundillo de la farándula, siempre debía estar presente y suponía, además, una opción de obtener ingresos extras. En 1968, año del nacimiento de su hija María Eugenia, accedió muy gustoso a ponerse nuevamente ante las cámaras tras un periodo de alejamiento de las mismas de, aproximadamente, cuatro años. Durante ese tiempo, escapándose de sus aburridas obligaciones mercantiles, José María Tasso puso su presencia al servicio de la sección cómica de los vehículos fílmicos diseñados para obtener réditos comerciales a la popularidad de cantantes tales como Manolo Escobar y el rumbero Peret, o en comedias irrelevantes (cuando no francamente patosas), en algún que otro spaghetti-western y hasta en una desopilante muestra del cine de ciencia ficción. Siendo generosos, a las películas que constituyen esta etapa de la filmografía de José María Tasso podríamos calificarlas de prescindibles. No obstante, con la misma ecuanimidad habremos de reconocer muchas de ellas como ejemplos válidos de un determinado tipo de cine de entretenimiento, aquel que practicaron profesionales del medio, afectos al régimen (Sáenz de Heredia, Rafael Gil, Antonio Román), quienes estaban entrando en franco declive en su ejecutoria y en palmario desfase con los tiempos de renovación que directores jóvenes estaban impulsando.
El retorno del gran Tachuela
La participación de Tasso en la adaptación cinematográfica de la exitosa comedia de Alfonso Paso, “Las que tienen que servir” (que habían estrenado en escena Concha Velasco, Alfredo Landa y Manolo Gómez Bur, con dirección de José Luis Sáenz de Heredia), bajo dirección de José María Forqué y con producción de José Luis Dibildos (lo que conllevó, probablemente, la incorporación de Laura Valenzuela), pese a haber estado referenciada repetidamente en distintas fuentes documentales (incluida la base de datos IMDB) no puede ser acreditada por este burgomaestre. Al menos en la copia en DVD de que dispone, no ha podido encontrar ni rastro del simpático “Tachuela”. Su nombre no figura tampoco en los títulos de crédito y aunque su contribución pudiera haber sido eliminada, por ser de naturaleza accesoria, lo cierto es que, en principio, no le es posible a este burgomaestre hablar de la actuación de José María Tasso en “Las que tienen que servir”, film del que, por otra parte, ya se habló aquí con ocasión de la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur. Sí, en cambio, José María Tasso contó con una intervención en otra producción de José Luis Dibildos, dirigida por Javier Aguirre y con un reparto mucho más extenso que incluía al trío de actores antes citado, “Los que tocan el piano”. Se trata de una comedia cuyo guión firmaron Alfonso Paso y el productor del film, Dibildos, que, desde su mismo título, trataba de explotar la comicidad del mundo de la delincuencia pintoresca, en línea de pícaros y timadores castizos, en línea de continuidad con otros títulos protagonizados por Tony Leblanc, como el célebre “Los tramposos” de Lazaga, o su inconfesada secuela, “Los pedigüeños” (dirigida por el propio cómico unos años después). Como de esta película también hablamos ya en este weblog (o lo que sea) con ocasión (una vez más) de la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur (que en el film hacía el papel de “El Tizona”, un delincuente con ínfulas de internacionalidad), daremos por reproducido aquí su argumento (por demás conocido, pues se trata de una película de éxito y repetidamente emitida por televisión) y remitiremos su comentario a lo dicho entonces. Nos limitaremos a señalar ahora que la participación de José María Tasso fue de naturaleza episódica e incluida en el segmento que transcurre en una clínica en la que los protagonistas (Tony Leblanc, como “El cocosabio”, Alfredo Landa, como “El Torralba” y Concha Velasco, como “La gandula”) han ingresado, disfrazados de personal sanitario, para robar valioso instrumental quirúrgico. Perseguidos por el jefe del departamento de recursos humanos (Beni Deus) y un nutrido grupo de fornidos enfermeros, los ladrones en fuga encuentran un inesperado aliado en el personaje de Tasso, que se encuentra allí en calidad de sobrino de un paciente que acaba de fallecer, al que llama, desconsoladamente, “Tío Narciso”. Los perseguidos mangantes engañan al acongojado joven haciéndole creer que sus perseguidores quieren profanar los restos de su difunto familiar, con lo que consiguen que Tasso les entretenga lo como para darse a la fuga. Se trata de una composición de un personaje anecdótico y estrambótico, uno de tantos de los que José María Tasso tuvo oportunidad de representar. En el film, además de los superlativos José Bódalo (que hace un muy convincente comisario de policía, uno de los roles que bordaba sin la menor dificultad) y Tomás Blanco (que compone un sobrio estafador de altos vuelos), entre muchos otros espléndidos característicos, destacamos la presencia de una jovencísima y “riquísima” María Luisa Sanjosé, en un episódico rol de enfermera, y a dos actores norteamericanos a los que Dibildos había asignado los papeles de compatriotas suyos en su anterior producción, “Las que tienen que servir”, nos referimos al apuesto Charles Stalnaker y al distinguido William Layton, un actor que dio clases del método de Stanislawsky en Madrid, entre otros, a Julieta Serrano, por ejemplo.
Reclamado por José Luis Sáenz de Heredia
El año 1969 supuso para José María Tasso un regreso a la actividad cinematográfica que, al menos en lo que se refiere al número de participaciones, le devolvió al nivel máximo de intensidad de su anterior trayectoria. El director que en más ocasiones contó con su concurso en esta segunda etapa de su carrera fue José Luis Sáenz de Heredia, quien le había dado un papel minúsculo en “El grano de mostaza” y otro ínfimo en “La verbena de la Paloma”. No de mucha mayor entidad será el que le corresponda a Tasso interpretar en “Relaciones casi públicas” (1968), algo más de presencia, en cambio, tendrá en “Juicio de faldas” (1969), y, finalmente, en “Don erre que erre” (1970), volverá a concursar Tasso de modo, prácticamente, testimonial. Si en los dos primeros films el protagonismo corresponde a las estrellas Concha Velasco y Manolo Escobar, en el tercero es Paco Martínez Soria quien corre a cargo de la responsabilidad de soportar el entramado del film con su carisma estelar.
En 1960, José Luis Sáenz de Heredia, muy comprensiblemente, se enamoró de Concha Velasco y, siendo correspondido por la guapísima artista, nada resulta más natural que ambos iniciaran, paralela a su relación personal, una colaboración profesional en la que Concha protagonizaba las películas que José Luis dirigía. Al mismo tiempo, se desarrollaba, fruto del acuerdo exclusivo que el popularísimo Manolo Escobar tenía con el productor Arturo González, la carrera cinematográfica que, como actor, iniciaba el tonadillero. La confluencia de los cuatro cristalizó en una serie de películas que, trufadas de canciones a cargo del almeriense (y catalán de adopción), contenían la semilla de las clásicas comedias de “guerra de sexos” del hollywood más reconocible. José Luis Sáenz de Heredia, autor del guión de “Relaciones casi públicas”, era muy consciente de la eficacia de la fórmula que estaba empleando, es decir, de la plasmación de una relación amorosa que se abre paso entre los lazos nacidos de la fría y comercial relación profesional o laboral. Así, en “Relaciones casi públicas”, Concha Velasco encarna a la joven Marta, una recién licenciada en la Escuela de Periodismo que, a bordo de un modesto “Dos caballos”, recorre el país realizando para la cada día más relevante televisión española, toda clase de reportajes del mundo rural y pintoresco. Así da con Pepe de Jaén (Manolo Escobar), un cantante de popularidad circunscrita a su comarca natal en el que ve madera y posibilidades de triunfo universal. Así, sin saber muy bien lo que está haciendo, Marta se compromete a convertir a toda costa al tonadillero en una celebridad recolectora de éxitos, firmando con él un contrato como “relaciones públicas”. Contando con la complicidad de su compañero de la Escuela de Periodismo, el también bisoño Solana (José Sacristán) y con la comprensión de su jefe (Pedro Porcel), Marta embarca a Pepe en una serie de acciones disparatadas conducentes a convertirle en un personaje famoso a cualquier precio. Pepe de Jaén comprende, tras sufrir una larga lista de humillaciones y ridículos, que la inoperancia de Marta en el terreno promocional es una evidencia, por lo que rompe su compromiso y logra un triunfo incontestable valiéndose exclusivamente de sus méritos canoros. No obstante, Solana, a través de un programa de televisión en el que se somete a vista pública al invitado, decide ayudar a restituir su autoestima a Marta, acusando a Pepe de haberse beneficiado de los montajes de la joven para obtener el triunfo final. En el programa, como no podía ser de otro modo, Pepe demuestra que es un gran cantante, por encima de la notoriedad que las absurdas “performances” orquestadas por Marta le habían hecho ganar, pero, al mismo tiempo, reconoce que en el logro del éxito, del reconocimiento popular, la intervención de Marta ha sido decisiva. Y mucho más allá de esto, como es de rigor, Pepe comprende que, contraviniendo la primera cláusula de su contrato (que prohibía a los contratantes enamorarse), ama a Marta, a la que da caza en el final feliz, inevitable, del film. De la intervención, sin duda de escasa magnitud, de José María Tasso en “Relaciones públicas” (film que, digámoslo sin reparos, tiene reconocibles puntos de contacto con un título tan serio y respetable como el de “A face in the crowd”, de Elia Kazan), nada podemos decir. Algo más, en cambio, podemos comentar de “Juicio de faldas”, nueva entrega de la serie producida unos meses más tarde que su predecesora y estrenada en el mismo año 1969.
“Juicio de faldas” contiene el toque de sordidez agria característico del muy particular humor de José Luis Saénz de Heredia, que suele emplear para sus ficciones jocosos más sucesos violentos y escabrosos de lo habitual en el género. Así, en el fondo de la trama de “Juicio de faldas” hay nada menos que una violación, acto en absoluto idóneo para sustentar un armazón de comedia para cualquiera que no sea el director de “Raza”. Se cuenta en el film la historia de Manuel Fernández Miranda (Manolo Escobar), un guaperas camionero propietario de una pequeña empresa de transportes por carretera al que se le acusa de, en una noche de fiesta mayor, la violación de la Engracia (Gracita Morales). Manolo tiene la particularidad de padecer una cierta tartamudez, que se le manifiesta especialmente en ocasiones de compromiso. Su abogada defensor es la guapa y joven Marta (Concha Velasco, que repite el nombre de rol que ya había tenido en “Relaciones casi públicas), cuya condición femenina, como es lógico, provoca cierta desconfianza en el acusado, algo cavernícola. El caso es que son distintos los candidatos ha haber mancillado la honra de la Engracia, que, para mayor oprobio, iba bastante beoda en el momento de los hechos. Uno de los principales candidatos al crimen es Rafael Fernández Martínez, un seductor sin escrúpulos conocido como “El Cachirulo” (Manolo Otero) que trata de poner tierra por medio huyendo al extranjero, lo que hace que recaigan sobre él las sospechas del espectador. En la instrucción del caso y juicio consiguiente, a Manolo se le sugiere que preste declaración cantando, para solventar su problema de dicción, lo que le da ocasión de cantar las coplillas que, explicando el caso, se hicieron muy populares, y en las que, por ejemplo, comparaba a la pobre muchacha que, tendida en el asfalto desesperada y candidata al suicidio, recogía en su camión, con una rana. Tras determinar finalmente, y tras un estrafalario juicio en el que Gabriel Llopart hace el papel del juez y José Sazatornil el del acusador particular, la culpabilidad de Aprisco Matilla (Antonio Ozores), un amigo y empleado de Manolo, y como es obligado en las películas protagonizadas por la pareja, abogada y acusado terminan el film enamorados y en completo acuerdo sobre su futuro en común. Repasando el reparto de “Juicio de faldas”, destacan en sus intervenciones Tomás Blanco, como el jefe del bufete de abogados en que trabaja Marta, y Erasmo Pascual en el papel del padre de la Engracia. Por su parte, José Luis Coll compone una intervención episódica en el papel de un testigo que se presenta a declarar en el juicio equivocadamente, pues lo que presenció (un atraco a un banco) se juzga en otra sala. En cuanto a José María Tasso, interpreta a uno de los empleados de Manolo, con quien mantiene una relación de franca camaradería. Participa con bastante frecuencia de la acción y hasta corea al ídolo cantante en la interpretación de uno de los números. Soplando su flequillo tres veces consecutivas, al ritmo de la música, Tasso canta “Y a ti te quieren cargar con ese mochuelo” en contrapunto al machacón estribillo entonado por Manolo: “con ese mochuelo, que cargue su abuelo”. Bien mirado, y en relación con el candor juguetón de las melodías de las películas de Marisol y Rocío Dúrcal, se puede afirmar que el rol de Tasso se había embrutecido un poco, con el paso de los años.
Por último, debemos referirnos a la comedia “Don erre que erre”, una de las que unió a la estrella del teatro cómico Paco Martínez Soria con el director de “El destino se disculpa”. Estrenada en Madrid el 21 de septiembre de 1970 en los madrileños cines Capitol, Barceló, Monumental, Murillo y Salamanca, recaló el 9 de noviembre del mismo año en la pantalla del cine Urgel de Barcelona, y constituye uno de los filmes más celebrados y difundidos de la exitosa carrera del cómico nacido en Tarazona. Estrechamente emparentada con un título previo de su director (“El grano de mostaza”), por lo que comparte con aquel de retrato de una situación que, naciendo de un incidente mínimo, va creciendo hasta trastornar completamente la existencia del protagonista. La principal diferencia entre ambas película radica en la opuesta personalidad protagonista, al don Evelio Galindo que encarnaba Manolo Gómez Bur, le definía su carácter timorato y pusilánime, que le llevaba a buscar subterfugios y a urdir estratagemas para eludir un compromiso, el don Rodrigo Quesada de Paco Martínez Soria es por el contrario decidido y terco y casado con la rectitud en su proceder hasta límites inhumanos. Por lo demás, la rigidez de don Rodrigo topaba con otra de similares características en su oponente, el señor Briceño, a quien daba vida Tomás Blanco (tal como mencionamos en la entrada a él dedicada en su día, en este weblog). En el extenso (y repleto de magníficos actores) reparto de “Don erre que erre”, además de José María Escuer (hecho que quedó recogido en la entrada correspondiente, cuando hablamos aquí de este actor), encontramos nombres tan destacados como los de Guillermo Marín en el papel del presidente del banco que motiva el conflicto con el protagonista (y que luce, para la ocasión, a uno de sus caniches), Mari Carmen Prendes (otra actriz, también tratada anteriormente en este weblog), en el rol de la esposa de don Rodrigo (y a la que, el tesonero señor insiste en dejar embarazada, a toda costa), José Rubio (que repite, prácticamente, el papel de reportero que Rafael Gil le había asignado en “Tú y yo somos tres”) y José María Tasso quien, curiosamente, compone, al lado de José Rubio, en gran medida, una repetición de la imagen que daban ambos en “Tú y yo somos tres”, aunque en esta ocasión, la participación de Tasso es efímera y puntual, y en su caracterización prescinde de la cámara fotográfica para limitarse a la libreta de notas y el bolígrafo.
Cómo NO sois las mujeres
Inserto cronológicamente entre las colaboraciones con José Luis Sáenz de Heredia, el siguiente film en la filmografía de José María Tasso del que nos ocupamos, “¡Cómo sois las mujeres!”, es una comedia estrictamente coyuntural producida por el especialista Pedro Masó y dirigida por el avezado Pedro Lazaga sobre el tema, entonces de máxima actualidad, de la denominada “liberación femenina”, la cual le permitió retomar un rol similar al de uno de los primeros de su carrera, el de “Ana dice sí”, pues como en aquel film, Tasso vuelve a encarnar a un repartidor, en este caso, en lugar de un colmado como entonces, de una lechería. En el film, que fue estrenado el 2 de septiembre de 1968 en el cine Avenida de Madrid, se cuenta el deterioro de la relación entre Mario (Arturo Fernández) y su esposa, Teresa (Teresa Gimpera) desde el amor inicial (representado por un montaje de planos almibarados acompañado de una canción meliflua y empalagosa –“Amor, amor”, de Antón García Abril) hasta la crispación de un matrimonio rutinario cargado con la crianza de tres hijos y el stress del cotidiano quehacer. Las fricciones conyugales desembocan en un intercambio de papeles que llevan a Mario a quedarse en casa ocupándose del hogar y los niños y a Teresa a tomar el lugar de su marido, vendedor a comisión de terrenos. Naturalmente, como el avispado espectador podrá suponer, Mario fracasa en su intento de mantener en marcha la nave del hogar, mientras que su guapa mujer (instigada por la amiga feminista de turno, encarnada por la italiana Liana Orfei a quien dobla Matilde Conesa) triunfa plenamente en su cometido laboral, consiguiendo adjudicar un terreno de muy difícil venta (propiedad de una pareja a los que dan vida José Sepúlveda –tuerto para la ocasión- y Mercedes Barranco) a un comprador extranjero (Barta Barry), para gran contento del socio de Mario, incorporado por Juanjo Menéndez. Finalmente, tras algunas secuencias delirantes de ensoñaciones del “varón domado”, Mario, el conflicto se resuelve satisfactoriamente, triunfando el amor (con repetición de la cancioncilla del principio, incluida), por el sencillo procedimiento de contratar a una criada para todo (muda, para mayor felicidad), cuyo personaje, como no podía ser de otro modo, se encarga de interpretar Rafaela Aparicio. Con todo, el film se remata con una especie de epílogo apocalíptico en el que se expone que la plaga de la “liberación femenina” se extiende con la pavorosa voracidad de una plaga planetaria. Teresa y su amiga feminista están aleccionando a una tercera amiga para que reivindique sus derechos en la terraza de un café. Desde un primer plano (siempre agradable, de Alejandra Grepi), la cámara va elevándose revelando que en todas las mesas se está desarrollando una conversación similar. El movimiento de la grúa continúa haciendo ascender la cámara, abriendo el plano hasta empalmar con otros que abarcan toda la ciudad y más allá, produciendo un efecto semejante al de los finales de las películas de zombis, por ejemplo. La supuesta gracia de la película (ver a un señor haciendo tareas caseras “reservadas” a las hembras) que hoy se revela horriblemente desfasada y hasta troglodita, sólo puede funcionar actualmente para un público muy restringido, en el que tal vez se puedan incluir los últimos machos ibéricos carpetovetónicos supervivientes (fallecido El Fary) tales como Fernando Sánchez Dragó o Javier Pérez–Reverte. Al resto del público sólo nos queda el aliciente de disfrutar con la extraordinaria fotogenia de Teresa Gimpera, constantemente exprimida por el ojo de la cámara, y con las fugaces intervenciones de los actores secundarios que, como Tasso, aportan algún valor añadido a lo inane del conjunto. Así, Francisco Camoiras, enfundado en una zamarra de lana, incorpora a un pastor discutidor que lleva a sus ovejas a pastar a las tierras de José Sepúlveda. Erasmo Pascual (marido de Rafaela Aparicio, que ya hemos dicho que interviene al final de la cinta, en un papel de fámula muda) hace uno de sus habituales conserjes. Además, la gran Aurora Redondo tiene una breve participación, en el papel de la madre de Mario; Venancio Muro contribuye con una convincente interpretación del repartidor a domicilio de la carnicería, y Rafael Hernández, anticipándose a su oficio en la serie “Crónicas de un pueblo”, conduce un autobús.
A vueltas con Peret
En 1969, José María Tasso intervino en dos films protagonizados por Peret, el monarca de la rumba catalana, cuando ostentar tal título todavía carecía de la trascendencia que “a posteriori” se le concedería por la crítica musical pero cuando, en cambio, su titularidad le permitía gozar de una popularidad “real” mucho mayor. Las dos películas, que pretendieron distraer a un público poco exigente y obligatoriamente aficionado a las habilidades canoras del rumbero catalán, en las que Tasso militó como comparsa, fueron “Amor a todo gas”, que dirigió Ramón Torrado revisitando su anterior “Amor sobre ruedas”, rodada en 1954, y “El mesón del gitano”, cuya dirección corrió a cargo de Antonio Román. La primera se estrenó en Barcelona el 19 de mayo de 1969 en los cines de primera categoría Borrás, Bosque, Palacio Balañá y Regio Palace, y posteriormente en Madrid, en septiembre, en los cines (de menor aforo que los de la Ciudad Condal) Argüelles, Barceló y Benlliure. La segunda, “El mesón del gitano”, hubo de aguardar a febrero de 1970 para ser estrenada en Sevilla, en el cine Florida de la capital hispalense y un mes después, se proyectó en el Excelsior de Barcelona, estrenándose finalmente en Madrid en las salas de los cines Candilejas, Carlton y Urquijo. Ambas fueron producciones realizadas mediante alianza de las productoras de Cesáreo González y Benito Perojo quien, además de supervisar los dos proyectos, escribió el guión de la que se estrenó en segundo lugar (basándose en una vieja comedia de Quintero y Arozamena). Además del propio Tasso y de su protagonista, Peret (que actúa doblado por el gran Félix Acaso, quien le brinda una voz magnífica y poco parecida a la suya, lo que puede comprobar el espectador cada vez que canta, y acompañado de sus gitanos, Toni y Juanet), los dos films contenían a José Sazatornil y al inevitable Xan das Bolas en su reparto y en ambos films la música era del maestro Gregorio García Segura.
Ramón Torrado, el director de “Amor a todo gas”, da la impresión de ser proclive a repetirse en la elección de argumentos, como prueba el ejemplo de “Botón de ancla”, de la que llegó a realizar hasta cinco versiones (si se cuenta entre ellas “La trinca del aire” (1951), “Héroes del aire” (1957) o “Un paso al frente” (1960) como variantes “aéreas” del mismo tema). No tiene nada de extraño que volviera a filmar en 1969 la misma historia que había servido al ídolo popular de la canción, Pepe Blanco, quince años atrás, para debutar como protagonista ante las cámaras de cine, con el objeto de que Peret hiciera lo propio.
La historia de “Amor a todo gas”, como lo era la de “Amor sobre ruedas”, es la de un taxista cantante que se enamora de una famosa estrella de la canción de incógnito en Madrid y de cómo consigue su amor además del éxito como artista. Para la versión de 1969 de la historia, al guión firmado por Antonio Guzmán Merino, Ramón Torrado y Víctor López Iglesias, se sumaron los diálogos adicionales del sensacional humorista Antonio Lara “Tono” quien, por cierto, no se mostró especialmente inspirado para la ocasión. Sea como fuere, “Amor a todo gas” principia de la mano del reportero de espectáculos Sandoval (Ángel Ter) que se encuentra en sequía creativa por falta de noticias cuando se entera casualmente de que Laura Montes (Nieves Navarro), la estrella máxima de las televisiones sudamericanas, se dispone a aterrizar en el madrileño aeropuerto de Barajas. En el avión, la diva viaja acompañada de su secretaria, asistente y confidente Elena (Mary Isbert) y de su representante, el estrafalario alemán Sigfrido Wagner (Fernando Sancho). Por el diálogo que mantienen los tres nos enteramos de que Laura está harta de la fama y de que le gustaría disfrutar de una estancia discreta en España, lo que contraría extraordinariamente a su mánager, un sanguíneo teutón. Para disgusto de Laura, el soplo que había puesto sobre aviso al periodista Sandoval ha corrido como la proverbial pólvora y el recibimiento que le espera al pie del avión es cualquier cosa menos discreto. Obedeciendo a un impulso irrefrenable, Laura intercambia su personalidad y vestimenta con su secretaria, eludiendo así la nutrida concurrencia de medios de comunicación que le aguarda y tomando un taxi, en solitario, despistando a la prensa. En el taxi la recibe su conductor y propietario, el simpático Peret, quien se apresura a criticar resueltamente a la estrella de la canción, ignorante de que se trata de la guapa pasajera a la que transporta a un hotel de lujo (en el que ella afirma trabajar de peluquera). Entre el taxista y su cliente (que se presenta bajo el nombre falso de Elena) nace una corriente de simpatía mutua establecida por la común aversión hacia Laura Montes y por las buenas dotes para la canción exhibidas por el conductor, que cautivan a la mujer tanto como su simpatía. Peret ya es una celebridad entre sus compañeros del volante, pero Laura se propone hacerle triunfar a lo grande, en el más alto nivel del espectáculo, aunque manteniendo la incógnita de su auténtica identidad. El equívoco se mantiene en lo sucesivo, mientras se van desarrollando los acontecimientos. Peret canta, precedido en el escenario por un grupo, paródico del estilo “pop” más moderno, “Los Hippy-Zappas”, en un concurso en Radio Continental, presentado por Ángel Echenique, en el que triunfa con la interpretación de “Una lágrima cayó en la arena” (un éxito tremendo del Peret de la vida real) y de una rumba dedicada a su padre cantada en catalán. La concurrencia, muy poblada por los compañeros del taxi (entre los que destaca Cristóbal, interpretado por Xan das Bolas), no tiene bastante con disfrutar de Peret sobre el escenario de la Radio Intercontinental y le dedican a renglón seguido un homenaje en el que tiene oportunidad de cantar otra canción, concretamente, la poco distinguida “Rumba del traca-trá”. Siempre acompañado por su nueva amiga, a la que cree una peluquera llamada Elena, Peret incurre en la ira de su antigua novia, la castiza señorita Patro (Florinda Chico, que actúa con la voz doblada), una dueña de una gasolinera de armas tomar en absoluto dispuesta a ser relegada en los favores del “salao” taxista. Al mismo tiempo, Sigfrido Wagner tampoco se muestra nada satisfecho con el comportamiento de su representada estrella, con la que rompe varias veces su relación contractual mientras trata de cerrar un trato con el adinerado empresario español del espectáculo, el señor Acevedo (Antonio Casal). Éste, cautivado por la belleza de Laura, tratara de conseguir de ella sus favores profesionales y personales, pero se verá burlado por el taxista Peret, que lo deja en la cuneta en cuanto tiene ocasión. No obstante, para conseguir que su amado Peret triunfe, Laura se las ingenia para que le hagan una prueba de voz en un espectáculo del señor Acevedo, desplazando así al inicialmente contratado señor Galloso (José María Tasso), un completo desastre canoro. Peret supera con suficiencia la prueba, pero el rencoroso Acevedo veta su participación en el espectáculo. Ni las zalamerías de Laura logran convencerle. Finalmente, la noche del estreno Peret y Cristóbal, haciéndose pasar por dos reporteros, ingresan en el camerino de Galloso y, con el pretexto de interviuarle, lo noquean, ocupando su lugar en el escenario Peret. La representación transcurre artísticamente con brillantez, pero en cuanto se ocultan los artistas de la vista del público se arma un buen follón. Peret, que se ha enterado de la superchería de su amada, la llena de reproches. Simultáneamente, Patro, tras librarse de Wagner, que la retenía, ha irrumpido como una furia desatada buscando venganza y noqueando a Galloso por segunda vez cuando salía del primer K.O. entre bastidores, dedicándose luego a destrozar el cutre decorado de la escena ante la divertida complacencia del público. Las consecuencias del estreno del espectáculo musical son, de una parte, el encumbramiento de Peret como artista por parte de la prensa, mientras que Laura anuncia su retirada. Peret, felicitado por su amigo Cristóbal por haber desenmascarado a la diva, se muestra arrepentido de lo sucedido pues pese al engaño está enamorado de la mujer. Se presenta entonces ante él Laura que renuncia a su carrera para unir su destino al del recién llegado al estrellato musical. Wagner y Acevedo, como suele suceder con los personajes “serios” en los tebeos cómicos, terminan parcialmente cubiertos de vendajes y apósitos como consecuencia del “Terremoto Patro” que han padecido.
La historieta de “Amor a todo gas”, además de con las pertinentes rumbitas y con la espléndida belleza de Nieves Navarro (que alcanzaría cierta dimensión mítica entre los aficionados al género bajo el seudónimo de Susan Scott, protagonizando una serie de “giallos” dirigidos por su marido, Luciano Ercoli), está aderezada con las apariciones de José Sazatornil en el papel de un guardia urbano aficionado a sancionar a Peret con multas más o menos justificadas y con algunas apariciones dignas de mención, como la de Pepe Sancho, al principio del film, en un papelito ínfimo como empleado en un mostrador de Iberia en el aeropuerto de Barajas. También es destacable la intervención del matrimonio formado por Rafaela Aparicio (en el papel de Eduvigis Peribáñez) y Erasmo Pascual, que repiten el simpático“flirt”, “de taxi a taxi” que en la versión original del film habían mantenido Julia Lajos y Antonio Riquelme (que comentamos en su día con motivo de la entrada dedicada a éste). Mientras que Fernando Sancho recupera su especialidad primitiva en el cine (previa a la de representar el sempiterno rol de mexicano cochambroso en spaghetti-westerns) de imitar acentos extranjeros como el irritable mánager Sigfrido Wagner, José María Tasso resulta aceptablemente cómico en su papel del catastrófico Galloso, un cantante ridículo de nulas facultades, fatuo y caricaturesco, emisor de despropósitos sonoros para desesperación del director musical, profesor Bisardo, y receptor ideal de las desgracias incruentas propias del cine cómico.
Film que se vería recompensado con bastante menos éxito que su precedente (el cual, por otra parte tampoco había sido memorable), “El mesón del gitano” cuenta la peripecia amorosa de su protagonista, el propio Peret, dueño de una taberna cuyo nombre da el título a la película. Cuando empieza la acción asistimos a la práctica de su actividad como guía de Fidel (José Sazatornil), quien tras enseñar Madrid a los turistas (echándole inventiva y descaro al asunto) se los lleva al local regentado por su socio Peret para que allí, a base de cante, taquitos de jamón y queso y finito de Jerez, desplumar con la cuenta a los incautos visitantes. De entre las turistas, Peret escoge cotidianamente a las más agraciadas para llevárselas de excursión a Aranjuez, donde las seduce fácilmente con la complicidad del guarda forestal Ezequiel (Xan das Bolas), que se deja sobornar con la misma facilidad con la que las extranjeras se dejan conquistar por Peret. Paralelamente, trabamos conocimiento con la decoradora Andrea (Margot Cottens) y con Jaime (Eduardo Fajardo), dos amigos a los que encontramos conversando a propósito de la joven Lina (Dianik Zurakowska), la hija de Mara (Ivonne Bastien), un antiguo amor de Jaime, que está estudiando diseño en Madrid, al cuidado de Andrea y domiciliada en una residencia de monjas. Poco después de producirse esta charla, Fidel acude al negocio de Andrea para encargarle la instalación de un “tablao” en el sótano de “El mesón del gitano” y la encargada de realizar los diseños es Lina, que se ocupa de llevarlos al dueño personalmente. En cuanto Peret le echa la vista encima a la guapísima Lina, se apresura a llevarla a Aranjuez, donde recibe, antes sus embates, una espectacular bofetada. Esta reacción no hace sino espolear sus ansias amatorias, muy dichoso de, tras lidiar con un sinfín de foráneas facilonas, topar con una celtíbera irreductible. Sea como fuere, el galán va “camelando” a la estudiante a base de rumbitas y paseos en barca, entre otras lindezas, lo que provoca la desesperación de Emilio (José María Tasso), un compañero de estudios admirador de Lina con aspiración a ser su novio. El desarrollo de la relación entre el rumbero y la diseñadora pone en guardia a Andrea quien sugiere a Jaime que ponga a su madre, Mara (que vive en Londres) al corriente del más que probable noviazgo. Al propio tiempo, Andrea empieza a frecuentar “El mesón del gitano” en calidad de vigilante de la virtud de la chica, lo que propicia el establecimiento de una relación con Fidel (en su primer encuentro, Andrea, muy aficionada al horóscopo, había puesto los ojos en el pícaro guía por ir este vestido con un traje verde, color que, según los astros, le debía traer suerte). Jaime visita a Mara en Londres y ésta le acompaña de vuelta a Madrid. Allí no tarda en caer en la red de la seducción del rumbero, quien, como es su costumbre, se apresura a llevarla a Aranjuez, lugar en el que le dedica las mismas frases que empleó para atraerse a su hija. Durante un tiempo, Peret, atraído por las dos mujeres e ignorante del parentesco que las une, se dedica a enamorar a ambas. Mara, madre al fin, pone a prueba al ligón cantarín preguntándole, cuando está a punto de sucumbir, si en su vida hay otra mujer. Al negar tal extremo el patilludo rumbero, Mara comprende que se encuentra ante un seductor sin escrúpulos y decide apartarlo sutilmente de su hija, para lo que pone en juego a su amigo Jaime y sus influencias. Éste conoce a un promotor artístico, un tal Germán Lorente (Santiago Ontañón, decorador, asimismo, del film, que actúa doblado por Pedro Sempson) que será quien se encargue de proporcionar al cantante sabrosos contratos en el extranjero (los USA incluidos). Mientras, los trabajos de reforma del típico local se concluyen y cuando llega la noche de la inauguración, Mara, que quiere explicarse con Peret, consigue con promesas mantener apartada a Lina. Con la ayuda de Emilio (al que acaba de desengañar definitivamente), Lina se escapa de la residencia de monjas y consigue llegar al mesón justo a tiempo de sorprender a Peret y a su madre besándose. ¡Cruel fatalidad! Aquel beso era lo único que Mara pretendía obtener de Peret antes de volver a Londres y dejar las cosas claras. El incidente contiene su lado positivo y es que, al ver marchar a la joven, Peret comprende que es de ella de quien está realmente enamorado. Todo el mundo se pone manos a la obra en busca de la fugada muchacha hasta que ella misma va a ver a su madre y le expone la situación en una sonrojante y lastimosa conversación “de mujer a mujer”: está locamente enamorada de Peret y dispuesta a luchar por su amor. Mara le comprende y asegura que a pesar de que “cualquier mujer se enamoraría de Peret”, ese hombre no significa nada para ella y que está dispuesta a marcharse inmediatamente a Londres. Lina, incomprensiblemente, y tras una prolongación en términos aún más sensibleros de la charla materno-filial que está manteniendo (con acompañamiento de violines de fondo), asegura que quiere irse con su madre a la capital del Támesis. No obstante, Mara la despista y la lleva a la puerta del “Mesón del gitano”. En cuanto Lina traspone el umbral del establecimiento y oye cantar a Peret un triste lamento de amor, que se convierte, al ver a la joven en una más animada tonada (cuyo estribillo reza “Perdóname si es que alguna vez mal me porté, mi amor. Dame tu cariño y olvida lo que pasó por nuestro amor ¡Mi amor!”), el reencuentro entre ambos se produce y con visos de devenir permanente, además. Como propina que redondea el final feliz, Andrea se queda con Fidel y Mara con Jaime, que ha estado toda la película haciendo el papel del perseverante recalcitrante y arrastrado y que, finalmente, obtiene su premio yéndose a Londres con su largamente adorada Mara.
“El mesón del gitano” es una película en su mayor parte lamentable, únicamente aceptable para robustos fans de su protagonista (quien, precisamente, está de plena actualidad pues acaba de sacar al mercado un nuevo CD aceptablemente promocionado). El film incluye dos momentos especialmente deleznables: uno es el de la interpretación del “hit” de Peret “El gitano Antón” la cual se produce en el local del rumbero, durante el transcurso de la celebración de un cumpleaños de una decrépita anciana inglesa (Amalia Isaura, en una colaboración que muy bien podía haberse evitado) quien se pone a bailar de manera harto desagradable. Otra visión que da grima se da en el escenario del Rastro madrileño, cuando una niña de corta edad y aspecto desaseado hace monerías ante la embelesada mirada de Peret y sus gitanos justo antes de que interpreten el filosófico tema de la estrella de la rumba, “Es preferible reír que llorar”. Peor quizá que estos desafíos al buen gusto más elemental, sea la evidente falta de aprovechamiento de los talentos de actores bien capacitados, como José Sazatornil, a quien le adjudican un papel de “gracioso” huérfano de la menor gracia, o como Eduardo Fajardo, entregado a la inútil tarea de dar vida a un rol melifluo e insulso a más no poder. Tampoco el protagonismo de Ivonne Bastien (impuesto, con toda probabilidad, por la relación conyugal de la actriz con el director del film, extremo que ya comentamos cuando hablamos de “El sol en el espejo”, experiencia anterior del matrimonio en la que también se contó con la participación de nuestro protagonista de hoy) en lo que sería su despedida del cine, confiere a la película excesivo atractivo, sino más bien al contrario. Por su parte, José María Tasso dispone de un papel algo más extenso de lo habitual, como el poco afortunado rival del protagonista, y hasta su personaje tiene cierta relevancia por ser el encargado de poner en solfa la categoría humana de Peret. Despechado, el Emilio de Tasso llega a calificar despectivamente a Peret de “tabernero gitano” (lo que, tratándose él mismo de un futuro hostelero, no deja de resultar paradójico). Tan antipática actuación del rol de Tasso (quien, por cierto, en su primer encuentro con la estrella del film es casualmente dejado tirado en la carretera, tal como José Luis –otro cantante metido a actor- ya le había hecho en “Melodías de hoy”, nueve años antes) permite al protagonista del film exhibir su nobleza natural, al convidar a su crítico oponente, pese a haberle oído desacreditarle, a una copa, y también hacer valer su orgullo de hombre que se ha procurado la prosperidad por sus propios medios. En una escena con la guapa Dianik Zurakowska (una joven de belleza espectacular que trabajó mucho durante un corto periodo de tiempo), el personaje de Tasso, Emilio, llega a decir de sí mismo: “No soy tan imbécil como parezco”, afirmación en línea con la práctica totalidad de la galería de personajes del actor.
A pares, con Rafael Gil
Así como en 1962, José María Tasso intervino en dos películas de Rafael Gil, en 1968 volvió a repetirse tal circunstancia, actuando en “Verde doncella” y en “El marino de los puños de oro”. Ambas fueron producciones “Coral films” (de la que Gil era titular) y contaron en sus repartos con Antonio Garisa y la entonces muy en boga Sonia Bruno (Antonia Oyamburu), una actriz de presencia moderna y agradable la cual se multiplicó en infinidad de títulos durante su breve carrera profesional, finiquitada cuando el 12 de junio de 1969 contrajo matrimonio con el futbolista del Real Madrid, José Martínez “Pirri”, a quien, por cierto, había conocido un año y medio antes, en la cena de reparto de premios “Populares” del diario “Pueblo”. La primera, adaptaba la más exitosa comedia del novelista y periodista Emilio Romero, de igual título, a través de un guión del experimentado Rafael J. Salvia. Confiado el papel protagonista a Juanjo Menéndez (que se sumaba a los igualmente intérpretes principales, los citados Garisa y Sonia Bruno), “Verde doncella” contaba con las siempre estimulantes actuaciones de Julia Caba Alba y Rafael López Somoza en una historia algo sórdida, que se adelantó más de treinta años a un film de similar argumento, producido en los EEUU, “Una proposición indecente”. En el film español, se nos cuenta la historia de Laura (Sonia Bruno) y Moncho (Juanjo Menéndez), dos jóvenes novios a punto de casarse, a los que la intervención de un misterioso hombre (Antonio Garisa) provisto de una maleta repleta de billetes verdes (hasta totalizar un redondo millón de pesetas) hace que se pervierta su prístina pureza. Un argumento tan audaz como moralista, que sirvió para que Antonio Garisa explotara su faceta más rijosa y, por qué no decirlo, repulsiva.
La extraordinaria popularidad del púgil Pedro Carrasco era el sustento directo de “El marino de los puños de oro” y el motivo fundamental de su existencia. En una época en la que abundaban los films fácilmente consumibles protagonizados por famosos de la canción o el deporte (cuya celebridad estaba experimentando entonces el novedoso e imparable auge de la televisión), el de Rafael Gil (autor asimismo del guión) era uno más de los que intentaban atraer a la taquilla al público con el reclamo de un famoso en la cabecera del cartel. Apuntemos, a título de anécdota oportuna y probatoria de la popularidad de Pedro Carrasco, que estaba presente en la antes aludida cena de entrega de los premios “Populares” de “Pueblo”, justo enfrente de Sonia Bruno. Se contaba en “El marino de los puños de oro” la ascensión del púgil español Pedro Montero (Pedro Carrasco), desde sus inicios con el promotor fullero y de medio pelo, Lodoli (José Sazatornil), hasta su consagración conquistando el campeonato de Europa de los pesos ligeros (Pedro Carrasco, como es sabido, fue campeón del mundo de la categoría, aunque por poco tiempo, al vencer por descalificación (un combate que tenía claramente perdido) a Mando Ramos, quien lo desposeyó del título en el combate de revancha). Se inicia la acción de “El marino de los puños de oro” cuando el promotor Lodoli lleva a su variopinta cuadra de boxeadores a Roma, procedentes de Brasil. Allí tenía concertado un trato con Goboni (Erasmo Pascual), un socio que al verle aparecer, se desentiende de lo hablado, dejando a Lodoli y sus muchachos en una delicada situación, alojados en un mísero hotel (regentado por Goyo Lebrero y con José Morales de recepcionista) y sin un céntimo. Lodoli consigue un par de combates, pero con la condición de que sus pupilos se dejen vencer sobre el cuadrilátero. El combate de Pedro Montero lo presencian Porro (Roberto Camardiel, con la voz de Felipe Peña), un importante promotor de Milán, y Gina (Sonia Bruno), su acompañante femenina. Como ambos muestran interés por el boxeador español, Lodoli le dice que gane el combate. Convencido, Porro compra el púgil a Lodoli y se lo lleva a Milán. La situación de Pedro ha mejorado mucho. Entrena ahora en un buen gimnasio y conseguirá mejores combates. Además está Gina, que es aficionada a merendarse a los boxeadores del promotor. Sin embargo, Pedro añora España y la entrada en escena de Berrogay (Antonio Garisa), que está dispuesto a contratarle y llevarle de vuelta a su patria, le seduce más que Gina. Pedro vuelve a casa de sus padres (Luis Induni y Nélida Quiroga), pero quedarse en España supondrá tener que cumplir el servicio militar. Para gran contento de sus progenitores, Pedro se decide por quedarse, pese a las presiones que le llegan desde Milán. Berroguey le promete que le ayudará a tener una buena “mili”, pero los tres primeros meses, los de la instrucción, tiene que pasarlos sin apoyos externos. Al boxeador le toca hacer su contribución al ejército español en el cuerpo de Marina, con un sargento vociferante a quien da vida Venancio Muro, un compañero con el rostro y la simpatía de Andrés Pajares (que cumplía similar cometido en otras películas análogas de aquel entonces, como la biografía de Julio Iglesias, “La vida sigue igual”), y con un teniente coronel al mando a quien encarna Alfredo Santacruz (con la voz de Pedro Sempson). Tras la rigurosa instrucción, Berrogay toma las riendas y empieza a conseguirle combates al púgil. Simultáneamente, Pedro conoce a la virginal Alicia (Patricia Nígel, acreditada, por cierto “Nísel”), ahijada de Berroguey por la que empezará a mostrar cierto interés. También se produce el reencuentro con el modesto y sonado preparador Héctor (Ángel de Andrés, en un registro similar al que Rafael Gil le había dado años atrás en, por ejemplo, “Mare Nostrum”), que había cuidado de la forma física de Pedro desde los tiempos de Lodoli en Roma (y que siente un cariño fraterno por el púgil) para actuar como segundo del preparador principal, el prestigioso Renzo. La fama de Pedro Montero comienza a crecer y ya se habla de la disputa del título europeo contra un pupilo de Porro, René, cuando entra en acción Gina, que consigue emborrachar a Pedro (que en tales condiciones, hasta agrede al buenazo de Héctor) y llevárselo a la cama. Berroguey moviliza a propios y extraños (incluyendo a la Marina) para sacar a Pedro del lecho que comparte con la casquivana mujer. También desarrolla un arrollador expediente para poner en contacto nuevamente a Pedro con Alicia (la chica que le conviene) con vistas a que el boxeador dispute con la debida concentración y estímulo el decisivo combate, para lo que primero localiza a su comadre, que tiene el aspecto de la legendaria Mary Martin. Finalmente, como no podía ser de otro modo, Pedro se reconcilia con Héctor y gana su título en presencia de su amada Alicia. La película, ningún dechado de originalidad, es una muestra del deterioro de la capacidad narrativa de Rafael Gil, que con el paso de las décadas fue perdiendo sus mejores cualidades. Sus películas, que durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta daban una impresión de acabado sólido, con la llegada de color (casualmente) fueron dejando una sensación de factura fragmentaria y mal hilvanada. La contribución de José María Tasso a “El marino de los puños de oro” fue tan episódica como bizarra. Daba vida a un tal Pérez, un individuo que se presenta en la recepción del hotel en el que están alojados Pedro y Gina justo cuando Berroguey ha llegado al rescate, acompañado de las fuerzas del ejército (entre las que se incluyen el macho cabrío “Lozano”). Entonces, el resuelto promotor afirma que a Pérez lo acaban de militarizar y lo conducen, a viva fuerza al catre en el que duerme Pedro junto a Gina, donde es introducido por Venancio Muro y Andrés Pajares. Pérez protesta en el vestíbulo: “¡Yo no quiero ir a la guerra! ¡Yo soy pacifista!” Cuando le meten en las sábanas, aún calientes, de entre las que han sacado al púgil, y tras ser zarandeado por Berroguey, insiste: “¡Esto es un atropello!¡Yo no juego!”
Dos de ciencia ficción, un western y una de complejos
Asociar a José María Tasso con el género de la comedia o con el de las películas de niños prodigio es plenamente congruente con su trayectoria. Sin embargo, en el prolífico año 1969, cuando con tanta frecuencia abandonó el seguro pero incómodo refugio del despacho empresarial, José María Tasso tuvo ocasión de diversificar sus prestaciones actorales en películas de géneros tan diversos y alejados de sus parámetros habituales como fueron dos cintas de ciencia ficción (la inconcebible “S.O.S. Invasión” y la paródica “Llegaron los marcianos”) y un spaghetti-western, cual fue “Llego, veo, disparo”.
Casi imposible de ver (por insondable y por –caso de encontrarla- pésima), “S.O.S. invasión” es una de las escasas muestras del cine de ciencia ficción producidas en España, a propósito de la cual he encontrado información y vídeos en el weblog “Vicisitud y sordidez”, que enlazo aquí por si alguien quiere obtener más detalles sobre tan delirante film. Financiada con dinero procedente del departamento de Turismo de Portugal (que facilitó su rodaje en localizaciones del país vecino, tales como la playa del Algarve, el castillo de Sintra o Estoril), la película contaba con el protagonismo del yanqui Jack Taylor (nacido George Brown Randall en Portland, Oregón –USA-, el 21 de octubre de 1936, y recientemente homenajeado en el Festival de Sitges), quien interpretaba el papel del joven doctor Martín Zare, el cual, en trance de superar la pérdida de su recientemente fallecida amiga, Marta (Mara Cruz), la reencuentra, vivita y coleando en la playa donde se encuentra veraneando. A continuación, y para incredulidad de sus ociosos y millonarios amigos (entre los que se encuentra un argentino a quien da vida –con la voz prestada por un doblador- José María Tasso), Martín descubre que, en realidad, la amiga resucitada es una más de una fuerza invasora extraterrestre, la cual emplea un ejército de muertas-robot las cuales presentan el aspecto de jóvenes turistas en bikini. Secuestrado en compañía de Susana (Diana Sorel), su nueva amiga, para ser objeto de experimentos científicos por los invasores en su nave espacial (oculta bajo la forma de un viejo castillo –hábil método que hacía innecesaria la confección del comprometido decorado que representara un OVNI), Martín logra escapar en compañía de su nueva amiga del coche descapotable en el que va escoltado por dos de las turistas-muertas-robot-extraterrestres por el sencillo método de provocar un accidente que hace que el vehículo se despeñe por un precipicio sin que ello le acarree lesiones significativas. Finalmente, cuando todo parece satisfactoriamente resuelto, el anciano tío de Susana (Antonio Jiménez Escribano) se revela un servidor de los extraterrestres, proporcionando así a la disparatada película un final inquietante y perturbador. Tan impresentable argumento obra de José Luis Navarro Basso (un personaje en verdad curioso, que alcanzó la gloria de firmar varios guiones de la serie del detective Colombo –apresurémonos a señalar que los peores), fue torpemente transformado en imágenes por Silvio Fernández Balbuena, un director de trayectoria tan variopinta como despreciable. El film, aplaudido por el amplio colectivo de espectadores cautivados por el “bizarre”, apenas es soportable por el resto de la humanidad. Contiene “SOS invasión” algunas curiosidades, como su tardío estreno, que se produjo en España en septiembre de 1975, seis años después de haber obtenido su licencia de exhibición, o la presencia en el reparto de Esperanza Navarro Basso, hermana del guionista, en un papel menor del puñado de los que interpretó en la pantalla. Destaquemos la curiosidad de que durante la persecución final, el protagonista se cuela en una especie de “boite” tipo “The Cavern” en la que está actuando un grupo portugués que interpreta una muy potable versión del “hit” “Bend me shape me”, del conjunto American Breed, canción que también, por cierto, se encargaron de grabar los granadinos “Los Ángeles” y los británicos “Amen Corner”. En cuanto a la actuación de Tasso, en un papel muy similar al que había representado en “Bahía de Palma”, apenas sirve de soporte a la voz del doblador que imita de manera tópica el acento argentino y con la que es imposible asociar su imagen. Al menos, su participación en el film, intuimos que le pudo suponer una especie de paréntesis vacacional y viajero del confinamiento segoviano. Poco más o menos, lo que debió representar participar en el spaghetti western “Llego, veo, disparo”, rodado en cercanas fechas.
Enzo G. Castellari, nacido en Roma en julio de 1938 y plenamente de actualidad por el reconocimiento explícito que de la influencia de su obra ha hecho el espumoso Quentin Tarantino, participó notablemente de la fiebre del spaghetti-western que recorrió el mundo entre la segunda mitad de la década de los años 60 y la primera mitad de la década siguiente. Con especial predilección por la variante paródica del género (aunque sin desdeñar las entregas de tono “serio”), Castellari firmó entre 1967 y 1968 una trilogía de films emparentados por sus similares títulos, de la que “Llego, veo, disparo” constituía su propuesta central, a la que precedió “Voy, los mato y vuelvo”, y a la que siguió “Mátalos y vuelve”. Estrenada el 24 de octubre de 1969 en Madrid en los cines Torre de Madrid y Luchana, “Llego, veo, disparo”, ambientada en Nuevo México en 1876, contaba la accidentada historia de un atraco a una diligencia en el que se transportaban 400.000 dólares. El suculento botín se lo disputan Edwin Kean (el malogrado actor norteamericano Frank Wolf, quien, nacido en San Francisco en 1928, se suicidó en Roma en 1971), que empieza el film disfrazado de pastor protestante y colocando una bomba en la diligencia para apoderarse del anteriormente citado caudal. Para su desconsuelo, el saco con la bomba es robado por otro ladrón, Moses Lans (Antonio Sabato), que, tras sufrir las consecuencias de la explosión, se alía con Kean para robar juntos el dinero que ha llegado, al fin, a su destino en un Banco. Es entonces cuando entra en escena el tercer protagonista, Clay Watson, un jugador de ventaja incorporado por la mini-estrella yanqui, John Saxon, que ha ganado unos pagarés en una partida, los cuales pretende hacer efectivos en el Banco donde reposan los recién llegados cuatrocientos mil dólares. Kean y Moses, por su parte, han acordado el “modus operandi”. Mientras el primero espera con los caballos, el segundo entrará en la oficina del Banco para efectuar el atraco. Pero Moses engaña a Kean y huye con el dinero. Clay entorpece la persecución que emprende Kean, con quien pelea hasta que, de común acuerdo, parten ambos tras la pista de Moses, que ha huido para reunirse con su novia, Rosario (Ágata Flori). Al incremento de este ajetreo contribuye la intervención de la partida del bandido mexicano “Garrito” (Leo Anchóriz, que se prodigó bastante en similares roles, en torno a estos años, con el propio Castellari en “Mátalos y vuelve” y con Sergio Corbucci en “¿Qué nos importa la revolución?”), entre cuyos miembros encontramos a Tito García (otro actor español cuya presencia menudeó en estos menesteres). La cosa se complica aún más cuando Clay intercambia la maleta del dinero con una perteneciente a Jeremías Carey (Antonio Vico), con quien tendrán que establecer un nuevo acuerdo. Las constantes peleas (acrobáticas y multitudinarias muchas veces), las persecuciones y los engaños entre los personajes, constituyen la esencia del film, un entretenimiento en línea con los esquemas imperantes en el género. En su tramo climático, y en consonancia con los esquemas de la exitosa serie de “Trinidad”, con la que está tan emparentada, “Llego, veo, disparo” incluye un agitado simulacro de partido de rugby con la maleta del botín que sirve de apañadito “número final”. El cometido de José María Tasso, en un papel de sacerdote, es más bien modesto en el conjunto del film, pero tuvo la virtud de protagonizar una anécdota en el rodaje que el mismo Enzo G. Castellari relató al crítico y estudioso Carlos Aguilar y que consiste en que el actor John Saxon no podía contener la risa en la secuencia que tenía que actuar al lado de nuestro protagonista, el buen Tasso. Toma tras toma, la simple visión del rostro de “Flequillo” le hacía explotar en una carcajada, por lo que tuvo que pedirle al director que variara la planificación para poder interpretar sus líneas de diálogo sin compartir encuadre con “Tachuela”.
Testimonio inequívoco de la enorme popularidad de la que disfrutaba el luchador Hércules Cortés a finales de los años sesenta en España son sus incursiones en el terreno cinematográfico. Al prematuramente desaparecido sansón español (nacido Alfonso Carlos Chicharro en Zarauz, Guipúzcoa, según unas fuentes y en Burriana, Castellón, según otras, un 7 de julio de 1932, y fallecido en 1971, estando en la cúspide de la fama, en Minneapolis, USA, como consecuencia de las heridas sufridas en un accidente automovilístico) acabamos de verle en “Llego, veo, disparo”, poniendo en serios aprietos al yanqui John Saxon (volverá a intervenir, por cierto, en un film inmediatamente posterior de Castellari, el titulado “Mátalos y vuelve”), y volvemos a encontrarle en el siguiente film de este repaso a la filmografía de José María Tasso. Nos referimos a la adaptación de la comedia de Juan José Alonso Millán “Mi marido y sus complejos”,que dirigió Luis María Delgado. Entre una y otra cinta, y tal como mencionamos en una anterior entrada de este weblog (la titulada “¡A la lucha!”, del tiempo en que esto iba de tebeos), Hércules Cortés había intervenido en “Cuidado con las señoras”, comedia rodada por las mismas fechas, y un poco antes de estos títulos, había integrado, caracterizado de troglodita, el elenco de “Una bruja sin escoba” (1967), de José María Elorrieta. Volviendo a “Mi marido y sus complejos”, diremos de su director, Luis María Delgado (Madrid, 12/9/1926, Celorio, Asturias, 11/7/2007) que se trataba por aquel entonces de un cineasta inclinado a ofrecer al público comedias con un sello diferente, de difícil clasificación. Buscando un camino personal, dirigió films tan dispares e insólitos como el muy comentado (y homófilo) “Diferente” (1962), o las propuestas “pop” “Mónica Stop” (1967) y “Hamelín” (1969), o las comedias de tintes negruzcos y grotescos “Dele color al difunto”, “La garbanza negra (que en paz descanse)” y la misma “Mi marido y sus complejos”, no exentas de cierta acidez en la intención, pero que cosecharon escaso éxito entre el público. Con la llegada del “Destape”, se centró en productos baratos de comercialidad garantizada como “Cuando el cuerno suena” o “Pepito Piscina” (1978), dedicándose, en los últimos años de su vida, a la producción de los films de José Luis Garci.
Cuenta “Mi marido y sus complejos” la historia del matrimonio formado por Germán (José Luis López Vázquez) y Clara (Gracita Morales), que trabajan en una tienda de instrumentos musicales propiedad de la segunda. Doña Otilia (Mari Carmen Prendes, de quien algo hablamos aquí en una entrada a ella dedicada), madre de Clara, convive con el matrimonio confinada a una silla de ruedas, lo que requiere especiales cuidados, a cargo de su hija, quien no encuentra servicio que pueda auxiliarla. Esta situación, que obliga a Clara a permanecer ligada a su invalida mamá proporciona al golfo de Germán libertad de movimientos, lo que le conduce a un night-club en el que se divierte acompañado de su amigo Antonio (Pastor Serrador). Las cosas cambian cuando Ernesto (José María Tasso), primo de Clara, le recomienda a su pariente, en el transcurso de una visita, a Ingrid (Ingrid Rubio), una chica sueca quien, en régimen de intercambio, pasaría una temporada con ellos en España y, a cambio, les podría ayudar en las tareas de la casa. La presencia de la sueca en el hogar de Clara y Germán obra el efecto de hacer que el elemento masculino sucumba a sus notables encantos y que incluso llegue a decidirse a marcharse con ella a Suecia. Tal cosa no llegará a suceder (¡faltaba más!) y Germán, resignado, se queda con su mujer, reconociendo, al fin y al cabo, que la influencia de la joven nórdica ha modernizado y mejorado su vida conyugal y hasta ha renovado el otrora vetusto ambiente de su hogar y de su negocio. Con intervenciones de los sensacionales José Orjas, Óscar Lebrero o Ángel Álvarez, destaquemos también la presencia de una juvenil Marisol Ayuso o de la experimentada Luchy Soto, la hija de Guadalupe Muñoz Sampedro y de Manuel Soto, a la que desgraciadamente, le quedaba poco tiempo de vida. Luchy Soto, que había nacido en Madrid en febrero de 1919, fallecería prematuramente en dicha capital en octubre de 1970, llegando a estrenar, tras “Mi marido y sus complejos” (donde hacía un breve papel como clienta de la tienda de instrumentos musicales), tan sólo tres títulos más, el antes citado “Hamelín” (que protagonizó el “rockero” Miguel Ríos y fue un “sonado” fracaso), el film “Cuatro noches de bodas” de Mariano Ozores, donde formaba con Eduardo Fajardo la “pareja madura” de las cuatro protagonistas, y el excelente “El jardín de las delicias”, de Carlos Saura, donde también actuaba su marido, Luis Peña.
Estrenada (con un retraso de casi un lustro respecto al año de su producción) el 30 de junio de 1969 en el madrileñísimo cine Madrid, “Llegaron los marcianos” fue motivo de comentario en este weblog curiosamente cuando todavía no se hablaba de actores en él, sino de los tebeos de la editorial Bruguera, en una entrada que parafraseaba el título español del film, una coproducción con Italia cuyo titulo original (considerando para ello al país trasalpino como socio principal) era “I marziani hanno 12 mani” y cuya dirección corrió a cargo de la dupla formada por Franco “Castellano” Castellano y Giuseppe “Pipolo” Moccia. Dentro de un reparto mayoritariamente integrado por actores italianos, Alfredo Landa contó con uno de los papeles protagonistas, como uno de los cuatro visitantes extraterrestres que descendían con su platillo volante en las afueras de Roma, los cuales, tras un proceso de “humanización” (en compartimentos parecidos a los teletransportadores de “Star Trek”) se mezclan entre la humanidad con la finalidad de advertirles convenientemente de los desatinos que amenazan su destino. Dirigidos desde la distancia por “La Gran Mente”, estos alienígenas empiezan su misión con mal pie al aterrizar vestidos con uniformes fascistas y ser recibidos a pedradas. A partir de ahí, el choque con los usos y costumbres terrícolas da lugar a un sinnúmero de “gags” de comicidad variable, en el filo de lo “naif”, pero no siempre despreciable. El segmento en el que hallamos a José María Tasso corresponde a una acción de X4, el tripulante del platillo volante que se cuela entre el público de un partido de fútbol (un encuentro internacional, entre el equipo local, el Lazio, y el Santos brasileño), lugar seleccionado con el objetivo de lograr la máxima audiencia. Naturalmente, nadie hace le menor caso al parlamento pacifista que intenta leer el extraterrestre, e incluso le piden que se calle y hasta le arrebatan el papel de las manos para lanzárselo al árbitro. En poco tiempo, X4 hace causa común con los hinchas del Lazio y se dedica a interferir en los lances del juego, haciendo desaparecer al árbitro, primero, cuando ha pitado un penalty en contra, y consiguiendo que el lanzamiento de la pena máxima termine con el balón alojado en las mallas del equipo ejecutor de la falta, después. Tasso, en su papel de futbolero ocupante de una localidad en la grada vecina a la de X4, contribuye con su presencia y reacciones a subrayar los estropicios y las ocurrencias del desorientado alien. Entre otras curiosidades (ya referidas en su día en la entrada antes enlazada), destaquemos ahora que la música del film corrió a cargo del tan mítico como prolífico Ennio Morricone y que el inicio de la acción de la película, datado con exactitud en el día 14 de junio de 1964, por culpa de su mala comercialización en España, quedó desfasado en el momento de su estreno por espacio de todo un lustro, lo que, tratándose de un film de ciencia-ficción, no deja de resultar altamente inapropiado.
Una de tiros y de vuelta con Marisol y Rocío
Nada menos que siete productoras de cuatro países distintos (dos españolas, dos francesas, dos italianas y una de Alemania República Federal) intervinieron en la realización de “Que esperen los cuervos”, nuevo motivo que promovió que Tasso se pusiera momentáneamente ante las cámaras desatendiendo por unas pocas jornadas su oficina más o menos siniestra. El film, dirigido por el galo Jean-Pierre Desagnat (quien, por cierto, desarrolló una muy sucinta carrera), ponía en escena, mediante un guión firmado por el propio director en colaboración con Pascal Jardin, una novela de Andrè Lay (“L’oraison du Plus Fort”) que relataba el desarrollo de un atraco en una pequeño asentamiento situado en un cruce de carreteras, en medio del desierto. Con un reparto internacional que encabezaba un avezado en estas lides Julián Mateos, y que completaban en los roles principales Michel Constantin, Senta Berger y Hans Meyer, el film retrataba una situación típica del género criminal, en la que un trío de atracadores, en un día de calor tórrido, llegaba al emplazamiento integrado por un pequeño parador con surtidor de gasolina, un restaurante, una estafeta de telégrafos y teléfono y un banco en el cual los mineros de la región depositan sus diamantes y que es el objetivo de los criminales, los cuales actúan con máximo rigor, pues se proponen asesinar a todos los habitantes del lugar con la finalidad de evitar cualquier posible testigo de su delito. La contribución de José María Tasso, sin duda de escasa relevancia, consistía en la de incorporar el papel de una especie de ayudante del sheriff, sin apenas diálogo. En todo caso, el film, que por las imágenes que este burgo ha podido ver de él y por su varonil reparto (en el que se incluía a dos “tipos duros” de nuestro cine, cuales eran Luis Induni y Álvaro de Luna), debió resultar una más que aceptable propuesta de cine de género criminal, con una fuerte carga de violencia y tensión que, no obstante, careció de cualquier tipo de significación en las carreras de quienes participaron en él.
Si pudiéramos prescindir de la superlativa belleza de Pepa Flores “Marisol” y no siendo aficionados a la tauromaquia, nos resultaría imposible distinguir nada positivo en “Solos los dos”, el reencuentro de José María Tasso con la que había sido prodigiosa estrella infantil cuyos films le habían permitido acceder a la popularidad. Luis Lucia, que a lo largo de décadas de labor había acreditado destreza artesanal en el común de su producción, firmó con el film que emparejó en la ficción a Marisol con el joven fenómeno del toreo, Sebastián Palomo Linares, una verdadera chapuza difícilmente digerible. Partiendo de un guión horroroso (sin paliativos) responsabilidad del generalmente solvente (y muchas veces brillante) Jaime de Armiñán, “Solos los dos” pretendía certificar el paso del mito Marisol de la niña prodigio a una joven mujer de belleza moderna y fascinante. De la arrolladora modernidad de su personaje en el film daba fe que condujera coches deportivos a gran velocidad y de que trabajara en un concesionario vendiéndolos. De su capacidad para subyugar a los hombres, nada mejor que mostrarla cautivando a una figura del toreo en plena efervescencia, el entonces “revolucionario” Sebastián Palomo Linares, de cuyas cualidades en la lidia se encarga el film de hacer un largo publi-reportaje. Por si quedara alguna duda, en el guión se subrayan las cualidades “pop” de la estrella del film a la menor ocasión y así, por ejemplo, el torero enamorado llama constantemente a Marisol “Bítel”, porque, en palabras de Eugenio, su mozo de espadas (un inadecuado, aunque solvente como siempre, José Orjas): “Alguien con una melena así no parece una chica, parece un bítel”. Las canciones, asimismo, han abandonado los pellizcos copleros o folklóricos imperantes un lustro atrás y se han encargado a Juan y Júnior, dúo de excomponentes del grupo “Los Brincos” (en cuya formación original -nunca se dirá bastante-, militaba un hermano de Agustín González, Manuel González). Lamentablemente, ni las canciones (en las que se reconocen los más detestables “tics” de la carrera en solitario de Juan Pardo), ni el film en su conjunto merecen ser tenidos en consideración. Isabel Garcés, como un vestigio del pasado del mito, que se hace cargo de un papel confuso, que le sitúa como figura materna del torero (él la llama “coronel”) pero que se pasa la mayor parte del tiempo ejerciendo de consejera sentimental de la cantante, apenas logra distraer al espectador con su añejamente templado oficio del aburrimiento que pronto le domina. El argumento, simple hasta límites inauditos, está tan torpemente narrado que resulta confuso. Básicamente, dos chicos, un joven torero y una muchacha rica, Marisol Collado, cantante aficionada y vendedora de coches de lujo, se encuentran un día en una carretera. Como ella conduce como una chiflada, y él es un estúpido engreído, están a punto de matarse en un accidente. Está claro que han nacido el uno para el otro, por lo que el suspense de saber si quedarán juntos podría haberse resuelto a los siete minutos de película. Sin embargo, hay que esperar otros ochenta y cinco minutos para constatarlo. Mientras tanto, entre cancioncilla y faena torera, transcurre un metraje en el que, por destacar algo aún no dicho, señalamos la presencia de Conchita Montes en el papel de madre de Marisol, como la señora refinada, despistada y algo extravagante, que con tanta facilidad era capaz de representar. El final del film, en el que Marisol, ya perdidamente enamorada del torero, asiste por primera vez en la plaza a la lidia de un toro, y víctima de un ataque de nervios, abandona el coso, aterrada ante la posibilidad de que el bicho reviente al chico y decidida a renunciar a ese amor que la pone en riesgo de enfermar de los nervios, se resuelve con una voz en off de la propia Marisol, cambiando de idea, y con un montaje de imágenes torpemente hilvanadas que pretenden concluir el film con el obligado final feliz. Quizá uno de los finales más impresentables (por chapucero) de cuantos este burgomaestre ha tenido oportunidad de ver en su vida. El bueno de José María Tasso contó con una intervención en “Solos los dos” algo extemporánea y marginal. Se le puede ver en un bar, presenciando una retransmisión televisiva de una corrida de toros, jaleando a su ídolo (el torero Sebastián Palomo Linares) hasta el paroxismo, y saliendo a hombros del local, tras acompañar al diestro, desde la distancia, en la acción de matar al astado. Una actuación aislada y prescindible (el personaje de Tasso no se relaciona con los otros, ni él comparte plano con otros actores del film), que hasta daría para pensar en que tal vez Luis Lucia quiso tener un detalle con él “por los buenos tiempos”, procurándole esta sesión de rodaje por la que, de todos modos, no aparece acreditado. En el capítulo de curiosidades, destaquemos que en la película se encuentran, más o menos a la vista y también procedentes de anteriores films debidos al triunvirato Marisol-Lucia-Goyanes, a, por ejemplo, Juan Ignacio Galván, que había hecho el papel de uno de los estudiantes de “Ha llegado un ángel” (el empollón) y de maestro suplente en “Tómbola”, ejercía en “Solos los dos” labores de ayudante de dirección. Otro de los estudiantes de “Ha llegado un ángel”, el “gafitas” José Moratalla, se ocupaba en esta ocasión de prestar su voz a Palomo Linares. En brevísimas intervenciones, por otra parte, encontramos al siempre desconcertante Blaki, en un episódico papel de “ye-yé” que resulta ser un experto taurino, y al cantante solista del grupo vocal “Voces amigas”, Carlos Antón, quien, ataviado de inmaculada equipación, disputa un partido de tenis con Marisol mientras Sebastián Palomo Linares se juega el tipo en el albero.
Del mismo modo (e incluso, con una ligera ventaja de edad) que Marisol, Rocío Dúrcal transitaba en su carrera artística de adolescente a mujer adulta a finales de los años sesenta. Prolongando su adolescencia y juventud más de la cuenta, era hora de ofrecer una imagen más acorde con su auténtica edad (en 1969, año de rodaje de “Las leandras, 25 años). Consciente de ello, su mentor, representante y productor ejecutivo de sus películas, Luis Sanz, concibió el nuevo lanzamiento de su estrella protagonizando una revisión de la mítica revista “Las leandras” y no tuvo mejor ocurrencia que emparejar a su representada con la mismísima Celia Gámez, amiga suya, que había estrenado (como se explica desde el inicio de la película) el citado espectáculo en el madrileño teatro Pavón un 12 de noviembre de 1931. Para ejecutar su proyecto, Luis Sanz disponía de los derechos de la obra y de un primer guión que había escrito José María Arozamena que había de trasladar al cine el libreto de José Muñoz Román y José González del Castillo. Esta primera versión no era satisfactoria para el productor y encargó a Vicente Coello que lo mejorara. En esta fase más avanzada del proyecto, es el experimentado guionista valenciano quien le sugiere a Luis Sanz que contrate a Eugenio Martín para que dirija la película. El versátil director, auxiliado por Santiago Moncada, intervendrá además en la redacción definitiva del guión. Contando con el respaldo de Suevia Films, no se repara en gastos, y Luis Sanz contrata al prestigioso operador francés Christian Matras (colaborador habitual de Max Ophüls e iluminador de Sara Montiel desde 1964) para que se encargue de dar el debido brillo y relieve al film, especialmente, a sus espectaculares números musicales. Contando con decorados de Wolfgang Burmann, coreografías de Alberto Lorca y con la dirección musical de Gregorio García Segura, encargado asimismo de los arreglos de la partitura del maestro Francisco Alonso, “Las leandras” tenía suficientes elementos para haber constituido un éxito rotundo en las taquillas, aunque, probablemente, la propuesta resultaba anacrónica. Por otra parte, el atractivo popular de Celia Gámez, quien, por cierto, originó muchas dificultades en el rodaje por su nula capacidad para no ya actuar ante las cámaras, sino incluso para recordar sus diálogos, era, finiquitando la década de los sesenta, muy discutible. Sea como fuere, el film, pasados cuarenta años justos de su estreno (que se verificó en el Teatro Nuevo de Barcelona el 11 de diciembre de 1969, y en Madrid, en el Real Cinema, diez días después) puede disfrutarse hoy por la gracia de algunos de sus pasajes cómicos (con muy buenas actuaciones de los siempre estimulantes Isabel Garcés, Antonio Garisa, Alfredo Landa y José Sazatornil) y por la belleza de Rocío Dúrcal, que reluce en el film con brillo verdaderamente estelar.
Comienza “Las leandras” con la fuga de su protagonista, Patricia (Rocío Dúrcal) del St David’s School, colegio londinense en el que está interna. La vemos salir del recinto vestida con un severo traje chaqueta, portando un feo sombrero y grandes gafas. Un jardinero que está regando el césped la saluda como Miss Brown. Cuando sale en pos suyo una mujer vestida de idéntica manera, a la que el jardinero observa sorprendido, comprendemos que nuestra protagonista ha empleado el truco de disfrazarse de su profesora para tomar las de Villadiego. La profesora sigue a la alumna hasta el aeropuerto, lugar en el que la muchacha ya va vestida con un atuendo mucho más ligero. Adopta entonces la personalidad de una inválida, haciéndose con una silla de ruedas y hasta se hace ayudar por Robert Wilson (Jeremy Bulloch, un actorcete inglés con cara de bruto), un ingenuo profesor de literatura inglesa que va a tomar el mismo avión que ella, el cual los llevará a Madrid, donde a él le espera una oferta de trabajo en un instituto. Vuelan en asientos contiguos y, a la manera del clásico “La fiera de mi niña”, la alocada muchacha le echa el ojo al algo apocado intelectual y empieza a jugar con él el juego de la seducción, situación que se irá prolongando durante el resto del metraje, aunque con algunos contraataques por parte del joven profesor, que iremos viendo. Cuando Patricia llega a Madrid, se dirige a casa de su madre, la veterana estrella del espectáculo Rosa Valverde (Celia Gámez), pero no la encuentra allí. Tiene que desplazarse a Toledo, ciudad en la que está montando su nuevo “show” con sus bailarinas. Sin embargo, al llegar al pequeño teatro donde se están celebrando los ensayos, Patricia se encuentra con que su madre está deshaciendo la compañía por falta de fondos. No obstante, la madura “vedette” no está desanimada y canta “Tomar la vida en serio”, afirmando que tal cosa “es una tontería”. No obstante el buen humor de su madre, el abandono de los estudios de la muchacha complica más la situación, pues eso supondrá que la millonaria dote que su tío Francisco Luján (José Sazatornil), un empresario propietario de plantaciones de plátanos en las Islas Canarias, iba a hacerle efectiva al cumplir su mayoría de edad (entonces, veintiún años), quedará en suspenso. En efecto, el tío Francisco se ha enterado de la fuga de su sobrina y amenaza con dejarla sin un céntimo. Anuncia su próxima llegada a Madrid para poner orden en la vida de su familia. Patricia decide sacrificar su libertad a cambio de las ilusiones de su madre, que sólo vive para la farándula. Deciden buscar un colegio en el que matricularse para aplacar al tío canario. Patricia, que se había quedado con un folleto (que llevaba Robert Wilson en el avión) del colegio al que el inglés iba contratado, no duda que será en el mismo centro educativo donde encontrará acomodo. Interpreta entonces el número de “Las viudas”, en el que luce una peluca de melena rubia que le queda muy bien y un par de piernas estupendas.
Madre e hija se presentan en el colegio “Los álamos”, un internado que está por inaugurar y que dirige una despistada señora (Isabel Garcés), la cual se deja convencer para que admita “alumnas provisionales” pese a que al curso aún le faltan dos meses para comenzar. Rosa Valverde instala, además de a su hija, a toda su compañía, con vicetiples y con el regidor Porras (Valentín Tornos, que actúa con la voz doblada), incluidos. Es entonces el momento de interpretar el número “Clara Bow” en el cual Rocío cambia nuevamente de peluca, optando esta vez por una pelirroja. Pese a que sólo hemos visto llegar chicas al colegio, en el número (privilegios del cine) está acompañada por un cuerpo de baile masculino. Durante la parte instrumental, Rocío interpreta con Jeremy Bulloch una pantomima cómica al estilo del cine mudo con tartazo incluido. A la vez que la compañía de revistas, llega Robert Wilson al colegio, el cual reconoce a la muchacha del avión en Patricia, sin comprender cómo es capaz de caminar. La muchacha, jugando al despiste, asegura no haber tenido nunca problemas de movilidad. Por otra parte, la directora del centro le niega al profesor la posibilidad de quedarse allí instalado, toda vez que tiene las dependencias atestadas y lo envía de vuelta a su hotel. Patricia recoge en su coche al desconcertado extranjero y le cuenta que es la hija de la directora y que se encargará de que pueda hospedarse en el colegio. Coquetea con Wilson y éste le sugiere que se quede con él en la habitación de su hotel. La muchacha accede, pero se trata sólo de una burla y deja plantado al profesor.
Patricia y su madre acuden a la estación de ferrocarril para recibir al tío Francisco, pero éste no se presenta. En cambio, quienes llegan a Madrid, procedentes de Carvajal, su pueblo, Francisco Morales (Antonio Garisa) y su sobrino Casildo (Alfredo Landa), con el doble propósito de buscar una hembra para su canario de raza filipina y otra hembra (esta vez, humana) para que el joven se estrene sexualmente, pues está próximo a contraer matrimonio y todavía no conoce mujer. Se hospedan en el Hotel Avenida, el mismo en el que se aloja Robert Wilson. Llevan consigo las señas de una casa de citas que les ha proporcionado don Emilio, el notario del pueblo, las cuales, por datar de quince años atrás, pueden dar lugar a confusión. Y así sucede, pues la dirección (Arturo Soria, 504) coincide en el momento presente con la del colegio “Los Álamos”. Tío y sobrino se presentan allí tomando por casa de lenocinio lo que es el colegio para señoritas que dirige el personaje de Isabel Garcés. Al presentarse al conserje del colegio (el regidor de la compañía de revistas, Porras) como Don Francisco, y al responder afirmativamente a la pregunta de si es el de “Las Canarias” (creyendo que le hablan de sus pájaros), Francisco Morales es tomado por el tío de los millones, al que están esperando. Patricia, que no conoce a su pariente (a quien vio por última vez siendo una niña de cinco años), abunda en esta confusión y aprovecha para interpretar el número “Canción canaria”. Poco después llega Robert Wilson para instalarse. Es recibido por Patricia, muy zalamera, pero cuando trata de besarla, la chica confiesa asustada que no tiene experiencia con los hombres y huye por una ventana, accediendo a un andamio móvil en el que está trabajando el obrero Ezequiel (Venancio Muro, que hace pareja con otro operario a quien da vida el genial Goyo Lebrero). Aparece entonces la directora, que trata de echar al profesor, a lo que este protesta, alegando que está allí porque se lo ha permitido su propia hija, causando una nueva sobredosis de confusión en la directora que asegura ser “una señorita” y no ser “madre de nadie”. Mientras, tío y sobrino continúan esperando en el vestíbulo. Ven pasar a las vicetiples, que, muy educadas, les saludan, pero don Francisco empieza a mosquearse. Le dice a Porras que han ido allí a buscar “compañía” y el regidor, que interpreta esta afirmación en clave teatral, se pone muy contento y ofrece a los señores, a los que toma por capitalistas, “una docena de chicas”. El sobrino, alarmado, pensando que le están proponiendo que “cumpla” con todas ellas, pregunta con destemplada voz “si no serán demasiadas”. Finalmente, Casildo es empujado por su tío a la habitación de Patricia, que es la que él ha elegido, en ausencia de ésta. El muchacho espera, hecho un manojo de nervios, lo que le permite a Alfredo Landa interpretar un pequeño “solo” para lucirse, con estropicio en el lavabo incluido, que hasta tiene un punto de Peter Sellers.
En estas, llega el verdadero tío Francisco a “Los Álamos”. Se establece un diálogo lleno de equívocos con el otro tío Paco, a éste se sucede un nuevo diálogo de similares características entre Paco y Wilson y, finalmente, entre el tío Francisco y la directora del colegio. Luego, Patricia llega a su habitación y se acuesta en su cama sin advertir que tiene allí a Casildo. Cuando se apercibe de la presencia del asilvestrado joven, lo echa de su alcoba arrojándole toda clase de objetos, persiguiéndole por los pasillos en paños menores. Robert Wilson, que presencia la escena y está bajo la influencia de la errónea información que le ha dado el tío Paco (Garisa), toma a Patricia por una prostituta y se lo da a entender, lo que le hace ganarse una bofetada. El británico decide entonces volverse a Londres. En vista del panorama, tío y sobrino dejan lo del estreno de Casildo para mejor ocasión y se marchan de “Los Álamos” a más que buen paso. Asistimos entonces a la conversación entre Rosa y Francisco, que aprovecha para poner las cosas claras con relación a sus millones y a la educación de su sobrina. El futuro económico de la compañía de Rosa Valverde pinta mal. En conversación con su hija, se cruzan nuevas confusiones al hablar cada una de un Francisco distinto. En cualquier caso, Rosa Valverde es una mujer de recursos, y se presenta ante su cuñado con una propuesta amorosa. Le asegura que si se casó con su difunto marido fue porque no había podido hacerlo con él, que era quien realmente le gustaba. Francisco, fatuo como todos los hombres, la cree y, muy ufano, se apresta a comer en la mano de su cuñada, es decir, a financiarle la revista. Patricia, por su parte, acude al hotel en el que se encuentran Paco y Casildo. El conserje le aclara la confusión de los apellidos y la muchacha sube a la habitación para terminar de puntualizar lo que tenía pendiente con Casildo. Casualmente, Wilson se presenta en la habitación, que era la suya antes de que la ocuparan tío y sobrino, en busca del paraguas que había olvidado en ella. Encuentra a Patricia en actitud dudosa con el joven paleto y la chica aprovecha para darle una generosa ración de celos. Es el momento de “calzar” el archifamoso número del “Pichi”, en el que Rocío lleva el pelo moreno, cortado a lo “garçon”. Con el inglés debidamente “encelado”, Patricia va a buscarlo a su habitación, donde está haciendo (una vez más) las maletas. Vuelve a jugar con él, pero esta vez el profesor se revuelve, pasando a la ofensiva: cierra la puerta y adopta la actitud de disponerse a acostarse con la chica. Patricia se asusta una vez más y se bate en retirada. Entonces interviene Casildo, en plan “gallito” y esto le hace acreedor a un fenomenal puñetazo de Wilson, que lo deja K.O.
“Las leandras” va alcanzando su final cuando la directora, un poco harta del lío que le tienen montado en su colegio, llama al 091 para denunciar que tiene su establecimiento invadido de “chicas con plumas”. La siguiente escena nos traslada a la comisaría, donde se dan cita todos los personajes del film. El comisario (Juanito Navarro), procede a interrogarles a todos, tratando de sacar en limpio el fondo de la cuestión. Quien trata de poner por escrito la tremenda confusión resultante de las distintas declaraciones no es otro que el protagonista de esta entrada, nuestro querido José María Tasso, que luce para la ocasión un insólito peinado con raya en medio y un mostacho. Flanqueado por guapas vedettes, tiene pocas líneas de diálogo y se limita a corroborar que lo que se está diciendo en esa comisaría es de difícil traslado al papel. Cuando llega Patricia, sencillamente, declara sin rodeos que son una compañía de revista que está ensayando “Las leandras”. Esta información parece obrar un efecto balsámico en el progresivamente enfurecido comisario, pues es un aficionado a la revista y recuerda el espectáculo. Esta secuencia enlaza con el estreno sobre el escenario del tan esperado montaje al que accedemos desde el número “La verbena de San Antonio”, con Celia Gámez y con Antonio Garisa y José Sazatornil que están muy graciosos caracterizados de chulos. Durante la representación, Patricia se entera por Porras de que Wilson se ha ido para coger su dichoso avión rumbo a Londres. Ella quiere impedírselo, pero antes debe terminar su actuación, como le recuerda el regidor. Canta “Los nardos” (en un número en el que llama la atención lo tapadas que van las vicetiples, vistiendo feos “skijamas” azules debajo de los ligeros atuendos revisteriles), para luego ir a toda prisa al aeropuerto, donde alcanza a Wilson a tiempo para obligarle a que se quede a su lado. En ese momento, oportuno, como es la obligación de los guardianes de la ley, aparece el comisario, que les conmina a regresar al teatro para participar en el “Gran Final” de “Las leandras”. Se produce entonces el número de cierre del espectáculo, en el que todo el mundo, vistiendo sus mejores galas (aunque otra vez las vicetiples están muy tapadas, con tupidos manojos de plumas sobre el escote), canta fragmentos de las canciones que han integrado el repertorio. Por último, curiosamente, pese a tratarse de una apoteosis, la palabra “fin” se posa en un casual primer plano de Rocío, detalle que a este burgo le agradó, por cinematográfico.
El reingreso de José María Tasso en el universo de las dos estrellas juveniles al lado de las cuales sólo siete años atrás había alcanzado la celebridad, vista su participación tanto en “Solos los dos”, como en “Las leandras” cabe considerarlo, a diferencia de la relevancia que había tenido su figura en “Ha llegado un ángel” y en “Canción de juventud”, como meramente testimonial.
Inmerso en las doce cuerdas; “Cuadrilátero”
Lo primero que hace José María Tasso en “Cuadrilátero” (Eloy de la Iglesia, 1970 –película que mencionamos aquí cuando nos ocupamos de Gerard Tichy y de Rosanna Yanni), su segundo film ambientado en el mundo del pugilismo tras “El marino de los puños de oro” es, en un primer plano, soplarse el flequillo. Ante la visión de un hermoso par de piernas, el camarero al que da vida nuestro protagonista, se pone nervioso y reacciona como en él es habitual. También pierde el pulso, y es visible cómo derrama el café con leche que sirve a la chica. Tasso trabaja y vive en la tabernucha de Estrella, el lugar donde también para “Young” Miranda (José María Prada), un exboxeador, antiguo campeón de su categoría, a quien el promotor Óscar (Gerard Tichy) destruyó porque se atrevió a disputarle una mujer, su actual esposa, Olga (Irene Dayna). Al mismo bar acude un amigo de Miranda, Miguel Valdés (Deane Selmier), un prometedor púgil de los pesos ligeros quien, al comienzo del film ha abandonado el pugilismo horrorizado por la crueldad del deporte de las doce cuerdas, crueldad que se le hace patente en el combate contra “Ciclón” García, que gana a costa de, siguiendo las indicaciones de su preparador (Antonio Ramis), provocarle un desprendimiento de retina a su rival, dejándole ciego. Este es el punto de partida de la melodramática y tópica trama de “Cuadrilátero”, el primero de la serie de largometrajes que dirigió el guipuzcoano Eloy De la Iglesia (Eloy Germán de la Iglesia Diéguez, Zarauz, Guipúzcoa, 1-1-1944, Madrid, 26-3-2006) contando con guión de Antonio Fos (en colaboración en esta ocasión con Bautista Lacasa) y el tercero de su carrera -tras el film de sketches “Fantasía … 3” (1967) y “Algo amargo en la boca” (1969)-, el cual se estrenó en la ciudad de Barcelona, en su cine Excelsior, el 6 de julio de 1970, y en la capital de España más de dos años después, en agosto de 1972, en el cine Madrid. Contando con una banda sonora de aires jazzísticos firmada por el tándem compuesto por Jesús Franco-Daniel White, “Cuadrilátero” contenía un secundario papel para la esposa del guionista Antonio Fos, Pilar Cansino, el de la tabernera “Estrella”. De los personajes protagonistas de este drama pugilístico nos faltaba por citar al que suponía el “gancho” comercial del elenco, el popularísimo boxeador José Legra, que da vida en el film a Pepe Laguna, púgil del peso pluma vinculado al gimnasio de Óscar, preparado por un “mánager” cuyo rol desempeñó José Truchado (un “especialista” metido a actor, productor y hasta director que, sin ir más lejos, produjo el siguiente film de Eloy de la Iglesia, la interesante “La semana del asesino”). Tras el arranque antes descrito, en “Cuadrilátero” se nos cuenta cómo el promotor de boxeo Óscar Ferrán, un personaje tullido que se ayuda de un bastón y que emplea su poder e influencia para manejar las vidas de cuantos le rodean (personaje que recuerda, por cierto, al de George Macready, Ballin Mundson, en “Gilda” –Charles Vidor, 1946), consigue que Miguel Valdés vuelva a la práctica del boxeo, haciéndole vencer su renuencia, nacida del desengaño hacia tan nocivo deporte. Óscar tiene una esposa, Olga (Irene Dayna), a la que ya no quiere y una protegida, Elena, a la que ha sacado de una “sucia oficina” donde hacía de secretaria y a la que ha puesto un piso y a la que cubre de atenciones. Por su parte, Miguel Valdés tiene un amigo, “Young” Miranda, cuya brillante carrera se encargó de hundir Óscar por haberse atrevido a disputarle a su actualmente repudiada mujer, Olga. Pepe Laguna, del gimnasio de Óscar, gana el campeonato de Europa. Esa noche, Óscar se encapricha de Miguel, le ve posibilidades de triunfo y se lo lleva del tabernucho donde pasa las horas muertas con el cenizo de Miranda. Óscar insiste en que vuelva al boxeo, llega a llevarle a su casa y allí le provoca acusándole de cobardía y consigue un directo a la mandíbula. Miguel accede entonces a retornar al pugilismo. Van juntos a la fiesta que se celebra en honor del recientemente conseguido campeonato de Europa y allí Óscar le presenta a Elena, provocando con ello que los dos jóvenes se gusten mutuamente. Mientras, Olga se ha llevado a Pepe Laguna a su casa y se ha ofrecido a sí misma como trofeo por el campeonato conseguido en el ring. Como Eloy de la Iglesia no puede enseñar al público español lo que hacen Olga y Pepe, obliga a la cámara a desviarse torpemente para que nos muestre los cuadros que adornan las paredes de la vivienda del boxeador. Luego los dos llegan a la fiesta en casa de Óscar, que se muestra indiferente al evidente adulterio. Miguel Valdés acude al bar en cuya trastienda duermen el camarero (al que llaman “Chico”) interpretado por Tasso y Miranda y les despierta. Le pide a Miranda que sea su preparador, pero éste se niega porque desconfía de Óscar. Al día siguiente asistimos a un encuentro entre Olga y Elena. La primera ha ido a ver a la segunda, que trabaja pasando modelitos en una casa de modas. Olga exhibe su posición de preeminencia como “legítima” ante Elena y ésta le asegura que acepta la protección de Óscar, pero que es decente. Naturalmente, Olga, que conoce bien a su marido, le advierte de que Óscar nunca hace nada desinteresadamente. También asistimos a una nueva entrevista de Miguel y Miranda. El primero ha descubierto que el segundo trabaja de peón en una obra. Vuelve a pedirle que sea su mánager. Aunque Miranda se resiste un poco, nuevamente, termina por aceptar “para ayudarle”. Después, el exboxeador habla con Óscar y ambos recuerdan lo sucedido años atrás, cuando una lesión producida por una mala recomendación del mánager de Miranda, dictada por Óscar, obligó al púgil a retirase y a perder toda posibilidad de conquistar a Olga. Acuerdan centrarse en la carrera de Miguel. La trama avanza al ritmo de los éxitos de Laguna, que se proclama campeón del mundo del peso pluma ante un tal Sullivan, y de Miguel, que hace lo propio conquistando el título de campeón de España desposeyéndole de él a un boxeador llamado Roig. La relación entre Miguel y Elena avanza hasta el punto que se hace evidente a los ojos de Óscar, quien encaja con poca deportividad la noticia. Miguel, que en ascensión meteórica ya es campeón de Europa, es designado aspirante al título mundial de los ligeros, que ha quedado vacante por fallecimiento del titular. Óscar, entonces, mueve su influencia para que el otro aspirante propuesto sea Pepe Laguna, haciéndole subir de peso, y promoviendo la enemistad con Miguel Valdés, para lo que obliga a Roldán (J. Félix Montoya), su hombre de confianza y agente de prensa, a publicar una declaraciones falsas de éste en las que proclama que hubo tongo en la consecución del título mundial que le ganó a Sullivan. Laguna pica el anzuelo y promete hacer papilla al pobre Miguel sobre el ring. La disputa del título se barrunta encarnizada. Para complicar más el combate, a Miguel Valdés se le reproducen sus escrúpulos sobre la lona, representándosele el maltrecho arco superciliar de “Ciclón” García (el púgil al que dejó ciego). Esto, naturalmente, merma su capacidad combativa y es justo lo que le bastaba a Pepe Laguna para certificar su superioridad. Golpea con saña a Miguel y, como consecuencia de sus golpes, le lesiona irreversiblemente en la vista. Con Miguel en el hospital, Miranda, tras aclararle (incomprensiblemente tarde) a Laguna que eran falsas las declaraciones que hizo publicar Óscar, va a ver al maléfico promotor para rogarle que ayude a Miguel, y ante la despectiva actitud de éste, reacciona con ira y le golpea con un atizador de la chimenea, matándolo. Aparece Olga, que lo ha visto todo y a la que sólo le falta aplaudir, harta como estaba de su maridito. Ante el cadáver de su esposo, le propone a Miranda retomar lo suyo, pero el exboxeador no se ve con ánimos de reemprender aquella vieja pasión y deja a Olga que se las componga con su viudedad. Luego vemos que Estrella, que ha permanecido calladamente al lado de Miranda, lo acoge y le promete que “nunca más estará solo”. Mientras, a Miguel tienen que operarle en un último intento de salvarle el mayor grado posible de visión. Elena, de la que sabemos que ha dudado en algún momento sobre su futuro con Miguel, en un final abierto, recorre el pasillo del hospital, sin que al espectador le quede claro si va a reunirse con el boxeador lastimado cuando salga del post-operatorio o si, por el contrario, se está alejando de él definitivamente. Incluso es posible que el púgil haya muerto en la mesa de operaciones. La imagen de una camilla que pasa por el fondo del encuadre, con un paciente en ella, justo antes de que Elena inicie su caminar, viniendo hacia el frente, lo permite aventurar. Quizá un exceso de lenguaje visual mal entendido dejó el final más abierto de lo que los espectadores poco avispados (como este burgo que les habla) podemos digerir.
“Cuadrilátero” no es una buena película, básicamente lastrada por un guión en exceso melodramático e inverosímil en muchos de sus componentes. Los personajes, estereotipados, no resultan creíbles, pese a que algunos detalles (de tipo técnico, relativos al ambiente pugilístico) pretendan hacer verosímiles sus comportamientos. La relación sentimental de los protagonistas produce un poco de vergüenza y el gran peso de la trama psicológica recae en la personalidad de Óscar, villano de corte manipulador, hombre con influencias que, sin embargo, sufre de impotencia apenas disimulada e insinuada bastante explícitamente por su empleado Roldán, en una de sus borracheras (en la que aprovecha para repasar, para el espectador poco avispado, la psicología de su jefe). Resulta curioso que, por caminos y presupuestos prácticamente opuestos a los de “El marino de los puños de oro”, “Cuadrilátero” resulte igualmente falso. El estilo de Eloy de la Iglesia, artificioso, cimentado en el montaje más que en la puesta en escena, abusa de los primeros planos en los que Rosana Yanni y Deane Selmier, ponen de doloroso relieve sus limitaciones interpretativas, saliendo mejor parado Gerard Tichy, sencillamente por tener un rostro más interesante. Irene Daina, que cuenta con un papel excesivamente monocorde, ofrece una interpretación, en consonancia, unidimensional. José Legrá, que, como los citados anteriormente (curiosamente todos de procedencia extranjera, como él mismo), actúa con la voz prestada, cuenta con pocas líneas de diálogo y se luce en cambio cuando ejecuta los rapidísimos movimientos de su prodigioso juego de piernas, o cuando se divierte en un night-club, con su compatriota Norma Iris (una artista cubana de cabaret que se interpreta a sí misma). No debemos pasar por alto la intervención de una apetitosa María Luisa Sanjosé, que, en los comienzos de su carrera (la acabamos de mencionar por su papelito de enfermera en “Los que tocan el piano”), da vida (alegre, por supuesto) a una prostituta con la que Óscar obsequia a Miguel, tras haber ganado el campeonato de España de los ligeros. El joven púgil, bajo los efectos de su enamoramiento de Elena, declina el delicado presente, reacción de muy difícil comprensión para cualquier espectador varón, ante la muy sexy presencia de la chica, verdaderamente suculenta. De todo el film, por otra parte, merece destacarse especialmente un plano digno de figurar en las antologías del erotismo casposo y castrado del franquismo, cuando Elena (Rosanna Yanni), que ha ido a ver a Miguel en su entrenamiento por la Casa de Campo, dice tener sed y le pide que le acerque un botijo para beber agua. Eloy de la Iglesia entonces aprovecha para regalarnos un primer plano de la boca de la Yanni bebiendo del chorro que sale del pitorro del botijo, evocando en el espectador menos lascivo una escena de felación.
Tres comedias del montón
Tanto “Los hombres las prefieren viudas”, como “En un lugar de la Manga” tienen en común con “Don erre que erre” haber obtenido su licencia de exhibición en 1970. Las tres están encuadradas en el género de la comedia y las tres cuentan con José María Tasso en su reparto. Desde el punto de vista de este weblog, son tres films que ya han sido citados previamente, pues a lo dicho unas líneas más arriba a propósito de “Don erre que erre” añadiremos ahora que hablamos algo de “Los hombres las prefieren viudas” en las entradas dedicadas a Tomás Blanco y a Valeriano Andrés, e hicimos otro tanto en la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur a propósito de “En un lugar de la Manga”, irrelevante entrega de la serie de films protagonizados por la pareja Concha Velasco – Manolo Escobar que, producida como todas por Arturo González, estuvo dirigida por Mariano Ozores ocupando el lugar habitual de José Luis Sáenz de Heredia. Una manida trama sobre manejos inmobiliarios en la Manga del Mar Menor urdida por el propio Ozores era su liviano soporte argumental. Tan sólo los buenos oficios de un elenco capitaneado por José Luis López Vázquez (en el que se incluye al estupendo Joaquín Roa) admiten una valoración positiva en su conjunto.
“Los hombres las prefieren viudas” (que, como el film de Ozores que comentábamos antes, solicita del espectador su predisposición a la risa desde un juego de palabras titular de inspiración más bien escasa) es una de esas comedias que exige del público un verdadero esfuerzo de voluntad para conseguir arrancarle alguna sonrisa. Protagonizada por la gentil María Mahor, secundada por la simpática María Isbert, el film, que se estrenó en agosto de 1970, adolece de un guión huérfano de inspiración, lo que lo convierte en una de las cosas más tristes que existen: una comedia que no hace gracia. Dirigida por León Klimovsky, “Los hombres las prefieren viudas” cuenta la historia de Marisa (María Mahor), una joven cuyos sucesivos lutos (por su abuelo, abuela, padre, madre y una serie de tíos) la mantienen apartada de los placeres de la carne. Viviendo en compañía de su tía Enriqueta (Guadalupe Muñoz Sampedro, en un papel enteramente superfluo que no sobrevive al primer rollo de la película), la joven trabaja en una agencia de viajes. Sus compañeros de la oficina, que la conocen por el apodo de “La viudita”, se burlan de ella sin disimulo (uno de ellos, precisamente el más irritante es José María Tasso). Un buen día, un adinerado y apuesto propietario del hotel “Porta Mar” en Almuñecar, un tal don Carlos (Tamy Saad, en su presentación en el cine, medio en el que tan sólo intervendría en otra ocasión, unos meses más tarde), se presenta en la agencia por motivos de negocios y se interesa por Marisa, ya que tiene fijación por las viudas. Invita a todo el personal de la agencia a unas copas y aprovecha la ocasión para convidar a Marisa a su hotel. La joven acepta, pero a condición de que le permita llevar un acompañante, quien será su amiga y compañera de trabajo, Amalia (María Isbert). Para mantener el equívoco que ha despertado el interés del adinerado galán, Marisa se inventa un difunto marido utilizando una fotografía que alguien ha perdido en la agencia, felizmente acompañada de una identidad, la de Raimundo Codina (Juanjo Menéndez). Por su parte, el improvisado marido ha planeado una escapada extra-conyugal con destino también a Almuñécar. Marisa y Amalia se presentan en el hotel, provocando la primera cierto revuelo entre la población masculina de un congreso de Paleontología que en él se está celebrando, dirigido por el ponente de más edad (Mariano Ozores sénior), y el consiguiente disgusto entre sus intranquilas esposas. Simultáneamente, un detective aficionado (Tomás Blanco) que se hace pasar por un policía experimentado, empieza a vigilar los movimientos de las dos amigas, que considera sospechosos. Cuando don Carlos Valcárcel se entera de que el extinto marido de su proyectada conquista no es otro que Raimundo Codina se lleva una gran sorpresa pues se trata de un viejo amigo de la infancia. Le cuentan que ha muerto devorado por un cocodrilo. Don Carlos da la noticia a la madre de Raimundo (Mary Leyva), que, tras el susto inicial, deshace el infundio. Entonces se presenta el propio Raimundo en el hotel de Carlos y, aunque Amalia trata de impedir que sea visto (se disfraza de enfermera y convence al recién llegado y a su amiguita que hay una epidemia de hidrofobia y que deben permanecer recluidos en su habitación), el dueño del establecimiento ve a Raimundo vivito y coleando. Cree que ha mentido a Marisa para tener una aventura con una fulana y le afea la conducta. Paralelamente, la auténtica mujer de Raimundo, Rosita (Laly Soldevila) se ha enterado del viaje de recreo de su cónyuge al encontrar en un traje la reserva del hotel, justo después de hablar con él por teléfono, pretendidamente, desde Bruselas. Montando en cólera (y en un tren), Rosita parte hacia Almuñécar, donde se reúne con su marido dispuesta a ponerle las peras al cuarto. Increíblemente, Raimundo consigue convencerla de que, en realidad, está encubriendo a un amigo, a Carlos, y que él es inocente del todo. Mientras tanto, Amelia se ha dedicado a ligar con el maduro detective, éste, a participarle sus fantasiosas sospechas de acciones criminales a Carlos y éste, a su vez, le cuenta a Marisa que ha asesinado a Raimundo y le pide que le ayude a deshacerse del cadáver lanzándolo desde un precipicio. La chica accede y ambos son sorprendidos por la policía en la comisión del fingido delito. Todos los personajes terminan en comisaría, creando la consabida confusión ante un ofuscado comisario (Valeriano Andrés), hasta que todo queda aclarado con la presencia de la supuesta víctima mortal. Finalmente, la cinta concluye felizmente (o felizmente, concluye, también podríamos decir). Destaquemos la presencia, en un rol incidental, de la gran Luisa Sala, que aparece un instante, en los primeros minutos del film, como experimentada viuda que recomienda a la protagonista que explote la atracción que (según ella) sienten los hombres hacia las mujeres que ostentan tal condición. En papeles igualmente de escasa relevancia, encontramos a Julián Navarro (a quien le doblan la voz), como empleado del hotel, a Adriano Domínguez, en el papel del jefe de Marisa en la agencia de viajes, y a Julio Carabias, como Felipe, amigo y cómplice de Raimundo. En cuanto a la labor de José María Tasso, ya hemos dicho que encarna en el film a un compañero de trabajo de Marisa, de carácter guasón, bastante antipático. Se dobla la voz a sí mismo, pero en una secuencia de transición, que transcurre en la agencia de viajes, y dicho sea a título anecdótico, por un fallo bastante incomprensible, es otro actor quien le presta la voz para decir la decisiva frase: “Deme la guía, por favor”. El mismo fallo se repite con el doblaje de Tomás Blanco, quien también aporta su propia voz, salvo para un aislado momento hacia el final, en la escena de la comisaría.
Dos intervenciones aisladas en los años de alejamiento
Si, en términos generales, debe admitirse que la calificación que corresponde a las películas de este periodo de la filmografía de José María Tasso difícilmente puede considerarse como de “distinguidas” o “notables”, cabe afirmar que las dos películas que, aisladamente, se encuentran en medio de sus años de retiro segoviano no son de las mejores. Tras rodar bastantes films entre 1968 y 1970 (sin llegar a la marca de 1962, cuando intervino en nueve títulos), Tasso parece que arrió velas y se recogió en el puerto seguro de su “Chez Tachuela”. Y sólo lo abandonó dos veces antes de regresar a la actuación en 1983. La primera, para intervenir en “Las alegres vampiras de Vögel”, de Julio Pérez Tabernero, y la segunda, cuando, en 1981, hizo un breve “cameo” en “¿Dónde estará mi niño?”, dando vida a un camarero, tarea que, naturalmente, no le costaba el menor esfuerzo interpretativo. Digamos de este film, dirigido por Luis María Delgado (que ya había tenido a Tasso a sus órdenes para “Mi marido y sus complejos”), y por acabar rápidamente con él, que cuenta la historia (original del binomio formado por Manuel Ruiz Castillo y Esmeralda Adam) del cantante profesional Manuel Andujar (Manolo Escobar), el cual mantiene contacto amistoso con Diana, una antigua amante (Maria Kosty) y con su hijo, el pequeño Manolito (José Andrés), ignorando que él mismo es el padre del chaval pues la madre no ha querido decírselo (al considerar que su maternidad es producto de una mera noche de pasión y no de un amor verdadero). Un matrimonio amigo del cantante y entrado en años, formado por el señor Tano (Antonio Garisa) y la señora Flora (Rafaela Aparicio) intervendrá decisivamente para abrir los ojos del inconsciente progenitor, por el sistema de atraer el señor Tano para sí una culpa semejante y haciéndole así reaccionar. Ni que decir tiene que la película, como no podía ser de otro modo, tratándose su protagonista del intérprete del “Porom-pom-pero”, contenía un puñado de canciones. No obstante, la capacidad del simpático tonadillero para atraer masivamente al público a las salas de cine, en los años ochenta, había menguado muy considerablemente respecto a décadas anteriores y, en consecuencia, la película, pese a apelar desde su título a uno de los éxitos más rotundos de la carrera discográfica de su actor principal, pasó con discreción por la taquilla.
En cuanto a “Las alegres vampiras del Vögel”, se trata de uno de los escasos films que integran la carrera como director del también actor, guionista y productor Julio Pérez Tabernero. Con sólo un largometraje estrenado en su haber (“Sexy cat” (1971), que llevaba al cine un argumento de Juan Gallardo Muñoz, más conocido como Curtis Garland), Pérez Tabernero, que había actuado en un buen número de westerns en los años sesenta, ofrecía en “Las alegres vampiras del Vögel” una visión desenfadada del erotismo que del género terrorífico (especialmente desde la óptica de la británica Hammer) desprendía. Así, por medio de un argumento tópico (grupo de vedettes que sufre una avería en su desplazamiento por carretera que les obliga a refugiarse, en plena Transilvania, en un viejo castillo habitado por un aristocrático vampiro), se permitía lucir palmito a algunas de las actrices más deseadas del momento y más dispuestas a mostrar piezas de lencería sobre sus prietas y pecaminosas carnes. Con especial dedicación a Ágata Lys (todo un icono erótico del tardo-franquismo), pero sin descuidar a María José Cantudo (que estaba destinada a ostentar el honor de ser la primera en protagonizar el primer desnudo integral y frontal del cine español en “La trastienda”, un par de años después, una vez fallecido el dictador Francisco Franco), “Las alegres vampiras de Vögel” reservaba al maduro Germán Cobos el papel del conde bebedor de sangre, émulo de Drácula, y permitía también a José María Tasso, convertirse en vampiro y perseguir, con los dientes bien largos, a las apetitosas mozas que se le ponían por delante. Más interesante, quizá, que el propio film es su azaroso periplo comercial por las pantallas españolas, pues esta parodia cómico-festiva del género terrorífico-vampírico hubo de esperar una larga temporada antes de poder ser estrenada en Madrid. El primer público al que le fue dado presenciar las andanzas de Ágata Lys y María José Cantudo por los pasillos del castillo transilvano, fue el de Vitoria, el 17 de noviembre de 1974, en su cine Iradier. Unas semanas más tarde, ya en diciembre del mismo año, el film tuvo su oportunidad de ser visto por el público sevillano, al cual se le dio, en julio de 1975, la ocasión de repetir la experiencia de ver nuevamente la película en calidad de re-estreno. En Barcelona, el film se había estrenado ya, para entonces, pues el 14 de abril de aquel año se puso en las pantallas de los cines América, Diorama, Montserrat, Selecto y Versalles. Finalmente, en diciembre de 1975, “Las alegres vampiras de Vögel” llegó a los cines Gayarre, Apolo, Bahía, Granada y Sáinz de Baranda, de Madrid, manteniéndose en cartel, a duras penas, hasta enero de 1976. Con posterioridad, y conformando socorridos programas dobles de cines de barrio, el film deambuló a lo largo de 1978 y 1979, reclutando, todavía, a un cierto número de espectadores poco exigentes. Anecdóticamente hablando, digamos que el film incluía la única actuación cinematográfica de Juan Antonio Patiño, Marqués de Toro, en una colaboración especial, pese a que este aristócrata, en la presentación que hizo en el vitoriano cine Iradier junto al director Pérez Tabernero anunció que ambos estaban preparando con el mismo equipo de producción, un nuevo film terrorífico que se titularía “El segundo hijo del diablo” y que, por lo que sabemos, nunca llegó a realizarse. La siguiente película que dirigió Julio Pérez Tabernero hubo de esperar bastante, hasta 1982, y fue “Con las bragas en la mano”, a la que siguió, en lógica secuencia, “Bragas calientes” (1983), para concluir, sin excesivo lustre, su carrera como cineasta con “Lady Porno” (1983), versión española de un film anterior de Jesús Franco.
Últimos años de actividad profesional: los ochenta
El cine, incluso ciñéndonos exclusivamente al cine comercial para todos los públicos en el que había desarrollado su carrera, como la vida misma, había cambiado mucho en 1970 desde los tiempos en que José María Tasso trabajaba en ocho o nueve películas al año, allá por 1962. Cuando volvió a ponerse ante las cámaras nuevamente, a partir de 1983, la situación del cine (en todo el mundo y de manera aún más notable, en España) había vuelto a cambiar radicalmente. Del mismo modo que en José María Tasso el arquetipo de jovencito estudiante dotado de un enhiesto flequillo había dado paso a la figura de un hombre peculiar primero, y a la de un anciano lunático después, el cine en sí mismo había quemado, como medio de entretenimiento de masas, varias etapas en veinte años. El comienzo de la década de los años ochenta, con la proliferación del videocasete, se encargó de certificar que el consumo popular de cine había de pasar de las salas de exhibición sitas en los barrios, al salón familiar, por la vía del videoclub. Las cintas magnéticas soportaban con entereza subproductos de consumo privado que resultaban mucho más baratos de producir y, paralelamente, el cierre de las salas de reestreno se solapaba con la apertura epidémica de videoclubs. La extinción de los cines de barrio arrastró consigo la de los últimos productores que todavía entendían la realización de películas como un negocio, dejando lugar tan solo a dos o tres privilegiados (tocados del éxito comercial o del prestigio festivalero) y a un mayoritario grupo restante que cifrara sus posibilidades productivas en la subvención (fuera esta directamente de las distintas administraciones públicas, o indirectamente, vía televisiones privadas). En este nuevo panorama, Tasso dejaba de formar parte de un cierto engranaje industrial (raquítico en comparación con el prototípico norteamericano, pero mínimamente estructurado, a fin de cuentas), para pasar a ser un “free-lance” más, que intervendría en proyectos de películas aislados, que no formaban parte de ninguna política comercial productiva.
Sucede que "Chez Tachuela" fue un magnífico negocio durante sus primeros cinco años de vida, pero a partir de la segunda mitad de los años setenta, por diversas circunstancias (se están abriendo otros bares que hacen que la clientela se reparta, hay población que migra de la vecindad…), la bonanza del local empieza a enfilar su fin. En ese periodo, Tasso y Eugenia han incrementado su prole en dos hijos más, y la economía familiar necesita un nuevo empuje, el cual viene afortunadamente dado por la vía cinematográfica. Varias productoras empiezan a rodar sus nuevas películas en la zona Tasso y Eugenia obtienen trabajo en esos proyectos no sólo con pequeños papeles para Tachuela, sino también como auxiliares de producción, localizando exteriores e interiores, encargándose de la figuración (en la que se incluían los hijos del matrimonio y la propia Eugenia), etc… Se trata de films tales como “Conan el bárbaro” (John Milius, 1982), “Hundra” (Matt Cimber, 1983), “La flecha negra” (John Hough, 1984), “Casanova” (una película de 1987 realizada para televisión que dirigió Simon Langton, con Richard Chamberlain en el papel principal), “El regreso de los mosqueteros” (Richard Lester, 1989), y de series de televisión como “Los desastres de la guerra”, “La Máscara Negra”, “Cervantes”, o “Los pazos de Ulloa” (de la que hablaremos más adelante). Pero el clan formado por los Tasso-Vilallonga no opera únicamente cerca de su casa. Toda la familia se desplaza en su caravana a rodajes como el que se desarrolló en Tudela, el de “La conquista de Albania” (Alfonso Ungría, 1983) o el de “La Biblia en pasta” (Manuel Summers, 1984), en el que tanto Eugenia como los chicos hacen funciones de figurantes, mientras papá Tasso corre a cargo del papel de Set. A la capital de España se desplaza el padre de familia para trabajar en la televisión, colaborando con su primo Carlos Tena, en los programas “Pop qué” y “Música, maestro”, y también en “Dabadabadá”, que producía un buen amigo suyo, Jaime Álvarez. La actividad, digamos, familiar, se prolongaba asimismo en los hijos de la pareja, que pasaron a hacer anuncios con una agencia publicitaria de Madrid.
Tachuela conquista Albania
Tal como lo contó el mismo, el regreso al cine de Tasso no pudo ser más informal: “"De repente estoy fregando el bar un día, suena el teléfono y era Alfonso Ungría, quien me dijo que si podía hacer un papel en La conquista de Albania; fui en el momento, saludé a la gente, pregunté dónde había que firmar y luego qué era lo que tenía que hacer.” Esto sucedía en la primera mitad de 1983, y deja bien a las claras que, por bien que se le diera el negocio hostelero, en Tasso seguía vivo el virus de la actuación, sólo que se había mantenido en estado latente durante casi dos décadas. Tratando de hacer de la interpretación su medio de vida, encadena varias ofertas de trabajo en cine y televisión, y acabará por vender el local que le proporcionó la estabilidad económica que les había permitido a él y a su mujer sacar adelante a su prole.
Así pues, de la manera antes descrita, con la natural sencillez que siempre le caracterizó, José María Tasso se encontró enrolado en el equipo de “La conquista de Albania”, una película de las que pertenecen a esa categoría de obras ante las cuales el público en general se siente inclinado a preguntarse a cuento de qué se han realizado. Teniendo en cuenta que el gobierno autónomo de Euzkadi apoyó económicamente su producción (que contó con un aceptable presupuesto de cien millones de pesetas), esta incógnita queda quizá de algún modo despejada. Dirigida por Alfonso Ungría, quien colaboró con Ángel Amigó y con Arantxa Urretavizcaya para escribir asimismo el guión, la película justificó en parte su existencia al presentarse en el festival de cine de San Sebastián en su edición de 1983, y ganando, ese mismo año, el premio en la categoría de Mejor Película del festival de cine de Biarritz.
Un poco a la manera del “Aguirre o la cólera de Dios”, de Werner Herzog, “La conquista de Albania” ilustra un episodio histórico el cual pone de relieve, como se encarga de subrayar mediante la voz en off del narrador, lo absurdo de las guerras de las que la historia está llena. De cómo conceptos como el honor y la determinación de líderes más o menos iluminados, han llevado a lo largo de los siglos la desgracia a la Humanidad, de uno al otro confín de la Tierra. El film, que se estrenó el 24 de enero de 1984 en la sala Albéniz y un día antes en el cine Coliseum de Barcelona, está cronológicamente situado en el siglo XIV, y se inicia cuando don Luis de Navarra (Xavier Elorriaga, doblado por Manuel Cano) regresa a su patria tras ser derrotado en Normadía por las tropas del rey de Francia. Llega al castillo de su hermano, el rey de Navarra, Carlos II (Miguel Arribas), donde se encuentra con su gran amigo y discípulo Pedro Lasaga (Chema Muñoz). Don Luis vive la amargura de su reciente derrota y de su fracasado matrimonio con Catalina (Alicia Sánchez), con la que no ha podido tener hijos propios. Tiene proyectado desposarse nuevamente con doña Juana, la duquesa de Anjou (Klara Badiola) y para ser digno de ella, se ha propuesto conquistar el lejano reino de Albania, situado al extremo más alejado del Mediterráneo, “en tierra de infieles”, pues es la dote que le corresponde y que su familia perdió hace largo tiempo. Tal intención, cuenta con el respaldo de su hermano, el rey, pero ante lo desmedido de la empresa, máxime cuando Navarra está maltrecha por el reciente desastre normando, crecen las reticencias entre los consejeros, como el Abad (William Layton, que habla con la voz de Teófilo Martínez), o el obispo (Francisco Sanz), mientras que otros (Roberto Cruz) hablan a favor de la propuesta. Decidido el rey a apoyar a su hermano, enrolar a la tropa no será una complicación menor y será necesario todo el entusiasmo del animoso Pedro para convencer a Ortubia (Walter Vidarte, a quien presta la voz Julio Núñez) de que se ocupe de reclutar a la soldadesca, tarea que acepta no sin antes objetar que los peligros son muchos y el botín incierto, pero cediendo ante el anuncio de que en la lejana Albania se podrá vengar de las tropas mercenarias que le derrotaron en Normandía. Entre los desfavorecidos de la fortuna, y proscritos que se reúnen en las tabernas, se reclutará a la mayor parte de la tropa que habrá de partir, atravesando el Mediterráneo, hacia las lejanas tierras objeto de conquista. Así se reunirá lo que se dará en llamar Gran Compañía de Navarra. Entre los rufianes que integran tan grandilocuente formación encontramos a uno especialmente familiar pues es al que encarna nuestro protagonista, José María Tasso. Se trata de un ladrón muy conocido del resto de soldados, el cual se jactaba de haber evitado la desdichada campaña en Normandía y que cuánto más confiaba en hacer otro tanto respecto a la albanesa. Por desgracia para él, es descubierto robando en los almacenes de la Gran Compañía y obligado a empuñar las armas con ellos (con la única alternativa de morir despeñado). El viaje de la tropa que habrá de reunirles con su comandante, don Luis es durísimo y no hace sino aumentar el malestar entre los soldados. Don Luis, que ya se ha reunido con su amada doña Juana, lidera la conquista de Albania de manera decidida en un principio, pero la decepción que supone la yerma tierra albanesa, su agua estancada y la actitud del enemigo, huidiza y desesperante, va minando su autoridad. Pronto la tropa se encuentra desmoralizada, pues ni encuentra nada que valga la pena en la tierra que debía conquistar, ni enemigo con el que combatir. Para colmo de males, el invisible y silencioso adversario liquida a la guardia nocturna de la Gran Compañía Navarra. Mientras, su jefe va cediendo a la molicie, y se limita a holgar con su nueva esposa y a beber grandes jarras de vino. La situación no deja de deteriorarse y pronto doña Juana declara estar harta y más que dispuesta a renunciar a su molestísima dote, pero don Luis antepone el honor propio y el de Navarra, por lo que se niega en redondo a abandonar la presa. El entusiasmo de su lugarteniente don Pedro Lasaga, mientras, va enfriándose paulatinamente, especialmente al chocar sus escrúpulos morales con el pragmatismo del recio Ortubia. Así, por ejemplo, los dos oficiales chocan cuando el segundo ordena una represalia contra unos inofensivos campesinos. Al fin, las patrullas que se envían a explorar las inmediaciones de Durazo topan con un grupo de tropas enemigas con las que se mantiene una escaramuza. En el transcurso de la cual, don Luis resulta gravemente herido en el vientre de un lanzado, y su mano derecha es cercenada de un tajo. Esa noche, en su tienda, don Luis, que es consciente de que su mujer tiene razón en querer batirse en retirada, ordena insistentemente que deben partir, pero Pedro Lasaga, receptor de la orden y partidario de una acción más honorable, miente a las tropas y asegura que don Luis ha ordenado atacar. Así se hace y Durazo, la capital de Albania, es conquistada tras cruento combate que deriva en matanza. En el curso del lance, fenece el bueno del ladrón incorporado por Tasso, en la que (según cree este burgomaestre) es su única “muerte cinematográfica” y también uno de los oficiales (Patxi Bisquert). Por desgracia, cuando Pedro Lasaga se apresura a llevar la noticia de la victoria al campamento, se encuentra con que su querido líder ha muerto como consecuencia de sus heridas. El golpe es definitivo y Pedro ni siquiera entra en Durazo. En cuanto al resto de las tropas, bajo el mando de Ortubia, según nos informa el narrador, se dirigieron a Grecia, donde conquistaron las ciudades de Atenas y Tebas y donde permanecieron veinticinco años. Por su parte, la reciente viuda doña Juana de Anjou partió hacia Francia, donde casóse nuevamente con el duque de O.
“La conquista de Albania”, que contó con una banda sonora sustentada en cajas de ritmos y sintetizadores, de acuerdo con el horrendo gusto de los años ochenta, original de un todavía veinteañero Alberto Iglesias (destinado, como se sabe, a grandes logros en su terreno), es una película extremadamente singular en el entorno del cine español. Con escasos precedentes (uno sería el “Amaya” de Luis Marquina) y aún menos títulos sucesorios, se trata de una película algo morosa para ser catalogada como “de aventuras” y no lo bastante espectacular como para atraer al gran público. Transmite, en cualquier caso, una muy estimable honradez en su factura, no exenta de entusiasmo. La versión española corrió a cargo de Claudio Rodríguez, a cuyas órdenes, además de los citados dobladores, actuaron, entre otros, los queridos por este weblog Pedro Sempson y Estanis González prestando sus voces, respectivamente, a uno de los consejeros del rey Carlos II y al cura que viaja con la Gran Compañía Navarra. En cuanto a José María Tasso, su regreso al cine, a juzgar por su aportación al film, puede considerarse un viraje radical en su carrera, pues su personaje, pese a ser de relevancia secundaria, es de los que “llegan” al espectador, y se corresponde con el arquetipo que podríamos denominar como “el tipo simpático que no debería estar allí al que se cargan”, habitual en las películas bélicas. Tasso dispone de algunos momentos entrañables en su rol de ladronzuelo metido a la fuerza en la milicia, con algunas frases con chispa, especialmente cuando, una de las noches, ante el fuego de campamento, en medio de la desoladora tierra albanesa, recuerda las delicias de su lejana patria de manera que, curiosamente, parece estar rememorando las delicias de su mesón segoviano al evocar, precisamente, “una buena pata de lechón”, o el placer de “apurar una buena jarra de vino”. Luego, poniéndose algo más etéreo en sus remembranzas, también pregunta a sus camaradas: “¿Recordáis el olor de la hierba?”
Tan pronto estuvo concluida su colaboración con Alfonso Ungría, a Tasso le llegó una oferta de trabajo de Manuel Summers, que tenía entre manos “La Biblia en pasta”, una versión en clave de farsa de algunos de los más famosos pasajes del libro sagrado de la cristiandad (“Adán y Eva en el Paraíso”, “Caín asesinando a Abel por envidia”, “El diluvio universal” y “La torre de Babel”). El rodaje del film se prolongó a lo largo de trece semanas, alcanzando su conclusión hacia finales del mes de mayo de 1984, de la cual cosa quedó constancia en la prensa al insertarse en las páginas de los diarios un anuncio a través del cual se reclamaba “con urgencia” a “personas parecidas a políticos nacionales e internacionales”, con las que se contaba para filmar las secuencias correspondientes al último episodio de los que componían la película. Manuel Summers Rivero (Sevilla, 1935 –1993), un cineasta caracterizado por su independencia, que se diplomó en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, dando al mundo rápidamente, en su “opera prima” una obra maestra (“Del rosa al amarillo”, 1963), ya contaba con una experiencia de casi veinte años en la profesión de director cinematográfico cuando confió a José María Tasso el papel de Sem en “La biblia en pasta”, una de sus películas más decantadas por el humor disparatado, llena de concesiones oportunistas a la actualidad política y más despojada del otro elemento clave en su filmografía, la ternura. Convertir la torre de Babel en la sede de la ONU, la rivalidad de Caín y Abel en luchas de “kung-fu” o dotar de un motor fuera borda a la canasta en la que el bebé José se desplaza por el Nilo son algunas de las ocurrencias con las que Manuel Summers (ayudado en la confección del guión por sus hermanos Francisco y Guillermo) trufó su película, que aspiraba a arrastrar masivamente al mismo sector de público a quien les había complacido tanto “La vida de Brian” (Terry Jones, 1979) o “La loca historia del mundo” (Mel Brooks, 1981), por citar dos antecedentes claros. Como suele ocurrir con las jugadas demasiado calculadas, el éxito de “La biblia en pasta”, que llegó a la sala del cine Avenida de Madrid el 21 de diciembre de 1984, y a los cines Montecarlo, Waldorf, Arkadin y Fontana de Barcelona, el mismo día, quedó muy lejos de los films que le precedieron. Probablemente ese tibia acogida popular fuera la que desaconsejara la realización de una secuela, idea con la que Summers jugueteó algún tiempo. “La biblia en pasta”, película libérrima y algo gamberra, rodada con actores improvisados (caso de Celedón Parra, que encarna a un Adán punkie) o desconocidos, o con secundarios ilustres pero ignorados (caso de Carlos Lucas, objeto reciente de una magnífica película-documental de Santiago Aguilar titulada “De reparto”) o semi-olvidados (caso de nuestro protagonista de hoy, José María Tasso, o del veterano Emilio Fornet, que hace el papel de Noé) no dejó una huella indeleble en la Historia del Cine, pero sirvió, al menos, para dar continuidad al regreso de Tasso al cine, que, tras su aventura en el siglo XIV, de la mano de Alfonso Ungría, que le había llevado a cruzar el mediterráneo en un bajel, se encontraba en el film de Summers retrocediendo aún más en el tiempo en su incorporación del rol del hijo mayor de Noé, Sem, y embarcado en el famoso Arca del Diluvio Universal.
Tras la conclusión del rodaje de “La biblia en pasta”, en verano de 1984, la siguiente oferta de trabajo le llegó a José María Tasso por vía familiar, pues fue su primo hermano (por parte de madre), el prestigioso crítico musical Carlos Tena, quien le proporcionó un papel como actor en su nuevo programa de televisión, “¿Pop qué?”, una de las pocas novedades de la programación estival de aquel año, el segundo del mandato de José María Calviño al frente del ente público. El rol que le correspondió a José María Tasso, en lo que básicamente era un concurso de preguntas y respuestas sobre el tema de la música ligera, fue el del “Doctor Vinilo”, una especie de trasunto del otrora popularísimo (y todavía muy recordado entonces) “Don Cicuta”, a quien diera vida el llorado Valentín Tornos en el “Un, dos, tres” de Narciso Ibáñez Serrador. Flanqueado por guapas enfermeras, José María Tasso, a diferencia del señor Tornos, lucía sus propias barbas y guedejas, por lo que cabe decir que si la caracterización externa le costaba menos apliques de postizos pilosos, la caracterización interna le obligaba a revertir completamente su propia personalidad, dado el imposible carácter del personaje, plenamente coincidente con el del rácano cascarrabias ideado por Chicho. Emitido los lunes a las ocho y treinta y cinco minutos de la tarde, el concurso “¿Pop qué?” se estrenó el 23 de julio de 1984, con realización de Víctor Serrano y la dirección de Carlos Tena, y tenía una duración de cerca de una hora. El programa, que incluía actuaciones de grupos españoles del momento como “Glutamato Ye-yé” o “Gabinete Caligari”, y videoclips de éxitos de artistas internacionales favoritos del público, como Tina Turner o Duran Duran, no prolongó su emisión más allá del verano.
El siguiente trabajo que puso ante las cámaras a José María Tasso también estaba destinado a la pequeña pantalla, aunque se rodó con soporte cinematográfico. Se trata de la tele-serie, con formato de lo conocido como “Grandes Relatos”, dirigida por Gonzalo Suárez, “Los Pazos de Ulloa”, que trataba de reverdecer anteriores éxitos de TVE que también adaptaban novelas españolas del siglo XIX, como fueron “Fortunata y Jacinta” (visión de Mario Camus del clásico de Galdós), o “Cañas y barro” (plasmación en imágenes a cargo de Rafael Romero Marchent del guión escrito por Manuel Mur Oti según la novela de Blasco Ibáñez). Los programadores de TVE debieron pensar que si el Madrid de Galdós, o el Levante de Blasco Ibáñez habían subyugado a la audiencia, no había motivos para pensar que la Galicia de doña Emilia Pardo Bazán fuera a dejar indiferente a los teleespectadores. En enero de 1985 se contrataba el reparto para la serie, contando con la muy popular Victoria Abril, como protagonista, desarrollando el doble papel de Marcelina y de su hija, Manolita; también con el muy prestigioso Omero Antonutti (para este burgomaestre, uno de esos actores a los que sólo los críticos parecen tener gusto en mirar), y con los excelentes Fernando Rey y José Luis Gómez en los papeles destacados que encabezaban un extensísimo y lujoso reparto que incluía a Raúl Fraire, Pastora Vega, Eduardo Calvo, Chus Lampreave, Francisco Guijar y Nacho Martínez, por citar algunos. “Los Pazos de Ulloa” fue una exuberante superproducción, diseñada por Gerardo Vera, lujosamente fotografiada en abundantes (e idóneos) exteriores por Carlos Suárez. No exenta del envaramiento que suele provocar el trasvase de la literatura a un medio tan voraz como el televisivo (especialmente cuando se aprecia la voluntad de “mostrar” la abundancia de recursos económicos en la producción), la serie “Los Pazos de Ulloa” contiene valores muy estimables, aunque quizá Manuel Gutiérrez Aragón, Carmen Rico-Godoy y Gonzalo Suárez deberían haber sido menos respetuosos con el original literario a la hora de redactar el guión y haber transformado un novelón decimonónico en una historia quizá menos interesante intelectualmente hablando, pero más televisiva. Su argumento, resumido de manera sucinta, nos cuenta la historia del terrateniente marqués de Ulloa, don Pedro Moscoso de Cabreria (Omero Antonutti), un individuo brutal y poderoso, acostumbrado a hacer su voluntad. Huérfano, el marqués tiene sobre sí la sola supervisión de su tío, el todopoderoso señor de Lage (Fernando Rey). La acción comienza cuando el joven capellán don Julián Álvarez (José Luis Gómez) llega a Ulloa enviado por el señor de Lage para controlar la economía de los Pazos y la educación de Perucho, el hijo bastardo del marqués, concebido en coyunda con Sabel (Charo López), la hija de Primitivo (Raúl Fraire), un siervo. La inexperiencia del cura y sus tropiezos con Sabel, una lasciva y apetecible mujer, por un lado, y con la brutalidad del marqués por otro, le ponen en una situación incómoda, hasta que por recomendación suya y a requerimientos del señor de Lage, se decide que el marqués debe buscar esposa y casarse. Para ello, don Pedro y don Julián dejan los pazos un tiempo y visitan a los Pardo, familiares del marqués, que tienen varias hijas casaderas. Pese a preferir a Rita (Pastora Vega), don Pedro se decide por la frágil Marcelina (Victoria Abril), a la que llaman Nucha. El matrimonio se celebra con bastante celeridad, pero pronto resulta evidente que Nucha y su esposo no congenian. La mujer es demasiado delicada para su bestial marido, que sigue acostándose con Sabel, y se entrega cada vez más a la oración y a las charlas con el cura don Julián. En cualquier caso, doña Marcelina da a luz a una hija del marqués, Manolita. Como consecuencia del parto, la salud de la madre, no muy sólida, se quebranta definitivamente. Paralelamente, las cosas no marchan bien para don Pedro, que se ve comprometido, al perder las elecciones, por los manejos con su criado Primitivo, que le suministraba dinero de manera ilegal. Perucho y la pequeña Manolita se van relacionando, la madre de ésta descubre que el chaval también es hijo del marqués y le pide a don Julián que la ayude a abandonar a su marido. Las complicaciones políticas (el marqués y sus secuaces actúan como una especie de mafia) derivan en el asesinato de Primitivo por parte de El Tuerto (Francisco Curto), suceso que provoca la fuga de su nieto, Perucho, que lo ha presenciado, y que se lleva consigo a Manolita. Como consecuencia de estos acontecimientos, don Julián es acusado y obligado a abandonar los Pazos. Nucha, doña Marcelina, muere en su ausencia. Pasa el tiempo, unos diez años. Don Pedro va haciéndose viejo y perdiendo apoyos. Perucho y Manolita están siempre juntos. Don Julián regresa a los pazos y visita la tumba de doña Marcelina. Asiste entonces a nuevos acontecimientos. Don Gabriel (Nacho Martínez), hermano de la difunta y tío, por tanto, de Manolita, se presenta en Ulloa con la idea de casarse con su sobrina. Para separarla de Perucho, le descubre a éste que Manolita es su hermana. Finalmente, Manolita, como cumpliendo el destino que le estaba reservado a su fervorosa madre, se recluye en un convento. Entrelazados con esta línea argumental principal bullen una serie de personajes a través de los cuales se describe una época y un ambiente. Uno de ellos es el algebrista señor Antón, a quien da vida José María Tasso. Un algebrista es una especie de curandero, de sanador, que se encarga de componer roturas de huesos, esguinces, y tumificaciones. El algebrista de Tasso es estrafalario, un personaje al que presta su singular aspecto piloso de brujillo borrachín, un veterinario sin estudios que cura personas, que ha llegado al convencimiento, por vía de la observación empírica, de que entre humanos y bestias no existen diferencias significativas. Otros personajes destacados de la novela y de la serie son el del doctor Máximo Juncal (Francisco Guijar), uno de los escasos representantes de la racionalidad, su mujer, la señora de Juncal (Lola Santoyo), Bibiana, la criada a la que da vida Chus Lampreave, o el orondo arcipreste de Loiro (Francisco Maestre) que sufre un percance armado y da lugar a una de las pocas situaciones cómicas del relato.
Todavía en la década de los ochenta, y con la misma naturalidad con que se desenvolvía en la reluciente producción de “Los Pazos de Ulloa”, José María Tasso, tuvo ocasión de zambullirse en dos subproductos que, pese a portar el mismo estandarte, el de la chabacanería canallesca, corrieron muy dispar suerte comercial. El primero, dirigido por Ramón Fernández (San Esteban de Pravia, Asturias, 26-9-1930; Ronda, Málaga, 9-9-2006), se estrenó el 29 de julio de 1985 en los cines Callao, Carlos III y Princesa de Madrid, y se titulaba “El donante”. Se trataba de una comedia que se sustentaba en la brecha abierta previamente por Mariano Ozores y sus películas con el mismo protagonista, Andrés Pajares, que en esta ocasión daba vida a un promotor de espectáculos que donaba su pene y que, tras morir, descubría que todavía lo necesitaba. El guión, pergeñado por los propios director y estrella del film, estaba firmado por un tercer autor material, Enrique Bariego. En el reparto, tratando de poner, con su oficio, sentido y comicidad al artefacto, José Sazatornil, Alfonso del Real, Josele Román, Emma Ozores, Gracita Morales, Luis Barbero y la guapa Silvia Marsó, por aquel entonces todavía reciente su popularidad adquirida como azafata contable del exitoso concurso “Un dos tres, responda otra vez”. El segundo monumento al mal gusto en el que participó Tasso antes de concluir la década de los ochenta (de ser cierto el dato, tan sólo recogido en su filmografía de IMDB, donde, por cierto, no figura “El donante”) fue “La chica que cayó del cielo”, recordable hoy tan sólo por suponer la última producción del otrora prolífico Jaime Jesús Balcázar, autor del raquítico guión. Dirigida por el alemán de origen checo, Hubert Frank, esta coproducción con Suiza relataba la repentina intromisión de una chica llamada Betty (Sonja Martín) en la vida de dos cómicos (Klaus Münster y Alfonso Isbert) por el expeditivo sistema de caer sobre ellos en paracaídas, al saltar de la avioneta que ella misma pilotaba. El film, rodado en Ibiza y encuadrable en el género de “soft-core”, debió rodarse a finales de 1985 o en el primer tercio de 1986, fue probablemente estrenado en España en algún cine de programa doble, quizá en 1988. De la aportación de José María Tasso, como del mismo film, nada más podemos aportar.
En los años noventa, trabajando para los directores-estrella
Acercándose ya a la sesentena, José María Tasso entra en la década de los años noventa con pocas ofertas de trabajo, pero éstas se dan en producciones que cuentan con directores de renombre y prestigio, tales como el ya consagrado por crítica y público pese a su juventud, Pedro Almodóvar, o como el auténtico mito vivo de la dirección cinematográfica en España, Luis García Berlanga, nada menos. Algunos escalones por debajo en el escalafón, pero ostentando un más que razonable prestigio (cimentado, sobre todo en dos films, “El desencanto” y “Las bicicletas son para el verano”), Jaime Chavarri firmó el título de otra película en la que Tasso intervino durante la década de los noventa, la de anti-comercial título “Tierno verano de lujurias y azoteas”.
Para cuando se estrenó “¡Átame!”, su director y guionista, el manchego Pedro Almodóvar ya había obtenido el reconocimiento universal de la mano de una nominación a los Óscar por su anterior film “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (comedia, por otra parte, para todos los públicos que añadía algo de sofisticación casera a fórmulas bastante convencionales). El caso es que Almodóvar comenzaba, pues, a dejar de ser un joven valor, una “revelación”, para pasar a ser un auténtico “fenómeno”, una especie de piedra angular del cine español, algo así como “la gran esperanza española del cine. Los hechos se encargaron de refrendar tal impresión en forma de premios y galardones procedentes de todas las latitudes y de la máxima relevancia. Y no será este burgomaestre quien cuestione la pertinencia de tales logros. Evidentemente que los premios que han llovido con generosidad sobre la obra de Almodóvar deben ser merecidos. Únicamente quisiera uno comentar al respecto que, en términos generales, considera un mal síntoma que alguien con una visión tan personal, es decir, un autor tan peculiar como insólito, abandone (en cualquier país en el que desarrolle su obra) el lugar lógico que le corresponde (es decir, cerca de los márgenes) para ocupar el centro de la escena. Esta situación anómala ha conducido a que el público mantenga con Almodóvar una oscilante relación de amor-odio que no tendría por qué producirse. Sin ánimo de ofender, este burgomaestre considera que Almodóvar tiene suficiente entidad como para tener su propio público adepto y hasta devoto, pero que, por otra parte, a la mayor parte de la audiencia, lo que hace Almodóvar debería traerle sin cuidado, en principio. Durante años se ha atraído sobre el trabajo del director de “Matador” una atención mediática excesiva, que convierte en sonoros fracasos cualquier film suyo que no coseche una tonelada de premios, óscar incluido. Sea como fuere, y volviendo a la figura de José María Tasso, que es de la que nos ocupamos aquí, nuestro protagonista obtuvo un papel en “¡Átame!”, película rodada en 1989 y estrenada el 22 de enero de 1990 en los cines Fuencarral y Madrid de la capital de España. Ilustrada con música del genuino genio Ennio Morricone, “¡Átame!” contaba con un argumento del propio Almodóvar que relataba la historia de Ricki (Antonio Banderas), un joven enfermo mental al que un juez libera de su encierro en un centro siquiátrico y que, con la intención de formar una familia, “como una persona normal”, decide secuestrar a Marina (Victoria Abril), una actriz de films de terror semi pornográficos (dirigidos por un esperpéntico cineasta, algo así como un Jesús Franco disfrazado de lisiado, Máximo Espejo, a quien incorpora Paco Rabal), con la que tuvo una relación esporádica en el pasado, en una de sus frecuentes fugas del sanatorio, y convencerla, por la fuerza, de que debe enamorarse de él. Lo que empieza por un sometimiento violento va suavizándose con el tiempo y Ricki dulcifica el trato que dispensa a Marina. Finalmente, al ser víctima de una paliza en la calle y regresar dolorido junto a su rehén, Ricki consigue conquistar el corazón de Marina, que sólo entonces (en una imagen icónica que remite a la “Piedad” cristiana) depondrá su resistencia y se entregará a su captor. Hasta tal punto la rendición es total que cuando su hermana Lola (Loles León) trata de rescatarla, Marina le confiesa que se ha enamorado de su raptor, con lo que Ricki pasa a integrarse a su familia. Esta parábola de las relaciones (“les liaisons”, que dirían los franceses, con toda propiedad) sentimentales, consistente en despojarlas de convencionalismos al pasarlas por el tamiz del comportamiento de un perturbado, habría resultado un hallazgo de mayor originalidad de no haber existido antes “El coleccionista” (The collector, 1965), que dirigió William Wyler (un cineasta no precisamente reconocido por su originalidad, pero sin duda muchísimo mejor que Almodóvar) según la novela previa de John Fowles. También, por otro lado, algunos comportamientos de Ricki, el personaje protagonista (su ingenuidad casi pueril de planteamiento inicial de la relación) encuentra un precedente bastante claro en el joven vaquero Beauregard “Bo” Decker de “Bus Stop” (Joshua Logan, 1956). Con todo, las aportaciones del “universo Almodóvar” (la imaginería religiosa, el esperpento cotidiano, la compulsión entre lo trágico y lo cómico) logran hacer pasar el conjunto como un producto original de pureza aceptable. Uno de los inconvenientes de poseer una creatividad del tipo “arrollador”, como la que sin duda posee el director de “Tacones lejanos” es que convierte a sus repartos en una especie de “trouppe”. Y así, como un participante más en el desfile, encontramos a José María Tasso al comienzo de “¡Átame!”, encarnando a un enfermo mental compañero de Ricki en el sanatorio del que escapa el protagonista. Cuando el joven se dispone a abandonar definitivamente su internamiento, el personaje de Tasso mantiene con él una breve conversación en la que le previene de los peligros de “la sociedad”: “¡La sociedad! –refunfuña junto a una imagen de la virgen María- ¡Yo también pertenecí una vez a la sociedad! ¡Era una sociedad gastronómica, y me intoxicaron!”, no obstante lo cual, le regala al chico su viejo carnet de la denostada sociedad. En otro rol incidental, destacamos la presencia de Lola Cardona en el papel de directora del centro psiquiátrico que al principio del film tiene que dejar marchar a Ricki, con hondo pesar, pues el joven era su amante, mientras lo tenía bajo su custodia. Otros actores interesantes del film son Julieta Serrano, Emiliano Redondo, y Alberto Fernández.
“El rey pasmado”, film rodado en marzo de 1991 en régimen de coproducción con Francia y Portugal (totalizando las productoras de dichas nacionalidades el 40 por ciento del capital), que trasladaba a la pantalla una novelita del antipático Gonzalo Torrente Balllester titulada “Crónica del rey pasmado” (editada por Planeta, en diciembre de 1989), con dirección de Imanol Uribe, se estrenó en Madrid el 18 de septiembre de 1991 y se alzó en la edición de los Goya de 1992 con media docena de premios en diferentes categorías del área de diseño de producción y técnicos, además del de mejor actor secundario para Juan Diego y otra media docena más de nominaciones (esta vez, en categorías, digamos, principales, como “Mejor película” y “Mejor actor”). También obtuvo un buen número de premios más en festivales, siendo, dicho sea en líneas generales, el actor Juan Diego, el profesional implicado en el film más galardonado. No quisiéramos obviar, en cualquier caso, que los guionistas, Joan Potau y Gonzalo Torrente Malvido vieron recompensado su esfuerzo de adaptación de la citada novela del padre del segundo de ellos con un Goya y con el premio al mejor guión del Festival de Comedia de Peñíscola en su edición de 1992.
Cuenta “El rey pasmado” los hechos de un plausible Felipe IV, un joven monarca (Gabino Diego) en la aparentemente austera y pía Corte española de la Casa de los Austrias en pleno Siglo XVI. Arranca la acción cuando el rey acaba de pasar una noche de sexo aplicado con la cortesana Marfisa (Laura del Sol), la puta más cara de la Villa y Corte, guiado por el conde de la Peña Andrada (Eusebio Poncela). Tras pasar tan gratas horas en compañía de la prostituta, el rey se encabezona en ver desnuda a su esposa, cosa que escandaliza grandemente a las autoridades eclesiásticas de la Corte, especialmente al padre Villaescusa, un fraile capuchino, capellán mayor de palacio, a quien da vida magníficamente Juan Diego. Algo más comprensivo se muestra el anciano fraile franciscano confesor del rey (Luis Barbero), y expectante y prudente reacciona el Gran Inquisidor (Fernando Fernán Gómez). Mientras el rey distrae la espera observando cuadros de desnudos que están encerrados en “el cuarto prohibido”, cuya llave le ha proporcionado, robándola, su valet, Cosme (José Antonio Correa), el padre Villasescusa se propone encerrar a Marfisa en una celda bajo la acusación de brujería y herejía, a la vez que trata por todos los medios quitar de la coronada cabeza del rey la absurda idea de ver desnuda a su señora esposa (Anne Roussel). El Gran Inquisidor encarga a su criado, Diego (José María Tasso) que avise a Marfisa de que debe esconderse, recado que el sirviente cumple al momento y en presencia de Lucrecia (María Barranco), la criada de la cortesana, la cual se ocupa de extender entre las gentes de Madrid el relato de los amatorios hechos reales de la noche anterior. Diego presta oídos a los comentarios de la calle e informa de ellos a su amo el Inquisidor. Marfisa se refugia nada menos que en un convento, el de las Jerónimas, del que es abadesa una prima (Carme Elías) del Inquisidor. Se produce después la reunión de las máximas jerarquías eclesiásticas, llamada La Suprema, en la que se han de tratar tan importantes acontecimientos. A las encendidas admoniciones del fanático padre Villaescusa se opone un jesuita, el padre Almeida (Joaquim de Almeida), un teólogo portugués de paso por Madrid, que rebate todas las acusaciones que formula el capellán mayor. Se establece entre ambos un debate moral e ideológico bastante anacrónico en el que los argumentos del capuchino y del jesuita parecen enfrentarse desde siglos distintos. El portugués defiende el derecho del rey a ver desnuda a su mujer y asegura, en contra de la opinión del capellán, que eso no perjudica en nada al pueblo, añadiendo, por su cuenta, que lo que perjudica al pueblo es la quema de judíos en la hoguera y otras atrocidades por el estilo. Comparece voluntariamente en la sesión el conde de la Peña Andrade para dar pelos y señales de lo acontecido entre Su Majestad y la puta Marfisa. Más tarde, Villaescusa se presenta ante el valido (una calcomanía del conde-duque de Olivares encarnada por Javier Gurruchaga) para denunciar que el Gran Inquisidor ya no es tan firme como debería y se postula como candidato al cargo, solicitando el puesto a la Santa Sede. A cambio, el valido le pide ayuda a Villaescusa por si puede ayudarle con su problema personal: no puede tener descendencia, solicitud a la que el capuchino parece tener adecuada respuesta. El Gran Inquisidor, hombre más moderado que el padre Villaescusa al fin, mantiene conversaciones con el jesuita portugués. La cuestión de fondo es determinar si los pecados del rey tienen influencia en la vida política del reino, cosa que afirma el capellán de palacio, o si no guardan relación alguna con ellos, como sostiene el jesuita. Así, la llegada de la Armada Inglesa a Cádiz o la derrota de las tropas españolas en Flandes podrían ser acontecimientos desencadenados por el afán concupiscente del monarca. Almeida se encarga de que los hechos mismos desmientan a su rival. Consigue que el rey y la reina estén juntos y desnudos, gozando de lo lindo, lo que coincide con buenas noticias de las campañas militares. Por otro lado, Villaescusa organiza una penitencia en el convento de las Jerónimas para que el valido tenga descendencia, consistente en que el conde-duque y su esposa (Alejandra Grepi) forniquen en presencia de las monjas. Después de resolver el problema del valido, Villaescusa solicita al rey un auto de fe para quemar a 70 u 80 herejes, pero el monarca, muy satisfecho de la vida, tras folgar con su esposa, se niega a tal petición. Marfisa y el conde de Peña Andrada salen victoriosos y satisfechos (y, sobre todo, evitan ser chamuscados). Se insinúa, incluso, que el conde es el mismo demonio y Almeida su instrumento, mientras que Villaescusa es engañado por el valido, que le entrega un documento-trampa que presentará en el Vaticano y que, lejos de recomendarle para el puesto de Gran Inquisidor, lo condena al ostracismo. Al final, en el espejo de la habitación de sus majestades, los reyes, se reproduce la imagen del conocido cuadro de Velásquez, “Venus del espejo”.
Es “El rey pasmado” una película cuyo conflicto argumental difícilmente puede interesar al espectador. Que el rey vea o no desnuda a la reina es cuestión que atañe poco o nada al espectador y las intrigas palaciegas se presentan con excesiva frialdad. El tono, entre festivo y descreído, desangela los presuntos peligros y amenazas que emanan de la figura del “villano”. El bando de los “buenos”, capitaneados por personajes increíbles, “progres” de manual metidos en un siglo que no les corresponde, difícilmente se gana las simpatías del público. Con todo, está “El rey pasmado” entre las mejores películas españolas producidas en su momento. José María Tasso, que no dispone de muchas oportunidades para lucirse (tan sólo una frase, en la que hace alusión a su edad avanzada y a que sólo espera ya de la vida los placeres del buen vino, merece destacarse de su escueto papel), aparece sólo en tres escenas, luciendo un pelo completamente blanco y supeditado siempre a los personajes con los que comparte plano o secuencia. De entre los demás intérpretes, destaquemos que Fernando Fernán Gómez, como Gran Inquisidor, exhibe su serena sensatez, con la misma facilidad con la que lo hacía en sus intervenciones personales en, por ejemplo, programas televisivos de debate; que Juan Diego, quien dispone de un rol en el que puede hincar el diente y “pasarse” a su antojo, despliega sus bien acuñados recursos; que Gabino Diego, por su parte, continúa explotando su estereotipo de “pasmado”, que se refuerza, además, con su perfil, decididamente monárquico; que Javier Gurruchaga, por el sencillo procedimiento de evitar los aspavientos y visajes consigue parecer un actor sobrio y solvente (y seguramente lo es). La peor parte de la función la desarrollan Eusebio Poncela y Joaquim de Almeida, en sus insufribles papeles de “sabihondos”, por un lado, y María Barranco y Laura del Sol, por otro, nada convincentes en sus diálogos, dichos con una ausencia total de gracia, simpatía, inteligencia o mera picardía, grave pecado cuando, precisamente, son con frecuencia sus diálogos de tono picante, de esos que se producen en estrecha compañía y confianza mutua. Por último, reseñemos que, probablemente, en lo que respecta al repaso del elenco, sea la presencia del entrañable Luis Barbero lo más valioso y destacable de “El rey pasmado” y la muerte de Ferrán de Valdivieso, su personaje, muy anciano, en el film, aquello que contiene más emoción de todo su metraje.
Seis años hubieron de transcurrir para que Luis García Berlanga estrenara nuevo film tras el relativo fiasco de “Moros y cristianos” (1987). Lo hizo entonces con una reescritura de dos de sus mejores películas. Nos referimos a “Todos a la cárcel” que, en cierta manera, se puede considerar como una puesta al día de su magistral “Plácido” combinada con elementos de “La escopeta nacional”. Por desgracia, el prolongado paso del tiempo rara vez confiere a los cineastas (ni a nadie, en general) un perfeccionamiento en su oficio. Alcanzado el grado de madurez creativa, siempre, inevitable, se produce un declive que, en el común de los casos, produce el efecto de hacer que la nueva producción de los otrora genios del cine derive en un emborronamiento de sus anteriores logros. Así sucede en este caso, que la comparación de “Todos a la cárcel” con las películas que la preceden y preludian arroja un saldo netamente negativo. Las referencias a “Plácido” en el film de 1993 son explícitas desde el argumento y no se disimulan, hasta el punto que uno de los protagonistas coincide en el nombre con el personaje del film previo que es, además, perfectamente homologable. Si el Quintanilla de “Plácido” (encarnado por el sublime José Luis López Vázquez) es el organizador del hipócrita acto caritativo de la campaña de “Siente un pobre a su mesa”, el Quintanilla de “Todos a la cárcel” (un sólo correcto José Sacristán) realiza la misma función, en esta ocasión, organizando una cena solidaria en beneficio de la población reclusa. A los fundamentos procedentes de “Plácido” (protagonista y situación), se añade la figura de otro protagonista, Artemio Bermejo, a quien da vida José Sazatornil “Saza” en muy similares términos a los que se dieron en “La escopeta nacional”. Si entonces el empresario de los porteros automáticos Jaume Canivell acudía a una cacería para tratar de medrar en cuestiones de negocios, en la presente ocasión, el mismo actor se encarga de que su personaje, Artemio Bermejo, se introduzca en prisión para, accediendo a la cena solidaria que se va a celebrar, perseguir los mismos fines crematísticos. Como se encarga de explicitar el personaje de Mariano (Antonio Resines), el socio de Artemio, cuando está aleccionándole antes de que atraviese los muros de la prisión: “Lo que antes, con Franco, se decidía en una partida de caza, ahora se resuelve en la cárcel”. A estos elementos, herederos directos de anteriores films suyos, Luis García Berlanga, que firmaba, por primera vez en muchos años, un guión sin la colaboración de Rafael Azcona (lo haría únicamente auxiliado por su hijo Jorge Berlanga), añadiría un tercero, que él mismo reconocería que resultó confuso y contraproducente. A Berlanga, que escribe el guión a toda prisa (y con el condicionante de la producción de que la acción debería transcurrir en un solo decorado), se le ocurre que sería divertido que en la cárcel haya un personaje, un delincuente de altísimo nivel internacional al que las más variadas fuerzas del orden mundial tengan interés en dejar libre de manera subrepticia. Tal como declaró al número de verano de 1998 de la revista “Nickelodeon”: “...Pero meter la CIA, meter el Vaticano, meter los banqueros de la manos limpias... Aquello jode la película de arriba abajo, y me di cuenta de ese error. Si hubiese estado Azcona, me lo habría advertido antes. Ahí es donde él es un maestro de la construcción. Decís que soy buen guionista, pero en este caso no lo fui porque metí la pata a fondo. (...) Y todo eso de la CIA, del Vaticano y de España por medio, ni se ve ni se entiende”. Aligerado en gran medida, en su versión definitiva, el film, de la trama conspirativa, “Todos a la cárcel” contiene todavía gran número de incidencias cómicas y, especialmente, un abigarradísimo elenco actoral, que incluía a la casi totalidad de lo más granado de la profesión. Por desgracia, el trazo del humor berlanguiano, huérfano en esta ocasión de auxilios de sólidos talentos como los de José Luis Colina, Miguel Mihura, o, especialmente, Rafael Azcona, con quienes trabajó en el pasado, se queda en su forma más gruesa. El vitriolo de la sátira se rocía sobre personajes que apenas contienen humanidad. El espejo deformante de la caricatura se ceba en una sociedad corrupta que se complacía entonces en su contemplación sin pudor, ni asomo de compasión. La España de 1993 parecía no inmutarse demasiado ante el espectáculo diario del “pelotazo y tentetieso” y la parodia berlanguiana, más descarnada que nunca, y oportunamente promocionada y bien estrenada (a finales del mes de noviembre, para aprovechar la taquilla navideña), obtuvo una buena respuesta del público. Rodada en la cárcel Modelo valenciana, la misma en la que había estado recluido el padre del director, “Todos a la cárcel” permitía a José María Tasso ponerse nuevamente a las órdenes de Berlanga tras su lejana experiencia en “Se vende un tranvía” (1959), cuando el cineasta ejercía funciones de supervisión de la dirección de Juan Estelrich. En el film de los noventa, a Tasso se le confió el papel de pinche de cocina, y le toca transportar el ataúd que contiene el cuerpo del padre Rebollo (José Luis López Vázquez), un cura rojo que tiene la inoportuna ocurrencia de morirse durante el transcurso de las jornadas de convivencia solidaria en la cárcel (un lance, por cierto, que también enlaza “Todos a la cárcel” con “Plácido”, donde también muere uno de los “homenajeados”). Tasso, que secunda en la cocina al desatado cocinero Iñaki (Francisco Maestre), es sólo uno más de los intérpretes que prestan su imagen a la interminable galería de personajes. Entre los profesionales más prestigiosos, a los ya mencionados es obligado añadir a Agustín González, magnífico, como siempre, en el papel del corrupto director del centro penitenciario, y a Manuel Alexandre, que da vida a Modesto, un hombre que se ha pasado la vida en sucesivas prisiones y que, en plena ancianidad, ha llegado a la conclusión de que no puede vivir en otro sitio mientras que, lleno de ansias de vivir, persigue a unas voluptuosas monjas mulatas cubanas que se encuentran en la prisión para bailar en los festejos. También destacables son las presencias de Juan Luis Galiardo (actor estimable, pese a ser, para este burgo, la antítesis de la comedia) como el banquero Muñagorri, de Rafael Alonso, que se ocupa de encarnar a un viejo fascista, la de José Miguel Rellán, a quien encontramos en el papel del subsecretario Perales, al que Artemio Bermejo trata de reclamar, sin éxito, el cobro de unos sanitarios pendientes de pago desde hace dos años; la de Marta Fernández Muro, en el papel de Matilde, interesada mano derecha de Quintanilla, que trata de obtener comisiones de todas las partes, la de Chus Lampreave, que da vida a la esposa del director de la prisión, víctima de la infidelidad de su cónyuge, que trata de fugarse con Vanesa (David Domínguez), el travesti que les sirve como criada, la de Torrebruno, en el papel del mafioso Tornicelli, cuya fuga está en el trasfondo mismo de la trama, y un larguísimo etcétera... “Todos a la cárcel”, film que culmina su metraje con la aparatosa fuga de Tornicelli (en la que se implica a Artemio Bermejo como rehén), a la que se suma un motín de los presos, se remata con la definitiva permanencia entre rejas del protagonista, que asume ya de buen grado su destino, aceptando que la vida en la cárcel tiene sus ventajas pues le permite desembarazarse limpiamente tanto de su agonizante negocio, como de su agobiante familia. Por el camino, el espectador ha podido distraerse medianamente, esbozando alguna sonrisa en reconocimiento a los rescoldos del apagado genio berlanguiano y descubriendo a famosos interpretando episódicos roles, como al director de cine José Luis Borau, en el papel del capellán de la cárcel, que le niega al extinto padre Rebollo el ingreso en la capilla por rojo, o al cantante “galáctico” Jaume Sisa (o Ricardo Solfa) en el papel paródico del cantautor Rafael Sánchez, o a Inocencio Arias dando vida a Casares, un interesado periodista.
“Tierno verano de lujurias y azoteas” se estrenó el 29 de enero de 1993 en un buen número de salas madrileñas (Proyecciones, Rex, Parquesur, Duplex y Renoir de Cuatro Caminos). Suponía su estreno el resultado final de un denodado esfuerzo personal de su productor, Alfredo Matas, por llevar al cine una novela de Pablo Sorozábal, de título, por cierto mucho más comercial y atractivo para el público, “La última palabra”. Jaime Chavarri fue quien recibió el encargo de Alfredo Matas de hacer realidad tal prodigio y a ello se empleó el director de “El desencanto”, quien, en colaboración con Lola Salvador, llegó a escribir hasta diez versiones del guión antes de dar la primera vuelta de manivela, las cuales sucesivas versiones, por cierto, fueron demoliendo la novela original hasta dejar que tan sólo un pequeño porcentaje de ella sobreviviera. El caso es que, fuera por el cambio de título o fuera por razones de mayor enjundia y complejidad, lo cierto es que el film, rodado en exteriores en Madrid y París, tan sólo lograría atraer a 139.000 espectadores a la conclusión del primer semestre de 1993, o lo que es lo mismo, una décima parte de los que había conseguido captar “Belle epoque” (Fernando Trueba), la película española favorita de la audiencia en aquel periodo, o una vigésima parte del número de espectadores que el “Drácula” de Coppola había hecho pasar por taquilla por las mismas fechas. Teniendo en cuenta que la película había contado con un presupuesto, sin subvención previa, de 250 millones de pesetas (un millón, quinientos mil euros, aproximadamente), y que su recaudación final en taquilla (transcurrida toda su vida comercial) no logró superar los 82 millones de la antigua moneda española (unos cuatrocientos noventa y cinco mil euros), cabe concluir que el empeño se reveló comercialmente ruinoso.
“Tierno verano, etc...” relataba el juego de seducción de un joven llamado Pablo (Gabino Diego, intérprete que contaba con la predilección de Chavarri desde su anterior colaboración en “Las bicicletas son para el verano”) quien, habiendo quedado sin familia, y procedente de la lejana Rusia, llegaba a Madrid, hacia su prima Olga (Marisa Paredes), una madura actriz de la que le separa una diferencia de edad de veinte años. Un personaje que no existía en el libro, Doria, el director teatral al que da vida Imanol Arias, se erige en rival del joven Pablo, un aspirante a artista dotado de una verborrea adquirida en los libros y de una animosa personalidad que le lleva a fantasear con conquistas sentimentales por toda Europa, las cuales relata a su adorada Olga. El film transcurre encajado en su voluntad de agradar a un público exquisito, europeo y distinguido, con abundantes entregas de erotismo preciosista y alguna concesión al arte mayor de buen tono, como la secuencia en la que asistimos al montaje que Doria prepara de “Sueño de una noche de verano”. Como quedaba empíricamente demostrado unas líneas más arriba, la mixtura no funcionó. Ni la nueva dimensión del protagonismo de Gabino Diego (que afrontaba un primer papel de protagonista absoluto en el que estaba obligado a hablar muchísimo), ni el sereno atractivo de Marisa Paredes, o la pujante belleza de Ana Álvarez fueron anclaje suficiente para sostener un film de tan disuasorio título. La contribución del siempre genuino José María Tasso, en un anecdótico y efímero rol como “Maestro filósofo” resulta, en un film tan equivocadamente sofisticado, doblemente singular.
Después de actuar a las órdenes de Luis García Berlanga, a Tasso el destino le podía haber permitido no volver a ponerse ante una cámara cinematográfica, pero todavía le quedaba participar en un film más, “Una chica entre un millón”, que dirigió Álvaro Sáenz de Heredia (sobrino de José Luis Sáenz de Heredia) y que se estrenó en junio de 1994. Con argumento de José Ramón Larraz, se trata de una farsa sobre la competencia feroz de dos cadenas de televisión rivales que, pese a ser muy superior a los anteriores films de su director (dos de ellos protagonizados por la pareja de cómicos “Martes y Trece”), casi nadie la vio, y de los que la vieron a muy pocos les gustó.
La ruptura
El matrimonio que contrajeron José Tasso y Eugenia Vilallonga en 1964, superando objeciones paternas y dificultades económicas, fructificó en cinco hijos. Su vida en común se desarrolló feliz y creativamente durante más de veinte años de convivencia, pero terminó, como sucede tan frecuentemente, en un camino que se bifurca en dos sendas divergentes. Judicialmente hablando, tal hecho se sustancia en una sentencia del Juzgado de 1ª Instrucción de Segovia de fecha 22 de octubre de 1990 que decreta la separación conyugal del matrimonio formado por José Tasso y Eugenia Vilallonga. Algo más de dos años después, en mayo de 1993, el mismo juzgado lo declara disuelto por divorcio. Testimonio directo de los motivos que provocaron tal desenlace son las palabras de la propia Eugena Vilallonga:
“Ya en los 80s, cada vez eran más frecuentes los viajes a Madrid de Jose (en realidad yo le llamaba con acento en la "o") y más largas las estancias.... Se alojaba en casa de amigos, en una especie de Facebook fisico, de círculo cerrado, de amigos de amigos que te hacen favores que algun día debes devolver... Gente divertida y fardona. Pero era gente, en su mayoria, de alta cuna y baja cama, como diría Cecilia, de arraigados principios inmorales y fuerte posición económica, social y administrativa, tipo alcaldes de Marbella, que nada tenía que ver ni conmigo ni con el cine...
Mientras tanto, yo trabajaba como traductora para la revista del Partido Feminista, para un sindicato obrero italiano y alguna que otra cosa que surgiera por ahí. Conocí también gente nueva, descubrí sufrimientos mucho mayores que los nuestros, miserias humanas que me quemaban el alma, servidumbres espantosas, injusticias y abusos de todo tipo. Y toda esa gente del foro, "divertida y fardona", me revolvía las tripas y yo no dudaba en demostrarlo. Nuestras mentalidades evolucionaron cada una hacia su nuevo mundo. Se fueron gastando nuestras ataduras y nuestras antiguas lealtades y descubrimos que nuestro tiempo habia pasado, el nudo que nos unía se había deshecho. Había decisiones que tomar y todo quedaba siempre en el aire, pendiente de un regreso.
Un dia recibí una carta del juzgado: Jose quería la separación. No comprendí nada. Dos veces ya lo había intentado yo y el me convenció para volver... Le di la carta a mi abogado para que se ocupara. Prepararon un convenio en el que cada uno se iba con lo que era suyo, preguntaron a los chicos con quien querían vivir, y se firmó. Jose se fue a casa de su hermana y volvió a los quince días pidiendo asilo. Se lo di y se quedó. Todo seguía igual. Dos años después -el plazo mínimo exigido entonces por la Ley- pedí el divorcio. Se marchó.
Un tiempo después supe que había conocido a Mamen .... y descansé por fin: la historia terminaba bien.”
Tenemos que acabar
El aspecto de José María Tasso había cambiado tanto como lo había hecho su propia vida. Roto su matrimonio con María Eugenia, vendido su mesón segoviano, perdida la estabilidad, por tanto, afectiva y económica, José María Tasso continuó trabajando en papelitos más o menos destacados en las innumerables series de ficción que las diversas televisiones privadas pusieron en marcha a partir de su implantación en España a finales de los años ochenta. Tasso, que no le hacía ascos a casi nada, hizo publicidad, rodando un spot de los estropajos Ajax en el que, agobiado por tener que limpiar grandes cacerolas, se soplaba, como no, el flequillo. También hizo doblaje, especialmente de series de dibujos animados, como la versión animada de “Loca academia de policía”, en la Cooperativa Alba que dirigían Luis García Vidal y el gran José María Caffarel.
El joven que había personificado el entusiasmo candoroso de un inocente larguirucho con cara de chiste, al lado de prodigiosas niñas y adolescentes cantarinas, había envejecido deprisa. El alcohol había acentuado el temblor natural de su voz y dejado profundos surcos en su otrora aniñado rostro. En tales condiciones, la personalidad que le había hecho popular se había transmutado en otra prácticamente opuesta. El pujante flequillo había dejado paso a lacias barbas y melenas, y el muchacho animoso y divertido, a una “vieja atrocidad” que coqueteaba a menudo con lo grotesco o lo patético. Lo que no había cambiado era su buen fondo, su cordialidad, su temperamento que no le permitía tomarse nada demasiado en serio, empezando por sí mismo. Tasso, pese a haber participado en un buen número de series de televisión, tales como la nefasta “Lleno, por favor”, o “Eva y Adán, agencia matrimonial”, “Villarriba y Villabajo” o “Hermanos de leche”, ya no era tan reconocido como en los años noventa como lo había sido veinte o treinta años atrás, cuando, tal como relató su hijo Lorenzo al diario “El País”: «Cuando cogíamos la roulotte para ir de vacaciones, solíamos parar en algún pueblo para tomar algo; apenas salíamos del coche, la gente nos reconocía, salía de sus casas, nos sacaba embutido y bebida y se organizaba una auténtica fiesta. Mi padre era tan popular que cuando yo iba a la escuela los profesores me trataban como si fuera el hijo de Lady Di». Los noventa, sí, eran otros tiempos, sin embargo, todavía le paraban por la calle, de vez en cuando, o en los bares. En una de esas ocasiones, estando en compañía de Carlos Aguilar (que ha tenido a bien contar la anécdota a este burgomaestre), un tipo de aspecto desastrado se le acercó y le dijo: “¡Pero si tú eres Tasso, aquel del flequillo de las pelis de Marisol! ¡Tío, estás igual, lo único es que ahora tienes todo el pelo blanco!”. “Es que me tiño”, fue la ocurrente respuesta de Tachuela.
José María Tasso, que se hizo gran amigo de Marisol, de Fernando Fernán Gómez, de Jesús Franco y de muchos otros ilustres de la profesión, contó con un papel esporádico en una serie que protagonizaba la que había sido una de las pocas niñas prodigio con las que no había trabajado. Incorporó el personaje de “Champolión” en “Petra Delicado”, telefilm seriado que protagonizaba la improbable pareja formada por Ana Belén y Santiago Segura. Su “Champolión”, que merodeaba la comisaría tratando de ser detenido autoacusándose de los delitos cuya autoría estaba por dilucidar, se confundía con su propia actitud vital, que le hacía oscilar entre la desesperación y el humor. Este especial estado de ánimo se reflejaba en una confesión que le hizo, con una sonrisa en los labios, al estudioso cinematográfico Carlos Aguilar, a quien le confió que “He pensado en suicidarme, pero ¿qué solucionaría con eso?” En sus últimos años, Tachuela, que vivía en habitaciones alquiladas, terminó por establecer una relación sentimental con su patrona, María del Carmen, "Mamen", una mujer viuda que se convirtió en su última compañera. Con ella se desplazó a León, ciudad en la que residía la anciana y enferma madre de ella, y en aquella ciudad es donde vivió Tasso el último lustro de su existencia. Allí padeció la enfermedad que terminaría con su vida tras una última operación a vida o muerte en el hospital residencia Virgen Blanca de León, que no pudo superar, y que dejó su cuerpo sepultado en la tierra el 9 de febrero del año 2003. Nuevamente cedo la palabra a Eugenia para dar cuenta del desenlace de la historia de Tasso, tal como a ella se la explicó su hija María Eugenia:
“La última vez que le vi venia a traerme el duplicado de la cartilla de SS. Falleció pocos días después: le bajaban al quirófano cuando surgió una urgencia, le aparcaron en el pasillo del sotano y allí se quedó, durante una espera interminable, el pobrecillo, solo, solo... La urgencia era un joven traficante de drogas colombiano herido a navajazos en un ajuste de cuentas. La mayor esperanza de vida del joven impuso la larga espera. Finalmente le intervinieron, pero no pudo superar la operación.”
Tasso había podido, sólo un par de días antes, celebrar su sexuagésimo noveno cumpleaños rodeado de sus cinco hijos y de algunos nietos. Aquellas solitarias horas de espera tendido en una camilla, en aquel pasillo de hospital, necesariamente debieron servirle para hacer balance de su vida, que estaba a punto de situarse al pie del abismo. Significativamente o no, su último trabajo profesional databa de tres años antes, en la serie "Raquel busca su sitio", de Televisión Española, donde hacía el papel de un modesto empleado llamado Jesús, en el episodio titulado "Vida, muerte, eternidad...etc, etc".
PD: en honor a la verdad, debo corregir el pie de foto en el que aparecen Fernando Fernán Gómez, José María Tasso y Carlos Aguilar. Éste último no era el autor único del libro que se presentaba. El volumen reunía textos de , CArlos Aguilar, Juan Miguel Company Ramón, Dolores Deves, Ramón Freixas, Diego Galán, Carlos F. Heredero, Miguel Medina Vicario, Alicia Potes, M. Vidal Estévez, Santos Zunzunegui y del propio Fernando Fernán Gómez. La edición estaba a cargo de Jesús Angulo y de Francisco Llinás. Que así conste.
PD2: Con posterioridad al primer redactado de esta entrada en tres partes, Eugenia Vilallonga, la primera viuda de José Tasso y madre de sus cinco hijos, tuvo a bien dirigirse a este aturullado burgomaestre para sacarle de unos cuantos de sus errores y, empleando mucha de su paciencia y generosidad, corregirle allá donde había errado. En lo fundamental, estas correcciones ya se han incorporado al texto de la entrada, no obstante lo cual, invito al amable visitante a leer un compendio de ellas, recogido en la entrada aquí enlazada, por contener algunos detalles interesantes, curiosos o tiernos (especialmente referidos a la propia Eugenia) que no han tenido cabida en el redactado final del texto de la entrada que aquí concluye.
Etiquetas: Monografía