Preámbulo
En el cansino deambular de este weblog, a través del cual, con más voluntad que acierto, hemos intentado glosar las figuras de nuestros cómicos, han desfilado ya por sus virtuales páginas actores de carácter como Manuel Díaz González, Jesús Tordesillas, José María Escuer, José Sepúlveda, Tomás Blanco, o Valeriano Andrés; característicos como Antonio Riquelme; protagonistas como Carlos Lemos, Ángel Picazo y Fernando Delgado; actores de reparto como José María Tasso y Fernando Rubio, y hasta algún galán, como los infortunados Luis Arroyo y Mario Berriatúa. E, incluso en algún caso, nos hemos ocupado de algún intérprete quien, como Luis Peña, podía perfectamente ser incluido en las cuatro categorías previas. Con los citados y otros muchos más hemos ido componiendo un mosaico de rostros en los cuales las más diversas emociones y anhelos humanos han podido hallar acomodo y expresión. Hoy le toca el turno a alguien quien, como ningún otro, supo dar vida a la amargura, a la dañina acción del resentimiento en el alma humana, al torvo y esquinado perfil de la maldad nacida de una herida abierta. Nos referimos a José María Lado, un actor de carácter, dotado de una presencia recia, innoble, tosca, dramática, un actor que rasgaba sus diálogos con unos afilados incisivos inferiores que mostraba a veces como una bestia amenazante. De ojos pequeños y hundidos en repliegues como los de Edward G. Robinson, José María Lado podía en ocasiones recordar tanto a éste como a Broderick Crawford, o a Neville Brand. Su rostro, como en el caso de los actores norteamericanos citados, era el cine.
“No hay nada que me guste tanto como hacer películas, y lo mismo creo que debe sucederle a todo el que ha cedido alguna vez a la tentación del “plató”. En España es casi general que todos los actores de cine procedan del teatro –y yo mismo no he podido substraerme a la moda en uso-; pero se adapta uno al cambio fácilmente y acaba por encontrarse en el otro “lado” –sin pretensiones de chiste- como en su propio ambiente”. Así se pronunciaba José María Lado en entrevista concedida a Juan del Sarto para el número 100 de la revista “Cámara”, publicado el 1 de marzo de 1947. Este actor hijo de inmigrantes españoles (gallego él y cordobesa, ella), nacido en La Habana (Cuba) el 13 de septiembre de 1895 (1897, según algunas fuentes) y formado en Barcelona, ciudad en la que inició su carrera profesional, falleció, sin provocar con ello, a decir verdad, gran reacción en los medios de comunicación, en Madrid, el 17 de octubre de 1961. Hace ya cuarenta y nueve años. Y quizá el público no le echa de menos, por lo que parecería superfluo recordarle todavía, pero es que, precisamente es en estos casos cuando este burgomaestre cree estar saldando una deuda con los cómicos. Alguien como José María Lado, que tuvo el privilegio de ser asesinado ante las cámaras por tan bellas mujeres como María Félix y Amparo Rivelles, que fue actor predilecto de directores de tanta relevancia como Rafael Gil, José Luis Sáenz de Heredia, Arturo Ruiz-Castillo, Florián Rey o Pedro Lazaga, no merece ser sepultado por la indiferencia y el olvido. Presencia rotunda de nuestra pantalla, encarnó cierta fea y amarga faceta de nuestra historia reciente en films tan aclamados como “El clavo” (Rafael Gil, 1944), “Mariona Rebull” (José Luis Sáenz de Heredia, 1947), “Historias de la radio” (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), o “El inquilino” (José Antonio Nieves Conde, 1958). Guardia civil, cura, político, tosco marino, rudo campesino, o delincuente, José María Lado siempre prestó su eficacia, su aquilatada voz agria, y su físico áspero a papeles que convirtió en seres humanos retratados con la mejor técnica del claroscuro.
Primeros pasos en la escena, antes de los desastres de la Guerra Civil.
El desarrollo profesional de José María Lado Rodríguez se inició en los escenarios de la Ciudad Condal en los primeros años veinte, siendo integrante de las compañías teatrales de Morano, Enrique Borrás y María Palou. De estos años de labor teatral tan sólo he podido constatar su intervención en el estreno en febrero de 1927 de la obra de Juan Ignacio Luca de Tena “Divino tesoro”, en el teatro La Latina, de Madrid. De aquellos años, y prácticamente como figurante, data su primera incursión en el medio cinematográfico, al aparecer fugazmente en el film de José Buchs “Curro Vargas”, estrenado en 1923. Al principio de la década de los años 30, comienza su labor como actor de doblaje en los estudios propiedad de la productora Paramount en Joinville (París), donde coincidió con otros grandes actores, magos de la voz, como Félix Fernández (de quien algo dijimos hace ya muchos meses, en este weblog). Tras esta primera experiencia, y superado el amargo trago de la Guerra Civil (durante el cual, por cierto, participará en la mítica “Sierra de Teruel” -André Malraux, 1938-), continuará en la disciplina de la sincronización de voz contratado en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer, en cuyo seno podrá hablar por boca de actores tan notorios como Edward Arnold o C. Aubrey Smith. Más adelante, y desempeñando el mismo menester, José María Lado aportará su voz para los barceloneses estudios “Acústica”, donde compartirá micrófonos con nombres míticos del oficio como Rafael Navarro, José María Oviés, María Dolores Gispert, Elsa Fábregas, Ramon Martori o Fernando Rey. Con muchos de ellos tendrá oportunidad de trabajar también ante las cámaras.
Una vez demostrado, sin permitir el menor resquicio a la duda y a través de su trabajo en el teatro y en el doblaje, que José María Lado sabía hablar y actuar, pronto el cine, el medio al que se consagró definitivamente, reclamará con insistencia al actor, que hallará en él (tal como el propio Lado se ha encargó de manifestar en declaraciones recogidas unos párrafos más arriba) el ámbito ideal para desarrollar su labor. Durante la década de los años 30, nuestro protagonista va abriéndose camino en la industria cinematográfica barcelonesa, interviniendo en una docena mal contada de películas rodadas mayoritariamente en los estudios Orphea de la Ciudad Condal. Tras sus ínfimas participaciones en tres películas del cine silente, tales como la antes citada “Curro Vargas”, la primera adaptación de la obra de Carlos Arniches “Es mi hombre” (Carlos Fernández Cuenca, 1927) y en “L’auca del senyor Esteve” (1929, Lucas Argilés), José María Lado actuará por primera vez en un film sonoro al intervenir en “Sierra de Ronda” (Florián Rey, 1933), que se rodó entre junio y julio de 1933 en localizaciones en Ronda (Andalucía) y en los estudios Orphea, de Barcelona. Posteriormente, entre los meses de septiembre y octubre del mismo año 1933, tornará a ponerse ante las cámaras que filman en los estudios Orphea la película “Alalá” (Adolf Trotz). Entre mayo y septiembre de 1935, esta vez en los estudios Trilla-La Riva, hará lo propio para el film “El secreto de Ana María”, y de nuevo en Orphea, rodará entre los meses de Junio y Julio del mismo año, “El malvado Carabel” (Edgar Neville) y posteriormente entre Julio y Agosto, “Hombres contra hombres” (Antonio Momplet). Al año siguiente, volverá, entre Abril y Mayo, a los estudios Orphea para participar en el rodaje de “El deber” (Salvador de Alberich), y en junio, desplazándose a las instalaciones Trilla- La Riba, en el de “Hogueras en la noche”, poco antes de que se produjera el fatal estallido de la Guerra Civil. En 1937, ya en plena contienda, entre los meses de Agosto y Septiembre, obtuvo un breve papel en la producción de “Las cinco advertencias de Satanás” cuyo rodaje tuvo lugar en los barceloneses estudios Lepanto. Finalmente, en el último año de la década, representó en los estudios Orphea su destacado papel en “Sierra de Teruel” (André Malraux) entre Febrero y Marzo, rodando con posterioridad al final de la Guerra Civil, entre Julio y Agosto de 1939, en los estudios Trilla- La Riva, su parte en “Manolenka” (Pedro Puche). La primera mitad de los años cuarenta supondrá para José María Lado la oportunidad de consolidarse en la industria cinematográfica, lo que se produce especialmente a raíz de su participación en el éxito de crítica y público, “El clavo” (Rafael Gil, 1944). Decisiva importancia en el desarrollo de su carrera tendrá el traslado de Barcelona a Madrid. En la capital del Estado, las ofertas de trabajo le proporcionarán mejores papeles y en proyectos de mayor presupuesto y relieve. El aplomo de José María Lado, apoyado en una dicción segura y en una voz domeñada hasta en sus más insignificantes matices, pronto le va a valer hacerse con un puesto en la producción cinematográfica, consiguiendo, entre 1946 y 1955, menudear su presencia en los más señalados títulos de los más influyentes directores del periodo, los cuales (unos y otros) citábamos más arriba.
Algo apagado su anterior esplendor (siempre relativo, considerando que estamos hablando de un actor de carácter), José María Lado culmina su trayectoria profesional participando del deterioro del cine español previo al advenimiento del “Nuevo Cine” auspiciado por la reforma de García Escudero de 1962. La carrera de Lado en sus últimos años, parece, con algunas honrosas excepciones, estar perjudicada por su identificación con un cine que ha quedado rápidamente anticuado. La segunda mitad de los años cincuenta coincide con una crisis aguda que se resolverá en la década siguiente desembocando en el frenesí de las coproducciones, por un lado, y en el del “cine de autor”, por otro. José María Lado, fatalmente, no participará de ello y sólo sus puntuales participaciones en “Historias de la radio” (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), la excelente “Mi tío Jacinto” (Ladislao Vajda, 1956), la perseguida y masacrada “El inquilino” (José Antonio Nieves Conde, 1958) y en la comedia del desarrollismo, “Las chicas de la Cruz Roja” (Rafael J. Salvia, 1958), y “Sólo para hombres” (Fernando Fernán-Gómez, 1960) permitirán al actor sentirse partícipe de lo que podríamos considerar “la crema” de la filmografía española del lustro final de los años cincuenta. La presente entrada se articulará en dos partes, dividiendo la trayectoria de José María Lado por la mitad, de modo que su periodo de máximo esplendor quedará equitativamente repartido.
Hecho en Barcelona
Tras su minúscula intervención en “Curro Vargas” y la algo menos insignificante en “Es mi hombre”, la siguiente actuación en una película de José María Lado difícilmente podía ser de signo más barcelonés. “L’auca del senyor Esteve”, adaptación a cargo de Adrià Gual de la obra homónima de Santiago Rusiñol de 1907, se rodó íntegramente en la ciudad Condal. Producida por una empresa madrileña (Troya Films) con capital madrileño, catalán y gallego, fue dirigida por Lucas Argilés y Ruiz del Valle, propietario y director de la revista cinematográfica “El Cine (Revista popular ilustrada)”, y contó con actores de renombre como Enric Borrás (para el papel protagonista del señor Esteve), Josep Santpere, Josefina Tàpies y con prometedores intérpretes como Enric Guitart o el propio José María Lado. Tomando prestados escenarios naturales de la Ciudad Condal como las iglesias de Santa Maria del Mar o la Plaça del Pi, la película pretendía ser un producto de calidad, que en su estreno contó con la Orquesta del Sindicat Musical de Catalunya para interpretar su partitura original del maestro Morera y con el orfeón “La Violeta”, del maestro Clavé. Lamentablemente, este primitivo film no alcanzó el éxito pretendido y sólo se mantuvo trece días (una cifra que años más tarde podría considerarse como aceptable para un film español) en cartelera. Su título en castellano se limitó al simple “El señor Esteve”, y contaba la historia de la transmisión de un establecimiento comercial, una mercería llamada “La Puntual”, de padres a hijos. El señor Esteve del título la hereda de su padre y, andando el tiempo, tiene intención de traspasársela a su hijo, Ramonet. Las inclinaciones artísticas de éste suponen un obstáculo para
mantener la tradición familiar, hasta que, finalmente, el señor Esteve cede a los deseos de su hijo y, tras haberle obligado a aceptar la carga de la tienda, le anima a reemprender su vocación artística. El papel de Lado en este fresco de la vida pequeño burguesa barcelonesa le es desconocido a este burgomaestre, pero no parece que fuera muy destacado, a juzgar por el lugar que ocupa su nombre en el reparto. Técnicamente, el film exhibía una factura muy artesanal, en la que, por ejemplo, los decorados de los interiores estaban pintados por el escenógrafo Salvador Alarma, y las escenas nocturnas estaban logradas mediante tinturas de la película. El estreno en Barcelona se produjo el 8 de mayo de 1929, y en Madrid, el 19 de abril de 1930.
Del papel de José María lado en “Sierra de Ronda” no podemos decir nada, ya que lo desconocemos. Señalemos, únicamente, que supuso su primera oportunidad para convencer al director Florián Rey, quien le reclamaría con insistencia en años venideros. Como no sabemos si su papel requirió que se desplazara a los exteriores rodados en Ronda (aunque nos permitimos dudarlo), no podemos confirmar que José María Lado hubiera cruzado la península ibérica de parte a parte entre junio y septiembre de 1933. Lo que sí podemos confirmar es que, para iniciar el rodaje de “Alalá”, en septiembre de 1933 se desplazaba a tierras gallegas (concretamente, a parajes de Vigo y Pontevedra) un equipo internacional comandado por el director alemán nacido en Polonia Adolf Trotz, su operador, el danés Frederik Fuglsang y el escenógrafo de origen ruso, Alexander Arnstam. Iban con la intención de tomar imágenes tanto de paisajes, como de gentes típicas (como, por ejemplo, de grupos de gaiteiros), las cuales les permitieran ambientar adecuadamente la adaptación de una novela de Rafael López de Haro, “Los nietos de los celtas”, que se había publicado en 1917, y que el propio autor se había encargado (en complicidad con el director) de convertir en un guión cinematográfico. La empresa la financiaba la productora FIDA (Filmación Ibérica de Arte), que era una filial del Crédito Agrícola Catalán. Semejante cóctel brindó a José María Lado encarnar su primer papel importante, al dar vida al villano del film, el inmundo Ramón, pérfido hermanastro del protagonista. “Alalá” (título que define un género de canción galaica de tono sentimental y melancólico) se estrenó en tanto en Madrid como en Barcelona, el mismo día, el 5 de marzo de 1934, en los cines Ópera y Cataluña, respectivamente. Quienes acudieron a ver el film supieron de la historia de Jorge (José Baviera), un indiano que regresa a su pueblo natal, Portoluar, en Galicia, tras pasar quince años enriqueciéndose a manos llenas en las Américas. Vuelve con la intención de transformar el lugar, construyéndose una casa para sí y una fábrica para el pueblo. A su llegada, recibe la maldición de una vieja meiga, la cual cosa tiene la virtud de hacerle recordar las penosas circunstancias de su infancia, en la que fue víctima de los malos tratos de su padrastro y de la falta de cariño de su madre inválida. Su propio nacimiento, envuelto en circunstancias misteriosas (de hecho, la película se tituló “El hijo del misterio” cuando se estrenó en provincias), ha provocado siempre recelos entre sus convecinos, que no hacen sino avivarse al verle regresar. Sólo su hermanastra María Rosa (Antoñita Colomé) y la amiga de ésta, Helena (Cristina Rodríguez Vélez), le reciben con cariño. Su hermanastro Ramón (José María Lado), un haragán brutal y sin escrúpulos que vive a costa de los esfuerzos de María Rosa, no disimula el odio que siente por el recién llegado. Jorge, a la par que inicia aproximaciones a Helena (que le hace tilín), se pone en contacto con el cacique de Portoalar, don Luis Canaval (Francisco Alfonso de Villagómez), para que le ayude con su proyecto de construir una fábrica y también a descubrir las circunstancias de su misterioso origen, ofreciéndole dinero a cambio. Canaval no le haría ascos a la posibilidad de embolsarse la plata del indiano, pero, en cualquier caso, se niega a colaborar. Jorge sigue adelante con su empeño, contratando para ello al ingeniero Llovet (Félix de Pomés). Ramón presiona a Canaval para que haga valer su posición de poder para paralizar las obras, y así lo hace éste, mediante amenazas a los obreros. No obstante, Jorge es muy testarudo, y consigue superar tal obstáculo. Incluso consigue de Canaval que se entreviste con su madre para que le sonsaque lo que esconde su nacimiento. El encuentro de cacique y madre resulta desastroso, pues la segunda fallece en el transcurso del mismo, presa de terribles convulsiones, mientras que el primero fallece también poco después, víctima de lo que el pueblo considera una maldición. Pero Jorge no se detiene ante estas menudencias. Termina de construir su fábrica y su casa y se lleva a vivir con él a su hermanastra María Rosa, mientras va haciendo progresos con Helena. Ésta, sin embargo, por causa de las habladurías, desconfía todavía de Jorge y decide visitar a Úrsula, la meiga, para que ésta le aclare la verdad de la maldición que echó sobre su enamorado. Úrsula, la noche de San Juan, fecha de la cita con Helena, y siguiendo instrucciones del taimado Ramón, tiende una trampa a la muchacha, drogándola y dejándola desnuda “a punto de caramelo”, como si dijéramos, para él. Oportuno como el Séptimo de Caballería, aparece Jorge para impedir que se consume el desastre total. Ramón no se toma el chasco con deportividad, y creyendo haber sido traicionado por ella, asesina a Úrsula. Después, todavía con el berrinche encima, pone una carga explosiva en la fábrica de Jorge, con tanta torpeza que resulta herido mortalmente en la deflagración. Mientras, Juan (Ricardo Núñez), un hermano de Helena, agradecido a Jorge por haberle salvado la honra, le cuenta a éste lo sucedido con su nacimiento. Resulta que la misma meiga había hecho creer a su madre, a la que había drogado como a Helena, pagada por un forastero, que Jorge era fruto de una violación del diablo, nada menos. Aclarada la causa de los recelos vecinales, es el turno del arrepentimiento del moribundo Ramón, que pide a Jorge que le perdone tras confesar sus muchas culpas. Finalmente, Jorge y Helena podrán casarse y ser felices.
La película de Adolf Trotz (quien, parecer ser, habría caído en desgracia en Alemania ante Goebbels y que en España sólo dirigiría un par de cortometrajes más, ambos documentales de corte costumbrista, “Nuevas rutas”, de 1935 y “Sinfonía vasca”,de 1936), había completado su rodaje, como dijimos antes, en los barceloneses estudios Orphea en los meses de octubre y noviembre de 1933. Supuso para Lado su primer villano concupiscente, de la que habría de llegar a ser una larga lista de ellos.
Dirigida por el debutante Antonio Momplet (Cádiz, 1899 – Cadaqués, Girona, 1974), director barcelonés de adopción, “Hombres contra hombres”, la siguiente película en la filmografía de José María Lado, fue estrenada el 25 de noviembre de 1935 en el Gran Teatro de Valencia, dos semanas más tarde, el 9 de diciembre, en el Avenida de Barcelona y, con algún retraso, el 22 de marzo de 1937, lo haría finalmente en Madrid, en el cine Salamanca. Antonio Momplet, como antes dijimos de Luis Argilès, llegaría a dirigir una revista de cine, el semanario “Cine-Art.Moderna revista de cinema”, en línea con las publicaciones que había conocido en Francia, donde había trabajado para la productora Gaumont y Pathé como escenógrafo. Colaborador en las revistas “Films Selectos” y “Cinegramas” y “Arte y cinematografía”, Momplet había sido promotor teatral en Barcelona de la actriz Teresina Boronat, y el paso a la dirección cinematográfica lo dio aleccionado por el pionero Albert Gasset i Nicolau (Barcelona, 1906-2000), quien le instruyó en un oficio que cultivaría a través de las décadas y hasta de los océanos (pues tuvo su periodo mexicano, entre 1943 y 1952). Contando con el empresario Antonio Lasierra como aliado, Momplet fundó la productora Unión Film, ambicioso sello que no sólo se propondría realizar películas, sino también construir unos estudios cinematográficos, pero que únicamente llegaría a producir un film, el que sería a la postre el de debut de Antonio Momplet, “Hombres contra hombres”, que se rodó a lo largo de siete días en los estudios Orphea de Barcelona, entre julio y agosto de 1935. Según un argumento del propio director y productor, “Hombres contra hombres” constituye un alegato antibelicista que fue prohibido en España a partir de junio de 1939. Se cuenta en el film, auténtica “rara avis” de la cinematografía española, la historia de un escritor de ideología pacifista, Alberto Cortés (Félix de Pomés), el cual está en relaciones con la guapa Elena Suárez (Cándida Losada), hermana de un eminente químico llamado Daniel (José María Lado, acreditado en esta ocasión simplemente como José Lado). Al principio del film asiste el espectador a una reunión de Daniel Suarez con un grupo de poderosos ministros y militares de alta graduación a los que informa de que está trabajando (con éxito) en un descubrimiento que pondrá en sus manos el destino del mundo, pues está perfeccionando un gas letal capaz de terminar con todo bicho viviente en un radio de acción de centenares de kilómetros. Tras tan apasionante revelación, la acción se traslada al más familiar ambiente de una cena en el salón de los Suarez, en el transcurso de la cual, el químico explica a su futuro cuñado, Alberto, el alcance de sus investigaciones. Tan evidente amenaza para el futuro de la humanidad ejerce en el ánimo del escritor pacifista una desazón irresistible, por lo que trata de convencer al químico de que desista de completar su obra, por el peligro que supondría que tan terrible arma llegara a manos irresponsables. Daniel Suárez desdeña tal posibilidad, asegurando que la fórmula no se encuentra en otro soporte que su propia e infranqueable memoria, para acto continuo invitar al escrupuloso escritor a visitar su laboratorio y mostrarle la eficacia de su revolucionario gas. Alberto Cortés presencia allí la defunción instantánea de un conejito expuesto al gas letal del profesor Suárez. El escritor regresa a su casa vivamente impresionado y muy afectado. Se sienta a su mesa de trabajo, pero no puede escribir, obsesionado con sus recientes descubrimientos. Buscando papeles en un cajón, su mano tropieza con un revólver. Al instante, la idea de asesinar al científico se adueña de su mente y, actuando con la frialdad de un autómata, regresa al laboratorio de Daniel Suárez y, disparando su pistola, lo mata. Alberto Cortés es detenido y sometido a un juicio en el que no hace ningún esfuerzo por exculparse. Su abogado, convierte la causa en un alegato antibelicista, tratando de justificar la acción de su defendido exponiendo los horrores de la guerra, que el escritor habría tratado de evitar. En este punto, la película se nutre de abundantes imágenes documentales, de procedencia internacional, que ofrecen al espectador espeluznantes visiones del frente de batalla de la Primera Guerra Mundial. Tan conmovedora exposición no consigue, sin embargo contrarrestar el peso de los hechos probados y Alberto es condenado a muerte. Su novia, Elena, presente en la vista, grita de desesperación. El juez hace sonar su campanilla tratando de restablecer el orden. Simultáneamente, suena el teléfono en casa de Alberto Cortés, despertándole del horrible sueño que ha sufrido. Una voz, desde el otro lado del hilo telefónico le informa de que Daniel Suárez ha muerto en su laboratorio víctima de sus propios experimentos, llevándose a la tumba el terrible secreto de la fórmula de su gas letal. Así concluye “Hombres contra hombres”, film singularísimo cuyo título alternativo fue el explícito “Un grito de protesta contra la guerra”, en el que José María Lado variaba radicalmente de rol, respecto a su anterior film, cambiando las toscas maneras de un truhán rural por la bata blanca del científico medio loco.
Las películas en las que intervino José María Lado en la década de los años treinta no le ofrecieron gran variedad en lo que se refiere a lugares de rodaje. Como hemos visto antes, todos los films se realizaron en estudios sitos en la capital catalana, preferentemente, en los Orphea. Prescindiendo, por poco significativo, del anecdótico papel que le correspondió en la adaptación que de “El malvado Carabel”, realizó en 1935 Edgar Neville (que protagonizaron Antonio Vico y Antoñita Colomé), la variedad de los roles que adoptó José María Lado se antoja tan notable como evidente. A Ramón, el paisano gallego de “Alalá” sucedió el químico Daniel Suárez de “Hombres contra hombres” y a éste, Federico, el minero aragonés de “Hogueras en la noche” (Arthur Porchet, 1936).
Arthur Porchet nació en Ginebra, Suiza, en 1879. En su país de origen desarrolló una importante labor en diversos campos de la cinematografía, fundando “l’Office Cinématographique”, editora de los primeros “Ciné-Journal Suisse”, así como la productora AAP, en 1928. Operador de la Cruz Roja Internacional, llegó a París en 1931, acompañado de su hijo Adrien, cineasta, como él. Con motivo de la conclusión del rodaje del film “Pax”, de Francisco Elías para la productora francesa Orphea Films, funda en la montaña de Montjuich de Barcelona los estudios Orphea, con el productor Camile Lemoine y el citado Elías. Durante varios años, compartirá tareas de dirección de fotografía y luminotecnia con sus hijos Adrien y Robert en los recién fundados estudios. Su primer largometraje fue “El octavo mandamiento” (1935), que le produjo Joseph Balart. El mismo empresario financiará (en asociación con Miguel Vallcorba) su segundo largometraje, “Hogueras en la noche” en el que figuran también (otorgando al proyecto cierto aire familiar) sus dos hijos como directores de fotografía (en complicidad con Manuel Marín) y el matrimonio conocido artísticamente como “Los Villasiul”, formado por Luis Villasiul (Luis Ibáñez Villaescusa) y su mujer Enriqueta Villasiul, siendo el primero coprotagonista del film y autor del argumento. Arthur Porchet, que a la conclusión de la guerra volvió a su Suiza natal (por respirar aires más alpinos, seguramente), había sido el iluminador de “Alalá”, por lo que debía conocer a José María Lado cuando lo tuvo a sus órdenes en “Hogueras en la noche” incorporando a uno de los roles principales.
“Hogueras en la noche”, melodramón de ambiente costumbrista y rural, nos pone en conocimiento de un par de amigos, Federico (José María Lado) y Eminencia (Luis Villasiul), dos mineros aragoneses cuarentones, nobles y bastante brutos (como atribuye el tópico que es el carácter maño), que trabajan en la mina “La Garbosa”. Federico está casado con Rafaela (Carmen Rodríguez), una mujer que guarda oscuros secretos en su corazón, con la que tiene una hija, Caridad (Carmen Elios), que es el vivo retrato de su madre, con veinte años menos. Eminencia, compañero de trabajo y de tabernas de Federico, es un solterón empedernido, dispuesto a perder tal condición en brazos de una amiga de Caridad, Pepa “La desvanecida” (Elva Roy), a quien se conoce por tal mote debido a que se dice de ella que pierde el conocimiento cuando un mozo le coge la mano, hija de Inés (Enriqueta Villasiul), comadre de Rafaela, quien no ve con agrado el interés de Eminencia por su hija, pese a que se le tiene por un buen partido entre las mozas del pueblo. Un día de paga, en el que, como todos, Federico y Eminencia se dedican a emborracharse “a modo” en la taberna, Rafaela e Inés charlan aparte de sus cosas. Rafaela le cuenta a su amiga que su cuñado Pedro (José Telmo) le ha anunciado en una carta que regresa de América, donde emigró en busca de fortuna. Este retorno la llena de inquietud, pues tuvo con él una relación traumática, anterior a su matrimonio con Federico y teme que quiera reanudarla. Los temores de Rafaela están bien fundados, pues el mismo día de su retorno, Pedro, a quien Federico no ha llegado a tiempo de recibir, se presenta en casa de sus parientes, hallando sola a Rafaela, y haciéndole proposiciones deshonestas sin pérdida de tiempo. Su cuñada le para los pies con mucha determinación y la presencia de Caridad y Federico terminan de disolver la peligrosa situación. Pasa el tiempo y la convivencia en casa de Federico se va enrareciendo. Pedro trabaja en “La Garbosa” y vive en casa de su hermano. Mientras, Eminencia hace progresos con Pepa, venciendo la resistencia de su madre. El grado de tensión acumulado en casa de Federico va aumentando ante la ignorancia de este, hasta el punto que Pedro empieza a dar rienda suelta a su frustración alardeando (sin identificarla) de haber poseído a una mujer del pueblo antes de salir para América y de proponerse reclamarla para sí. Eminencia le advierte de que deponga tan innoble proceder, pero Pedro ignora tales admoniciones. En una ocasión, estando a solas con Rafaela, trata de propasarse con ella, y sólo la decidida intervención de Caridad, que esgrime un cuchillo, consigue hacerle desistir. El episodio concluye incruento, pero Pedro no ceja, y amenaza a Rafaela con unas cartas comprometedoras que pondrían al descubierto su relación pasada, que culminó cierta noche de San Juan, al calor de las hogueras. De la pública actitud de su hermano, hace Federico también objeto de consejo fraterno, llegando a pedir a Pedro que recapacite sobre su comportamiento, sin saber que se trata de la honra de su propia mujer, la que se está poniendo en juego. Pedro, lejos de cualquier arrepentimiento, parece disfrutar con la situación, y, como queriendo repetir su hazaña del pasado, la noche de San Juan le cambia el turno de guardabarreras a su hermano para quedarse a solas con Rafaela. Con la compañía de una botella que le ha traído su sobrina Caridad, Pedro espera el momento propicio para culminar su acoso a su cuñada, pero el exceso de alcohol le juega una mala pasada. Algo abotargado por el licor, y ensordecido por los fuegos artificiales, no oye los gritos de Caridad, que le advierte de que el tren se está acercando al punto de las vías donde él ha caído, tras tropezar pesadamente. Pedro es arrollado fatalmente por el tren. Caridad, que se acerca al cuerpo sin vida, encuentra junto a él las cartas con las que pensaba chantajear a su madre. Las recoge y las entrega al fuego devorador de las hogueras de San Juan. Ilustrada con estampas costumbristas (como lo había sido “Alalá”, película que también contaba con la visión de un director centroeuropeo) tales como el “Baile de la rueda”, coreografiado por Elva Roy (la “Pepa la desvanecida”), “Hogueras en la noche” se estrenó, en plena Guerra Civil, en el Salón Cataluña barcelonés el 22 de febrero de 1937, y en Madrid, en el cine Rialto, el 28 de junio del mismo año.
“Hogueras en la noche” se había rodado sólo unas semanas antes de que estallara la Guerra Civil, con la sublevación de una parte del ejército contra el gobierno legítimo de la República. “Las cinco advertencias de Satanas” se realizó, en cambio, en plena contienda, a iniciativa del autor de la obra teatral original, el divino Jardiel, quien, fugitivo de Madrid, movilizó en Barcelona, con su entusiasmo aún intacto, los medios económicos y artísticos necesarios para hacer realidad esta adaptación de su obra homónima, estrenada en el teatro de La Comedia de Madrid, el 20 de diciembre de 1935, con Jesús Tordesillas, Mariano Azaña, Guadalupe Muñoz Sampedro, Ricardo Canales y Elvira Noriega en sus papeles principales. Para la versión cinematográfica de su obra, Jardiel, quien naturalmente se ocupó de la adaptación y los diálogos, contó con la dirección de Isidro Socías y con un cuadro de actores que, comandado por los galanes Félix de Pomés y Julio Peña, incluía a Pastora Peña (la hermana de Luis Peña, de quien algo hemos hablado por aquí) y al matrimonio Villasiul quienes repetían junto a José María Lado, con quien, como acabamos de ver, habían hecho “Hogueras en la noche”. Cuenta “Las cinco advertencias de Satanás” (comedia y película) la historia de un seductor otoñal, Félix de Iracheta (Félix de Pomés) que tiene la costumbre de traspasar a su amigo Ramón Orellana (Julio Peña) las mujeres de las que, una vez conquistadas, termina por cansarse. Cuando empieza a hastiarse de sí mismo, y decidido a dejar estas prácticas cinegéticas, recibe cinco advertencias del mismísimo Satanás, que le vaticina que conocerá a una mujer, que se enamorará de ella, que ella se enamorará, a su vez, de él, que se arrepentirá de querer a esa mujer y que la dejará en manos de un rival amoroso. Finalmente, al cabo de tres meses recibirá la quinta noticia, que significará su desgracia. Tan pronto desaparece el ángel caído, una hermosa muchacha, entra sonámbula en la habitación de Félix. La joven, que se llama Coral (Pastora Peña), subyuga sin tardanza al curtido donjuán, que decide poner tierra de por medio para evitar la tentación, pero la casualidad quiere que Coral acuda a su lado en el hotel costero, “El Bajamar”, refugio escogido. Incapaces de luchar contra el destino, Félix y Coral se enamoran como borriquillos, hasta que el primero descubre que su amada es hija suya, fruto de un “flirt” con una amante norteamericana. Finalmente, Félix se ve obligado a cedérsela a Ramón, que también la ama, haciéndole prometer que se casará con la muchacha y terminará con sus calaveradas. Al cabo de tres meses, la noticia del embarazo de Coral le cumplirá la quinta advertencia de Satanás: su conversión en abuelo traerá definitivamente la vejez al otrora imbatible seductor. Del papel de José María Lado en el film de Socías sólo conjeturas cabe hacer a este burgomaestre. Dado que el papel de mayordomo (uno de esos miembros del servicio doméstico sublimes que nadie creó con gracia comparable a la de Jardiel) lo representó Luis Villasiul, parece bastante plausible que a Lado le correspondiese el papel del administrador Isidro, encargado de extender los cheques con los que Félix compensaba generosamente tanto a sus conquistas desechadas, como a su amigo Ramón Orellana, por los servicios prestados de “recogida y puesta en libertad”. Aunque dado el peculiar físico de Lado, no es descartable que encarnara en el film al mismísimo Satanás. La película fue prohibida en la zona nacional durante la guerra, y al término de la contienda, la prohibición no fue revocada.
La maldita “Guerra incivil”
“Sierra de Teruel”, conocida mayoritariamente por su título francés “L’espoir”, fue escrita, producida y dirigida por el intelectual galo André Malraux en un desesperado intento de concienciar a la opinión internacional de manera decisiva, de tal suerte que intervinieran a favor de las fuerzas republicanas cuando el signo de la contienda civil en la que se desangraba España se estaba decantando de manera clara a favor de los sublevados. Basada en un relato fechado en 1937 que recogía un hecho bélico real del mismo año, la película no fue estrenada, desgraciadamente, hasta junio de 1945 en París, en el cine “Max Linder”, cuando ya no tenía ninguna eficacia propagandística a favor del depuesto gobierno legítimo de España. Rodada entre julio de 1938 y enero de 1939 en escenarios naturales catalanes tales como Cervera (Lleida),Tarragona, Barcelona (Pueblo Español), El Prat de Llobregat, Collbató, Montserrat, y en los estudios Orphea de la Ciudad Condal para las secuencias de interiores, y completándose el rodaje en tierras francesas entre febrero y marzo de 1939, concretamente en Villefranche de Rouergue y en los estudios Pathé de Joinville-Le Pont (París), “Sierra de Teruel” es una película tosca, realizada en unas condiciones de extrema precariedad y bajo una dirección voluntariosa pero rudimentaria. Las buenas y loables intenciones de Malraux no hallaron respaldo en su pericia técnica o artística (no por nada fue esta su única experiencia tras las cámaras). José María Lado, acreditado en esta ocasión simplemente como José Lado, obtuvo en el film un papel destacado, como “Le paysen”, a quien en un momento de la acción llaman José, un personaje que, como veremos, resulta decisivo en la trama.
Arranca la acción de “Sierra de Teruel” con la muerte en combate del piloto italiano Marcelino Rivelli, comisario político en las filas republicanas durante la Guerra Civil, bajo el mando del comandante Peña (José Santpere, el padre de Mary Santpere), el cual se encarga de rendirle los debidos honores en el aeródromo que comanda. Tras la inhumación del heroico italiano en Chivas, el pueblo cercano al aeródromo, se plantea, por parte del comandante Peña la acción bélica que se debe emprender. Diversos pueblos aragoneses se han sublevado, pasándose al bando nacional. Es preciso cortar la línea de suministros a estas localidades, volando un puente que los une a la línea férrea de Zaragoza. Lamentablemente, el ejército republicano dispone de muy pocos aviones, en proporción a su enemigo (la proporción es de un aparato a ocho), por lo que Peña aborta el impulso del voluntarioso capitán Muñoz de bombardear él mismo el puente. Considera que será mejor encargar el trabajo a las milicias, dándole los medios a la población de Linás, lugar en el que está emplazado el estratégico puenteo. Las milicias de Teruel, en consecuencia, deben hacer llegar los explosivos y las armas a Linas, pero para poder hacerlo deben romper la línea del enemigo, que ha entrado en Teruel. La dinamita, las pocas armas de fuego y la escasísima munición que consiguen reunir son el precioso cargamento que transportan cuando se encuentran cercados por un cañón que cierra la salida de Teruel. El valeroso miliciano Carral (Miguel Castillo), acompañado de un camarada, toma un “jeep” y se lanza como un “kamikaze” contra la pieza de artillería rebelde logrando romper el cerco. Mientras tanto, en Linás, un campesino llamado José (José María Lado) informa al alcalde de que ha visto, internándose en el bosque, la construcción de un campo de aterrizaje de donde despegan los aviones nacionales. Asegura poder conducir al ejército republicano al lugar para que lo destruyan. El alcalde le asigna un compañero para que le escolte en su camino a la base aérea republicana. Los milicianos de Teruel llegan a Linás y son recibidos con muestras de decepción ante la escasísima aportación de armas de fuego. Es preciso contener a “los moros” (denominación habitual en el film de las fuerzas sublevadas) en un desfiladero y hacerlo sin armas se antoja especialmente difícil. Además, la dinamita que han traído necesita de recipientes adecuados para detonarla. Se solicita de toda la población que contribuya con cacharros metálicos o de arcilla adecuados para que, dotándolos de una mecha, puedan servir para contener la dinamita. Entre tanto, mientras José y su acompañante hacen el camino rumbo al aeródromo donde les espera el comandante Peña, éste tiene sus propios problemas. De una parte, cuenta con la voluntariosa aportación de un héroe alemán de la Primera Guerra Mundial, que se ofrece para pilotar el avión que habrá de emprender la peligrosa misión pendiente y hacer frente a la fuerza aérea enemiga, superior en número. El capitán Schreiner (Pedro Codina) derribó muchos adversarios veinte años atrás, pero el tiempo no ha pasado en balde por sus reflejos ni, especialmente por su vista. Tras hacer una prueba, estrella su avión contra el suelo. Comprende que “no está para esos trotes” y se ofrece para ser tirador de ametralladora, menester para el que, incomprensiblemente, su vista no supone ningún obstáculo. Así, el comandante Peña da al capitán Muñoz (quien se declara, entre sus camaradas socialistas, pacifista) el pilotaje del aparato principal de la base. En otro orden de cosas, nombra comisario político al capitán Attignies (Julio Peña, quien venía de trabajar con Lado en “Las cinco advertencias de Satanás”), un francés, hijo de un líder fascista. Paralelamente, el campesino José y su acompañante han sufrido un tropiezo al confundir en una posada del camino al propietario con un camarada. Le dan la contraseña y reciben una respuesta similar. Al salir con él del establecimiento a un huerto anejo, el posadero le descerraja un tiro al miliciano que viaja con José y éste, en una rápida reacción, saca la navaja de la faja y deja seco al taimado tabernero. Así, el campesino llega en solitario a la base republicana del comandante Peña y le informa de lo que sabe. Asegura haber visto seis aviones del enemigo en el campo oculto en el bosque, y que puede conducir al avión que sea hasta la situación exacta del campo de aterrizaje de los nacionales si le permiten subirse en uno. Accede Peña y el campesino vuela con él en un avión que pilota Márquez (Nicolás Rodríguez) y en el que también vuela Attignies. Junto a ellos, vuela otro aparato, que guía el piloto Pujol (Casimiro Hurtado), donde también forman la tripulación Muñoz y Schreiner, quien se encarga de la ametralladora. José pasa bastante miedo, impresionado por ver desde tal altura los bosques y campos, pero consigue señalar el lugar del emplazamiento del campo de aterrizaje, el cual bombardea el mismo avión que lo sobrevuela. También bombardean el puente, minado con explosivos. Cuando reaccionan los cazas de la aviación franquista, el aparato en el que está el comandante Peña consigue escabullirse mientras el otro repele el ataque. Schreiner consigue derribar a varios enemigos con sus certeros disparos, mientras que el piloto es herido y sustituido por Muñoz, que no puede evitar, tocados los motores del aparato, precipitarse contra el suelo de la sierra turolense al serle imposible ganar altura. Tras la catástrofe, la película nos traslada al despacho del comandante Peña, que recibe noticias por radiotelégrafo de lo sucedido. Trata de localizarse el lugar del siniestro barajándose los cercanías de Valdelinares o de Villarejo. Se confirma al fin el escenario del accidente y se monta una expedición de rescate a la que contribuye todo el pueblo en pleno de Villarejo, que acude con camillas y mulas a transportar a cadáveres y heridos desde las alturas de la sierra. Muñoz es recogido con el rostro desfigurado, destrozado por el volante del avión. Peña, prudentemente, le niega disponer de ningún espejo con el que poder verse el rostro. Schreiner, que ha sufrido una herida en el vientre, no es optimista sobre su futuro y se prepara para morir entre dolores agónicos en tres horas a lo sumo. Dialogando con el comandante Peña, le transmite su preocupación por que una mirada suya hubiera podido ser mal interpretada por sus compañeros en el avión, cuando éstos, en combate, esgrimieron sus mascotas (unos amuletos con forma de pajaritas de papel). El alemán, curtido combatiente, no les miró con desprecio, sino que, en ese momento, al compararse con sus compañeros, cruzó por su mente el pensamiento de que era demasiado viejo. Pide a su comandante que le dé una pistola por si finalmente decide acortar una insoportable agonía, a lo que Peña accede aunque pidiéndole que no lo haga sin que antes le haya visto un médico. Y en estas y otras consideraciones, los valerosos combatientes republicanos caídos en combate son ayudados por el pueblo en su descenso de la dura y fría sierra. Al mismo tiempo, las gentes sencillas por las que han luchado, homenajean a sus guerreros levantando el puño a su paso. Y fin.
“Sierra de Teruel”, por razones fáciles de comprender y difíciles de aceptar, no pudo ser estrenada en España hasta 1978, concretamente, hasta el 26 de Junio de 1978 en el minúsculo cine madrileño Pequeño Cinestudio. El permiso de exhibición en nuestro país se había expedido más de un año antes, en mayo de 1977, y la correspondiente licencia, un mes más tarde. A André Malraux no le fue posible participar del evento, pues la muerte le dio alcance el 23 de noviembre de 1976 en Créteil, Val-de-Marne, Île de France (Francia), a los 75 años recién cumplidos. Quien sí pudo asistir al estreno en España fue el actor Andrés Mejuto (Severino Andrés Mejuto, Olivenza (Badajoz), 30-1-1909- Madrid, 21-2-1991), antiguo integrante de la mítica compañía “La Barraca” de Federico García Lorca, que se exilió en Argentina al término de la Guerra Civil, y que tras haber debutado en el cine a través de su rol en “Sierra de Teruel”, no regresó a España hasta 1957. De la suerte de los otros integrantes del reparto del film de Malraux mencionados a lo largo de la relación de su argumento, aparte de José María Lado quien, como iremos detallando, se integró sólidamente en la cinematografía más oficial, también Julio Peña continuó con su labor como primer actor sin tropiezos durante el franquismo. Casimiro Hurtado, por su parte, actor característico algo especializado en “tipos” andaluces y cercanos al mundo taurino, trabajó asiduamente en papeles secundarios de películas no precisamente marginales. Miguel Del Castillo, por último, compaginó su labor a caballo entre las cinematografías española e italiana, redoblando sus intervenciones en los años sesenta en innumerables “spaghetti western”.
De la labor de José María Lado en “Sierra de Teruel” cabe apuntar que está en consonancia con el tono documental y falto de elaboración que marca la pauta del film, notoriamente realizado por manos inexpertas. De los diálogos en español escritos por Max Aub, Lado participa de líneas especialmente toscas, pues su personaje se expresa con sencillez cruda. Sorprende, para el espectador habituado a su imagen más difundida, la de los finales de los años cuarenta y siguientes, ver a Lado tan delgado y con el pelo caído sobre la frente. Sin la menor posibilidad de lucimiento, el protagonista de “El gran galeoto” se limita a cumplir con su misión (tal como el género bélico impone).
Folletín circense
“Manolenka” fue el film con el que los estudios barceloneses Trilla – La Riva reanudaron sus actividades tras la conclusión de la Guerra Civil. Se trataba de una producción “EDI-MAN”, firma nacida de la fusión de las compañías EDICI y Exclusivas Manzano que ponía su presupuesto en manos de Pedro Puche, director y guionista de la película (según un argumento de Ramón Torrado y H.S. Valdés). José María Lado tuvo que hacerse cargo del desagradable papel de “Juanón”, el brutal y mezquino padrastro de la bella protagonista, un rol en el que llevaba camino de encasillarse con paso firme. Se cuenta en “Manolenka” la folletinesca historia de Julia (Lina Yegros), una muchacha que vive en una humilde cabaña sojuzgada bajo el yugo de su padrastro, el otrora acróbata circense “Juanón”. Convertido en maltratador y borracho, Juanón había triunfado bajo la lona del circo como componente del “Trío Manolenka”, en unión con otro gimnasta, y con la madre de Julia, fallecida años antes del inicio de la acción de la película. La muchacha sólo conoce momentos de sosiego cuando, con su carro cargado con las verduras que cultiva en su huerto, acude al mercado del pueblo vecino para venderlas. En uno de esos trayectos conoce a un pintor llamado Carlos (José Nieto), a quien acompaña su amigo Perico (Gabriel Algara). El pintor se encuentra alojado en una casa cercana a la choza de la muchacha, retirado de la ciudad para pintar y para escapar del obstinado acoso de una novia llamada Berta (Amparo Martí de Pierrá). El caso es que del conocimiento entre Julia y Carlos nace un cariño sincero y tierno. Así las cosas, se produce, una noche de tormenta, el ataque de un ebrio y enloquecido Juanón a su hijastra, ante el que la pobre criatura no puede hacer otra cosa que huir despavorida. Al salir en su persecución, Juanón tropieza y se ahoga en una charca. Sola en el mundo, Julia encuentra refugio en la casa que comparten Carlos y Perico. El artista aprovecha para pintarle un retrato a la joven, en la que ésta posa ataviada con un pintoresco vestido popular húngaro que había pertenecido a su madre. Expuesto el cuadro, obtiene un gran éxito y es adquirido por Suárez (Pablo Álvarez Rubio), un empresario teatral, que se muestra muy interesado. Pasa el tiempo y las intrigas de la despechada Berta terminan por separar a Carlos de su amada Julia, que emprende, ayudada por el empresario que adquirió su retrato, una carrera como cantante que no deja de progresar. Mientras, Carlos vive la separación con amargura, hasta que, cuando Julia alcanza el éxito máximo, logra reencontrarse con ella y recobrar su afecto. Con la intención de restaurar su felicidad primera, viajan juntos en el carro de verduras, de vuelta a la casa en el campo en la que se conocieron. Por su parte, Perico sonsaca al empresario Suárez el motivo de su interés por Julia, a la que tanto ha ayudado. Éste le responde mostrándole una foto del “Trío Manolenka”. Él es el verdadero padre de Julia. En ese momento, la propia Julia surge del montón de verduras en el que estaba escondida con Carlos. La felicidad de la muchacha ya es completa. Y la del público, también, que puede irse a su casa. La película, que había obtenido su permiso de exhibición en noviembre de 1939, no despertó excesivas prisas por ser proyectada en los cines, con lo que se estrenó en Madrid el 4 de marzo de 1940, en el cine Imperial, y más de un año después, en Barcelona, en el Cinema Cataluña.
Consolidándose en la inmediata posguerra
Si durante la convulsa y sangrienta década de los años 30, José María Lado había diversificado sus esfuerzos entre el teatro, el doblaje y la actuación para las cámaras de cine, durante la década siguiente, especialmente, a partir de rebasar su ecuador, logró alcanzar el status preciso para concentrarse únicamente en esta última actividad. El paso de trasladar su residencia de Barcelona y Madrid, propiciado tal tránsito por ofertas de trabajo en films producidos en la capital de España, fue decisivo y muy beneficioso para la carrera de Lado, que pasó de actuar en films de bajísimo presupuesto y carrera comercial incierta (en los años 30), a hacerlo en películas que se beneficiaban económicamente del apoyo oficial y eran más ambiciosas artísticamente (en la segunda mitad de los 40). En los primeros años 40, José María Lado empieza a aumentar su ritmo de trabajo en el Séptimo Arte (especialmente a partir de 1942), y se pone a las órdenes de directores que, a diferencia de otros para quienes había actuado antes, sí que van a completar una carrera profesional razonablemente fecunda y prolongada, como Edgar Neville, Antonio Román, José López Rubio, Antonio Santillán o Alejandro Ulloa. Tras conseguir un papel, breve pero decisivo (y sobre todo, de mucho lucimiento) en la película que resultará clave en su filmografía, “El clavo” (Rafael Gil, 1944), José María Lado ingresa en una posición privilegiada dentro de los actores genéricos mejor situados de la profesión.
Esperando “El clavo”: el productivo 1942
Los primeros años cuarenta fueron para Lado, un tránsito hacia el éxito de “El clavo”. Pasado un primer momento de incertidumbre, tras el final de la Guerra Civil, multiplica su actividad a partir de 1942, año en el que interviene en cinco films. Antes, ha tenido un breve papel en “Verbena”, segunda oportunidad en la que se pone a las órdenes del gran Edgar Neville. Se trata de un mediometraje de unos treinta minutos de duración, que fue producido en 1941 por Saturnino Ulargi (que también había producido “El malvado Carabel”, film en el que anteriormente habían coincidido Neville y Lado, y que, como veremos, volverá a encargarse de pagar la nómina del actor en nuevos films). Rodado, como viene siendo habitual, en los estudios Orphea, “Verbena”, que se estrenó el 10 de noviembre de 1941 en el madrileño cine Avenida, contaba un argumento de Neville y Rafael de León, a través del desfile de unos personajes verbeneros tan deliciosos como magníficamente interpretados. Así, a Lado le correspondió el papel de Levinsky, el aventurero, a Manuel Dicenta, el del vendedor de bigotes, al cómico Miguel Pozanco, el de Don Paco, el dueño de la barraca, a Manolo Morán, el del puesto de la fuerza, al característico de la nariz rota, habitual de los films de Neville, Luciano Díaz, le tocó el rol del tragafuegos, mientras que a Amalia Isaura le correspondió el de Madame Dupont, la mujer barbuda y a Maruja Tomás, el de Stella Matutina, la Cabeza Parlante.
Tanto “Verbena”, como “Sangre en la nieve”, como “Se ha perdido un cadáver” (películas estas dos últimas de las que hablaremos después) las rodó José María Lado en los para él familiares estudios Orphea de Barcelona. “Boda en el infierno”, de Antonio Román, se rodó, en cambio, en los madrileños estudios Roptence, que habían retomado con fuerza su actividad tras superar el trance de la guerra, el cual afrontaron con poco recorrido, pues se habían inaugurado en junio de 1935, para el rodaje de “Es mi hombre” la nueva adaptación que firmara Benito Perojo de la comedia de Arniches, con Valeriano León como protagonista. Con su participación en el segundo largometraje de Antonio Román, “Boda en el infierno”, se estaba comenzando a labrar el traslado profesional y vital de nuestro protagonista desde la periférica capital catalana hasta la muy central capital de la nación.
Tras el éxito obtenido con “Escuadrilla” (1941), al que no fue ajena la colaboración de José Luis Sáenz de Heredia en su guión, Antonio Román contó para su segundo largometraje con los mejores elementos para consolidar su carrera como cineasta. Superproducción del propio director, a través de su sello “Hércules Films”, “Boda en el infierno” contó con un elevado presupuesto cifrado en 1.500.000 pesetas (de las que 300.000 fueron aportadas por el Crédito Sindical), y tuvo un estreno sonado en una gran gala en beneficio de la División Azul el 5 de junio de 1942 en el regio Palacio de la Música madrileño. Fue distinguida, además, con el segundo premio del Sindicato Nacional del Espectáculo (dotado con 400.000 pesetas), y fue presentada en la Bienal de Venecia de 1942 y contó con una pareja protagonista de campanillas, los muy internacionales Conchita Montenegro y José Nieto (que ya había actuado para Román en su film de debut “Escuadrilla”). El film trasladaba al cine una novelita de una escritora “amateur” (y excampeona de Natación de Aragón) Rosa María Aranda titulada “En un puerto ruso” adaptada en forma de guión cinematográfico por Antonio Román y Pedro de Juan Pinzones, con diálogos adicionales debidos al ingenio (anticomunista) de Miguel Mihura. La acción del film arranca en Odessa, en 1935. En esta ciudad se encuentra la guapa bailarina Blanca Vladimirowna (Conchita Montenegro, que precisamente había iniciado su vida artística como bailarina) huyendo del comisario político Karastoyanoff (Juan Calvo), quien la persigue desde Moscú con aviesas intenciones. Cuando el comisario da alcance a la bailarina, trata de abusar de ella y la artista, defendiendo su honra con notable vigor, lo mata. Huyendo del lugar del crimen, Blanca llega al puerto, donde, desesperada, propone a un marino español, al capitán del petrolero matrícula de Valencia “Campuzano”, Carlos Ochando (José Nieto), que se case con ella para poder salir del país y librarse de la persecución de que es objeto, alegando que es la hija del último embajador de la Rusia zarista en España. Carlos acepta el matrimonio de compromiso y la pareja, a bordo del “Campuzano” pone agua de por medio entre ellos y los comunistas. El viaje continúa por tren y Blanca y su caballeroso esposo recalan en París. Allí, un amigo de Carlos, un tal Ricardo Havendish, con el que han coincidido en el tren, metido en el mundillo artístico, ayuda a Blanca a reemprender su carrera artística, lo cual la bailarina realiza a las mil maravillas, cosechando un resonante éxito que le permite quedarse en la capital francesa, mientras que Carlos sigue su camino. Pasa el tiempo y Blanca y Carlos vuelven a reunirse cuatro años más tarde cuando la primera está de gira en Madrid. El marino acude a la actuación acompañado de su novia Mari Lis (Conchita Tapia), con la que tiene previsto casarse (“pero de verdad y como se hacen las bodas en los países civilizados: ella, de blanco, y yo de chaqué y con sombrero de copa”, dice Carlos, según las líneas escritas por Mihura), pero la visión de Blanca hace comprender al capitán del “Campuzano” que a quien realmente ama es a ella, y así se lo dice a la primera oportunidad. La bailarina, que también cuenta con la adoración de Ricardo Havendish (y de varias docenas de bípedos más), concierta con el fogoso señor Ochando una cita en San Sebastián (por cierto, ciudad natal de Conchita Montenegro) para tres meses más tarde, cuando ella haya completado su gira. El estallido de la Guerra Civil se interpone brutalmente en el interín. La facción del ejército que se rebela contra la República gana prontamente la adhesión de Carlos Ochando y sus oficiales, pero una parte de la tripulación (comandada, precisamente, por un marinero a quien da vida José María Lado), se subleva contra sus superiores y se produce un violento enfrentamiento armado en el que Carlos resulta herido en un brazo. Cuando Carlos y Blanca se encuentran en San Sebastián, se enteran de que a Mari Lis (a cuyos padres ya han fusilado los sanguinarios comunistas) la han detenido. Tratan de forzar por este sistema que Carlos se ponga del lado republicano. Para evitar tamaña barbaridad, Blanca se ofrece a ayudar, empleando sus armas de seducción, a liberar a Mari Lis. Con el pretexto de bailar en beneficio del Socorro Rojo Internacional, se presenta en Madrid. Tras un mes de infructuosos intentos, y en medio de escenas dantescas en las que el espectador asiste a la brutalidad de la represión del bando republicano sobre los españoles católicos y decentes, Blanca consigue seducir a Julián Suárez (Manolo Morán), conocido por el apodo de “El Pirata” (porque había sido encargado de las barquitas del Parque del Retiro), el actual jefe de guardias de la cárcel de Ventas donde Mari Lis está presa. Consigue convencerle para que le permita tener a Mari Lis con ella a su servicio, a cambio de la promesa de que le otorgará sus favores, y el estúpido Julián se lo cree. Blanca y Mari Lis, una vez a salvo fuera de la cárcel, huyen de Madrid camufladas en una ambulancia. Mientras, el incauto “Pirata” paga su lascivia con la vida, pues muere a manos de sus camaradas. Las dos mujeres fugadas se reúnen en Hendaya con Carlos.Allí, para sorpresa de éste, Blanca renuncia a su amor, empujándole a cumplir con la palabra de matrimonio dada a Mari Lis. A fin de cuentas, a Blanca Vladimirowna le queda el consuelo de Ricardo Havendish...
No es “Boda en el infierno” película recomendable para el gusto actual, pese a contener el peculiar e insólito encanto de Conchita Montenegro y algunos chispazos del ingenio de Miguel Mihura, como cuando Carlos Ochando le pregunta a la bailarina rusa que le ha propuesto casarse con ella, huyendo del homicidio cometido: “¿Es la primera vez que matas a un hombre, o tienes esa costumbre desde pequeñita?” En cuanto a José María Lado, participa en el film exhibiendo su característica ferocidad y empuñando armas de fuego con la escalofriante naturalidad que le caracteriza.
Algo menos pintoresco que “Verbena” y mucho menos propagandístico que “Boda en el infierno” debió ser “Sangre en la nieve”, film que dirigió el antiguo actor del cine mudo (debutante ante las cámaras en 1912 y favorito del público a través de diversos éxitos cosechados entre 1917 y 1922) Ramón Quadreny (Barcelona, 1893-1961). Perito químico de formación, a este actor y director se le recuerda hoy especialmente por haber dirigido films ligeros de éxito como el zarzuelero “La alegría de la huerta” o el arnichesco “La chica del gato” (1943). Sin embargo, en “Sangre en la nieve” cultivó el drama criminal, un género que Iquino retomaría en años venideros (como director o como productor) marcando una tendencia del cine catalán comercial (de hecho, produciría en 1957el film de Antonio Santillán “Cuatro de la frontera” que era una especie de revisión de “Sangre en la nieve”). Estrenado en el cine Capitol de Madrid el 23 de noviembre de 1942, el film que nos ocupa ahora reservaba para José María Lado el modesto papel de “Gaspar”, que no incidía de manera decisiva en la acción protagonizada por Jaime (Raúl Cancio) y Tomás (Michel, artista que se encargaba de cantar dos tonadas en el film, el foxtrot “Amor bajo cero” y el vals “Corazón que despierta”), dos agentes de policía enviados a un pueblo fronterizo para investigar las desapariciones y muertes de varios guías sucedidas en él. Al poco de llegar, Jaime conoce a la joven Regina (Alfonsina de Saavedra, fugaz estrella de nuestra cinematografía que, tras debutar de la mano de Quadreny en “Muñequita” en 1940, protagonizó dos películas en 1942 -de la otra, “Enemigos”, hablaremos enseguida, pues también contó con José María Lado- y sólo volvió al cine para hacer un papel de coprotagonista en “La mujer, el torero y el toro”, film de Fernando Butragueño que, casualmente, financió Benito López Ruano, el mismo productor de “Sangre en la nieve”). Policía y joven se enamoran rápidamente. El conflicto radica en que sobre la muchacha había puesto sus vidriosos ojos don Guillermo, un rico solterón que había recogido a Regina en su casa cuando éste quedó huérfana. La presencia de los dos policías en el pueblo no detiene la escalada de crímenes. Tras la comisión de otro “guíacidio”, se produce una detención. Se trata de Víctor, el auténtico padre de Regina, que no había muerto, como le habían hecho creer a la niña, sino que había ido a parar a prisión por un delito que (naturalmente) no había cometido. En su reaparición, declara que Guillermo es el culpable de los crímenes. Jaime, que comprende que detener a un futuro suegro no resulta una buena política, como buen futuro yerno acepta sus palabras y cavila una estrategia para obtener las pruebas necesarias que le permitan detener al ricacho Guillermo. Decide que se hará pasar por guía, a ver qué pasa. Guillermo se frota las manos al saber la noticia y prepara primorosamente una trampa que le librará al mismo tiempo del asedio policial y de un rival amoroso. Pero Víctor sigue a la expedición para advertir a Jaime de la explosión con la que Guillermo quiere quitarle de en medio. El aviso llega justo a tiempo, tras el cual se produce una pelea entre el héroe y el villano, al cabo de la cual, el segundo terminará despeñado. Eliminado Guillermo de la faz de la tierra, Jaime y Regina podrán ser felices.
El protagonismo en “Se ha perdido un cadáver” fue para el actor cómico Roberto Font (Roberto Font Donís, San Luis de Potosí -México-, 21-10-1904- Madrid, 16-06-1981), que en los años cuarenta ya era toda una institución en el Paralelo barcelonés, actuando en el cual y, al lado de la mítica “Bella Dorita”, triunfaría profesional y personalmente, contrayendo matrimonio con Luisa Gómez, estrella de las variedades. Hijo de un matrimonio de actores (que a su vez procedían de sendas estirpes de actores), Roberto Font, tras iniciar su carrera en su México natal, desarrolló especialmente su actividad en los escenarios barceloneses desde su llegada a España en 1926, debutando en el cine en 1935. En el medio cinematográfico también encontró más proyección en realizaciones de la Ciudad Condal, destacando en este sentido su vinculación profesional con Ignacio F. Iquino, aunque probablemente su papel de mayor lucimiento se lo dio Juan de Orduña en “Un drama nuevo”, donde daba rienda suelta al patetismo del bufón. En “Se ha perdido un cadáver”, film que se estrenó en el cine Imperial de Madrid el 28 de septiembre de 1942, Roberto Font hace el papel de Roberto, un hombre anuncio que hace demostraciones con una pistola de balas de fogueo en un comercio llamado “Almacenes Mundial”. Por una confusión, cambia su arma de pega por otra auténtica y, al dispararla, hiere al gerente de los almacenes, al que da por muerto. El presunto cadáver desaparecerá para mayor inquietud del supuesto homicida. Como sospechoso del crimen aparece a la vista de la policía Luis (Alejandro Ulloa), el cajero de los almacenes, por las amenazas que éste había hecho ante testigos al gerente de hacer públicas sus maniobras contables fraudulentas. Con la ayuda de la novia de Luis, la joven Marité Cañizares (Ana María Noé) y, especialmente, de su padre, un policía retirado confinado en una silla de ruedas, todo queda resuelto y aclarado. El gerente había querido aprovechar la circunstancia de su aparente deceso para poner tierra por medio entre él y su desfalco. Esta historieta de J. Silva Aramburu y Mario S. Viada que se encargó de convertir en guión el productor del film, Julio Elías, la dirigió José Gaspar i Serra (Manresa –Barcelona-, 1892- Barcelona, 1970), que había sido precoz operador de cámara desde 1908, primero para la empresa francesa Gaumont (en la que entró como contable). Como cameraman, recogió los hechos de la Semana Trágica de Barcelona en 1909, y sobre la caída de la monarquía de Portugal en 1910. Tras debutar como operador en un film de ficción en 1912 (“Los sueños de Palomeque”), fue contratado en 1913 por Chapalo Films, productora madrileña para la que rodó reportajes de corridas de toros y algunos films de ficción. Transcurridos tres años, viajó a Hollywood y trabajó para la productora de Samuel Goldwyn desde 1916 hasta 1919, año en que funda “Regia Art Films Corporation” productora para la que realiza varios documentales especializados en vistas aéreas. Para la franquicia española del sello, Gaspar rueda en 1920 el documental “Joselito o la vida y muerte de un matador” y continúa trabajando como operador, a lo largo de la década, en films de ficción, tales como, por ejemplo, “Lilian” (1921, Joan Pallejà), “Castigo de Dios. Drama rural” (1925, Hipólito Negre), “La malcasada” (1926, Francisco Gómez Hidalgo), o el que fuera primer título rodado en los primeros estudios sonoros de España (los de Orphea Films), “Pax” (1932, Francisco Elías) Como director, José Gaspar tuvo una carrera breve y prácticamente irrelevante. De entre sus escasos títulos destaca su binomio de films protagonizados por Rafael Arcos, “¡Qué tío más grande!”, adaptación de una obra de Pedro Muñoz Seca titulada “El último bravo”, y “El niño de las coles”, ambas de 1934. Tras “Se ha perdido un cadáver” (que, por cierto, en no pocas fuentes figura codirigida por José Corral) José Gaspar ya sólo dirigió un film más, “La llamada del mar” (1944), memorable únicamente por haber supuesto el debut ante las cámaras del que sería idolatrado galán Jorge Mistral. En cuanto al cometido de José María Lado en “Se ha perdido un cadáver”, sentimos tener que confesar que lo desconocemos.
De la siguiente película en la que intervino José María Lado ya hemos hablado un par de veces en este weblog. La primera, fue por error, al confundir al Rafael Navarro que figura en su reparto (Rafael Navarro Alonso), con el intérprete del nombre y primer apellido coincidentes que tantas veces dobló a Charlton Heston y a quien dedicamos una entrada (“Rafael Navarro o el empaque”). La segunda vez, más acertadamente, nos referimos al film en una entrada-galería en la que aprovechábamos para traer el recuerdo de la figura del mítico Miguel Ligero. En tal ocasión ya dimos cuenta del argumento del film, una comedia musical de Antonio Paso y Joaquín Abati de ambiente oriental que su director (el también comediógrafo y escritor humorístico José López Rubio) adaptó a la pantalla y que se estrenó el 13 de enero de 1943 en el Palacio de la Música madrileño. Film con el cual su autor, según declaró, se había propuesto únicamente realizar una película “de tipo musical, fácil, espectacular, entretenida y completamente superficial”, “Sucedió en Damasco fue producida por Saturnino Ulargi y supuso la presentación en España de su protagonista, la despampanante Paola Bárbara, que, como destacaremos en su momento, trabajó repetidamente con José María Lado. Otra curiosidad del film, que ya comentamos en su día y que consideramos oportuno repetir ahora, la hallamos en los imaginativos y abigarrados figurines que pueden verse en la pantalla, obra del luego inconmensurable actor, el llorado José Luis López Vázquez. En cuanto a la labor de Lado, tenemos la impresión de que debió ser de escasa relevancia dado el lugar que ocupa su nombre en el reparto.
Producida, como las anteriores, en 1942, la película “Enemigos”, el debut en la dirección cinematográfica de Antonio Santillán Esteban, hubo de esperar hasta el 31 de enero de 1944 para alcanzar su estreno en el cine Sol de Madrid. Antonio Santillán, nacido en Madrid en 1909, se había afincado profesionalmente en Barcelona, trabajando como director de doblaje para los estudios de sincronización de la Metro Goldwyn Mayer en 1933 y pasando a desarrollar su labor en “Fono Barcelona”, “Acústica”, “Orphea” y “Parlo Films”. Es muy posible que ya en esta etapa conociera a José María Lado, a quien confió un papel destacado en su primer film, el del inspector Luna. Se trata de una película de trama criminal, género en el que llegaría a, en cierto modo, especializarse su director, especialmente de la mano del productor Ignacio F. Iquino, en la década de los años cincuenta y los primeros años de la de los sesenta (Antonio Santillán falleció en Barcelona en 1966). Cuenta la trama de “Enemigos” las tropelías de una banda de ladrones de joyas que tienen en jaque a la policía con sus continuos “golpes”. El inspector Luna (José María Lado), encargado de su búsqueda y captura, recibe de las autoridades un ultimátum. Deberá detener a los miembros de la banda de ladrones en el plazo de un mes. La perfecta ejecución de los robos perpetrados por los malhechores, que no dejan pistas a través de las cuales seguir sus pasos, desespera al buen policía que se ve impotente para llevar a cabo su cometido. Llega, no obstante, un indicio esperanzador cuando una joven es detenida en la frontera tratando de pasar una alijo de joyas robadas. Y también un ofrecimiento inesperado. Alicia (Alfonsina de Saavedra), la hija del inspector Luna, se ofrece a ayudar a su padre. Le pide que la meta en la cárcel con la detenida en el paso aduanero para así ganar su confianza y obtener el paradero de la banda de ladrones de joyas. Incomprensiblemente, tan absurdo plan da resultado y Alicia se une a la banda. Al mismo tiempo, consigue enamorar al jefe de los delincuentes. Mientras, un periodista se ha unido al improvisado equipo de defensores de la ley, también enamorado de Alicia. Cuando César, el líder de la banda de ladrones propone a Alicia fugarse con él y con el botín, la muchacha comprende que es el momento de entregarle en bandeja a su honrado padre. Finalmente, los malhechores son detenidos, las alhajas sustraídas, recuperadas, y Alicia y el periodista, se casan. Este argumento de María de los Llanos fue convertido en un guión por el productor de la película, Antonio de Parellada Segura, y el director de la misma. Rodada en los estudios Kinefón, de Barcelona, contó con Emilio Ruiz de Córdoba para el papel del periodista Rafael Rubiel y con Manuel de Diego, para el rol del jefe de los bandidos, César.
Esperando “El clavo”: pocos aciertos en 1943
Si “Enemigos” supuso el debut de su director, Antonio Santillán, como tal, la siguiente película de la filmografía de José María Lado que comentamos a continuación, “La niña está loca”, significó asimismo la primera realización de su director, el polifacético actor y director Alejandro Ulloa (Alejandro García Ulloa, Madrid, 1909- Barcelona, 2004). Se da la coincidencia de que, además, también Ulloa, como Santillán, había llegado a la dirección de cine procedente del campo del doblaje, donde, desde 1933 (y en los mismos estudios, los de la Metro Goldwyn Mayer, en los que trabajó igualmente José María Lado), había prestado su voz desde sus comienzos a un galán luego tan conocido como el mismísimo Robert Taylor, y había asumido también labores de dirección de la sincronización; si bien, conviene matizar que Alejandro Ulloa tenía una previa experiencia teatral, como actor y director, que no abandonaría del todo nunca, siendo titular de una compañía especializada en representar clásicos, que contaría en sus filas con nombres tan ilustres como Adolfo Marsillach, Estanis González o el que luego sería prolífico autor de novelas de quiosco, Juan Gallardo Muñoz (más conocido como Curtis Garland), la cual le mantendría sobre los escenarios y ante las cámaras de cine y televisión a lo largo de casi toda su longeva existencia. El caso es que la faceta de director cinematográfico que Alejandro Ulloa (el padre del que fuera excelente director de fotografía del mismo nombre) inició con “La niña está loca”, no alcanzó en ningún momento un nivel parecido al de su categoría como primer actor. Lamentablemente, “La niña está loca”, protagonizada por una entonces en auge Josita Hernán, motivó críticas acerbas y terriblemente despectivas, como la que recogen las páginas del libro “El cine en 1943” del Instituto Samper (en el que escribieron, entre otros, Antonio de Obregón o Luis Gómez Mesa): “”¡Qué lástima que el talento interpretativo de Josita Hernán se pierda en argumentos baladíes y mediocres! Así, no puede con su papel, absurdo e incongruente. En este desacierto, le acompañan el resto de los intérpretes y el director, consiguiendo una película falta de sentido cinematográfico”. El argumento de este fiasco, original del propio Alejandro Ulloa, secundado por José Casín, ponía a Josita Hernán en la tesitura de interpretar un doble papel, el de una adinerada joven, Alicia que vive en Madrid, y el de una bailarina llamada Marta que actúa en Barcelona. A la rica, que es caprichosa y malcriada, la pretende (de corazón) el administrador de sus bienes, Enrique (Ismael Merlo), que vive torturado por los continuos caprichos y juegos de Alicia. Un buen día, Alicia y Marta deciden simultáneamente (por juego, la primera, y por motivos laborales, la segunda) emprender sendos viajes en direcciones opuestas: Alicia parte en tren hacia Barcelona a la vez que Marta toma uno rumbo a Madrid. Los dos trenes colisionan en el camino y Alicia muere en el accidente. Marta es tomada por Alicia, pese a que ella misma niega tal extremo. Finalmente acepta la confusión y se dedica a vivir a lo grande con la fortuna de Alicia. Se encuentra, además, con que tiene un admirador en la persona de Enrique, que detecta un cambio extraño en el objeto de su adoración. La nueva Alicia, en lugar de burlarse de él, le corresponde. Más tarde, Enrique descubre que Alicia tiene previsto aceptar su proposición matrimonial para luego anular el matrimonio (de lo que se entera al leer el diario de la auténtica Alicia), por lo que, dolido y harto, huye de ella. Finalmente, la bailarina confiesa a Enrique su verdadera identidad y así Enrique puede vivir su amor con una versión mejorada de su querida Alicia. A José María Lado le tocó en suerte un papel poco destacado en esta insignificante película, apenas un vehículo para quien había sido la tan popular “Tonta del bote” (film que, por cierto, había servido en 1939 de debut en la dirección a Gonzalo P. Delgrás, otro director que, como el propio Ulloa y Santillán, procedía del doblaje y con el que también había trabajado José María Lado en los estudios MGM).
La siguiente película en la filmografía de José María Lado, “Arribada forzosa”, del muy especial Carlos Arévalo (a quien Franco había prohibido un film, “Rojo y negro” –1942-, por excesiva beligerancia contra el bando vencido en la reciente contienda civil) , se estrenó en el cine avenida el 20 de marzo de 1944. Protagonizada por el heroico Alfredo Mayo (que había protagonizado la ópera prima del director, “¡Harka!”, tres años antes) y por la catalana Silvia Morgan (Maria dels Àngels Comas i Borràs, Barcelona, 2/10/1923 – Tucson (Arizona), noviembre de 2009), cuyo fallecimiento, el pasado año se nos pasó por alto y que no encontró apenas eco en los medios de comunicación, “Arribada forzosa” no obtuvo ningún reconocimiento popular ni crítico.
Rodada en exteriores localizados en puntos tan distantes como Tarragona y Santander y en los barceloneses estudios Orphea, “Arribada forzosa” mereció a su estreno, de la redacción de la revista “Cámara” el siguiente comentario:
“Un discreto argumento, que hubiera podido convertirse en una buena película con un guión más eficaz y, sobre todo, con un diálogo de mejor calidad literaria, ha sido utilizado, con incierta fortuna, en “Arribada forzosa”. El realizador, a quien siempre hemos elogiado la inquietud que le obliga a buscar temas y fórmulas inéditas en nuestra pantalla, cumple discretamente su cometido en esta ocasión, sin la menor ayuda de sus mediocres intérpretes. Consignemos la aparición en esta cinta de una nueva estrella: Silvia Morgan, que es la mejor del reparto, aun contando con su natural inexperiencia cinematográfica. Y que ha caído en el prodigado error de copiar la rubia fotogenia capilar de una actriz tan lejos de nuestra atmósfera, física y temperamental, como Verónica Lake”. La historia de “Arribada forzosa” es la de Esteban Montaño (Alfredo Mayo), primer oficial de “El Levante”, un barco mercante que por el mal tiempo se ve obligado a atracar en un lugar llamado Punta Brava. Allí, paseando por los muelles, Esteban conoce a Marta (Silvia Morgan), una cantante de un café portuario del que es dueño Mariano (José María Lado), un tipo brutal y hosco (como solían ser los tipos que interpretaba nuestro protagonista). Esteban se enamora perdidamente de Marta, hasta el punto de que abandona su barco y echa el ancla junto a su adorada. El amor correspondido del ex marino cuenta con la oposición de Mariano, molesto no sólo por haber perdido a una atracción para su cafetín, sino también porque tenía lujuriosos proyectos con la cantante, que ahora ve desvanecerse. De la hostilidad del dueño del café derivan acciones conflictivas. Primero, le va con cuentos difamatorios a Emilio (Alfonso de Córdoba), el hermano de Marta, para enemistarle con Esteban, consiguiendo que, tras emborracharse, se pelee con él. Esteban consigue hacer entrar en razón a su futuro cuñado, pero eso no basta para desanimar a Mariano, que contrata a unos rufianes (de los que abundan en los puertos de las películas) para que maten a Esteban. El ataque resulta una notable muestra de ineptitud, y el único que sale seriamente herido de él es Emilio. Esteban es detenido por la policía acusado de este delito de lesiones. Entonces, el capitán Herrero (Joaquín Regúlez), que conoce al preso de cuando estaba bajo el mando del capitán Alonso (Lorenzo Blasco), a bordo del buque “El Levante”, responde por él y consigue su liberación. Luego, trata de convencerle para que vuelva a la disciplina del barco, pero Esteban no accede. El capitán Herrero acude entonces a Marta y ésta, creyendo comprender lo que más conviene a su adorado Esteban, reacciona rompiendo con el oficial, pretextando que se aburre y que ya no le quiere. Vuelve así Esteban a incorporarse a la tripulación de “El Levante”, con el ánimo decaído, lo que le impulsa a beber en exceso y a exhibir permanentemente el rostro compungido. Pasa el tiempo y Esteban no mejora. Mientras su amigo Julio Ruiz (Miguel F. Alonso) va a casarse con Rosita, su novia de siempre (una jovencísima Elvira Quintillá), él no levanta cabeza. El capitán Herrero termina por contarle a Esteban lo sucedido en el pasado. Enterado del sacrificio de Marta, el apuesto oficial abandona nuevamente la marina mercante; con la ayuda de Rosita, busca a la guapa joven y, tras dar con ella, convertida en una honrada florista, da lugar al consabido final feliz en el que abraza a Marta firmemente, para no separase nunca más.
Inmerso en la “Adversidad” (Otro drama rural)
Adaptación del clásico de la literatura catalana “Solitud”, que firmó con el seudónimo de Víctor Catalá, la escritora Caterina Albert (1869-1966), el rodaje del siguiente film de la filmografía de José María Lado, “Adversidad”, tuvo lugar en la localidad de Rupit (Barcelona), en unas condiciones climatológicas extremas (que se cifraban en una temperatura de doce grados bajo cero). Como contrapartida, el equipo de rodaje se benefició de una alimentación abundante proporcionada por el medio rural en el que se desenvolvió, muy diferente de la escasez de alimentos a la que estaba acostumbrado en la ciudad de la que procedía. Así, actores y técnicos se desayunaban temprano con grandes tazones de café con leche y enormes rebanadas de pan. A eso de las diez de la mañana, el posadero que les daba alojamiento (un hombre, según descripción del director del film, Miguel Iglesias, en todo semejante a Boris Karloff) se acercaba con su mula al lugar de rodaje llevándoles bocadillos de tortilla y botellas de vino. A las cuatro regresaba el equipo a la posada y allí se hinchaban de patatas, judías secas con butifarra, costillas... Antes de la cena, solían merendar en una tasca un refrigerio consistente en conejo a la brasa, pollo y turrones (estaba cercana la Navidad). Todavía, antes de acostarse, y tras una velada musical (Miguel Iglesias tocaba un viejo órgano desafinada), aquellos esforzados peliculeros se regalaban buenas copas de vino caliente y un gran vaso de leche. A nadie puede extrañar que hubiera más de una indigestión. Precisamente, nuestro protagonista, José María Lado, sufrió una de dimensiones colosales, que le hizo gritar de dolor, asegurando que se moría sin remedio. La cosa, como es fácil deducir, no llegó a tanto. De hecho, no pasó del susto.
La historia que el desprevenido espectador de “Adversidad” se encontraba resultaba ser un morrocotudo drama rural de tintes tremendistas en el que se describía una relación triangular con cuatro vértices y un fiambre. La protagonista, Mónica (Leonor Fábregas) contrae matrimonio con el adusto y hosco Matías (José María Lado) un hombre que le supera ampliamente en edad, de carácter poco expresivo y que, además, la obliga a vivir aislada, alejada de todo, por estar al cuidado de una ermita en medio de un paisaje agreste. Pero tal situación de soledad no impide a la guapa Mónica tener dos admiradores, el rico hacendado Juan (Emilio Sandoval) y un cazador furtivo llamado Jacobo (Arturo Cámara), a quien se le conoce por el sobrenombre de “Alma en pena”. El enfrentamiento entre los dos aspirantes al corazón de la malcasada joven no se hace esperar y se resuelve con la defenestración (barranco abajo) del acaudalado Juan a manos del más expeditivo cazador, quien, además, roba a su víctima una fortuna en monedas de oro. Todo parece acusar del crimen a Matías, que se convierte, por diversas revelaciones, en el principal sospechoso. Sin embargo, antes de que el marido de Mónica tenga que pagar por un crimen que no cometió, se logra desenmascarar al verdadero culpable. La dramática experiencia vivida, consigue reunir sólidamente al matrimonio, el cual hace responsable de este cambio al santo de la ermita que cuidan.
Entre tanto “Adversidad” encontraba un local donde estrenarse (lo que sucedió finalmente en los cines Capitolio y Metropol de Barcelona el 6 de noviembre de 1944 y en Madrid, en enero de 1947), se hizo un pase de pre-estreno en Sabadell, a cargo de una sociedad cinéfila, al que asistió la autora del libro original, la cual constató que el film no era una adaptación fiel de su novela, lo cual ya le había sido advertido por Miguel Iglesias. En cualquier caso, Catarina Albert recibió 15.000 pesetas en concepto de derechos de autor, mientras que el director del film obtuvo un estipendio de, exactamente, el doble de importe. La película, que consiguió dos permisos de importación, recaudó así 300.000 pesetas, a las que sumaría 40.000 de la venta al mercado de América del Sur, resultando así que “Adversidad” saldó con un ligero superávit el montante de su presupuesto, cifrado en 325.000 pesetas. El principal reproche de la crítica (que encontró asimismo que Iglesias defendía con pericia un presupuesto insuficiente, por un lado, y que rebajaba la crudeza del original literario, por otro) se centró en la figura de su protagonista, Leonor Fábregas. Hija del actor Emilio Fábregas (actor que alcanzaría su máxima popularidad en la radio, prestando su voz al personaje del “Señor Dalmau”, y al que podemos ver en “La gran familia” en el papel de un portero de un cine), Leonor contaba veintiún años cuando rodó “Adversidad”, y hacía cinco que había llegado a España procedente de Argentina, país que le vio nacer. Su innegable belleza le había permitido actuar ya antes en siete largometrajes, protagonizando incluso uno de ellos (“No te niegues a vivir” (1942, Pere Pujades), y tras “Adversidad”, continuaría su carrera encabezando algún reparto más (el más conocido, probablemente, el de “La luna vale un millón” -1945, Florián Rey-, junto a Miguel Ligero). Su trabajo en el film de Miguel Iglesias no halló más valedor que Antonio de Obregón, quien, él sí, se deshizo en elogios para la joven Leonor, la cual, no obstante, dejaría la profesión de actriz por el cauce matrimonial.
Descubierto en Madrid, dando en “El clavo”
La valoración de la importancia del film “El clavo” (Rafael Gil, 1944) dentro de la cinematografía española ha sufrido sucesivas variaciones, aunque parece que el paso del tiempo ha evidenciado que se impone el respeto máximo por una película que, con toda justicia puede considerarse hoy un clásico indiscutible y una de las mejores películas producidas en España de todos los tiempos. Quizá el reconocimiento inmediato que obtuvo y la rendida aceptación crítica y popular que se le dispensaron hayan propiciado que el paso de las décadas la arrinconara un tanto, como si el film fuera víctima del comprensible repudio que un determinado periodo de nuestra historia reciente ha sufrido por parte de las generaciones renovadas de críticos y estudiosos. “El clavo” fue una superproducción CIFESA, lo que para muchos resulta susceptible de ser tachado con la etiqueta de “Cine franquista”. Haber sido declarada en su momento “De interés nacional”, haber sido galardonada con el Primer Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo (dotado con 400.000 pesetas), y haberse visto favorecida con 5 permisos de importación, son hechos que parecen determinar una clara identificación del aparato del poder con la película y sus factores. Pero ni siquiera tal cúmulo de concesiones y prebendas pueden ocultar el hecho de que “El clavo” es una emocionante, suntuosa y magnífica película, excelentemente rodada (con algunos planos, a cargo de Alfredo Fraile, realmente barrocos y ambiciosos) pese a las dificultades que prolongaron su elaboración, como fueron las restricciones en el suministro eléctrico, que obligaron a realizar las tomas en horario nocturno. Hoy “El clavo” es patrimonio del público cinéfilo en general, está disponible en DVD y puede disfrutarse en pie de igualdad con otros films clásicos (contemporáneos suyos) rodados en Hollywood. Modestamente, en este weblog hemos hecho ya algún comentario sobre esta adaptación de un relato homónimo original del granadino Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, 1833- Madrid, 1891). La primera vez fue hace ya más de dos años, en la entrada dedicada a Camino Garrigó. La segunda, en la que dedicamos a glosar la carrera de Jesús Tordesillas. Por esta razón no nos extenderemos demasiado en el comentario y nos centraremos en la participación en el film estrenado el 5 de octubre de 1944 en el Palacio de la Prensa de Madrid, de nuestro protagonista de hoy.
José María Lado será en “El clavo” Alfonso Gutiérrez del Romeral, un pariente lejano de la empobrecida familia de Blanca, la protagonista a quien encarnó con tanto acierto Amparito Rivelles. Se describe a su personaje como un usurero practicante de todo tipo de tráficos ilícitos, incluyendo el comercio de esclavos que se enriquecerá en La Habana y que regresará rico a España, donde ofrecerá a la familia de Blanca saldar sus deudas y restituir su prosperidad a cambio de la mano de la bella joven. Los padres de la muchacha rechazan la oferta y la envían a Madrid, pero el indiano actúa con astucia y se muestra sumiso y comprensivo. Ocultando sus auténticas intenciones, Alfonso Gutiérrez pretenderá ayudar económicamente al padre de Blanca (Manuel Arbó), pero lo que hará realmente será complicarlo en operaciones ilegales que le comprometerán y le pondrán enteramente en sus manos. Entonces renovará su petición elevándola al título de exigencia sobre la mano de Blanca. Vencido su padre, es obligada a regresar la hija, la cual, en el camino desde Madrid conocerá a Javier Zarco (Rafael Durán) quien cambiará por completo su vida, al enamorarla. Llegada a presencia de sus padres, Blanca tratará de conseguir de ellos que le liberen de la promesa hecha a don Alfonso, pero aunque obtiene el apoyo de su madre, el padre titubea, duda y confía en que su hija le obedezca dándole una oportunidad a Alfonso. Blanca decide entonces tomar “el toro por los cuernos” y reclama para sí la responsabilidad de desanimar al rencoroso Alfonso, quien aspira no sólo a casarse con ella, sino también a humillar a su familia. Así es Blanca quien recibe al esperado y no deseado pretendiente.
“¡Enamorada! Tal vez. Amoríos los tenemos todos. La vida es un negocio más serio. Vivir es ganar, salirnos con la nuestra, llegar a un fin. Y ahora mi fin eres tú”. Así de rotundo se manifiesta don Alfonso en los primeros planos de la secuencia de la entrevista con Blanca, dejándonos clara la intensidad de su resolución. Luego pasa a alardear de sus manejos, con los que ha convertido en un pelele al padre de Blanca. Ante la insistente negativa de la joven, Alfonso no puede sino dar rienda suelta a su deseo, considerando que el enamoramiento de la joven por otro hombre la ha hecho ganar atractivo: “Gustabas -le dice-, hoy me apasionas”. Blanca contraataca argumentado que ya pertenece a otro hombre, a quien se entregó por entero. Pero eso no arredra a Alfonso, que confía en poder “comprar” la joven a su rival. Una novela romántica de intriga cae en las manos de la muchacha cuando queda sola y en sus páginas halla la solución a su problema. Un clavo en el occipucio hará que la muerte de Alfonso parezca producto de un ataque de apoplejía, y muerto el indiano, la vida se mostrará para Blanca con su mejor cara. José María Lado, como Alfonso, desaparece del film en elipsis. Su cuerpo sin vida proyecta una sombra incierta junto a la que se recorta la del médico quien certifica su muerte por causas naturales (con la voz de Juan Calvo, que había hecho otro papelito en el film y cuya figura, por cierto, no se corresponde con la sombra en la pared). Blanca pagará con su verdadera identidad, la de Gabriela Azahara, por su crimen, tras ser juzgada en un proceso en el que Ramón Martorí encarnará al fiscal y donde deberá dictar sentencia su enamorado, el juez Javier Zarco (Rafael Durán), la cual, ante la confesión de la acusada, sólo puede ser condenatoria y con la máxima pena. No obstante, los sobrehumanos esfuerzos del angustiado Javier, que le llevan de un extremo a otro de los centros de poder de la capital de España, consiguen, finalmente, conmutar la ejecución por la cadena perpetua (una clemencia que en el relato original no existía).
Ocho días de octubre del 45: “Tierra sedienta”, “Su última noche” y “Bambú”
Entre los días 8 y 15 de octubre de 1945 se estrenaron en Madrid tres películas que contenían en su reparto a la figura de José María Lado. La primera en hacerlo (en el madrileño cine Callao) fue “Tierra sedienta”, que dirigió Rafael Gil de acuerdo con su propio guión para la productora “Goya Films”, con Julio Peña como protagonista principal y con Ana María Campoy y Fernando Rey como protagonistas. Se trata de una película de especial significación en la carrera de José María Lado pues su incorporación del personaje de “Don Justo” le valió el único galardón relevante de su carrera, el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos al Mejor Actor Secundario de 1945. También para su director, Rafael Gil y para uno de sus protagonistas, Fernando Rey, este título se distinguió especialmente entre los que defendieron por aquella época, no por su éxito comercial (que no se produjo), ni por su buena acogida crítica (que fue más bien de signo contrario), sino por el hecho de que tanto actor como director acometieron la empresa con la ilusión de estar haciendo algo “diferente”, atreviéndose, de alguna manera, a rodar una película comprometida con la realidad social en mayor medida de lo habitual para la época. Tal intención, por desgracia, no encontró digno reflejo en el resultado final, que se decantó más por el melodrama convencional que por el de signo social. No obstante, la decisión de Rafael Gil, en tanto que creador, de trabajar sin descanso y procurando ofrecer muy diversas facetas de su arte, no deja de ser encomiable. Considérese que el éxito de “El clavo” había sido descomunal, tanto crítico como comercial. Nada habría tenido de extraño que se apresurara a insistir en seguir tocando “la misma tecla” y, sin embargo, optó por la comedia de signo poético-fantástico con “El fantasma y doña Juanita” y por el drama de tintes sociales, con “Tierra sedienta”, films, los cuales, rodó de manera tan consecutiva que ordenó las primeras vueltas de manivela del segundo film el 2 de noviembre de 1944, cuando aún no había concluido el rodaje del primero. Las tomas de los exteriores de “Tierra sedienta”, cuyas escenas de interior se llevaron a cabo en los estudios Chamartín, se verificaron en el pantano de Alarcón, cerca de Motilla del Palancar, en Illescas (Toledo) y en calles de Madrid.
José María Lado había cosechado quizá su mayor éxito personal hasta la fecha con un papel de corta extensión pero de alta responsabilidad al incorporar el papel del indeseable sujeto víctima de la protagonista de “El clavo”. Rafael Gil, sin duda satisfecho con la labor de Lado quiso premiarle con un rol de mayor extensión en “Tierra sedienta”, el cual, como acabamos de decir, le proporcionó al actor un destacado reconocimiento y empezó a consolidar la personalidad fílmica que se acabaría imponiendo en la carrera de José María Lado: el villano.
Cuenta “Tierra sedienta” la historia de Andrés (Julio Peña), un combatiente de la Guerra Civil que regresa a su lugar al término de la fratricida contienda para encontrarse con que su novia, Ana (Ana María Campoy) no sólo no le ha esperado, sino que se ha casado con otro hombre, Carlos (Fernando Rey), el ingeniero de una presa que anegará el pueblo bajo sus aguas. Tales circunstancias propician que don Justo (José María Lado), el cacique del pueblo instigue, la rebelión contra las húmedas innovaciones que traerán las obras, valiéndose del resentimiento de Andrés y de las consustanciales reticencias de los lugareños. Con el cura párroco (Alberto Romea), tratando de imponer el buen juicio, y con los miembros más incendiarios de la comunidad representados por Romero (José Jaspe), “Tierra sedienta” describe una situación en muchos aspectos similar a la reflejada en un film posterior de Rafael Gil, “La guerra de Dios” (1953), y como aquella, resolverá su conflicto argumental provocando una catarsis por la vía de un suceso catastrófico (en este caso, un atentado contra el ingeniero Carlos, que causará la muerte de un obrero), el cual hará recapacitar a los malos y triunfar a las fuerzas del bien. Declarada de interés nacional, su tibio éxito popular (14 días en el local de estreno) se vio compensado con a concesión de un premio del Sindicato Nacional del Espectáculo dotado con 250.000 pesetas. Anotemos marginalmente que “Tierra sedienta” fue una de las películas de la carrera cinematográfica del futbolista metido a actor, Jacinto Quincoces.
Tras su participación en “Arribada forzosa”, a José María Lado le correspondió volver a trabajar bajo la dirección de Carlos Arévalo en “Su última noche”, un nueva producción de la empresa “Exclusivas Floralva” que, a diferencia de su predecesora, se rodó en Madrid, en los estudios Roptence (sería el tercer film rodado en estos estudios), en lugar de los habituales Orphea barceloneses. Con idéntico protagonista masculino, el todavía heroico Alfredo Mayo, el nuevo film de Arévalo contaba con una nueva estrella femenina, que sustituía a Silvia Morgan, la romana Paola Bárbara (12-07-1912 – 2-10-1989), con quien Lado ya había coincidido en “Sucedió en Damasco” tres años atrás y con la que volvería a trabajar pronta y reiteradamente, en “Audiencia pública” (1946), “La pródiga” (1946) y en “La Nao Capitana” (1947), antes de que la italiana regresara a su país. Estrenada el 9 de octubre de 1945 en el madrileño cine Madrid, se trata “Su última noche”, de una historia que la publicidad consideró “Un argumento humano pleno de interés y emoción”. Juzguen ustedes mismos: Fernando (Alfredo Mayo) el heredero de una anciana viuda acaudalada, doña Ana (Ana de Siria) vive entregado a una vida disipada, de desenfreno y frenesí, en la que la bailarina Lilian (Paola Bárbara) tiene un papel determinante, consistente en hacerle dilapidar su fortuna. Como Lilian es una “femme fatale” de tomo y lomo, no sólo arruina moral y económicamente a Fernando, sino que también se encarga de humillarle personalmente y dejarle plantado marchándose de gira. El joven, para disgusto de su anciana madre, que sufre del corazón, decide recoger los maltrechos pedazos de su vida y partir con dirección al corazón de África, a la Guinea española, con la intención de recobrar el ánimo. La vida en el continente negro, llena de peligros y trabajos, le sienta admirablemente a Fernando, que cambia el fox-trot y la juerga por el esfuerzo y purifica así su alma. Mientras, Lilian, en complicidad con Andrés (Alfredo Albalat), un primo de Fernando, hace de las suyas, y comunica a doña Ana que su hijo se ha suicidado en África. La anciana ricachona sufre un soponcio fatal, que la deja fiambre y Andrés, en ausencia de Fernando, se apodera de la herencia. Lilian es juzgada por haber inducido con una mentira la muerte de la anciana, pero su encanto y la bien tramada defensa de su abogado (Teófilo Palou), le permiten salir absuelta del proceso por falta de pruebas. Fernando, que se ha enterado de la muerte de su madre y de la bola fatal que la provocó, decide tomarse la justicia por su mano y, aguardándola en su apartamento, dispara contra la que fue su amante, dejándola tiesa. La policía se presenta (tarde, como siempre) en el lugar del suceso y, tras entablar un tiroteo con Fernando, este resulta herido de muerte y paga con su vida la ejecución sumaria de Lilian. El papel de José María Lado en el film responde al nombre de “Jerry” y, pese a que no hemos podido ver la película (de la que no se conserva, al parecer, copia alguna) entendemos, por las imágenes que recogen los programas de mano, que respondería al rol de “mano derecha” de Fernando en la plantación africana, y que su cargo le obligaría a tomar las armas para sofocar alguna rebelión o revuelta. También armado se presenta José Jaspe en su papel de “Enrique”, al que igualmente situamos en el episodio africano del film. En el juicio contra Lilian actúa como fiscal el excelente actor de doblaje Ramón Martorí (al que vimos previamente en idéntico rol en “El clavo”, y al que veremos nuevamente de idéntica guisa en “Audiencia pública”, rodada unos meses después, acusando otra vez a Paola Bárbara). Del resto del reparto, destacamos la siempre grata presencia de Antonio Riquelme, que hace un episódico borracho, y la de los siempre eficaces Manuel Arbó, Santiago Rivero, Ricardo Acero, Juan Espantaleón y un Jesús Tordesillas que incorpora la voz del narrador.
De las circunstancias que concurrieron en la gestación y producción de “Bambú” hablamos algo extensamente en la primera de las tres partes de que constaba la entrada dedicada al gran Luis Peña. Me remito, pues, a lo dicho entonces a propósito de las no muy felices vicisitudes (incluyendo entre ellas nada menos que la detención policial de su actriz protagonista, la mítica Imperio Argentina) que acompañaron el normal desenvolvimiento del rodaje del film y a su decepcionante rendimiento comercial, el cual se inició con su estreno en el cine Rex madrileño el 15 de octubre de 1945. Centrándonos en la participación de nuestro protagonista, destaquemos que José María Lado corrió a cargo de uno de sus personajes más desagradables, un tipo de rol que habría de ser aquel en el que acabaría especializándose, el de villano que atormenta a la heroína. En este caso concreto, a Lado le correspondió asumir la paternidad de la estrella del film, Imperio Argentina (Magdalena Nile del Río, Buenos Aires, 26/12/1906 - Madrid, 22/08/2003), pese a tener sólo once años más que ella. Luciendo una caracterización que le hizo casi irreconocible, José María Lado era un padre explotador y tiránico que obligaba a su hija a vender fruta por las calles de La Habana, al son de sus refrescantes y jugosos cantares, un rol que recordaba poderosamente al “Juanón” a quien había dado vida en “Manolenka”, seis años antes. El caso es que esta nueva edición del arquetipo de padre tiránico, que martiriza a una hermosa hija vendedora de frutos de la huerta, no contento con esta explotación frutícola, el despótico progenitor está dispuesto a entregar a su encantadora vástaga hija a las garras del empresario don Arturo (Fernando Fernández de Córdoba), presuntamente para que cante en su local, aunque sin reparar en el fin último al que la quiera destinar. Con posterioridad a tan ruin ofrecimiento, los nuevos tratos del personaje de Lado con el esquinado empresario le llevan a mezclarse en una emboscada nativa contra el ejército colonial español.
En 1946, sopla el viento de siglos de manera pródiga sobre el mar abierto y en audiencia pública (o así)
De la primera película de las que componen la filmografía de José María Lado estrenada en 1946 ya hablamos algo en la entrada dedicada a Jesús Tordesillas. Se trata de “Viento de siglos”, drama criminal de arrepentimiento y redención que dirigió Enrique Gómez en 1945 según un argumento suyo y que le valió a Manuel Luna, por su papel protagonista, un premio especial del Círculo de Escritores Cinematográficos. Al argumento descrito en la antedicha entrada, reseñemos hoy los papeles destacadas de tres guapas actrices del momento, cuales fueron Ana Mariscal, Margarita Andrey y Marta Santaolalla, y la presencia, junto a Lado (que hacía el papel de “François”) de tipos duros como Fernando Sancho o José Jaspe, además del siempre intenso Guillermo Marín, que hacía un comisario. La parcela espiritual quedaba a cargo del patriarcal Rafael Calvo, en el papel del redentor padre Lorenzo.
Florián Rey (Antonio Martínez del Castillo, La Almunia de Doña Godina –Zaragoza- 25/01/1894, Benidorm –Alicante, 11/04/1962) había cosechado los mayores éxitos de su carrera como director en el periodo inmediatamente anterior a la Guerra Civil, contando con su mujer, la célebre Imperio Argentina como estrella de sus aclamados films “La hermana San Sulpicio” (1934), “Nobleza baturra” (1935) y “Morena Clara” (1936). Tras la contienda, su buen tino para conectar con el gusto popular se pierde bastante, si bien es posible que el no fuera todavía plenamente consciente de ello cuando decidió llevar al cine una historia como la de “Audiencia pública” (1946), un estomagante melodrama de corte folletinesco de baja estofa nacido de su agotada imaginación. Contando con un desorientado Alfredo Mayo (que parecía estar buscando alternativas a su invariable rol de héroe patriótico) como protagonista masculino y con una distante Paola Bárbara como estrella, esta producción de Suevia Films que se estrenó el 26 de septiembre de 1946 en el cine Avenida de Madrid, nació ya anticuada y vulgar, de lo que se encargará de dar fe la relación de su argumento, que seguirá a estas líneas preliminares. A José María Lado le cupo el dudoso honor de participar en el desaguisado dando vida a un personaje episódico aunque no irrelevante. Al propio tiempo, esta colaboración le abrió la puerta a volver a ser requerido por el director de “La aldea maldita” (título que Florián Rey dirigió en dos ocasiones: 1930 y 1942) casi de inmediato para su film “La nao capitana” (1947).
Cuenta “Audiencia pública” (film en cuyos créditos encontramos, participando en calidad de ayudante de dirección, a Fernando Palacios, joven paisano de Florián Rey, llamado a dirigir algunas de las películas más memorables del cine español) la historia de un juicio de carácter salomónico, pues se dirime en él la maternidad de una criatura. Se inicia la acción (situada en Bruselas, para evitar tropiezos con la moralidad española) con la apertura de la sala del juzgado en el que va a celebrarse la vista a la que alude el título, pues se efectúa en tal régimen, con el expectante público (y la prensa, entre cuyos miembros distinguimos a un joven Rafael Luis Calvo y a un no menos bisoño José Riesgo) presente, que se dedica a jalear o abuchear las actuaciones del atractivo (pese a su irregular dentadura, inadmisible en el narcisista cine de hoy) abogado defensor (José Nieto) y del adusto fiscal (el excelente doblador Ramón Martori), moderados por el solemne juez (Aníbal Vela). Del caso vamos conociendo los detalles a través de los sucesivos testimonios que prestan las encausadas y los testigos, a quienes da paso un ujier encarnado por Fernando Aguirre. Las acusadas son Mary Holbein (Paola Bárbara) y Ana Braun (Alicia Palacios). La primera relata sus desesperados esfuerzos por salvar una felicidad conyugal puesta en peligro por su incapacidad para darle descendencia a su marido, un adinerado hombre de negocios y un auténtico fanático de la infancia llamado Guillermo Holbein. Para desconsuelo de la señora Holbein, los tratamientos dispensados por su médico (José Prada, a quien los títulos de crédito jugaron la mala pasada de rebautizarle como “José Ppada”) no surten el menor efecto y la temperatura en el hogar de los Holbein desciende de manera inexorable. Más caldeado está el ambiente en la modesta casa del viejo lutier monsieur Fontain (Nicolás Díaz Perchicot), a quien sus hijas Helen (Mary Delgado) y Marta (Porfiria Sanchiz) le dan el disgusto de su vida, cuando la segunda le cuenta que la primera se ha dejado preñar por un sinvergüenza llamado Raoul Pitois (apellido que, por cierto, ya era para escamarse). Efectivamente, podemos con nuestros propios ojos comprobar que Raoul es un canalla de los de serial radiofónico, que no quiere hacerse cargo del fruto de sus pecaminosos devaneos con Helen. En consecuencia, el viejo monsieur Fontain echa del hogar paterno a su hija Helen. Marta, compasiva, y sintiéndose algo culpable por haber labrado su reprobación paterna (consecuencia del despecho, pues también le hacía “tilín” el molón señor Pitois), se hace cargo de su desdichada hermana, y le consigue un trabajo en la fábrica de guantes parisina “El Dandy”, en la que se colocan ambas (bajo las órdenes de un cómico y atildado Juan Vázquez, en un rol algo equívoco del que se hizo especialista). Pasados los inapelables plazos biológicos, el bebé viene al mundo en una clínica situada en la capital del Sena en la que trabaja una enfermera compasiva, Ana Braun, que conoce el problema de Mary Holbein por estarse tratando en el mismo establecimiento. Convencida por el testimonio de Marta y por la actitud de Helen de estar haciendo un bien, Ana Braun decide entregar en adopción el bebé a la respetable ricachona, en lugar de “colocárselo” a una institución benéfica. La señora Holbein, que lleva varios meses separada de su marido, en viaje de negocios, decide completar la maniobra obligando a la enfermera a dar veracidad al embuste que urde, consistente en afirmar que el niño es hijo suyo y de su marido, Guillermo Holbein. La noticia llena de gozo y alborozo al supuesto papá, en primer lugar, quien suspende su vida viajera para consagrarse en cuerpo y alma a la tarea de reírle las gracietas al rorro. También la familia (con el tío Ricardo Holbein –Francisco Delgado Tena- a la cabeza), las chismosas amigas de Mary, y la servidumbre (con la monísima doncella Berta –Lolita Valcárcel- y el chófer Víctor–Santiago Rivero- como miembros más destacados) se apresuran a celebrar la nueva sin molestarse en disimular el gran alivio que han experimentado cuando, por fin, los Holbein han logrado tener descendencia. Se pone a disposición del recién llegado bebé las mejores instalaciones, se le compran los mejores juguetes y se pone a su servicio una estricta y muy competente nurse inglesa, miss Catherine Smith (una juvenil Mary Santpere). Guillermo Holbein se comporta como un perfecto idiota completamente absorto en la contemplación de su hijo, al que, naturalmente, le encuentra un gran parecido consigo mismo. Pero la felicidad de los Holbein, tiene fecha de caducidad. Apenas alcanza los tres años, periodo al transcurso del cual a Raoul Pitois le entran ganas de volver de Londres al continente para recuperar a Helen y reclamar a su hijo. Siguiendo su pista, tras tener una pintoresca entrevista con el señor Fontain (al que habla con desconcertante desparpajo), Pitois localiza a Helen en un tugurio portuario, dedicada a la prostitución y sumida en el consumo de estupefacientes. Es entonces cuando José María Lado toma parte en “Audiencia Pública”. Es un marinero al que llaman “Bestia”. Cuando Raoul Pitois encuentra a Helen Fontain en un figón del puerto llamado “La Perla”, a ésta la acompaña un marinero que proclama que va a casarse con ella. La pareja va bien bebida, y por el vocinglero diálogo que mantienen sabemos que van regando su deambular por las tabernas con ginebra. Otro marinero borracho (José Ramón Giner) saluda al hombre motejándole como “Bestia” y ambos llaman “La Ñata” a la mujer, que va vestida y maquillada como una paradigmática prostituta. Raoul se acerca a la mesa que ocupa la pareja y pide permiso para hablar. El hombre le pregunta a su compañera si acepta la compañía del recién llegado, a lo que ella replica, tras reconocerle, que “no tiene nada que hablar con él”. El marinero trata de hacer que se vaya al individuo que les importuna y, cuando éste alega que tiene una cuenta pendiente que saldar con la mujer, el “Bestia”, fanfarrón, enarbola una gruesa cartera repleta de billetes, dispuesto a pagar “mil, dos mil, cuatro mil francos” si es preciso, para liquidar la deuda que cree contrajo su futura esposa con el elegante desconocido. Pero Raoul aclara entonces que no se trata de dinero, sino de un hijo. El marinero saca entonces de la misma cartera que tiene abierta una foto de su hijo, al que llama Johnny, y deposita un beso en ella. Luego se levanta de la mesa y se desentiende del asunto, dando a entender, con un ademán, que el vínculo que les une a los otros dos es demasiado fuerte para que el se interponga. Raoul, tras hablar con la embrutecida Helen, inicia sus pesquisas en pos del paradero de su hijo y llega a averiguar la verdad de lo sucedido. Comprueba que en la fecha del nacimiento del niño, tal como le certifica el empleado de la inclusa (José María Rodríguez), no fue entregado ningún bebé. Acude después a la clínica donde sigue trabajando Ana Braun y la pone ante su mentira, con lo que la obliga a que le dé cuenta del destino que le deparó a su hijo. Consigue así presentarse en casa de los Holbein y poner en un serio aprieto a la señora de la casa, que no puede mantener su mentira ante las contundentes pruebas que esgrime Pitois. Pero el padre de la criatura es comprensivo. Entiende que los Holbein han dado un hogar (¡y qué hogar!) a su hijo que sus propios padres le negaron. Asegura conformarse con que le permitan ver al pequeño de vez en cuando. No así Helen Fontain, a la que se le despierta un odio visceral hacia las personas que han criado al fruto de sus entrañas. Por su parte, sin atreverse a aclarar la incómoda situación con su marido, Mary Holbein trata de huir con el niño al que ha criado como su hijo. Y lo hace al estilo que su posición social le obliga, es decir, empleando para ello los servicios de Víctor, su chófer, y su lujoso coche. Al parar en una gasolinera (a cuyo encargado da vida un delgado Luciano Díaz), Víctor llama al señor Holbein, que a fin de cuentas es quien paga su nómina. La señora Holbein trata de fugarse entonces conduciendo ella misma el automóvil en una inaudita y arriesgada reacción, pero no consigue burlar a la justicia, que la pone ante el tribunal con cuya actuación el film dio comienzo. Ya se aproxima la resolución del juicio, y fiscal y abogado defensor lanzan sus alegatos. El primero expone los hechos y subraya que Mary Holbein actuó de manera ilícita. El segundo apela a los sentimientos y antepone la felicidad del niño a cualquier otra consideración. La sala es un clamor. La casquivana, desnaturalizada y drogadicta Helen Fontain (que no se ha atrevido a declarar y que sigue el desarrollo del juicio anónimamente entre el público) no tienen ninguna posibilidad. El niño se queda con los Holbein y, antes de que el film expire bajo el peso de la palabra “FIN”, todavía asistimos a una escena más de felicidad idílica que se desarrolla entre el querubín de rizados cabellos y sus adinerados papás, los Holbein.
Si el argumento de “Audiencia pública” es manido y se encuentra en un “tris” de poder calificarse de ridículo, las interpretaciones, en cambio, merced al oficio de los intérpretes, son disfrutables. Raúl Cancio parece disfrutar especialmente haciendo el ganso, tomándose con la debida distancia su estúpido cometido. Tiene un punto de rechufla que recuerda algo de Melvyn Douglas. Mary Santpere, en su estrambótico papel, da sin esfuerzo la nota requerida y parece algo desaprovechada. Juan Vázquez, en sus intervenciones como director de la fábrica de guantes “El Dandy”, compone un personaje característico dignísimo, que habría cabido en cualquier comedia “screwball” de las que dirigieron en Hollywood LaCava, Capra o Preston Sturges. El siempre bondadoso Nicolás Díaz Perchicot, como el viejo padre deshonrado, exagera muy convenientemente el dramatismo de su situación, cargando con el peso de la vergüenza con la afectación imprescindible. En roles episódicos, los citados José María Rodríguez, José Prada, Luciano Díaz, Santiago Rivero, o José Ramón Giner hacen soportables con su eficacísima presencia las incidencias de la trama. José María Lado, en una intervención que probablemente resolvió en una única sesión (o dos), no resulta demasiado convincente en su borrachera, ni tampoco parece posible creer que su personaje se deshaga con la facilidad que lo hace de la prostituta con la que tiene proyectado casarse por la existencia de un hijo (él mismo tiene otro). Pero esta endeblez no es achacable a Lado, que defiende su fugaz papel tan dignamente como es capaz.
Si episódico es el papel de José María Lado en “Audiencia pública”, el que Ramón Torrado le repartió en la producción de Cesáreo González, “Mar abierto” tenía carácter protagónico y constituía, además, uno de sus roles más queridos (tal como declaró en una entrevista a la revista “Cámara” en la que celebraban su medio centenar de films).
Adaptación a la pantalla de un argumento del hermano del director del film, Adolfo Torrado, “Mar abierto” (Ramón Torrado, 1946) ofrecía perfecta oportunidad de lucimiento a José María Lado en el emotivo papel del pescador gallego Andrés Vilar “El Touliño”, otro marino más de los muchos que le tocó interpretar, representantes de distintas épocas y modos de la navegación (de memoria, recuerdo ahora los de “Boda en el infierno”, “Las inquietudes de Shanti Andía”, “Audiencia pública”, “La nao capitana” y el propietario de un cafetín portuario en “Arribada forzosa”, que si no era marinero, se movía en su ambiente). La acción de “Mar abierto”, film que se estrenó primero en Vigo el 24 de abril de 1946 y, posteriormente, en el cine Rex madrileño el 22 de noviembre de 1946 y en el barcelonés Montecarlo, el 23 de enero de 1947, se sitúa en Costa Nova, un pueblo gallego dedicado a la pesca. En el arranque de la historia, nos encontramos con una bondadosa y dulce anciana (que reparte caramelos a los niños) llamada Carmiña (Maruchi Fresno), la cual dará paso a un largo flash-back al relatar los hechos de su vida a un pintor (el propio Ramón Torrado) que está pasando una temporada recogiendo en sus lienzos los pintorescos parajes de Costa Nova. Carmiña le cuenta al artista cómo quedó huérfana de madre siendo muy niña y cómo su padre, el honrado Andrés Vilar (José María Lado) contrajo segundas nupcias (el espectador asiste al banquete nupcial y a los cánticos y celebraciones) con una mujer forastera quien, muy desconsideradamente, abandonó a su padre por un ricachón llamado don Alberto (Carlos Casaravilla) con el que se fugó, dejando al probo pescador sumido en una profunda amargura, el cual, para mayor mortificación, había salvado de un naufragio y recogido en su casa al tal don Alberto. Además de la amargura, la pérfida madrastra de Carmiña había dejado a Andrés sin un real, por lo que éste, para sobrevivir, se vio obligado a contraer deudas con el prestamista Juan Reboredo (Fernando Fernández de Córdoba). Pasado algún tiempo, y para poder saldar el préstamo, Andrés Vilar se ve impelido a embarcarse en una larga travesía (rumbo al Gran Sol) y mientras, Carmiña queda al cuidado de su tía María (Rosario Royo). En esas circunstancias, y en el transcurso de una romería, la jovencita conoce al apuesto Antonio (Jorge Mistral), a quien toma por un marinero sin fortuna más, pero que en realidad es nada menos que un ingeniero naval, propietario de una compañía naviera e hijo del acaudalado don Alberto. Los dos jóvenes se gustan y Antonio, que conoce la manera en que su padre labró la desgracia del pobre Andrés, decide ponerle, como compensación, al frente de una flotilla pesquera que crea a tal fin. La relación entre Carmiña y Antonio va viento en popa, lo mismo que la recuperación económica y de autoestima del padre de la primera. Desgraciadamente, un día aciago, Andrés Vilar conoce la identidad de su benefactor y novio de su hija. Todo el resentimiento que guardaba sepultado en su alma le anega el entendimiento y le despierta instintos asesinos. Cuando está a borde de una barca a solas con Antonio, se dispone a matarlo, golpeándole con un ancla. Pero entonces, la virgen María interviene en forma providencial, al engancharse la improvisada arma homicida en una imagen suya, que está clavada en el puente de la barcaza. El incidente le hace recuperar de golpe la serenidad a Andrés, quien, tras confesarse con el cura del pueblo, borra de su corazón el emponzoñado odio que permanecía latente en él y consigue asistir complacido a la nueva felicidad de su hija con Antonio.
Secundando felizmente a los protagonistas de “Mar abierto”, encontramos a los siempre estimables Félix Fernández (como “tío Paquito”), al ubicuo Xan Das Bolas (como el simpático “Peirallo”, más inevitable que nunca, tratándose de un film “gallego”), a Fernando Aguirre (como “Don Leoncio”), a Fernando Fresno (el padre de la protagonista, Maruchi, en el papel de “Don Jesusiño”), a José Ramón Giner, y a un joven Ángel de Andrés. “Mar abierto”, película acogida al Crédito Sindical en cuantía de 100.000 pesetas y favorecida con la clasificación oficial de “Primera categoría”, supone la particular mirada costumbrista de su director, el gallego Ramón Torrado, que empezó el rodaje de las escenas de interior del film en los estudios Sevilla Films en Chamartín de la Rosa (Madrid) el 29 de noviembre de 1945, y que lo completó rodando exteriores en localizaciones gallegas tales como Orense, la bahía viguesa, desde los principios de 1946 y el final del mes de mayo de ese año, con un equipo en el que se incorporó el coruñés Andrés Pérez Cubero como director de fotografía. Reforzando la intención pintoresquista y folklorista, Ramón Torrado hizo intervenir a la Coral de Ruada para que interpretara canciones populares gallegas en momentos puntuales de la acción, como en la desdichada boda de Andrés con su traidora esposa, en la romería o en el emocionante final. La película cosechó críticas favorables que destacaron su loable inspiración regionalista, y obtuvo un razonable éxito de público.
En una nueva “Alarconada” de Rafael Gil: “La pródiga”
Como tantas otras cosas (algunas, de relevancia bastante mayor) en la España de Franco, la suerte de la producción cinematográfica del film “La pródiga”, adaptación de la novela homónima del novelista granadino Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), se decidió en la mítica coctelería madrileña de Perico Chicote. Allí, una conversación del adaptador y director de la película, Rafael Gil, con el productor Cesáreo González, rescató el proyecto que estaba previsto que fuera de Cifesa para su propia empresa, Suevia Films. Rafael Gil había obtenido un éxito popular y de prestigio con “El clavo” (1944), otra adaptación del mismo autor literario, la cual, a su vez, había seguido en las pantallas la estela de la anterior (firmada por José Luis Sáenz de Heredia), “El escándalo” (1943). Tal como quedó registrado en unas declaraciones a Radio Nacional que recogió el número doble de la “Revista internacional del cine” publicado en febrero de 1955, Rafael Gil recordaba así la génesis (un jueves, el 6 de julio de 1944) de su nuevo film: “Aquella tarde, mientras llegaba la hora de ir a los toros, me entretuve en releer “La pródiga”, que tenía un poco olvidada. Y al termina, apreciando sus cualidades cinematográficas, decidí convertirla en película. Unas horas después, al salir de la plaza de Toros, me enteré de que “El clavo” había sido premiada” (con el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo). Antes de cumplimentar el rodaje de su segunda adaptación de una obra del autor de “El niño de la bola”, Rafael Gil dirigió otros dos films, “El fantasma y doña Juanita” (1944), para Cifesa, y “Tierra sedienta” (1945), para producciones Goya, del que algo hemos dicho unas líneas más arriba. Entre el deseo del cineasta por realizar el film y su rodaje (que, como hemos dicho, pasó de manos de Cifesa a Suevia), en Argentina se llevó a cabo otra versión para la pantalla de la novela de Alarcón, que protagonizó Eva Duarte y que no se llegó a estrenar, pues el negativo del film sin montar fue entregado, como regalo de bodas de sus productores cuando la actriz contrajo matrimonio con Juan Domingo Perón. Los problemas administrativos de Cifesa (menos favorecida por el régimen franquista de lo que comúnmente se cree) para la explotación de sus películas en Hispanoamérica, fueron los causantes de que el proyecto iniciado por la empresa de los Casanova de “La pródiga” hubiera de suspenderse y que, en consecuencia, Rafael Gil dispusiera de la libertad de acción para trasladar la producción a las manos de Cesáreo González. Así, en el hospitalario ambiente del abrevadero de Chicote, se propició el inicio de un rodaje que se verificó (para sus escenas de interior) en los madrileños estudios Chamartín entre el 1 de noviembre de 1945 y el 31 de marzo de 1946, y para las secuencias de exteriores en “El Pardo” (Madrid), y “La Alberca” (Salamanca), ambientes a los que Rafael Gil desplazó la acción del film (por considerarlos, por austeros, más adecuados) desde los que originalmente albergaban los hechos de la novela, los de La Alpujarra granadina.
“La pródiga” se estrenó en el madrileño cine Avenida el 27 de septiembre de 1946. El film fue declarado de interés nacional y obtuvo, como su precedente, “El clavo”, el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo. En los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, la película de Rafael Gil fue distinguida con los galardones a sus intérpretes Rafael Durán (como mejor actor) y Fernando Rey (mejor actor secundario), al operador Alfredo Fraile (mejor fotografía) y al maestro Juan Quintero (mejor labor musical).
Escrita en 27 días del otoño de 1881, la novela “La pródiga” está datada en la época contemporánea. El film al que dio lugar mantiene el marco temporal, aunque, como quedó dicho, cambió la localización de la novela. Arranca la acción con el nombramiento de Guillermo de Loja (Rafael Durán) como nuevo presidente del gobierno. Recibe los parabienes y adulaciones de correligionarios y personas influyentes. Llega a su casa tardíamente y agotado. Le recibe su dulce esposa, María (Maruchi Fresno) y, antes de poder retirarse a descansar, todavía dos viejos compañeros de partido, Enrique Luceño (Guillermo Marín) y Miguel Casa-Dávila (Ángel de Andrés) se presentan en su casa para requerirle favores políticos. Guillermo, impulsivamente, los echa con cajas destempladas, aunque rectifica con prudencia y resuelve la situación consiguiendo quedarse solo, sin exagerar la nota. Ya sin testigos, contemplando un cuadro que representa un paisaje desolado en el que destaca la silueta de un retorcido árbol desprovisto de hojas, rememora cuando, veinte años atrás, recorría, en compañía de los dos hombres a los que ha expulsado de su casa, las comarcas salmantinas. Así, se inicia un largo flash-back en el que tres jóvenes políticos liberales, Guillermo, Enrique y Miguel realizan una gira a la caza de votos con los que ganar el escaño de diputados. Reparten discursos preñados de promesas a diestro y siniestro y son acogidos en uno y otro pueblo, villa o villorrio con la intención de que los personajes influyentes de cada localidad (como el que encarna, en su episódica intervención, Manuel Requena) comprometan el mayor número posible sufragios a su favor. En tales menesteres, el trío de emprendedores políticos llegan a El Abencerraje, una población en la que no encuentran el recibimiento entusiasta al que están acostumbrados. Extrañados por ello, buscan acomodo en casa del alcalde (Manuel Arbó) e indagan por el extraño mutismo de la población. El secretario del ayuntamiento (Félix Fernández) les explica las gentes del lugar no toman ninguna iniciativa sin contar con la previa anuencia de “La marquesa”, una señora afincada en el término del Abencerraje propietaria “de facto” de la mayor porción de terreno, la finca conocida como “El Cortijo”. El chismoso secretario desgrana a su foráneo auditorio la vida y milagros de la misteriosa señora, a la que afirma apodan “La pródiga” tanto por su actual largueza con los necesitados, como por su pasada generosidad amatoria, que la llevó a tener admiradores por legión y amantes por docenas, a los que siempre mantuvo ella. El relato impresiona vivamente y de manera especial a Guillermo, que empieza a sentirse fascinado por la dama así descrita. Sin perder tiempo, y en busca del decisivo apoyo de “La marquesa” (que no es tal y que se llama Julia Castro Alais), los tres candidatos acuden a la casa solariega a entrevistarse con “La pródiga”. Ante la presencia de doña Julia, Guillermo se siente preso de un irrefrenable impulso amoroso. Cuando, tras convenir a completa satisfacción suya el negocio que allí les ha llevado, los políticos anuncian su marcha, Guillermo trata de pretextar cansancio para quedarse allí, acogiéndose a la cortés invitación de la que les ha hecho objeto la dueña de la casa, pero ésta le reprende suavemente, indicándole que no debe abandonar a sus compañeros. Esa noche, en la habitación que el alcalde les ha preparado, Guillermo discute con Enrique por causa de la divergente visión que de doña Julia tienen uno y otro. Mientras Guillermo confiesa su interés por la experimentada mujer, Enrique, hombre morigerado, práctico y vulgar, refiere preferir casarse con alguna joven honrada, de buena posición, que le garantice estabilidad. Guillermo está determinado a tener una entrevista a solas con la hacendada, y aprovecha un encuentro con José (Fernando Rey), el hijo de Antonio (Juan Espantaleón), el colono más veterano y hombre de confianza de doña Julia, para obtener de él un medio de acceder a ello. José, que adora a su señora, consiente en franquear la entrada a Guillermo. Éste consigue hablar a solas con doña Julia, pero ella, que esperaba la maniobra, rechaza al joven, decidida a no buscarse complicaciones que la aparten de la vida ordenada que lleva. También se ha sentido atraída por el emprendedor político y por eso mismo, su posición la sostiene con mayor dureza.
Guillermo, Enrique y Miguel vuelven a Madrid, ganan su escaño en las votaciones e inician su carrera en el parlamento. Las primeras intervenciones oratorias de Enrique y Miguel se resuelven con sendos éxitos, mientras que el primer discurso de Guillermo se desarrolla en medio de los abucheos y la rechifla de la Cámara. Sigue obsesionado con Julia y así se lo manifiesta a ella por medio de una carta. Su desesperado amor le sirve de acicate y, ofreciéndole su futuro triunfo político a su amada, Guillermo se sobrepone al revés parlamentario inicial y, en su siguiente pieza de oratoria, obtiene el aplauso unánime de los diputados. Su intervención halla resonante eco en la prensa y su figura alcanza relevancia en la sociedad. Se habla de él como futuro ministro de Fomento. Recibe frecuentes invitaciones a bailes y saraos. En uno de ellos, ofrecido por el conde de las Acacias (José Prada), las habladurías sobre doña Julia Castro le hacen perder los estribos. Llega al extremo de desafiar en improvisado duelo a espadas al conde de Zuera (José Jaspe), que se ha propasado en sus comentarios procaces sobre Julia, siguiendo la senda abierta por Mariana, la duquesa de Carmona (Joaquina Almarche). Guillermo, animado por las potencias del amor, sale victorioso en el lance. Simultáneamente a tan belicosas ofuscaciones, a Guillermo se le busca pareja en sociedad y se le trata de emparejar con Pura (Alicia Romay), la hija de los marqueses de Pinto.
Los buenos auspicios de la carrera política de Guillermo le valen la adulación de Enrique y Miguel, que frecuentan su casa. Es llamado a la presencia del presidente del gobierno para una entrevista en la que él cree que va a recoger la cartera del ministerio de Fomento, pero se le ofrece un cargo de menor importancia y sale del despacho abatido. Sus amigos le dan ostentosa e instantáneamente la espalda y Guillermo reacciona entregándose al desánimo. Su amigo el conde de las Acacias trata de disipar su mal humor, pero Guillermo resuelve que debe abandonar Madrid, donde todo se le antoja desagradable. Acude al pueblo de doña Julia y va a verla enseguida. La mujer se encuentra entonces poniendo orden en sus asuntos (va a ceder la propiedad al tío Antonio) y arreglando el matrimonio de José con Brígida (Carmen Díaz de Mendoza), la hija de Juan (Fernando Fresno), otro colono. Cuando Guillermo se presenta ante ella, no tiene más remedio que confesar que también se enamoró de él en cuanto le vio. Julia reacciona de manera sorprendente llamando al tío Antonio y anunciándole que aquel hombre es el nuevo amo, que todo lo suyo es de él y que se casarán. Pero cuando el viejo sirviente se marcha, Julia le dice a Guillermo que no se casarán porque no quiere perjudicarle políticamente y porque sabe que terminará por cansarse de ella. Guillermo, claro, niega con vehemencia, pero el caso es que no se casan.
Los primeros tiempos de la pareja de enamorados, como es costumbre, transcurren envueltos en una nube de felicidad. Pese a todo, su convivencia “en pecado” motiva la reticencia de los sencillos campesinos, la reprobación del párroco (José María Lado) y los celos envenenados de José. A Guillermo se le ocurre, como ingeniero que es, construir una presa para dominar el curso de agua que atraviesa la finca. Se ilusiona como un niño con el proyecto, que provocará la aparición de una isla, la cual piensa dotar de un coquetón cenador en el que él y su amada Julia podrán retozar a su gusto. Apartados de las veleidades de la sociedad de la capital de España (para lo cual, se privan de leer “La época”, diario al que están suscritos), Julia y Guillermo no tienen más ocupación que construir una presa y ultimar los preparativos de la boda de José con Brígida. Ambos acontecimientos coincidirán en el siguiente 1 de octubre, fecha en la que, además, celebran el aniversario de su primer encuentro. En tanto llega el día, han tenido algunos tropiezos, especialmente una visita del cura párroco en la que éste les ha instado a santificar su unión y a acudir a la iglesia para no seguir escandalizando a los colonos con su indiferencia. Guillermo desprecia tales advertencias, subestimando la fuerza del populacho. También Guillermo, al fin y al cabo, hombre de ciudad, reacciona equivocadamente cuando, yendo hacia la voladura de las peñas que darán lugar a la presa, oye a unos chiquillos que a su paso le llaman “El enemigo”. Culpa a José, que le acompaña, de su mala fama en el pueblo, y hasta llega a azotarle delante de otros lugareños (entre los que distinguimos a Francisco Bernal y, como explicaremos, estaba Francisco Rabal). Este episodio, lógicamente, no beneficia en nada a la popularidad de Guillermo en la localidad. Cuando llega la fecha señalada, nada sucede de la manera como lo tenían previsto. En primer lugar, como, pese a ser los padrinos, Julia y Guillermo no acuden a la ceremonia de la boda (para evitar fricciones con el párroco), no pueden enterarse “in situ” de que no son aceptados en tales funciones, exigiendo el sacerdote que asuman otro el padrinazgo so pena de no celebrar el sacramento del matrimonio. Ante tal escándalo, los invitados se niegan a acudir a la fiesta que en el cortijo habían preparado minuciosamente. Por en medio, su picnic íntimo en la isla de la recién inaugurada presa resulta malogrado por una torrencial lluvia que provoca una crecida del río la cual rebosa el puentecillo, e inunda la isla, con su cenador, sus amorcillos de yeso y los frescos, que, pintados por Guillermo, decoran la cuevecilla y que hacen comentar a Julia que “les va muy bien, llamarles “frescos”. Al llegar al hogar, el agotamiento por el trajín del apresurado regreso y el calorcito de la lumbre obran el efecto de que Guillermo se quede “roque” en la butaca. Julia advierte en esto un síntoma de que a su amado la pasión ha rebajado su intensidad a niveles de tibieza. En tales circunstancias se presenta el tío Antonio anunciando lo sucedido en la iglesia y la decisión posterior de los invitados de no hacer aprecio del convite preparado por Julia y Guillermo . Así pues, empapados, desilusionados e insultados en su propia casa por lo que Guillermo considera una turba de paletos atrasados, la pareja de amantes pasa un mal momento que se convierte en un punto de inflexión en su relación, que a partir de entonces, decae en intensidad. Pasa el tiempo y Guillermo parece angustiado y amustiado. La puntual llegada del ejemplar de “La época”, a diferencia de lo habitual (Guillermo y Julia habían desterrado la costumbre de leer el periódico, porque no deseaban saber nada del mundo exterior) trae al exdiputado recuerdos de su destacada existencia en Madrid. Lee que Enrique Luceño suena para el puesto de ministro de Fomento y que Puri está buscando un marido joven con el que poder gastarse la fortuna que ha heredado al enviudar de un anterior marido viejo. Julia ve que en Guillermo, que se afana en leer ejemplares atrasados de “La época”, renace el interés por la vida pública, por lo que decide que es el momento de que, por su propio bien, la abandone. Así se lo plantea, pero Guillermo se resiste, se pone tremendo, y amenaza con matarse. Ante tamaño arrebato, Julia se retracta, pero está convencida, merced a su experiencia, de que Guillermo se queda con ella por compasión, porque, según ha deslizado en sus palabras: “sería una canallada, dejarte ahora”. Así, mientras Guillermo se refocila con tesón visigodo en la lectura de periódicos atrasados, Julia decide en la soledad de su lecho que será ella quien se quitará la vida. Sale a cabalgar al amanecer un caballo cegado. Unos colonos la ven pasar y se percatan del detalle. Avisan al tío Antonio, pero es tarde. El corcel regresa solo. A Guillermo le avisa el fiel y anciano Antonio, que dispone rápidamente las órdenes de busca, pero cuando va a salir de la casa, José se presenta con el empapado cadáver de su adorada señora en brazos. Enloquecido por el dolor, el mozo culpa a Guillermo de la muerte de Julia. El pesar de Guillermo es enorme, pero todavía debe acrecentarse más al encontrarse con que el tío Antonio le anuncia que el párroco se ha negado a enterrar en sagrado a la difunta señora, por lo que habrán de ocuparse ellos mismo de hacerlo. Eligen un paraje que ella se había encargado de inmortalizar en un cuadro, presidido por un árbol de ramas retorcidas, pero Guillermo no podrá acudir al sepelio. El tío Antonio le suplica que no vaya, pues teme que José lleve a efecto sus amenazas de muerte. Y aunque Guillermo no se arredra ante el gañán, accede a no asistir, para evitarle más desgracias al viejo servidor. Cuando se acerca a la solitaria tumba, en la que sólo permanece el fiel perro dogo “Tigre”, para despedirse finalmente de su amada, Guillermo es tiroteado. José le ha disparado, pero ha errado el tiro. Guillermo se adelanta y ofrece su pecho, pidiéndole al joven que apunte mejor y tire nuevamente, pero José da media vuelta y se marcha. De vuelta al tiempo presente, el nuevo presidente de gobierno, un envejecido Guillermo, recibe la felicitación de su dulce esposa, entre lágrimas.
José María Lado corre a cargo de un rol antipático e intransigente, aunque le da vida empleando una modulación acariciante, finísima, vistiendo con guante de seda el puño de hierro clerical. Del resto del reparto, destaca justamente el protagonista, Rafael Durán, estrella muy valorada entonces y habitual de las mejores películas de Rafael Gil de aquellos años. Su dicción impecable y redicha calza perfectamente los ampulosos y dramáticos diálogos, no al alcance de cualquier galán. Paola Bárbara, algo recargada, da no obstante el papel a la perfección, resultando idónea para él. Si, como reseñamos al principio, Rafael Durán fue justamente premiado por su labor, también Fernando Rey, con su apasionado José, brinda una interpretación que fue igualmente recompensada. En el libro de Pascual Cebollada, dedicado a su trayectoria, el protagonista de “Tristana” recordaba que la escena en la que debía acarrear a la yerta Paola Bárbara se rodó en unas condiciones climáticas extremas, de un frío intensísimo, por lo que la actriz italiana fue confortada con abundante coñac, lo que le facilitó ser transportada por el joven galán atravesando un estado etílico notable. Importante en la carrera de Fernando Rey, “La prodiga” fue decisiva también en la de otra de las primeras figuras del cine español, ya que recogió la primera actuación ante las cámaras de Paco Rabal, que finalmente se quedó en la mesa de montaje, en la escena en que Rafael Durán azotaba a Fernando Rey en presencia de un reducido grupo de lugareños. El que habría de ser uno de nuestros actores más reconocidos internacionalmente, trabajaba en los estudios Chamartín como técnico electricista y, merced a su planta, impresionó a Rafael Gil lo bastante como para que éste le eligiera para un reducido papel sin diálogo en “La pródiga”. Satisfecho con la fotogenia del joven, el director le prometió volver a contar con él en el futuro, cosa que, como es sabido, cumplió con creces y éxito, en los años sucesivos.
Del siguiente film en la filmografía de José María Lado, “Las inquietudes de Shanti Andía”, rodado como “La pródiga” también en sus escenas de interior en Madrid, aunque en los estudios CEA y no en Chamartín, y en exteriores en el País Vasco, ya hemos hablado bastante extensamente en una entrada anterior. Fue con ocasión de ocuparnos de la carrera de Jesús Tordesillas, que hablamos aquí de este interesante film de debut en la dirección de Arturo Ruiz-Castillo (no sólo director, sino también adaptador, guionista, decorador y figurinista), de inspiración barojiana (que contó, además, con la presencia del propio autor de la novela homónima en que se basa, en su metraje). Producción de 1946, se estrenó en Madrid el 3 de febrero de 1947 en el cine Callao. Película que obtuvo reconocimiento oficial mediante la concesión de la categoría de “Interés nacional”, “Las inquietudes de Shanti Andía” cosechó también un buen puñado de premios, tales como los del Círculo de escritores Cinematográficos al antes citado Jesús Tordesillas, por su interpretación de un papel secundario, al operador Manuel Berenguer, al músico Jesús García Leoz y al propio director, Arturo Ruiz-Castillo en la categoría de cineastas noveles. Como el argumento y pormenores del film ya quedaron detallados en la entrada antedicha, nos remitimos a lo dicho entonces y nos limitaremos ahora a destacar la labor de José María Lado en el papel del brutal capitán Zaldumbide, que protagoniza un episodio marinero del pasado inserto dentro del conjunto del film. Este relato incluido en el conjunto del relato, daba cuenta de un sangriento motín contra el tiránico capitán (secundado por el médico de a bordo, el enigmático doctor Cornelius a quien daba vida Félix Fernández) se saldaba con su asesinato a manos del malayo Chim (José Jaspe).
La saga de los Rius y las tinieblas que quedaron atrás
“Con el de la tarde de hoy, cumpliré los doce mil justos”, afirma el personaje de José María Lado, el industrial Rius, refiriéndose a la cantidad de trayectos recorridos a pie de su casa a los talleres de su propiedad en veinte años, un mes y veinticinco días. Esta precisión, este inexorable, rutinario y firme cumplimiento de sus obligaciones laborales definen a la perfección la personalidad del rol que, a las órdenes de José Luis Sáenz de Heredia incorporó nuestro protagonista de hoy en la adaptación de las novelas “Mariona Rebull” y “El viudo Rius” de Ignacio Agustí, que llevó a cabo el director de “El destino se disculpa”. Algo hablamos ya del film cuando le dedicamos aquí una entrada a Mario Berriatúa, pues fue este actor quien, en uno de sus primeros papeles de importancia (el mismo Sáenz de Heredia le había dado una temprana oportunidad en “Raza”), defendió el rol de Desiderio Rius, nieto, a la sazón, del personaje de José María Lado. A lo dicho entonces no pretendemos extendernos ahora en el comentario. La historia que se narra en el film, la de la vida de Joaquín Rius (José María Seoane), industrial textil catalán, y de su mujer, Mariona Rebull (Blanca de Silos), hija de una familia de joyeros, la cual distrae el aburrimiento conyugal que destila su honrado, trabajador y sosísimo marido a base de encontrarse con Ernesto (Tomás Blanco), un antiguo pretendiente, se adereza con los avatares del desarrollo de la revolución industrial en la sociedad catalana finisecular. Los amoríos adúlteros de Mariona Rebull hallan brusco punto final mediante un atentado anarquista (el que se produjo en el Liceu barcelonés en 1893), que tiene la virtud de poner al descubierto el engaño de que era objeto Joaquín Rius, pues es el propio marido quien encuentra enlazados los cuerpos sin vida de su esposa y de su amante en un palco del famoso teatro. Incapacitado por su completa entrega al trabajo para hacer feliz a su mujer, Joaquín Rius se convierte a su muerte en un abnegado viudo, centrado en mantener pujante el negocio que heredó de manos de su padre, para traspasarlo a su vez a las de su hijo, Desiderio (Mario Berriatúa). A los quince años de la tragedia que terminó con la vida de su esposa, Joaquín Rius ha encontrado algún consuelo en la persona de la joven bailarina Lula (Sarita Montiel), a quien relatará la historia de su vida para que nosotros, los espectadores, nos enteremos. Finalmente, superará el amargo trance del inicial rechazo filial a sus planes de continuidad en el negocio de los telares y podrá acompañar a su hijo al trabajo, diariamente, con el mismo tesón y probidad con que su padre le acompañaba a él.
Le corresponde a José María Lado encarnar en “Mariona Rebull” un rol bastante alejado del que, al término de su carrera, quedará para la posteridad como su arquetipo. Es aquí un hombre trabajador, justo y honrado, que procura gobernar su empresa con provecho y tratando a sus empleados con leal respeto y comprensión, sustentando la idea de que compartiendo con ellos el esfuerzo obtendrá de ellos el mejor rendimiento. Reprende con suavidad a su hijo cuando éste habla con sequedad al cajero Pàmies (Manrique Gil) y al secretario Llobet (Alberto Romea) porque han puesto objeciones a unas órdenes suyas. En la misma conversación busca el motivo del malhumor de su hijo en su ruptura de relaciones con Mariona Rebull, dos meses antes. Trata de hacerle comprender entonces la diferencia de nivel social que separa a las dos familias que, si bien disponen de un capital de pareja cuantía, proceden de muy distinto entorno. Joaquín Rius se ha hecho a sí mismo. Se embarcó para América en un barco como pinche y fue mediante el trabajo duro al otro lado del Atlántico como consiguió reunir dinero suficiente para emprender un negocio con el que labrar su prosperidad, mientras que la fortuna de los Rebull conserva una solera de varias generaciones. Más tarde, acompañamos al patriarca de los Rius en su inspección por los telares. A su lado va el fiel Llobet y juntos atienden todos los pormenores de la producción textil. No descuidan el trato humano y, en un gesto muy humano, el empresario se interesa por la salud de la mujer de uno de sus empleados, Roig (Fernando Sancho), a quien le ofrece ayuda económica para que pueda, según aconsejó el médico, llevarla a la montaña a recuperarse de un mal parto. Admirando la calidad del género que producen, Joaquín Rius tiene oportunidad de decir una frase lo bastante paradójica como para llamar la atención de este burgomaestre, siempre gustoso de los chispazos de ingenio y éste le recordó alguno del propio Jardiel. Rius, dirigiéndose a Llobet y señalando un paño recién tejido, pregunta: “¿Se ha fijado usted en la calidad de este piqué? ¿Quién dijo que Arnau no tenía competencia?” “Los almacenes “El Siglo”, le contesta el fiel secretario. “Pues dígale al “Siglo” que espere una semana. Ya van a ver lo que es el semipiqué Rius” El ritmo con el que Lado y Romea encajan las frases es perfecto y consigue que una simple ocurrencia resulta genial y nada forzada. Volviendo a la acción del film, en lo que se refiere a la parcela del personaje del padre Rius, tras la inspección a la que hemos asistido, de vuelta a su despacho, nos encontramos con que basta una sugerencia de su hijo para que se apreste a subir el salario a sus trabajadores, actitud encantadora que echamos en falta en los empresarios de hoy en día. Tan modélico hombre de empresa, desgraciadamente, se verá obligado a dejar el timón de sus talleres en manos de su hijo, justamente cuando éste, tras haber contraído matrimonio con su adorada Mariona, hace tan sólo dos meses que le ha proporcionado un nieto varón. El mutis de Lado del film se produce en efigie, a través de dos fotografías que se nos muestran casi consecutivamente. En la primera, formando trío con su hijo y su nieto, compone una cadena de tres eslabones. En la segunda, que se nos muestra cuando ya le sabemos difunto, tiene un aspecto regio y funerario.
“Mariona Rebull”, estrenada en el monumental cine Coliseum de Barcelona el 5 de abril de 1947 y en el Gran Vía madrileño nueve días después, constituyó uno más de los éxitos populares (¡72 días en el Coliseum!) y triunfos de prestigio que José Luis Sáenz de Heredia cosechaba por aquellos años. Producida por José Buchs, el film fue una obra personal de Sáenz de Heredia, quien, además de dirigirla, se encargó de la adaptación de las novelas de Agustí y de escribir el guión. Considerada de interés nacional, y acogida al crédito sindical en cuantía de un millón doscientas mil pesetas, la película resultó multilaureada, obteniendo el Primer Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo, dotado con 400.000, y con los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor dirección y al mejor actor principal.
Miguel Iglesias ya había contado con José María Lado para su film “Adversidad” cuatro años atrás cuando volvió a confiarle un papel en “Las tinieblas quedaron atrás”, película producida en 1947 que se estrenó el 2 de agosto de 1948 en los cines Astoria y Atlanta de Barcelona, y en el Imperial de Madrid el 25 de octubre del mismo año. Adaptación de una obra radiofónica original de Luis G. De Blain (de quien se ha hablado reiteradamente en este weblog), el film fue objeto de comentario en Lady Filstrup hace algún tiempo, cuando dedicamos una entrada a su protagonista, Ángel Picazo, que precisamente pudo debutar en el cine al hacer el film porque el titular de la compañía teatral en la que trabajaba, Rafael Rivelles se encontraba rodando el “Don Quijote” de Rafael Gil. En este film de intriga de resabios hitchcockianos, a José María Lado le correspondió un papel destacado, como el comisario Rodés, que se encarga de investigar el asesinato de una mujer (estrangulada primero y defenestrada después) por un hombre al que el espectador no alcanza a verle la cara. Testimonios determinan que el responsable del crimen tuvo que ser uno de los dos jóvenes que fueron vistos saliendo del hotel donde se cometió. El comisario Rodés está convencido de que uno de ellos debe tratarse del famoso asesino de mujeres ricas conocido como Gregan. Más tarde, asistimos al encuentro entre Ricardo (Ángel Picazo) y la cantante Diana Loriarti (Rina Celi), que se conocen en un taxi y simpatizan rápidamente. Pocos días después, es el escritor de novelas de misterio Jorge Santillana (Oswaldo Genazzani) quien conoce a Diana en su camerino. El comisario Rodés, conocedor de que Diana se ha convertido (sin ella saberlo todavía) en heredera de una inmensa fortuna, decide vigilarla pues la considera un cebo óptimo para cazar a Gregar. Diana y Ricardo se casan y se van a vivir a un caserón junto a un acantilado sobre el mar, paraje bastante propicio para alimentar sospechas, cosa que se produce muy pronto. Tan pronto testan los cónyuges uno a favor del otro, los accidentes menudean. Diversos incidentes sospechosos (entre los que se incluyen que a Rodés le hieran de un tiro y le roben una pitillera que tenía impresas huellas incriminatorias) ponen a Diana en la tesitura de creer que se ha casado con un asesino que trata de quitarla de en medio y de apoderarse de su fortuna. Cuando las evidencias se hacen abrumadoras sobre la culpabilidad de Ricardo, sin embargo, se descubrirá que ha sido Jorge quien ha estado manipulando los hechos para inculpar a su rival. En un tiroteo final, el comisario Rodés abate definitivamente a Jorge y la pareja protagonista puede continuar, ya sin molestas sospechas (o sólo con las imprescindibles), su idilio. La película, rodada en exteriores en la Costa Brava y en los barceloneses estudios Trilla-Pecsa, tuvo escaso éxito (sólo siete días en los locales de estreno) pese al buen oficio de Miguel Iglesias, y no contribuyó demasiado a labrar una carrera duradera de su protagonista femenina como actriz cinematográfica. Con todo, la película resultó rentable económicamente, gracias a los dos permisos de importación que proporcionó a los productores y a haber sido realizada acogiéndose al crédito del Sindicato Nacional del espectáculo por valor de 250.000 pesetas (tres cuartas partes del total del presupuesto). Para más información relativa a “Las tinieblas quedaron atrás”, nos remitimos a lo dicho en la entrada dedicada a su protagonista masculino, “Ángel Picazo: actuar con nobleza”.
Travesía movidita con Florián Rey: “La Nao Capitana”
José María Lado ya había trabajado a las órdenes de Florián Rey en 1933, en un papel minúsculo de “Sierra de Ronda”. Cuando al otrora exitoso director aragonés la decadencia creativa le iba apartando del público y de la consideración crítica, a partir de la segunda mitad de los años cuarenta, José María Lado contó con dos nuevas oportunidades de actuar bajo las dirección de Florián Rey; la segunda, a bordo de “La nao capitana”, una producción “Suevia Films” de la que algo hablamos en la entrada dedicada a Jesús Tordesillas, aunque no con detalle pues por aquel entonces este burgomaestre no había tenido ocasión todavía de ver este filme, que se estrenó el 29 de septiembre de 1947 en el cine Gran Vía de Madrid y que cosechó dos premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, uno para el citado Jesús Tordesillas (al mejor actor secundario) y otro para el operador Manuel Berenguer.
Empieza la película en el transcurso de una noche en las calles de Sevilla, en el año1640. Un hombre embozado ronda el balcón de una dama. Dos espadachines le vigilan y por lo que se dicen sabemos que obedecen órdenes del corregidor de la ciudad, que les ha ordenado prender a aquel hombre, y con vida. Se dan a conocer y el rondador opone resistencia, matando, en la lucha subsiguiente, a sus dos adversarios. Llega entonces la ronda, que se divide en dos grupos, en persecución del matador. Suenan las campanas y pasamos al interior del convento de frailes en el que Fray José (Fernando Fernández de Córdoba), el padre superior (Nicolás D Perchicot) y Fray Antonio ( Francisco Cejuela) departen con el capitán de la Nao Capitana, Don Diego Ruiz de Arcaute (José Nieto) sobre el viaje que van a emprender al día siguiente en su navío rumbo a las lejanas Indias. Tras comentar el armamento consistente en 40 cañones y una culebrina a proa, se pondera la solidez de la nave, cuyo casco, muy resistente, ha sido construido con maderas cubanas y otras maderas del trópico. Hay un pirata inglés que merodea por toda la costa y las características del buque son idóneas para solventar cualquier percance. El capitán Diego Ruiz relaciona, a petición de los frailes, el pasaje que les acompañará, entre los que destaca a un alto cargo de la curia que viaja con su esposa e hija, y a los que suma una cuarentena de colonos y dos docenas de presidiarios.
Cuando todavía no despunta el día, en la Nao Capitana, anclada en el puerto, bulle la actividad, el maestre Barroso (José María Lado, que emplea acento gallego) reclama la atención del piloto Martín Villalba (Jorge Mistral), mientras embarcan los reos. Un sargento (Santiago Rivero), los entrega al control de Villalba y de Torrente, el segundo piloto (Conrado San Martín), quienes van pasando lista. Entre los condenados, que transportan penosamente grandes bolas de hierro que portan encadenadas a los tobillos, destaca uno por su descaro, Martín López, “estudiante y catedrático en pillerías” (Manuel Dicenta), superviviente de su ahorcamiento. En el muelle distinguimos entonces al embozado fugitivo, que merodea con la clara intención de embarcar en la Nao Capitana. Al mismo tiempo, el maestre Barroso, llama a los colonos y el piloto Villalba vuelve a pasar lista. Se acerca un tal Romero (Casimiro Hurtado) a quien acompañan cinco hermosas jóvenes y un mozo, procedentes de Andalucía, que pretenden hallar oro en las Indias. A éstos siguen once huerteños de Levante que viajan con semillas para cultivar la nueva tierra, allende los mares. Catorce castellanos embarcan a continuación, liderados por un venerable patriarca (Ricardo Calvo) que antes de subir a bordo se inclina trabajosamente para besar el suelo español. Entonces Villalba es avisado por el forzudo marinero Fortín (José Jaspe) de que hay un individuo que merodea en el muelle. Villalba cede la lista de pasajeros a Torrente y resuelve acercarse a investigar, precavido. Así, mientras el segundo piloto llama al grupo de catalanes, que suman quince miembros entre hombres, mujeres y “xiquets”, Villalba se acerca al misterioso embozado que trataba de disimular (sin éxito) su presencia tras unos montones de sacos. Le interpela y le exige que se descubra el rostro. Le pregunta si tiene intención de embarcar. Al contestar el desconocido que sí, Villalba le advierte de que tratándose de un buque de la Armada Real es imposible ingresar en él sin un permiso oficial, a lo que su interlocutor replica que, dado que tiene experiencia sobrada y conocimientos marineros, creía que sería admitido a bordo, en calidad de tripulante. Ante la negativa de Villalba, el desconocido comenta la buena impresión que le causa la Nao Capitana, y al confirmarle el piloto sus sensaciones, exclama: “Tal vez por eso embarca en él don Antonio Fernández de Sigüenza. Tendrá prisa por llegar”. Villalba le confirma la noticia y le amplia además que el alto cargo (Jesús Tordesillas) viaja acompañado de su esposa y sus dos hijas. Pasamos entonces al interior del carruaje en el que esta familia se desplaza al puerto para embarcar. Por su conversación nos enteramos de que era el balcón de la dama el que el misterioso espadachín estaba rondando cuando le sorprendieron los dos alguaciles. Llegados al muelle, don Antonio presenta a su esposa, Doña Estrella (Paola Bárbara) y a sus dos hijas, doña Trinidad (Lola Valcárcel) y doña Leonor (Raquel Rodrigo) al capitán Diego Ruiz, el cual se pone muy contento de llevar tan hermosas pasajeras en su barco y enseguida hace muy buenas migas con ellas. Mientras, inadvertidamente, el misterioso hombre del muelle se ha colado en la Nao aprovechando el hueco abierto por el que disparan sus cañones. Pero no es él el último pasajero en embarcar. El pasaje se completa cuando Rafael de Salabardo (Manuel Requena), profesor de esgrima, y José del Pino “El Moya”, pintor, llegan en el momento en que la Nao está a punto de soltar amarras.
Comienza la travesía y se suceden las incidencias. El capitán Diego Ruiz galantea con Trinidad, una hija de don Antonio, al cual no se le escapa el detalle y lo comenta con su esposa, doña Estrella. Las andanzas del misterioso polizón por los vericuetos de la nave le llevan a ser visto por la esposa del viejo patriarca castellano, quien, confinada en su jergón, enferma de mareos, lo toma por una aparición diabólica. Se ordena la búsqueda del “diablo” y “El Fugitivo” es prendido por la tripulación. Doña Estrella, que presencia el arresto, no puede evitar manifestar su preocupación por su suerte: “¡No le maltratéis, no le maltratéis!”, implora.
La detención del polizón le acarrea diez días de cepo, y también lleva aparejado otro castigo para el responsable de que éste se colara. Se considera que Fortín, que era el encargado de cerrar todas las portas y de correr sus cerrojos la noche en que zarpó la nave, es el responsable. “Si hay castigo, no me peguéis muy fuerte”, pide Fortín a Barroso. La punición se impone. “Maestre. Que aten a este hombre y dadle seis chicotazos en la espalda!”, dice el capitán Diego Ruiz al Maestre Barroso. Doña Trinidad observa el castigo y no consigue que su intercesión surta efecto. Termina por recriminar a Diego Ruiz su crueldad.
Pasan los días y las cosas se complican a bordo de la nao. Se declaran diversos casos de peste. Entre ellos, los del fray Antonio y la mujer de Ruiz Gutiérrez, que fallecen. Se purifica el ambiente por medio el fuego.
Doña Leonor se hace amiga de “El fugitivo”. Le ha auxiliado cuando ha estado atrapado en el cepo. Le asegura que le conoce de Carmona. Villalba está enamorado de ella y sabe que su rival es el polizón. Se lo confía al capitán, y éste, despreciando tanto a la inconsciencia juvenil de Leonor, como a la raza del prisionero, le tranquiliza. “El fugitivo” consigue entrevistarse con doña Estrella cierta noche en la que nos enteramos de que su nombre es Abdallah y que la actual esposa de don Antonio es un antiguo amor suyo al que no ha podido olvidar. Doña Estrella, musulmana como él y convertida al cristianismo, resiste con dificultad el acoso. Justo entonces son sorprendidos por el desprevenido marido, al cual Abdallah da muerte en el acto. Doña Estrella declarará que don Antonio fue sorprendido por un golpe de mar. Abdallah no descansa en su tarea de socavar el normal transcurso de la travesía y se camela con historias al marinero de guardia (Eduardo Fajardo) y aprovecha para provocar un motín, liberando a los veinticuatro reos. La valerosa actuación de Diego Ruiz y de Villalba es clave para que el amotinamiento fracase. A esta grave situación sucede un periodo de calma chicha que coincide con el paso del Ecuador, en el que la nave no puede moverse. El maestre Barroso sugiere conjurar esta situación con cantos y bailes que, oportunamente, ejecutan los grupos folklóricos que constituyen los diferentes colectivos regionales que constituyen el pasaje. Para completar el exorcismo, Fortín se disfraza del dios Neptuno. En tales circunstancias se produce el incidente más grave del periplo, cuando la nao sufre un ataque pirata. “El fugitivo”, con tres galeotes, sabotea la defensa. El capitán resulta herido, pero se repele el embate pirata. Doña Estrella, refugiada en el alcázar de la nave, muere sin dejar rastro. Superado el duro trance, se juzga a los traidores. El tribunal lo forman Diego Ruiz, en representación del rey, Martín Villalba y Rui Gutiérrez, el campesino castellano. Al saber “El fugitivo” que Estrella ha muerto, rompe a llorar desconsoladamente. Se le condena a muerte (con el agravante, quizá, de llorón). Doña Leonor trata de impedir la condena inútilmente. En contrapartida, “El fugitivo” maldice a todos y confiesa el asesinato de don Antonio y su odio a todos los cristianos y españoles. Estrella (madrastra de Leonor) era de su raza, asegura. Cuando va a ser ejecutado, desvela su nombre, dice ser Abdalláh Benizaín “El Azul”, y es informado por fray José de que Estrella era cristiana y le da la oportunidad de convertirse al cristianismo. Abadalláh se arrepiente de sus pecados y se convierte “in extremis”. Finalmente, cuando llegan a Las Indias, el capitán don Diego dirige unas palabras muy halagüeñas para todos. Felicita a la tripulación, a los colonos y concede la libertad los galeotes en nombre del Rey. Como colofón, “El estudiante” lee unos versitos “ad hoc”.
La princesa de los... ¿qué?
“Una superproducción CIFESA” rezaban los rótulos de “La princesa de los Ursinos”, film dirigido por Luis Lucia (director del que hemos hablado repetidamente en entradas anteriores y a quien auxilió en este film, en calidad de ayudante de dirección, un joven prometedor, acreditado como F. de A. Rovira Beleta, llamado a alcanzar elevados logros como cineasta) que fue estrenado en Madrid el 7 de noviembre de 1947 en el cine Rialto, en acto patrocinado por el Círculo de Escritores Cinematográficos. Fuertemente emparentado con algunos productos procedentes del Hollywood dorado (de entre los que el más claro referente sería “La espía de Castilla” (Robert Z. Leonard, 1937) de donde prácticamente toma alguna secuencia íntegra), “La princesa de los Ursinos” empezaba a sentar las bases de una determinada corriente en la producción de los estudios valencianos que le daría éxitos inmediatos y de dimensiones colosales como el célebre “Locura de amor” (Juan de Orduña, 1948) y algún fracaso estrepitoso como “La leona de Castilla” (mismo director, 1951). Mucho más dinámica y ligera que cualquiera de estos dos títulos, “La princesa de los Ursinos” se caracteriza por la presencia de un protagonista cuya figura es poco usual en la cinematografía española, como es la del “espadachín cantante”, una suerte de héroe al que la tradición de nuestro cine era bastante ajena. Para encarnarlo se contó con una verdadera estrella de la escena española (y europea) de los años 30, como fue Roberto Rey. Nacido en Valparaíso (Chile) de padres españoles el 15 de febrero de 1899, Roberto Colas Iglesias (que falleció en Madrid, el 30 de mayo de 1972), se inició profesionalmente en el mundo artístico con los primeros años de la década de los 20, cuando se instaló en España, donde completó sus estudios, iniciados al otro lado del Atlántico, en Zaragoza y Madrid. Al igual que su hermana, la tiple Emilia Iglesias, su vocación le lleva a integrarse en el ámbito profesional del espectáculo, debutando en el cine en el film de Manuel Noriega “Madrid en el año 2000”, de 1925. La celebridad la alcanza como “chansonnier”, al estilo del coetáneo Maurice Chevalier, triunfando en los escenarios europeos a lo largo de los años veinte. El cine español le deparará un lugar preferente durante la década siguiente, destacando sus interpretaciones en films tan populares como los filmados por Benito Perojo, “La verbena de la Paloma” (1935), “Suspiros de España” o “El barbero de Sevilla” (ambos de 1938), o como “El bailarín y el trabajador” (1936), de Luis Marquina. Los diez años que siguieron al final de la Guerra Civil supusieron para la estrella de Roberto Rey de fulgor más apagado y aunque participó en films meritorios como “Ella, él y sus millones“ (Juan de Orduña, 1944), “Abel Sánchez” (Carlos Serrano de Osma, 1946) o el mismo “La princesa de los Ursinos”, ya no volvió a disfrutar del rango estelar que había ostentado antes de la contienda civil. Para dar la grave réplica al liviano galán, siguiendo en cierto modo el modelo hollywoodiense que estableció “Ninotchka”, hallamos a una Ana Mariscal (Ana María Rodríguez Arroyo, Madrid, 31/7/1923 – 28/3/1995) cuya belleza competía en intensidad con un continente serio y altivo, propio de su aristocrático personaje, en la piel de la princesa de los Ursinos, Ana María de la Trèmouille, una noble francesa enviada a España por el primer ministro de Luis XIV, Torcy (Mariano Asquerino) para atraer a Felipe V hacia la órbita gala, recordándole su linaje, el propio de un nieto del Rey Sol. En el papel del monarca de España, un actor que venía de causar sensación en la antes citada “La pródiga” en un papel de colono, radicalmente diverso del que le correspondió en el film de Lucia, cambiando así los toscos ropajes de un servidor rural, por las ricas vestimentas y vistosas pelucas de un miembro de la dinastía borbónica. El universal Fernando Rey (Fernando Casado Arambillet Veiga Rey, La Coruña, 20/9/1917 – Madrid, 9/3/1994) iba afianzando una imagen aristocrática acorde con su apellido que le llevaría a protagonizar, en un futuro cercano, a otro rey, a Felipe el Hermoso en la imprescindible “Locura de amor”, nueva realización de la misma productora que le abriría las puertas de una fama que el actor gallego se encargaría de cimentar posteriormente a través de prestigiosas y sólidas interpretaciones a las órdenes de genios de la talla de Luis Buñuel o de cineastas de renombre como Mur Oti o Friedkin. En lo que se refiere a “La princesa de los Ursinos”, Fernando Rey no guardó un buen recuerdo debido a que un incendio declarado en los laboratorios “Madrid Films” en los que se positivó el film, consumió los metros de película que contenían las “primeras tomas” del mismo, con las cuales se había hecho un primer montaje provisional, lo que obligó a emplear, para la versión definitiva, “segundas tomas”, las cuales, según dejó dicho en el libro de Pascual Cebollada a él dedicado, eran en su caso mucho peores. No sabemos si a José María Lado le pasaría otro tanto, es decir, si le perjudicó en la misma medida la voracidad del incendio. Lo que podemos decir es que su incorporación del duque Gouncourt, embajador de Francia en el reino de España resulta convincente, a la altura de lo que un Henry Daniell habría hecho con un personaje similar en una producción análoga en Hollywood. Es el suyo un personaje antagónico del héroe, mas no por ello un villano, ni contiene más maldad que la de servir a unos intereses contrapuestos a los del protagonista. No exento de nobleza, el duque de Gouncourt empuña la espada con decorosa pericia y sin recurrir a bajezas, por lo que su derrota a manos de Luis de Carvajal resulta necesaria, pero no cruenta ni reparadora de una injusticia, por lo que no tiene un efecto catártico ni liberador. Lado encarna a un obstáculo en el buen desarrollo de la política de la monarquía española, pero no al Mal. Lleva con gracia su larga y ondulada peluca dieciochesca y luce su ridículo bigotito de guías afiladas con dignidad. Conspira con suficiente empaque y se enfrenta al peligro con la misma elegante impericia con la que lo hicieron Hollywood actores como Douglass Dumbrille o Sig Ruman.
La historia contenida en el film “La princesa de los Ursinos”, es recreo de hechos históricos en los cuales se sustenta un guión el cual le valió a su autor, el gijonés Carlos Blanco Hernández el doble reconocimiento de los premios del Sindicato Nacional del Espectáculo y del Círculo de Escritores Cinematográficos de 1947. Un éxito muy notable, especialmente si se tiene en cuenta que se trataba de su primer guión original (y el segundo en llevarse al cine, tras su adaptación, el año anterior, de una obra homónima de Joaquín Calvo Sotelo, “Cuando llegue la noche”). El mérito de Carlos Blanco, además, cabe ponderarlo aún en mayor medida toda vez que, en su condición de oficial de artillería del ejército republicano, antes de conseguir establecerse tan rotundamente en la profesión de guionista (suyo es el guión de “Las aguas bajan negras”, film del que hablaremos extensamente más adelante, y la adaptación al cine de “Locura de amor”, por citar sólo sus trabajos más inmediatos), el futuro escritor fue sometido a un juicio sumarísimo y sufrió prisión tras el término de la Guerra Civil. Tal circunstancia, por cierto, no fue obstáculo para constituirse en colaborador habitual, a través de una prolongada relación profesional, del cineasta, afecto al régimen franquista, José Luis Sáenz de Heredia. Digresiones aparte, y pasando ya al relato del argumento del film, éste se abre con la recepción en Versalles de la princesa Ana María de Trèmouille (Ana Mariscal) por Trocy (Mariano Asquerino), el primer ministro de Luis XIV. Éste reitera a la princesa la importancia y alcance de su misión más allá de los Pirineos, consistente en atraerse para Francia la adhesión incondicional del rey Felipe V (Fernando Rey), con la intención de poco menos que anexionarse su reino y con la vista puesta, especialmente, en sus plazas fuertes del norte de la Península, con las que así garantizar la hegemonía gala en Europa. Para ello deberá poner especial atención en la figura del cardenal Portocarrero (Juan Espantaleón), consejero cercano al trono de España y de decisiva influencia sobre él. Mientras, corroborando las palabras del mandatario francés, Portocarrero se prepara para contrarrestar la maniobra de los gobernantes del país vecino, encargando a su sobrino, Luis de Carvajal (Roberto Rey) la vigilancia de los movimientos que la princesa de los Ursinos hará en cuanto pise tierra española. Así, don Luis, un despreocupado galán tan hábil con los instrumentos de cuerda y púa como con la espada, y siempre pendiente de los vaticinios que se proporciona a sí mismo, lanzando los dados, sale al paso de la diligencia en la que viaja la princesa flanqueada por Lidia (María Isbert), su dama de compañía. Acompañado de su laúd, y para gran satisfacción del conductor de la diligencia (Félix Fernández) y de Lidia, don Luis entona un par de canciones con el fin de atraerse el interés de la princesa, pero esta se muestra desdeñosa, y le manifiesta al cantarín caballista su preferencia por las melodías francesas, las cuales este parodia con un canturreo (al mejor estilo “chansonnier”, que dominaba Roberto Rey). Parece que no han comenzado con buen pie las relaciones entre doña Ana María y Don Luis, pero éste tiene prevista una argucia que le dará mejor resultado en la venta donde la princesa tiene previsto su encuentro con el embajador de Francia, el duque de Gouncourt (José María Lado). En la venta, que regenta maese Pucheros (José Isbert, en un anecdótico papelito cómico) esperan tres individuos pendencieros que provocarán una pelea con el embajador (un trío que forman un desfigurado Manuel Dicenta, José Jaspe, y Antonio de Vadillo). Don Luis saldrá en defensa de la princesa y en ayuda del duque y conseguirá así mejorar mucho la impresión dada a la primera. Más tarde se constata por el espectador que los tres rufianes son cómplices de don Luis, el cual informará a su tío el cardenal que se ha ganado la confianza de la princesa y el derecho a frecuentar su presencia, como por ejemplo en el baile que se va a celebrar en la corte del rey Felipe V (Fernando Rey). La princesa, acompañada de Gouncourt, se presenta ante su majestad y ofrece la ayuda desinteresada de Luis XIV para rechazar el avance del ejército que el archiduque Carlos, de la casa de Austria está formando en Portugal. Felipe V, muy aliviado por la noticia, desoye los consejos de Portocarrero y en compañía de su hermosa esposa (Pilar Santiesteban) medio compromete el trono mostrando su agrado ante el ofrecimiento. La princesa de los Ursinos, en las negociaciones, consigue para Francia la presencia de dos ministros galos en el gabinete del rey español. Las cosas parecen ir muy bien para la misión de Ana María. En palacio se ofrece un baile en su honor, al que asiste, naturalmente. Un noble, don Juan de Olmo, conde de La Vega (Tibor Reves), convencido admirador de Versalles, de su esplendor, y en general, de todo lo francés, no deja de asediarla, y despierta las sospechas del embajador, que observa desde la distancia sus atenciones. Gouncourt está informado de que Portocarrero dispone de un agente muy audaz que está destinado a hacer fracasar las gestiones de la princesa, y teme que sea aquel galán que la requiebra. En un aparte, Ana María concede crédito a tales sospechas, pues entiende que el conde de La Vega es demasiado estúpido para no ser un farsante. Luis Carvajal, por su parte, intercepta el pliego en el que el rey de Francia ha comunicado a la princesa la próxima llegada de los dos ministros, Souville (Santiago Rivero) y D’Armagnan (Arturo Marín). Tras varias incidencias, don Luis, en calidad de escolta personal, acompaña a la princesa a la venta (de la que es el amo un siempre orondo y sonriente Manuel Requena) a la cual la princesa acude para recibir a los enviados de Luis XIV y sus instrucciones. Don Luis, con el rostro oculto por un antifaz, encañona a los emisarios franceses e imita el tono amanerado del conde de la Vega, por lo que la princesa lo toma por él. Eso permite a don Luis simular que, tras el incidente, parte en persecución del enmascarado. Don Luis pone en manos de Portocarrero la carta de Luis XIV en la que ya quedan patentes sus intenciones de anexionarse España, empezando por las plazas de San Sebastián, Irún y Pamplona. El cardenal traslada el escrito a su monarca y éste simula no estar preocupado por tal atrevimiento. Pero cuando Felipe V recibe a la princesa de los Ursinos y al embajador francés, rechaza la ayuda “desinteresada” de Francia. De nada valen las advertencias de Gouncourt, que asegura que la caballería del archiduque Carlos avanza sin oposición hacia Madrid. La misión de Ana María ha fracasado, aparentemente. Después de la entrevista con el rey de España, el duque Gouncourt se hace recibir por el cardenal Portocarrero y le manifiesta su decepción al tiempo que le felicita por el éxito de su agente especial, quien sin duda, puso sobre aviso al rey de España. Del despacho de su cardenal ha tenido que salir precipitadamente Luis Carvajal, quien en conversación con su tío le había confesado estar enamorado de la bella Ana María. Tan precipitadamente que había dejado olvidados sus dados, los cuales siempre está lanzando para consultarle por su porvenir. En esta ocasión, el descuido resulta peligroso, pues Gouncourt, da con su mano en la mesa del despacho del cardenal, tropezando con los dados. El duque ata cabos y comprende, sin decir palabra, que ha identificado correctamente al enmascarado que en la venta robó el pliego de Luis XIV. Se despide del cardenal y va en busca de Luis Carvajal, al que reta a un duelo sin perder tiempo, para hacerle pagar su acción. Pero el espadachín español le da sopas con honda al francés y lo derrota en un pis-pás. Tan hábil con el florete como generoso, Luis perdona la vida del embajador, el cual, herido, toma la resolución de enviar un mensaje urgente, mediante un correo que deberá cabalgar sin tregua ni descanso, hasta París. En el mensaje, insta a Luis XIV a enviar al ejército francés a través de los Pirineos, sin más dilación ni miramientos. Cuando Ana María se entera, confusa por sus sentimientos hacia Luis, del que el embajador intuye que la princesa se ha enamorado, reprocha a Gouncourt lo que ha hecho. Mientras, la situación bélica se complica. El cardenal le pide al rey que huya de Madrid, pues el avance del archiduque parece irresistible. Sorprendentemente, Felipe V reacciona con ligereza, ordenando que se ofrezca una gran fiesta en palacio, con la que desconcertar al enemigo, que se verá despreciado, y dar confianza al propio ejército. Así, mientras los cañones atruenan, cada vez más cerca de la capital, en el palacio de Felipe V se celebrará un suntuoso festejo. Sin dejarse amilanar por tan inopinada ocurrencia, Portocarrero continúa desgranando los desastres de la guerra y la inminencia de la derrota, a lo que Felipe V replica con el anuncio de un irracional presentimiento de un giro que variará el curso de los acontecimientos. Justamente entonces, se anuncia la presencia en palacio de la princesa de los Ursinos, que pide ser recibida. Como Ana María de Trèmouille, y no por su alcurnia, pide ser escuchada por el rey. Confiesa los motivos que la llevaron a España (“El cumplimiento de una misión”, aduce, comprensivo Felipe V), y expone que está dispuesta a regresar a Versalles como comisionada de España, para pedir a Luis XIV la ayuda de su ejército renunciando a obtener por ello ningún beneficio político. Poniendo en riesgo su propia vida, la princesa de los Ursinos saldrá del Madrid cercado para conseguir de Francia el auxilio que España necesita. Felipe V ofrece una fuerte escolta y Ana María la rechaza alegando que será más fácil salir de la ciudad inadvertida si viaja sola. Ahora la descabellada fiesta prevista por el rey será en honor de la princesa de los Ursinos. Cuando Portocarrero cuenta a Luis la resolución de Ana María, dudando todavía de su veracidad, le pide que la escolte sin darse a conocer. Esa noche, en la fiesta dada en palacio un emisario procedente del frente (Eduardo Fajardo) irrumpe para comunicar que la defensa de Madrid atraviesa graves momentos. Las tropas del archiduque están ocupando las calles de la capital, donde se combate con heroísmo. El ministro de la guerra (Aníbal Vela), abandona el salón para ir a bailar bajo el fuego de artillería, tomando el mando de la defensa de la ciudad. Mientras, la nobleza baila danzones y minués en el salón principal de palacio. En un momento dado, la princesa de los Ursinos anuncia al rey, a su esposa y al cardenal Portocarrero, que ha llegado el momento de partir. Conducida en una diligencia que guía el mismo cochero que la trajo a España (Félix Fernández), Ana María se dirige a Francia. Cerca de San Sebastián, es detenida por un control de las tropas del archiduque Carlos y llevada a presencia del oficial a cargo (Manuel Dicenta), quien le advierte de que, informados por un espía que tenían en Madrid, la estaban esperando. Ana María tiembla viéndose descubierta, pero el oficial la toma por María Pacheco, una agente de su propio bando y le da credenciales con las que podrá continuar viaje sin ser molestada. Para colmo de fortuna, un suboficial irrumpe en el despacho en que está teniendo lugar la entrevista, con la noticia de que la princesa de los Ursinos ha salido de Madrid con una misión vital que la lleva a Versalles. Al serles desconocida, Ana María aprovecha para darles a los oficiales del archiduque una descripción totalmente diversa de su propia apariencia antes de partir con toda urgencia. En el límite de la frontera con Francia, poco antes de entrar en la venta del Molino, oye una voz familiar, la de Luis Carvajal, que canta la melodía con la que la recibió cuando llegó a España. Al día siguiente, ya en Francia, convence al primer ministro de que el camino para hacer desaparecer los Pirineos ha de ser de amistad franca, y al primer ministro Torcy le cuesta poco hacer cenizas las recomendaciones que desde España envió el embajador. La ayuda de Francia se revela decisiva para que Felipe V venza al archiduque Carlos, aunque no sin dificultades. La corte ha habido que trasladarla de Madrid a Burgos y Luis Carvajal, en heroica acción, que conocemos por él relatada al comandante Ortúzar (José Prada), sufre heridas graves que le causan la muerte. Completada la victoria sobre el pretendiente en la batalla de Almansa, la princesa de los Ursinos vuelve a Madrid y, en presencia del rey y la reina, conoce de boca del cardenal Portocarrero la luctuosa noticia de la muerte de Luis Carvajal, a quien ella conoció como Javier de Manrique. Pero, como se encarga de decir su tío el cardenal (y remacha un rótulo previo al de “Fin”), la audacia y el valor de Luis de Carvajal siguen vivos en los corazones de los españoles.
En papeles meramente anecdóticos, es destacable reseñar las presencias de tres actores que alcanzarían gran notoriedad, en papeles de otros tantos capitanes, como Adriano Domínguez, que lo será de corchetes; de Conrado San Martín, en el papel de un capitán de la frontera (que se encargará de recibir en España a la princesa), y de Manuel Dicenta, como capitán de control (recordemos que Dicenta, además, había hecho otro papel, formando trío de pendencieros con José Jaspe y Antonio Vadillo). En otro rol todavía más insignificante hallamos al gran Tony Leblanc, que únicamente (y vestido de librea, con bigote y peluca) dice una frase, en el papel de un criado de palacio que recibe una orden de la princesa de los Ursinos. Se trata de una participación que ni está acreditada ni figura en la filmografía de Tony Leblanc de IMDB y que, teniendo en cuenta que el mismo año el genial cómico hizo el papel protagonista de “Dos cuentos para dos”, igualmente dirigida por Luis Lucia, podría considerarse como una colaboración amistosa entre actor y director. O bien, como un capricho de la estrella del film, Ana Mariscal, que tenía contratado a Tony en su compañía teatral por aquel entonces (representaron juntos, con Alberto Romea, Carlos Muñoz y Manuel Requena, “Canción de cuna”, “Mi noche de bodas” y “Don Pío descubre la primavera” en el Teatro Lara). Parece ser, según cuenta Tony Leblanc en sus memorias, que la Mariscal se encariño bastante con él y le permitió cenar en su camerino noche tras noche. De una u otra forma, hasta esa escena anodina de “La princesa de los Ursinos” llegó Tony, para hacer su papel de “extra con frase” frente a su admirada Ana Mariscal, con María Isbert, oficiando de testigo.
Debajo de la capa de Luis Candelas
El bandido Luis Candelas, figura romántica españolísima, había sido repetidamente llevada al cine (en dos filmes mudos de 1924 y 1926 dirigidos por José Buchs y Armand Guerra, respectivamente, primero, y en 1936, bajo dirección de Fernando Roldán, después) cuando Fernando Alonso Casares “Fernán” (Antolín Alonso Casares, Villamaniel, Palencia, 1900-Madrid,1975), intelectual falangista crítico cinematográfico en Radio Nacional y en las revistas “Vértice” y “Primer Plano”, realizador de documentales para la Sección Femenina, y que había dirigido un primer largometraje con cierto éxito (“Espronceda”, de 1945, con Armando Calvo y Amparo Rivelles), consiguió de Trébol Films la financiación necesaria para devolver al público de los cines la legendaria estampa del bandido madrileño en un film titulado “Luis Candelas, el ladrón de Madrid”, que se estrenó en el cine Bilbao de Madrid el 19 de enero de 1948, según argumento y guión originales del propio director. Tras un rodaje costosísimo, que se prolongó a lo largo de 8 meses en unos decorados monumentales, atestados de extras, que reconstruían el Madrid de los primeros años del siglo XIX en los estudios Roptence y en exteriores captados en Aranjuez, El Pardo, Campo del Moro y la Casa de Campo (Madrid), quedaba lista para su visión una película de muy largo metraje que había obtenido para su producción un crédito el Sindicato Nacional del Espectáculo que ascendía a 375.000 pesetas, y que protagonizaba el héroe mayúsculo del cine del franquismo, Alfredo Mayo, quien daba vida al mítico Luis Candelas, mientras que quien se le oponía principalmente era José María Lado, en el papel antagónico de Paco “El Sastre”. De las correrías criminales de Luis Candelas, el film da escasa cuenta, inclinándose más por sus lances amorosos. En tal clave, se determina en el film que Luis Candelas es un ladrón con un alto sentido del honor, más caballeroso que delincuente, que roba sin mancharse las manos de sangre y que conquista mujeres con la misma facilidad que vacía bolsas. El barrio de Lavapiés madrileño es su reino mientras que el rey Fernando VII regresa a ocupar el trono de Madrid. En disputa de la primacía del mundo criminal, Luis Candelas cuenta con la oposición de Paco “El Sastre”, aunque esta guerra de bandas le produce menos complicaciones que la insistencia de su madre que, enferma, insiste en hacerle prometer que abandonará la vida delictiva y que se casará con Manuela (Angelita Plá), una chica honrada del barrio. Luis, que disfruta del cariño de cuantas mujeres apetece, con especial dedicación a Lola “La Naranjera” (Mary Delgado) y a su amiga Pepa “La Malagueña”(Porfiria Sanchiz), accede al fin a los deseos maternos, y la boda llega a celebrarse pese a que Lola trata de impedirlo. En el transcurso de las celebraciones, la policía interviene y detiene a Luis, que escapa pronto de su encierro, aunque no lo bastante como para encontrar con vida a su madre, que muere estando él entre rejas. Se encuentra entonces con una herencia de bastante dinero con la que no contaba. Esta fortuna le permite vivir una vida de caballero mientras mantiene su vida de crápula y frecuenta a sus compañeros delincuentes. Mariano Balseiro (José Jaspe) le convence para que capitanee su cuadrilla de ladrones. Hacen de la taberna de “El Zurdo” (Carlos Tejada) su cuartel general, y redoblan sus actividades delictivas. Detenido nuevamente, Luis Candelas es condenado a 14 años de pena de prisión en un penal de Ceuta, pero escapa una vez más de su encierro mediante la ayuda de Lola “La Naranjera”. De vuelta en Madrid, emplea su dinero en frecuentar la alta sociedad, haciéndose pasar por un adinerado hacendado procedente de Cuba. En un baile de gala conoce a una joven y bellísima aristócrata, María (Isabel de Pomés), de la que se enamora. No obstante la obnubilación propia del amor, Luis Candelas continúa con sus actividades delictivas, dando golpes cada vez más audaces. El superintendente de la policía, el marqués de Viluma (Alfonso Horna), no ceja en el empeño de detener al célebre Luis Candelas y va estrechando el cerco sobre su pista. María, que ya sabe de la verdadera vida de su enamorado, le ha exigido que abandone tan rentables procedimientos, Luis se deja convencer. Le propone a María viajar a Gijón (simulando ser una respetable pareja en viaje de bodas) con el botín de sus recientes y lucrativos golpes para, desde allí escapar a Londres y emprender allí una nueva vida con la fortuna recaudada. Pero María no se atreve a acompañar a Luis en tal aventura y se vuelve a Madrid, a mitad del viaje, con sus padres. El ladrón la sigue para protegerla y entonces es apresado por los lanceros del marqués de Viluma. Hecho preso, Luis Candelas es sometido a juicio, al igual que María, acusada de complicidad, pero la suerte del fallo es diversa para los dos. Luis Candelas es condenado a muerte, pese a que se hace constar que nunca hubo sangre en sus manos, mientras que María resulta absuelta merced a su buena cuna. En su celda, esperando su ejecución, Luis Candelas recibe la visita de Lola “La Naranjera”, después, el ladrón se confiesa antes de ser entregado al verdugo.
José María Lado encarnaba con convicción a un bandido patilludo, rival de Luis Candelas, detentador del poder marginal en el barrio de Maravillas. En el abigarrado reparto de “Luis Candelas, ladrón de Madrid” encontramos en papeles secundarios a Carlos Muñoz, como “El marquesito”, a Félix Fernández, en el papel de “Lobo”, a un juvenil José María Rodero, como el marqués de Alcañices, a Manuel Arbó, en el papel de “Gonzalo de Alcántara”, y a Rafael Bardem, Julia Pachelo y a Mercedes y Matilde Muñoz Sampedro, en papeles de menor entidad, completando el complejo mosaico de esta película hoy completamente olvidada y que, como poco, supuso un muy ambicioso proyecto, de proporciones inabordables hoy en día. Tan excesiva fue la película que estaba condenada a no resultar rentable, pese a no ir mal en taquilla, ocasionó la desaparición de la productora, que había tenido que afrontar un presupuesto de más de dos millones doscientas mil pesetas. No por casualidad, Fernando Alonso Casares “Fernán” sólo dirigió un título más (que produjo él mismo), “Una noche en blanco”, la cual protagonizaron en 1949, Luis Prendes y Pastora Peña.
Ingresando en el tremendismo de Pardo Bazán: “Un viaje de novios” y “La sirena negra”
Estrenadas por el orden con que son citadas en el epígrafe, estas dos producciones, sendas adaptaciones de novelas homónimas de doña Emilia Pardo Bazán (1851-1921), se realizaron probablemente en orden inverso, pero las dificultades para completar el rodaje de “La sirena negra” y para conseguir un local donde exhibirla hicieron que “Un viaje de novios” se adelantara a proyectarse ante la atónita mirada de los espectadores. Curiosamente, más allá de la fuente literaria, nacida de la misma fértil imaginación, el único nexo común entre ambos films es la presencia de nuestro protagonista, José María Lado, que contó con un papel destacado en ambos títulos.
El éxito de “La tonta del bote” que había servido para debutar felizmente a su director y a sus protagonistas, Josita Hernán y Rafael Durán como tales, estaba quedando, en 1947, un poco antiguo. Quizá con la intención de reverdecer sus laureles, Gonzalo Pardo Delgrás, auxiliado como siempre por su esposa, la polifacética actriz Margarita Robles, en las tareas de adaptación y redacción del guión, reunió de nuevo a la pareja en una producción de la empresa de Ernesto Gómez y Filalicio Flaquer, “Producciones Cinematográficas Cumbre”. El resultado final del esfuerzo se presentó ante el público en el cine Windsor de Barcelona el 7 de febrero de 1948 y, cuatro meses después, el 7 de junio, en el Capitol de la capital de España, permaneciendo únicamente 7 días en cartel en sus locales de estreno. Producción acogida con generosidad al crédito del Sindicato Nacional del Espectáculo (por un valor de 450.000 pesetas), reservaba para José María Lado un papel consistente en una de sus especialidades: el del marido de todo punto indeseable. El film, situado temporalmente en la época de la novela original (finales del XIX), da comienzo en un velatorio, el de Lucía (Josita Hernán), una anciana de escasa relevancia, que parece haber muerto sin hacer ruido ni provocar ningún eco con su pasada existencia. Para conocer su historia, nos transportamos a su juventud, cuando era una muchacha candorosa de profundas convicciones religiosas, que contrae matrimonio con un tal Miranda (José María Lado) un hombre mundano y algo vulgar, bastante mayor que su flamante esposa quien, ya en el viaje de bodas (que emprende la pareja en dirección a París), en Venta de Baños, pierde accidentalmente el tren, con lo que su mujercita sigue viaje sola, sin billete y sin dinero. En tan delicada situación (una esposa inexperta y joven sin esposo estaba totalmente desamparada en aquellos tiempos), recibe el auxilio de un joven apuesto llamado Ignacio Artegui, otro viajero que la ayuda y que hace amistad con ella, pese a sostener ambos puntos de vista opuestos sobre cuestiones fundamentales de la vida (ateo él, beata, ella). En Bayona, los dos jóvenes se separan, quedando ella en espera de la alhaja de su marido mientras él se ve obligado a seguir viaje precipitadamente hacia la capital del Sena pues le ha llegado un telegrama anunciándole que su madre está gravemente enferma, en trance de muerte. Días más tarde, en París, Lucía encuentra a Ignacio en medio de la terrible tesitura de una tentativa de suicidio, pues no puede soportar el mazazo que le supone la muerte de su madre. Lucía, revestida de caridad cristiana, le impide continuar con su desesperación y le da consuelo. Entre ambos se están tendiendo las redes del amor e Ignacio intenta hacer efectiva esta opción, pero Lucía, sujeta por sus obligaciones de esposa, le rechaza. Fatalmente, Lucía es sorprendida al salir de casa de Ignacio por su marido, que inmediatamente diagnostica un incurable caso de adulterio y le administra a su esposa una paliza soberana, dejándola luego abandonada, sin mirar atrás. A partir de entonces, Lucía vive en soledad por el resto de sus días. Tan desolador relato, verdaderamente demoledor, trituraba al espectador, que no encontraba ninguna gratificación en el film, lo que bastaría para explicar su fracaso comercial, bien alejado del éxito que casi nueve años antes había cosechado el mismo equipo artístico y creativo con “La tonta del bote”. Para José María Lado supuso volver a trabajar con Josita Hernán , con quien había actuado en la desdichada “La niña está loca”, y volver a ponerse a las órdenes de Gonzalo P. Delgrás, quien ya le había dirigido en “Los millones de Polichinela” (1941), film que habíamos pasado por alto hasta ahora y del que nos limitamos a mencionar que José María Lado disponía en él de un minúsculo papel de mayordomo (para mayor abundamiento sobre esta película, recordemos que fue mencionada en entradas anteriores: de manera somera en la dedicada a Camino Garrigó y, más profundamente, en la que consagramos a Luis Peña). En “Un viaje de novios”, en cambio, es el suyo el tercer papel en importancia del film, un ingrato papel, de hombre estúpido, cruel y despreciable que incorpora con toda solvencia.
En la prensa se anunció el inicio del rodaje de “La sirena negra” para el mes de diciembre de 1946. Su conclusión se produjo el 26 de mayo de 1947. El director Carlos Serrano de Osma (Madrid, 1916-Alicante, 1984), en su tercera producción para la empresa BOGA (de la que él formaba parte, asociado con Fernando Butragueño, Francisco Gómez y José Antonio Martínez Arévalo), tras haber elegido a Unamuno para su primer film ( “Abel Sánchez”, 1946), y un argumento original suyo (escrito en colaboración con Pedro Lazaga), para su segundo (“Embrujo”, 1946), optó por adaptar a doña Emilia Pardo Bazán y su novela “La sirena negra”. Como en los dos anteriores, el film tuvo una carrera comercial apenas discreta, pero como sus hermanos, supuso una febril afirmación de amor al cine por parte de su director. Serrano de Osma, un auténtico entusiasta de las posibilidades artísticas del medio cinematográfico, que se inició en el campo de la cinefilia como redactor en diversas publicaciones especializadas, formando escuadra con compañeros de inquietudes tales como Pedro Lazaga, los operadores Salvador Torres Garriga y Aurelio Larraya, el productor José Antonio Martínez Arévalo y los directores Lorenzo Llobet Gràcia, Enrique Gómez y el genio Fernando Fernán-Gómez y que trabajó, como Rafael Gil y Antonio del Amo, en el oficio de cineasta durante la Guerra Civil en la zona republicana, pretendió, en cada film que dirigió, explorar los recursos expresivos del Séptimo Arte, y en “La sirena negra”, tuvo muy presentes las enseñanzas de sus admirados maestros Orson Welles y Alfred Hitchchock, de los que acumuló influencias plano tras plano. El público, escasamente permeable a tan loables pretensiones, despreció su nueva película con la misma indiferencia que había dispensado a “Abel Sánchez” y a “Embrujo”, no viendo en “La sirena negra” cosa distinta que otra muestra más del “cine de levita”. El fracaso del film, estrenado en Barcelona (ciudad en la que se rodó, en los estudios Diagonal) en el cine Alcázar el 7 de agosto de 1948, y muy tardíamente en Madrid, el 28 de agosto de 1950, fue mayúsculo y, teniendo en cuenta el presumiblemente muy elevado costo presupuestario (valga como dato que el film se produjo acogido al crédito Sindical en la nada desdeñable cifra de 405.000 pesetas), dejó herida de muerte a la empresa productora. Carlos Serrano de Osma, paulatinamente, fue aplicando su interés por la cinematografía a la producción y al terreno académico, con preferencia al creativo, fundando en 1947, con Victoriano López García el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, verdadero vivero de cineastas, que pasará a denominarse Escuela Oficial de Cinematografía a partir de noviembre de 1962.
“La sirena negra”, siguiendo el argumento de la decimonónica novela que adapta a la pantalla, cuenta la oscura historia de Gaspar (Fernando Fernán-Gómez), un hombre abrumado por la sombra del recuerdo de su novia, quien se suicidó ante la oposición del padre de Gaspar a que la joven pareja mantuviera su relación. Gaspar se entrega, amargado e indiferente a todo, a la “vida canalla”, frecuentando tugurios de la peor nota (lo que no deja de ser una manera entretenida de pasar los duelos y quebrantos) y motivando preocupaciones a su hermana Camila (Anita Farra) y a la amiga de ésta, Trini (Maruja Asquerino), quien aspira, sin esperanzas, al cariño de Gaspar. Un día, en la consulta del médico (Ramon Martori), conoce a Rita (Graciela Crespo), una mujer, enferma desahuciada de tuberculosis, que es el vivo retrato de su difunta novia. Gaspar trata de hacer renacer en ella su perdido amor, pero es demasiado tarde para ello porque la vida se le escapa a su nueva ilusión. Obtiene, eso sí, su amistad, y la mujer se la concede a cambio de la promesa de que Gaspar se ocupará tras su fallecimiento, de su hija Ketty (la niña Ketty Clavijo). El joven encuentra en la crianza de la pequeña un sentido a su desdichada existencia y, a la muerte de la madre de la niña, se la lleva con él a Galicia para construirle allí una vida y una educación. Se hace acompañar por una institutriz inglesa, Annie (Isabel de Pomés) y por un preceptor llamado Solís (José María Lado). La convivencia en torno a la pequeña Ketty se complica por las exigencias de los corazones de los adultos que la rodean. Miss Annie se enamora de Gaspar y, mientras éste la desdeña (cosa de todo punto incomprensible para este burgomaestre), Solís bebe los vientos por la dulce inglesita. El amor que la institutriz siente por su empleador se torna peligroso cuando se produce la arribada de Camila y Trini a la casa. En sus desesperados intentos por captar la atención de Gaspar, Annie provoca un enfrentamiento entre él y Solís, con la terrible consecuencia de que el preceptor dispara contra el joven señor de la casa y el tiro alcanza fatalmente a Ketty, matándola. La tragedia no acaba ahí, porque Solís, incapaz de tolerar la magnitud de la consecuencia de sus actos, se suicida. Por su parte, Annie huye horrorizada, mientras que Gaspar vuelve a quedar hundido, con la vida nuevamente arrasada. Sin embargo, en un epílogo esperanzador, Camila y Trini consiguen hacer brotar en él algunas briznas de esperanza hablando de futuro y proyectando su matrimonio con Trini. El reparto de este tremebundo dramón tuberculoso y romántico, en cuyo rodaje actuó Pedro Lazaga como ayudante de dirección (partícipe asimismo de la redacción del guión, en su faceta técnica), lo completaron, por citar los nombres más relevantes, Fernando Sancho (como “Tadeo”) y Modesto Cid, que encarna a un sacerdote. En cuanto a José María Lado, constatemos que, una vez más, se ve en la obligación de trasladar a su personaje la gravidez del amor contrariado y el estigma del aleteo de la muerte.
“Las aguas bajan negras”
De alguna manera, José Luis Sáenz de Heredia debía identificar sólidamente a José María Lado con una severísima figura paterna. Le había dado en “Bambú” el papel del despótico padre de la protagonista (Imperio Argentina), y el del patriarca de la saga de los Rius, el viudo Rius, en “Mariona Rebull”. No debe causar ninguna extrañeza, pues, que en su tercera película juntos le repartiera el rol de Goro, el obstinado y áspero padre de la protagonista, la joven Carmina (la mexicana Charito Granados) de “Las aguas bajan negras”. Adaptación de la novela “La aldea perdida”, de don Armando Palacio Valdés, este film estrenado el 29 de octubre de 1948 en el madrileño cine Avenida, y el catorce de junio del año siguiente en el Alexandra de Barcelona, podría considerarse algo así como un “western asturiano”. Como en el género cinematográfico por antonomasia, en la historia de “Las aguas bajan negras”, los hombres viven enfrentados por el medio natural, y están acostumbrados, a causa de haber participado en guerras recientes (la de Secesión en un caso, y las napoleónicas y carlistas, por otro) a dirimir con armas de fuego sus diferencias. Magistralmente fotografiado merced a los esfuerzos combinados de tres directores de fotografía: Alfredo y César Fraile y José F. Aguayo, esta adaptación literaria resuelta por Carlos Blanco (colaborador habitual de José Luis Sáenz de Heredia) constituye una muestra magnífica de la mejor porción de la filmografía del director de “El escándalo”, contenedora de su mejor pulso narrativo, el que le llevó, por aquellos años, a firmar algunas de las mejores películas del cine español. Dotada de una factura tan cuidada y eficaz como la de los mejores productos hollywoodienses, “Las aguas bajan negras” es un excelente ejemplo de cine narrativo, seguidor de la escuela de los maestros americanos. Beneficiándose, además, de una galería de actores característicos de altura elevadísima, que dan en pantalla la misma dosis de verismo que sus homólogos del otro lado del Atlántico, “Las aguas bajan negras” plantea el eterno conflicto, tan propio del western, entre las renovadoras y voraces fuerzas del progreso (representadas aquí por una compañía minera y en Norteamérica por el tendido de la línea del ferrocarril) y las de los colonos que prefieren mantener las cosas como están. La contundencia del trazo narrativo y del diseño netamente perfilado de los tipos hacen de “Las aguas bajan negras” un clásico del cine español en toda la extensión de la expresión, digno continuador de “El escándalo” (1943), “El destino se disculpa” (1945), o de “Mariona Rebull” (1947), y precursor de la también imprescindible “Historias de la radio” (1955). Desgraciadamente, el film no concitó el interés del público, y el esfuerzo de su productor, el asturiano Jesús Rubiera, por dar a la pantalla una suerte de “epopeya asturiana”, no se vio recompensado con una recaudación en taquilla digna de él.
Se abre el film con una voz en off que suena sobre unos planos de paisajes asturianos. La voz es supuestamente la de Armando Palacio Valdés (1853-1938), y el texto, algunos párrafos del comienzo de su novela, “La aldea perdida”, que es, como dijimos, la que adapta el film. Así, el espectador escucha, entre otras frases: “Esta es la pequeña historia de una aldea asturiana... junto al río Nalón. La aldea murió. La perdí cuando la ciudad se fijó en el campo.... “La historia de la aldea perdida” Rubiercos resistió los embates del progreso. Luchó por el silencio de sus cumbres... Y sucumbió porque Dios lo dispuso así. (...)España vivía la zozobra de la guerra. Seis años llevaban carlistas e isabelinos combatiendo...” La acción se sitúa en 1839.
Comienza la acción de la película con un viaje en carruaje. El coronel don Álvaro Moscoso (Manuel San Román) y su hija Beatriz (Mary Delgado) van a Rubiercos, donde poseen la propiedad “La Fontana”, para hacer allí escala antes de embarcarse para Cuba. Cuando ha dejado a sus señores en su destino, Jorge (Guillermo Cereceda), el cochero, es abordado en el camino por un capitán del bando carlista (Raúl Cancio) que le pregunta por el paradero de sus amos, cuestión en la que tiene gran interés pues está casado en secreto con Beatriz y ésta espera un hijo suyo. Tras el encuentro, Jorge va a dar parte a los isabelinos. Un sargento (Rufino Inglés) le toma declaración cuando se presenta Goro (José María Lado), casero de “La Fontana”, que conoce al cochero y así lo manifiesta, despejando las dudas que el sargento mantenía sobre su testimonio. El suboficial se pone entonces en marcha para prender al capitán carlista que el cochero le ha denunciado y en pago por el soplo le ofrece una copa de vino, que tiene que darle el tabernero en cuyo local (un chigre, tal como se le denomina en Asturias) se encuentra, un tal Martiñán (Félix Fernández). Jorge pregunta a Goro por el médico, pues Beatriz no se encuentra bien, el viaje la ha afectado. Han hecho una jornada de 15 horas. El coronel don Álvaro habla con su hija sobre su futuro viaje a Cuba. Le dice que antes de zarpar rumbo a la isla caribeña debe partir para Oviedo, por lo que habrá de dejarla sola un par de días en Rubiercos. Beatriz espera a su amado Fernando, el capitán carlista, con el balcón abierto para tener una entrevista con él. Debe comunicarle que está a punto de tener un hijo suyo y que su padre va a llevarle a Santiago de Cuba. Le propone a Fernando quedarse con él y afrontar juntos las penurias de la guerra que se está desarrollando en España. Fernando sugiere explicarse con el coronel, pero Beatriz prefiere la huida. Cuando están a punto de salir, oyen a don Álvaro que se acerca. Fernando sale de estampida. Don Álvaro comunica a su hija que hay un peligroso carlista por las proximidades y que debe ponerse a salvo en el comedor, que él se va a poner al mando de la patrulla que persigue al carlista. Fatalmente, los isabelinos matan a Fernando, lo que a Beatriz le produce un soponcio, mientras que don Álvaro ignora completamente que ha comandado el pelotón de ejecución del padre de su futuro nieto.
La acción da entonces un salto en el tiempo de veinte años. Un viajero se está acercando a Rubiercos. Por su diálogo con un compañero de vagón (Pablo Álvarez Rubio), sabemos que se trata de Armando Palacio Valdés (Manuel Kayser), que vuelve a su pueblo natal. También nos enteramos de que sobre la aldea, otrora remanso de paz, se están cerniendo una turba de ingenieros de minas con la intención de explotar sus ricas entrañas. A través de la voz de Palacio Valdés, que ejerce de narrador, se nos introduce en el conocimiento del cura, el padre Prisco (Luis Pérez de León), y pasamos a presenciar una misa oficiada por él, a la que asiste todo el pueblo. El sermón es sencillo y llano, y mientras el sacerdote lo va desgranando, vemos entre los parroquianos a Goro, a quien acompaña su esposa, Felicia (Antonia Plana). Cuando el cura está terminando su plática, llegan Nolo (Adriano Rimoldi) y Celso (Mario Berriatúa). Son objeto de un velado reproche por parte del padre Prisco. A continuación, seguimos a Nolo hasta un corral, lugar en el que va a encontrar a la joven de la que está enamorado, Carmina (Charito Granados), a la que su madre, Beatriz, dejó con Goro y su esposa Felicia, para que ellos la criaran. El joven Celso (que, por cierto, habla con la voz de Rafael Navarro, el habitual doblador de Charlton Heston, y de Joseph Cotten en “Duelo al sol”), quiere a Carmina pero no se considera lo bastante bueno para casarse con ella, por ser pobre. Es vaquero y no posee casi nada. Así, de corrido, tras haber pasado una noche de meditación y recuento, le suelta a su amada la relación de sus posesiones:“¿Sabes de qué dispongo? Veintiocho ovejas, ese caballo, cien metros de cuerda, la cabaña de arriba, cuarenta y un quesos grandes, siete pequeños, una escopeta, lo que llevo puesto y una gaita. ¿Crees que puedo casarme?” Pero Carmina no acepta excusas y asegura que teniendo “brazos para trabajar”, la prosperidad ya llegará. Le insta a que se haga labrador y así tendrán algo más que “cuerdas y quesos”. Celso se convence y se regala un efusivo abrazo (sin beso, la censura no lo permitía) con su novia. Cuando Felicia asoma, Carmina exclama: “¡Mi madre!”, a lo que Celso, volviéndose a mirar hacia donde debe encontrarse la señora, replica confiado: “No trae los lentes” y sigue con su achuchón.
Son fiestas en Rubiercos. Se juega a los bolos, se baila, se compra y vende ganado. Entonces llega un individuo errante, con su carro (Casimiro Hurtado) y su familia, a quien reciben Goro, el padre Prisco y don Félix, el viejo oficial del ejército real (Carlos Casaravilla). El hombre procede de otra aldea, donde poseía una casa y buenas tierras, pero cedió a la tentación de vendérselo todo a una compañía minera que le pagó por ello ciento treinta mil reales. Ahora está arrepentido porque comprende que aquella tierra tan buena se ha echado a perder y ya no quiere el dinero para nada y sí, en cambio, querría volver a tener un terreno que cultivar y donde establecerse, sin dejar las orillas del Nalón. Pero, como le dice Goro, en Rubiercos nadie vende. Apenas ha terminado de hablar el forastero, se presentan en el mismo lugar y ante la impresionada concurrencia, tres hombre a caballo. Toma la palabra el que cabalga en medio de los otros dos, que parece el jefe (Fernando Fernández de Córdoba), y se presenta diciendo que es el ingeniero de la compañía de minas del Norte y que quiere hablar con los propietarios de las tierras del pueblo. Los reúne a todos en una anchura de las afueras y les habla durante veinticinco minutos de las bondades del carbón y de lo afortunados que son por vivir en un lugar bajo cuya superficie se oculta una fortuna en dicho mineral. Pero sus palabras no interesan a los presentes. El mariscal don Félix se erige en portavoz de todos y rechaza la oferta del ingeniero don César. También Goro se muestra impermeable a la supuesta generosidad del recién llegado, que termina por aceptar que no ha logrado convencer, pero que, sin embargo, no se da por vencido, seguro de que finalmente les hará entrar en vereda. Los propietarios de Rubiercos, con Goro como cabecilla, incluso se niegan a aceptar dar alojamiento a los mineros de la compañía que trabajan en el valle próximo. El médico (el siempre excelente Antonio Riquelme), al menos, accede a atender a dos enfermos de la empresa minera, por lo que, cuando la conferencia ha concluido y el ingeniero se marcha acompañado de sus dos acólitos, el pagador don Sergio (Tomás Blanco) y el capataz Plutón (José Jaspe), el galeno va con ellos. Tras la partida de los hombres de la compañía minera, los más jóvenes de la reunión, Nolo y Celso, quedan hablando de las posibilidades extraordinarias de acceder a la riqueza que sus conciudadanos han rechazado alegremente. El primero manifiesta su pesar por no ser propietario, pues en tal caso habría vendido sus tierras a los forasteros. Los siguientes días, la paz se rompe en Rubiercos. Las detonaciones de la explotación minera cercana, trastornan a hombres y bestias. Celso, Quino (Carlos Agosti) y Nolo ven su sosegada labor alterada por los estruendos de la dinamita y asisten a las espantadas de las vacas. Frente a la renuencia de sus compañeros, Nolo muestra interés por las actividades mineras, interés que le lleva a visitar las prospecciones a cielo abierto cuando se encuentra la explotación en plena actividad. Tiene un tropiezo con Plutón, el capataz, quien considera que Nolo ha acudido allí para estorbar, como enviado del pueblo, por lo que va a dar parte a su jefe. Este, al ser informado, concibe que Nolo puede ser una cuña mediante la cual podrá abrir brecha en Rubiercos. En estos pensamientos, el ingeniero y el capataz oyen un revuelo en el exterior del despacho del primero, donde están reunidos. Nolo, ignorante del peligro, está manipulando un barreno de dinamita encendido y poniendo a todo el campamento al borde de la catástrofe. Don César interviene rápidamente y le quita a Nolo el cartucho de dinamita. Luego habla con el vaquero y se cerciora de que éste no albergaba malas intenciones y que sólo su desconocimiento había motivado el riesgo recién salvado. Para salir de dudas, el ingeniero le ofrece trabajar de picador en la mina, permitiendo al mozo que pruebe, asegurándole que es un empleo muy bien pagado. Nolo prueba y completa una jornada de trabajo, al término de la cual es pagado por el administrador, Sergio. Recibir la paga obra un efecto estimulante en el ambicioso mozo, que comprende que por ese camino podrá casarse con su amada Carmina.
Mientras tanto, encontramos a Goro jugando a las cartas con el padre Prisco en su casa. Su mujer, Felicia, les está hablando de una viuda, doña Martiña, que le ha realquilado una habitación a don Sergio, el pagador de la mina. Goro aprovecha la alusión para interrogar al sacerdote a propósito de la irrupción de la gente minera en el entorno del pueblo. El cura contesta que ofrecerá su parecer a través del próximo sermón. En esas, el cartero les interrumpe para dejar una carta procedente de América. Goro ve enseguida que la ha enviado “La señora”, doña Beatriz. En la carta, ésta explica que ha muerto su padre, el coronel y que pronto irá a visitarles. Felicia teme que la señora lleve intención de quitarles a Carmina, a quien dejó a su cuidado veinte años atrás. Goro y el padre Prisco le piden que se tranquilice, pues tal extremo no figura expresamente en la carta. Fuera, Carmina ha recibido la visita de un exultante Nolo, que le ha llevado el importe de la paga y le ha pedido que lo guarde a buen recaudo. Cuando Carmina entra en la casa, encuentra a Felicia llorando, pero no lo advierte. Al preguntarle su madre dónde ha estado, Carmina se vuelve hacia ella y entonces vemos que lleva la cara tiznada, por causa del abrazo de Nolo, que venía negro del carbón.
El anunciado sermón del padre Prisco en el que habría de exponer su posición en relación al asunto de la compañía minera obra un efecto devastador. En un oficio amenizado por la interpretación musical al órgano del médico del pueblo, el padre Prisco invita a sus feligreses a vender sus tierras a la compañía minera por responsabilidad patriótica, pues España necesita el carbón que se esconde bajo sus pies. Tal punto de vista no halla el menor refrendo en la opinión pública y Goro se encarga, tan buen punto acaba la misa, de hacérselo saber al padre Prisco, visitándole en la sacristía. El sacerdote le responde que ellos, ni nadie puede detener la marcha del progreso y que es precisamente la finca que tiene en usufructo, “La Fontana”, la que más interesa a los explotadores del subsuelo, por ser ese lugar donde nace la veta principal del yacimiento, y que le ha concertado con el ingeniero y sus colaboradores una cita para el día siguiente, que se presentarán en su casa. Así, veinticuatro horas más tarde, acompañado por otros propietarios de Rubiercos, Goro recibe a don César y a Sergio (que aprovecha para requebrar a Carmina) en su casa, pero no atiende a razones ni escucha ofertas. Llega a decir que “Aunque acuñaran todo el oro del mundo en onzas, no podrían comprar ni una hierba de Rubiercos”. Las razones de don César no le hacen al obstinado Goro sino reafirmarse en su inamovible postura. Lanza sobre el ingeniero una negativa rotunda que remata con un discurso encendido en contra del daño que la minería haría al pueblo y asegura exultante que nadie en Rubiercos venderá ni un palmo de tierra ni querrá saber nada de los mineros. En ese momento, aprovecha Nolo para hacer una de las entradas más desafortunadas de la historia del cine. Goro, al verle llegar, le recibe con un entusiasta: “Nolo, hijo mío, pasa. Pasa y diles que ni vaqueros ni labradores queremos a los mineros por aquí”. El inocente Nolo responde con sencillez: “Ya no soy vaquero, ahora soy minero”. Tal declaración produce en Goro el efecto de un revés afrentoso. “Vete de aquí y no vuelvas a poner un pie en esta casa” sentencia, dolido. Nolo lanza una furtiva mirada a Carmina, que lloriquea con el rostro vuelto, y se marcha del hogar del casero de “La Fontana”. Visto que es inútil continuar la conferencia, los enviados de la mina se marchan también. En la calle, el padre Prisco les asegura que él conseguirá, con paciencia, hacer entrar en razón al terco Goro, tras lo cual, se despide de ellos en buena armonía. Después, vuelve a la sala donde su amigo ha quedado acompañado por los otros propietarios, para jugar con él la acostumbrada partida de tute de todas las tardes. Pero descubre con estupor que la baraja ha sido arrojada al fuego. Goro ni siquiera le mira, guardando un empecinado silencio, por lo que el cura no tiene más remedio que, con expresión apenada, recoger sus cosas (se había despojado ya del gorro y el capote) y marcharse de aquel familiar lugar. Sus esperanzas de reconducir la situación han muerto al nacer.
Pasan los días en Rubiercos. Don Armando, testigo de todo lo que sucede, estando en el almacén de Martiñán, sorprende a don Sergio que llega, un día de lluvia, todo empapado porque el caballo lo ha tirado. Algo en su actitud pone la mosca detrás de la oreja al escritor. Después, el film pasa al establo de “La Fontana”, donde encontramos a Carmina quien, ante la llegada de Nolo, que le trae el jornal, tiene que esconderse en un compartimento, porque tiene la ropa mojada. Precisamente, Nolo, muy divertido, contempla las prendas íntimas de la chica, tendidas y hasta tiene la picardía de robarle una. Cuando se aleja a caballo, entre las imprecaciones de Carmina, suena un disparo. El joven gira grupas y ve a Goro quien, con su escopeta (la misma con la que amenazó a los enviados de la mina) está montando guardia en los límites de “La Fontana”. Cambiamos entonces a una escena en la que Celso está siendo retenido por varios mineros. Le han tomado prestado su burrita “Luna” y Plutón, el capataz, está paseándose sentado sobre el lomo del animal. Celso se debate sujeto por los mineros, preocupado por la suerte de su caballería. Suena entonces la escopeta de Goro y el sombrero de Plutón vuela de su cabeza. El feroz empleado de la compañía minera trata de resistirse, pero Goro, encañonándole, le fuerza a bajarse del asno. Celso recupera muy contento su animal y Plutón asegura (en un tono que equivale a una declaración de guerra) que “Esto no quedará así. Me las pagarás”, dirigiéndose a Goro. Mientras, Carmina tiene unas palabras con su madre. Le cuenta que Goro ha disparado a Nolo, a lo que Felicia contesta tranquilizándola, asegurándole que si no le dio fue porque no quiso darle. Luego, la madre le pregunta a la hija por la razón que explica cómo se ha mojado tanto. La muchacha responde que ha tenido un encuentro inesperado con don Sergio, el pagador de la mina, que éste quiso besarla y que, al resistirse, cayeron ambos a la presa. Felicia le dice que se cambie de ropa y que no le diga nada del incidente a su padre, pues quizá éste hiciera algo irremediable. Esa noche, Plutón llega al chigre de Martiñán dispuesto a armar camorra. Escudriña a través de los vidrios antes de entrar y lo hace tras distinguir la presencia de Goro en el interior. Plutón va en derechura hacia el punto de la barra donde está el viejo y, tras una breve provocación, le sacude un puñetazo que lo manda al suelo. Luego le reta a pelear, dispuesto a ajustarle las cuentas por lo del balazo que le descubrió la cabeza horas antes. Nolo interviene, ocupando el lugar de Goro en el desafío, a lo que Plutón no se opone pues tampoco el vaquero le es simpático, precisamente. En el intercambio de golpes, el lugareño sale claramente beneficiado, ganando el combate por KO técnico. Llega entonces don Sergio, que, ante la presencia de Carmina y su madre, que han llegado alarmadas, toma el mando de la situación, descargando de culpa a Nolo. También, haciendo gala de buenas maneras diplomáticas, dirige unas palabras a los presentes pidiéndoles que no consideren aquel incidente un motivo para enturbiar las relaciones entre los empleados de la compañía minera y los nativos, ya que se ha tratado de una pelea entre dos mineros. Cambia unas palabras con el médico, que diagnostica dos días de cama para Plutón, para recuperarse de los golpes. En la siguiente escena, encontramos al médico instalado en el campamento minero, jugando a las cartas con dos empleados, cerca del lecho del capataz. Discute con uno de sus contrincantes, Andrés, el encargado del ascensor (Alfonso Horna) que le está ganando, tratando de conseguir que le cambie la deuda del juego por futuras curas. Llega entonces Sergio, que explica a Plutón la conveniencia de su aparente toma de postura a favor de Nolo en la pelea. Luego, aprovechando que el médico parece absorto en su juego de cartas, da una noticia al capataz que espera le pueda interesar. Le cuenta que ha sabido que Goro va a hacer viaje por sus medios a Oviedo, para recoger a la dueña de “La Fontana”, que ha venido de Cuba, y que el viaje la hará solo y el camino es largo. Plutón capta perfectamente el sentido del soplo y lo aprueba entusiasta pues ve clara la ocasión de vengarse. También habla don Sergio con el encargado del ascensor, cuando éste le baja a las galerías de la mina, en el sentido de que le pedirá un favor a cambio de cumplir la promesa que le hizo de cambiarle al más productivo puesto de picador. El intrigante Sergio recibe entonces la visita de Nolo, a quien mandó llamar, y a quien también va a proponerle algo a cambio de interceder por él ante don César, quien, según Sergio, está molesto por la pelea y podría desfavorecerle con un cambio de turno.
Los efectos de la trama de Sergio empiezan a constatarse cuando Andrés, el encargado del ascensor, acude a buscar a Carmina a su casa, diciéndole que Nolo ha sufrido un accidente y la está llamando. La chica, que estaba zurciéndole un desgarrón en la chaqueta a don Armando, accede a acompañar al minero. El escritor, que estaba hablando de las precauciones que Goro ha tomado para emprender su viaje a Oviedo (ha tomado un camino indirecto y ha quitado los cascabeles al caballo), está intranquilo. Desconfía de las intenciones del visitante y le pide un caballo a Felicia para ir él también a la mina. Ésta le responde que no disponen de otro más que del que se llevó Goro enganchado en su coche, y don Armando contesta que se lo pedirá a Martiñán. Cuando llega al chigre, acodado en la barra apurando una jarra de sidra, encuentra a Nolo, tan fresco. Vemos entonces a Carmina, en un ominoso “descenso a los infiernos” en el ascensor de la mina, acompañada por el operario que la fue a buscar a su casa. Cuando alcanzan el punto más profundo de la galería, Andrés le entrega una lámpara a Carmina y le indica hacia donde debe ir, al fondo de la galería. Acompañada de una música ilustrativa de los más oscuros presagios, la joven se interna por los oscuros recovecos de la mina hasta dar con don Sergio, quien, descarado y radiante, la está esperando y no tiene el menor empacho en reconocer que Nolo debe estar sano y salvo, distrayéndose en la taberna, y que la ha empujado a ir allí con engaños para tener un rato de solaz con ella. Carmina abofetea a Sergio y le insulta, buscando acto continuo una salida de aquel oscuro laberinto. Sergio la persigue y, tras darle alcance, forcejea con ella, tratando de besarla. La muchacha toma en sus manos un pedrusco del fondo de la mina y golpea con él la cabeza de su atacante, dejándolo momentáneamente aturdido. Aprovecha esta ventaja para alcanzar el montacargas y, tras ponerlo en marcha, empieza a elevarse con él. Pero Sergio ya se ha recuperado y consigue encaramarse en el interior del ascensor cuando éste ya estaba en marcha. Reanudan el forcejeo interrumpido hasta que, desde lo alto, surge el cañón de una escopeta ante la vista del espectador. Se oye un disparo que alcanza a Sergio. El hombre se tambalea y cae, quedando la mitad superior de su cuerpo sobresaliendo del suelo del elevador, que continúa su ascenso. Incapaz de moverse, a causa del tiro que le ha alcanzado, Sergio le grita a Carmina que pare el aparato, pues ve con horror que va a aplastarse la cabeza contra el suelo de la galería superior. Carmina acciona la palanca del mando, pero es tarde. Sergio muere, atrapado a la altura del cuello, con la cabeza aplastada. Se funde a negro y luego pasamos a la autopsia que practica el médico de Rubiercos. Determina que la bala disparada contra Sergio procedía de arriba, y que muy probablemente lo que causó su muerte fue el aplastamiento. Cuando extrae la bala, Plutón, quien como don César, está presente, se apresura a afirmar que es del mismo calibre que la que disparó contra él el tío Goro, y le falta tiempo para soliviantar a los mineros contra el aldeano, pese a que el médico le hace notar que Goro estaba en el momento del crimen en Oviedo y a que don César le insta a mantener la calma. Plutón no atiende a razones. Asegura que él mismo estuvo vigilando el camino de Oviedo y que no vio al sospechoso. El médico alega entonces que, sabedor de las malas intenciones del capataz, se encargó de advertir al casero de “La Fontana”, por lo que éste tomó el camino opuesto, dando un rodeo para ir a Oviedo. Plutón habla a los mineros para organizar un pelotón de linchamiento, pero don César consigue atemperar los ánimos lo bastante como para dejar en manos de la justicia la resolución del homicidio. Nolo, presente en estas arengas, va a “La Fontana”, donde Felicia, Carmina y el padre Prisco están celebrando un conciliábulo. Felicia insiste en que Goro no pudo ser porque había salido ya para Oviedo. Nolo manifiesta su extrañeza de que Goro no llevara consigo su escopeta. El padre Prisco aventura que tal vez fuera el encargado del ascensor quien, viendo a Carmina en peligro, disparara contra Sergio. En tales consideraciones, llega don César preguntando por Goro. Advierte a su esposa que hay que salirle al encuentro para que no entre en la aldea, pues sus mineros están muy excitados y no puede responder de sus actos. Como corroborando sus temores, llega entonces don Félix, acompañado de tres aldeanos, quien manifiesta a don César que unos mineros le han disparado cuando estaba acercándose al pueblo y que le han matado el caballo. Don César le cuenta el motivo de tan hostil proceder y don Félix le responde que Sergio no le era simpático, pero que él, como primera autoridad de la aldea, se compromete a poner en manos de la justicia al homicida, por lo que exige que los hombres de don César depongan su belicosa actitud. Don César insiste en que es imperativo que Goro sea puesto sobre aviso y que no se le permita entrar en el pueblo por su propia seguridad, a lo que don Félix replica altanero que nadie le ha condenado todavía, por lo que puede hacer lo que se le antoje. Don César se marcha del hogar de los caseros de “La Fontana” dejando tras sí un rastro de admoniciones. Don Félix hace lo propio tras tratar de tranquilizar a Felicia, que está hecha un mar de lágrimas. El padre Prisco, con la tradicional resignación católica le dice que “ya verás, que no ocurrirá nada”. Nolo, cuando Carmina se ha llevado a Felicia a descansar a su habitación, hace rápidas averiguaciones. Examina la escopeta y busca luego por la estancia alguna pista. En la leñera da con una bota en cuya suela encuentra el rastro inconfundible del negro suelo de la mina. Se la muestra al padre Prisco y éste conviene que la bota parece de Goro. Nolo se la guarda y le dice que va a hablar con don Armando. Mientras, en el camino de Oviedo, Goro conduce el carro y habla con su señora Beatriz, a la que acompaña su sirvienta (la incomparable Julia Caba Alba). Le cuenta cómo han cambiado las cosas en Rubiercos desde que llegaron los de la mina y cómo tuvo que echar de su casa a Nolo, de quien tan enamorada está su hija. Doña Beatriz reacciona al saber que su hija ha entregado ya su corazón y dice pensativa: “Estando enamorada, será aún más difícil...” Goro empieza a protestar adivinando la intención de su ama de recobrar a su hija, pero sus quejas las interrumpe don César, que les sale al paso en el camino. Don César constata que era cierta la historia de que Goro había ido a Oviedo, lo que celebra mucho. Expone lo sucedido en la mina, y a continuación le pide al aldeano que dé media vuelta, pues en Rubiercos le están esperando los mineros porque le culpan del asesinato de su pagador. Goro desdeña la recomendación y asegura que no tiene miedo. Don César continúa su camino en dirección a Oviedo, a donde va en busca del juez. Poco después de su encuentro con don César, Goro, doña Beatriz y la criada llegan a “La Fontana”. Cuando aún están en el umbral, llega el padre Prisco, que reitera las mismas advertencias que don César hizo a Goro, sólo que él está más convencido de su culpabilidad y sabe más cosas sobre lo ocurrido en la mina. El cura teme que la actitud desafiante de Goro convierta Rubiercos en una carnicería que tiña de rojo las aguas del Nalón, a lo que el terco casero contesta que, de todos modos, ahora “las aguas bajan negras”, por lo que no tendría importancia volver a cambiarles el color. Pasa entonces la acción al chigre de Martiñán, donde Andrés está bebiendo obstinadamente, y de un humor endiablado. Está haciendo tiempo hasta la hora en que pasa la diligencia, que piensa tomar para abandonar el lugar definitivamente. Su conversación con Martiñán es oída por don Armando, que está escuchando desde la ventana, y que intuye que esta marcha precipitada tiene algo que ver con el crimen de Sergio. El escritor ve entonces a Nolo correr en dirección a la casa de Carmina. Ha tenido un tropiezo con los mineros, a los que ha tratado de convencer de que Plutón sólo les incita al linchamiento por venganza contra Goro. Nolo les dice a Carmina y al padre Prisco que teme que la presencia de Goro en la aldea provoque una catástrofe. Así, Carmina va a “La Fontana” a convencer a su padre que no se mueva de allí y el padre Prisco va a hablar a la partida de los mineros para tratar de apaciguarles. Ni una ni otra obtienen el menor éxito. Goro, al oír a su hija nombrar a Nolo y decir que ha estado en su casa ya no atiende a más razones, completamente enfurecido. El padre Prisco, por su parte, sólo consigue que Plutón lo haga a un lado y lo deje maltrecho, tirado en el camino. Se produce un emocionante encuentro en casa de Carmina. Plutón irrumpe en ella acompañado de los suyos. Nolo les recibe haciendo una revelación fabulosa. Les muestra a Felicia y les dice: “Esta mujer disparó contra vuestro pagador”. Felicia explica cómo supo de las aviesas intenciones de don Sergio y de cómo fue a la mina y le disparó cuando presenció cómo intentaba abusar de su hija. Plutón se resiste a creerla y piensa que están intentando esconder la culpa de Goro. El propio Goro se presenta entonces en su casa, escopeta en ristre, y asegurando que fue él quien disparó contra el lascivo Sergio y también que va a librar a Rubiercos del traidor que ha buscado su ruina, refiriéndose a Nolo, al que odia irracionalmente desde que se hizo minero. El joven afecta tranquilidad, asegurando que la escopeta que esgrime Goro está descargada, pues él mismo se la dio así a Carmina cuando se la dio para que se la llevara a su padre a “La Fontana”. El momento de tensión se resuelve inesperadamente cuando llega Carmina corriendo y se echa encima de su padre para impedirle que dispare. El arma cae de las manos del viejo y se dispara poniendo al descubierto el farol de Nolo. Rápido de reflejos, el joven picador pisa la escopeta y golpea a Goro, que pierde el conocimiento. Plutón considera esta maniobra un recurso para impedir que el sospechoso siga autoinculpándose y propone a sus seguidores llevárselo a las afueras del pueblo donde tiene localizado un árbol idóneo para ahorcarle. Pero entonces hace acto de presencia don Armando, que lleva consigo a Andrés, al quien Nolo obliga a hablar. El encargado del ascensor ofrece testimonio de las fechorías de Sergio y de la presencia de Felicia en la mina, armada con una escopeta. La mujer corrobora conocerle y su historia pasa a estar dotada de una veracidad que ya nadie pone en duda. Uno de los mineros (Santiago Rivero) se erige en portavoz del resto y expresa el sentir general (si bien que a título particular), conociendo toda la verdad, no duda que Felicia es quien disparó y también que obró correctamente. Los demás le secundan. Hasta el propio Plutón pierde convicción. Completando la total rendición del bando minero, don Félix ingresa en la estancia por una ventana blandiendo dos pistolas y acompañado de un nutrido grupo de aldeanos armados. Resta, para concluir “Las aguas bajan negras”, un desenlace en el que Goro se encarga de dar cuenta del fallo de la justicia al contarle a su señora Beatriz en “La Fontana” lo sucedido en el juzgado de Oviedo, donde el magistrado, tras escuchar a los distintos testigos, encuentra inocente a Felicia por haberse limitado a defender a una hija suya de un alevoso ataque. También le dice que Nolo se ha ido del pueblo. Doña Beatriz guarda para Goro una decisión que le dolerá, y para Carmina, otra que significará su felicidad. Venderá “La Fontana” a la compañía minera. Carmina podrá casarse con Nolo, porque Goro no podrá oponerse. En nombre de su pasado desgraciado y de la dicha de su hija, doña Beatriz ha determinado el destino de su hija y de la aldea. En un epílogo con forma de final feliz, Carmina y Nolo se van de viaje de novios en un adornado carromato. Les despide don Félix, que habla del futuro que pasará en algún otro lugar, junto con Goro, donde la tierra no contenga carbón. Nolo, al decirle adiós a don César, le recuerda su promesa de que será el capataz de la tercera galería. Hasta el ingeniero de la mina consigue que Goro le estreche la mano, aunque este, obcecado en su propia negativa visión del progreso, le espeta: “Ahí tiene mi mano, pero nunca nos entenderemos”. Don Armando y el padre Prisco se encargan de rematar el film, con una especie de comentario a modo de moraleja. Como solía suceder en la España de los años cuarenta, es la Iglesia, por boca del padre Prisco, quien tiene la última palabra, aunque es el escritor quien le ha hecho ver la conclusión de este debate entre progreso e inmovilismo. Don Armando le ha preguntado al padre su parecer y éste no encuentra nada malo en el progreso si, como sucede con el carbón, que mueve locomotoras y barcos, hace que la obra de Dios pueda extenderse más rápidamente. Don Armando conviene que, en efecto, con los modernos medios de transporte, el pueblo judío se habría trasladado de Egipto al Sinaí en ocho días, en lugar de en noventa. Pero que, en cambio, piense en cuantos pecados menos existen actualmente en relación a los existentes en aquellos lejanos tiempos. El padre Prisco piensa un momento, ya en solitario, y concluye: “Los mismos siete ¡y ni uno menos!”
La labor actoral del elenco de “Las aguas bajan negras” es sobresaliente. José María Lado, cómodo en su monofacético personaje, ofrece una rotunda caracterización que se diría esculpida en granito. La determinación, espesa, obtura cualquier resquicio de duda en el personaje de Goro, tan valiente como terco, tan noble como fanático, que sólo ante su venerada señora doña Beatriz depone su acerada voluntad de resistir al invasor enemigo. En el papel de Felicia, la gran Antonia Plana ofrece otra creación memorable, en una de sus encarnaciones habituales de abnegada santidad humana. Tomás Blanco, en su asunción del canalla sin escrúpulos que bordaba sin esfuerzo, alcanza la perfección. Si idóneos son los actores nombrados hasta aquí, no lo son menos Antonio Riquelme, Luis Pérez de León, Fernando Fernández de Córdoba, Julia Caba Alba y José Jaspe, cada uno de ellos inmerso en un papel que les sienta como un guante. El médico de Antonio Riquelme, une a su pericia profesional, cierta picardía que esgrime para resolver sus conflictos con la baraja en las manos. Por su parte, el ingeniero de minas de Fernando Fernández de Córdoba, tan resuelto como honorable, hace gala de ser un digno antagonista. En el rol de su secuaz, el masivo Plutón, José Jaspe completa una de las mejores actuaciones de su prolongada carrera, tan iracundo, como expresivo. El padre Prisco a quien da vida Luis Pérez de León, constituye uno más de la lista de sacerdotes a quienes encarnó el actor, preludiando el más universal de “Bienvenido mr. Marshall”. Julia Caba Alba, por último, en un breve papel de inocentona criada chismosa, trae a la memoria a la legendaria Una O’Connor. Únicamente la pareja de los protagonistas jóvenes, el italiano Adriano Rimoldi (un poco demasiado blando) como Nolo, y la mexicana Charito Granados (un poco demasiado inexpresiva) resultan ligeramente insuficientes en un reparto, por lo demás, que dimana excelencia.
Final de trayecto: Relaciones peligrosas y negras visiones
Este burgomaestre tiene la certeza de haberse excedido esta vez más de lo acostumbrado en el habitual abuso de la paciencia del lector. Sería imperdonable prolongar aún más esta entrada. De momento, hemos conocido un poco mejor a José María Lado, un actor concienzudo, humilde, que agradecía sencillamente el buen trato que le dispensaba la crítica. Un tipo algo temeroso, que nunca asistía a los estrenos de sus películas. Que se sentía dichoso de haber dado el paso de trasladarse de Barcelona a Madrid, donde aseguraba haber encontrado los mejores trabajos y los mejores amigos. Que consideraba el mayor mérito del actor "compenetrarse con el personaje y hacerle vivir". Alguien quien, con la vida que insuflaba a sus personajes, nos permitía vivir a nosotros, los espectadores.
Para la segunda parte de esta entrada, quedan los últimos doce años (más o menos) de la actividad profesional de José María Lado ante las cámaras. Serán años en los que la preponderancia en la filmografía de nuestro protagonista irá pasando de las manos de José Luis Sáenz de Heredia o Rafael Gil (quienes todavía le reservarán algún papel interesante, como el protagónico de “El gran galeoto”, film de Rafael Gil de 1951 a cuyo reparto dedicamos una entrada completa y en el que José María Lado se sacudía cualquier encasillamiento al dar vida a un personaje puro y nobles –doblado, eso sí, por José María Oviés-) a las de Arturo Ruiz-Castillo, quien, tras tenerle en el elenco de “Las inquietudes de Shanti-Andía”, contará con él para “El santuario no se rinde” (1949), “La laguna negra” (1952) –film del que hablamos aquí también, con ocasión de la entrada dedicada a Tomás Blanco- y “Carta al cielo” (1959). Mientras que José maría Elorrieta le dará la oportunidad de reivindicar la ternura existente en el fondo de un ser hosco y huraño en "El milagro del sacristán" (1954), tanto Florián Rey, como Carlos Arévalo, desaparecerán del horizonte de José María Lado, y se verán sustituidos por el Pedro Lazaga de la segunda mitad de los años cincuenta, quien, sin duda recordándole de, por ejemplo, el rodaje de “La sirena negra”, donde Lazaga ejercía labores de ayudantía, le tendrá en cuenta para los repartos de “Robeto el diablo” (1956), “El fotogénico” (1957), “El aprendiz de malo” (1958) y “Los económicamente débiles” (1960), uno de los últims films de José María Lado. Puntualmente, el no muy afortunado José Díaz Morales, el mucho más brillante José Antonio Nieves Conde, reclamarán los servicios del señor Lado para sus films “El capitán de Loyola” (1948) y “El inquilino” (1956), respectivamente. Pero no está entre sus relaciones con sus directores predilectos la experiencia que más impresionó a José María Lado. Ni tampoco, a juzgar por sus declaraciones hechas a la revista “Cámara” en su número 100 (de marzo de 1947), lo está entre sus constantes coincidencias con las fulgurantes estrellas como, por ejemplo, Paola Bárbara (con la que rodó un buen puñado de títulos: “Sucedió en Damasco”, “Su última noche”, “Audiencia pública” , “La pródiga” y “La nao capitana”), o Alfredo Mayo, o José Nieto. La experiencia que la había dejado mayor huella fue el pánico que sintió azotando a José Jaspe en “La nao capitana”. José Jaspe Rivas (La Coruña, 10-08-1906-Becerril, 5-06-1974) se había hecho famoso en los últimos años de la década de los veinte como artista de variedades especializado en las caracterizaciones. Hombre de físico poderoso, su facilidad para transformarse era semejante al ídolo mundial Lon Chaney, a quien, sin duda pretendía emular. Casado con Mercedes Vecino, forma con ella una pareja profesional que triunfa especialmente en la compañía de Celia Gámez, en la ciudad de Barcelona. Antes de integrarse, a partir de 1953 en el cine italiano, José Jaspe actúa a destajo en el cine español, interviniendo (por ejemplo) en 1946, en la friolera de 14 películas, por cuya participación en ellas obtiene la cifra de 100.000 pesetas. José María Lado, como es natural, coincide a menudo con José Jaspe, y entre ellos, a través de sus películas, parece establecerse una especie de combate por asaltos que se desarrolla de film en film. El señor Lado, que en el mismo año 1946 al que antes nos referíamos, sólo tiene que actuar en siete títulos para embolsarse 50.000 pesetas más que su colega, el señor Jaspe, pasó muchos ratos peleándose con su compañero, a menudo sobre el casco de un barco, pero también en secano. Enfrentados como bandidos rivales en “Luis Candelas, ladrón de Madrid”, venían de verse las caras en “Tierra sedienta”, en “Su última noche”, o en “Viento de siglos”. En “Las inquietudes de Shanti Andía”, Jaspe, caracterizado de malayo, asesina a Lado. Poco después, es Lado quien azota a Jaspe en “La nao capitana”, momento en el que el primero siente el terror nacer en su interior porque el forzudo Jaspe, que había solicitado ser azotado “al natural” (sólo cambiando las tiras de cuero del látigo por cuerdas), aprovecha cuando la cámara no le ve para, no sólo mirar con odio a José Lado, sino que también profiere terribles amenazas dirigidas al actor nacido en Cuba. Éste se acoquina tanto, que al oír la orden de Florián Rey de “¡Corten!”, se desliza subrepticiamente, como una serpiente, buscando la seguridad lejos de las manazas de Jaspe. Recordando el episodio, le dice a Juan del Sarto, el reportero de “Cámara”, probablemente, aún con sudor en las manos: “Figúrese usted un hombre que rompe los vasos del más recio cristal con un dedo y que de una sacudida rompe una columna de la corpulencia de un hombre...” , justificando su “canguelitis”. Pero la venganza de Jaspe no se hace esperar demasiado. Entabla batalla de esgrima con Lado en “La princesa de los Ursinos”, aunque no consigue ensartarle, y, finalmente, logra atizarle un mamporro mayúsculo en “Las aguas bajan negras”.
Y ponemos punto final. Hemos acompañado a José María Lado a través de un buen trecho de su recorrido vital y profesional. Si hemos de elegir un color para pintar con pocas pinceladas el cuadro de su devenir, sin duda nos decantaremos por el negro. La razón es obvia. Basta con repasar los argumentos de las películas en que actuó y el carácter del rol que se le confió. Incluso puede bastar con echar un vistazo a los títulos de sus films... En aquella España tan negra, de negros dramas rurales, donde las pasiones se desataban sofocadas en el luto, casi cuesta creer que José María Lado no actuara en “Cielo negro” (Manuel Mur Oti, 1951), él que tenía su lugar reservado en “La sirena negra” (Carlos Serrano de Osma, 1948), en “Las aguas bajan negras” (José Luis Sáenz de Heredia, 1948), en “La laguna negra” (Arturo Ruiz-Castillo, 1952), en “Jack el negro” (Julien Duvivier, 1950), y en “La corona negra” (Luis Saslavsky, 1950), film en el que, en una repetición del episodio de “El clavo” en el que violentaba a Amparo Rivelles y encontraba la muerte a sus blancas manos, la divina María Félix lo mandaba también al otro barrio. Bellas, dos; bestia, cero.
De lo que nos queda pendiente para la segunda parte de esta entrada, además de los títulos antes citados, nos esperan dos de los varios films malditos que dirigió Fernando Fernán Gómez, “Manicomio” y “El mensaje”, una pieza de desatada exaltación de la heroicidad del bando rebelde de la Guerra Civil en “El santuario no se rinde”, de Arturo Ruiz-Castillo; una obra maestra de Ladislao Vajda, “Mi tío Jacinto”, un clásico inolvidable de la comedia debido a José Luis Sáenz de Heredia, “Historias de la radio” y, en fin, un largo y fatigoso camino por recorrer.
Nota bibliográfica: Quiero destacar especialmente la ayuda que ha supuesto para la confección de esta entrada la información hallada en la web donalfredomayo.com. Por lo demás, se han consultado los libros habituales, ya citados en entradas anteriores. A riesgo de cometer alguna omisión, no me resisto a citar algunos, que considero especialmente interesantes: “Las estrellas de nuestro cine”, de Carlos Aguilar y Jaume Genover (Alianza Editorial. 1996), “Miguel Mihura en el infierno del cine”, de Fernando Lara y Eduardo Rodríguez (35 Semana internacional de cine Valladolid 1990), “Edgar Neville: tres sainetes criminales”, de Santiago Aguilar (Cuadernos de la Filmoteca Española.2002), “Miguel Iglesias Bonns. “Cult movies” y cine de género”, de Ángel Comas (Cossetàniea Edicions.2003), “El cine en 1943” (Varios autores. Instituto Samper.1944), “Rodatges de postguerra a Barcelona. Un recorregut pels estudis de cinema”, de Josep Torrella Pineda (Institut de Cinema Cátala.1991), “La herida de las sombras. El cine español en los años 40” , de varios autores, con coordinación de Luis Fernández Colorado y Pilar Couto Cantero (Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España.2001), “El cine español en el banquillo”, de Antonio Castro (Fernando Torres, editor. 1974), “La pesadilla roja del general Franco”, de Carlos F. Heredero (Festival Internacional de Cine de Donostia, 2004), y los catálogos del cine español (películas de ficción) editados por Cátedra y Filmoteca Española volúmenes F-3 y F-4, coordinados por Juan B. Heinink y Alfonso C. Vallejo en 2009, y por Ángel Luis Hueso en 1998, respectivamente.
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